«Redoble por Rancas» y la conceptualización del (neo) indigenismo: una tendencia a la homogeneidad
Natalio Ohanna
En 1980 Rodríguez-Luis pregonó el fin de la novela indigenista, enmarcándola como un proyecto cuya insuficiencia, desde Aves sin nido hasta Yawar fiesta, habría resultado de una ineptitud para representar fielmente la realidad indígena (51). Desde entonces, en parte debido a posturas revisionistas que aportaban nuevos criterios para interpretar el género, en parte por el surgimiento de obras que lo prolongaban con una intensificación de recursos formales, estilísticos y técnicos en consonancia con las narrativas del llamado Boom latinoamericano, la crítica se enfrentó con la dificultad de explicar y categorizar una corriente que parecía resurgir de su tradición adoptando nuevas directrices. Mucho de esa dificultad derivó del afán de proclamar una ruptura donde en realidad no había más que la acentuación de ciertos rasgos ya presentes y la atenuación de otros. Pero si hubo una deficiencia principal por parte de la crítica, ésta radicó en no haber sabido reconocer que el nuevo giro del indigenismo acarreaba un abandono de la preocupación por la heterogeneidad, es decir, una renuncia al proyecto de lograr una literatura en conformidad con el complejo universo sociocultural de los países de gran población nativa. Con el fin de mostrar esto último, en el presente trabajo exploro las contradicciones a que condujeron los diversos intentos de categorizar el indigenismo, comparo posiciones críticas diversas y analizo los elementos por los que la novela Redoble por Rancas, de Manuel Scorza, constituye una obra representativa de una de las nuevas tendencias.
En
Hermenéutica y praxis del indigenismo, Julio
Rodríguez-Luis sostuvo que «La
representación del indio auténtico [...]
debería haber sido el foco natural de la novela indigenista,
pues la creación de aquél como objeto
artístico sostendría mejor que ningún otro
elemento de la obra, el propósito político»
(51). Interpretando de manera tan estrecha este proyecto, es decir,
como una literatura que debió haber literaturizado al indio
para dar cuenta de su opresión social, Rodríguez-Luis
atinó a sentenciar nada menos que su fracaso: «la novela indigenista no logró, sin
embargo, dar vida literaria al indio; lo cual explica que nos deje
insatisfechos tanto el proyecto representado por la primera novela
de Matto como su perfecta concreción en la primera de
José María Arguedas»
(51).
La idea de dar
vida literaria al indio, de representarlo en la lucha por su
reivindicación, proviene en realidad de una lectura de
José Carlos Mariátegui, quien fue el primero en
plantear el problema del indio en términos
socioeconómicos. Mariátegui había equiparado
las narrativas indigenistas con el mujikismo de la literatura rusa
prerrevolucionaria, y había entendido aquéllas en un
estadio de gestación, previo a lo que felizmente
prosperaría como la literatura del indio: «Una literatura indígena, si debe venir,
vendrá a su tiempo. Cuando los propios indígenas
estén en grado de producirla»
(221). Es esta
aseveración la que Rodríguez-Luis cogió por
criterio para determinar el origen y el ocaso del género,
pasando por alto que en realidad se trataba de un proyecto mucho
más complejo e inconstante, el cual contenía pero
superaba la protesta social contra la situación del poblador
americano. No por nada había excluido del corpus en el que
basa su estudio una obra como Hombres de maíz, de
Miguel Ángel Asturias, inconexa para su análisis.
