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Relecturas en la Embajada de Chile (Madrid, 1936-1937). «Rosa Krüger» de Rafael Sánchez Mazas

Blanca Ripoll Sintes


P. Serra Húnter - Universitat de Barcelona



Obra incompleta, de estructura «en sarta» al modo de los antiguos romances, que ofrece al lector contemporáneo numerosas versiones, actualizaciones y reescrituras de lecturas y mitos que demuestran la enorme cultura del escritor, gran conocedor de la literatura española e italiana. Este capítulo tratará de tirar del hilo para ir desmadejando el ovillo de influencias y modelos que Sánchez Mazas, al lado del fuego, desgranó como Sharazad para distraer a la concurrencia de las tragedias que ocurrían más allá de las paredes de la Embajada. Concretamente, centraremos nuestro trabajo en una particular versión del mito clásico de Amor y Psyque, reconvertido en la «historia del caballero de Nápoles».

La editorial madrileña Trieste publicó Rosa Krüger por primera vez en 1984, en el seno de la Biblioteca de Autores Españoles dirigida por Andrés Trapiello y Valentín Zapatero. Salió posteriormente a la muerte del escritor, como novela incompleta (faltan 8 capítulos, desde el 205 hasta el 212, ambos incluidos), y con dos índices posibles que barajaba Sánchez Mazas para editar la novela. El escritor subdividió el relato en 283 capítulos, de forma y tamaño desiguales, probablemente hechos en función de las necesidades narrativas del momento, y agrupados en torno a nueve secciones, de las cuales cuatro tienen a modo de título el nombre de cuatro de las nueve musas (Clío, Calíope, Polimnia y Talía). Las cinco últimas secciones carecen de marbete y, si bien todo parece indicar que seguirían con las cinco musas restantes (Erato, Euterpe, Melpómene, Terpsícore y Urania), los editores no se atrevieron a completar la secuencia, con el ánimo de respetar la voluntad del autor al respecto.

Sin embargo, esta novela fue escrita mucho antes: entre 1937 y 1938. Sánchez Mazas apenas publicó tres o cuatro capítulos sueltos en revistas de la época y nunca consideró de forma seria la posibilidad de editarla en formato libro. Su mujer, Liliana Ferlosio, decidió publicarla tras su muerte, pero respetando el texto que había dejado su marido -incompleto y corregido varias veces- como novela final1.

Asistamos ahora al curioso proceso de formación íntima de esta obra literaria.

Encerrados en la Embajada de Chile, en el Madrid republicano de 1937, Rafael Sánchez Mazas y un grupo de personajes significadamente afines al bando sublevado -falangistas en su mayoría, como recuerda Ignasi Agustí en sus memorias (1974: 358-359)- buscan el modo de pasar las horas muertas y probablemente angustiosas. La palabra, el relato oral, aparece en las salas ocupadas de la Embajada como la mejor forma de divertimiento y Sánchez Mazas se erige en el máximo representante del antiguo arte de narrar, de contar historias, para entretener a sus compañeros, para hacer que se evadan de los problemas presentes y para hacerles pasar, sencillamente, un buen rato.

De la misma manera que, cogiendo las cerezas de un cesto van saliendo los pares enlazados en un largo collar, Sánchez Mazas desgrana historias, unidas todas ellas a un mismo tronco vertebrador de lo que acabaría por constituirse en la novela Rosa Krüger. La historia que funciona como eje axial del relato consiste en la autobiografía ficticia, a modo de novela de aprendizaje, de viaje iniciático, narrada en primera persona por la voz de su protagonista, Teodoro Castells, a un compañero de viaje, en una posada de los Alpes. Insertas en el relato de su propia vida, nos transmite también Castells, a su vez, pequeñas historias (leyendas, sucesos, rumores, otras pequeñas biografías...) narradas ora por el mismo protagonista, ora por otros personajes secundarios.

