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Ricardo


Emilio Castelar






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Capítulo I


Los vapores del vino y los vapores de la idea


Nuestro Madrid es pueblo esencialmente sobrio, y para persuadirse de que nuestro Madrid es pueblo esencialmente sobrio, no hay como pasearse por sus calles, y ver cuán desprovistas se hallan de aquellas fondas, de aquellas galerías, de aquellas tiendas por París esparcidas en abundancia, y que ofrecen al paladar toda suerte de licores y manjares. En el año de 1866 todavía era menor el número de establecimientos consagrados a lo que pudiéramos llamar comida pública. Exceptuando las tabernas, con sus fríos pedazos de bacalao frito, y sus tortillas pertenecientes a la edad de piedra; los figones, donde los mozos de cuerda restauraban sus fuerzas, con aquella olla tan provista de tocino como desprovista de carne; las fondas de rúbrica, en su mayor parte inhabitables, Madrid no tenía más comedores oficiales que cierto salon de los entresuelos del Café Suizo, completamente abandonado del público; la casa de Lhardy, que de uvas a peras mostraba en su escaparate algunas cabezas de jabalí, como disponía en sus cocinas algunas comidas de encargo; y el llamado, a la francesa, restaurant de Farrugia, sito a la entrada de la Carrera de San Jerónimo, casi en la desembocadura de la Puerta del Sol, donde un aficionado al bien comer se arruinaba, por dar platos buenos a bajo precio, y por fiar demasiado en las pagaderas, más estrechas ciertamente que las tragaderas, de sus comensales y parroquianos. Entonces, aunque el Café Español existía ya, y daba de comer en los cuartitos del callejón de Gitanos, todavía no se levantaban los salones de Fornos, que luego pasaron a socorrido asunto de arengas tribunicias y tema favorito de oposiciones políticas. Madrid mostraba su sobriedad histórica, que tanto disgusta a los extranjeros, y tanto cuadra a nuestro histórico carácter.

Mas la noche del 21 de Junio de 1866 varios jóvenes se habían reunido a cenar en el entresuelo de Farrugia, y habían prolongado la cena hasta la madrugada siguiente. No conozco pueblo alguno en Europa donde se duerma menos que en Madrid. a las doce de la noche, a la una, y aun las dos de la madrugada, están las calles céntricas concurridísimas, y concurridos los cafés, esas colmenas de murmuración, donde acuden las gentes en tropel, para aguzar sin duda los aguijones de la calumnia. El Casino prolonga sus veladas hasta el alba, y el Ateneo mismo, que de severo y austerísimo se precia, hasta mucho despues de entrada la media noche. Comienzan las tertulias cuando en otras partes comienza el sueño; y concluyen los teatros cuando les da la gana a nuestros empresarios, los cuales emplean más tiempo en levantar un telón, que emplearían en levantar una montaña. Esta sobra de desvelos, esta falta de sueño, da a nuestro Madrid achaques quizá irremediables. La noche cuelga sus cobertores de sombras, para que bajo ellos nos entreguemos al reposo. Hasta las combinaciones químicas de nuestra atmósfera, hasta el ministerio que desempeña la luz en la elaboración de los gases vitales, convidan a unir las tinieblas interiores de nuestro sueño con las tinieblas que envuelven al hemisferio. El insomnio agita los nervios, y los nervios desvelan así la fantasía como la sensibilidad, exacerbándolas; y la exacerbación de la fantasía y de la sensibilidad concluyen por llevarnos, tanto en la vida pública como en la vida privada, a exaltaciones y a delirios, muy contrarios a aquella armonía entre todas las facultades, y a aquel equilibrio entre todos los humores, verdadero secreto de la robustez de nuestras fuerzas y de la salud de nuestra vida.

Pero vaya usted con homilías, ni siquiera con ejemplos, a corregir las costumbres. Varios jóvenes velaban, pues, allá por la madrugada del veintidós de Junio, en el entresuelo de la fonda de Farrugia, prolongando excesivamente opípara cena, comenzada en la noche del veintiuno. Componíase aquella sociedad de pisaverdes madrileños, de algunos calaveras hastiados, de muchos estudiantes que habían concluido su licenciatura, de dos o tres literatos, los cuales movían las lenguas, mientras la generalidad movía y apuraba las copas. Aunque el aspecto del entresuelo, tan bajo de techo como todos los entresuelos madrileños, nada tenía, a la verdad, de espléndido, la mesa era esplendidísima: candelabros de bronce dorado, despidiendo mares de luz; guarnición de plata fina; vajilla de Sevres; cristalería de Venecia y de Bohemia; cubiertos de oro a los postres. Los trajes que vestía aquella juventud eran bien diversos y varios. Llevaban los unos el frac negro con que acababan de investirse en la Universidad para su profesión y su carrera; llevaban los otros sus relucientes trajes de paseo, que brillaban con esa profusión de cadenas, botones, anillos a la corbata y a los dedos, que tanto en extrañas tierras nos critican; y sólo dos o tres ostentaban las prendas raídas, propias de aquellos que comienzan la vida en lucha con la miseria. Como sucede en todas las reuniones, dos o tres parlaban, y los demás se avenían a las opiniones de los parlantes, o las desechaban y combatían por lo bajo con rumores y protestas. Los tres más decidores eran: Arturo Díaz, optimista decidido, a quien le parecía el mundo un edén verdadero; Federico Trives, desdichado pesimista, a quien le daba por filosofar a roso y belloso acerca de nuestros males irremediables, y de nuestros desengaños continuos; y finalmente, Jaime García, dado por completo a la política, con esa febril exaltación propia de sus veinticinco años. Los tres llevaban la conversación, y los demás, o reían, o aprobaban, o disentían por lo bajo, o lanzaban interjecciones a diestro y siniestro, echándoselas de hábiles interruptores. Ninguno de ellos frisaba en los treinta años; ninguno, pues, tenía motivo para mostrarse muy amargado de la vida, muy herido del desengaño, muy experimentado en nuestros dolores y tristezas, que se acrecientan, y se enconan, y se exacerban con el curso y el movimiento de esta nuestra desdichada y trabajosa existencia. Allá, a eso de las tres de la mañana, cuando comenzaban a despuntar los albores del día, la conversación tomaba entre los tres amigos un tono verdaderamente elevado, y un aspecto verdaderamente filosófico.

-Despues de todo, decía Arturo, cuando se examina el mundo, hasta en sus cosas más nimias se echa de ver...

-Que no puede ser peor, le interrumpió Federico.

-Que necesita una reforma, dijo Jaime.

-Una reforma radical, radicalísima, gritaron todos.

-No, mil veces no, replicó Arturo.

-¿Ya vuelves a tus halagüeñas fantasías, a tu embriaguez de felicidad? preguntó el descontentadizo al contento.

-Dejadme acabar, y veréis cómo os satisfago a todos. Cuando yo era muchacho tenía por único libro cierta obra, que se llamaba Almacén de los niños, obra preciosa.

-¡Preciosa! A este Arturo todo le parece bien. Si sale a la calle, y le echan sobre la cabeza el agua de las macetas, y lo manchan, dice: «perfectamente; después de haber bebido tanto, necesitaba refrescarme». Si le dan con una teja en mitad del cráneo, y lo descalabran, repite: «perfectamente también: necesitaba, después de comer tanto, esta sangría». ¡Obra preciosa! Madama Genlis, su autora, fue una cotorrona fastidiosa, hija de cierto noble arruinado, favorita de Felipe Igualdad, enemiga implacable de la pobre reina María Antonieta, quizá por odio a su belleza; escritora más pesada que un predicador cuaresmero, y sólo propia a disgustar a los niños de la lectura, y meterles en la cabeza mil rancias e insustanciales historietas.

-Pues mira, Federico, no te libras de la que voy a referir.

-Venga, venga, gritaron todos.

-Andaba un día cierto viandante por los campos, cuando vio las calabazas, fruta tan gorda, por los suelos, y las bellotas, fruta tan menuda, por las encinas. ¡Qué mal hecho está el mundo! exclamó enseguida. Esos hermosos frutos tan colosales, confundidos con la tierra, y esos otros, pequeñillos y ruines, al aire. ¡Cuánto más valía lo contrario; las calabazas arriba, y las bellotas abajo! Al poco tiempo, como hiciera mucho calor, entráronle ganas de sestear un rato, y se tendió a la sombra de la encina. Durmióse, y aún roncó largamente. Y, cuando más metido estaba en el sueño, le despertó una bellota, que, desprendida del árbol, fue a darle en la punta de la nariz. ¡Oh! Bien hecho está, sin duda alguna, el mundo, exclamó. Si las calabazas hubieran estado arriba, y me caen sobre la faz, como me han caído las bellotas, ¡ay! me aplastan y desnarigan. Bien está el mundo, tal como es. No pretendamos en manera alguna arreglarlo.

-¿Veis que insustancial historia? - ¿No tenía yo razón? ¡Te parece el mundo muy hermoso! La vida, que nadie explica y que nadie comprende, es un dolor eterno. Estamos sujetos a llevar la cadena perpetua de nuestro organismo como el condenado perpetuamente a presidio. Todo placer acaba en pena: el amor en hastío, el beber en borrachera, la comida en hartazgo o indigestión, el goce de las artes en cansancio, la juventud en alteradas pasiones, la pasión más pura en amargos desengaños. De cada satisfacción cumplida nace una necesidad nueva; y de cada necesidad nueva una aspiración incontrastable; y de cada aspiración incontrastable un nuevo dolor acerbísimo. Desde el mineral frío e inerte hasta el hombre, a medida que crece el sentimiento, a medida que crece la inteligencia, crecen también las tristes aspiraciones sin satisfacción posible en la tierra. No queráis ser grandes hombres, no lo queráis, jóvenes que veis ahora el dintel hermoso de la vida al través de las primeras ilusiones y de los primeros amores del alma; si llegáis a poetas, a filósofos, a oradores inmortales, ¡ah! las penas de todos los seres creados se prenderán a vuestro corazón; las lágrimas que desde el principio al fin de los tiempos vertieran o viertan todas las generaciones, se condensarán en vuestros ojos; las espinas sembradas en todos los planetas se pegarán a vuestros corazones; y concluiréis por renegar de vosotros mismos y por maldecir al Ser que os ha creado. Cada animal tiene satisfechas sus necesidades. En el círculo donde vive, el radio de su deseo no va más allá del cumplimiento y satisfacción de sus instintos. Pero nosotros debemos desear siempre algo que jamás pueda cumplirse. No tenemos alas, y quisiéramos volar; volaríamos, pues desearíamos salir de nuestra atmósfera; salíamos, pues necesitábamos ir a otro sistema planetario; íbamos, pues querríamos abrazar y contener en nosotros mismos el Universo; lo conteníamos y lo abrazábamos, pues ya no podíamos satisfacernos sino en Dios; llegábamos hasta Dios, pues habíamos de estar inquietos por algo más allá; que nadie ha visto aún donde se encuentran trazados los límites de nuestras constantes aspiraciones y de nuestros inagotables deseos. Así nadie tampoco ha sondeado el dolor ni ha adivinado su pavoroso fondo. Vivir es batallar. El arte mismo que se ha inventado para consolarnos, jamás nos habla sino de penas, de pasiones desgraciadas, de tragedias horribles o de ridiculeces cómicas, provocadoras de una risa cien veces más amarga que todos los dolores juntos. Mirad por todas partes. Para comer, una carnicería, donde se degüella a seres inocentes que ningún mal os han hecho. Para vestiros, el despojo de millares de animales sensibles o el deshile de millares de sensibles plantas. Aquí un esbirro, allá un cuerpo de guardias, acullá un hospital, más lejos una casa de socorro, al fin de tal calle la cárcel, un poco más léjos el presidio, en este extremo el manicomio; en aquel otro el garrote y los jueces mezclados en su ministerio con los sayones y con los verdugos...

-Chico, chico, dijo Arturo riéndose, tienes la borrachera muy triste, Federico.

-Olvidas, añadió Jaime, que a todos esos males opone la ciencia moderna profundísimas reformas.

-¿Reformas dices,- preguntó Federico,- reformas?

-Sí, reformas, gritaron todos.

-¡Reformas! ¿Para qué estudias tú, Ramiro? preguntó, dirigiéndose a uno de los que llevaban su flamante frac de ceremonia.

-Estudio para abogado.

-Y tú, Luis, ¿para qué estudias? Le preguntó a otro vestido también de etiqueta.

-Estudio para médico.

-¿Y qué quieres decir con esas preguntas? Le dijo Arturo.

-¿Y qué quieres indicar con esas reticencias? Le volvió a decir Jaime.

-¿No lo comprendéis?

-Nó. Respondieron ambos a una.

-Pues tenéis bien pocas entendederas. Les pregunto eso para demostraros que siempre el mundo será lo mismo. Hay médicos, como en tiempo de los Faraones; hay abogados, como en tiempos de Sila o de Mario. Es decir, las mismas enfermedades que había hace cuarenta siglos. Nuestro cuerpo está hoy, después de la redención universal, tan sujeto a constiparse como antes de que apareciera ningún Redentor. Nuestra voluntad está sujeta también a los antiguos achaques, puesto que hay abogados. Se codicia la mujer del prójimo, se captan las herencias, se me niega lo mío, se roba lo tuyo, se calumnia, se mata como en el primer momento en que aparecimos sobre la faz del planeta. No me habléis de progreso, mientras haya médicos y abogados en el mundo.

-Vamos, misantropía, pura misantropía, gritó Jaime.

-Romanticismo trasnochado, añadió Arturo.

-Misterios del alma, aseveró Ramiro, por aseverar algo.

-En nuestra edad, dijo Luis, se ven las cosas de esa suerte cuando nos ha faltado la mujer que amábamos, o nos ha vendido el amigo con quien compartíamos toda nuestra vida.

-¿Y sabéis a qué se reducen esos abandonos de la mujer amada, y esos desengaños del amigo preferido? Preguntó solemnemente Arturo.

-¿A qué?

-A que el amigo no ha contestado en la cátedra a la lista por vosotros, o que la mujer amada no ha salido a misa en la hora conveniente, por dolerle las muelas o los callos a su bendita mamá, la aborrecible futura suegra.

-Justo, dijo Jaime, y en cuanto sucede esto, el cielo parece de papel ahumado, las estrellas como la ceniza del cigarro frío, el Universo entero como una casa de dormir a dos reales.

-Para mí las acciones más desagradables tienen los orígenes y los móviles mejores, dijo Arturo. Yo nunca echo las cosas a mala parte. Todo me parece bien, y estoy contento hasta cuando tengo dolor de muelas; porque bien pudiera tener otra cosa peor. Tú, ¿quieres saber otro cuento?

-Por Dios, Arturo, que no sea tan desustanciado como el cuento de las bellotas y las calabazas.

-Lo peor es, dijo Ramiro, que al hablar de calabazas nos ha entristecido este optimista, pues nos ha recordado nuestras angustias antes de los exámenes, y nuestra incertidumbre el día que escribimos la primer carta a la novia.

-Vamos, gritaron los demás, refiere tu cuento.

-Cierto día entraba un musulmán muy piadoso en mezquita consagrada por la devocion de su gente. Llevaba el propósito de quejarse porque no tenía babuchas, cuando se encontró con un desgraciado que no tenía piernas. Desde entonces ya no volvió a quejarse.

-Insulseces tuyas.

-Id a saber en qué consiste la felicidad. Para el pobre, en tener dinero; para el rico, en tener salud; para el hambriento, en el hartazgo; para el harto, en el hambre. Y vaya de cuento...

-Arturo, Arturo, exclamó Federico, basta, basta.

-No; cuenta, cuenta. Ya sabes que a Federico todo lo parece mal, así tus cuentos como tu silencio, dijo Luis.

-Véngate, gritó Ramón.

-El que no haya estado en Londres, y no haya conocido aquella sociedad, jamás podrá medir la distancia existente entre un Lord de los palacios aristocráticos y un pordiosero de las sucias calles. Cierto ricacho inglés padecía la enfermedad corporal de su raza, la desgana, como el hastío es la enfermedad íntima y espiritual. Acababa de asistir a un gran banquete; y habiéndole pasado bajo las narices toda suerte de platos apetitosos y de olorosísimos vinos y licores, ni unos ni otros le provocaron el menor deseo. Si quería llevarse un bocado a la boca le venían náuseas; si una copa al labio, invencibles manos. Por fin se fue, desesperado de su suerte y dolorido de su enfermedad, cuando al llegar a la calle, tropieza con un pobre, haraposo, descalzo, macilento, demacrado, con todas las señales de la miseria, el cual le, dice: «Una limosna, señor, que tengo hambre». El lord le miró de arriba abajo, y le echó al rostro esta exclamación: «Tienes hambre, ¡y te quejas!»

-No negarás, Arturo, que este cuento tiene gracia, dijo Ramón.

-No negarás que tiene filosofía, añadió Luis.

