Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

Reelaboración de la imagen de Miguel Hernández

Juan Cano Ballesta

Echando una mirada a los remotos años sesenta, en que los estudios sociológicos y las encuestas de opinión no tenían el visto bueno del régimen franquista y algunas de estas encuestas hasta estaban expresamente prohibidas -por ejemplo, durante años nadie podía publicar un estudio sociológico sobre la religiosidad y el cumplimiento dominical de los españoles-, resultaría asombroso y muy revelador poder disponer hoy de un estudio sobre lo que se conocía y pensaba en la sociedad española de la figura del poeta de Orihuela. Se había diluido en el olvido la primitiva imagen, que él mismo había alimentado, del poeta pastor de cabras, el rústico campesino que pisaba con sus rudas esparteñas el asfalto de Madrid1. Si recurrimos a experiencias personales de los años cincuenta y sesenta, recordamos que la poesía y personalidad del poeta de Orihuela eran un tabú en la prensa y en los medios oficiales. En el colegio religioso donde yo hice los estudios secundarios no se nombraba a Miguel Hernández en las clases de historia literaria. Esto no es de extrañar ya que también se pasaba por alto a destacadísimas figuras de las letras españolas como los novelistas Benito Pérez Galdós o Pío Baroja, a los que se les colgaba el sambenito de escépticos, anticlericales y ateos.

Por aquellos años, la única obra de Miguel Hernández que había tenido difusión entre cierto público era El rayo que no cesa, editado por Espasa-Calpe en su popular Colección Austral en 1949 -diez años después de terminada la guerra-. Notemos que tuvieron que pasar otros diez años para que Espasa-Calpe lanzara la segunda edición -en México en 1959-, pues aunque el libro circulaba con cierta tolerancia no era fácil el acceso al mismo, no era expuesto en los escaparates de las librerías, ni estaba permitido cualquier tipo de promoción. Miguel Hernández se convertía así, para los jóvenes estudiantes y demás lectores españoles a los que les llegaba, en el poeta de los sonetos amorosos. Otras facetas de su figura permanecían oscurecidas e ignoradas, aunque el público quedaba impresionado y fascinado por estos poemas, destello de verdadera pasión amorosa y de auténtica poesía.

En 1960, en el cincuenta aniversario del nacimiento del poeta, cuando ciertos sectores ajenos al régimen trataban de organizar actos conmemorativos, la censura también hizo ímprobos esfuerzos por ocultar al lector español la faceta política del poeta de Orihuela. La editorial Losada de Buenos Aires solicita autorización para importar doscientos ejemplares de su antología de Miguel Hernández2 y recuerda a los funcionarios de la censura que se estaban haciendo exposiciones de grabados sobre el poeta y que la revista Ínsula -núm. 168, 1960- dedicaba sus primeras páginas al mismo con motivo de esta celebración. Un censor, para apoyar su veredicto, informaba que bastaría con suprimir el poema «Vientos del pueblo» y alguna que otra frase contraria al régimen para poder autorizar la importación, pero que al no poderse hacer tachaduras en un libro ya impreso se veía forzado a negar la autorización3, lo que dice lamentar. Otros varios informes llaman la atención sobre textos de la prologuista María de Gracia Ifach, de la que el censor transcribe, entre otras, esta sentencia para él inaceptable:

«Romances, canciones y coplas en su trasparente desnudez, van marcando la trayectoria anímica del poeta encarcelado y vejado tantas veces, que se rebela contra tanta injusticia inútilmente: "¿Qué hice para que pusieran / a mi vida tanta cárcel?"».


Otras veces el censor copia abundantes versos del poeta que herían la sensibilidad de los funcionarios del régimen y que suscitaban la condena. Cita, por ejemplo, entre otros, los siguientes de «Vientos del pueblo me llevan»:

«¿Quien habló de echar un yugo

sobre el cuello de esta raza?

¿Quién ha puesto al huracán

jamás ni yugos ni trabas?

[...]

yugos os quieren poner

gentes de la hierba mala,

yugos que habéis de dejar

rotos sobre sus espaldas.

Crepúsculo de los bueyes

está despuntando el alba».


O estos de la «Elegía primera (A Federico García Lorca, poeta)»:

«Caiga tu alegre sangre de granado,

como un derramamiento de martillos feroces,

sobre quien te detuvo mortalmente.

Salibazos y hoces

caigan sobre la mancha de su frente».



