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ArribaAbajoOro extranjero

Ante la vida cruel de estos pueblos esclavos es necesario gritar la frase del viejo León de Francia: «Yo acuso».

Yo acuso al oro extranjero que paga el crimen, la revolución y la guerra, oro que canta en las manos de Judas y de Caín.

Millares de hermanos luchan en las fabulosas tierras de la China, millares de hombres que trabajan con idéntica facilidad un poema y un mantón de seda, un precioso tallado en madera y un jarrón de plata.

Estos viejos adoradores de Buda, que leían a Confucio y enredaban el espíritu en las volutas del «apiyin» (opio) sienten hoy un deseo endiablado de exterminio.

Los campos están solitarios, solitarias las tierras que entregaban magníficas los frutos y las espigas de oro.

Las pequeñas aldeas arden como teas fantásticas en la tristeza de los crepúsculos horribles.

Corren las madres desamparadas, con los hijos a la espalda, por los caminos peligrosos y hostiles y las granadas revientan con la misma bestialidad sobre la copa del árbol gigante y sobre la cuna de los niños dormidos.

¿Quiénes son los hipócritas que predican la paz y la civilización? ¿Vivimos aún en la misma época de salvajismo que destrozó los pechos de los indios de América?

Concesiones, tratados internacionales, colonias, estúpidas caretas con las que se disfrazan, a medias, la estafa y el asesinato.

Oro, oro extranjero, eres el mismo que se transforma en sangre mexicana, el mismo que canta en los bolsillos de seda de los esclavos orientales, el mismo que enciende la guerra en la India y hace desaparecer a los presidentes de Centro América, eres el mismo que mueve al ladrón, al bandolero y a la prostituta.



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ArribaAbajoUna mezquita

Hay en Nathan Road una mezquita. Subimos por una pequeña escalinata de piedra y llegamos a un patio silencioso. Nos obligan a descalzarnos.

Pasamos cerca de una piscina cuadrada y entramos al templo. El templo es una sala espaciosa. Sostienen el techo altísimas columnas anchas y severas.

Buscamos al Dios, al ídolo y no lo encontramos.

Los adoradores se arrodillan y rezan fervorosos y la oración es un largo lamento.

Y ese Dios invisible, ese Dios soñado con el mejor de los sueños, invisible porque los ojos humanos se supieron indignos de mirarlo, ese Dios que comprende su alto rango de creador y soberano absoluto de la tierra y del cielo escucha en el silencio oscuro de la noche la plegaria de los humildes.

Nosotros también rezamos allí una oración nueva, recién nacida, no la que oímos en la niñez. El Dios que no podemos imaginar debe ser adorado con palabras y sentimientos brillantes, recién nacidos. La palabra que va de labio en labio pierde el color como las alas de la mariposa.

La oración de la infancia tiene para nosotros un valor de ternura que no podemos olvidar, pero muchas noches nos hemos sorprendido repitiéndola sin pensamiento y sin esperanza.

El Dios de la Mezquita que nadie se atreve a imaginar me ha conmovido más que el Dios de nuestras catedrales.

Nadie pudo esculpirlo, nadie intentó dibujarlo, nadie lo soñó. Por eso vive en la imaginación de los creyentes y cada hora que pasa le da una belleza distinta.

El Dios de nuestra infancia nos mueve el sentimiento, el Dios desconocido la imaginación y nuestro sueño como una vibración en el agua tranquila se va extendiendo lentamente y adquiere proporciones que deben acercarse a la magnitud de la belleza milagrosa.



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ArribaAbajoAño nuevo

El aire sofocante, la brisa que adormece, la quietud y el silencio de los crepúsculos, y el maravilloso color desvanecido del cielo oriental entran en nuestras venas y se apoderan de nuestra vida.

Insensiblemente van desapareciendo las energías y los ánimos de triunfo o de lucha.

Una sola pregunta brota de los labios cansados, una sola pregunta que contesta todas las interrogaciones: ¿Para qué?, y una sola verdad, una verdad que niega y destruye aparece al final de todos los caminos: La Muerte.

Al llegar se piensa en ella con terror, luego con miedo, después con serenidad.

Este ambiente de sueño, de olvido y de soledad nos enseña a morir y en todos los seres que nos rodean presentimos la partida próxima y sorprendemos gestos de angustia que anuncian también nuestro viaje.

Es el día veintiocho de la undécima luna. Nosotros celebramos el año nuevo. Algunos chinos, que envían mercaderías a Chile, nos han regalado cigarros y manzanas, una copa de plata, un mantón de seda.

Un indio nos trae cinco «boteros», pájaros del Punjab, que se arrullan como las palomas, y dos preciosos conejitos blancos. Este regalo nos produce sorpresa porque no conocemos al indio ni lo recordamos claramente.

Él comprende nuestro embarazo y nos explica:

-Siempre saludo al señor en el muelle del Ferry. El señor es mi primer amigo de Hong Kong. Hace tres meses que salí de mi tierra y todavía no conozco a nadie.

Le damos cinco dólares y se despide ceremonioso.

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Dos horas después ha muerto uno de los «boteros».

Entonces aparece en nuestra gratitud por el extraño amigo del Punjab una pequeña sombra de rencor:

-¿Para qué habrá venido este buen hombre a dejar en mi casa algunos pequeños seres más?



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ArribaAbajoPartir

Desde las aldeas y ciudades lejanas, donde vivimos en otro tiempo, llegan a veces afectuosos recuerdos de los amigos y las cartas nos dan la misma impresión que nos produciría la voz de los fantasmas.

Al abandonar una población se detiene para nosotros la actividad y la vida de los habitantes, y nos parece que una varilla mágica los inmovilizó en el momento de la despedida.

De tarde en tarde, alguna noticia da movimiento a nuestros amigos lejanos, pero es una vida instantánea y fugaz. Pronto vuelven a sumergirse en la quietud y el silencio de las estatuas.

Las vidas que amábamos y comprendíamos se mueven, a la distancia, torpemente, sin sentido. Nos extraña el amigo poeta que permanece inactivo, nos sorprende la fina escritora con su terquedad y no comprendemos al compañero que se suicidó.

Grandes vacíos, hondas lagunas aparecen, en las vidas distantes y la voz que pretende explicarnos las acciones extrañas no tiene, ni puede tener, la fuerza de la visión y de la cercanía.

Perdemos por completo el conocimiento de nuestros personajes. Aquellos hilos de pasión, de angustia, de celos, de soledad, que movían los dramas y las comedias, han desaparecido para nosotros y vemos a los actores vivir disparadamente como en una película de fantoches sin cerebro y sin corazón.

Por eso nos parece trágico el abrazo angustiado en una estación del ferrocarril y sorprendemos un aspecto de pequeña mortaja en el pañuelito que nos dice adiós.



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ArribaAbajoTifón

Nuestra casa se estremece. El viento huracanado ruge afuera y golpea las persianas de mi cuarto con la ferocidad de un bandolero. Nos levantamos inquietos. Miramos el reloj. Son las cuatro de la mañana. Las luces del Observatorio nos anuncian que pasa el tifón, en plenitud, sobre la ciudad. El tifón es trágico y majestuoso; tiene la misma cara espantosa del terremoto, del rayo y de la muerte. Los gruesos árboles se inclinan a su paso con flexibilidad de juncos débiles; las palmeras mueven locas las ramas desesperadas. Caen pesadamente gruesos maceteros sobre el pavimento; tiembla de nuevo la casa y nosotros respiramos el aire enervante de los cataclismos.

¡Oh, si amaneciera pronto!

Esta «cosa» extraña y terrible que todavía no conocemos, nos asalta, por primera vez, en la sombra, como fantasmas y como ladrones.

Esperamos con ansiedad la luz del alba.

Los minutos, pasan largos, eternos, y la noche desaparece.

Una pobre claridad sale por fin del horizonte, claridad de cirio y de ojo muerto, y este pequeño sonreír del día tempestuoso nos tranquiliza.

Vemos entonces a los grandes pájaros marinos avanzar en el aire, sin rumbo, arrastrados en la corriente inmensa.

Desde nuestra ventana contemplamos la fuga de sampanes rezagados. Los grandes azotes del viento los empujan reciamente, los golpean y los destrozan. Salen del agua las tripulaciones, hombres, mujeres y niños, y trepan sobre el casco vacilante. Producen la impresión miserable de los ratones de acequia. Una lancha de salvataje recorre la bahía y recoge algunos desgraciados. Los otros desaparecen.

La palmera del patio gime angustiosa con un gemido humano. Los arbustos del jardín pensaron, hace algunas horas, que la pequeña brisa de la mañana los visitaba y han querido   —96→   jugar con el viento brujo; le entregaron, sin conocerlo, sus flores y sus menudas hojas de oro, y el viento les ha mordido las ramas y el tronco y escarba furiosamente la tierra que los sostiene.

Los viejos árboles conocen la fragilidad de su vida y saben que el enemigo vive cerca. Por eso no se han preocupado de florecer y concentraron su vigor y fortaleza en las raíces ancianas y sólidas, músculos sabios que se clavan profundamente en la tierra con un anhelo firme de eternidad.

Todas las puertas de la ciudad permanecen herméticamente cerradas, mientras el tifón avanza y destruye. Parece Hong Kong una población muerta, maldita y olvidada.

Pasan las horas cargadas de temores y presagios.

En las calles, junto a las paredes se deslizan algunos vecinos. Entran por el patio del fondo y nos dicen que se ha perdido la flota pescadora de Macao. Se cree que han naufragado más de dos mil sampanes.

Pensamos en la tragedia irreparable.

Cuando viene la noche, el viento ruge aún, pero más débilmente.

Los niños rezan y se acuestan. El dormitorio queda en tinieblas. He encendido mi pipa. Los niños miran en la sombra la pequeña luz y se duermen confiados, porque adivinan detrás de ella, en el horror de la noche, al hombre que debe defenderlos.

Hong-Kong, China, 1926.



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ArribaAbajoElla

Ya no estaba solo. En el barco tenía una amiga. Habíamos hablado por primera vez la noche anterior, apoyados en la borda, mirando el mar. Ella desembarcaría en el Callao. Diez días de navegación, mi abandono, mi soledad, la complicidad bruja de la luna y del mar, tardes de evocación, noches de espanto, mañanitas brillantes en su compañía encendieron esa ternura que todavía entibia mis recuerdos.

El mar de «El Barranco», el mar de «La Herradura», el mar de «La Punta» conocieron nuestro secreto y escucharon nuestras palabras.

¿Recuerdas todavía la blanca sonrisa de aquel negro malicioso que cerraba ceremoniosamente las ventanas de nuestro dormitorio, acomodaba las almohadas de la cama y desaparecía prometiendo vigilar los corredores? ¿Vigilar? Sí. Cuidadosamente porque -el negro lo presentía- nuestro amor era prohibido y peligroso, mi primer delito, mi primer asalto al cercado ajeno. Todos los hombres a la distancia eran «él». «ÉL», tu dueño estaba en todas partes, en la estación, en la esquina de la callejuela, en el tranvía, entre los árboles del parque, y cuando nuestro amor se ocultaba de todo y de todos en el silencio de los cuartos de hotel era «él» quien hacía crujir los muebles, «él» quien subía sigilosamente las escaleras para sorprendernos, «él» quien aparecía nublado, trágico, en el fondo de los espejos.

Por eso te quise tan apasionadamente. Nuestro amor sentíase siempre amenazado, Magda, y siempre nos mirábamos como por última vez. Yo te sabía cerca de la muerte. Por eso mi ternura se acrecentaba para salvarte. Tú presentías mi tragedia, me veías mudo, con el cráneo partido. Por eso me amparabas. Por eso nuestros cuerpos se anudaban en una caricia que pretendía ser eterna caricia que no conocía el hastío, ni el cansancio.

-Bésame, mírame. No me olvides, chiquillo.

Mar de los naufragios, mar de las despedidas desesperadas, mar de las separaciones definitivas nunca te vieron mis ojos más angustiados que aquella noche, mar de los marineros sin retorno.



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ArribaAbajoGitanos

En un pueblo ayer, hoy en una aldea, mañana en una ciudad, cuántas veces hemos buscado la quietud de un hogar que creamos ilusionados y que destruimos, a los pocos meses porque es necesario partir y caminar de nuevo. Bajo la flamante camisa del frac, entre las sedas del dinner coat descubriremos un día nuestro doloroso corazón de gitanos.

Y debemos hablar a este corazón:

Quiere livianamente, no permitas que tus raíces sentimentales acaricien las flores de este jardín antiguo porque pronto debes abandonarlo. Cuidado con las manos amigas que empiezan a ganar tu simpatía. Huye de los ojos hermosos que serán mañana veneno de nostalgia en la lejanía porque esta pobreza de los gitanos no es solamente una pobreza de oro, es una miseria de cariños, una limitación de sentimientos que nos permite frágiles amores de viajes, tibios apretones de manos, conocimientos incompletos, saludos de almas a lo lejos.

Con verdadero temor hemos llegado ahora a las costas del Asia. ¡Ah nuestra casa frente al mar! ¡Ay nuestra palmera casquivana que danza con todos los vientos! ¡Ay nuestro pequeño jardín! ¿Cuántos días nos será permitido vivir junto a ellos? ¿Cómo los amaremos el día que debamos abandonarlos? ¿Cuánto tiempo más oiremos al grillo que cuenta en la noche moneditas de oro? ¿En qué país nos será posible contemplar otra vez al pájaro azul? ¿Por qué tenemos el alma ya enredada con aquellos viejos árboles de Nathan Road? ¿Por qué sufrimos al recordarlos mientras llueve y nos alegramos cuando florecen como si estuviéramos en presencia de un amigo convaleciente que comienza de nuevo a sonreír?