-Dejadme en paz con vuestra gracia y vuestra filosofía. Lo que no tiene maldita gracia es la vida; lo que no tiene ninguna razón suficiente que lo justifique es nuestro picarísimo mundo.

-Pues mira, Federico, mis tesis optimistas se hallan completamente justificadas.

-¿Cómo?

-De esta suerte: Un hambriento puede ser más feliz que un harto.

-Si tu lógica no fuese tan arbitraria, deducirías otra consecuencia más legitima, Arturo.

-¿Cuál?

-Que hambrientos y hartos en este pícaro mundo son por igual desdichados.

-No lo creas. Voy a referirte otro cuento.

-Mira, tus cuentos son tan inoportunos como los refranes de Sancho.

-Y tan sabios.

-Alábate, que no tienes abuela.

-No me alabo en verdad.

-No haces otra cosa.

-Si los cuentos fueran de mi invención, me alabaría alabándolos. Pero como son de ajena invención, si alguna vanidad tengo, proviene del arte de saberlos aplicar oportunamente.

-Tus oportunos cuentos resultan importunidades continuas.

-Veámoslo. Cierta vez se encontraba enfermo un rey de la India, en tal grado, que languidecía a la vista, y casi, casi, llegaba diariamente a trance de muerte. Sus padres, sus hermanos, sus ministros, sus próceres, sus cortesanos clamaban a todos los médicos del reino y de los reinos circunvecinos, sin hallar jamás quien acertase con aquella extrañísima enfermedad de languidez y desmayo, no obstante las continuas consultas y las sapientísimas disertaciones. Al fin supieron que lejos, muy lejos se encontraba un médico sabio, muy sabio. Mandaron por él a toda prisa, y lo trajeron al cabo con todo cuidado. El médico miró la lengua del enfermo, le tomó el pulso, le palpó el cuerpo, observó todos los fenómenos de su vida y todas las funciones de su organismo, llegando, por último, a decir, que para aquella extraña enfermedad sólo existía un remedio posible, a saber: que el rey se pusiera por la noche la camisa de un hombre feliz. oír esto y buscar por todas partes el precioso remedio, fue cosa de un abrir y cerrar de ojos. Soldados, ciudadanos, embajadores, pregoneros, comisarios de todas clases y categorías corrieron desalados en busca del hombre feliz que a toda costa necesitaban. Anuncios por aquí, pregones por allá, reclamos de este lado, ofertas del otro, y no aparecía un hombre feliz por ninguna parte. Ya las esperanzas se agotaban y el pobre enfermo se moría. Desesperando de encontrar dechado tan raro en las ciudades, decidieron correr por los campos donde habita toda tranquilidad y donde se allega fácilmente ese reposo tan fácil de confundir con la ventura. Nada, nada, nada. Cierta noche, corría por las orillas del Ganges uno de los comisarios gozándose en el seno de aquella hermosísima y exuberante naturaleza, extrañado de que por allí no reinase la felicidad. El río repetía las infinitas bellezas del cielo; exhalaban los bosques embriagadoras esencias; y lucían en tanto número las luciérnagas aladas, que semejaban un diluvio de estrellas. Y tanta vida, tan exuberante, tan prodigiosa, no producía ninguna felicidad, ninguna en e1 mundo, ni siquiera una apariencia engañosa. Dirigíase ya hacia la ciudad el emisario, caballero en su jaco, maldiciendo de su mala estrella, llorando la suerte de su patria, destinada a verse tan pronto destituida de aquel rey sin rival en la tierra, y oye una voz que decía: «Cuán feliz soy». Al momento de oír esto, se exalta de alegría, gira a todas partes como arrebatado por una tromba, se orienta con cuidado, se endereza al sitio de donde partía la voz, y da con una cabaña bajo cuyos juncos se encontraba de rodillas un penitente perdido en sus místicas contemplaciones y en sus éxtasis religiosos. ¿Es V. feliz, le preguntó, para cerciorarse de tanta ventura? Completamente feliz. ¿Lo es V.? volvió a preguntar. Le digo a V. que lo soy, que me siento feliz, feliz, feliz en absoluto. Entonces, pronto, pronto, déme V. su camisa. ¡Ay! El hombre feliz no tenía camisa.

-Vamos, Arturo, todos tus tiros te salen por la culata.

-No te parece perfectamente demostrado...

-Que los reyes se mueren sin remedio; que los humildes no tienen camisa; que el mundo es suplicio continuo, y la vida continua muerte.

-No bromeemos, dijo Jaime. No digamos cosas impropias del tono con que departimos desde el principio de esta conversación.

-Si querrás que lloremos.

Le observó Ramón.

-Tanto como llorar, no; pero digamos gravemente cosas graves.

-Pues oigámoslas de tus labios, Jaime, ya que tan ligeros te parecen mis cuentos, replicó Arturo picado.

-Y tan siniestros mis pensamientos, dijo Federico.

-Nosotros tenemos una fuerza tan grande como las fuerzas del Universo.

-Oigamos.

-Nosotros podemos, a nuestro arbitrio, ser los motores de la sociedad como Dios el motor de los cuerpos celestes.

-¡Ilusiones, murmuró el pesimista!

-¿Dónde está esa fuerza? ¿Cómo se llama?

-Está en nosotros, y se llama voluntad.

-¡Ah! ¡Ah! Gritaron algunos como desencantados.

-Todo depende de todo. La voluntad no depende absolutamente de nada ni de nadie.

-De los motivos que la determinan, gritó Federico.

-Y que puede contrariar a su arbitrio, replicó Jaime.

-¡Bravo! ¡Bravo! Gritaron los licenciados.

-La voluntad resulta de la fuerza universal. Es el Cosmos amor u odio. Podríamos vivir sin pensar y no podríamos vivir sin querer. Todos los seres se mueven al impulso del deseo. Todos los seres, hasta los más ínfimos, aman o aborrecen; el infusorio y el león. Digan lo que quieran los humanos, la máquina de vapor que conduce la vida es el corazón. La voluntad; hé ahí 1a causa de las causas. Agucémosla, impulsémosla, dirijámosla; y habremos conquistado el mundo.

Una salva de aplausos respondió a estas palabras de Jaime, y el eco de esos aplausos le entusiasmó en términos, que le obligó a encarecer sus ideas, a reiterar sus sentimientos, a insistir sobre el tema capital de sus disertaciones.

-¿Podéis negarlo, vosotros que tenéis por amigo el héroe de la voluntad? ¿Quién no le admira? El que no le conozca. Nacido en la opulencia se levanta como el trabajador, al mismo tiempo que se levanta la aurora. Corriendo a hacer el bien de los demás, se recata y se oculta como si fuera a perpetrar una mala acción, a cumplir una mala obra. Le hemos visto pasarse días enteros cuidando como una mujer al niño de una lavandera ausente; recluírse como un médico en hospital infestado con los enfermos y contagiosos; gastar como una hermana de la caridad sus rentas en socorrer esta desgracia, acudir a aquella necesidad, devolver la paz a una familia desgraciada. ¡Cuántas veces ha recogido el suspiro último de un colérico abandonado por todos los suyos, y lo ha amortajado y lo ha conducido al cementerio sin separarse de él hasta haberle arrojado la última paletada de tierra mezclada con oraciones y con lágrimas! ¡Cuántos matrimonios le deben la paz que disfrutan, porque él, de sus ahorros, ha fabricado su nido, dando al novio pobre útiles para el trabajo y a la novia dote y ajuar! ¡Cuántos jóvenes, pervertidos por la vagancia en estas grandes capitales, han salido de la cárcel merced a sus predicaciones, con el ánimo fortalecido para emprender el camino de la virtud y recabar un nombre sin mancha en una vida sin ninguna sombra! ¡Qué vocación la suya! Muchas tardes hemos ido de paseo al Prado y a Atocha. En el montecillo que divide este último lugar de los altos del Retiro, toman el sol gran muchedumbre de vagos, y al par juegan a las cartas. No había medio de detenerlo. Su empeño constante es luchar constantemente con el vicio. Se insinuaba entre ellos como un mero curioso; les dirigía algunas preguntas sobre las combinaciones de sus cartas; les hablaba de sus familias y de sus obligaciones; y concluía por apoderarse de ellos en tales términos y persuadirlos con elocuencia tan persuasiva que dejaban el juego y seguían todos sus consejos. Acabado esto, les repartía algunos pescozones y algunas pesetas, y les amenazaba con una inquisición continua de sus actos, y les decía que iba a probar en lo porvenir su arrepentimiento y su enmienda. Cuántas veces me ha dicho que no comprende cómo las misiones allá entre los indios pueden tener más mérito que las misiones aquí entro los cultos y civilizados europeos; mayores peligros que entre los salvajes y en los bosques se corren aquí, en el descenso a los infiernos de este mundo europeo, en el contacto con sus llagas interiores, en el contagio con sus terribles pestes morales capaces de apagar hasta la luz de la conciencia y corromper hasta el fuego más puro de la vida. Yo nunca olvidaré el pasado cólera, el día en que Madrid, angustiado, parecía próximo a desaparecer todo entero, en aquella enfermedad recogida de la atmósfera, del seno mismo de la vida. Han trascurrido seis meses y no se ha olvidado el terror. Las calles desiertas o llenas de luto y duelo, los ataúdes cruzándose por todas partes, los médicos rendidos a la enfermedad o al cansancio, las familias dispersas, los moribundos sin auxilios materiales ni religiosos, los enterradores sin fuerzas para dar sepultura a tantos montones de cadáveres; la capital. agonizando bajo aquella pesada losa de su atmósfera irrespirable en que se ahogaban hasta las aves del cielo; y entre tanta angustia, él, de pie constantemente, como si el sueño y el hambre no dominaran su naturaleza, despojando su casa de la última sábana y del último colchón, corriendo a pedir limosna cuando tenía agotados todos sus recursos; verdadero genio de caridad a la cabecera del moribundo, verdadero ángel de la muerte al pie de los cadáveres.

-Hélo ahí, gritaron todos.

Y, en efecto, apareció Ricardo.




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Capítulo II


En las tempestades sociales


-Vamos, sois incorregibles, gritó Ricardo entrando azorado en aquel comedor donde se mezclaban los vapores del vino y la combustión de las bujías y el humo de los cigarros, componiendo una atmósfera verdaderamente irrespirable.

-Ricardo, gritó Jaime, llegas en el momento mismo en que recitaba, sacando del calor de tu amistad calor para mi elocuencia, la apología del alma más grande que he conocido en este mundo.

-Pero, ¿cómo tenéis esa seriedad tan estoica en presencia de sucesos tan graves, preguntó Ricardo.

-Ya veréis, dijo Federico, ya veréis como una desgracia nueva sobreviene a probar la verdad inagotable de Dios y la paz y la ventura de que gozan ¡ay! en esta vida todos los humanos.

-El mal es un accidente, exclamó Arturo, porfiado en sostener sus polémicas con Federico; el bien supremo está siempre en el conjunto de todas las cosas.

-Pero con vuestro eterno disputar, esta es la hora en que no sabemos las noticias traídas por Ricardo.

-¡Pobre España! exclamó éste. No he nacido en su seno; pero pertenezco por mi sangre a su raza, y la amo como si fuera mi patria. Y en este momento la guerra civil estalla en sus calles; y la revolución vuelve de nuevo a sacudirla violentamente y desgarrarla con dolores intensos.

-La revolución, gritó Jaime fuera de sí, la revolución tan anhelada. Han concluido los poderes protervos. El nuevo día que asoma por el Oriente, trae una nueva edad al género humano. Las ideas perseguidas van a estallar en volcanes que iluminen y fecunden la tierra.

-¡Viva la libertad! gritaron a una todos los jóvenes allí reunidos.

-No me toca, dijo Ricardo, mezclarme en vuestras competencias. Aunque siento por la libertad el mismo culto que sentís vosotros, no puedo tomar las armas por ninguno de los combatientes. Mi ciudadanía está en otra parte y allí está mi derecho. Pareceríame un asesinato verter la sangre de mis semejantes cuando no tengo razón alguna ni motivo para combatir aquí; pero el día será terrible luchando como luchan entre sí estos leones de España, cuyo valor tiene toda la virtud y toda la intensidad de los antiguos tiempos. No seré combatiente; pero seré enfermero, médico, cirujano, todo lo necesario al alivio y al consuelo de nuestros semejantes. Que vayan unos a morir y otros a matar. Vamos nosotros a combatir desarmados por el bien de todos.

-Permíteme, Ricardo, una observación muy oportuna, dijo el misántropo Federico.

-Despáchate, porque urge el tiempo y se oyen las primeras descargas.

-No hay cosa peor que entrar desarmado en una contienda armada. Eres el blanco de los tiros que disparan ambos contendientes. Eres la víctima de todas las cóleras que estallan en los aires, y el cebo de todos los odios que pelean con tanta furia. No te interpongas, no, entro esos combatientes que, ciegos de ira, consumirán a quien crea calmarlos.

-Ya sabes, Federico, que no tiene mérito en mí correr peligros. Una fuerza superior a mi voluntad me arrastra contra mi propio deseo. Sería imposible para mí, completamente imposible oír las descargas, ver los combatientes, presenciar el sacrificio de éste, la herida de aquél, las agonías del moribundo, la soledad del cadáver insepulto, y no correr a derramar todo el bien que atesoro. Cuando hacemos aquello que no es dado evitar, ni tenemos mérito ni demérito. No me ruegues que evite peligros a los cuales me llama mi conciencia y me arrastra con sus ímpetus la incontrastable Naturaleza. Tomaré todas las precauciones que el instinto de conservación aconseja; pero arrostraré todos los peligros, que la necesidad imprescindible de hacer bien me imponga.

-Ricardo, exclamó Jaime entusiasmado, no trates de permanecer indiferente en esta pelea a cuyo éxito se libran más que intereses de nuestra patria, intereses de toda la humanidad. Tú, por el corazón que en ese pecho late; por la inteligencia que te ilumina; por la enérgica voluntad que te dirige, perteneces a la legión de los profetas, cuyos ojos descubren las cimas de lo ideal desde las tristes playas de la realidad; a la legión de los combatientes cuyos nombres en la cruzada del pueblo están por siempre escritos; a la legión de los mártires que fecundan con su sangre el pensamiento de este siglo; eres nuestro, y el clamor que hiende los aires y que encrespa las pasiones, te llama y conjura como a todos, a pelear y a morir por la emancipación de las conciencias opresas, por la realización de los desconocidos y vulnerados derechos.

-No estáis en lo justo. Así como a Federico le perturba su afecto hacia mi en el consejo que me da de abstenerme te perturba a ti el amor a tu idea en el consejo que me das de intervenir. Déjame escuchar mi vocación y cumplir en la vida mi especial ministerio. Hartos elementos de guerra hay hacinados en el suelo, hartos gérmenes de odio sembrados en los corazones, hartos hábitos de muerte esparcidos en los aires, hartos abismos de perdición abiertos a nuestras plantas para devorarnos, como insondables sepulcros: déjame que en este mar de hiel vierta yo una lágrima; que en este bramido de iras, levante yo una palabra de consuelo; que en este choque de dos combatientes feroces interponga yo lo único que tengo, mi pobre corazón, para ver si puedo amortiguar el golpe. Hablamos demasiado cuando ha venido el momento de la acción. Nada hay en estos conflictos supremos tan criminal como la indiferencia. Aquel que crea necesaria a su patria la revolución, que vaya a las barricadas; aquel que crea necesaria a su patria la autoridad, que vaya con el Gobierno; en cuanto a mí, no hay más que hablar; en esta lucha, veré combatientes que caen y los curaré y los consolaré; vencidos que huyen y los protegeré; semejantes míos que padecen y los socorreré. ¡Nadie podrá separarme de este camino que he trazado en medio del océano de pasiones procelosas tan tumultuariamente levantado en esta hora suprema. Cada cual a su puesto. Yo tengo ya escogido el mío.

El 22 de Junio de 1866 fue un día terrible que jamás podrá borrarse de nuestra memoria. Al concluir el otoño anterior y entrar el invierno, sufrimos el cólera; al concluir la primavera y entrar el verano, sufrimos la revolución. No pueden calcularse de antemano con seguridad las explosiones de una sociedad agitada como no pueden calcularse los estallidos de un volcán hirviente. Las escorias están frías; las cenizas heladas; en la cima del monte reinan el silencio y la muerte; en la falda brotan la vegetación y la vida; si algo se descubre es ligera nube de humo, blanquecina y abrillantada como el ala de un ave misteriosa que se pierde en el azul de cielos esplendentes; si algo se oye es la respiración natural de una fragua que trabaja con orden y regularidad incontrastables; pero súbitamente, tras largos períodos de reposo, el suelo se estremece y tiembla; bocas incandescentes y humeantes se abren; vapores rojizos, en cuyos senos retumba tempestad gigantesca se elevan; lluvia de piedras encendidas, semejantes a misteriosos aerolitos cae; ríos de lava roja como hierro candente corren; átomos de minerales parecidos a los copos de la nieve en lo finos y al rescoldo en lo ardientes, llenan la atmósfera y dificultan la respiración; hedor de gases sulfurosos trastornan los sentidos; cataratas de agua hirviente que, mezclándose con las cenizas forman sedimento destructor, se precipitan por todas partes; y allá en las alturas, una columna gigantesca de rayos y centellas colosales, brilla con fulgores indecibles mientras aquí en la tierra las piedras chocan con las piedras y las raíces del monte misterioso se agitan como si hubiera perdido sus bases el planeta y comenzado la ruina de todo el universo.