El arte de narrar, la capacidad -o más bien, la excelencia- de contar historias es, entonces, el motor que da origen a la historia principal, pero no sólo eso: es la cualidad más importante que separa a los personajes positivos de los negativos (el gusto por las historias, el paladeo del relato oral, distingue, por poner un ejemplo, a la primera esposa de Castells, Ÿngela Clemente -que aborrecía los cuentos- de la segunda, Rosa Krüger -quien va a pedirle a Teodoro como promesa nupcial que se pase la vida explicándole historias-). A un nivel extratextual, fue esa misma necesidad de contar, de entretener y de oír, la que motivó el nacimiento de la novela en sí misma. El arte de contar es, pues, el discurso y el relato de esta gran fábula.

El recurso narrativo de intercalar historias en una suprahistoria principal es heredero directo de todas las tradiciones orales de relato breve existentes en el mundo: desde la tradición oriental de la Sharazad en Las mil y una noches -actualizada en Europa por don Juan Manuel, Bocaccio et. al.-, hasta ciertos libros del Antiguo Testamento bíblico, todos estos relatos nos remiten a lo que antropológicamente podríamos definir como un mecanismo propio del ser humano que se comunica, para mantener vivo el interés del público receptor. El mismo mecanismo utilizado por los juglares en las plazas de la Romania medieval, para encandilar a los labriegos, artesanos y comerciantes que, embobados, soltarían quizá alguna que otra moneda. El mismo mecanismo que abuelos y padres han utilizado para adormecer a sus hijos y nietos, y no sólo eso: un mecanismo también de aprendizaje, de transmisión de sabiduría popular y conocimientos ancestrales que, para que se asentaran en las mentes de sus descendientes, debían ser amenos y entretenidos. Un sistema de enlazamiento de historias del cual se burló genialmente don Miguel de Cervantes en la mejor historia de caballeros andantes. Un modo de desgranar cuentos que sirvió, en la Embajada de Chile, para que los falangistas allí encerrados se olvidaran por un momento, cada tarde, de sus problemas y disfrutaran juntos de una historia cuyos ideales de base son algunos de los que, a nivel ético-estético, defendía la Falange en aquellos momentos: la pureza, el amor ideal, el esfuerzo, la austeridad, etc.

Una novela que resume todo eso daría para escribir páginas y páginas. Aquí, hoy, debemos centrarnos en un aspecto de la misma: el mito y la versión que de él pudo hacer Sánchez Mazas en esta novela.

Escritor culto, familiarizado con la literatura clásica latina y con la italiana de todos los tiempos, Sánchez Mazas echó mano de su bagaje cultural para ir insertando pequeñas historias, leyendas, romances, mitos, en la suprahistoria de la búsqueda de Teodoro Castells de su amor ideal, Rosa Krüger -un amor de niñez, puro y limpio-. Sin embargo, todo ese bagaje aparece en la novela filtrado, fundido, en una gran nebulosa de historias paneuropeas, que rebasan las fronteras nacionales, temporales y espaciales. Casi como si Sánchez Mazas hubiera mezclado todo su material narrativo, fabulador, en una gran coctelera, y de la misma hubiera ido sacando, uno por uno, relatos con raíces procedentes de distintas culturas, distintas leyendas y distintos mitos.

La versión del mito que ocupa nuestro breve trabajo, el clásico ovidiano de Amor y Psyque, se desarrolla en el capítulo nueve, al principio de la novela, un capítulo especialmente extenso, que transcurre a lo largo de doce páginas (de la 25 a la 37 de la novela). El narrador, Teodoro Castells, está rememorando su infancia y primera juventud en la posada familiar del Port de la Bonaigua (en el Pirineo leridano), un lugar de encuentro y de paso de multitud de viajeros, con noticias e historias increíbles de lugares lejanos. Entre ellos, empezó a destacar como narrador excelente Pepet el «porronaire» -en catalán, «bebedor de porrón»- quien deleitaba a toda la concurrencia al lado del fuego -elemento también indispensable para que se dé una buena historia- con su increíble capacidad de dramatizar en el momento oportuno, mantener la tensión en vilo, relajar el ambiente con un chascarrillo adecuado y terminar la historia con un aire de misterio tal que lograba ser siempre el fabulador más solicitado. Una de las historias más espeluznantes y exitosas de Pepet el «porronaire», recuerda Castells, aparece bajo el epígrafe de «Los relatos del mar», si bien, curiosamente, el relato está localizado en la ciudad de Lleida.