Apenas algunos años después de la publicación del libro de Rodríguez-Luis, críticos como Ángel Rama y Antonio Cornejo Polar operaron una ampliación de la problemática. Ambos comenzaron a dar cuenta de que el género no constituía tan sólo una miscelánea de obras más o menos comprometidas, cuyo común denominador radicaba en una toma de lugar en la lucha por la reivindicación del indio. Semejante reducción, que no hacía más que equiparar el indigenismo con el realismo socialista, ahora se dejaba a un lado, dando lugar a interpretaciones que llevaban al foco de la materia un examen sobre la realidad cultural latinoamericana. En 1982 Ángel Rama utilizó el concepto de transculturación para referirse a la narrativa de José María Arguedas, destacando cómo este autor se distanciaba de los indigenistas que sólo podían valorar al indio contemporáneo en razón de los elementos originarios que le vieran conservar (186). Poco más tarde y en esta misma dirección, Antonio Cornejo Polar explicaría el indigenismo desde su teoría de la heterogeneidad:
(550) |
El indigenismo
comenzaba así a entenderse como un proyecto para resolver el
problema de cómo conciliar elementos occidentales y
amerindios en una misma expresión. Es decir, el problema de
«cómo revelar el mundo
indígena (aunque ahora lo indígena aparezca
fuertemente mestizado) con los atributos de otra cultura y desde
una inserción social distinta»
(Cornejo Polar
550).
La estrechez de la definición de Rodríguez-Luis parecía quedar superada, aunque no por ello dejó de ejercer una decisiva influencia entre los críticos posteriores. Esto acarreó una complicación aparentemente terminológica. Según Teresa Smotherman, la necesidad de categorizar aquellas obras que caían fuera de la descripción impuesta por Rodríguez-Luis dio lugar al empleo del término «neoindigenismo» por críticos como Antonio Cornejo Polar (146). De manera que, habiendo obras indigenistas de función predominantemente política, otras, también indigenistas, se diferenciarían por presentar una perspectiva más heterogénea o transculturada. En realidad, el primero en utilizar el calificativo «neoindigenista» fue Mario Castro Arenas, ya en 1966, con el objeto de diferenciar la narrativa de Arguedas:
(qtd. Puente-Baldoceda 164) |
Sea como fuere, más allá de quién y cuándo inauguró el término, ciertamente éste responde a una necesidad de categorizar algunas obras que quedarían destacadas dada en ellas la presencia de rasgos innovadores. Reconocer este género o subgénero, sin embargo, entraña un problema conceptual no menos complejo que el de definir el mismo indigenismo, por dos factores principales. Por un lado, la innovación que supone el prefijo «neo» no implica, necesariamente, una separación diáfana entre dos instancias temporales de la producción. En su tesis doctoral de 1971, Tomás Escajadillo sostuvo que el neoindigenismo operaba una transformación orgánica sobre la tradición anterior, más que su cancelación (qtd. Cornejo Polar 208). Pero el factor principal por el que se dificulta el uso del término «neoindigenismo» resulta de una falta de consenso crítico a la hora de determinar cuáles son los rasgos privativos o siquiera predominantes de este subgénero y cuáles las obras que lo integran.
Según
Antonio Urrello, la característica esencial del
neoindigenismo es «la presentación
de las vetas espirituales del mundo indio desde una posición
nuclear, opuesta a la de la literatura que antecede a
Arguedas»
(24). Es decir que mientras otros indigenistas
se acercaron a la misma problemática proyectando sobre el
indio una mirada externa y alienante, impregnada por
preconcepciones e ideas más bien europeas; Arguedas,
separándose de aquéllos, aportaría por primera
vez una representación del indio y de su mundo desde la
experiencia auténtica de su realidad:
(24) |
Indudablemente, la representación del indio como un ser completo e inmerso en su propio universo espiritual es un logro señalado de la narrativa de José María Arguedas, y en efecto legítimo para establecer una diferencia respecto de autores previos, aun contemporáneos y posteriores. Pero tomando por criterio esa posición nuclear que privilegia la narrativa de Arguedas, quizás Antonio Urrello corra el riesgo de establecer un género demasiado excluyente, por extraordinario. El neoindigenismo quedaría limitado así a unas pocas obras -ni siquiera a todas- de un solo autor, por ser éste el único a quien su misma experiencia vital le habría proporcionado los recursos indispensables para representar al verdadero indio.
Por otra parte, un
aspecto contradictorio de éste neoindigenismo reside en que,
al plantearlo en tales términos, de alguna manera se
estaría retornando a las preceptivas con que
Mariátegui concebía el género en su totalidad.