Algo semejante sucede en la sociedad. No sabéis dónde ha ido a posarse la idea que despedís de vuestra pluma, como no sabéis donde ha ido el ácido carbónico que lanzáis por vuestra respiración o el fluido electromagnético que recogéis y despedís por el conducto de vuestros agitados nervios. Pero lo cierto es que la idea vaporosa, la idea etérea, la idea vaga estalla en revoluciones misteriosas donde un nuevo espíritu se elabora y produce. Quizás los poderosos de la tierra no atendieron a la tragedia que en Madrid se representaba el 22 de Junio. Diríales el telégrafo, sublevación en los cuarteles, revolución en las calles, centenares de muertos, millares de heridos, triunfo del Gobierno, orden restablecido, la paz reina en Madrid. Y se darían por satisfechos en sus tronos. Pero aquella erupción había conmovido a París sin que París lo advirtiese; trastornado a Roma sin que lo supiera Roma. El trono de los emperadores y el trono de los papas de Occidente sufrieron, al estremecerse nuestras piedras, un estremecimiento de muerte. La batalla de Sadowah se daba en los campos de Bohemia, y la batalla de Madrid en las llanuras de Castilla. Coincidieron por aquellos días los dos sucesos y coincidieron más los resultados. En Sadowah, se elevaba la revolución dirigida por el Poder; en Madrid la revolución dirigida por el pueblo; en ambas partes la revolución. Aquello y esto trajeron al cabo el nuevo día de un génesis social. La esclava Hungría se emancipó; la muerta Venecia resucitó en sus lagunas; unióse bajo la tutela de un pueblo protestante la Alemania imperial antes desmembrada, y el cesarismo de París y la teocracia de Roma cayeron bajo este doble golpe en los senos del abismo. No sabía el soldado alemán lo que realizaba en aquel momento angustioso; no lo sabía tampoco el revolucionario español, que, después de haber pasado largo insomnio, se lanzaba a las calles con el descuido y la alegría con que ligero cazador se lanza a las montañas; uno y otro estaban muy lejos de adivinar que eran verdaderos instrumentos de idea tan superior a ellos como necesaria a la constante renovación y al progreso constante de nuestra humanidad en la tierra.

El día 22 de Junio fue un día calurosísimo. A las dos de la mañana, algunas nubes manchaban el cielo y algunas gotas caían de estas nubes tempestuosas. Por los bordes del horizonte se encendían lejanos y débiles relámpagos; en los giros de los aires iban como en los senos de las almas torrentes de electricidad. El sol surgió espléndido y disipó todos los vapores. Lucía, pues, nuestro cielo con ese azul que no tiene rival en Europa, y brillaba el sol en toda su lumbre y con todos sus arreboles. ¡Ay la escena a que el cielo indiferente sonreía y que el sol espléndidísimo iluminaba, era una escena de exterminio a cuya tristeza hubieran cuadrado mejor espesísimas tinieblas y torrentes de lágrimas. Si algún observador hubiera podido abarcar Madrid antes de amanecer, como lo abarcaba desde la cima de los campanarios don Cleofás en El Diablo cojuelo, viera vagar por todas partes hombres del pueblo que discurrían de aquí para allá con sigilo y que se daban al oído misteriosas consignas. A pesar del tiempo y de la estación, iban los más envueltos en largas capas y ocultaban bajo estas capas fusiles, retacos, toda suerte de armas. Las habitaciones de los principales responsables de la pública tranquilidad, estaban, al parecer, habitadas por tranquilo sueño y envueltas en tranquilas sombras. Ni una luz se veía en la Presidencia del Consejo; ni una luz en el palacio habitado por la aristocrática persona que gobernaba a Madrid; ni una luz en la capitanía general y en el gobierno militar de la plaza. Solamente en el ministerio de la Gobernación había velada a causa de despachar el ministro negocios urgentes tras una comida en casa del Nuncio, que se prolongó hasta las altas horas de la noche. Pero nadie presentía la terrible, la horrorosa, la trágica jornada que en aquellos momentos avanzaba sobre la capital, próxima a verse bien pronto envuelta en las ráfagas de una increíble tormenta.

Italia es la tierra de las conjuraciones; Francia la tierra de las revoluciones; España mezcla siempre la conjuración a la revolución. No esperéis aquí aquellos sigilosos complots que tan admirablemente urden nuestros hermanos de allende los Alpes y en que brillan su incomparable astucia; pero no esperéis aquí tampoco una de esas revoluciones de espontaneidad tan natural como las dos destructoras de Luis Felipe y Napoleón III allende los Pirineos; nosotros mezclamos, por una antigua tradición propia del carácter español, a las revoluciones con más apariencia de naturales y espontáneas una sombra necesaria de conjuración italiana. Y esta mezcla tenía el 22 de Junio. El pueblo, que estaba impaciente por sublevarse, había de ser apoyado en su gran maniobra por dos fuerzas perfectamente organizadas y perfectamente advertidas; por los artilleros así del cuartel de San Gil como de la subida al Retiro, y por el regimiento de infantería que se hallaba en la Montaña. No pude saber por qué especie de inadvertencia ni por qué especie de precipitación los artilleros del Retiro no tuvieron las fuerzas que aguardaban en el Prado para que apoyasen su salida, ni los artilleros de San Gil la espera suficiente para que el orden reinara y la disciplina se estableciese en sus filas desbandadas. Aquellas fuerzas faltaron; unas, como la artillería del Retiro salieron contra la revolución: otras, como la infantería de la Montaña, ya sublevada, cejaron al súbito influjo de un valerosísimo general; y otras, como las reunidas en San Gil, se desparramaron en tropel confuso por las calles sin dirección y sin guía, después de haber manchado aquel día extraordinario y de haber oscurecido aquella revolución general con inútiles y cruentas inmolaciones de sus mejores jefes.

Lo cierto es que la revolución se generalizó por todo Madrid y la batalla se empeñó en todas las calles; batalla al cabo entre el ejército y el pueblo. El jefe militar que los revolucionarios designaran, y que vino después desde Soria a Madrid disfrazado de pasiego, y anduvo aquella noche por nuestras calles disfrazado de cura, hombre valerosísimo, resbaló con su caballo por la plaza de Santo Domingo y cayó en la acera como herido de muerte, siendo necesario recogerlo, recluirlo en el primer escondite a mano, y preservarlo a las primeras persecuciones de la policía y a las primeras violencias de la batalla y de la victoria. Así el pueblo quedó huérfano de toda dirección regular y entregado a la furia de sus instintos y al ímpetu de su coraje. Pocas veces se habrá dado en las calles de una ciudad batalla más cruenta. El fuego se generalizó por todas partes y en todas direcciones. Las barricadas se levantaron por ensalmo como si una fuerza interior las erigiese y las tornase en volcanes de grandes erupciones. Al ver los artilleros esparcidos por doquier, algunos de ellos con cañones que arrastraban a brazo, creía el vecindario tener de su lado la parte mejor de la guarnición y se animaba hasta el punto de salir las damas con menosprecio de las balas y riesgo de la vida a presenciar desde los balcones la fácil y esperada victoria. Pero bien pronto los ánimos más optimistas se convencieron de que comenzaba uno de esos días cruentos, por la historia registrados con dolor, y que las generaciones trasmiten a las generaciones como parte de la pasión eterna desde el principio de los tiempos sufrida por la humanidad, días señalados entre las amarguras de su vida y entre las espinas de su corona.

A las nueve de la mañana todo el mundo se convenció de que no quedaba a los revolucionarios sino sus fuerzas, y todo el mundo se preparó a cumplir fielmente con sus más estrictos deberes. La universalidad de los generales corrió a inscribirse en las legiones de la resistencia, con tal presteza y en tanto número, que por las calles hormigueaban uniformes bordados, bandas y plumas como en día de parada o en día de besamanos. Contrastaba aquel lujo oficial con las caras pálidas, los ojos inyectados en sangre, las manos crispadas, los trajes descuidados, la estoica serenidad de los hijos del pueblo que salían por las esquinas y las bocacalles, armados de sus desiguales armas, a comenzar la batalla y a sostener la erección de las barricadas. No sé cuál orador ha dicho que no debía vestir la toga viril quien no hubiese asistido a una de nuestras grandiosas revoluciones. La idea se sube a la cabeza de las gentes, que parecen transfiguradas; la pasión estalla con tal empuje, que inspira el menosprecio de la vida; la actividad y la fuerza se centuplican como en todas la crisis; un entusiasmo contagioso os posee; una impaciencia de pelear os arrastra; y llegáis a la abnegación mayor y al sacrificio de cuanto os liga al mundo por esa especie de magnetismo que unos combatientes envían a los otros, en cuya virtud todos se sostienen erguidos en el humo de la guerra, y todas esperan o bien a la muerte o bien a la victoria.

-¡Qué siniestros ruidos! Las piquetas arrancan las piedras; los trabajadores levantan las barricadas entre canciones políticas y gritos de entusiasmo; las campanas tocan a rebato como anunciando el incendio de las almas; las voces de combate resuenan con su estridor terrible; los pasos de las patrullas y de los regimientos agobian el suelo según retiembla; el tambor redobla sus toques siniestros de ataque, y la corneta su paso de carga; el nutrido fuego de fusilería como un trueno que precediera a granizada de plomo fundido, acompaña las descargas de artillería a cuyos estampidos las casas se bambolean cual si zozobraran en aquella tormenta; y a todo este estruendo imposible de idear ni de fingir no habiéndolo oido, se unen las injurias, los votos, las imprecaciones, los mutuos insultos con que los combatientes se persiguen, como si después de haber sembrado en el suelo tantos cuerpos o heridos o exánimes, quisieran ciegos de furia destruir también y aniquilar las almas.

Jamás los que en semejante día vivieron podrán olvidarlo. En el cuartel de San Gil, en el parque de artillería contiguo, la batalla se empeña cuerpo a cuerpo al arma blanca cuando no bastan los tiros y en las escaleras y en los corredores y en los salones, pareciéndose los combatientes a fieras rabiosísimas encerradas en la misma jaula. Da horror ver cómo los de dentro cazan desde las ventanas a los de fuera, y cómo los de fuera cuando penetran ciegos de terror y de ira tras el espectáculo de sus compañeros muertos, tras el peligro de sus propias vidas, en la embriaguez de la cólera, en el delirio de la venganza inmolan, sin darse punto de reposo, a cuantos encuentran al paso. No queráis verlos, sí no los habéis visto, a estos combatientes de las calles cubiertos con el polvo y el humo y la sangre, desgarrados los trajes, amoratados los rostros, saltándoles de las órbitas los ojos, negras las manos, cargados con sus fusiles que arden y con sus sables que gotean sangre, abalanzándose sobre sus presas y despidiendo al mismo tiempo entre resuellos de ira injurias de muerte. El combate creció tanto, que se oía en los dos extremos de Madrid con la misma violencia que en el centro. Fuego en la plaza de San Gil; fuego en la plaza de Santo Domingo; fuego nutrido por los alrededores de San Ildefonso; fuego nutridísimo en las calles del Desengaño y Fuencarral; fuego por Antón Martín y Atocha; fuego en el mercado de la Cebada; fuego en las aceras de la Magdalena; combates parciales y aislados; escaramuzas continuas y pertinaces; encuentros sangrientos cuyo total resulta mucho más desolador que cualquier gigantesca batalla. No olvidarán jamás los que pelearon aquel día, cómo se desplomaban las barricadas; cómo caían los cuerpos acribillados por las balas; cómo resollaban los heridos al desangrarse y retorcerse en el suelo; cómo la metralla arrastraba en nubes de humo y polvo piedras y hierro candente; cómo los pies se resbalaban en la sangre de que aparecían empapadas las piedras; cómo se tropezaba a cada paso con un cadáver; cómo había necesidad de tenderse sobre aquel suelo humedecido para libertarse de los tiros lanzados de uno y otro lado que sembraban en rededor vuestro la ruina, la desolación, la muerte. Cuando vino la noc he, nada más terrible que el silencio después del estruendo. El pueblo acaba de ser vencido. A las órdenes imperiosas de los vencedores, las casas se iluminaban con los farolillos destinados a las fiestas, y en aquella soledad, estos aparecidos de los días de Júbilo semejaban las antorchas en los cementerios. Por todas partes se oían los gritos de los heridos o se deslizaban como sombras los cuerpos de los fugitivos esquivándose a la persecución y a las delaciones. Algunas barricadas se mantenían de pie y luchaban sus defensores con mayor desesperación, y, por consiguiente con mayor coraje a medida que llegaban peores noticias, cual si buscasen, decididos a dar la muerte o recibir la muerte, una venganza para los desmanes de los suyos y un consuelo a la propia y decisiva derrota. Entrada la noche, algunos luchaban todavía desde las casas; pero en los estertores de la última rabia. Era de ver, apagados los reverberos por la interrupción de las cañerías del gas, encendidos los mustios faroles en las altas ventanas, a los siniestros resplandores de aquella luz, las barricadas en ruinas, los despojos en confusión, la sangre coagulándose entre las piedras, los vencidos huyendo, los centinelas atisbando recelosos, los cadáveres todavía insepultos con la cabeza en la acera y el cuerpo en el arroyo, los caballos sin jinete de aquí para allá corriendo espantados, desbocados, como si hubieran visto condensarse en los aires todo el odio de esta cruenta guerra de las calles, verdadera guerra de exterminio.

Pero entre esta desolación universal cruzaba como un ave que no quisiera posarse en la tierra el alma de Ricardo. Temperamento ardentísimo, voluntad exaltada, inteligencia abierta a todas las ideas de este siglo, corazón ardiente al fuego de la pasión más pura por la libertad, había ahogado todos estos ímpetus de su naturaleza para consagrarse al bien y verter el bálsamo de sus consuelos sobre todas las exacerbadas heridas. En cuanto la batalla comenzó, Federico se encerró en su casa; Arturo se dio a meditar sobre las ventajas que vendrían a la humanidad de aquellos acontecimientos, preguntando cuanto sucedía con el más vivo interés y yendo a los sitios de mayor peligro por mera curiosidad; Jaime cogió la bandera tricolor y la carabina para encaminarse a las barricadas donde le aguardaban sus amigos y le pedían sus ideas; mientras que Ricardo, de los jóvenes licenciados seguido, se dio a la caridad, al bien, a interponerse como un sacerdote entre los combatientes, a curar como un médico, a los heridos, a correr como una hermana de la caridad tras la camilla del moribundo y la mortaja del muerto.

Aún no acababa de dejar la Puerta del Sol y la Carrera de San Jerónimo, cuando ya tenía ocasión de ejercer sus instintos y desempeñar su cuasi divino ministerio. Sorprendidos en la cama, llamados por la alarma, algunos oficiales se dirigían desde sus casas a los cuarteles para ponerse a la cabeza de sus respectivas compañías. No había medio de ocultarse; el vistoso uniforme los denunciaba desde lejos, y aquella carrera de su casa a su cuartel, debía ser bien peligrosa, porque los insurrectos se hallaban diseminados por todas partes y apercibidos a detener a sus enemigos. Subía uno de estos oficiales, joven de pocos años y de gallarda figura, por la Red de San Luis en demanda del cuartel de San Mateo, cuando varios insurrectos desembocan por el mercado que se llama del Carmen, y atisban al flamante militar casi a la puerta del Ateneo. Verlo y apuntarle sus carabinas fue obra de un abrir y cerrar de ojos. Ricardo conoció con el prodigioso instinto que Dios ha puesto en todos los llamados a redentores de sus semejantes la difícil posición del oficial y los medios más seguros de salvarlo. Así es que, al momento dejó el silencio profundísimo que había guardado desde la Carrera de San Jerónimo; y volviéndose al grupo que le seguía, gritó con voz de trueno: ¡Abajo los tiranos! ¡Viva la libertad! Los jóvenes que le seguían, se extrañaron mucho del grito; pero lo siguieron y le secundaron unánimes con todo entusiasmo. Los insurrectos, que seguían atisbando al joven militar, se sintieron movidos de curiosidad al ver semejante grupo de auxiliares no prometido ni esperado. El oficial, conociendo que no tenía defensa alguna en aquel apuradísimo trance, se arrimó a la pared muy resignado, y aguardó la muerte con heroica calma, pues nada podía hacer contra el número y la superioridad de sus contrarios, y nada intentar sino rápida y vergonzosa fuga.