¡Y nuestra amistad fugitiva como la amistad de la nubes!

Éramos en la noche de Pascua catorce compañeros reunidos en el hogar gitano de uno de ellos.

El próximo 24 de diciembre no estarán ellos ni estaremos nosotros en Hong Kong y otra banda de vagabundos cantará y reirá tal vez en el mismo sitio su miserable alegría errante.

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Cuando los paisajes o las almas amigas se hacen dueños de nuestros sentimientos un telegrama, una carta, una orden nos obliga a abandonarlos.

¡Gitanos! ¡Gitanos! la vida nos separa y nos deja en el corazón el deseo de volver a vernos y nos dice al oído: Es posible, es posible.

Y nosotros sabemos que eso no es verdad, que eso es difícil, pero una pequeña inquietud canta en el fondo del escepticismo: «tal vez...».

Y buscamos, camino adelante, nuestros amores mutilados y nuestras amistades perdidas porque, desgraciadamente, no ignoramos que algunos andan todavía por el mundo.

¿En aquel maravilloso y distante rincón de la tierra vives aún marchita misteriosa?

Nunca olvidaremos aquella noche de carnaval. ¿La recuerdas?

¿Vives o eres tú quien me envía esta noche, desde un lejano jardín del cielo, la serpentina de un aerolito?



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ArribaAbajoUn gran amigo

Para mi hijo Fernando

Recién salido del frío y oscuro invierno inglés en Hull, a las orillas del Humber, apagada ya la cordial estufa a leña que nos había acompañado tanto tiempo, abrí la puerta-ventana que daba al jardín y respiré el aire libre bajo el sol que ya era dueño absoluto de todo. La alegría de la primavera inglesa es intensa, incomparable; se sale por fin de un socavón sombrío que parece sin término y que oprime el espíritu como una pena sin remedio. Se lee, se escribe, se recuerda y se mira por la ventana, casi siempre turbia y que raras veces alcanza a decir un paisaje mojado y triste.

Por eso, a la llegada de la primavera se siente uno renovado, feliz, como recién nacido a otra vida cordial y milagrosa.

Eso pensaba yo, resucitado de la tiniebla larga cuando sentí un grito de angustia pequeñito entre las ramas de los arbustos que rodeaban el jardín. Apareció luego en orgullosa carrera un gato que traía entre sus dientes un pajarito; esa torpe escena impropia de la hora feliz me indujo a gritar al asaltante que acababa de romper un nido y de robarse un pobre gorrión casi recién nacido:

¡Suéltalo, suéltalo!

El gato asustadísimo soltó su presa y huyó entre las ramas al jardín vecino.

Recogí al herido, y con mis elementales conocimientos de primeros auxilios traté a revivir a la víctima que afortunadamente se salvó. Le preparé un nido de algodón y con mucho cuidado lo coloqué en él. Pacientemente todos los días lo alimenté hasta que esa miserable bolsita azul, que durante los primeros días se fue transformando en un pajarito emplumado, capaz de andar y casi de volar. Pronto vi con gran alegría sus primeros vuelos, desde su nido hasta una silla, desde la silla a una mesa y de la mesa al nido; luego, con más confianza ya, desde la mesa a la estufa, un poco más lejos y después ya dueño del aire, iba por todas partes. Pensando que tal vez podría estar nostálgico de su parentela lo llevé al jardín, y él voló feliz   —101→   hacia la copa de un árbol. Creí que mi labor estaba terminada y que encontraría fácilmente a los suyos y decidí retirarme a mis habitaciones, apesadumbrado por haberme despedido definitivamente de mi compañero, y cuando avanzaba hacia la puerta de mi casa, tuve la gratísima sorpresa de que él me había estado observando y, al ver que yo me retiraba, en un gran vuelo, llegó hasta mi hombro derecho, posándose sobre él.

Dormía sobre el hierro forjado que sostenía la cortina del dormitorio y en las horas de almuerzo y de comida andaba sobre la mesa y picoteaba con gracia y finura las migas de pan y los alimentos de su gusto. Cuando iba yo a mi oficina me acompañaba hasta la puerta y, a mi regreso, calculando tal vez con extraña certeza la hora de mi llegada, era el primero en recibirme y en manifestar con saltitos y cortos vuelos su inmensa alegría.

Cierta mañana nuestro vecino Peter Faulkner que había sido invitado a almorzar con nosotros, me dijo:

-Tu gorrión es maravilloso, pero tú eres cruel con esta pobre criatura. ¿Por qué no lo sueltas en el jardín? Tú sabes que estos pájaros se mueren prisioneros.

Salimos con Peter y el gorrión al jardín y mi pobre compañero voló ansioso a la copa de su árbol favorito.

-¿No lo ves? -Me dijo Peter.

-Sí, -le contesté.

Y cómo sería la sorpresa de mi vecino cuando al abrir la puerta de la casa para entrar en ella, ya estaba de nuevo el pajarito sobre mi hombro.

¿Por qué él, de raza rebelde, insobornable -no se conocía en el país un caso igual- se había convertido en mi fiel amigo? ¿Tenía tal vez conciencia de lo sucedido? ¿Se acordaba de su salvación, del gato, de mis curaciones, de su nido de algodón, y de su agradecimiento había nacido un cariño que le impedía alejarse de mí?

Llegado el invierno tuvimos que prender la chimenea que fue el origen de su desgracia.

En mi presencia se lanzó un día entre las brasas y por fortuna conseguí sacarlo un poco chamuscado, pero sin mayores consecuencia. Quizá el fuego le producía un engaño de sol.

La misma equivocación, repetida por segunda vez, le fue fatal. El fuego, más vivo que nunca porque hacía mucho frío, le quemó en tres segundos las plumas y el cuerpecito y no lo pude salvar.

Hull, Inglaterra, 1932



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ArribaAbajo Despedida de Arequipa

Compañeros:

Esto de hilvanar frases y que las frases lleven su pequeña carga de emoción, de sinceridad o de belleza es, sin duda, oficio peligroso y difícil. Poetas hay que juegan en su verso. Dios les conserve el ánimo liviano y jovial y haga crecer, al mismo tiempo, en mi espíritu este severísimo respeto por el arte.

«Las palabras, decía Flaubert, son golpes dados en una caldera rota, golpes sonoros que hacen bailar a los osos, aunque tienen la intención de conmover a las estrellas». Veinte o treinta veces corregía las páginas de sus novelas y sólo cuando la expresión había llegado a la transparencia entregaba los originales al editor.

Las palabras, si no son manejadas con cuidado, empequeñecen o deforman el pensamiento o simplemente se nos quedan vacías. Hay palabras horrendas, palabras hermosas que las malas compañías o la vecindad impropia envilecen, palabras muertas, desteñidas, palabras que se opacan juntas como los amantes que se casan, palabras leales, sumisas.

Este conocimiento explica mi timidez al presentarme a Uds. amigos de Arequipa, con estas páginas entre las manos. Yo debí comunicarles la viva emoción fraternal que despierta la compañía de todos Uds. casi a la hora de la despedida. Debí hablar sin escribir y darles las gracias por esta y otras horas de Arequipa, por la cordialidad de sus gentes, por el espíritu noble de la tierra montañesa, parecido al Vasco, un poquitín hermético y retraído a la hora del conocimiento, pero generoso y desbordante en la amistad madura. Debí hablarles improvisadamente, pero me asusta la improvisación. Las palabras en ella se me rebelan, no me obedecen. No consigo decir lo que deseo, digo lo que no quiero y en estos momentos necesito expresarme sin titubeos para que Uds. vean claro mi afecto y mi gratitud; mi afecto, porque me han permitido Uds. participar en sus trabajos, en sus luchas y en sus inquietudes sin considerarme extranjero y mi gratitud por la belleza recogida a brazadas en esta ciudad brillante que no se olvida del pasado, «Dios la bendiga», ni descuida el futuro y donde no   —103→   crece todavía el rascacielos, deshabitado de gracia y de sueño. Mi gratitud por la belleza recogida y guardada y que espero devolverles, algún día, porque les pertenece.

Desde las aldeas o ciudades donde vivimos en otro tiempo, llegan a veces afectuosos recuerdos de los amigos y de las cartas sale una voz parecida a la voz de los fantasmas. Al abandonar una población se detiene para nosotros la actividad y la vida de los habitantes y nos parece que una varilla mágica los inmovilizó en el momento de la despedida. De tarde en tarde, alguna noticia da movimiento a nuestros amigos lejanos, pero es una vida instantánea y fugaz. Pronto vuelven a sumergirse en la quietud y el silencio de las estatuas. Las vidas que amábamos y comprendíamos se mueven, a la distancia, torpemente, sin sentido. Nos extraña el amigo poeta que permanece inactivo, nos sorprende la fina escritora con su terquedad y no comprendemos al compañero que se suicidó.

Grandes vacíos, hondas lagunas aparecen en las vidas distantes y la voz que pretende explicarnos las acciones extrañas no tiene, ni puede tener, la fuerza de la visión y de la cercanía. Perdemos por completo el conocimiento de nuestros personajes. Aquellos hilos de pasión, de angustia, de celos, de soledad, que movían los dramas y las comedias han desaparecido para nosotros y vemos a los actores vivir disparatadamente como en una película de fantoches que hubieran perdido en un salto sin fortuna el cerebro o el corazón. Por eso nos parece trágico el último abrazo en una estación del ferrocarril y sorprendemos un aspecto de pequeña mortaja en el pañuelito que nos dice adiós.

Entre Uds. he vivido poco tiempo, pero todos me dieron la más exquisita gentileza. Por eso, amigos, guardaré su recuerdo entre los mejores con la flor aplastada en un libro de la primera novia y el rizo ingenuo que se enredó a nuestros días de adolescencia.

Hace tiempo yo dije un poema: El alma del Globe-trotter debe ser fría, olvidadiza, sumergirse en la ausencia con la limpieza del pedrusco que desaparece en el agua o como se borran las alas en el aire. Globe-trotter fracasado debo confesarles ahora mi fracaso porque mi espíritu ha crecido y enterrado raíces en esta tierra y la partida no podrá arrancarlas del todo porque en ella brilla la esperanza de regresar para seguir con Uds. la charla interrumpida.

Arequipa, Perú, 1938



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ArribaAbajoUna historia increíble

En una de las más hermosas repúblicas de nuestra América, que conserva admiración, respeto y cariño por la nuestra, en El Salvador, sucedió la extraña historia que voy a contar:

Un telegrama me ordenaba hacer lo posible para que el gobierno Cuzcatleco se pusiera de parte nuestra, en el conflicto provocado con motivo de los asilados en la Embajada de Chile en Madrid, durante la revolución española. Con el apresuramiento que el caso requería, expuse inmediatamente mi solicitud al Ministro de Relaciones Exteriores, quien me dijo que lamentaba muy de veras no poder acceder a ella. Y era verdad, no diplomática comedia, la expresión de su sentimiento, porque en toda ocasión demostraba invariable afecto a nuestro país. El voto salvadoreño estaba ya perdido para nosotros, a pesar de la excelente voluntad del gobierno. El telegrama que movía mi gestión llegaba, como suele suceder, un poco tarde. El voto salvadoreño ya se había concedido al gobierno español.

Como la vida tiene curiosos entretelones, no quiero dejar en silencio un detalle que pudo ser en esa circunstancia una carta de triunfo: La hija del Ministro hacía versos y nuestra amistad, por ese motivo, tenía un grato color de intimidad. Ella solía comunicarme sus proyectos literarios y leerme sus poemas, por los que yo, como es de suponer, manifestaba un profundo interés, interés que me llevaba a corregírselos con cariño y simpatía, que ella sabía agradecer.

Aunque el fracaso no tenía remedio, con el obligatorio ramo de flores, visité a la poetisa para rogarle que interviniera en el asunto. Sin demora rogó, imploró a su padre, la bondadosa, que buscara una forma de arreglo a lo desarreglado para mí, pero sus ruegos y sus lamentaciones no encontraron eco favorable. Todo estaba ya mal hecho y no se podía rectificar. Habían ya enviado una nota al Embajador de España y un telegrama a su gobierno transmitiéndoles su completa adhesión.

Sin embargo, ensayé un recurso extremo y solicité una entrevista con el Presidente de la República. En el camino a la Casa Presidencial urdí mi plan, cuya audacia también se   —105→   basaba en anteriores actividades secretas, que debo revelar para que se comprenda mi insólita actitud:

A raíz de un atentado que estuvo a punto de terminar con la vida del firme gobernante y en vista del peligroso aislamiento en que se encontraba y en retribución a las muy cordiales atenciones que de él recibía, le había ofrecido yo que, en cualquier momento difícil, contara con mi segura amistad, ofrecimiento que no olvidó, porque más o menos al cabo de un mes recibí, a las tres de la mañana, su llamado telefónico rogándome que lo acompañara en su residencia. Algo muy grave ocurría y deseaba que yo y mi señora fuéramos a su casa lo más pronto posible. Al llegar a ella los rostros apesadumbrados y las apagadas conversaciones nos confirmaron en lo que temíamos: Uno de sus edecanes nos anunció que un hijo del Presidente acababa de morir. En esos dolores que no tienen consuelo tratamos de serles útiles evitándoles, a él y a su señora, la impertinencia de los falsos aduladores, los propósitos intempestivos de un escultor que se ofrecía para hacer una mascarilla del niño y tanta escena absurda que agravaba la tremenda desgracia. Como si hubiéramos sido de la familia los acompañamos hasta las cinco de la mañana.