Dicho retorno se vislumbra en que, según Urrello, la novedad
presupuesta en el prefijo «neo» no quedaría
signada sino por el pasaje a un estadio más avanzado en la
evolución de esta literatura, mucho más
próximo al feliz acogimiento de la «literatura
indígena». En palabras de Urrello: «Arguedas es capaz de entregarnos esta valiosa
contribución debido a que espiritualmente es un
indio»
(23). Aun más valiosa que la de un indio
espiritual sería ya, desde estas razones, la
contribución de un indio total.
Blas
Puente-Baldoceda propone un contraste entre el neoindigenismo y
ciertas narrativas urbanas que le son contemporáneas. En su
opinión, mientras la caracterización de los
personajes andinos realizada por autores urbanos adolece de las
deficiencias de las fases indianista e indigenista, presentando una
perspectiva externa, paternalista, estereotipada y caricaturesca;
por su parte, «los auténticos
escritores neoindigenistas proponen una visión interna de
las formas y los valores de la cultura andina y logran legitimarlas
a través del arte verbal, y de esta manera preservan sus
rasgos intrínsecos»
(157). Luego Puente-Baldoceda
ajusta su definición, aclarando que tal reinmersión
en las fuentes primigenias con los instrumentos de la modernidad
«se concreta en la creación de
innovaciones formales al nivel de la estructura del relato y al
nivel lingüístico y estilístico, los cuales
(sic) vendrían a constituir los rasgos privativos de
la narrativa neoindigenista»
(158).
Semejante
posición permite suponer un criterio menos excluyente que el
de Antonio Urrello, por fundarse en elementos narrativos y no
biográficos. Esto no impide que la narrativa de Arguedas
constituya, de todos modos, el modelo neoindigenista por
excelencia. No obstante, superando lo insólito de la
complicación, Puente-Baldoceda ubica un período de la
narrativa arguediana entre las obras del indigenismo clásico
u ortodoxo, por notar en aquél una cierta impostación
verista. Tal defecto se manifestaría en la primera fase de
la escritura de Arguedas, «cuando engarza
el léxico español con la sintaxis quechua -o sea,
crea una lengua artificial formada por una matriz sintáctica
quechua y realizada léxicamente en español- para
lograr una representación verbal más auténtica
del mundo andino»
(159).
Nuevamente es notable la influencia de Rodríguez-Luis. Demás está aclarar que si bien existe una evolución en la narrativa arguediana (Rama 239), la preocupación verbal recorre su totalidad y la fusión de elementos lingüísticos del quechua y del castellano se encuentra tanto en «Diamantes y pedernales» como en Los ríos profundos y hasta en su inacabada El zorro de arriba y el zorro de abajo. Para mostrarlo bastaría evocar la segunda versión de la carta que el personaje de Ernesto redacta por encargo de su compañero el Markask'a, o el lenguaje deteriorado -al extremo de no ser ya ni quechua ni español- con que se refleja el caos babilónico de la ciudad industrial. Lo cierto es que, al menos en el caso de la obra de José María Arguedas, la distorsión lingüística no responde a la búsqueda de una representación verbal más auténtica del mundo andino -lo cual recuerda mucho la idea de dar vida literaria al indio-, sino más bien a esa preocupación que críticos como Ángel Rama y Antonio Cornejo Polar identificaron en el centro del proyecto indigenista: el problema de cómo hacer literatura en países indígenas.
Otra
posición que tampoco deja de caer bajo la influencia de
Rodríguez-Luis pertenece a Teresa Smotherman. Esta
crítica sugiere que hay otro modo de establecer la
categorización, el cual permitiría «colocar todas estas novelas bajo una misma
denominación que incluiría además la novela de
la mujer, del negro, del pobre, etcétera: son todas novelas
de los marginados»
(147). Desde Cumandá
hasta las novelas más recientes del neoindigenismo
-señala Smotherman- todas versan sobre el indio como un ser
marginado, ya sea «por su exotismo, por
su esclavitud, por su vida aislada del campo o por su
posición de subhumano a los ojos de compatriotas»
(147). Y en este punto tiene razón. Pero su perspectiva
resulta insuficiente a la hora de explicar con ella un corpus y
delimitarlo como más o menos independiente. Definir el
subgénero, como propone Smotherman, por su correspondencia
con la filosofía de la liberación según la
formulan Paulo Freire, Gustavo Gutiérrez y Leopoldo Zea,
conlleva nada menos que a una inversión de la
problemática. Siguiéndola, deberíamos entonces
incluir dentro del neoindigenismo no sólo el mismo
indigenismo: también toda obra que trate de «dar
voz» o «vida literaria» a cualquier sector
marginado de cualquier sociedad. De ser así, en verdad no
cabría asegurar si el neoindigenismo se inicia con la
Brevísima del padre Las Casas o con los Evangelios.