¡Muchachos! gritó de tal suerte y con tales pulmones Ricardo, que todos tornaron la cabeza hacia él y se prendieron a sus labios.

-¡Viva la libertad

-Vivaaa... gritaron a una cuantos le escuchaban con ese entusiasmo propio de nuestros ardientes corazones españoles.

-Pues bien, muchachos..: y poco a poco Ricardo se había interpuesto como quien se desliza entre la carabina del barricadero y el cuerpo del militar.

-Pues bien, muchachos, gritaba Ricardo con todos sus pulmones, uno de vuestros oradores lo ha dicho, las manchas de sangre que no se ven fácilmente en la roja púrpura de los tiranos resaltan a más no poder en la blanca inmaculada bandera de los pueblos.

La hermosura varonil de Ricardo; su ancha frente, la cual irradiaba ideas en todos estos trances supremos; la avasalladora mirada que atraía la atención hacia los profundos abismos de sus ojos; el elegantísimo dibujo de sus labios trazados como para despedir torrentes de elocuencia; su ademán humilde al par que imperioso; su gesto artístico sin dejar de ser natural; las oportunas palabras dichas en este instante; el oportunísimo recuerdo invocado, le ganaron todas las voluntades en esta tierra semi-semítica nuestra, tan dispuesta y decidida a seguir e imitar a todos los oradores por lo mucho que tienen de profetas.

-Señorito, mire que le voy a descerrajar el tiro guardao para ese perro de melitar calcunda y condenao que quiere tratarnos como a perros rabiosos, le dijo el barricadero con esa mezcla de cortesía y de familiaridad tan reconocidas por todos en nuestro pueblo.

-¿Le vas a matar? le preguntó Ricardo con calma.

-Lo voy a freír y a todo el que se ponga por delante.

-¡Grande hazaña!

-Chico, ese es otro faccioso, dispara, gritó uno de los amotinados.

-Faccioso, porque quiero recordaros vuestro deber; faccioso porque despierto en vuestras almas dormidas la luz de la conciencia; faccioso porque defiendo a un hombre inerme contra seis o siete trabucos cargados hasta la boca; faccioso porque deseo evitar a esta hora de resurrección un crimen, y a esta causa del pueblo una mancha indeleble de sangre; faccioso porque os conjuro a seguir el ejemplo de todos nuestros liberales jamás manchados con un asesinato; los facciosos seréis vosotros, los que creéis una grande hazaña ir diez contra uno; yo tengo idea más alta de la libertad, y yo me creo incapaz de eso, porque late en mi pecho un corazón lleno de sentimientos populares y consagrado desde los primeros latidos de mi vida a la adoración de la democracia que se asienta en los principios eternos del derecho y en las divinas ideas de la justicia.

No hubo remedio. Después de un párrafo así, tan meridional por el calor, tan español por el estilo, tan varonil por el arranque, tan elocuente por la forma, tan popular por la claridad del fondo, inspirado en el bien, dicho disputando un hombre a la muerte, enderezado al corazón de las muchedumbres, tan fáciles a todos los sentimientos vehementísimos, la causa del militar estaba ganada, y él a salvo. Una tempestad de aplausos respondió a la palabra de Ricardo, y entre las aclamaciones se deslizó la victima próxima a caer un minuto antes en el suelo herido por seis o siete balas, y siguió su camino hasta ponerse en salvo.

-Buena la hemos hecho, exclamó un vejete del pueblo.

-Miste qué Dios, dijo una pescadera.

-Si a mi marío lo coge la tropa, lo pone el pellejo como una criba a balazos, añadió otra mujer del mercado.

-Todavía voy a tener que defenderos a vosotros de vosotros mismos, exclamó Ricardo.

-Si empezamos así... dijo otro armado de todas armas, retaco en la mano derecha, palo en la izquierda, pistola en los sendos bolsillos, tres ó cuatro navajas de Albacete en el cinto.

-¿Y os creéis valientes? les preguntó Ricardo.

-¿Pues no hemos de serlo, si lo fuimos desde el vientre de nuestra madre?

-¿Y los valientes se atreven a matar a hombres desarmados, que quizá participan de sus ideas y que van dirigidos por compromisos de honor como vuestros compromisos al cumplimiento de su deber?

-Tiene razón el señorito, dijo uno de los interlocutores.

-Sobre todo, yo estoy aquí a vuestro lado. Yo no me retiraré a mi casa hasta que haya concluido el combate. La gente que ese hombre mande puede matarme a mí como vosotros; las balas que a sus órdenes se disparen pueden llegar a mi cuerpo como al vuestro. Pero nunca debemos estar tan bien con nuestra conciencia como al resolvernos a morir. Y no es de hombres honrados, repito, ensañarse con un enemigo inerme. De otra manera debemos presentarnos, como soldados del pueblo, a defender su causa y si caemos en la demanda, como mártires, a dar cuenta a Dios de nuestras acciones y de nuestra vida.

Una ovación verdaderamente entusiasta siguió a estas palabras, y Ricardo pudo continuar su camino mientras los interlocutores se apostaban perfectamente para recibir a las tropas y empeñar la pelea.

Tomó el joven Red de San Luis arriba, pasó por la fuente, vaciló entro dirigirse bien a la calle de Fuencarral, bien a la calle de Hortaleza; pero, oyendo fuego hacia su izquierda, prefirió la calle de Fuencarral por creer mayor allí el peligro y mayor la necesidad de sus socorros. En efecto, al término de esta calle, hacia la izquierda, acababa de empeñarse una batalla en regla y se oía el tiro de fusilería mezclado con el estampido de los cañones, y lo que aún era más horrible, las mutuas injurias y los mutuos insultos de los combatientes.

-Verdugos del pueblo, decía el pueblo a los soldados.

-Ladrones, pillos, incendiarios, asesinos, decían los soldados al pueblo.

-¡Viva la reina! gritaban unos a cada descarga.

-¡Viva Prim! respondían los otros. Y aquí lanzaban los mismos o mayores insultos a sus respectivos lemas.

Ricardo llegó por fin a un sitio donde había todas las dificultades del mundo para pasar. Apostados los insurrectos tras de barricadas a medio construir; apostados los militares en las bocas de las calles, al abrigo de las esquinas, en el dintel de las puertas, se erguían, se mostraban, salían unos y otros en medio del arroyo o de la acera, en las cimas de los improvisados reductos para descargar sus respectivas armas, volviendo a desaparecer prontamente como si de los abismos surgieran y tornaran a los abismos. Las balas, por consiguiente, caían como una lluvia espesísima. La sangre, por doquier corría, difundida como si fuera un licor baladí por las aceras, además de haber salpicado horriblemente las paredes. El cuerpo de un guardia civil estaba tendido y abandonado al pie de baja ventana herméticamente cerrada. Al caer había abrazado con tal fuerza su fusil, que lo mostraba casi confundido con su cuerpo. Un perro, doliente y plañidero, dando aullidos que hubieran despedazado, no ya los corazones, las piedras, lamía la herida abierta en la frente de su amo y husmeaba en los oídos, en los labios como para prestar al cuerpo inanimado su propio aliento e infundirle su propia vida. Ricardo volvió la cabeza y encontró que nadie le seguía porque a todos sus compañeros les faltara el ánimo necesario para arribar hasta aquel sitio. Y, en efecto, dos balas se pegaron dos dedos más arriba de su cabeza; un metrallazo se llevó gran fragmento de la esquina donde se había guarecido; un caballo, que sin duda acababa de dejar su jinete tendido por alguna parte, se desplomó acribillado a sus plantas. Ricardo no podía dejar el cadáver de un semejante suyo a la intemperie, ni prescindir tanto, de su propia conservación que se expusiese a morir por recoger un muerto. Pero le dolía ver cómo un animal solamente velaba y cuidaba y plañía y lloraba aquel cuerpo humano, por sus semejantes, los humanos, al odio y a la guerra tristemente inmolado. Y se tendió en el suelo, para preservarse mejor de las balas, y se arrastró como una culebra, y cogió por los pies el cadáver, y lo empujó hacia sí con tal ímpetu, que pudo llevarlo tras una esquina, y meterlo en el zaguán de una casa, donde a lo menos lo preservaba de los rayos del sol, que habían sobre él amontonado enjambres de voraces moscas.

Todavía no estaba acabada semejante operación, cuando aparecieron dos mozos de cordel llevando en una camilla pálido joven, perteneciente a las filas del pueblo, y herido de muerte. Los dos marusos que no estaban por morir tan jóvenes, al verse en medio de aquellas ráfagas de plomo derretido, dejaron la camilla en medio del arroyo, y corrieron a salvarse como alma que lleva el diablo, desapareciendo bien pronto de aquella terrible escena. La única precaución que tomaron para preservar al desgraciado mortal caído en sus manos, fue envolverlo y ocultarlo de tal manera en las cubiertas de la triste camilla, que pudiese muy fácilmente asfixiarse. Así, bajo aquella especie de paño mortuorio, palpitaba un cuerpo con sacudimientos casi epilépticos, y resonaba un quejido continuo. Las balas podían bien pronto concluir con aquel dolor, porque cruzaban en todas direcciones, y rozaban casi con la cubierta de aquel triste lecho ambulante. Una de ellas fue a dar en el pie delantero y derecho de la camilla, volcándola casi, y descubriendo al desgraciado e interesante enfermo. Unos minutos más allí, en aquel peligro inminente, y no había remedio, era blanco de los tiros y pasto de la muerte. En tal situación, Ricardo solamente pidió consejo a su corazón, y solamente oyó la voz de la humanidad, que resonaba en su conciencia, exaltada por el culto al deber, por el amor al sacrificio. Así corrió desde su esquina a la camilla con la celeridad misma con que corrían las balas, y se abalanzó al cuerpo del herido, para preservarlo de las asechanzas del peligro, con riesgo de su propia existencia. El infeliz mortal, que sufría dolores acerbos, y que deseaba la vida como todo aquel receloso de morir pronto, se agarró a su protector inesperado como aquel que se ahoga en el fondo de las aguas, en la oscuridad de la próxima muerte, en las angustias de la asfixia, en los estremecimientos de la agonía se agarra al que va a salvarlo, y lo ase con fuerza, y lo oprime con fuerza y consigo lo ahoga. En efecto, una bala atravesó el ala derecha del chambergo de fieltro que llevaba Ricardo, y otra bala agujereó los faldones de su levita dejándolo ambas intacto y salvo. Mas no era posible continuar allí, porque no era posible que ni uno ni otro salieran ilesos de tamaño riesgo.

-Usted no debe ser un mortal, sino un verdadero ángel, dijo el herido, abrazando cada vez con más exaltación a su salvador.

-Soy un amigo de todos cuantos sufren.

-Nadie sufre tanto como yo.

-¿Puede V. ponerse de pie?

-Imposible.

-Se necesita salir pronto de aquí.

-Salgamos.

-Pero, ¿cómo?

Otra bala vino a dar en otra pata de la camilla, y a derribarla de tal manera que la posición del pobre enfermo resultaba a cada momento más insostenible.

-Mi madre...

-¡Madre mía! Exclamó Ricardo al oír aquella exclamación del infeliz enfermo. Póngase usted de pie, y apóyese en mi brazo.

-No puedo.

Y al decir esto, cascos de metralla levantaron las piedras de alrededor, envolvieron a los dos en nubes de polvo y de humo, y rozaron con la almohada de la camilla, quemando casi la cara del herido. Una de las piedras hirió levemente la mano de Ricardo, a pesar de esta levedad de la herida, terriblemente ensangrentada. Entonces, nuestro heroico joven, sacando fuerzas de flaqueza, recogiendo todo su aliento, con un impulso verdaderamente sobrehumano y una energía incontrastable, sin saber cómo, por uno de esos actos en la desesperación inspirados, cogió enfermo, colchonetes, almohadas, cubierta, y lo trasportó a sitio seguro, cayendo al llegar, a lo que podríamos llamar el puerto, como desmayado y exhausto de tanto esfuerzo, en el duro suelo.

Los amigos de Ricardo, que se hallaban guarecidos en sitios de refugio, corrieron hacia donde estaba el joven caído, en cuanto notaron su desmayo, para socorrerle y salvarlo. Pero el accidente había sido un vértigo, y Ricardo, con la elasticidad propia de sus cortos años, se puso pronto de pie, y se convirtió hacia su protegido, que le miraba con ojos de indecible agradecimiento.

-Ricardo, gritaron sus jóvenes amigos. Os habían llevado el botiquín.

-Bueno está eso.

-Te metiste en la boca del lobo.

-Ni el valor más probado sigue a la temeridad insensata. Cualquiera diría que eres un suicida: dijo el licenciado en medicina, que hacía una triste figura con su frac empolvado y su sombrero de ceremonia, en aquella hora solemne y en aquella crítica situación.

-¡Vaya! Que me preservé perfectamente. No asomaba ni las narices, por temor de que bien una bala del pueblo o bien una bala del ejército me dejaran frío. Pero, ¡cómo resistirme a socorrer este herido! Vamos, tú, Galeno, pronto, pronto, mira lo que tiene este pobre herido, y cúralo.

-Mañana debía casarme, dijo el herido con voz fatigosa. ¡Pobre María!

-Deje V. pensamientos tristes, y piense en curarse y ser útil a su familia y a su patria, le dijo Ricardo.

-¿Qué hubiera sido de mí sin V.? Cuando vea a mi madre le diré; por este joven tienes hijo, y a mi novia, por este joven tienes tu amante esposo.

-Es necesario proceder rápidamente a la curación, exclamó el licenciado.

-Y aquí estamos amenazados, dijo Ricardo, de una nueva irrupción de combatientes e imposibilitados para toda maniobra.

-El edificio más cercano a nosotros y más alejado del combate, pensó el joven médico, es la iglesia de San Ildefonso.

-Pues vamos a la iglesia de San Ildefonso, exclamó Ricardo con esa firme resolución que tenía en cuanto trataba de hacer bien a los demás, y esparcir como una sombra benéfica sus sentimientos de caridad y emplear sus arranques de próvida virtud.

Los jóvenes dispusieron la camilla como Dios les dio a entender; arreglaron al enfermo con presteza, y se dirigieron solícitos y con esmeradísimo cuidado hacia el punto convenido. Al llegar se encontraron con un espectáculo bien propio de las revoluciones. Los apostados allí habían cogido un joven, que muy apuesto y erguido, adornado con un rico uniforme de San Juan de Jerusalén, se dirigía al palacio de los reyes, y lo tenían preso en el depósito señalado a los cadáveres. Por de pronto no hicieron caso alguno de él, y se limitaron a encerrarlo. Pero luego vinieron noticias de que varios liberales apresados por las tropas del Gobierno habían sido, sin formación de Consejo verbal siquiera, instantáneamente fusilados; tristes noticias, que no tenían fundamento alguno, y que nacen y se acrecientan y se abultan grandemente en las revoluciones, a cuyo calor se eleva, cual en los climas tropicales, tanta vida, pero también tantas monstruosidades. Mas ¿cómo dudarlo, cuando se trataba de enemigos? Y ¿cómo no creerlo, cuando lo decían muchos que llegaban fugitivos, con el humo de la batalla todavía en el rostro, y que juraban haberlo visto? Así es que inmediatamente se acordaron de los rehenes que tenían, y decidieron por ende fusilar sumariamente al buen caballero de San Juan de Jerusalén. Ricardo llegaba en el momento mismo en que se constituía el Consejo, y entraba en el depósito de cadáveres a deponer a su herido, exánime, agonizando, medio muerto. Y aún no ha llegado, mientras sus compañeros aparejan vendas, hilas, bálsamos, cordiales, merced a un caritativo farmacéutico de la vecindad, se entera de todo cuanto acontece. No hay remedio; el Consejo de Guerra se ha formado, el sumario procedimiento se ha concluido, la sentencia se ha dado, el palaciego va a morir en desquite de las falsas o verdaderas barbaridades atribuidas al Gobierno y a sus tropas. Imagínese el terror de la víctima e imagínese también la compasión de Ricardo. Al pronto se le ocurre salir, hablar, mover los corazones de aquellos jueces improvisados, como había movido en la Red de San Luis, por un arranque de elocuencia, los corazones de los improvisados combatientes. Pero dos recursos iguales empleados en un solo día no podían darle de ninguna manera idénticos resultados. Así es que al ver los peligros del joven y la urgencia de salvarlo, se dirigió a un rincón oscuro de aquel lóbrego sitio, al hueco de una capilla, y le dijo que tomara su traje y que le diera su uniforme. A pesar del instinto de conservación, que a todo se sobrepone, el sanjuanista se negaba, receloso de que tanta abnegación le costara a su patrocinador la vida. Pero Ricardo le observó que él tenía muchos conocidos entre los revolucionarios, y por lo mismo celebrarían su estratagema y respetarían su vida. A tal observación nada tuvo ya que oponer el favorecido, y de prisa, temblando, entre el eco de los votos que le condenaban a muerte y los aplausos de la muchedumbre que aplaudía aquel acto de justicia, se cambió de traje, y se deslizó en medio del concurso hasta recabar y conseguir su libertad.