Cita también otros pasajes como aquellos versos de la «Canción del esposo-soldado»:

«Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado,

envuelto en un clamor de victoria y guitarras»4.



La censura se cuidaba, pues, celosamente de impedir que el amplio público de lectores conociera cómo era verdaderamente la poesía de Miguel Hernández y quién era este poeta, y qué escribía y qué pensaba. A pesar de las protestas de autores y editores, la censura permitía como máximo una imagen manipulada e incompleta del poeta. Ocultaba la entrega, la valentía y el coraje con que Miguel Hernández luchó generosamente por sus convicciones humanas y políticas y la valiosísima obra poética y periodística que, como testimonio de ello, salió de su pluma en los trágicos años de la guerra.

Esta política de ocultación y distorsión de la imagen del poeta que llevaba a cabo la censura había presidido las labores editoriales y de la prensa en las décadas anteriores. Así venía ocurriendo desde la Obra escogida de Miguel Hernández (1952)5, en que Arturo del Hoyo, autor del prólogo, presenta esta amplia selección como «documento vital de un gran poeta». Se critica Perito en lunas y se valora altamente la poesía amorosa. En breves líneas sobre Viento del pueblo, se exalta su «españolismo inconfundible» y se comentan versos sueltos poco comprometidos de la «Elegía primera (A Federico García Lorca, poeta)», pero esta no es incluida en el volumen. Este sólo contiene dos poemas de Viento del pueblo y nueve -menos de la mitad- de El hombre acecha. Se exalta la vigencia humana de la obra hernandiana sin aportar datos referentes al trágico momento histórico en que fue escrita. Ni siquiera las «Nanas de la cebolla» se sitúan en su pleno contexto histórico de la cárcel y el hambre. La imagen del admirado poeta, queda manipulada y recortada bajo la inexorable presión de la censura.

Pero esta selección de Arturo del Hoyo provocó un mayor interés por la obra hernandiana. En 1955, Juan Guerrero Zamora, el primero que lograba superar los rigores de la censura tras largos años y a costa de numerosas concesiones, publicó su libro Miguel Hernández, poeta6. La imagen que nos da esta obra del poeta resulta tergiversada en ciertos aspectos y ajustada a la ideología del régimen. El autor nos cuenta lo difícil que entonces resultaba el acceso a la obra hernandiana y reconoce que «Miguel era, para unos pocos, una promesa, para los más, un extraño». Pero es en el «Prólogo segundo» donde se revela el misterioso impacto de la censura en los destinos del libro. Reconoce que este, escrito en 1951, quedaba sin ver la luz pública por no ser el momento oportuno7 y confiesa que se resistió a publicarlo en América porque es en España donde el libro cobra su plena significación, porque él quiere «integrar a la historia de nuestra patria un poeta que le pertenece» (pág. 13), quiere demostrar que Miguel Hernández «es de España». Dentro de una retórica que tiene todo el sabor y los tópicos del régimen, propone la publicación de este libro como gesto de integración y conquista de los excluidos y silenciados. Para él, Miguel Hernández es el joven inocente y el muchacho ingenuo -y, por lo visto, inmaduro- seducido en su orientación política por la nefasta influencia de Neruda, Alberti y otros, a los que considera sus «secuestradores morales» (pág. 14), El libro contiene, por lo demás, abundante información, entonces novedosa, sobre el poeta, su infancia y adolescencia, sobre el ambiente oriolano, el horno de los Fenoll, su amigo Ramón Sijé, su poesía religiosa, el auto y otras obras de teatro, sus amores y sus sonetos, prisiones, pena de muerte, sentencia revisada, enfermedad y muerte del poeta. Miguel es juzgado con simpatía, pero desde la perspectiva del régimen. El autor habla de la influencia de Neruda sobre Miguel, «que para el poeta fue tan desgraciada, pues provocó su error político», lo que repite otras veces8. Nos da un somero repaso de sus obras de guerra, pero con frecuentes interpretaciones tendenciosas. No se puede negar que Juan Guerrero escribe desde la simpatía y admiración por el poeta de Orihuela, aunque devalúa sus juicios, a los que atribuye ingenuidad e inmadurez, o les da forzadamente cierto sentido patriótico y cristiano, tal vez para ganarse a los censores9. El volumen, que reproduce muchos poemas, es también casi una verdadera antología comentada con abundantes valoraciones, generalmente acertadas, aunque omitiendo siempre los textos más políticos de la poesía de guerra.