Evidentemente, Smotherman pasa por alto, una vez más, que
los objetivos del proyecto no se confinan en la defensa de los
marginados.
El intento más coherente y cabal de definir el neoindigenismo fue postulado por Tomás Escajadillo en su tesis doctoral titulada «La narrativa indigenista: un planteamiento y ocho incisiones». Cornejo Polar recoge los caracteres principales con que Escajadillo delimitó el subgénero y los esquematiza de la siguiente manera:
|
(205) |
Presentadas así estas características, cabría sospechar si Escajadillo no está tomando por criterio, no ya el abandono de la visión alienada que adapta al indio a ideas occidentales, con lo que se alcanzaría una expresión más transculturada o heterogénea, sino, contrariamente, su grado de aproximación a la nueva narrativa hispanoamericana. Mientras Castro Arenas, Antonio Urrello y Blas Puente-Baldoceda celebran la narrativa de José María Arguedas como exponente máximo del neoindigenismo, dada su lograda presentación de las vetas espirituales del mundo indio desde una posición nuclear -esto es, interna, capaz de integrar las cosmovisiones indígenas en una escritura propiamente occidental-, la fórmula de Escajadillo parece más bien reducir este factor al empleo de la perspectiva del realismo mágico. Y de hecho esta primera característica bien podría ubicarse, junto con la segunda y la tercera, en el orden de lo puramente estético. Es decir que de acuerdo a sus categorías, habría en el neoindigenismo una disminución, si no un abandono, de la preocupación por lograr una literatura heterogénea, en beneficio de una complejización formal quizás sellada por la influencia de novelas del Boom latinoamericano, tales como La muerte de Artemio Cruz, Rayuela o Cien años de soledad, entre muchas otras.
Cornejo Polar afirma que la categorización de Escajadillo es correcta (208), y sin embargo insiste en su teoría de la heterogeneidad para explicar el neoindigenismo, tomando por modelo de éste el ciclo narrativo de Manuel Scorza titulado La guerra silenciosa:
(216) |
Cabe aquí dejar a un lado la necesaria corrección del peyorativo «arcaísmo». Siguiendo el planteamiento de Cornejo Polar, más grave resulta, en cambio, pasar por alto el punto más paradójico de sus conclusiones. En efecto, si la narrativa de Manuel Scorza presentara los rasgos con que Escajadillo define el neoindigenismo, entonces con razón debería advertirse en ella justamente lo opuesto a lo entendido por Cornejo Polar, es decir, un desequilibrio de la heterogeneidad. Para esclarecer cómo dicho desequilibrio se produce y deja en primer plano aspectos formales, en menoscabo de lo heterogéneo, indispensable es analizar de cerca cada una de las categorías propuestas por Escajadillo.
La primera de
ellas es el empleo de la perspectiva del realismo mágico. En
Redoble por Rancas (1970), obra con que Manuel Scorza
inaugura el ciclo de cinco novelas que denominó La
guerra silenciosa, la influencia del realismo mágico es
clara. Luego del capítulo inicial con que se caracteriza el
terror impuesto por un terrateniente local, la obra toma un curso
distinto para describir una universal huida de aves en la pampa de
Junín: «Alguien les
avisaría. Gavilanes, cernícalos, chingolos, tordos,
gorriones, picaflores se entreveraron en un mismo pánico;
olvidando enemistades, los cernícalos volaban en pareja con
los gorriones. El azul se plagó de alas aterradas»
(159). Semejante reacción responde a un acontecimiento del
que nos enteramos mucho más avanzada la narración: la
llegada inminente de las tropas de asalto con el fin de reprimir a
la comunidad de Rancas. Si en el nivel narrativo la prolepsis
anticipa al lector uno de los finales de la obra, el uso de la
perspectiva del realismo mágico se observa en el hecho de
que las aves también anticipan la represión militar,
como si se tratara del advenimiento de un desastre natural. La
gravedad de dicho desastre es descrita más avanzado el
relato: «el agua de Yanamate se cribaba
de agujeros. En Junín una vaca parió un chancho de
nueve patas. En Villa de Pasco, al abrir un carnero, saltó
un ratón»
(218).