Acabado, pues, el proceso, publicada la sentencia, todo a viva voz, todo sumariamente, fueron varios, que representaban el papel de soldados, al depósito y cogieron la víctima dándole algunos minutos para reconciliarse con Dios y disponer verbalmente su última y suprema voluntad. Ricardo se engañó de medio a medio; nadie le conocía entre aquellos tropeles de sublevados reunidos por la casualidad y que pronto por la casualidad serían disueltos, tan anónimos y tan irresponsables como la ráfaga del huracán en la atmósfera y como la onda de la tormenta en el mar. Así es que dirigiéndose hacia ellos les dijo, con aquella dulzura propia de su carácter.

-No tengo nada que disponer; no tengo para qué reconciliarme con Dios por una razón muy sencilla, por no ser la persona que buscáis.

-No diga V. eso, le replicó el que mandaba el pelotón.

-Pues lo digo porque debe decirse siempre la verdad. Ibais a fusilar a un palaciego y tendréis que fusilar a un liberal. He mudado con él de traje porque creía mi cuerpo más seguro que el suyo de vuestras balas. Pero si a toda costa queréis una víctima, yo estoy aquí, inmoladme. Sólo os digo como habréis perdido vuestra pólvora y vuestras balas porque inmolaréis uno de los vuestros. Me olerá principalmente a pólvora el cerebro; pero si lo examináis después de atravesado por vuestros proyectiles, percibiréis que huele también a liberal, y a liberal avanzado, avanzadísimo. Vaya en gracia. Cúmplase vuestra voluntad soberana.

-No queremos oír más excusas, dijo uno de los individuos del pelotón, movido por esa manía de hablar que aqueja a los revolucionarios en todos los momentos más críticos.

Si no es V. el palaciego que buscamos, al cabo, es V. su natural sustituto, y como ha mudado con é1 de traje, quizá también ha mudado de pellejo y con él se ha ido también todo cuanto V. tenía de liberal. Ha burlado V. la justicia del pueblo, y por burlar la justicia merece el mismo castigo que el anterior por provocarla.

-Ademas, ¿quién nos ha dicho que V. no es usted? dijo un revolucionario.

-Justamente, añadió otro, un sanjuanista dejamos y un sanjuanista volvemos.

-Pues no, que estaríamos aquí como procuradores o jueces, para identificar las personas,

-Yo no recuerdo, la fisonomía de la cara del otro.

Dijo un oficial de carpintero con uno de esos barbarismos tan frecuentes por los barrios bajos de nuestra culta capital.

-Pongámonos en el caso de la ordenanza. Nos dicen que llevemos al sanjuanista encerrado en el depósito de cadáveres, hemos encontrado uno, lo llevaremos; y todo está concluido porque hemos llenado perfectamente nuestro deber y obedecido al pie de la letra nuestras precisas e invariables instrucciones.

Ricardo, que tanto había socorrido a todos en estos trances, no tenía quien le socorriera a él. Sus compañeros, únicos autorizados a testificar la identidad de su persona, acababan de irse con el herido a una botica cercana para apercibirle mejor todos los medicamentos, y cuidarle, si quier fuese interinamente, con mas recursos y con mejor esmero. Así es que, entre aquellos revolucionarios de pelo en pecho, nadie reconocía a Ricardo, y nadie, por consiguiente, podría deponer en favor de su persona ni socorrerle en aquellas supremas angustias. El joven pertenecía a esas almas grandes, que no se curan de todo cuanto pueda argüir en su contra mientras no les arguya también clara y distintamente su conciencia, y que confían su justificación a los sucesos y a los tiempos en la seguridad de que Dios y su justicia no se ausentan jamás de esta nuestra tierra. Lo apretaba mucho el trance en que se había metido, pero aún aguardaba salvarse porque le parecía imposible que el hacer bien pudiera traerle un mal irreparable. Pero en aquel momento los anuncios todos eran desconsoladores y desesperantes para la mejor naturaleza del mundo: la más dada a esperanzas, la más mecida en ilusiones, la más segura de las humanas bondades podía creer de que aquella tragedia llegaba a un desenlace espantoso. La plaza ofrecía bien extraño aspecto. Algunos revolucionarios, subidos en las torres, tocaban las campanas a rebato; otros, desde los tejados, seguían la marcha de los combates y anunciaban todo cuanto entreveían con repetidos clamores y gritos; multitud de mujeres apilaban las barricadas y multitud de niños traían piedras en espuertas; varios milicianos improvisados hacían evoluciones que les preparaban al combate; y el Consejo de guerra sentado a la puerta de la iglesia para presenciar el cumplimiento de su sentencia, mandaba al pelotón que se formase a la entrada del mercado para que cumpliese su cometido y sacrificase al reo, satisfaciendo por completo el voto de la conciencia popular allí representada y la vindicta de la revolución ofendida. Al salir Ricardo, un rumor resonó por toda la plaza.

-Miren qué papagayo, decían unos.

-Miren que cangrejo cocido, gritaban otros.

Sin embargo, sus ventajas personales lucían de una manera extraordinaria en aquella hora suprema. Su cabeza parecía llevar una aureola de santidad. Su frente irradiaba más que nunca la luz del pensamiento. Sus ojos fijos en una idea, quizá en una interior visión, tenían esa sublimidad del martirio que puede entreverse en la vida y no puede pintarse en el arte. Todo su ser llegaba a una de esas transfiguraciones que alcanzan los sentimientos sublimes y las grandes ideas. Bien pronto aquella multitud volvió en sí misma, a la vista del joven, al encanto de su varonil hermosura, al prestigio de la juventud, al reclamo de sus propios generosos sentimientos que pueden extraviarse un momento, pero no pueden perderse por completo. Un rumor de admiración siguió a los estremecimientos del odio. Una vivísima idea de compasión sucedió a las antiguas ideas inspiradas por la ira.

-No le matéis, no lo matéis, gritaron las mujeres primero.

-No lo matéis.

Dijeron luego los jóvenes.

Los mismos jueces que pudieron condenarle ausente, no podían herir aquella frente elevada y sin una ligera nube; aquellos ojos serenos que irradiaban caridad; aquellos labios abiertos como para bendecir, aquella juventud que iba a la muerte con serenidad. heroica, sin duda por creer que jamás se le podía acabar la vida. Pero, a mayor abundamiento, apareció allí, aclamado, seguido de una gran muchedumbre, puesto, digámoslo así, en el pavés de la revolución, el joven y heroico demócrata Jaime García, que pasara toda su jornada en una batalla constante. Cuando llegó, cuando vio a Ricardo vestido de aquella manera, fue de risa y broma su primera frase. Pero bien pronto la idea que tenía de sus virtudes le inspiró el pensamiento propio de la situación, el pensamiento de que sería debido aquel cambio de traje a una de esas acciones heroicas cuyo secreto móvil se encuentra siempre en la abnegación sin límites de aquella alma grandiosa nacida para el sentimiento y el ejercicio de lo sublime en la tierra. No hay para qué añadir cómo se pondría y qué reconvenciones dirigiría a sus correligionarios en cuanto supo que Ricardo corrió, por sus impulsos al bien, grave peligro de muerte. Después de estas escenas los dos jóvenes se dieron a un reposo momentáneo y a una mutua comunicación de sus respectivas impresiones.

-¿Qué crees de esta jornada, Jaime?

-La creo completamente perdida.

-¿Por qué batallar con la seguridad de un desastre?

-Por cumplir un deber imperioso, por salvar la honra, por satisfacer la conciencia.

-La libertad, la primera de nuestras facultades, ¡cuán cara nos cuesta! ¡a qué subido precio la compramos! ¡qué sacrificios tan cruentos nos exige!

-Sobre todo, en estos pueblos que no tienen idea tan clara de su derecho como los pueblos sajones. La opinión jamás logra abrirse paso por los grandes y amplios respiraderos que tiene en todos los pueblos libres. Se condensa en el silencio, se irrita con la persecución, se exacerba y estalla en estas explosiones, que son bellas, pero que son también devastadoras, como las explosiones de un volcán.

-Una fuerza desorganizada se encuentra en frente de otra fuerza organizada. Un pueblo combate con un ejército. El pueblo tiene más sangre que dar, más sacrificios que hacer; su resistencia será más heroica, su empuje más fuerte, su ímpetu más avasallador: pero el cálculo vencerá a la impericia, la ciencia dominará a la vida, y la fuerza que brota de un poderoso organismo arrollará a la fuerza anárquica y desorganizada.

-Lo mismo creo y lo mismo digo, Ricardo; no hay esperanza alguna de que triunfemos hoy. Tantos esfuerzos serán por el pronto inútiles. Tanta sangre se evaporará y se desvanecerá tristemente en lo vacío. Mañana, de seguro, no habrá más que algunas piedras removidas en el suelo, algunos cadáveres tendidos por las calles, algunos charcos de sangre que se borran de la tierra. Nuestros enemigos vencerán y se regocijarán de su victoria. El fuerte látigo con que nos cruzan las caras, será más agudo. El pesado hierro con que nos abruman los hombres, será mucho más grave. Nuestra esclavitud no tendrá esperanza ni remedio por el pronto. Pero levántate de aquí; en idea cruza con tu inteligencia los tiempos por venir, escudriña sus secretos, y verás cómo este sacrificio tan cruento no podrá ser un sacrificio perdido. Ahora echamos las bases graníticas de ese nuevo planeta de la justicia que ha de elevarse erguido y brillantísimo sobre el viejo planeta de la tiranía y del feudalismo. Los huesos que hay esparcidos en esas calles, y que parecen fríos, alimentarán mañana la combustión de la vida universal, purificados en el fuego de la libertad, y avivados por la transfiguración sublime que traen consigo todos los grandes sacrificios. La sangre que ha caído sobre esta tierra estéril, será de una fecundidad prodigiosa. En sus inciertos vapores van disueltas muchas ideas. Nosotros no podemos saber la trascendencia que el hecho de hoy podrá tener en todos los tiempos, ni la virtud creadora que alcanzará mañana un pensamiento quizá prematuramente sembrado en la conciencia pública. Pero hay días creadores, y éste es uno de ellos; hay días en que los pueblos pasan de un hemisferio a otro hemisferio del tiempo, y nos suceden las mismas extrañas cosas que les pasaban a los compañeros de los grandes descubridores y de los grandes navegantes, cuando iban a cruzar esas líneas ecuatoriales que dividen y separan los hemisferios del planeta. Parece que los astros cambian de posición. Parece que la aguja imantada, cuya constante fijeza nos señalaba el rumbo, se perturba y rueda como tomada de un vértigo. Pero no por eso el mundo se ha acabado. Entramos en nuevos mares, en nuevos continentes, en nuevos horizontes. La naturaleza se renueva y se engrandece. La vida toma aspectos más brillantes. El mundo nuevo parece el eden perdido en nuestra memoria, que renace en nuestras esperanzas...

Cuando estaban más embebidos en la conversación resonaron más cerca los tiros, y tuvieron que levantarse ambos jóvenes e irse cada cual a continuar su respectivo ministerio. Jaime, que luchaba, cogió el mando de sus pelotones, y les señaló el sitio que cada cual debía ocupar en la próxima lucha. Ricardo, que consolaba, organizó su pelotón también de médicos y de cirujanos improvisados, los cuales se habían provisto de todo lo necesario para aliviar, para curar, para llevar la salud allí donde llevaba la desastrosa guerra el dolor y la muerte. El ruido de fusilería y el ruido de cañón eran formidables. Los vencedores, que tal nombre debía darse ya a las tropas, venían por tres puntos distintos: por la calle de Colón, ganada ya la de Fuencarral; por la calle de Valverde, sometida ya la del Desengaño; por la Corredera alta de San Pablo, vencidos los barrios que más resistencia ofrecían, al extremo Norte de Madrid. No había más remedio que esperar allí a una resistencia inútil, o retirarse en orden para buscar mejores fuerzas y mayores núcleos de combate. Eran las tres de la tarde, y la batalla duraba desde las tres de la mañana, en aquellos largos y calurosos días del solsticio de verano. Las tropas venían furiosas, pues les habían opuesto una resistencia sublime en todas partes.

Jaime no creyó que debía retirar en tropel y a la desbandada sus gentes, sino conducirlas con orden, y antes de disolverlas, probar su ánimo y sus fuerzas en porfiado combate. Sabía que la jornada era ya completamente perdida; pero quería que por lo menos se conservase incólume y entera la honra. Su tránsito desde la plazuela de San Ildefonso a la calle de Jacometrozo, en que luchó horas enteras con todo el ímpetu de aquel ejército ensoberbecido, pasará a la posteridad entre los actos más gloriosos de la guerra de las ciudades, y entre los esfuerzos más enérgicos y más sublimes del humano valor. Un puñado de hombres resueltos peleó cuatro horas en tan corto espacio con gran número de veteranos victoriosos. Esquina por esquina, casa por casa, piedra por piedra, fueron defendiéndose con ese heroísmo inspirado por la fe en los grandes principios, que suele rayar en sublime locura. Aquellas gentes parecían los soldados de la desesperación. Por lo mismo que mantenían una causa ya vencida, redoblaban su ímpetu y sus esfuerzos. Jamás se vio en la guerra de las calles, donde tan fácilmente corre el contagio, así de la esperanza como del desaliento, una porfía parecida a aquella porfía. En nuestra patria el valor es una cualidad universal, y con el valor, ese desprecio a la vida, esa indiferencia ante la muerte, esa abnegación de todo interés personal y egoísta, ese pundonor sublime que de un ciudadano hace un soldado, de un soldado un héroe, de un héroe un mártir, pasando bien pronto la historia más vulgar de los hechos diarios a la poesía de la leyenda. Pero, junto al heroísmo de la guerra, todavía resaltaba más el heroísmo de la caridad, personificado en Ricardo. Al fin los combatientes estaban sostenidos por el común empuje, por la rabia común: el esfuerzo general que nace de todas las voluntades particulares, el humo de la pólvora que embriaga, el vértigo de la batalla que ciega, los sustentaban y los tenían a todos en esa tensión tan propia para las acciones maravillosas, mientras que los héroes de la caridad no luchaban y recibían una lluvia de balas; no se embriagaban en la pasión común, y a cada paso se veían frente a frente con la muerte, participando de todos los dolores del combate y de todos los peligros, sin participar, ni de su entusiasmo, que conjura el dolor y aminora el peligro, ni del esplendor de la gloria. Pero, ¡cuántos heridos recogió en aquella larga calle de amargura! ¡Cuántos moribundos disputó a la muerte! ¡Cuántas muertos que, sin él, hubieran sido un estremecimiento de terrible desesperación, fueron por él, por sus palabras de consuelo, por sus arrebatos de cariño, un tránsito dulce de esta vida triste a otra vida mejor! Su caridad conjuró muchos males, y su presencia en todos los conflictos endulzó muchas amarguras.

Ya no había un solo defensor de la libertad en las barricadas del pueblo al caer la noche del 22 de Junio. Madrid parecía un cementerio. A todas las alegrías y a todas las esperanzas que alumbró la aurora, siguieron tristezas dignas de envolverse en las tinieblas. Aquella jornada que pudo decidirse a favor de la libertad, con los elementos hacinados y las huestes reunidas, resultó una jornada de desgracias irreparables y de irreparables desastres. Mas en la calle de Jacometrezo, unos cuantos liberales se habían encastillado en formidable casa, decididos a vender caras sus vidas antes de entregarse. Decíase que estaban entre ellos los primeros cazadores de Castilla; y así debía ser, porque asestaban los tiros con tal tino, que donde ponían la mirada ponían tambien la bala. Cuantos se acercaban a penetrar por las puertas, a escalar los balcones, a abrir una brecha cualquiera en paredes o ventanas, caían rodando acribillados por tres o cuatro balazos. Conocíase la serenidad, la sangre fría, el ojo certero, el hábito antiguo de la guerra, en la economía de todo alarde inútil, de todo esfuerzo vano, resueltos sin duda alguna a hacer poco estruendo y mucho daño, a no desaprovechar ninguno de los medios de combate. La casa, en la oscuridad, sólo iluminada por los fogonazos, en el silencio sólo interrumpido por las descargas, cerrada como una tumba antigua, y defendida como una fortaleza inexpugnable, tenía indudablemente algo de extraño y de siniestro y de fantástico. Los combatientes, apénas visibles, que entreabrían una ventana, lanzaban un disparo y desaparecían, semejábanse a duendes y fantasmas. Y a la verdad, sólo almas en pena, malhalladas con el reposo, podían empeñarse en combatir, cuando todo estaba perdido; en sostenerse contra la fatalidad incontrastable de los hechos, cuando todo estaba resuelto. El ejército había acometido el ataque con heroísmo, pero no había logrado ninguna ventaja cierta. Por fin, resolvieron entrar por una casa vecina que daba a un callejón, donde no podían ir las balas, y derribando tabiques, penetrar en las habitaciones con seguridad, y dar cuenta de los héroes, sin misericordia. No había remedio: estaban perdidos. Por la calle no podían escapar, sitiados de las tropas; en las habitaciones no podían defenderse diez contra mil, próximos a ser aplastados por el número. No hay para qué decir, pues el lector lo habrá adivinado, cómo debía encontrarse entre aquellos últimos combatientes el animoso Jaime. ¡Y su muerte era segura! No pudo seguirle Ricardo, entregado a cuidar de sus enfermos, en una carpintería de la calle de la Salud, convertida, por la caridad, de taller en hospital, donde yacían vencedores y vencidos, combatientes del ejército y combatientes del pueblo, los cuales departían entre sí, y se auxiliaban, y se consolaban, después de haber peleado tan porfiadamente. Como la calle de la Salud desemboca en la calle de Jacometrezo, y el postrer combate se sostenía tan cerca, cada uno de aquellos tiros resonaba en el corazón de Ricardo, y le abría una herida en el alma. Hubiera querido estar a un tiempo con los combatientes y con los enfermos. Y cuando se hallaba más perplejo, entra un vecino de la calle de Jacometrezo, precipitado, despavorido, con el traje en desorden, con los cabellos erizados y los ojos errantes, como presa de una fiebre, y cogiendo del brazo a Ricardo, lo lleva a un cuarto perteneciente a la carpintería, que está solo, y le dice:

-Van a morir.