Con los antecedentes que acabo de contar, me dirigí a la Presidencia para tratar el caso perdido de los asilados. Yo sabía que el Presidente no había olvidado esas horas y por eso le dije al saludarlo:

-Excelencia, con el mayor sentimiento vengo a despedirme de Ud.

-No lo entiendo, me contestó extrañado. Hace muy poco tiempo que han llegado Uds. y ya se han ganado nuestra estimación.

-¿Por qué puede el gobierno de Chile trasladarlos tan pronto?

-No es decisión de mi gobierno. Es decisión mía, repuse.

-¿Y qué razones tiene Ud. para dejarnos?

Entonces jugué mi última carta.

-Nos han ofendido, Excelencia.

-¡No puede ser!... ¿Qué ocurre? preguntó.

-En nuestro conflicto con España, el gobierno de El Salvador no estuvo de parte de Chile, lo que equivale a declararnos protectores y defensores de bandidos y delincuentes comunes, y eso es una grave ofensa.

Indignado, tomó el Presidente el teléfono y se puso en comunicación con el Ministro de Relaciones Exteriores.

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-Ministro, le dijo, ¿ha contestado Ud. al Embajador de España que El Salvador estaba de su parte?... ¿Y se ha puesto un cable comunicando la noticia al gobierno Español?

-¿Sí? ¡Sí!, le entiendo. No importa. Rectifique Ud. ¡Sí, se puede! Yo se lo ordeno a Ud. Llame al embajador español y dígale que Ud. se ha equivocado porque el gobierno de El Salvador está de parte de Chile.

Y después de colgar el fono, agregó dirigiéndose a mí.

-Bueno Ministro, ya me ha oído Ud. ¿Se queda Ud. con nosotros?

-Por supuesto, Excelencia, respondí. No sé como agradecerle.

Don Maximiliano Hernández Martínez, sonriente, se despidió de mí con un abrazo.

Durante todo el día y gran parte de la noche cifré un largo telegrama en el que detalladamente informaba al Ministerio acerca de mis trabajos para conseguir el voto, ya concedido con anterioridad a nuestro contrincante.

Al día siguiente tuve el agrado de enviar otro, comunicando que las repúblicas de Honduras, Guatemala, Costa Rica, Nicaragua y Panamá habían adherido a la votación salvadoreña.

Aunque no lo parece, ésta es una historia extraordinaria. Su desenlace no obstante, es más impresionante, dramático e imprevisto.

Varios días nos quedamos esperando una efusiva felicitación por haber conseguido lo imposible en beneficio de nuestra causa. En aquellos tiempos, hace más de veinte años, San Salvador era una ciudad tranquila. Su tráfico estaba muy lejos de ser lo que es ahora y, naturalmente, no era difícil divisar un mensajero a la distancia. A cada rato mirábamos ansiosos por la ventana del escritorio, hacia la calle. Pasaba, de tarde en tarde, un mensajero; nos miraba de soslayo y seguía de largo. Por fin, uno se detuvo al frente de nuestra casa, tocó la campanilla y salimos apresuradamente a recibir el mensaje esperado. Teníamos ya lista la clave y en algunos minutos desciframos el cable que decía: «Sírvase US. presentar...» Íbamos hasta allí muy bien, y estábamos contentos y anticipándonos a suponer la continuación; que podía ser: «presentar nuestros agradecimientos al gobierno». No, no era eso. Seguimos descifrando «presentar...», ¿qué podría ser entonces? Aparecieron rotundas las siguientes palabras. El cable decía: «Sírvase US. presentar su renuncia cablegráficamente». ¿Presentar la renuncia? ¿Presentar la renuncia por haber conseguido con los mayores obstáculos un voto favorable a Chile? Se reirán Uds. si les digo que llegué a pensar que nuestro gobierno había decidido desprenderse graciosamente de la soberanía para entregarse de nuevo al dominio español. Podría ser, sin embargo, se ven tantas cosas, se conocían muy extraños antecedentes:   —107→   había sido un diplomático nuestro de altos merecimientos e inteligentes actividades, una de las cuales fue la entrega de trescientos mil pesos para apoyar la candidatura del Presidente, en un discurso increíble, pero cierto, nos había declarado vasallos del «Nuevo Imperio Español».

Acostumbrado, y lo declaro con pena, al débil y torpe manejo de nuestras relaciones, en esos años, dejé de pensar en el asunto y envié de inmediato mi renuncia, como se me pedía, cablegráficamente.

Pueden Uds. calcular la sorpresa que produjo al gobierno de El Salvador no recibir de Chile ni siquiera una palabra de agradecimiento por el voto concedido en esas embarazosas circunstancias e imponerse de mi retiro, a raíz de habérseme hecho a mí, y a mi país un favor sin nombre. ¿Qué pasaría en Chile ahora? Decían unos y pensaban otros, en el Chile serio, noble y generoso, que se había ganado con sus profesores y sus militares el más alto prestigio? ¿Era concebible esa descortesía, ese comportamiento en gentes que ellos conocían de tan distinta manera y de tan diferente cultura? Sabían que había cambiado el gobierno, pero, ¿de qué estaba compuesto o descompuesto el nuevo?

Pero fue más extraño lo que pasó luego: Cuando nos disponíamos al regreso y habíamos vendido los muebles y anulado el contrato de arrendamiento de la casa y de la oficina, nos llegó otro curiosísimo telegrama que decía: «Su renuncia ha sido rechazada».

Como entre las condiciones requeridas para ser un buen funcionario ministerial, se exige, antes que nada, la disciplina, disciplinadamente, aunque sin entender las órdenes de mis jefes, compramos de nuevo los muebles que nos hacían falta y avisamos al dueño de la casa que continuaríamos por algún tiempo indeterminado en ella. Es claro que todas estas imprevistas acciones, agregadas a la noticia, por desgracia ya difundida de que hacíamos versos, contribuyeron gravemente a la idea esparcida por la ciudad de que no éramos del todo cuerdos.

Pasaron los meses y los años y no pudimos descifrar el misterio que originó mi renuncia y su rechazo.

Sólo a mi regreso me impuse de él y su explicación es la que sigue: Víctor Domingo Silva, gran escritor, tan buen poeta como novelista y dramaturgo, patriota como muy pocos y caballero como el que más, solicitó en Santiago, en circunstancias angustiosas que se hiciera justicia a su intensa y valiosa labor. Había pertenecido antes al Servicio Exterior. Nadie podía desconocer su adelantada posición de intelectual, ni su deslumbrante y encendida oratoria, a la que sus nervios daban breves pausas, que eran como pequeños remansos en una intensa corriente de pasión, ni su brillante simpatía personal que inclinaba a las masas a someterse a sus hidalgas empresas generosas.

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El nuevo gobierno, no podía ignorar los merecimientos del autor de «Al pie de la bandera». No obstante, el Ministerio se había olvidado de él, de sus valientes defensas de los pobladores chilenos en el extranjero, de su firme voz de alerta y de su gran proyecto de colonización de Aysén. Se había olvidado y después de darle algunos pequeños y sacrificados puestos, al producirse un cambio en la política, le concedió el «pago de Chile».

La situación, por suerte, era distinta al solicitar Víctor Domingo su reingreso a la carrera Consular. Pero, ¿qué se podía hacer si no había vacantes? El ilustre jefe, con esa claridad que todos admirábamos, declaró, «¡hay que producirla!». Satisfecho de su hallazgo feliz y con un mapa en la mano fue señalando con el índice de sur a norte, todas las ciudades en las cuales había consulados de profesión y pidió sin demora la renuncia al Cónsul a quien le había caído el dedo encima. Éste, con sus influencias políticas, se defendió. Siguió el dedo, como el de los emperadores romanos, su acción devastadora hasta llegar a Centro América. Allí cayó sobre el destino de Joaquín Larraín, excelente Encargado de Negocios en Costa Rica. Se defendió Joaquín, y cayó de nuevo el dedo mágico sobre mi cargo en El Salvador. Y, aunque tarde, aquí viene la hermosa parte de la historia: El astuto y maquiavélico Ministro, que por algo también era diplomático, guardó silencio, acerca del origen de su puesto reciente, a Víctor Domingo Silva.

Solamente le dijo que se le nombraría a la brevedad posible; pero el poeta que conocía las triquiñuelas del oficio, tuvo una sospecha: Para destinarlo a él se había «descabezado» seguramente a alguien, ¿quién? ¿Y por qué?, y con esta duda volvió poco después al Ministerio y cuando el superior le dijo que se le había dado mi puesto, Víctor Domingo preguntó si mi renuncia era voluntaria o exigida. Al informarse el poeta de que había sido solamente el dedo, no muy limpio, del jefe el que producía la vacante, se negó rotundamente a aceptar lo que se le ofrecía diciendo:

-Yo no puedo ocupar un cargo que se le quita sin razón a un funcionario y mucho menos cuando ese funcionario es un compañero mío. Mi gratitud se debe también en esa ocasión a otro joven amigo, Fernando Maira Castellón, que me defendió con la misma energía y talento que empleó al crear, en compañía de Julio Arriagada, el Premio Nacional de Literatura. De estas nobles actividades nació el telegrama en el cual se me comunicaba que se había rechazado ni renuncia.

El Ministerio tuvo después innumerables oportunidades de dar a Víctor Domingo el puesto que de sobra merecía, hubo creación de Consulados y Legaciones, envío de costosas Misiones al extranjero, nombramientos de Adictos Culturales y el Departamento se olvidó del poeta. Por fin, lo nombró Cónsul Honorario en Sevilla, puesto que no dio a Víctor Domingo otra cosa que inquietudes y malestares, porque sus rentas eran mínimas y no alcanzaban a subvenir los más urgentes gastos.

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Nueve libros de poesía, desde Hacia allá (1905) hasta Poemas de Ultramar publicado en 1935 le colocaron entre los más preclaros de su tiempo. Su canto «Al pie de la bandera» obtuvo un gran triunfo y fue recitado, con entusiasmo, por toda nuestra juventud, en los Círculos Literarios, en las manifestaciones públicas y en los Cuarteles. Su heroica entonación patriótica, su sinceridad, su hondura de amor, encendieron fervores y despertaron ternuras que no pueden olvidarse:


Veneremos la bandera
como al símbolo divino de la raza,
adorémosla con ansia, con pasión con frenesí.
Y no ataje nuestro paso, mina, fosa, ni trinchera
cuando oigamos que nos grita la bandera.
Hijos míos defendedme. Estoy aquí.

Al margen de estos versos, consideramos necesaria una aclaración. Como muy bien lo sabe mi selecto auditorio, para apreciarlos en su verdadero valor debemos colocarnos en su tiempo y en sus circunstancias y comprender el fin que perseguía el poeta, que no era otro que el de conmover en forma directa la fibra del cariño al terruño. Para conseguir su aspiración utilizaba un lenguaje de todos los días, un lenguaje que debía llegar a todas partes y tocar los sentimientos de toda nuestra gente. Comprendía él muy bien que no debía escribir sólo para un reducido círculo de poetas, porque la mayoría de ellos, si lo son de verdad, tienen ya forjado su patriotismo. Por eso su voz quería llegar a todos los chilenos, al palacio y a la casa modesta, al rancho y a la cabaña, y debía convertirnos en ciudadanos vigilantes de la patria y de la bandera, porque sabía bien que algunos estábamos desorientados y les hacía falta un claro clarín que los reanimara y les diera fortaleza. Veía las amenazas que nos cercaban y había vivido y sufrido las angustias de nuestros compatriotas en la Patagonia argentina, y en su prosa franca y profética nos decía:

«Nosotros los chilenos no somos como país más que una inmensa costa pegada a una inmensa cordillera. ¿De dónde sino de nosotros mismos, de nuestras Fuerzas Armadas hemos de esperar la defensa eficaz de nuestro territorio que abarca abierto al oeste y al levante más de dos mil millas geográficas? De Arica al Cabo de Hornos tenemos una veintena de puertos mayores y un centenar de caletas que son cada una promesa económica, pero también y por lo mismo una presa tentadora para el enemigo. Y no se me obligue a recordar que desde 1881 se nos tiene prohibido artillar y fortificar el Estrecho. Punta Arenas, pues, que ni siquiera tiene defensas naturales, está a merced del invasor próximo o remoto. ¿Y la cordillera con todos   —110→   sus pasos, portezuelos y boquetes? Muchos sin dejar de celebrar la majestad de la gran muralla granítica de los Andes, ¡abominan de ella como de una mala jugada que nos ha hecho la naturaleza! Yo creo por el contrario que debemos agradecerla como un regalo de la Divina Providencia. La nieve, aislándonos hasta cierto punto del oriente, nos dice que nuestro campo natural de acción es el océano, que debemos tender los ojos hacia el occidente. Si la previsión de Bulnes fundando una ciudad y una colonia en los párarnos magallánicos, salvó para nosotros el dominio del extremo austral, la previsión de Errázuriz ordenando -contra la voluntad de los miopes- la construcción de dos acorazados nos libró del fracaso naval y acaso total en la contienda del 79.

En conmovido y noble verso popular nos dijo la angustia del trabajador de Chile en el extranjero.

Recordemos la estrofa final de señor Consolao. Amarga queja de un poblador chileno:


Gueno es que se sepa que a niños y viejos
se les van los ojos por lo que está lejos...
Que si un día los hombres de arriba les dan
un piacito'e tierra pa hacer el sembrao
que les asegure su techo y su pan
¡Por quien soy lo juro, señor Consolao,
No se quea ninguno a este lao:
Con hijos y bestias, cerrando los ojos..., toiti tos se van!