Pepet, como buen orador, empieza con un pacto de complicidad para con su público: «Es asunto, sí, que se quiere tener muy secreto, pero desde hace meses, y aun años, vengo yo descubriéndolo todo, casi desde que yo era pequeño, y así os traigo esta noche mucho que contar». (Sánchez Mazas 1984: 25)Este «mucho que contar» va a consistir en una combinación de leyenda romántica, cuento decadentista, con toques del mito clásico de Amor y Psyque y del de Pygmalion, que Pepet titula como la historia del «cavaller de Nàpols». Este caballero, Francesc Lluch y Minguella, que nos describe el narrador como un dandy finisecular, está rodeado de un aura de misterio que nos lo acerca a figuras como el Dr. Faustus de Goethe:

[...] era un hombre muy bien vestido, ¡caray!, siempre de frac, levitas, buen sombrero de tubo, bastón, la flor en la solapa, guantes blancos, corbatas vistosas, bota de charol, cadena y reloj de oro, anillos muy buenos. Se dejaba una barbeta negra de franchute y bigotes para arriba, en punta. Era tieso, flaco, hacía muchas ceremonias, usaba aguas de olor. Era raro ¡eh!, ¡vaya!, no es por decir, era raro aquél y siempre iba muy solo. Subió en globo una vez, desde el mismo Lérida y cayó sin hacerse daño, tuvo suerte, en Arenys de Mar. Hacía viajes largos y no decía dónde iba, aunque se cree que a París y Barcelona. Gastaba, tenía coche, leía muchos libros malos de brujas, demonios, espíritus y cosas así [...].


(Sánchez Mazas 1984: 26)                


Como no podía ser de otro modo, vive en una torre, alejado del resto de vecinos y habitantes de la ciudad, cuya curiosidad no va sino en aumento y llega a límites insospechados cuando el caballero de Nápoles aparece en Lleida con una cantante de ópera espectacular colgada del brazo. Una mujer hermosísima y tan excéntrica como su amante:

Era rara, tan rara como él y en el jardín le llevaba de comer a hormigas, a escarabajos y alacranes. Lloraba por nada y cantaba, tocando el arpa, a la orilla del estanque, bajo los sauces llorones para entretener a los cisnes. Solía andar con todo el pelo suelto, en tirabuzones, como una niña y hacía mucha caridad por mano de una doncella de confianza pues no podía ver una desgracia. Pero tampoco puso nunca jamás el pie en la iglesia. Un padre jesuita la quiso ver pero ella no le recibió.


(Sánchez Mazas 1984: 27)                


Pepet nos presenta, de este modo, a dos personajes que habitan los límites entre dos mundos: el caballero, hombre real pero aficionado a las ciencias ocultas; y la dama, también real, pero cuya sensibilidad extrema parece situarla en comunión panteísta con el mundo natural. La desaparición de la hermosa cantante levanta polvareda en la ciudad y los rumores crecen: ¿un asesinato?, ¿un sortilegio? Sin embargo, nada puede parar el afán investigador de nuestro «porronaire» particular -«Yo he querido averiguarlo todo, porque me gusta puntualizar los hechos, sustanciar lo ocurrido, saber a qué atenerme y que todos estemos bien seguros del caso» (Sánchez Mazas 1984: 27)-. Pepet, a través de varios filtros no exentos de ironía cervantina (un zapatero, a quien se lo contó su mujer, a quien, a su vez, se lo explicó un hermano, el señor Cucufat…), va a poder acumular el material necesario para proseguir con su narración. Y aquí empieza el lector a descubrir en la historia hilos de procedencias muy diversas: elementos simbólicos, míticos, que se entremezclan en el gran tapiz literario que es Rosa Krüger.