-¿Quiénes?

-Jaime y los heroicos defensores del reducto último que resta a la libertad.

-¡Jaime! Voy a morir con él, dijo Ricardo, dirigiéndose a la puerta.

-Espere V.

-No me detenga, porque es inútil.

-Espere V, porque sin mis instrucciones también es inútil todo sacrificio.

-¿Podremos aún salvarlos?

-Podremos con mucho riesgo.

-No hay riesgo que me intimide. Yo prefiero una muerte cierta a una vida de remordimientos, y remordimiento inextinguible sería para mí saber que Jaime estaba en peligro, y que no había agotado todos los medios de salvarlo.

-Los oficiales, desesperados de tomar la casa frente a frente, y deseosos, como es natural, de economizar sangre, penetrarán por una casa contigua, y de esquina, y penetrarán inmediatamente, derribando tabiques, y como los revolucionarios están resueltos a vender caras sus vidas, morirán todos sin remedio.

-Pues a morir con ellos, gritó Ricardo con entusiasmo.

-A salvarlos, si es posible, dijo su interlocutor con más calma.

-¿Cómo podremos salvarlos?

-Yo conozco un escondite que está dentro de la carbonería, donde sólo se necesita levantar una losa grande, que tiene abierta una cruz profunda, y desde allí van al fin de la calle de Tudescos, donde llegarán sin ningún tropiezo y sin ninguna novedad. Es más; yo conozco al oficial que manda el pelotón destinado a entrar en la casa sitiada, y a coger, quizás a matar, a los sitiados. Si se ve cara a cara con él, muéstrele esa sortija, y dígale: si V. salva a esos hombres, si V. los salva a todos por el amuleto que traigo aquí, es de V. Luisa. Todo esto se podría hacer con seguridad de éxito, y todo esto se malogra por no poder llegar hasta la casa.

-¿Cómo no poder llegar? La voluntad no conoce imposibles. Llego yo.

-¿Usted?

-Llego o muero. Quíteme, aunque sea a manotazos, el polvo. Abróchome la levita con aire marcial.

-Pero el ejército creerá que va V. a socorrerlos, y de un tiro lo dejarán a V. frío.

-Para engañar a un ejército siempre hay alguna estratagema. La guerra es, ha sido y será siempre una mezcla informe de emboscadas y de mentiras.

-Mas si salva V. de los unos, tenga seguridad de caer en manos de los otros, que le descerrajarán un tiro al lucero del alba.

-Ya veremos cómo nos arreglamos para que reconozcan en mí un auxiliar.

-La verdad es que ese uniforme...

-¡Oh! Este uniforme, del cual me apoderé esta tarde por otra estratagema, que rescató una vida, paréceme llave salvadera para abrir la primera puerta de nuestra peligrosísima aventura.

En efecto, Ricardo salió a la calle con verdadera resolución, y pasó ante los soldados con aire tan marcial, que le tomaron, merced a la oscuridad, por uno de sus oficiales. El vecino, que le acompañaba y que le diera aquellas instrucciones, se quedó a cierta respetuosa distancia, siguiendo con anhelo indescriptible el número de dificultades que necesitaba vencer para salir airoso de tan grave empeño. Su ademán resuelto, su aire imperioso y marcial, su ascendiente sobre los soldados, como quien tiene costumbre inveterada de ejercerlo, valiéronle el paso franco hasta el sitio donde se dirigía.

-¡Tanto tiempo detenidos ante esa morada! Ahora la inspeccionaré, y veremos si pueden defenderse mucho tiempo. Para vencer a la resolución, no hay como la resolución. Pronto nos darán debida cuenta esos rebeldes intratables de sus acciones y de sus personas. Pronto los veremos rendidos a nuestras plantas. Esa última tabla de la sublevación caerá en nuestras manos, como ha caído todo Madrid, merced a vuestro bizarro comportamiento. Ánimo, ánimo, y a concluir esto en seguida, con la mayor decisión y el más resuelto empeño. Ánimo, ánimo, muchachos; que ayer erais bisoños, y hoy, curtidos en estas batallas inmortales de un día, sois ya veteranos.

Y diciendo estas palabras, pudo acercarse al pie mismo de la casa. Los soldados le miraban con asombro y le seguían con envidia. Algunos quisieron acompañarle, arrastrados por esa atracción invencible que ejerce el valor sobre los valientes. Pero Ricardo los disuadió con arte, persuadiéndoles, por lo contrario, de que su trabajo, puramente de inspección, necesitaba, para el éxito más completo, de una sola voluntad. El peligro comenzaba entonces. Como les había parecido a los unos un oficial amigo, debía parecerles a los otros un oficial enemigo. Los unos le habían dejado pasar; los otros no debían dejarle subir. Ricardo, instruido en gimnasia, trepó de una manera tal, que parecía tener maña bastante para burlar las paredes. Agarrándose a un barrote, cogiendo el hierro de un balcón, pegándose como un lagarto a cualquier superficie, verificaba su peligrosísima ascensión. El sigilo había sido tanto, que los sitiados no advirtieron aquella extraña visita, hasta que tocaba con las manos en la deseada meta y vencía la última resistencia. Pero, advertidos, resonó una descarga tan fuerte, que todos los soldados, y el consabido vecino, dieron con un grito de horror irreproducible, inexplicable, como se exhala de los peligros y de los trances supremos, al animoso joven por completamente perdido y muerto. Afortunadamente no le tocaron las balas, y su robusta voz, dominando el estruendo y diciendo «Jaime», anunció a éste que les acudía algún auxilio y que se presentaba el salvador de todos los desgraciados, el incomparable amigo del alma, el heroico hermano en sentimientos y en ideas, Ricardo de Jura.

-¿Vienes a morir conmigo, tú, a los demás hombres tan necesario? -le preguntó Jaime abrazándole, al verlo entrar salvo por el balcón.

-Vengo a salvarte.

-¿Para qué la salvación?

-Para que guardes y conserves esa vida consagrada a la libertad y a la patria.

-No quisiera ver el nuevo día. Las tinieblas de una noche eterna son el único refugio y la única esperanza de mi alma. Los vencidos solamente pueden esperar su salud de la muerte.

-Esa desesperación no es propia de tus ideas ni propia de tu siglo. Los hombres de otras edades y de otras civilizaciones, creían que al eclipsarse una causa no recobraría jamás su luz. Nosotros sabemos de antiguo que el ideal de este siglo no puede extinguirse. A este día nefasto seguirán días faustos, como tú mismo decías esta tarde al sostenerme y alentarme en mis dudas y en mis tristezas.

En esto, la pared que separaba a los soldados, de aquel puñado de valientes, los cuales apenas subían a diez, retemblaba a los golpes dados por la piqueta de los zapadores; y resonaba tan tristemente como puede resonar la piqueta del enterrador en los cementerios, abriendo la siniestra fosa.

-Jaime, es la muerte.

-Ricardo, vuélvete a la calle y déjame morir a mí.

-No puedo retroceder, y aunque pudiera, no retrocedería.

-Yo, después de esta jornada, no puedo vivir.

-Tengo un medio de que os salvéis todos.

-No porfíes. El único beleño a la derrota es el sopor de la muerte.

-Jaime, que es un suicidio.

-Ricardo, que es una necesidad. Después de haber llevado tantos de los nuestros a un sacrificio inútil, solamente nos resta ya sacrificarnos también y morir.

-Mirad; abajo, en la carbonera, hay una piedra que conduce a una alcantarilla, y por ella podéis salir muy lejos, sin temor de que nadie os moleste, porque está prevenido y dispuesto todo en vuestro favor.

Mas, después de muchas dudas, decidieron todos, mientras Ricardo bajaba a descubrir la piedra y a levantarla, como en efecto la descubrió y levantó, que no se iría ninguno si no se iba precedido de su jefe, precedido de Jaime. Y la resolución de Jaime parecía verdaderamente incontrastable. Primera batalla y primera derrota de su vida, no le era dado resignarse a su desgracia. El mundo estaba a sus ojos desierto desde el punto en que estaba la libertad vencida. Se reconvenía a sí mismo con amargura, como si él no hubiera hecho cuanto estaba en su mano por salvar los caros penates de sus ideas, aun a costa de los mayores sacrificios. Así combatió, cuando ya no quedaba ni esperanza, con los diez amigos más resueltos que había tenido a mano, fascinados todos por la grandeza de su alma. Había realmente en aquella heroica resolución algo del sublime dolor de Bruto después de la batalla de Filipos y del sublime holocausto de Catón después de la batalla de Farsalia. Pero, en tanto que Ricardo porfiaba, la pared cedía y los soldados entraban a someter la última resistencia. Cosas horribles hay en este planeta sembrado de horrores mas ninguna tanto como esta lucha a oscuras, cuerpo a cuerpo, en el seguro de una casa y en el silencio de la noche. Quien hubiera visto la proyección de las antorchas en las paredes medio destruidas; las reproducciones de los rostros, encendidos por todos los arrebatos juntos, en los espejos mal alumbrados; la caída de los cuerpos de unos y otros, empeñados en combates parciales a brazo partido; el salpicar de la sangre caliente, que manchaba tantos objetos destinados al amor de las familias y al culto de la vida; quien hubiera visto esto entre fogonazos, disparos, juramentos, insultos, hubiera visto una de las escenas más horribles que pueden manchar toda una época y ennegrecer toda una existencia. Jaime cayó a un tiro como exánime, en cuanto los soldados y el oficial aparecieron tras los escombros tintos en sangre y alumbrados por las siniestras antorchas, como una evocación mágica e infernal. Así que Ricardo vio esta catástrofe, dijo a los combatientes:

-Huid, que vuestro jefe es muerto.

Y todos huyeron.

Y luego, volviéndose al militar, exclamó:

-Tome este anillo, que Luisa es de usted.

Súbita alegría iluminó el rostro antes enrojecido por el odio. Una palabra de compasión cayó de aquellos labios antes contraídos por la ira, y ahora entreabiertos como para respirar el placer. La voz de que cesara el fuego se dio instantáneamente, y esta voz detuvo a los soldados en la pieza contigua. Ricardo, que experimentó el efecto de su amuleto, pidió el cuerpo de su amigo y su propia libertad. Ambas le fueron concedidas. Y entonces pudo ver que Jaime respiraba todavía; pudo trasladarlo, en brazos de cuatro soldados, a su propia casa, sita en la calle de Alcalá, y pudo descansar un momento de las emociones de aquel día y consagrarse al ejercicio de la caridad, salvando de la muerte a su amigo del alma.




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Capítulo III


En el hogar


Al día siguiente, mientras Jaime reposaba después de penosa noche, trabajada por la fiebre y por el delirio en el primer sueño a fuerza de cuidados y de medicinas conseguido, Ricardo se iba un momento a vecina casa para concluir de arreglar un matrimonio desarreglado a causa de esas desavenencias tan frecuentes en algunas familias, y tan dolorosas para aquel corazón que no podía soportar el espectáculo de los ajenos dolores sin socorrerlos y consolarlos. En el camino hablaba consigo mismo, y decía:

-Después que hemos recorrido el mundo y gustado sus amarguras, y visto sus desengaños, y probado cómo la gloria sabe a cenizas, cómo el poder suena a hueco, cómo la ambición jamás encuentra satisfacciones a la altura del deseo, nos recogemos en nosotros mismos, y adivinamos que todas las nobles aspiraciones anhelosas por lo infinito se abrevian y se reducen al nido del hogar donde finalmente encuentra el alma desasosegada la verdadera ventura posible en este mundo. De suerte, que ni pienses en recoger, como Prometeo, la lumbre del sol; no hay lumbre como el amable fuego de un hogar bien provisto: ni te armes como los dioses antiguos del rayo que hierve en las nubes; no hay rayo como el reflejo de una mirada amorosa: ni pasees la imaginación por los espacios infinitos e inconmensurables; no hay espacio como la santa casa donde te acuerdas de tus padres y donde esperas del legítimo amor la venida de los hijos; ni te sumerjas en los embates y en los oleajes alterados de las pasiones; no hay pasión como aquella que jamás cansa ni hastía, y que en espacio brevísimo resume y compendia la vida entera, y se dilata hasta la eternidad; ni te afanes por el arte y por sus inspiraciones, porque no hay poesía, ni arte, ni inspiración, como la que exhala aquella religión purísima que se llama la religión de la familia y el culto a sus dulces y profundos sentimientos. La humanidad es un objeto demasiado colosal para que nosotros podamos conseguir, no ya su felicidad, pero ni siquiera su mejoramiento, mientras una débil esposa puede ser feliz en el nido de nuestros amores, y bajo las tenues alas y el pobre calor de nuestro corazón. Dediquémonos, pues, a hacer la felicidad de esos seres, y mientras no podamos conseguirlo para nosotros mismos porque no llame la pasión a nuestro pecho, sembremos la felicidad doméstica, imposibilitados como estamos de sembrar por lo escaso de nuestras fuerzas y lo grande del objeto, la pública felicidad.

Y diciendo esto, subió a un cuarto tercero de modesta casa en la calle del Caballero de Gracia, y llamó a una sonora campanilla. En aquel humilde albergue, se albergaba la pobreza, es verdad; pero la pobreza modesta, limpia; la pobreza que se encuentra tan alejada de la fortuna como de la miseria. El suelo de ladrillos brillaba como si fuera de acero bruñido; las sillas, de Vitoria, no tenían ni una mancha, ni un átomo de polvo; sobre la mesa de pino pulimentado campeaban dos búcaros de fresco barro y llenos de suaves y olorosas flores. Un espejo era todo el adorno de las blancas paredes, pero espejo de luna reluciente y de brillantísimo marco. Al través de espesas cortinas de algodón cerníase la luz derramando dudosa sombra que daba frescura al cuarto. Habitábalo antigua doncella de la madre de Ricardo, que, originaria de la América española, nunca había querido casarse mientras viviera su señora en Nueva-Orleans, y se casó en cuanto vino a España y dio con la gente de su raza, de sus costumbres y de su habla. Tenía como unos treinta años, y gozaba, según su aspecto, de la mejor salud y robustez, en compañía de una hermosísima niña, a la cual estaba unida como la flor al tallo, o como el tallo a la flor. En cuanto entró Ricardo, hija y madre le recibieron a una con el mayor contento. La niña se cogió a sus rodillas pidiendo un millar de besos, y la joven le tendió la mano con verdadera franqueza, que no excluía profundísimo respeto.

-¿Salvó V., Micaela, a los revolucionarios aquí refugiados?

-Los salvé a todos.

-¿Cómo se arregló V. para salir tan pronto de ellos?

-La pobreza es industriosa. Los repartí entre mis amigas, y a estas horas se encuentran ya en el puerto.

-¿Y cómo va de asuntos domésticos?

-¡Ay, señorito!

-¿Se aflige V.?

-¿Pues no he de afligirme?

-¿Qué sucede?

-Mi marido

-Siempre con historias.

-No.

-Me quiere mucho.

-¿Qué más puede V. desear?

-Quiere mucho a su hija.

-Miel sobre hojuelas.

-Le quiere a V.

-Pues si a todos nos quiere, ninguno podemos quejarnos.

-Yo un poco puedo y debo quejarme.

-¿Por qué?

-Porque algunas veces pasamos apurillos.

-¿Quién no los pasa en el mundo?

-Pero los nuestros son más de sentir.

-Naturalmente, cada cual se duele de los suyos.

-Son más de sentir, porque...,

-Acabe V.