El poeta que conmovía a toda una generación con sus versos románticos y sus arengas heroicas, el novelista, el dramaturgo y el orador de grandes éxitos, era también un apóstol al defender a sus compatriotas obligados a dejar la patria para buscar trabajo en tierra ajena y su palabra fue oída y de ella nació el proyecto del territorio de Aysén.

En su vibrante libro La tempestad se avecina dio cuenta de sus interesantes comunicaciones al Ministerio de Relaciones Exteriores, proponiendo la creación de un nuevo territorio para familias repatriadas de Argentina. Con su acostumbrada nobleza dejaba constancia de que esa idea habría sido lanzada por el ilustre marino señor Serrano Montaner, hermano del héroe de Iquique, y por el ingeniero don José María Pomar. Insistió, luchó con valentía y denuedo, demostrando en toda forma que era un máximo deber de patriotismo no abandonar a los nuestros a un destino trágico.

Fue secundado con entusiasmo por nuestro gran Ministro de Relaciones Exteriores   —111→   don Conrado Ríos Gallardo, con quien el proyecto se llevó a la práctica. Hizo el poeta en esa ocasión una colecta entre los pobladores chilenos de Neuquén, y, con el dinero recogido, se iniciaron los trabajos en la nueva colonia para devolver la Patria a nuestros desterrados.

Los chilenos que regresaban enviaron a don Conrado Ríos Gallardo, en reconocimiento de su obra, una placa de oro que él conserva entre sus mejores reliquias.

Imposible sería referirse con la extensión que su obra requiere a la enorme labor de Víctor Domingo Silva. Solamente sus libros publicados desde Hacia allá hasta Los árboles no dejan ver el bosque en 1949, pasan de cuarenta y cinco. Posteriormente aparecieron muchos otros y todos ellos conquistaron la admiración y el verdadero aprecio de un gran público, tanto en el país como en la América española. Mantuvo, además, duras y valientes campañas en el periodismo y sus poemas fueron recitados con devoción y cariño. En las escuelas se cantó su tierna poesía. «Nunca ya tu mano breve, mitad ámbar mitad nieve, volverá». Y en los colegios de varones despertó el más hondo fervor patriótico su «Al pie de la bandera». Innecesario me perece decir que nuestra generación lo quiso con vivo respeto y que su personalidad literaria fue considerada entre las más altas. Aplaudimos sus poemas, nos maravillaron Nuestras víctimas, Golondrina de invierno y toda su producción y lo admiramos como a los mejores de los nuestros: Pedro Prado, Max Jara, Gabriela Mistral, Magallanes Moure, Carlos Mondaca y González Bastías.

Su figura altiva, sus ademanes de dominio, la seguridad de su voz bien templada y simpática contribuían a acrecentar la atracción que nos había ganado su labor y era para nosotros una alegría encontrarlo en los Teatros o en las Salas de Redacción. Fue una lección de vida, fue generoso con sus compañeros y siempre tuvo para los libros de jóvenes o viejos, la más cordial de las palabras. Fue también un formidable protector del pueblo, un luchador de la justicia y, a través de los años, se nos levanta en el recuerdo su figura con los iluminados contornos del heroísmo. Su nombre, baluarte de los oprimidos, flamea como una bandera.

Deberíamos hacer un homenaje a su memoria, no en palabras conmovidas y agradecidas, ni en expresiones de la más honda admiración y cariño, sino en la piedra o en el bronce eterno que muestre a las generaciones presentes y futuras la figura del gran escritor y noble defensor de la tierra.

1940



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ArribaAbajoSalto del Tequendama

Lo he visto llegar pobre, turbio y pequeño, de la lejanía, crecer en vigor, malicia y audacia, tanteando, arañando, deshaciendo terrones, invadiendo cavernas y agujeros, agazapándose en los remansos, creando en ellos voluntad y poder para asaltar más altos valles, y avanzar luego decidido, tenaz. Lo he visto reptar apenas, casi inmóvil bajo los sauces de la sabana, frío criminal avezado, sin remordimientos y sin esperanzas. Sé que cambia de nombre como los pícaros. ¡Ay del hombre que toque sus aguas! No lo soltarán sin arrancarle el último suspiro. Barro viviente cubre su cauce, barro voraz.


«La pendiente le movía
los pensamientos y el ansia».

La pendiente, y el hastío y la carga de pensamientos oscuros, tenebrosos, rodando entre sus muertos.

Sin embargo, sus golpes y sus caídas lo desesperan primero hasta el delirio y, al fin, lo purifican y lo ennoblecen. Le han crecido espumas, le han nacido burbujas, pequeñas, iluminadas aspiraciones de vuelo. Turbia manada de ondas apresura su carrera hacia la muerte. Pesa el lodo. Pesa el recuerdo de la nieve original. Es necesario decidirse y brillar, transparente otra vez. Turbia manada de ondas galopa terca, porfiada. Cae en un vuelo de alas y olas blancas. Cae en un largo vuelo de maravillosas espumas que se adelgazan y disuelven en neblina sutil y nube diáfana, vecina del cielo, cabezal de la estrella brillante, madre de la lluvia sin mancha.

Bogotá, Colombia, 1943



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ArribaAbajoChilenos en California

No sólo olvidada sino desvanecida y denigrada va por algunos libros norteamericanos la hazaña de los chilenos en la época del oro de California.

No hemos de referirnos ahora a la injusticia, proveniente de la rivalidad de intereses que ha producido este lamentable error histórico. Bástenos recordar que la lucha por la posesión de tierras hinchadas de oro fue enconada y sin cuartel, y que los chilenos supieron defender sus derechos. Naturalmente esta legítima defensa creó entre los demás pobladores malquerencias que todavía oscurecen y falsean la historia. Sin embargo, ya es hora de aclarar la verdad.

Al aproximarse la celebración del primer centenario del Gold Rush conviene, por lo tanto, poner de relieve el prestigio de los hombres de Chile que trajeron a estas tierras su energía y su esfuerzo y que contribuyeron a la formación y al crecimiento de estas regiones.

Las tierras del oeste en el año 1848, cuando recién pasaban a formar parte de los Estados Unidos, eran inhospitalarias y difíciles y requerían el trabajo duro y enérgico de los hombres más esforzados. Nada habría podido hacerse en estos campos vírgenes con residuos humanos de sociedades en decadencia. No había entonces en California comodidades de ninguna especie, y se vivía en tiendas o en improvisadas construcciones de madera por las que se colaba el viento y el frío casi con entera libertad.

La marina mercante chilena contaba en aquellos tiempos con más de cien naves que en su mayoría tocaban las costas de Yerba Buena o San Francisco. Se proveían de mercaderías chilenas los primeros pobladores de California que sin ayuda, probablemente hubieran perecido.

Cuenta Roberto Hernández en su libro Los chilenos en San Francisco de California, que todo, absolutamente todo había comenzado a ir de Chile y con precios por demás extravagantes, porque los clientes de California tenían mucho oro para pagarlo y había que aprovecharse de las circunstancias. Pero como la población aumentaba de la noche a la mañana, fuera de todo   —114→   cálculo, aún en medio de la abundancia de oro, no se lograba conjurar la crisis de la alimentación. Uno de los emigrados, de nacionalidad francesa, decía en una carta fechada el 22 de octubre de 1848: «Los alimentos han adquirido un precio exorbitante por el hambre que reina en el país; se come todo y se come lo que antes no se había comido. No sabemos en que terminará todo esto; se teme va a llegar el caso de un canibalismo cuya idea hace estremecer. Rebaños de bueyes y de carneros llegan de tiempo en tiempo conducidos por los indios de los bordes del río Gila y, aunque la policía los obliga a acampar fuera de la ciudad, ellos son asaltados por un populacho desenfrenado que de grado o por fuerza se apodera de los animales».

Cuenta el emigrado francés a continuación que a la llegada de un buque norteamericano a la costa de California con un cargamento de harina fue asaltado por una desaforada multitud que le robó sus víveres, sus velas y sus utensilios y que el capitán de la nave, en vista de su desastre, la incendió y pereció con ella.

Estos datos bastaron para poner de manifiesto la importancia que tuvo la ayuda de la marina mercante de Chile en este aspecto básico de la vida californiana.

El 19 de enero de 1848, James W. Marshall, barretero de Sutter, descubrió las primeras pepas de oro mientras instalaba una máquina de aserrar. Al poco tiempo aparecieron los primeros vendedores del precioso metal en San Francisco y no consiguieron venderlo sino cambiarlo por mercaderías perdiendo, más o menos, la mitad del valor del oro. Tal era la desconfianza que se tenía en el descubrimiento. La segunda remesa se cotizó a cuatro pesos la onza. Fue un chileno el primero que ofreció por él un precio más razonable: sesenta francos la onza, y compró numerosas remesas.

Se comprende fácilmente la influencia de Chile en esta región si se considera que la distancia entre Valparaíso y San Francisco es de 6.700 millas y que la de Nueva York a California, antes de la apertura del Canal de Panamá, subía a 12.300 al dar los buques la vuelta por el Cabo de Hornos.

El 29 de diciembre de 1848, en la fragata nacional Julia, se embarcó para California nuestro gran escritor don Vicente Pérez Rosales en compañía de sus tres hermanos.

En Recuerdos del pasado, nos cuenta su aventura de manera vívida presentándonos un claro reflejo de aquella hora en la que se puso de nuevo de relieve la extensión de nuestro espíritu de empresa y de nuestra sólida vitalidad.

No tardó en establecerse luego una reñida competencia entre los productos chilenos y los norteamericanos, competencia de la cual salimos vencedores. El saco de harina chilena   —115→   alcanzaba, por su calidad inmejorable, el precio de 15 pesos mientras que la norteamericana no subía de 10, a veces no encontraba compradores.

Lástima fue que de estos beneficios no supimos sacar provecho porque, a causa de su éxito, los productores chilenos creyeron conveniente alzar los precios hasta un punto prohibitivo, hecho que produjo nuestra pérdida del mercado.

Decían los diarios de la época de Valparaíso:

«Ochenta buques, la mayor parte nacionales, cargados de mercaderías extranjeras y de frutos del país han salido de Valparaíso y más de medio millón de oro ha venido de retorno».

Las descripciones de San Francisco en los años 1848 y 1849 ofrecen al lector actual sorpresas de fábula. Uno de los corresponsales de la época recuerda la manera como se organizaban algunas oficinas y dice, entre otras cosas, que la aduana quedó constituida, como por encanto, sin nombramiento previo de las autoridades gubernativas. Agrega que una devastadora fiesta, en la que se bebió sin medida, puso fin a la respetable organización que, después de cuatro días de paro, se vio invadida por nuevos «empleados» que se hicieron cargo de ella con tanto derecho como los primeros.

Caen en la mirada de don Vicente Pérez Rosales y quedan en su libro admirable: «el bonete maulino, el sombrero aparasolado de los chinos, las enormes botas de los rusos que parecían tragárselos; el francés, el inglés, el italiano con disfraz de marino, el patán con la levita que ya le decía adiós, el caballero sin ella, todo, en fin de cuanto encontrarse pudiera en un gigantesco carnaval. Las palabras quietud y ocio carecían en San Francisco de significado. En medio del ruido redoblado de martillazos, que por todas partes atronaban, unos tendían carpas, otros aserraban maderas, éste rodaba un barril, aquél forcejaba con un poste o daba descompasados barretazos para fijarlo. Apenas quedaba armada la carpa cuando ya corría el negocio, existiendo, al lado de afuera y en plena pampa, botas y ropas de pacotilla, quesos de Chanco, libras de charqui, rumas de orejones, palas, barretas, pólvora y licores».

El trabajo de Chile se había extendido hasta la Puerta Dorada. La habilidad, la intuición y el ojo experto de los mineros chilenos no tenían en la tierra del oro posible competencia. Era de admirar el fracaso de algunos hombres de ciencia, geólogos de reputación europea o ingenieros de minas famosos, ante la perspicacia y la visión certera de los hombres de Chile para descubrir el venero y calcular su riqueza. Es verdad que esta sabiduría les venía en la sangre a muchos de ellos desde más allá de la Colonia ya que los cateos del indio aventajaron a los del español que no dejaba de tener habilidades en la búsqueda, y hallazgo del oro. En la raza, ya mezclada, convergían la codicia, la audacia intuitiva y auscultadora de Arauco y la   —116→   imaginación apremiada de la España aventurera y pobre, crecidas hasta el máximo, a medida que altas horas de miseria asolaban las costas e invadían hasta lo más hondo de los hogares de la madre patria.

Por otra parte, Chile había entregado ya y seguía entregando su parte de oro. No eran para el chileno desconocido los trabajos que con él se relacionaban. Su instinto seguro estaba apoyado en su conocimiento de la materia. Sabían adónde y cómo buscarlo, y lo hallaban. Por eso, aventajaban a los novicios abrumadoramente, y, por eso, a pesar de su generosidad legendaria y de su compañerismo nunca desmentido, fueron resistidos y maltratados. Eran los únicos rivales serios, de peligro, certeros, seguros y con un recio sentido del respeto de sus derechos y de su patriotismo. Se sabían los dueños del Pacífico, conocían la importancia de ser chileno y tenían vivas en lo más alto del orgullo campañas recientes de la América nuestra en las cuales fuerzas de Chile habían decidido la victoria.

Suelen algunos libros de California referirse a ellos en forma ingrata, recordando su espíritu agresivo, su independencia, su fiero desprecio por la vida. Presentan a algunos de ellos con los caracteres de bandolero o del perdonavidas, olvidando que en aquellos tiempos la gran mayoría de los pobladores de San Francisco, Sacramento y sus alrededores no podían presentar mejores credenciales. La ley del más fuerte era la única ley. Lo prueban de sobra las descripciones de la época.