La perspectiva del
realismo mágico también forma parte en la
caracterización de personajes. Por ejemplo el protagonista,
Héctor Chacón, puede ver en la oscuridad. El Abigeo,
compañero de aquél, es capaz de hablar con los
animales: «A los siete años
conversaba con los potrillos; a los ocho, ningún animal se
le resistía»
(210). Este personaje, por otra
parte, está «investido de los
poderes del sueño»
(211). En Redoble por
Rancas los sueños tienen siempre un sentido
premonitorio por el que pueden asociarse con ciertos oráculo
descritos en ella, tales como la consulta del maíz y de las
hojas de coca: «Mama coca, usted sabe
todo. Usted conoce los caminos. El bien y el mal, el peligro y el
riesgo usted los conoce, Chacón quiere disfrazarse de mujer
para matar a un abusivo. ¿Hay peligro?»
(365).
De entre todos los
elementos del realismo mágico, el más evidente se
pone de manifiesto al final de la novela, cuando Fortunato y otros
comuneros asesinados en la represalia militar llevan a cabo una
conversación de ultratumba. Anna-Marie Aldaz sugiere que
podría tratarse de una reflexión sobre una creencia
quechua, según la cual las personas permanecen con vida
durante cinco días luego de su aparente muerte (54). De
cualquier modo, la referencia más inmediata es Pedro
Páramo. Consuelo Hernández, por su parte,
sostiene que Scorza asume «el papel de
incorporar contenidos y formas indígenas en la
construcción de ficciones transculturadas»
(143).
No obstante, todos esos elementos que indudablemente corresponden a
la perspectiva del realismo mágico pueden no involucrar una
mejor revelación de las cosmovisiones andinas. En el caso
particular de esta novela cabe decir que ocurre más bien lo
opuesto, es decir, una manipulación de aquéllas, su
generalización y ficcionalización al servicio de un
plan estético en consonancia con el paradero de la narrativa
latinoamericana de repercusión internacional. El mismo el
mismo Cornejo Polar aclara que el universo mágico desplegado
en la obra de Manuel Scorza no representa la expresión de
contenidos míticos efectivamente vividos por el pueblo
quechua del centro, sino «construcciones
libres elaboradas por el narrador»
(215). Esto acredita
que lejos de haber aquí una preocupación por integrar
en la novela materiales provenientes de cosmovisiones
indígenas, hay un debilitamiento de tal
preocupación1.
Dunia Gras afirma
que Manuel Scorza utilizaba elementos del realismo mágico de
manera irónica, con el fin de aligerar el contenido
político de su novela y hacerlo más asequible a un
determinado público: «El
revestimiento de cierto realismo mágico equivaldría a
un intento de endulzar la píldora del mensaje revolucionario
que implica su narrativa»
(115). Es decir que en la obra
de este autor, todo lo referente al mundo andino, introducido
mediante la perspectiva del realismo mágico, no
ocuparía sino una función auxiliar, aligeradora o
decorativa, al servicio de un contenido político. Sea como
fuere, lo que resulta evidente es el abandono de la
preocupación por conseguir una expresión que armonice
la dualidad conflictiva de los países latinoamericanos. Dado
que la visión de lo andino deja así de ser nuclear y
se exterioriza para relegarse a un plano estético, como
resultado, comparando Redoble por Rancas con obras
anteriores de corte indigenista, podríamos concebir un
proceso de homogeneización.