En primer lugar, un elemento común a muchas culturas y que podríamos situar en un sustrato mítico de tipo antropológico: el caballero y su dama no pueden verse nunca a la luz del sol y deben encontrarse a oscuras. Este aspecto nos hace recordar multitud de leyendas populares sobre el sol y la luna, y la imposibilidad de que los amantes puedan llegar a consumar su amor, aunque en este caso, los dos enamorados sí pueden amarse, aunque deben estar completamente a oscuras. Si tenemos en cuenta no sólo el ideario falangista, sino toda la tradición occidental desde su raíz platónica, la oscuridad mantendrá un carácter marcadamente negativo, mientras que la luz ocupará el polo positivo. Una oscuridad que nos lleva a pensar en las ciencias ocultas que practica el caballero y en un posible pacto con el demonio, rey de las fuerzas oscuras.

En segundo lugar, el nombre de la hermosa dama es Eulalia, de evidente tinte finisecular, de dama prerrafaelita; recordemos la trágica protagonista del cuento de Valle-Inclán, «Eulalia», publicado entre agosto y septiembre de 1902 en Los Lunes del Imparcial2, bella Ofelia gallega que se suicida en un río ante la imposibilidad de su amor y que comparte una larga cabellera rizada con la protagonista del relato de Sánchez Mazas. Tanto la ambientación como los motivos presentes en el relato insertado en Rosa Krüger revelan una doble fuente literaria que va desde las leyendas románticas de Gustavo Adolfo Bécquer –con mujeres fantasmales, que, de noche, enamoran perdidamente a caballeros- hasta las damas modernistas como el ejemplo valleinclaniano que acabamos de citar. En la descripción de la dama antes mencionada, elementos como el sauce, el arpa y los cisnes nos llevan directamente a la estética modernista. A continuación, el relato nos revela una de las claves del amor prohibido entre ambos personajes: son hermanos, se enamoraron antes de saberse parientes y a partir de esa revelación y no pudiendo controlar su amor-pasión, se aman a escondidas incluso de sí mismos, completamente a oscuras. El caballero insiste en que si se ven «sucederán terribles desgracias y acaso los dos moriremos» (Sánchez Mazas 1984: 29).

Pero sigamos con la historia. Ya desde la tradición bíblica y la clásica greco-latina, las mujeres ostentamos el magnífico pecado de la curiosidad, una curiosidad, desde Pandora a Eva, normalmente destructiva. Lo corrobora Sánchez Mazas:

Ella, la dama Eulalia, oyéndole decir a él aquellas palabras terribles, resiste y resiste unos días, pero le quita el sueño aquel deseo y la mujer, pues ya se sabe, con mucho resiste y resiste, cuando quiere un gusto, cuando quiere un gusto pues tiene aquel gusto aunque la maten.


(Sánchez Mazas 1984: 29-30)                


Y a continuación, Pepet inserta en su historia leridana la versión del mito clásico de Amor y Psyque: la curiosa Eulalia no puede resistir la tentación y, una noche, con un candelabro de oro, se acerca sigilosamente al lecho de su amante y hermano Francesc, cuyo cuerpo dorado refulge en la oscuridad de la noche (cuestión que nos lleva a pensar nuevamente en las referencias al sol y a la luna -el cuerpo de la dama Eulalia es nacarado, blanco, transparente, como hecho de luz de luna-). Si lo referido terminara aquí, nada grave hubiera pasado; sin embargo, a Eulalia, como a la ninfa Psyque, se le cae una gota de cera del candelabro que despierta a Francesc, quien:

[...] da un alarido furioso, como una voz del mismo Satanás y se levanta en pie, como un loco, como un demonio del infierno y debajo de la almohada saca una pistola pequeña de nácar y plata y va entonces y mientras ella un instante levanta los brazos y se queda paralizada de terror, le dispara un tiro sin ruido por debajo del pecho izquierdo y ella cae a los pies de la cama sin decir un ¡ay!