Dice Enrique Bunster:

«Para aquilatar el mérito de estos triunfadores (los chilenos) es necesario completar la pintura del medio, donde el desorden había alcanzado el paroxismo. San Francisco, homónima del más virtuoso de los santos era la escena de un desenfreno infernal. Funcionaban ciento cincuenta garitos que estaban de noche y de día repletos de toda clase de gentes, incluso mujeres y niños. Eran espaciosos salones, decorados con motivos obscenos, y hallábanse libres de toda reglamentación o control de la autoridad. Las reyertas y tiroteos ocurrían en ellos casi a diario, provocando escándalos que alarmaban a toda la ciudad. Bataholas parecidas producíanse a la puerta de los prostíbulos, como consecuencia de la escasez de mercadería femenina (una mujer por cada doscientos hombres) y donde los impacientes se abrían paso con los puños y los revólveres».

En aquella época aparecieron los famosos Hounds, los perros de presa. Elridge dice de ellos en The Beginnings of San Francisco: «Una organización formada con la hez del desbandado regimiento de voluntarios de Nueva York, mezclada con bandidos de Australia y la crema de la plebe de la ciudad, capitaneada por un tal Samuel Roberts, desfilaba por las calles con   —117→   tambores, flautas y banderas flotantes. Se llamaban a sí mismos Galgos o Reguladores y so pretexto de velar por la seguridad pública, se inmiscuían en todo y cometían toda clase de ultrajes. Abusando de la fuerza de su número y de sus armas exigían contribuciones del comercio y de los vecinos para sostener su organización».

A ellos se les debió el asalto del barrio chileno, sin justificación alguna. Se da como una posible causa de él el rechazo de sus exigencias. Chilecito, el actual y floreciente Telegraph Hill, fue por ellos devastado y convertido en cenizas y escombros.

No se hizo esperar el desquite de los chilenos quienes se armaron de pistolas y cuchillos y derrotaron a la banda tomando dieciocho prisioneros, que, con su jefe, Roberts, fueron maniatados y arrastrados a un buque de guerra desde donde deberían ser conducidos ante la justicia.

Otro de los combates que enturbiaron aún más las relaciones entre los chilenos y los norteamericanos se llevó a cabo en las orillas del arroyo de las calaveras el 28 de diciembre de 1849. Algunos chilenos y mejicanos acababan de descubrir en ese sitio un rico lavadero. Los «galgos», organizados de nuevo, los asaltaron cuando se encontraban en pleno trabajo. Abrumados por el número y las armas, los mineros se vieron obligados a dejar el campo y se presentaron en busca de protección al sheriff de Stockton quien les manifestó que era impotente para hacer justicia ya que no contaba con los medios necesarios, pero les aconsejó que la tomaran por sus propias manos. Los chilenos reclutaron durante una semana un batallón de doscientos hombres, bien armados con revólveres, corvos, garrotes y boleadoras, que regresaron a combatir con los desalmados galgos. La batalla duró más de dos horas. Trece norteamericanos murieron en esa refriega, trece quedaron gravemente heridos y dieciséis prisioneros fueron entregados a la autoridad de Stockton.

Es oportuno recordar aquí la frase del norteamericano Mr. Branan al comentar los ataques de los chilenos: «Ya es tiempo, dijo, de acabar con tan inauditos desmanes contra los hijos de un país amigo que manda día a día a San Francisco, junto con la mejor harina flor, los mejores brazos del mundo».

Y eran, sin duda, los mejores brazos del mundo, los más sufridos, los más fuertes, los más resistentes, los mismos que avanzan confiados en la tiniebla de la mina, los que trabajan sin tregua bajo el sol de la pampa, los que tienen en jaque las tremendas marejadas del sur, los que siembran tenaces las más difíciles tierras, los que soportan impasibles el frío y la nieve de la Patagonia, los que prolongaron en todo el continente la crecida estatura de Chile.

Nuestra longitud territorial, nuestra variedad de climas y actividades los habían   —118→   preparado para todas las luchas. El que fue ayer minero es hoy marino, y será mañana ovejero o esquilador o herrero u hortelero y en todas partes, y en el ejercicio de las más diversas labores, sabrá siempre cumplir con eficacia, pero también con orgullo, cercano a la altivez. Todo irá bien mientras se le respeten los derechos. Sabrá rendir en beneficio de la obra emprendida hasta la generosidad máxima y hasta el sacrificio si es necesario. Sin embargo, en el momento de la injusticia, será el primero en rebelarse y en quemar hasta el último aliento por recobrar lo que le pertenece: su bien máximo, por encima de todos los bienes, su honor de hombre, el mismo honor, la misma honra que iluminó la sangre del español de la conquista y el que incendió, en defensa de su libertad, durante trescientos años, las recién nacidas ciudades españolas en Chile.

Roberto Hernández de quien hemos citado ya varios pasajes porque él ha escrito la más completa información acerca de los chilenos en California, dice: «Un sentimiento de orgullo patriótico a consignar aquí algunos rasgos de especial interés: La fundación del pueblo de Marysville se debe a la iniciativa del ciudadano chileno don José Manuel Ramírez. El primer buque de mayor calado que se atrevió a llegar sin guía del puerto de Sacramento y que ancló luego en él, celebrado por los hurras de toda la población, fue la barca chilena Natalia que corría a cargo de los hermanos Luco». « El primer buque que, por ganar tiempo, se constituyó en el muelle almacén, varándose en una calle de San Francisco que desembocaba en los barros de la baja marea, fue también chileno, y quien le varó don Wenceslao Urbistondo». «El primer hospital de caridad instalado en Sacramento se debió a la generosidad, tan rara entonces, de los señores don Manuel y don Leandro Luco, quienes franquearon la barca Natalia y cuanto en ella había para la consecución de tan noble fin. Una epidemia asolaba Sacramento, regando víctimas a destajo». «En tan angustiosa situación -dice el señor Pérez Rosales- todo lo abandonamos para acudir a ayudar a los señores Luco en su filantrópica tarea. Cúpome a mí desempeñar en ella el doble papel de médico y de sacerdote en la medida que puede desempeñar un laico este ministerio; a los Luco el de enfermeros y de cocineros, a mis demás compañeros el de ayudantes de sepultureros, trasnochando unos y abriendo fosas otros, para sepultar a los paisanos que se separaban para siempre de nosotros». «Por último, el comerciante chileno don Buenaventura Sánchez fundó en California la ciudad de Washington del Oeste. La ciudad se presentó con seis hermosas plazas, una de ellas, la plaza Sánchez, y entre ellas figuran las de Cochrane, Bulnes, Blanco, Matta, Ossa, Alessandri, Waddington, Wheelright, Valparaíso, Constitución y otras. Washington city quedaba a sólo diez horas de navegación de San Francisco».

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Dicen que en la batalla de las Calaveras actuó el famoso bandido Joaquín Murieta quien de tranquilo poblador había pasado a convertirse en el más peligroso desalmado después de haber visto desaparecer en un asalto bárbaro a su hermano Carlos y a su esposa. La leyenda sostiene que era el tipo del bandido-caballero, que se vengaba sistemáticamente de los que habían causado daños y que amparaba y defendía a los pobres y a sus amigos. En uno de los numerosos libros dedicados a su memoria se cuenta que, al mismo tiempo que el odio crecía a su alrededor, conseguía formarse una aureola de popularidad y de simpatía. Tenía, dicen, gestos de generosidad y, a veces, de donjuanismo no falto de elegancia. Entre ellos recordamos lo que ocurrió en el asalto de la mala de Hangtown. Joaquín Murieta había sido informado que la mala entre Hangtown y Sacramento llevaría unos pocos pasajeros y una gran cantidad de oro en polvo. En compañía de su banda, de la cual formaban parte Valenzuela y el feroz Jack tres dedos, se preparó para el asalto que se llevó a efecto el día siguiente con resultados imprevistos.

La diligencia «arrastrada por cuatro caballos» fue detenida por los bandoleros que, después de registrarla cuidadosamente, constataron, con el correspondiente desencanto, la ausencia del cofre fabuloso que esperaban. En un rincón de la diligencia, muda, aterrada, inmóvil, esperaba el desenlace de los acontecimientos una hermosa mejicana. Al pedírsele que entregara sus joyas y su dinero la mujer dio a Murieta un crucifijo de oro que traía sobre el pecho. Joaquín contempló codiciosamente el crucifijo de oro «guarnecido de piedras preciosas» y por encima de él los ojos despavoridos y hermosos de su dueña. Mas debe haber pesado en su determinación la belleza de la mujer que el valor del crucifijo cuando devolvió a la mejicana la joya. Agradeció la mujer la gentileza del bandido y se acomodaron los pasajeros en la diligencia que partió «en desenfrenada carrera».

Sin embargo, de este fracaso nacen para Joaquín Murieta beneficios sin cuento, que estuvieron a punto no sólo de salvarlo sino de glorificarlo, ya que, según se dice, la mujer del crucifijo ocupaba en Méjico una elevada posición y gracias a su influencia y a su poder, consiguió enviar a Joaquín ayuda pecuniaria, «aguerridos voluntarios», caballos y pertrechos con los cuales el «vengador» esperaba reconquistar para Méjico la fabulosa tierra de California. Apoya esta teoría el apresuramiento con que el capitán Harry Love emprendió la campaña para apresarlo, campaña que dio por resultado la muerte del más famoso bandido de América.

No nos corresponde y no estamos en situación de aclarar la verdad de los hechos y fechorías de Joaquín Murieta. Dejemos aquí sólo constancia apresurada de su sangrienta historia en una hora sangrienta que sólo sabía de audacia y de coraje.

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Un telegrama de la United Press originario de Marysville, California, cuenta la fundación de esta ciudad en los siguientes términos:

«UN CHILENO FUNDÓ, HACE CERCA DE UN SIGLO, LA CIUDAD DE MARYSVILLE EN CALIFORNIA».

«APLICÓ MÉTODOS DE ESTE SIGLO EN LA BUSCA DEL ORO».

Marysville, California, 20. (U.P.) Hace cien años que un buscador chileno de fortuna, cuya mente funcionaba hasta cierto punto en forma similar a la del industrial norteamericano Henry Kaiser, estaba en su tierra natal buscando un objetivo para su próxima aventura.

Cuatro años más tarde se encontraba en California, transformado en un hombre rico y en un cofundador de la nueva y próspera ciudad de Marysville, en el norte del Estado.

El chileno era José Manuel Ramírez, el origen de su fortuna fue el oro obtenido durante el auge del 49. Pero sus métodos eran totalmente los del siglo veinte.

Mientras la mayoría de los buscadores de oro se abalanzaban a California tan rápidamente como podían, mal equipados en su mayoría, y viajando con muy poco equipaje, Ramírez importó una compañía completa de hombres y también un socio.

El socio era John Sampson, natural de Gran Bretaña. Los treinta y tantos chilenos formaron una especie de tribu semifeudal que se dedicó, sistemáticamente y científicamente, al negocio de buscar oro.

Por ejemplo, cuando casi todos los buscadores se veían obligados a cesar sus operaciones durante los primeros meses de la primavera, cuando los ríos corrían crecidos, Ramírez realizaba intensivas exploraciones a lo largo de los ríos de California septentrional tan aumentados con veloces aguas, que un buscador más anticuado, que accidentalmente presenciaba una de tales operaciones se «abismó».

El testigo hizo comentarios sobre los chilenos que semidesnudos, penetraban formando una cadena en el río para hacer una exploración y agregó que le pareció haber tropezado con «una especie de banda semifeudal».

Pero Ramírez y compañía obtuvieron resultados. Ya, en octubre de 1849, Ramírez compró la mitad del extenso y rico rancho de Nye en el norte de California, en 23.000 dólares al contado. La mayor parte de este dinero lo había ganado en sus operaciones mineras en la parte inferior del río Yuba.

Unos pocos meses más tarde, el 18 de enero de 1850, él y Sampson y otros dos hombres recibieron un acta de cesión directamente de John Sutter por la propiedad que había de transformarse en Marysville.

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Los otros hombres eran Charles Covillard y Theodore Sicard. Marysville quedó reconocida oficialmente algo más de un año después, el 5 de febrero de 1851, y recibió su nombre en homenaje a la esposa de Covillard, Mary, la única mujer en el pueblo en ese tiempo.

Ramírez, aunque evitó ocupar cargos públicos, desempeñó un importante papel desde entretelones en el gobierno del nuevo pueblo. Sin embargo, en un problema importante, fue derrotado por sus consocios.

El chileno deseaba mantener a Marysville como una corporación cerrada. Sugirió que todas las empresas de negocios que en cualquier forma pudieran competir con los negocios de los «padres fundadores» de la población, fueran excluidas de su aldea. Quería admitir sólo empresas no competidoras.

Pero las amenazas de hombres de negocios de que lanzarían todo su apoyo en comunidades rivales para provocar la caída de Marysville fueron empleadas para disuadir a Ramírez de su proposición.

Sampson, su socio principal, murió en 1851, poco después del reconocimiento oficial de Marysville. Pero Ramírez alcanzó a vivir una década más en el pueblo, en una elegante residencia que valía 35.000 dólares.

Luego, inexplicablemente, desapareció en 1860. Cuidadosas investigaciones no han logrado hasta este día explicar el misterio. Todo lo que queda de Ramírez cerca de un siglo después en la ciudad que ayudó a fundar es una calle que lleva su nombre.