La imagen del poeta que diseña Juan Guerrero Zamora da alto valor a la poesía amorosa de El rayo que no cesa o de los últimos años -sobre el amor, la esposa, el hijo o la unión de los cuerpos como acontecimiento cósmico- y minusvalora la poesía comprometida y de guerra, a la que se ataca, de modo chocante, no por sus desacuerdos ideológicos sino por las deficiencias estéticas que descubre. Así se dice que Viento del pueblo adolece de vulgarismo y de «lamentable facilismo» y se constatan otros fallos (págs. 275-279). Se nos da, pues, una imagen recortada y parcialmente falsificada, en todo caso incompleta.

Muy diferente es la imagen que nos transmite el excelente libro de Concha Zardoya10. Es una imagen mucho más fiel y completa, y resulta en aquel momento muy reveladora, ya que surge de un amplio contacto con Josefina Manresa, viuda del poeta, y de visitas y encuentros con conocidos y amigos, y de una actitud libre de las presiones de la censura. Con ello nos ofrece lo que era en aquel momento la mejor biografía hernandiana, en el parecer de Dario Puccini. Nos presenta al escritor en su ambiente rural y campesino, nos informa de sus escasos estudios, de sus amigos -en Orihuela y en Madrid- y del paisaje campestre en que vive su juventud. Empezada la guerra, Zardoya aporta una serie de datos hasta entonces desconocidos sobre las actividades y viajes de Miguel en el frente y en la retaguardia, aunque también a veces se le deslice algún detalle erróneo11. Estudia los libros de poesía de guerra, entonces casi desconocidos, y aporta datos muy valiosos sobre las varias prisiones que sufre el poeta, su enfermedad y su muerte en la cárcel de Alicante el 28 de marzo de 1942. Lamentablemente, esta obra fue conocida en España sólo por círculos intelectuales limitadísimos, por lo que no fue mucho su impacto en la opinión pública.

Algo, en ciertos aspectos parecido, ocurrió con el libro Miguel Hernández, destino y poesía, del distinguido poeta y escritor paraguayo Elvio Romero12. Se trata de una biografía novelada o «de estilo periodístico» como dice Puccini, en que la vena del narrador fluye imaginativa y libremente en torno a la azarosa vida del poeta. Largos párrafos interpretan de modo minucioso versos del poeta que revelan sus emociones o sus estados de ánimo. El autor expone en una prosa fluida y de lectura agradable los hechos principales de la existencia del poeta, conocidos a través del estudio de Concha Zardoya. La obra se mantiene en la vaguedad aportando escasas novedades informativas y sin dar fechas ni datos precisos, pero logra amplia divulgación en el mundo latinoamericano y del exilio español, y mucho menor en España dadas las trabas de la censura.

La poesía de Miguel Hernández, de Juan Cano Ballesta13, «estudia -en palabras de Puccini- la expresividad fónica y rítmica, las objetividades representadas, las imágenes, los símbolos y el fenómeno visionario, y la estructura interna de la poesía hernandiana, logrando interesantes análisis y descubrimientos»14. El autor añade nuevos datos a la biografía del poeta, da a conocer algunos documentos y cartas desconocidas, publica los títulos de las octavas de Perito en lunas -lo que permite la interpretación correcta de las mismas- y ofrece nuevos datos sobre la relación de Miguel con sus amigos de Orihuela y, en especial, con Ramón Sijé. El volumen incluye varias páginas desconocidas por los editores de las Obras completas de Losada, prueba que el primer viaje del poeta a Madrid se extiende hasta mayo de 1932 con un azaroso viaje de vuelta, y estudia el mundo poético hernandiano, que revela su honda problemática existencial. Cano Ballesta utiliza los métodos de investigación filológica de la escuela estilística de Dámaso Alonso y Carlos Bousoño y los aplica al análisis de toda su poesía, incluso los poemas de guerra. Es un estudio que nace en el ambiente universitario y que halla excelente acogida en el mismo. Con él logra mayor difusión la poesía de Miguel Hernández, hasta entonces parcialmente silenciada en España, entre las nuevas generaciones estudiantiles. Entre los mayores, la obra de Miguel Hernández sonaba todavía en el recuerdo y en los versos de poetas como Rafael Morales -Sonetos del toro-, Eugenio de Nora -el motivo de la sangre y el amor como acontecimiento cósmico-, Victoriano Crémer -con las metáforas del cuchillo, del toro y del vientre-, Armando Rojo León, Vicente Gaos, Concha Zardoya, José Suárez Carreño y Leopoldo de Luis, entre otros. El libro de Cano Ballesta aparece en un momento en que aires de renovación soplaban por las oficinas de la censura o nuevos funcionarios imponían una actitud menos severa. El editor de Gredos, Hipólito Escolar, me llegó a decir -recordemos que todavía existía la censura previa-: «si presentamos el libro a la censura unos meses antes, hubieras tenido que sustituir la expresión la guerra civil española por la gloriosa cruzada o el glorioso movimiento».