(Sánchez Mazas 1984: 31)                


Tras todas estas referencias infernales, el señor Cucufat, que es quien observa directamente el suceso, va a observar, en añadidura, «llamas rojas» y «sombras negras» moviéndose en los espejos. El resultado, a la mañana siguiente, de tan espeluznante visión será la desaparición de la cantante Eulalia y el hallazgo de una estatua de mármol blanco, que el caballero de Nápoles decide encerrar en una habitación, donde, a través de sortilegios y malas artes, le va a dar vida cada noche, enamorado como un Pygmalion de la estatua que él mismo había creado. A partir de ese momento, el señor Cucufat escucharía cada noche, temblando de miedo, la voz de la hermosa joven cantando en el interior de la torre: «Era una voz de otro mundo» (Sánchez Mazas 1984: 32).

El castigo por la transgresión de las normas humanas y divinas no se hará esperar. Esa misma noche, el cielo descargará una tormenta - «la mayor que se ha conocido» (Sánchez Mazas 1984: 32)- que destrozará cosechas y hará salir el río de su cauce. No es preciso ser lector avisado para rememorar el mito bíblico -pero también común a muchas otras religiones del mundo- del diluvio universal y de las siete plagas, pero, por si acaso, el señor Cucufat nos da la clave para dicha interpretación:

Los torrentes de agua y los rayos caían como una venganza del cielo y el señor Cucufat corría por la escalera de casa de su hermana gritando: «Dios nos asista... Es castigo de Dios... Vamos a morir todos... Rezad a la Virgen y a los santos... Es castigo de Dios».


(Sánchez Mazas 1984: 32)                


Un rayo entró por la chimenea de la torre del caballero de Nápoles y quemó y destruyó absolutamente todo lo que había en la casa. Todo, excepto la estatua, que fue hallada impoluta -«Y allí estaba como una flor, limpia y pulida, pero más que blanca, tenía como un color de carne de mujer y en los cabellos como algunos tonos rojizos» (Sánchez Mazas 1984: 32-33)-. No encontraron ni rastro del cadáver del caballero ni del de la dama Eulalia.

Con evidentes referencias al infierno dantesco, esa noche cayó el castigo sobre la ciudad que había albergado las perversiones del caballero y su dama:

Murieron aquella noche muchas personas, malparieron muchas mujeres fetos monstruosos, unos cubiertos de pelo, otros de manchas en forma de ojos, otros con cabezas de animal, otros con un cuerno en la frente, otros sin manos y sin pies como trompos de juego. Se empañaron cientos de espejos, se pararon relojes, se embotaron filos de espadas y cuchillos, se pudrió la carne del matadero, se oyeron grandes alaridos por los aires y luego durante muchos días la luna de color de sangre tuvo cercos de un resplandor verdoso y violeta.


(Sánchez Mazas 1984: 33)                


El tiempo, que todo lo cura, fue depositando su moho sobre los muros que habían acogido los amores incestuosos y los conjuros diabólicos del caballero Francesc y la dama Eulalia. Sin embargo, la fuerza de las leyendas suele traspasar el peso del tiempo: con los años, los jardines de la torre del caballero de Nápoles se convirtieron en el escenario de juegos y travesuras de un pilluelo de la ciudad. Contó el niño, atemorizado, que una de las tardes en que se perdió por la zona, observó cómo un caballero vestido según la moda de antaño se arrodillaba ante una estatua hermosísima, que casi parecía una mujer de verdad cuando el sol tocaba el mármol y que empezaba a cantar con una voz de ángel cuando el caballero la tocaba con una «varita negra de virtudes» (Sánchez Mazas 1984: 35).