El segundo rasgo
destacado por Tomás Escajadillo para definir el corpus
neoindigenista es la intensificación del lirismo como
categoría integrada al relato. En Redoble por
Rancas, la presencia de esta característica puede
comprobarse mediante un análisis del uso recurrente de
figuras retóricas. Las más obvias son la prosopopeya
y la sinécdoque, visibles ya desde la primera frase de la
novela: «Por la misma esquina de la plaza
de Yanahuanca por donde, andando los tiempos, emergería la
Guardia de Asalto para fundar el segundo cementerio de Chinche, un
húmedo setiembre, el atardecer exhaló un traje
negro»
(153, el énfasis es mío). Poco
más avanzado el capítulo nos enteramos de que ese
traje negro es Francisco Montenegro, Juez de Primera Instancia y
gamonal abusivo que Héctor Chacón intentará
asesinar. Resulta de interés que el segundo antagonista de
la novela sea también caracterizado mediante la prosopopeya
y la sinécdoque: la Cerro de Pasco Corporation -en cuyo
favor se confiscan tierras indígenas y se lleva a cabo una
masacre- se representa en forma de un cerco que adquiere los
atributos de un monstruo. Dicho monstruo, que nace como un «gusano de alambre»
(205), se
desarrolla en la medida en que va alimentándose de la
naturaleza andina: «Ni desde las lomas se
avizoraba el fin del alambrado. Avanzaba y avanzaba. Cerros,
pastos, puquios, cuevas, lagunas, todo lo engullía. El
lunes, a las cuatro, devoró el cerro Chuco. La pampa
quedó dividida»
(193).
Ciertamente, como percibe Tomás Escajadillo, se trata de un lirismo integrado al relato, al que podríamos atribuirle la función de caricaturizar y exhibir con ironía la malevolencia de los personajes antagónicos. No obstante, difícil resulta aseverar que dicho lirismo participa en la búsqueda de una expresión heterogénea. No tenemos aquí, como en el caso de la narrativa arguediana, un uso de elementos pertenecientes a la tradición andina, sino figuras retóricas que provienen del canon más occidental. De nuevo, a diferencia de lo que observa Cornejo Polar, la presencia de estos recursos apoya la tesis de que se trata de una literatura más homogénea y despreocupada de las cosmovisiones indígenas.
Ya para concluir
con esta característica, cabe aclarar que la
intensificación del lirismo es mucho menos que un rasgo
privativo de las obras de Scorza. De hecho, de ser un criterio
crucial, quizás deberíamos considerar como
neoindigenista por excelencia una novela como Hombres de
maíz, de Miguel Ángel Asturias. En dicho caso
quizás sí se podría establecer una
conexión entre el lirismo y el pensamiento indígena,
dada la vastedad de mitos y leyendas que impregnan la novela. Pero
incluso en Los ríos profundos el énfasis
puesto sobre la lírica es más pronunciado que en
Redoble por Rancas. En la novela de Arguedas, «Cada piedra habla»
(146); el muro del
palacio de Huayna Capac hierve por todas sus líneas (144);
«La roca devuelve profundamente el grito
de los patos o la voz humana»
(149); «hay campanas que tocan a medianoche. A su canto
triste salen del agua toros de fuego, o de oro»
(155-56);
un coro de hombres reza con «voz de
moscardones»
(165); «La voz del
río aumenta, no ensordece, exalta»
(171-172); el
canto de los wak'rapucus sube a las cumbres «como un coro de toros encelados e
iracundos»
(185). Toda esta riqueza metafórica que
ciertamente hace sonar la novela de Arguedas se articula en
armonía con formas líricas y musicales de las
tradiciones andinas. A diferencia de lo que observábamos en
Redoble por Rancas, el resultado de semejante
experimentación es una narrativa que se esfuerza por
conciliar elementos andinos y occidentales en una misma
expresión. Es decir, una narrativa heterogénea.