Los Estados Unidos, país grande, generoso y abierto al reconocimiento de todos los valores, hace preparativos para la celebración del Centenario del descubrimiento del oro en California y se habla ya que algunos descendientes de los pioneros chilenos serán invitados a las fiestas que se llevarán a efecto con ese motivo próximamente. Esta noble iniciativa contribuirá a la reivindicación de la memoria de nuestros primeros pobladores de California. Treinta mil chilenos, desarrollando toda clase de actividades, entregaron a estas tierras su mejor esfuerzo. Ya hemos contado algunos de sus hechos. Sería interminable hacer la historia detallada de ellos.

Silva, Rosales, Cruz, Pérez, Oyarze, allí están en su puesto, luchadores oscuros, formidables de Chile, junto al oro de California, junto al salitre, bajo el sol de fuego de la pampa porteña, entre la nieve de la Patagonia, en la oscuridad de la mina, en los barcos de todas las naciones del mundo, en todos los mares y las tierras de Dios. Perseguidos, así se crea su fortaleza. Heridos, maltratados. Así se refuerza su virilidad ya bien probada y su reciedumbre. Hostilizados. Así se endurece para la lucha. Ola de Chile en avance constante,   —122→   ola grande del trabajo de Chile. El terrible Pacífico del cual fueron dueños absolutos hace cien años ya se rindió una vez a su dominio. Quien recibió lecciones de la escasez, del rayo y del terremoto y lejos de temerlos, con hombría los soporta y de ellos se defiende, tiene un claro destino en nuestra América. Miseria, servidumbre humillada, todo eso entra también en su gestación de gigante. Esa herida, esa humillación lo están modelando, forjando su estatura mientras intentan destruirlo. Esa raza tan firme, tan pegada a la vida no puede desaparecer ni empequeñecerse.

El Pacífico ha movido a los hombres asomados a su costa a una fraternal ayuda. Así como vinieron los nuestros fueron también los norteamericanos a Chile a contribuir con su energía en el desarrollo de nuestro crecimiento industrial y económico.

No olvidaremos nosotros, entre muchos, los nombres de Weelright y de Meiggs que construyeron las primeras vías férreas de Chile. Al primero se debe la construcción del ferrocarril de Caldera a Copiapó y al segundo el de Santiago a Valparaíso.

En el Museo Histórico Nacional de Santiago se conserva, en sitio de honor, un retrato suyo.

Meiggs nació en 1821 y fue educado bajo la dirección de su padre que era empresario de ferrocarriles. Antes de la época del oro se estableció en California, en el año 1846. Llegó a ser uno de los más afortunados comerciantes de San Francisco. Pero la suerte no lo acompañó por mucho tiempo en su tierra y, al fracasar en sus negocios, decidió trasladarse a Chile. Al mismo tiempo que construía líneas férreas, edificaba hermosas y cómodas casas en Santiago. Aún se conserva la casa que Meiggs construyó para su residencia en la Alameda Bernardo O'Higgins esquina de Lord Cochrane. En ella se ha instalado el anexo del Liceo de Niñas Nº 3.

Como ya lo hemos dicho, sería de nunca terminar la narración de las actividades chilenas en los Estados Unidos como lo sería también la que diera cuenta de la obra de los norteamericanos en Chile. Por eso sienten los norteamericanos un legítimo orgullo al contemplar nuestro desarrollo, en el cual ellos tienen tan importante participación, y los chilenos, al ver el crecimiento de estas tierras de promisión y de estas ciudades de prodigio, porque ven en ellas la energía y el trabajo de sus antepasados, trabajo en el que intervinieron, según la generosa frase de Mr. Branan, «los mejores brazos del mundo».

1945



  —123→  

ArribaAbajoLa poesía

El selecto y diligente Directorio del Instituto Chileno-Norteamericano de Cultura me invita gentilmente a decir dos palabras sobre poesía. Yo no sé de ella más que ustedes. Y es por eso que mi situación en este momento no es del todo envidiable. Santiago del Campo ha dicho de la mía más de lo que ella merece y se lo agradezco de veras porque admiro su claro talento y la dignidad y belleza de su obra.

Dice nuestra Gabriela del amor:


Es un aire de Dios que pasa hendiéndonos
el gajo de las carnes volandero.

Creo que esta preciosa definición podría aplicarse también con propiedad a la poesía: «Es un aire de Dios que pasa hendiéndonos, el gajo de las carnes, volandero, y el del espíritu en conquista suprema».

Una revista sabelotodo que pretende instruir al gran público en todas las ciencias y las artes sostiene que «hacer poesía es fácil (copio textualmente). Diga Ud. en forma nueva y brillante lo que dicen los otros vulgarmente». Da algunos ridículos ejemplos al respecto y cree así resolver el problema. Los poetas suelen saber dónde se encuentra, pero no aciertan en general a definirla. Tratemos de acercarnos a ella y mirémosle, aunque sea de paso el augusto perfil huidizo y eterno.

La siento yo y la veo en Altazor de Vicente Huidobro:


La tierra se extiende de rosa en rosa
y el aire se prolonga de paloma en paloma.

Este gran poeta nuestro creó un mundo propio, un ojo distinto para contemplarlo y una expresión suya.

Así, al azar, desordenadamente, veámosla pasar de nuevo en el retrato de Felipe IV de Manuel Machado:

  —124→  
Es pálida su tez como la tarde,
cansado el oro de su pelo undoso
y de sus ojos, el azul, cobarde.
Sobre su augusto pecho generoso
ni joyeles perturban ni cadenas
el negro terciopelo silencioso.

En las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre canta austera y trágica; liviana, graciosa y esbelta en la Serranilla del Marqués de Santillana:


Moza tan fermosa
non vi en la frontera
como la vaquera
de la Finojosa.
Era tan fermosa
que nunca creyera
que fuese vaquera
de la Finojosa.

Encendida de fino amor y de ternura en el Conde de Villamediana: De vos no quiero más que lo que os quiero. Severa, grande y apasionada en Quevedo: Polvo seré mas polvo enamorado.

Está allí, sin duda y en tanto pasaje de San Juan de la Cruz, de Santa Teresa, de los verdaderos Grandes de España, está, y continúo citando, como ustedes ven, sin orden ni concierto, en Ofelia, en Macbeth, en los sonetos de Shakespeare, en la Biblia, en la Divina Comedia y, regresando a los modernos, en la desolación helada de Lubics Milosz, en la angustia de Rilke, en la desintegración de fin de mundo de Eliot, en la tierna lección de humanidad de Charles Chaplin y en tanta hermosa creación del genio. ¿Pero de qué está hecha? ¿Qué elementos la forman?

Dicen los que poco entienden que la poesía es falsedad y de este error sin nombre parten para calificar de iluso al poeta. De grandes verdades, de verdades eternas de la vida y del sueño se hace la poesía; y del velado misterio que la envuelve, sin ocultarla, pero que no permite desentrañar su esencia.

Transportar su voz de altura a voz corriente es desvanecerla, hacerla huir o desaparecer. No quiere ella, queriendo claridad, roce indeseado, revelación en luz descomedida.

No pretendo hacer ahora, porque no nos alcanzarían a mí el tiempo ni a ustedes la paciencia, relación de lo que me parece trascendental en poesía. Solamente les hablo deshilvanadamente de algunos de mis predilectos al correr del recuerdo.

  —125→  

Dice Somerset Maughan que el trabajo del escritor es sin descanso, de todas las horas, de todos los momentos. El recoger material, el sopesarlo y seleccionarlo para aprovechar lo útil y desechar lo inservible, el mantenerlo, en cierto calor, en el subconsciente y en el consciente, cuidando su normal crecimiento para que la obra tome forma y se desarrolle, tan sin premura como crece un niño, una planta, requieren la constante actividad atenta del artista. Hasta en el sueño se trabaja.

De esa misteriosa y paciente actividad sin tregua en que se nos va quemando lo más sutil, de ese peregrinaje de raíces desolladas en lo oscuro, de ese tocarlo todo con la antena más fina, de ese quererlo todo para partir desde el cariño hacia la comprensión se hace, a mi entender, la poesía. También, y no en menor grado, de lo que unos llaman milagro y otros magia o prodigio, que ilumina y enciende las obras de arte, cuando de veras lo son, y les da vida propia y permanencia.

Desesperación produce al escultor la resistencia de la arcilla, del mármol o de la piedra para entregar la plenitud de una expresión. La etapa del mármol, de la piedra o del barro suele persistir con tenacidad que casi parece en ellos voluntaria. No quiere, con frecuencia, transformarse, o más bien, transfigurarse la materia, aún bajo el dominio de las más hábiles manos. Hay, sin embargo, un momento de la creación que basta y sobra para compensar los mayores sacrificios y es cuando la materia se ilumina y brota de ella la maravilla, cuando aparece un gesto, una actitud buscados con fiebre, durante largo tiempo, y hallados por fin. Mucho verso hay que nace muerto a pesar del afamado o glorioso autor, a pesar de su experiencia y de su sabiduría, ya que la poesía nada tiene que ver ni con la fama ni con la gloria, y como las mujeres cautelosas se entrega más confiada al silencioso. Hay otros más afortunados que en un principio flaquean y terminan por entregar fielmente su mensaje. Otros, muy pocos, quedan diciendo en el tiempo el color de unos ojos o la profundidad de una tragedia.

Pero en realidad nada o muy poco sabemos con certeza precisa respecto a la duración de una obra. Hemos visto morir en corto tiempo, tanta cosa que nos parecía inmortal y revivir otras que en el concepto de muchos habían muerto de muerte violenta. Hay indudablemente una suerte del arte, suerte que, en ocasiones, nace de una coincidencia con el gusto de las mayorías o de las minorías, que la hace abrirse paso y triunfar en determinadas circunstancias. Pero esta suerte es veleidosa y desdeña hoy lo que ayer amaba y ama lo que ayer desdeñó. Pero no tiene importancia que el arte sea afortunado o deje de serlo. ¿De qué elementos se compone, entonces, la obra duradera? Ante esta tremenda pregunta tantas veces contestada, no siempre satisfactoriamente por escritores ilustres, preferimos manifestar humildemente que no lo sabemos todo.

  —126→  

Preguntaban un día al gran poeta inglés William Butler Yeats: ¿Qué consejo esencial daría Ud. a un poeta joven? Y él repuso: Le diría que expresara ideas o sentimientos naturales, con palabras naturales y en orden natural. Este consejo parece a primera vista excelente. Sin embargo, no deja de ser desconcertante pensar que grandes autores han conseguido hacer obras maestras recurriendo a procedimientos contrarios a los que Yeats propone.

Con suma precaución quisiera yo decir algo sobre el asunto, rogando al distinguido público que, bondadosamente, no me tilde de vanidoso ya que no tengo la inaudita pretensión de imaginar que he escrito obra duradera. Me atrevo a tratarlo solamente en mi calidad de lector difícil, nótese que digo difícil y no descontento, y de autor que trabaja honradamente, sin aspiraciones de popularidad ni mucho menos de fama o gloria.

Creo en los poetas que me han ganado la fe, y quiero decirles cómo se la ganan y cómo se la pierden. Tal vez así nos acerquemos un poco a la respuesta de la tremenda pregunta que hemos hecho anteriormente. Gana mi fe el poeta que dice lo que hondamente siente con seguro poder de expresión, el que me invade y me conquista sin titubeos. La pierde el débil, el simulador, el monedero falso. La gana el dueño de su verso. La pierde el encadenado ripioso. La gana el que trae para mí un mensaje conmovedor. La pierde el que solamente me entretiene, aunque lo haga con maestría o destreza sin límites. No me atrae el que juega. Me atrae el que trabaja entregándose entero a su labor sagrada. Creo en los poetas, no en sus imitadores, en la voz, no en el eco. No creo en prestigios de barrio, ni siquiera en prestigios de pueblos, ni tampoco en prestigios mundiales, ya que hay poetas de mi predilección que muy poca gente conoce. Creo en el Mago, no en la bruja, en el milagro, no en la prestidigitación, en el vate, no en la adivina.

Cierto es que van por el mundo alucinadores de tan raro ingenio y de tan prodigiosa habilidad que en ocasiones consiguen engañar a pocos o a muchos. Pero el tiempo, indefectiblemente pudre o carcome un día las mejores caretas.

Por lo que llevo dicho comprenderán ustedes mi inquietud al traerles algunos aspectos de mi poesía. Si ella no se basta, sirvan para apoyarla la fe y la voz de Raquel, mi honradez y mi sinceridad y la benevolencia de ustedes. Y para terminar, pacientes amigos míos, quiero contarles a ustedes un sueño soñado muchas veces por mí y que me asalta con una extraña persistencia. De tremendas horas huyo despavorido, ensangrentado entre escombros y llamas. ¿Es el mar? Pasan terribles olas entre la ruina. El pavor no me deja saber aún lo que ha sucedido. Hay gente que llora entre alaridos. Hay muertos. Avanzo a duras penas y llego al refugio de la luz. Comienza a amanecer y ahora parece que no ha pasado nada. Pero mis manos están rojas de sangre. Ahora recuerdo que salvé el tesoro, joya preciada más que ninguna.   —127→   En la vaguedad del sueño no sé lo que es, pero sé que de ella depende mi salvación y mi felicidad. Y por eso la llevo en alto, empuñada.

Ya en la luz abro la mano y miro con espanto lo que traía tan cuidadosamente. Mis ojos no se conforman con la terrible visión de mi diestra desnuda. No tengo nada, no he salvado nada. Pienso a veces que este sueño es un símbolo cruel de la vida, y, recordándolo, me voy desprendiendo con resignación «de tanta cosa que era apenas mía», hasta de aquello que más quiero, de lo que fue razón de mi existencia, me voy desprendiendo de mi poesía.