-Porque son más fáciles de evitar.

-Dígame V. en qué consisten; si un profano puede saber sin escrúpulo esas contrariedades matrimoniales, dígamelo clara y lisamente.

-Pues mire V., en que tenemos...

-¿Ya se corta V.?

-En que tenemos alguna falta de cuartos.

-Y eso...

-Si no ha entibiado el cariño de mi marido, ha disminuido la felicidad del matrimonio.

-Vamos, ¿acabará V.?

-¡Ah!

-¿Suspira V.?

-Sí.

-¿Se ha desahogado ese pecho?

-Completamente.

-Y por qué no lo ha dicho V. antes?

-Porque tenía tanta vergüenza...

-Ya sabe V. como la hemos tratado siempre.

-Con la mayor confianza.

-Y ya sabe V. cómo andan los negocios de casa.

-Lo sé todo.

-Yo, que era riquísimo por mi padre, me quedé con una sola de mis haciendas, y no quise tocar a uno sólo de sus pesos duros en cuanto llegué a la plenitud de la razón.

-El señorito ha hecho cosas que ningún otro mortal quizás hubiera hecho en su lugar.

-Obedecí a mi conciencia. Una fortuna, adquirida por la esclavitud, en la esclavitud sustentada, era fortuna para mí imposible. Renuncié a todo cuanto había heredado de mis padres. Emancipé mis negros y les repartí mis haciendas, de acuerdo con mi santa madre. El día que hicimos eso, no teníamos más abrigo que el abrigo de Dios.

-Cuya misericordia no podría faltar a quien de esa suerte realizaba y cumplía su justicia.

-En efecto; cuando más pobres nos creíamos, nos encontramos más ricos. En la familia de mi madre todos tenían un nombre honrado e ilustre; pero ninguno tenía una posición desahogada. El único tío millonario, antes de saber nuestra resolución, sin duda por acumular sobre una sola cabeza inmensa fortuna, le legó a mi madre una cuantiosa herencia. De ella vivimos y viajamos después que se acabó la guerra americana, en la cual combatí por la libertad de los negros y por la unidad de la patria. Mas yo no dispongo de cuanto quisiera, porque me tiene mi madre por pródigo, y no me deja usar de nuestra riqueza a mi arbitrio, entregándome sólo una renta que al principio de cada mes ya está gastada por duplicado. Le doy todas estas explicaciones a fin de que comprenda, cómo para la tranquilidad de su casa, no puedo hacer otra cosa más que desprenderme de este solitario. Ahí le tiene, último resto de mis alhajas.

Y sacando de su bolsillo la cartera, extrajo un anillo que tenía grueso brillante, y se lo entregó a Micaela.

-Señorito, es V. Dios en persona, la Providencia misma hecha hombre. Ya no dependerá mi pobre Antón de las agencias de provincias que llegan o no llegan; dependerá de un comercio que pondremos en esta misma calle para competir con todos los merceros, los cuales se han hecho ricos. Y habrá paz en mi casa, y tranquilidad en la familia, y salud y alegría. Donde no hay harina, todo es mohína. Al perro flaco, pulgas. En comenzando a subir, se llega hasta la cima. ¡Qué alegría! V. nos ha casado; V. nos ha dotado. Y ahora que la estrechez turbaba un poco la paz doméstica, V. nos vuelve el alma al cuerpo con este donativo que es una verdadera fortuna ¡Qué dicha! ¡Qué alegría!

-¡Cómo esa palabra alegría me resuena en el alma!

-La tengo completa.

-¡Envidiable suerte! ¡Cuánto diera yo por verla alguna vez en mi hogar, aunque mi hogar fuese una cabaña!

-Es verdad, señorito. Mamá...

-¡Oh! Mamá no ha recobrado desde su viudez ni por una hora la calma. Nuestra casa parece un convento. Los lutos y los duelos no han cedido un minuto. Las lágrimas no se han secado en sus ojos. Las largas noches se pasan en largos insomnios; los días entre oraciones y recuerdos. Alguna vez procura sonreírse al verme, pero bien pronto vuelve a inclinar la cabeza sobre el pecho y a despedir un sollozo tan amargo que sacude hasta el fondo del alma y desgarra hasta la fibra última de las entrañas. Yo me he criado oyendo llorar, suspirar, gemir perpetuamente. Yo no he visto jamás, desde que alcé la cabeza de la cuna, un rostro placentero. La luz del mirar de mi madre ha llegado siempre hasta mí al través de mares de lágrimas, y el fuego de su amor ha vivido velado entre las nubes de una tempestad continua. Yo no conozco esos días en que las familias celebran fiestas, recuerdan aniversarios felices, se sientan a la mesa para una comida o una cena de esparcimiento, se acercan a la lumbre a referir historias gratas y renovar el culto a los muertos. Mi madre es una santa; pero entregada como las santas de la Edad Media a una perpetua penitencia. En vano le he pedido, le he rogado, le he instado para que considerase cuánto necesitaba su hijo de alguna alegría, de algún contento, del algún reposo en el hogar. Siempre me ha dicho que debía casarme pronto a fin de tener una compañía placentera a mi lado, y en seguida ha añadido que me casara por amor: solamente por amor, muy penetrado, muy persuadido de que estaba perdidamente enamorado de la mujer elegida, y muy resuelto a vivir, a respirar solamente en la felicidad del amor. Y al decir estas palabras con una elocuencia verdaderamente arrebatadora, me cogía ambas manos con sus manos; me llenaba de besos; me regaba de lágrimas amarguísimas, y concluía por caer o en el sueño de un desmayo parecido a la muerte, o en los sacudimientos de un ataque nervioso parecido a la epilepsia. Imagínese V. qué vida mi vida; siempre en estos dolores continuos; siempre con estos espectáculos de horror ante los ojos; siempre con el acento de los sollozos en el oído; siempre amargado; en el pan, la hiel; en la noche, el quejido; en cada hora del día, la reproducción de un estremecimiento de pena, viendo sufrir a la persona más querida del alma, a la única que debía consagrar hoy su existencia a mi ventura. Nadie puede penetrar en esta situación verdaderamente angustiosa; nadie, porque mi madre se aleja hasta de los criados; y solamente V. ha observado alguna vez cómo se retuercen sus brazos, cómo se extravían sus ojos, cómo se parte su pecho en estas exaltaciones de su carácter, y en estos delirios acerbos de sus amargas penas. Yo he dudado de su cariño y me he arrepentido luego de esta duda, al verla tan próvida, tan amante, tan consagrada a mí; combatiendo, por sonreírse, con sus propios dolores, tratando de alentarme con la esperanza de alguna tregua a sus sollozos; pero vencida al fin por la intensidad del dolor y entregada completamente a su invencible dominio. Mi casa, de esta suerte, es un desierto, y de esta suerte mi vida entera es un holocausto. La sociedad nos está completamente vedada, pues las puertas del sepulcro no se abren sino a los muertos. Los placeres y los esparcimientos del mundo, completamente prohibidos, porque mal se puede aspirar a ninguna alegría cuando se habita de continuo con el dolor. Ni siquiera los viajes han logrado distraernos y calmarnos. En vano hemos recorrido el mundo a ruegos míos para procurarnos algún alivio o algún olvido en el conocimiento del mundo, en el trato con nuevas gentes, en la separación de aquellos lugares, testigos de nuestra vida anterior, y por lo mismo, llamadas a despertar dolorosas memorias. Los años, lejos de aminorar, han acrecentado la pena; el movimiento, que para la juventud es un aliciente a la distracción, para la edad madura es un cansancio que fatiga así las fuerzas del cuerpo, como las fuerzas del alma. Hemos llegado a la patria de nuestros abuelos, y nos hemos establecido en este Madrid que tantas veces saludamos desde América. Mi madre, descendiente de antiguos virreyes castellanos, ama quizá tanto como el Nuevo Mundo donde hemos nacido, este viejo mundo en que reposan las cenizas de sus padres. Yo creí que el oír la lengua española y su incomparable melodía; el respirar este aire acariciado tantas veces desde lejos en continuas esperanzas; el ver esta luz espléndida reverberada por un cielo azul que serena hasta las tempestades del alma y que acaricia los globos de nuestros ojos, daría al desgarrado corazón de mi pobre madre algún bálsamo capaz de cicatrizar sus abiertas y profundísimas heridas. Engañéme completamente. Al descubrir estas costas; al penetrar en esta tierra querida; al recorrer sus campos benditos; al orar en sus iglesias góticas; al ver sus históricos monumentos, el ánimo advierte que teatro hubiera sido éste en otro tiempo para su felicidad, cuando era capaz de ser feliz esa alma desolada. Así, después de haber hecho un esfuerzo para visitar algún sitio célebre, su melancolía crece y vuelve a sumergirse su corazón despedazado en las penas continuas que la ahogan, exacerbadas por las dichas con que había soñado su deseo y por la triste realidad de su tormento. En cuanto a mí, nada en el mundo me interesa, sino el dolor. Cuando corro a los campos de batalla como en la tremenda guerra americana; cuando me pierdo en las revoluciones, como ayer mismo; cuando peleo en los tristes hospitales con la peste; cuando busco por las buhardillas la desnudez para vestirla y la miseria para aliviarla, me impulsa siempre el deseo de averiguar si hay en la tierra algún ser tan desdichado como el ser que me dio la vida, y, por consecuencia, tan desdichado como yo. Y siendo imposible llevar un rayo de alegría dulce a mi hogar, lo llevo a los extraños hogares. Y siendo imposible la felicidad en mi pecho, quiero gozarme en labrar la ajena felicidad. Al cabo sé que una palabra puede serenar tempestades como las oídas en mi alrededor, siempre rugientes; que una lágrima de compasión puede ahuyentar dolores como los a mi lado siempre despiertos; que un diamante puede ser seguro talismán para una familia, mientras que para nosotros el cielo parece de bronce y la tierra entera erizada de espinas, entre las cuales jamás brota ni puede brotar una flor. Muchas veces he querido seguir el consejo de mi madre; he querido amar, he querido elegir entre tantas jóvenes como pasan a mi lado, una compañera de mis penas, y una esposa del alma. Y al ver que ninguna ha conseguido fijarme, he imaginado que me encontraba como aquel Satanás, compadecido por Santa Teresa de Jesús; he creído que me encontraba ¡ay! imposibilitado de amar. Pero, ¿adónde íbamos, si pudiera ser feliz; a dónde íbamos imposibilitado de alejar a mi madre, en cuya compañía quiero vivir y morir, imposibilitado de hacer feliz a mi esposa, que al cabo concluiría por contagiarse de desesperación.

No acabaríamos nunca si hubiéramos de repetir todos los lamentos que el infeliz Ricardo expresaba en el seno de aquella fiel mujer, único confidente posible de sus penas, a las cuales creía tributar el mayor tributo de consideración, vertiendo torrentes de compasivas lágrimas.




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Capítulo IV


La desesperación


La casa de Ricardo era en efecto la tumba de su madre. No había más que acercarse a su gabinete para convencerse de que vivía Carolina en brazos de la muerte. El suelo estaba alfombrado de palio negro; las paredes tapizadas de negra bayeta; las ventanas cubiertas de cortinas igualmente fúnebres; sobre las mesas veíanse siempre-vivas, violetas, cruces, libros de rezo, en tal manera, que parecía encerrada aquella mujer en triste catafalco cual si asistiera a sus propios funerales, y celebrara sus propias exequias. Un largo trajo de merino negro, sencillo en demasía, pero ajustado a su elegantísimo cuerpo, la amortajaba entre sus anchos pliegues; una toquilla negra cubría su cabeza peinada con la sencillez correspondiente a su tocado, pero con limpísimo esmero. Como el rostro, a pesar de su demacración, no había perdido la hermosura; como los ojos, a pesar de su fiebre, no habían perdido el poder; como el cuerpo, a pesar de sus maceraciones o de sus dolores, no había perdido la esbeltez; semejábase a una imagen de la penitencia trazada por artista, cuya hábil mano tuviese empeño en asociar al dolor acerbo la perfecta hermosura.

A veces solía abandonarse por completo a la desesperación, cuya fuerza no se aminoraba jamás en aquellos sus agitados nervios, y en aquella su vivísima sensibilidad. Entonces la palidez de la muerte caía como una sombra con matices entre verdes y amarillos sobre sus hermosas facciones; copioso sudor producido por la extrema debilidad y el pertinaz desmayo bañaba su cuerpo; la postración la rendía hasta el punto de no poder estar de pie; y la razón se escapaba de su inteligencia como si sólo quedaran ya en aquel organismo medio roto, pavesas de la vida, crepúsculos del alma; y en aquella alma medio extinta la capacidad necesaria al sufrimiento. Y como jamás podrá el dolor tener esta exaltación continuamente, ni revolcarse en estos espasmos de violencia, habíanse acostumbrado sus ojos y sus facciones a una contracción casi perpetua, reveladora de contrariedad casi continua. Sus largos párpados se entornaban como al peso de sueño incontrastable; su cabeza se caía sobre el pecho como la flor marchita inclinándose sobre el tallo; las mejillas mostraban surcos hondísimos de esos que deja el pensamiento con sus hondas tristezas; la frente mostraba arrugas numerosas; y los extremos de los labios una dejadez tan irremediable y tan duradera como la de aquellos que han dejado la vida. No respiraba; suspiraba. Y cuando sobre aquel suspiro quería poner algo más doloroso todavía, no suspiraba en verdad; amargamente sollozaba. En la frecuencia con que se llevaba la mano a la garganta, veíase que la anudaba una pena terrible. Toda su vida era aflicción. Así, los músculos que la anatomía moderna llama músculos del dolor, estaban casi siempre en su frente contraídos; las cejas arqueadas como a la interior contemplación de una idea fija; y el labio superior vibrante cual si a todas horas le agitase el afán o la necesidad de gemir.

Imposibilitada Carolina de toda expansión, su tristeza la conducía necesariamente a concentrarse dentro de sí misma y a vivir de sus propios dolores, como vivía y se alimentaba en los infiernos el Conde Ugolino de la carne cruda de sus hijos. Esta idea fija de su pena irremediable le congestionaba el cerebro con una congestión tan pesada, que la obligaba y constreñía a tener siempre la cabeza sobre la palma de la mano para auxiliarla a soportar tanta pesadumbre. Y sin embargo, esta pena, ¡ah! no había alterado sensiblemente su hermosura. Diríase que aquella mujer era la Niobe antigua, tal como la hemos admirado en los Museos de Florencia, embellecida y como transfigurada por la intensidad misma de su desesperación. Cuántas veces quedaba como fuera de sí; cuántas veces miraba y no veía más objeto que los negros círculos producidos por la irritación de sus pupilas; y pugnando por abrir su alma a pensamientos o esperanzas múltiples, sólo sentía el pensamiento y la esperanza de la muerte. Y a medida que más rodaban en su cabeza estos torbellinos de ideas fúnebres, más se contraían y cerraban sus labios con el sello de un tenaz y profundísimo silencio. ¿Qué palabra habría en el humano lenguaje, bastante a llevarle algún consuelo en aquella desolación tan duradera como su vida? Ni siquiera la luz que todo lo vivifica, que todo lo anima, que todo lo colora, que despierta la vida en los organismos, y la alegría en la vida, llegaba hasta el interior de aquella alma desierta. Ni siquiera le quedaba el lenitivo último de los desgraciados; departir de sus penas, comunicarlas, hacer que penetren hasta el alma de otros seres y provoquen la consoladora y necesaria compasión. Pasaba continuamente de las tristezas a las aflicciones, y de las aflicciones a las tristezas. Estos dos estados eran al cabo los dos estados naturales y perpetuos de su alma, envuelta en los senos del misterio y obligada por la propia delicadeza de sus sentimientos y por la piedad maternal y el culto necesario de la honra vinculada en su hijo a un perpetuo silencio.

Nada hace a los humanos tan desgraciados como faltar a la entera vocación de su vida. Eminentemente sociales como somos, la fuerza que mantiene la sociedad es el amor, como la fuerza que mantiene el Universo es la atracción. El amor primero, esencial, necesario, es el que acerca entre sí, une, confunde en sus placeres y en sus efusiones indecibles a los dos opuestos sexos. Pero, aparte de esta primera y genuina acepción del amor, hay otros muchos grados conocidos en la lengua común por las palabras afecto, cariño, simpatía, amistad, que nos unen con el suelo en que nacimos, con el hogar que habitamos, con la religión que en la primera edad recibimos, con los semejantes que vemos, grados varios constitutivos de esta entidad superior que llamamos sociedad. El ser más social, es el ser que más siente, porque es el ser que más atrae. La pureza y la intensidad de los grandes sentimientos crea y mantiene la sociedad. De consiguiente, la mujer más sensible, más tierna, más afectuosa, también es mucho más sociable que el hombre. Como sucede en la vida común, que junto a una mujer inteligente y hermosa, suele formarse una abreviada sociedad, sucede en la vida universal, y en las grandes y permanentes sociedades humanas. El hombre, fuerte de temperamento, llamado a la guerra, con voraces instintos de odio, cazador, guerrero, es mucho menos social que la mujer; como el águila, como el milano, como todas las aves carniceras y rapaces, unas obligadas a vivir en las sombras para tender sus emboscadas; otras en los altos y solitarios peñascos para lanzarse sobre sus presas, indudablemente son mucho menos sociables que los ruiseñores, cuyos coros de amor resuenan por la primavera en nuestros floridos campos, y que las golondrinas, siempre en bandadas, viajeras misteriosas, benditas entro todos los pueblos, y cuyos dulces píos y cuyos parabólicos vuelos y cuyos consoladores regresos de las largas emigraciones a nuestros patrios techos, nos anuncian la vuelta del calor y la resurrección de la vida. Así, pues, la mujer tiene el don de despertar todos los grandes afectos, y como tiene el don de despertar todos los grandes afectos, tiene el don también de servir como base incontrastable y primera a la humana sociedad.