En cuanto a la complejización y perfeccionamiento del arsenal técnico, tercera característica señalada por Tomás Escajadillo, es indudable que en Redoble por Rancas, obra que desde su primer capítulo hace alarde de literariedad, se trata de un rasgo fehaciente. Lo vemos incluso en aspectos estructurales, ya que en realidad se trata de una novela en la que se articulan dos tramas diferentes como si se enroscaran, apenas tocándose, en forma de hélice. Una que tiene por protagonista a Héctor Chacón, el Nictálope, quien emprende una lucha contra los abusos del terrateniente local. La otra, protagonizada por el cerco, tematiza una confiscación de tierras y una masacre en favor de una compañía multinacional. Semejante juego discursivo suscita un efecto de opacidad, el cual por momentos suspende la ilusión mimética para exigir la detención del lector en el plano de la escritura. Dicho efecto es sobremanera ornamental, por lo que dudoso sería fundarse en él para apoyar la tesis de las narrativas heterogéneas. Por el contrario, como el empleo de la perspectiva del realismo mágico y la intensificación del lirismo, en esta novela lo que el arsenal técnico suscita es un desequilibrio -si no una ruptura- de la heterogeneidad, en beneficio de una preocupación esteticista2.
Otro aspecto a
destacar en esta misma dirección es el empleo de la
focalización hiperrealista, la cual consiste en alterar el
orden jerárquico con que es percibida la realidad.
Sólo para ofrecer un ejemplo, cabe observar un momento del
capítulo primero, en el que la descripción de
Montenegro se aletarga sobre detalles minúsculos que
aparentemente carecen de motivación: «Mientras el pie izquierdo se demoraba en el aire
y el derecho oprimía el segundo de los tres escalones que
unen la plaza al sardinel, una moneda de bronce se deslizó
del bolsillo izquierdo del pantalón, rodó tintineando
y se detuvo en la primera grada»
(154). El efecto es
cinematográfico: logra capturar la escena desde la
perspectiva retardada de una cámara lenta, desplazando
así a un registro irónico el dramatismo del momento.
Demás estaría aclarar que la dilación del
relato mediante semejante recurso poco tiene que ver con el logro
de una narrativa heterogénea. Se trata de otro elemento que
exterioriza y deforma la caracterización del mundo andino,
ahora desde un punto de vista en extremo artificial.
Todavía en
el plano de la complejización cabe agregar dos aspectos
interdependientes: la intertextualidad y la parodia. Ambas se
advierten en la inclusión de epígrafes descriptivos
con los que se imita un rasgo de las narrativas del Siglo de Oro.
Algunos de éstos remiten nada menos que al Quijote,
dada su apelación directa al «desocupado lector»
(169). Parodia de
parodia, también mediante este recurso la obra de Manuel
Scorza reclama su artificialidad, ya que esa referencia
intertextual tan evidente no hace otra cosa que subrayar que este
texto es literatura.
Además de la estructura en hélice, el hiperrealismo, la parodia y la intertextualidad, cabría destacar aspectos concernientes ya al nivel narratológico, tales como el uso de analepsis y prolepsis o la presencia de múltiples voces narrativas. Pero basta con lo hasta aquí analizado para mostrar que se trata de recursos ajenos a las cosmovisiones indígenas, los cuales desproporcionadamente acentúan aquello que el indigenismo ya tiene y no puede prescindir del mundo occidental. Tornando más homogénea la literatura resultante, dichos recursos recaen sobre el plano escritural.