La Iglesia, siempre preocupada por quien transgrede las normas preestablecidas, empezó a interesarse por el caso del caballero de Nápoles y, contaba Pepet el «porronaire», llegó a la conclusión de que podría tratarse de una cuestión de brujería, magia negra y misas satánicas. Como ya apuntábamos al principio, nuestro contador de cuentos, Pepet, sabía perfectamente cómo poner la guinda a su espectáculo: con un final tan misterioso como lo había sido la historia y dejando en vilo a todos los asistentes.

Creen algunos que se reúnen las noches de los sábados y la estatua, aquella maldita robadora de amor, que a todos les encandila, se vuelve mujer, es decir, la dama Eulalia, o también otros dicen si han encontrado una doncella hechizada, que se llama Madamisela Lucrecia y es la que les sirve para muchas herejías y ceremonias. Ahora estamos averiguando acerca de las sesiones diabólicas y masónicas que allí se celebran porque todo esto es cosa de logias, brujas, magia y herejía con lo que llaman misa negra sobre el cuerpo de la mujer desnuda y cosas que por ahora me prohíben contar hasta que se pongan en claro y estén bien demostradas y comprobadas por testimonios.


(Sánchez Mazas 1984: 36-37)                


Este párrafo final es la demostración perfecta del proceso de asimilación y mezcla de materiales culturales distintos en un mismo relato -la coctelera de Sánchez Mazas, decíamos antes-: la dama Eulalia, casi sacada de un cuento de terror de Poe; una «Madamisela Lucrecia» que nos lleva a pensar en Lucrecia Borgia y todas las perversiones heréticas de las que fue capaz su linaje; misas negras sobre mujeres desnudas; y logias masónicas -con todo lo que implicaba ideológicamente en aquel momento hablar de la masonería-.

En el siguiente capítulo, parece justificar Sánchez Mazas a su personaje Pepet el «porronaire» en cuanto a la mixtificación cultural y la fusión de elementos sin criterio aparente:

¿Inventaba Pepet estas historias? ¿Las sacaba de libros acaso? ¿Poseía alguna fuente oculta? Los últimos relatos que le oí estaban más y más mezclados de temas y motivos que tiempo después, al entrarme afición por la lectura, encontré yo dispersos en letras de molde. El éxito de Pepet era rotundo porque había excitado y removido la malsana curiosidad de su coro de oyentes.


(Sánchez Mazas 1984: 37)                


Sería caer en una puerilidad considerar a Rafael Sánchez Mazas un mixtificador inconsciente. Es muy probable que, cada día, al escribir uno de los fragmentos de la novela, tuviera en mente al auditorio al que se dirigía: un auditorio seguramente culto, que conocía las diversas fuentes de cada historia y gustara de oír cómicamente cómo los personajes de Sánchez Mazas entremezclaban sin demasiadas manías relatos, leyendas y mitos de raíces tan diversas. O, simplemente, estrujó su ingenio para crear las historias más entretenidas, con más sucesos, y con finales siempre en suspenso, para mantener en sus oyentes la ilusión de participar en un relato que no iba a terminar nunca.

Las historias que Rafael Sánchez Mazas desgranó entre las paredes de la Embajada de Chile no hablan de los bombardeos ni de la miseria que asolaban el Madrid de la época. No obstante, dibujan el talento y el bagaje literario de un escritor cuya biografía llena de sombras ha situado su obra en un olvido del que debemos rescatarla.






Bibliografía

  • Sánchez Mazas, Rafael (1984): Rosa Krüger, Trieste, Madrid.
  • Agustí, Ignasi (1974): Ganas de hablar, Planeta, Barcelona.
  • Valle-Inclán, Ramón María del (2005): Corte de amor. Florilegio de honestas y nobles damas, O. C. Prosa, Espasa-Calpe, Madrid.


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