Tiene una importancia especial por su enfoque crítico y por la difusión que logra el libro Miguel Hernández, vita e poesía, de Dario Puccini, aparecido en italiano en 196615. El profesor italiano analiza la amplia investigación y las publicaciones aparecidas hasta aquel momento sobre la personalidad y la obra del poeta. Presta especial atención a El rayo que no cesa, que valora como su primera gran obra de auténtica originalidad, y estudia las varias versiones y títulos que van recibiendo sus sonetos -La imagen de tu huella y El silbo vulnerado-. Señala cómo en algunos versos se deja vislumbrar la crisis religiosa por que está atravesando el poeta y cómo se percibe el repunte de su concepción materialista del mundo en el último terceto del soneto «Una querencia tengo por tu acento». El otro gran tema que estudia Puccini es la poesía de la guerra civil, que es presentada en su plena vigencia de compromiso político y que con ello logra amplia divulgación entre numerosos círculos de lectores en Europa y América. El poeta quiere situarse en medio del pueblo en guerra y Dario Puccini sabe poner de relieve esta fuerza combativa de sus poemas, sean cantos épicos, versos imprecatorios o elegías. En algún poema, como el conmovedor «El niño yuntero», el discurso descriptivo se ve roto «por la intrusión del yo autobiográfico del poeta» en aquel verso: «Me duele este niño hambriento / como una grandiosa espina» (pág. 81). El crítico sabe señalar ecos de las canciones de gesta o del romancero, las huellas de la poesía clásica o el lenguaje plebeyo de la calle, y llega a la conclusión de que la guerra «fue la experiencia central, por no decir decisiva, del mundo poético y humano de Miguel Hernández» (pág. 103). Dario Puccini logra ofrecernos un verdadero retrato y una imagen profundizada del poeta de Orihuela a lo largo de su trayectoria de poeta pastor a poeta soldado, que acaba víctima de la represión en las cárceles del franquismo. Con este libro la imagen del poeta se ha completado en sus líneas más importantes.

Después de estos estudios, que podríamos considerar pioneros en la investigación hernandiana, se han ido publicando en las últimas décadas, sobre todo en torno al cincuentenario de la muerte del poeta, numerosos estudios: biografías, análisis de obras, volúmenes de investigación, la edición de la Obra completa llevada a cabo por Agustín Sánchez Vidal, José Carlos Rovira y Carmen Alemany Bay, escritos testimoniales, de contactos y experiencias personales, de divulgación, etc. Todos ayudan a definir la silueta y los perfiles más relevantes del poeta.