La última
característica destacada por Tomás Escajadillo es ya
de otro orden. En Redoble por Rancas, la tendencia a
dilatar el espacio representado no es menos evidente que las tres
características anteriores. Si bien la lucha protagonizada
por Héctor Chacón es contra un gamonal y se resuelve
en una región muy específica de los Andes, hay
también otra lucha, correspondiente a la segunda trama de
esta doble novela, emprendida contra una compañía
multinacional. Desde el paratexto advertimos un inusual esfuerzo
por dar cuenta de la veracidad de este referente. Sobre las siglas
«M. S.» se afirma que «Este
libro es una crónica exasperantemente real»
(149)
y que «Más que un novelista, el
autor es un testigo»
(149). También se alude a
grabaciones magnetofónicas y fotografías y
finalmente, a modo de epígrafe, se cita un recorte
periodístico presentando los ingresos anuales de la Cerro de
Pasco Corporation:
(151) |
Es cierto que hay aquí una intención de romper la visión insular de la vida indígena como si no tuviese conexiones más o menos orgánicas con el conjunto de la realidad nacional (Cornejo Polar 212). De cualquier modo, la ampliación del espacio puede ser otra nota distorsionante de las transformaciones reales de la problemática indígena, y asimismo cae fuera de la búsqueda de una expresión acorde al entreverado universo sociocultural de los países de población nativa. En efecto, el tema de la lucha contra la Cerro de Pasco Corporation introduce un conflicto cuyas dimensiones sobrepasan el ámbito de lo andino -e incluso de lo indígena-, por el cual la novela termina desviándose hacia una denuncia ecuménica, o bien, supranacional, contra los abusos del imperialismo capitalista. Es así cómo la amplitud del espacio representado acarrea también una atenuación de la heterogeneidad, desplazando a un primer plano aquello que Rodríguez-Luis interpretaba como el elemento aglutinante de las narrativas de este género. En síntesis: hay aquí un paso retrógrado hacia el aspecto de la denuncia política, ahora incluso más alienante, más dicotómico y maniqueo, que no tiende sino homogeneizar la problemática indígena dentro de un conflicto universal.
Dejando aparte la controversia terminológica, podemos ya aseverar que la novela de Manuel Scorza presenta en efecto los rasgos de una de las direcciones en que derivó el indigenismo. En la toma de tal dirección, el impulso crucial lo dio la enorme influencia de las narrativas latinoamericanas de repercusión internacional. Quizás esto no se debió sino a las aspiraciones de acceder a un público lector más masivo, ya familiarizado con las innovaciones implementadas por tales narrativas. El uso de la perspectiva del realismo mágico, la intensificación del lirismo, la complejización técnica y la ampliación del espacio representado; todas estas características prueban que hubo un intento de adecuar la cuestión indigenista a los nuevos códigos del relato impuestos por las obras del Boom de los años 60 y 70. Como efecto resultante del ajuste aparentemente formal, tuvo lugar un desequilibrio de la heterogeneidad que en su momento la crítica advirtió como el componente nuclear del proyecto indigenista. Ha sido el propósito de éste trabajo mostrar una de las tendencias hacia las que se extendió una corriente literaria. Otra tendencia, quizás formalmente aun más alejada de los primeros modelos, giró en cambio hacia el género testimonio: el colapso de la categoría de autor y su reemplazo por la de un editor cuyo control no supera al del informante3 permitieron en cambio, en esta segunda dirección, conservar la heterogeneidad.
- Aldaz, Anna-Marie. The Past of the Future. The Novelistic Cycle of Manuel Scorza. New York: Peter Lang, 1990.
- Arguedas, José María. Los ríos profundos. Ed. Ricardo González Vigil. Madrid: Cátedra, 1998.
- Cornejo Polar, Antonio. La novela peruana. Lima: Horizonte, 1989.
- Correa Camiroaga, José. «Redoble por Rancas ¿epopeya latinoamericana?». Actas del Simposio Internacional de Estudios Hispánicos. Budapest: Akad. Kiado, 1978. 509-515.
- Gras, Dunia. «Introducción». Redoble por Rancas. Madrid: Cátedra, 2002. 13-143.
- Hernández, Consuelo J. «Crónica, historiografía e imaginación en las novelas de Scorza». Beyond Indigenous Voices. Ed. Mary H. Preuss. Lancaster: Labyrinthos, 1996. 143-149.
- Mariátegui, José Carlos. 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana. Eds. Aníbal Quijano y Elizabeth Garrels. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1979.
- Puente-Baldoceda, Blas. «La narrativa neoindigenista en el Perú». Beyond Indigenous Voices. Ed. Mary H. Preuss. Lancaster: Labyrinthos, 1996. 157-166.
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- Rodríguez-Luis, Julio. Hermenéutica y praxis del indigenismo. La novela indigenista, de Clorinda Matto a José María Arguedas. México: Fondo de Cultura Económica, 1980.
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