Así no me producirá el dolor de la pesadilla abrir la mano, esperando, un día y verla vacía.1951



  —128→  

ArribaAbajoEl reloj de Daniel

Fue en El Salvador, preciosa tierra en la que he vivido feliz durante muchos años con grandes poetas y escritores de América Latina: Salarrué, Claudia Lars, Guerra Trigueros, Hugo Lindo, Raúl Contreras, Serafín Quiteño, Viera Altamirano y tantos amigos y amigas que nunca olvidaré.

Fue en una calurosa mañana en que, después de cerrar la oficina, me eché a andar por las calles en busca de la sombra de un jardín; casi todos los días hacía el mismo recorrido y pasaba por una librería de viejo, administrada por el famoso «Choco Albino». Solía hablar con él y preguntarle si tenía algún hallazgo, y seguía luego mi camino.

La tarde en que se inició la más curiosa aventura, iba yo a pasar de largo cuando el librero me gritó: -«¡Venga! No tengo libros, me dijo, pero quiero que compre esto». Me mostraba un reloj.- «No anda ni andará nunca más, pero vale la pena comprarlo porque la tapa es de oro de catorce quilates, y yo, sabiendo que por eso vale mucho más, se lo dejo en unos pocos colones; págueme cinco y se lo lleva. Es como hacerle un regalo».

Efectivamente quería hacerme un regalo. Lo que pedía era equivalente a dos dólares y no cabía duda de que el reloj valía muchísimo más.

Era un viejo Waltham al que le faltaba «una pieza esencial» que no podía encontrar en ninguna parte, según el decir del «Choco».

Luego de comprarlo, me fui enseguida a descansar y leer en mi banco del parque.

Pasaron años, muchos años, y fui trasladado a Chile, de Chile a Colombia y de Colombia a San Francisco de California, ciudad en la que, en una maleta, asomó de nuevo la cara el viejo reloj. Me lo eché al bolsillo y me dirigí a una gran relojería en el centro de la ciudad.

Frente al mostrador del establecimiento me dijo el relojero mayor, después de examinarlo: -«No se puede arreglar, le falta una pieza y hacerla le costaría más que comprar otro reloj. ¿No quiere usted vender la tapa? Es de oro».

  —129→  

No acepté su propuesta y con mi reloj salí de la tienda. No servía; era cierto lo que me habían dicho, pero ya se había ganado mi estimación y mi cariño. Tal vez inconscientemente presentía que en él me aguardaba el prodigio.

Ya en mi casa le di cuerda y el reloj descompuesto echó a andar. Creí en el primer momento que se pararía a los pocos segundos, pero no fue así. Siguió andando, lo puse a la hora y siguió andando tan puntual que lo cambié por un Longines que usaba antes y continuó cumpliendo con su deber a las mil maravillas.

De regreso a Santiago fui invitado a almorzar, puntualmente a la una, por mi generoso y admirable amigo Daniel de la Vega, que había preparado para mí un «pote gallego».

Al recibirme en su casa me dio un abrazo. El querido lector dirá que lo que sigue no es verdad y yo le contestaré que a mí también me pareció mentira, pero es verdad. Daniel me dijo: -«Siempre puntual. Parece que usara usted uno de esos fantásticos relojes de otro tiempo. ¿Se acuerda usted de los gordos Waltham, tan precisos que no se atrasaban ni adelantaban ni un minuto?».

Le pregunté si le agradaría tener uno, y él, acompañando su respuesta con esa tan simpática sonrisa de niño que le iluminaba la cara, repuso dudoso: -¡Me encantaría!

Saqué del bolsillo mi reloj, se lo di a Daniel. Como a la vista de un milagro, lo recibió y se quedó mirándolo asombrado.

Se resistió a recibirlo en definitiva, con firmeza que conseguí vencer por fin, y el reloj siguió andando en su poder mucho tiempo, creo que hasta su muerte.

Llegué yo a pensar, pasados muchos años, que «sin la pieza esencial» andaban los relojes muchísimo mejor.



  —130→  

ArribaAbajoOtra historia extraordinaria

No he conocido a nadie que en su expresión hablada o escrita diera mejor que Roberto Suárez la idea exacta de los seres, los hechos o de las cosas. Nadie además, que bien lo conociera, habría podido negar la perfecta claridad de su pensamiento. Fue compañero mío y de Vicente Huidobro en los Jesuitas y nunca la más leve sombra enturbió nuestra segura amistad.

La admiración de Vicente, que generalmente admiraba poco, por Roberto Suárez fue muy justificada porque nuestro común amigo era un ser de excepción. Se la manifestó más de una vez y se transparentó en la dedicatoria de La Próxima.

Bueno, fino, sutil y cordial siempre fue Roberto Suárez.

Nos leía de cuando en cuando, a solicitud nuestra, algún cuento o algún capítulo de Los hombres del salitre, novela que no quiso publicar. En su estilo, dueño absoluto de un perfecto teclado que con agilidad máxima podía pasar de la delicada y tierna dulzura a la risueña ironía o la más dolorosa destrucción, defendía a los oprimidos, demoliendo a los injustos hasta convertirlos en deshechas piltrafas. Cuando murió pregunté a su señora por dicha obra. Ella no pudo encontrarla.

Este gran señor, que lo era a plenitud, no se preocupó de la opinión ajena y vivió siempre escribiendo con depurada perfección, conversando prodigiosamente y trabajando en silencio para él y sus amigos.

Conociendo un poco más de cerca a nuestro personaje, paso a contar la historia maravillosa ofrecida.

Estábamos Roberto y yo almorzando en su linda casa de la calle Carmencita.

No nos habíamos encontrado durante muchos años. Cuando él estaba en Milán yo me aburría espantosamente en el Ministerio, y si él recibía el aire de pequeña intriga del Departamento, mis ojos se encantaban en Hong Kong.

Por eso nuestro casual encuentro, después de mucho tiempo, nos había dado una inmensa   —131→   alegría. Éramos amigos de veras que habíamos formado de niños con Vicente un triunvirato. Como es natural, recordamos con mucha pena al ausente, Vicente Huidobro, que había muerto un año antes y nos había dejado en la más honda nostalgia.

-Juan -me dijo Roberto- ¿Has ido a ver su tumba?

-No -le contesté, sintiéndome responsable de un grave delito.

-¡Es increíble! Yo tampoco he podido ir. Somos ingratos. No demostramos buenos sentimientos.

Roberto agregó con una seguridad asombrosa:

-¡Qué pensará él de nosotros! Vamos ahora mismo a Cartagena.

A prudente velocidad partimos en su automóvil. A la orilla del mar, en las cercanías de la casa de Vicente, detuvo Roberto el auto. Bajamos y sin demora dijo, en voz natural, como si tuviera al frente al interpelado, dirigiéndose al mar:

-Aquí venimos a decirte que no te olvidamos y no te olvidaremos nunca; pero queremos saber si nos oyes. Este es tu mar, al que le hiciste un monumento eterno.

Como nunca el mar estaba tranquilo.

Al término de las palabras de Roberto se levantó una ola, creció a una altura inmensa y cayó ruidosamente, empapándonos hasta los huesos.

Apenas repuestos de lo imprevisto, miramos de nuevo el mar, que había vuelto, para nuestra mayor sorpresa, a su anterior quietud.

-¿Ves? -me dijo Roberto. Es Vicente. ¿No te acuerdas de sus bromas cuando nos encontrábamos?

Efectivamente, Vicente solía saludarnos en el colegio con una fuerte palmada varonil en la espalda.

Convencidos ya de su «presencia» ascendimos la pequeña montaña en donde se encuentra su tumba y en el camino recogió Roberto dos piedras de regular tamaño, una larga y angosta y otra corta y gruesa.

Le pregunte por qué lo hacía y -cosa en él muy extraña- no supo contestarme, echándose las piedras al bolsillo. Después me contó que las había recogido sin darse cuenta de lo que hacía.

Llegamos a la tumba en que descansa el poeta. En una lápida a su cabecera se lee la siguiente inscripción: «Se abre la tumba y al fondo se ve el mar».

Al ojo avizor de Roberto no podía escaparse el terrible hallazgo: había visto en la tierra que cubre los queridos restos dos agujeros, abiertos uno a un lado y otro al otro de su sepultura. Silenciosamente puso las piedras que traía, en los dos agujeros, y me dijo:

  —132→  

-¡Ahora sé por qué me ordenó él que las trajera!

Las piedras calzaron con una misteriosa exactitud.

Al mirar de nuevo los dos hoyos, Roberto y yo casi al mismo tiempo -después supimos que fue así- recordamos una frase fúnebre que habíamos oído a Vicente en el colegio, burlándose de nuestro miedo a la muerte, frase que se había vuelto trágicamente profética muchos años después: «Si existe un alma, ¡qué terrible será mirar el vientre de su cuerpo atravesado por las ratas!».

Nos quedamos un rato largo observando las dos bocas, momentáneamente cerradas, del feo forado cuyo cruel recorrido nos martirizaba la imaginación.

«¡Lanza de ratas! ¿Quién inventó esta idiotez suprema? Diría tal vez entonces, el gran Señor de la Poesía: «Dios, ¿eres Dios y permites que el Diablo sacrílego torture el cuerpo de la más preciosa sensibilidad? Tú lo hiciste a tu imagen y semejanza. El Diablo está haciendo sufrir a Dios».



  —133→  

ArribaAbajoUn homenaje

Raúl Contreras, máximo creador de Belleza que, además de la propia creación de su poesía eterna, creó la eternidad poética de Lidia Nogales, y trabajó también eternos poemas de árboles, tierra y agua en sus jardines y parques maravillosos, en uno de ellos, tal vez en el más hermoso: «Los Chorros», me hizo el más emocionante homenaje en colaboración con dos grandes amigos de Chile, el Presidente don José María Lemus y el Ministro de Relaciones Exteriores don Alfredo Ortiz Mancía: un precioso rincón de flores que me recuerda. En la ceremonia de entrega di lectura al siguiente poema:




Desde mi rincón


A Raúl Contreras,
Gran Poeta y Mago
de los jardines
Libre la muerte en la tierra
yerra
y el sabio la muerte atiza,
iza
banderas de odio y alarma,
arma
las manos de los hermanos,
manos
en caricias adiestradas,
hadas
—134→
del cariño, del intacto
tacto
de las formas bien amadas.
Hadas!
Manos de la creación,
de siembra, no de la guerra,
divina prolongación
de las de Dios en la tierra,
¿qué desventurados hados
os deshonran y deprimen,
oh manos de los arados,
hasta ser manos del crimen?
¿Qué emponzoñada malicia
os vuelve, manos amadas,
¡oh manos de la caricia!
en manos de las espadas?
Sabio antidiós, asesino,
sino
del asesino te aguarda!
Arda
Dios en furia y te maldiga,
diga
tu condena y te destruya,
huya
la ternura de tu vera.
Era
de espanto y de cobardía,
día
que manchará la memoria
de las memorias sombrías,
eternizando en la historia
la vergüenza de los días,
mueran contigo, antidiós,
—135→
recreador de la nada
y se extinga tu jornada
que avienta la obra de Dios.
-¿Era aquí la primavera?
-Era.
-¿Y el trigo de la pradera?
-Era
-¿Y la niña espigadera?
-Era!
-¿Y la casa que era amparo,
pan y sombra, aceite y vino?
-En donde estaba hay un claro:
por allí pasa un camino.
Raúl, junto a mi rincón
con
la visión de este milagro,
agro
que embelleció tu maestro
estro
huyendo de venda y bando
ando
por tus jardines de ensueño,
sueño
el gran sueño que tú sueñas,
no el que el asesino fragua,
mientras se irisan las peñas
con la ternura del agua,
sueño de la tierra honrada,
de la justicia y el bien
para siempre iluminada
por la estrella de Belén.
Al agradecer mil veces
el refugio que me ofreces
—136→
pienso grave y conmovido,
viendo su dedicatoria,
que me salva del olvido
piedra de buena memoria.
Hermano, en las horas malas
alas!
Para el frío desencanto
canto,
sobre nuestras carabelas
velas
con aletazos de viento
que, en la furia de las olas,
nos lleve a riberas solas
en tierras de canto y cuento;
y al fin del viaje belleza
de un jardín salvadoreño
en que la rosa del sueño
abra su olor de tristeza,
y nos traiga su fragancia
ansia
de inmensa paz, exquisita
cita
con las saudades más hondas,
ondas
de los recuerdos preclaros,
claros,
que alumbraron nuestra vida
ida
y esperar que lo inefable
hable.

San Salvador, 1960.

  —137→  


Viajero inmóvil


Despedida de El Salvador

-Viajero inmóvil, ¡parece
que te vas pero te quedas!
-Se me quedan sus miradas,
su gracia y su voz de seda,
se me queda un cuento de hadas,
a la sombra de una ceiba.
Me faltará su sonrisa.
No olvidaré una promesa.
Se me queda un roce de alas
y un aroma de violetas,
y una rosa y unas manos,
no podré vivir sin ellas.
Se me queda un «pudo ser»
y un sueño casi de veras.
¿Viviré sin la preciosa
compañía de esta tierra?
¿Y el embrujo de unos ojos
y la voz de sus poetas?
¿Cuándo estuvo el alma mía
de almas amigas más cerca?
Se me quedan sus volcanes
que con sus lámparas cercan
los jardines que son versos
vivos de Raúl Contreras.
La tierra que me dio un hijo
y un rincón. ¡Bendita sea!
Un rincón donde va mi alma
cuando la apaga la pena.
-¿Para qué se va? ¿Y adónde?
—138→
¿Si casi todo lo deja?
Se nos va el viajero inmóvil
¡se nos va pero se queda!