De todas estas valiosas contribuciones, considero imprescindible destacar un par de aspectos. Agustín Sánchez Vidal, siguiendo pistas señaladas por Ramón Pérez Álvarez, ha señalado el papel que juega en la gran crisis y metamorfosis del poeta su inserción «en la estética de la escuela de Vallecas»16. Desde fines de 1934, a través de su compañero de pensión Francisco Díe, Miguel conoce a artistas como Alberto Sánchez o Benjamín Palencia y, posteriormente, a Maruja Mallo. En su compañía, recupera su admiración por la sobriedad y sencillez del mundo rústico y de las tierras y campos castellanos. Sánchez Vidal señala cómo el tema del barro que trata Miguel -«Me llamo barro aunque Miguel me llame»-, la exaltación de los labradores y segadores -que el poeta hace en El labrador de más aire-, ciertos motivos de El rayo que no cesa -como el toro, el rayo, «la terca estalactita» o «los afilados cuchillos»-, son motivos en que coincide con Benjamín Palencia o Alberto Sánchez (pág. 140). La sintonización con el grupo se confirma en la carta que escribe Miguel Hernández a Benjamín Palencia en diciembre de 1934: «Estoy acabando de terminar un libro lírico, El silbo vulnerado [...] un libro como tú me pedías, de pájaros, corderos, piedras, cardos, aires y almendros»17. Sus amigos de la Escuela de Vallecas le enseñan a valorar de nuevo y apreciar como categoría estética la realidad rústica de la tierra y el paisaje rural, precisamente la misma en que él había abierto sus ojos a la vida y a la poesía. En 1934, cuando se movía en la órbita de Ramón Sijé y permanecía fiel al catolicismo conservador, Miguel veía en las tierras castellanas un paisaje impregnado de simbolismo religioso y eucarístico, en que los trigales y viñedos eran el pan y el vino de la eucaristía, como vemos en el poema «La morada - amarilla» -«Apunta Dios, la espiga, en el sembrado, / florece Dios, la vid, la flor del vino»-, ahora, en el verano de 1935, ya sabe apreciar el campo en sí mismo, sin lanzarse a evasiones teológicas, y lo que descubre es mucha pobreza, mucha necesidad y una gran belleza en los más simples objetos del campo. Su contacto con la cruda realidad castellana, que él descubre en sus viajes con las Misiones Pedagógicas y en el nuevo círculo de amigos, es lo que lo aleja del mundo conservador y clerical oriolano y de Ramón Sijé, y lo acerca a una conciencia social y reformista. No es -o no es sólo- el contagio ideológico de Alberti o de Neruda, sino el trato directo con obreros, campesinos y jornaleros lo que produjo aquel vuelco político que revelan y confirman algunas prosas18.

El poeta empieza a pensar en términos laicos y a cantar su propia liberación y el encuentro consigo mismo en su mejor poema revolucionario, «Sonreídme»: «Me libré de los templos: sonreídme / [...] Salté al monte de donde procedo, / a las viñas donde halla tanta hermana mi sangre»19. Sus amigos de la Escuela de Vallecas le han ayudado a dar este salto de gigante, a valorar la autenticidad de su mundo rústico y descubrirse a sí mismo con sus ansias de libertad y su solidaridad con los más oprimidos y al mismo tiempo a descubrir la injusticia social y «la vida trágica del campesino». Con ello estamos llegando a vislumbrar la verdadera imagen del poeta de Orihuela, sus perfiles más auténticos, su retrato completo, lo que él quiso ser como hombre y como poeta.

Durante los años sesenta y setenta, la figura y la imagen de Miguel Hernández crece y se agiganta ante un público lector cada vez más informado, más simpatizante y más amplio. Su voz y su poesía van ganando prestigio y suscitan no sólo respeto, sino también admiración y culto. El poeta silenciado durante décadas alcanza el esplendor del mito y se convierte en bandera de la oposición al franquismo. En la obra de los poetas sociales los nombres de Antonio Machado, Miguel Hernández o Rafael Alberti se llegaron a convertir en símbolos de la lucha por la libertad, por eso se alude a ellos discretamente, para evadir la censura, pero de modo que el mensaje resulte claro y transparente. Por poner un ejemplo: Carlos Sahagún escribe un poema que me despertó gran curiosidad y sorpresa. Se titula «El preso» -no dice quién es-, lo dedica «A la memoria de M. H.», sin escribir el nombre completo para no alertar a la censura, y antepone el célebre verso de Quevedo: «Diéronle muerte y cárcel las Españas», con lo que inequívocamente se alude al poeta muerto en la cárcel de Alicante para suscitar la indignación y denuncia de los lectores. Miguel, junto con Federico García Lorca, es recordado como víctima de la dictadura, héroe y símbolo de la lucha por la libertad y la democracia. Joan Manuel Serrat y Paco Ibáñez, entre otros muchos, lo difunden y divulgan su nombre entre la gente joven y entre las masas descontentas con el régimen, y estas canciones se extienden por todo el mundo de habla hispana y por numerosos escenarios internacionales.

Durante los años setenta, Miguel Hernández se ha ido convirtiendo para las nuevas generaciones en un mito reconocido por todos como figura singular de las letras españolas y como héroe y símbolo de la lucha por la libertad y por la democracia. Hoy se le considera, junto con Federico García Lorca, una de las grandes víctimas de la represión franquista. Pero Miguel Hernández es y debe ser el poeta de todos, un poeta universal, de todos los que lo leen y disfrutan con su teatro, con su prosa y con su extraordinaria poesía.