Una mujer que falta en el mundo a esta vocación primera de su naturaleza, a este ideal luminoso de su vida, a este llamamiento de la sociedad, es e1 más desgraciado de todos los seres, como lo son generalmente todos aquellos cuyos medios y cuyas facultades no corresponden por uno de esos accidentes, denominados infortunios, al fin primordial para que fueron criados. Carolina había nacido para amar y ser amada en el seno de la familia, y para procurar a cuantos se agrupaban a su lado bajo la techumbre del hogar la primera y la más necesaria de todas las felicidades, la felicidad doméstica. Carolina había nacido para irradiar desde este centro de amor íntimo la luz y el calor de sus amores, en amistad, en afecto, en cariño, en obras piadosas y caritativas sobre toda la sociedad de su tiempo, animando desde las inspiraciones que mueven a la libertad, hasta las inspiraciones que mueven al culto y a la práctica de la poesía y del arte. Vestal en la casa, y en la familia sacerdotisa; numen y musa de muchas grandes obras sociales por su inteligencia y por su hermosura, sus ideas y su sangre la impulsaban a despedir esas corrientes de electricidad que en la sociedad sirven para grandes operaciones; en la sociedad, necesitada como la naturaleza de una mecánica y de una química especial que distribuya las fuerzas, que condense las ideas, que cristalice los organismos, que produzca y mantenga la vida. Había faltado Carolina por una serie de accidentes, todos infortunados, a este fin supremo de su existencia, y en realidad se había precipitado desde las sonrosadas alturas del alto ministerio que le deparaba naturaleza, al hondo abismo de una irremediable desgracia, que la reducía tristemente a ser incompatible ya con toda sociedad.

El sentimiento provoca el sentimiento. Un suspiro triste os sumerge en la tristeza, aunque vuestro ánimo se halle naturalmente alegre como el ver una persona en el borde de un abismo os produce vértigo semejante al que experimentaríais si en su lugar os encontrarais. La comunicación del sentimiento se parece al estallido de una chispa eléctrica. La mirada que recoge de lo interior una idea, y la concentra en las retinas, como se concentra la luz en los focos de los espejos ustorios, y la despide sobre otra mirada, produce instantáneamente en el choque de los ojos una misteriosísima centella, la cual penetra hasta en lo íntimo del ser, y agita hasta las entrañas del alma. La palabra, ese sonido tan tenue, combinando letras y vocablos, si recoge de lo íntimo del ser grandes sentimientos, concluye por dominar a un auditorio frío e indiferente, por hacerlo reír si quiere provocar la risa; por hacerlo llorar, si quiere provocar el llanto; por llevarlo a la compasión, cuando se enternece; al odio, cuando se indigna; a todas las emociones más distantes en aquella hora de la voluntad y de la idea del que escucha arrastrado a pesar suyo por la rápida y misteriosa comunicación de las profundas emociones. Hay almas que son grandes conductoras de los sentimientos y de las ideas, como hay cuerpos que son grandes conductores de la electricidad. El alma de Carolina era una de estas almas. Dios le había dado los dones que más sirven para despertar en los demás los sentimientos experimentados en ella misma; le había dado el don de una mirada comunicativa, y el don de una palabra elocuente. Pero aquella naturaleza franca, irradiante, efusiva, había tenido que encerrarse en sí misma como si fuera una triste naturaleza egoísta, dada la concentración natural e inevitable del dolor.

Carolina, desde la hora terrible de su desgracia, se hubiera retirado del mundo y se hubiera ido a un convento para recoger en su corazón el amor divino, ya que le había sido negado el humano amor, a no tener junto a sí el hijo de sus entrañas, lazo único que la ataba a la sociedad y a la tierra. Un alma como la suya, que en el matrimonio podía haber encontrado felicidad tan grande, se había visto obligada a vivir con un esposo a quien no había amado jamás. Y aún con éste, con su marido, a pesar de todas sus ideas, de una pureza inmaculada; a pesar de sus honrados instintos; a pesar de sus castas inclinaciones, no había podido ser ni tan consecuente, ni tan fiel como se lo aconsejaba su conciencia y se lo imponía su propia voluntad. Luego se prendó de otro mortal, y ni tuvo valor para seguirlo, ni valor para rechazarlo. Cayó en sus brazos un momento, el cual decidió de su vida por toda una eternidad. Al esposo que le diera un hijo, una fortuna, un apellido, sino ilustre, ilustrado por la riqueza y por la política en aquella altiva sociedad americana, le había correspondido, arrastrándole a la locura primero, y a consecuencia de la locura, a una muerte desastrosa, cuya agonía fue un estallido continuo de maldiciones que concluyeron por levantar entre tantas interiores tristezas, una espesa nube de remordimientos en la conciencia sombría de la atribulada esposa. Cuando asociaba el día de su unión al pie de los altares con Jura, y el día de su viudez, pensaba que no había sido buena esposa y que no había amado, como era de su deber, y como lo prometiera por inviolable juramento, necesitaba contenerse con ambas manos la cabeza, víctima de vértigos horribles, para no perder completamente la razón. Cuántas veces se levantaba airada contra sí misma por un impulso ciego, y se reconvenía con las reconvenciones amargas que hubiera podido dirigir a otro ser cualquiera. En ninguna memoria estuvo jamás tan presente y tan viva una culpa; en ninguna conciencia estuvo jamás tan presente y tan vivo un remordimiento.

Luego, otro de los sentimientos de su vida había sido el amor, ciego al mulato Antonio. Cuanto más ahondaba en su corazón y en su memoria, más veía que aquella pasión resultaba la pasión única de su vida. En todos los espejismos de su imaginación; en todas las ilusiones que se levantaban de sus sentimientos; en todos los recuerdos de su memoria, las únicas horas placenteras y los únicos instantes felices se relacionaban con aquellas serenatas de amor, con aquellos versos de profundo sentimiento, con aquellas encendidas miradas que penetraron hasta los abismos de su ser, y que en él difundieron una pasión inextinguible. Pero, ¡oh pena de las penas! Este amor había tropezado en la realidad, y de tan irremediable tropiezo, había provenido también una irremediable desgracia. El ser tan amado había subido hasta el cielo de aquel amor purísimo, y lo había manchado con el hálito de un placer pasajero que diera al cabo frutos de perdición eterna. Los dos amantes que acaso habían nacido el uno para el otro, que en realidad se buscaban y seguían, como se buscan y siguen unos a otros los mundos suspensos en el espacio por la misma atracción, debieron, a causa de este minuto de placer, convertido en un infierno perdurable, separarse por toda una eternidad, y huir uno del otro como pueden huirse y esquivarse los seres que a muerte se aborrecen. Y habían huido y se habían separado, para que esta mutua separación, ¡ah! no pudiera realizarse sin que en mil pedazos se destrozaran y de arriba abajo se desgarrasen aquellos dos corazones. Querer a un mortal y no verlo; y no hablarle, y no sentirlo a su lado, y no compartir con él todas las ideas al par de todos los sentimientos, y no asociarlo a su misma suerte, a sus dolores, a sus alegrías, y no tenerlo bajo el mismo techo, y no recoger en su mirada la luz de la vida, en su aliento el aire para el pecho, ¡oh! es el dolor de los dolores, dolor a cuyos golpes y estremecimientos se destrozaba, concluyendo por ver siempre ante sus ojos nublados de lágrimas, sin tranquilidad alguna lo presente, sin esperanza lo porvenir, sin alivio el mal que la postraba, sin compasión los humanos corazones, vacío el mundo y vacíos hasta los cielos, cuyo esplendor se ocultaba y desaparecía tras el sudario de negrísima tristeza. Así es que amaba y maldecía a Antonio; deseaba tenerlo a su lado con el corazón, y de su lado lo rechazaba con la conciencia, resultando de tal estado una horrible batalla, en la cual se aguzaban cada día más para atormentarla sus dolores y sus remordimientos.

Pero no hay término ni límites en el sufrimiento. Aún la atenazaba más las entrañas otra pena intensísima: la separación de la hija que naciera de su culpa y de su caída; la separación de la hija de Antonio; aquella hija, pedazo verdadero de su corazón, parte integrante de su alma. En noche siniestra, el hombre que se había aprovechado de un momento, en el cual su voluntad estaba como perdida y como enajenada, asaltó la casa que conocía tanto, entró en el gabinete que profanara con sus arrebatos, cogió de su cuna la niña que era como prenda viviente de aquel amor, y se la llevó consigo a educarla bajo otro techo y a convertirla en ornamento de otra familia. Diez y seis años hacía de esta horrible tragedia, y en esos diez y seis años no se cansó jamás Carolina de llorar y de desesperarse. Su marido en la demencia, su amado en necesario apartamiento, su hija arrancada de su seno; cada uno de estos dolores tenía fuerza por sí sólo para atribular una vida entera y perder un alma inmensa. Cuánta fuerza no tendrían todos juntos acumulados con sus tristes pensamientos sobre una sola cabeza, con sus horribles torcedores sobre un solo corazón. Así es que Carolina, la infeliz, no vivía; pero tenía realmente razón para no vivir en aquella inmensa desventura. Esposa infeliz, había sido causa de la demencia y de la muerte de su marido. Amante infeliz, había sido causa de la desesperación. de su amado. Madre infeliz, había sido causa de que su hija se educara léjos del regazo maternal, donde únicamente puede criarse la infancia necesitada de esos tiernos cuidados que no se adivinan, si no los inspiran a la voluntad las entrañas.

Al llegar aquí, a esta consideración de su desgracia, perdía Carolina todo imperio sobre sí misma, y se daba entera a un dolor, de tal suerte intenso, que sus sacudimientos podrían causarle de seguro la muerte, si la complexión humana, destinada al dolor, no tuviera tanta resistencia. Madre, y la naturaleza había sido de tal manera violentada en ella, que le arrancaron sin conmiseración alguna la hija de sus entrañas. Todo se puede sustituir en el mundo; todo, menos el corazón de una madre. Cuán poco valor tuvo en el empeño y en la batalla por guardar aquella angelical criatura; se decía a sí misma. La última de las hembras del último de los animales, se defendería y defendiera su prole con mayor rabia y con mayor empeño. Una tigre, o hubiera muerto, o hubiera matado al raptor, si en su propia madriguera, lactando sus cachorros, la sorprende. A cada momento de su vida, se acordaba de la vida de su hija. Un padre, y más un padre tan combatido por toda suerte de contrariedades, como el infeliz Antonio, no podía proveer a la educación de una tierna niña. El padre representa siempre la fuerza, la energía, el valor, y la pobre criaturita necesitaba la compasión, la ternura, la delicadeza, las lágrimas, la providencia maternal. ¿Qué mujer puede sustituir a la madre cuando ni siquiera el padre la sustituye? Solamente en los oídos maternos resuena como una música, el lloro incómodo de los niños; solamente una madre se pierde embebecida en la sonrisa y se mira en la mirada que surge de la cuna y se abisma en la contemplación estática, verdaderamente indispensable, para sostener los cuidados de la maternidad y conjurar los peligros que rodean a la inocencia. Y luego, al llegar a la alborada de la razón, nadie puede enderezar el sentimiento hacia lo divino como una madre; y al encresparse el oleaje de las primeras pasiones, nadie como una madre calmarlas y dirigirlas a la plena realización del bien. Solamente la previsión maternal, sus adivinaciones proféticas, alcanzan a señalar los abismos de la vida sin corromper la pureza del corazón y sin empañar ni siquiera ligeramente el espejo clarísimo de la inocencia en que se reflejan las cosas bellas del mundo.

Con razón, pues, se le partía el alma cuando se acordaba de lo que hubiese sido su vida con la hija del alma al lado, y de lo que era sin su hija. Cuánto la hubiera regocijado la sonrisa de aquellos labios, constantemente brillando sobre su vida; la primer palabra gorjeada por la tierna garganta; el nombre de «mamá» dicho antes que ningún otro nombre; los primeros tímidos conceptos y las primeras encantadoras gracias; la inclinación a consagrarse al amor desde sus juegos y a constituirse en el divino ministerio de la maternidad con sus muñecas; el día de cambiar las mantillas por el vestidito; y el día de los primeros pasos; y el día del Primer premio de lectura; y el día de la primera comunión; y el día del primer rubor producido por el primer asomo de la pasión; y el día del vestido largo, y todos esos días aniversarios de otros tantos instantes venturosos, que son como creadores de un alma, en la cual pone una madre todas sus inspiraciones, toda su luz, todos sus amores, todas sus ilusiones que de nuevo florecen, y todas sus esperanzas que se perpetúan sobre el corazón de su hija, abreviado universo de su alma estática y amante.

Un tiempo fue en que tuvo noticias de su hija. Sabía que iba creciendo en inteligencia y hermosura. Sabía por esas industrias propias de las madres, todos sus pasos y toda su vida. Pero la rica familia con la cual vivía y de que formaba parte la niña con su padre Antonio, se había venido a Europa, y después de ese viaje a Europa, en el cual llevaban empleados más de seis años, nada había podido saber sino que continuaban viajando. Antonio se vengó bien cruelmente de la negativa que opuso Carolina a seguirle con no enviarle ni una sola palabra de su hija. En verdad, la causa primera del viaje estaba en el deseo que tenía Antonio de procurarse distracción a sí mismo, y cultura verdadera y esparcimiento a su hija, a la cual había puesto el nombre de Elena. Conforme ésta iba creciendo en años, su padre se iba penetrando de cuán necesario era ocultarla su origen, y no decirla que tenía una madre y un hermano en la tierra. Antonio vivía con el rico habanero, su hermano de leche, que le rescatara en el mercado y que hiciera de su afecto una verdadera necesidad del alma. Este riquísimo habanero había sido padrino de Elena, bautizada en Méjico después del rapto. Aunque al morirse su primera novia había hecho juramento de no casarse, casóse al cabo, seducido por las gracias de una bella mejicana, con la cual no tuvo ningún hijo. Así el matrimonio y Antonio vivían para Elena y la cuidaban con el amor y el celo con que hubiera podido cuidarla su propia madre. Para Elena, Antonio, su padre, era viudo, y no le hablaba nunca de su madre por no renovar recuerdos tristes de otros tiempos ni abrir heridas del alma, recuerdos y heridas que todavía destilaban sangre, según las tristezas continuas del mulato, cuyas pasiones se hallaban todas reunidas y concentradas en su hija. Juntos habían recorrido toda Europa y gozado todos los esparcimientos propios de un viaje tan delicioso. Juntos vivían los cuatro en una paz completa, sin que hubiera objeto preferible a Elena para su cariño, ni otro heredero a su inmensa fortuna.

Carolina estuvo adherida a América mientras vivió su esposo, el caballero Jura. Le era imposible dejarlo, y cuidaba de él muchas veces con riesgo de la vida, porque. su locura llegaba con facilidad al furor, y por consiguiente a la violencia. Pero en cuanto Jura murió, en cuanto pasó el duelo, en cuanto guardó por un año entero el luto junto al cementerio donde estaba enterrado, vínose a Europa, trayéndose a Ricardo, que bien lo necesitaba, por haber recibido una mortal herida en la guerra de los Estados Unidos y en defensa de la hermosa bandera de Washington mantenida en las inmaculadas manos de Lincoln. Luego, como Ricardo se avergonzó al morir su padre, de tener una fortuna ganada en la trata y mantenida por la esclavitud, no hubo otro remedio sino repartirla entre los negros emancipados, y venirse a Europa en busca de algún lenitivo a los antiguos e inveterados dolores. Pero en realidad, el principal móvil de aquel viaje en Carolina, era buscar a su hija, encontrarla, verla, saber de ella, aunque jamás ella supiera nada de su madre. ¡Infeliz Carolina! ¡Ah! No sabía cuán fatal iba a serle este encuentro. En la realización de este deseo tan anhelado se encontraba la mayor desgracia y la mayor catástrofe de su vida, el sacrificio de seres inocentes inmolados por su irreparable culpa y partícipes de sus castigos.



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