San Salvador, 1962.



  —139→  

ArribaAbajoContra el viento

¡Es precioso ir. Es indispensable. Es necesario llegar de todas maneras. Se han quedado solos esperándonos, y no saben volar todavía, y no tienen qué comer! Pensaban las gaviotas apremiadas por la más viva inquietud, mientras ensayaban la partida moviendo las alas, sin atreverse a levantar el vuelo.

Desde una roca miraban miedosas la desesperada lucha de algunas compañeras que, aunque volaban con el mayor ímpetu, no conseguían avanzar un palmo contra el viento y que eran, a cada momento, arrastradas hacia atrás por la corriente inmensa.

Pero era preciso, necesario, indispensable partir y, como quien se lanza a la muerte, con pavor, porfía y ceguera, emprendieron el viaje heroico. La misma ráfaga violenta las empujó a todas y casi las hizo caer, pero; desviándose bravamente de ella, en lo posible, consiguieron mantenerse distantes de las olas y continuar apenas el viaje.

Aunque aleteaban tenaces, no podían separarse mucho del punto de partida y alcanzaban siempre a divisar las rocas de la costa. Sin embargo, casi en el fracaso y en la derrota, a punto ya de desistir porque todos los esfuerzos eran inútiles, las mantenía aún en su empresa el inmóvil recuerdo de que «ellos» podían tener hambre y de que había que ayudarlos.

Innumerables ráfagas las detuvieron de rumbo, las botaron al mar. Más allá de sus fuerzas, se levantaron una y otra vez y continuaron su odiosa aventura.

Tuvieron, no obstante, que soportar aún muchos momentos imprevistos y trágicos. El viento las detenía sin remedio. El viento se había convertido en un sólido muro que no permitía el paso de ninguna de ellas. Ninguna podía atravesarlo. Buscaron la mayor altura, y el muro   —140→   era más alto todavía; ensayaron otros vuelos, a la derecha, a la izquierda, y no se podía pasar. El muro crecía y su anchura llegaba hasta el horizonte, o más allá.

No se podía pasar, no se podía pasar.

Y se hizo el milagro. Tal vez la más desesperada consiguió encontrar el camino y la salvación; las otras las siguieron y pasaron todas por una grieta del viento.

Viña del Mar, 1974.



  —141→  

ArribaAbajoChile y el mar

Las dos grandes fuerzas dominantes del paisaje chileno, de norte a sur, son la montaña y el mar. El hombre de la austera República austral abre los ojos a estas ineludibles contemplaciones.

Es, sin duda, grandiosa la visión de los Andes nevados, pero limita, cierra el paso, pone término gigantesco en el camino.

En cambio, el mar se abre como una infinita esperanza, y a la lección el mar obedece primero la mirada y luego el pie andariego.

Tres mil millas de costa, es decir, de atracción o de furiosa tentación, no sólo no limitan a Chile por el oeste, sino que le entregan ilusión de viaje que el habitante del país siente, y ha sentido siempre, en lo más vivo de la sangre.

Desde muy niños contemplan los barcos pescadores y se les van los ojos en las velas o en los mástiles de los navíos, y, por eso, partieron a los desiertos del norte, en donde descubrieron el salitre, llegaron a los confines del continente y aparecieron un día en California, durante la época del descubrimiento del oro.

De su paso por esas regiones hay recuerdos que no podrán olvidarse. El primer hospital de Sacramento fue organizado por los chilenos Luco, una de las más florecientes ciudades de la Costa Dorada, Marysville, fue fundada por el chileno Ramírez, y sería interminable la narración de sus hazañas y de las señales que dejó en la rica tierra del occidente norteamericano su trabajo y su energía.

No hay país en el mundo en donde no se encuentren chilenos. Desde el Polo Sur hasta el Polo Norte, en todas las latitudes de la tierra se les verá abrirse paso con su tenacidad de acero y su buen humor, que no abaten los más crueles contratiempos.

El mar, en cada golpe de ola, les contó su fábula de regiones remotas y de ricos tesoros, y el chileno, imaginativo y audaz, la ha escuchado y la lleva resonando en su memoria como en la voluta sólida del caracol.

  —142→  

Desde lejos, muy lejos, se ve el mar, y, aunque su rumor no alcance a embrujarnos, y, aunque dejemos ya de verlo, a la vuelta de un camino, entre las avenidas de un parque, en todas partes, su olor frío nos sale al encuentro, nos envuelve y nos lleva, diciéndonos que es hora de partir por su «camino innumerable».

Ojalá nos devolviera el mar los hombres que nos quita. Algunos, muchos regresan, pero la inmensa mayoría de los que vuelven sufren de una inquietud que les impide permanecer en un sitio y echar raíces. Pero, ojalá los devolviera ahítos de viaje y de aventura, apaciguado ya el ánimo y tranquilo, para que participaran, más de cerca, en el engrandecimiento de la patria.

Aunque es verdad que parte de nuestra población vive en todas las regiones del mundo y ha hecho sentir la resistencia y el poder de la raza, de manera que constituye un prestigio y ha hecho que se la considere entre las más incansables del continente, sería de esperar que todas estas fuerzas se encauzaran en las actividades del país.

Es cierto, por otra parte, que Chile tiene señalado un destino marinero, claramente visible hace ya un siglo, cuando cien barcos de ese país eran dueños absolutos del Pacífico y hacían la carrera entre Valparaíso y San Francisco, para proveer de harina y artículos de primera necesidad a los californianos.

El desarrollo de la pesca aplacará, indudablemente, la sed del errante y, por fortuna, la creciente industrialización de Chile absorberá muchos elementos, evitando la constante peregrinación que nos desangra.

Sin embargo, no deja de poner inquietud en el corazón de las madres el que los hijos, cuando se les pregunta la causa de su distracción, respondan:

-Estoy oyendo el mar.



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ArribaAbajoLas cosas perdidas

Atentas están y advierten el momento preciso, la primera distracción, el primer descuido, listas para fugarse. Con exactitud saben cuando, al abrirse la cartera, al apresurarnos o preocuparnos de algo que no sea de ellas, se presenta alguna brillante oportunidad de fuga. Cuando su dueño piensa en otra cosa y, distraídamente, las deja en algún sitio, es muy posible que ellas estén sugestionándolo para que definitivamente las olvide.

Caen en silencio y en donde su caída -alfombra, tierra suelta o yerba verde- no produzca el menor ruido.

Algunas, querendonas, pero que algo aspiran a ser libres, se precipitan audaces y, ya en libertad, piensan con cariño en el regreso. ¿Para qué se han ido si las cuidaban bien y las querían, y las preferían entre todas las cosas? Por una independencia, que ya les parecía vacía y sin objeto, han dejado un afecto seguro. Se van, sin embargo, y, al partir y al arrepentirse un poco, estirando su nostalgia casi hasta el dolor, procuran caer en algún lugar especialmente duro -piedra, roca o mármol- para avisar con el sonido de su caída que están allí y que piden que las recojan, porque no quieren irse o desaparecer, y desean regresar y quedarse un tiempo más o definitivamente con su dueño.

Otras decididas se pierden. «Las cosas perdidas se ríen» dice un gran poeta. Y, cómo no han de reírse si el dueño, al darse cuenta de que han desaparecido, se afana ridículamente en hallarlas en donde ellas no están, camina de un lado a otro, abre y cierra cajones, armarios, maletas, y pasan las horas, y ellas, las cosas perdidas, ocupan orgullosamente su pensamiento. ¿Adónde estarán? Y eran tan buenas y tan bonitas, y mucho más hermosas le parecen ahora que ya no están con él. Piensa entonces en comprar otras iguales, idénticas; luego medita en qué podrían ser idénticas; iguales a las perdidas, sin la más mínima diferencia y que, no obstante, no serían nunca las mismas, las que lo acompañaron en aquel paseo con su amor, las que   —144→   fueron con él de viaje, las que dejó durante muchos años, por las noches, sobre su velador, las que lo acompañaban y lo esperaban para salir a la calle en las mañanas.

Algunas de las que se pierden definitivamente habían preparado con ansias su libertad y soñaban con la delicia de una vida ociosa, sin preocupaciones de esclavitud o servidumbre, sin el yugo de la obediencia, sin nada ni nadie que las ordenara, que las utilizara, que las moviera. Pensaban en qué felices serían inmóviles como en la muerte, pero vivas, contemplándolo todo en movimiento desde su tranquila inmovilidad.

Las arrepentidas, en cambio, piensan que el cariño y la nostalgia unidos hacen un cariño mucho mejor; ellas lo saben ya por experiencia propia. Vivían mucho mejor con su dueño y por eso preparan el regreso y cuando «él» está de nuevo distraído, un poco triste, mirando sin pensar unos papeles, registrando libros o simplemente «en la luna», aparecen sonriendo a su vista.

Y habló una pequeña medalla, una vieja medalla por mucho tiempo desaparecida debajo de una piedra del jardín: -Yo viví largos meses loca de libertad. Quería desprenderme y vivir; pero mi dueño y una cadena de oro que se habían enamorado de mí me sostenían prisionera. Tal vez era yo un recuerdo de un gran amor. Poco a poco fui mordiendo y gastando eslabones, ensayé varias veces la fuga sin éxito y, por último, tenía que ser así, tanto puede la porfía, conseguí desprenderme y caí en este camino, tan a la vista de todos que temblé esperando para ocultarme una ayuda que no tardó en llegar: el niño de la casa tropezó conmigo y sin verme, casualmente, me dio un puntapié que me dejó escondida donde estoy. Desde aquí veo y no me ven, no me ve nadie.

¡Ah! ¡Las cosas perdidas para siempre son las que más se quieren!

Así comentó la voz amiga de una araña que se había detenido a escuchar a la medalla:

-¿Y qué te importa ese cariño si quien te quiere vive lejos de ti?

-Me importa porque lo siento, porque su pensamiento me rodea como el aire en un abrazo constante. Algunas tardes veo pasar a mi dueño por el camino; va triste, seguramente recordándome, tal vez buscándome. Es su nostalgia la que me besa siempre.

-Pero vas envejeciendo y el rocío y la lluvia te humedecen y te destruyen. Egoísta, no vales nada, te quieren, pero no sabes querer y mereces el castigo que recibes.

-¿Castigo?

-Sí, no eres más que una pequeña medalla solitaria, cualquier cosa.

-Cualquier cosa puede conquistar un gran amor, y yo...

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-Tú no. Replicó enérgicamente la araña. -Tú te dejas querer, pero no quieres; tu comodidad ante todo, pequeña. ¿Serías capaz de sacrificarte por un amor?

-Tú tampoco lo harías. Nunca se oyó que por un cariño se sacrificaran las arañas.

-¡Qué equivocada estás! Voy a probártelo: Tú que todo lo miras, ¿me has visto alguna vez pasar a tu lado en las mañanas?

-No. ¿Y qué tiene que ver eso con el sacrificio?

-¿Te parece poco? ¿Con una mañana linda no es agradable salir a tomar el sol?

-Por supuesto.

-¿Y por qué no lo hago? Solamente en las tardes y en las noches aparezco, ¿y sabes tú por qué?

-No.

-Pues, para darle suerte a mi señor.

-¿Y se la das?

-Se la doy. Tú pecas de egoísta y yo de generosa. He dicho que por «él» sólo salgo de noche y al atardecer. «Él» me vio una tarde y compró un billete de lotería; con él ganó un premio y se compró esta casa. ¿Ves tú cómo y por qué me sacrifico privándome de salir por las mañanas?

-¡Tonta! ¡Supersticiosa! ¿Crees tú que le diste la suerte apareciendo en la oscuridad? ¡Ignorante!

-Lo creo, aunque tú me lo niegues. Lo creo.

-Es inocente creerlo, pero de todas maneras... Tal vez tu buen deseo ha contribuido para hacerle un bien y «él» tiene que agradecértelo. Quizás la fuerza de tu pensamiento... Tal vez tienes poderes; tu voz me agrada. Mientras hablas el aire se vuelve más liviano y huele a jazmines. ¿Querrías ser amiga mía y vivir cerca de mí?

-Cerca de nuestro dueño debemos vivir.

Conmovieron las palabras de la araña a su amiga que, convencida, terminó por decir:

-Tienes razón, ayúdame, sácame, tú que puedes, de aquí para que «él» me vea y me recoja. Trataré de no incomodarlo jamás. Seré cuidadosa de su cariño. No pesaré en su vida como pesan algunas. Óyeme atentamente. Un día sorprendí en sus ojos el cansancio al decir, mientras miraba algunos libros que, por quererlos tanto, no podía abandonar, ni alejarse de su lado: «Es bueno tener cosas, pero es malo, muy malo que las cosas lo tengan a uno». Y ahora una última recomendación que, para preservar tu dicha no debes olvidar: antes de aparecer de nuevo ante sus ojos, asegúrate de que es a ti a quien busca, a ti y no a otra.

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No desperdiciemos su voluntad de acompañarnos, aunque sea por poco tiempo, porque es muy buena y generosa y porque tarde o temprano, inevitablemente, seguramente más temprano que tarde él se nos perderá.



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ArribaIconografía

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Santiago, 1916

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Río Gallegos, 1922

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Río Gallegos, 1922

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A bordo de un barco japonés, rumbo a Hong-Kong, 1926

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El poeta junto a su esposa, Raquel Tapia Caballero, Caracas, Venezuela, 1948

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Presentación de credenciales, San Salvador, 1957

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Hong-Kong, 1927

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Hong-Kong, 1927

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Río Gallegos, 1922

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"El rincón del poeta", en la ciudad de San Salvador, 1958