Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajo

Capítulo V


La velada de San Juan


Noche divina en verdad, esta noche del solsticio de verano. Como el 23 de Junio es el día más largo del año, el instinto de los pueblos ha consagrado su hermosa noche con poéticas y placenteras fiestas. Recuerdo, como, hace tiempo, recorriendo en tal aniversario los feraces campos del bello Portugal, a cada paso encontrábamos hogueras alimentadas por plantas aromáticas que esclarecían el camino con sus destellos y embalsamaban los aires con su humo. De la misma suerte, en los antiguos pueblos, al borde luminoso de los mares del arte, a la puerta de los templos de mármol erigidos en los altos promontorios y retratados en las tranquilas aguas, encendíanse esta tarde hogueras, a cuyo alrededor danzaban los mancebos y las doncellas, entre canciones de amor y coros, acompañados por cítaras de oro, coronadas con ramas de laurel y flores de verbena.

En nuestros pueblos del Mediodía la noche de San Juan era la noche de los misterios; la noche decisiva para la incierta humana suerte, la noche en que cuajan los amores, la noche destinada al encuentro de los seres que han de dormir en el mismo lecho y que han de reposar en el mismo sepulcro, para despertarse abrasados y confundidos también allá en la eternidad. Las gitanas hacen su agosto. Son de ver con el zagalejo de seda celeste, bordado con argentadas lentejuelas; con el cinto al talle, de cuyos hilos caen sonajas y cascabeles y amuletos y relicarios; con el pañuelo de mil colores ajustado al jubón de raso negro; la castaña a la nuca; el peine dorado sobre la sien izquierda en la ancha cabeza; morenas como el pórfido egipcio, negras de ojos, que tienen toda la atracción y toda la profundidad del abismo, escudriñando, a la luz de los astros, las palmas de las manos, para decir a las casadas si sus maridos les guardan fidelidad o no en las largas navegaciones y a las solteras si vendrá o no el novio a pedirlas pronto en casamiento.

¡Cuántas veces he visto yo a mis vecinas, más hermosas y más admiradas, allá por las riberas de nuestro Mediterráneo, abrir las ventanas con sigilo, mirar los astros con escrutiñadora inquietud, apercibir las orejas a recoger la primera campanada de la media noche, y en cuanto su tañido caía de la alta torre dando las doce, romper un huevo fresco, puesto aquella mañana por una gallina negra, y depositar la clara en un vaso de agua, para deducir de los dibujos formados por aquella extraña mezcla secretos de amor, que no le habían revelado ni los latidos de su propio corazón, ni los ojos de su adorado amante!

Naturalmente, noche así es noche de amores. Y el amor no tiene expresión tan propia de sus aspiraciones infinitas y de sus melancolías indecibles, como la música, y la música no tiene momento tan bello y tan digno de sus cadencias como la alta noche en que todo se recoge y calla, y solamente vela y escucha quien padece los desvelos del amor. Y en la noche, la melodía que se esparce más dulcemente por los aires, como un aroma venido del cielo, y que penetra a través de paredes y puertas y rejas, como la luz al través del cristal, es la melodía de la serenata. El rasguear y el pespuntear de los dedos en la guitarra arrancan chispas, que cargan de sentimientos las almas, y que en deseos inexplicables encienden la sangre. Las cuerdas de la guitarra suspiran, gimen, sollozan, lloran, como si fueran las fibras de un corazón enamorado. Y tras aquellos suspiros de dolor, porque la pasión siempre es dolorosa; tras aquellas gotas de reprimidos lloros que se escapan y se evaporan y se elevan de cada una de las melancólicas notas; suena la canción meridional, la más bella de las canciones que han ideado los hombres, con sus cadencias larguísimas como el rumor de las selvas y el susurro de los arroyos y la resonancia de los mares, con esas cadencias, sobre las cuales se levantan aquellas cuartetas incorrectas pero sublimes, llenas de hondas quejas, esmaltadas de orientales comparaciones, reducidas a continuas imágenes, que expresan la tristeza, la nostalgia, la aspiración a lo infinito, la pena del alma enamorada, el recelo de los perversos, la incertidumbre y las dudas eternas, los celos desgarradores, la felicidad de la posesión, la angustia de las separaciones, el anhelo por un suspiro y por una mirada, la desesperación por una ausencia, el deseo al descanso de la muerte, todos los temas y todas las formas del más humano entre los sentimientos expresado en el habla sencilla del más poeta entre los pueblos.

La ronda y la rondalla; la soledad y la malagueña; las playeras y las saetas son los poemas de amor más bellos que han cantado los hombres, profundos de pensamiento como las poesías del Norte, hermosos de forma como las obras del Mediodía, cadenciosos y sostenidos a la manera de una melodía árabe inspirada por la uniformidad del desierto, tristes y desgarradores como una lamentación de los profetas hebreos a las orillas de extranjeros ríos, propias para cantar las tristezas del amor y para henchir de inspiración una noche como la noche de San Juan, iluminada por las estrellas de los cielos clarísimos y por los ojos de las almas enamoradas. Y a todos estos poemas, entonados al son de la guitarra, se unen allá en el Mediodía entre nosotros la enramada que cubre de tomillo y de romero la visitada reja, y la orna de rosas y de jazmines, cuyo olor embriaga, y de frutas de aquella estación, que parecen, por lo delicadas y por lo olientes, verdaderas flores.

¡Cuánta poesía y cuánto sentimiento en la noche de San Juan! Cuando en la madurez y en el otoño de la vida recuerda el ánimo entristecido aquellas horas de sublime tristeza, aquellas sombras de dudosa incertidumbre, aquellas inspiraciones respiradas en el aire al par que el aliento de las flores se convence de una cosa profundamente verdadera y profundamente sencilla, de que sólo se vive mucho cuando mucho se siente. No digamos que el corazón es el órgano donde reside el criterio de la verdad, no digamos que el sentimiento es el grado superior de la vida. Realmente el corazón ocupa un rango muy inferior a la celeste bóveda del cerebro, y el sentimiento nos confunde hasta con las plantas. Pero quizá por eso mismo, por ser más propio de nuestra condición, y más acomodado a nuestra pobre naturaleza; en el sentir, ó en el amar, si queréis que concretemos la palabra, se encuentra la vida verdadera. Pensar, elevarse en alas de la idea a lo infinito, descubrir el Universo desde la vertiginosa cima de lo ideal, penetrar en el origen de los pensamientos y en el origen de las cosas, todo eso es superior a la humanidad, y por lo mismo tiene algo como lo divino, que abruma nuestro ser, agota extraño nuestras fuerzas y despedaza nuestro organismo. Yo os conjuro a que miréis a todos los héroes principales del pensamiento para convenceros de que en esas alturas reina una soledad a la cual es muy preferible la ignorancia del campesino a quien rodean los próvidos cuidados de la amistad y del amor. Así la vida es más humana que cuando se espacia en la ambición o en la ciencia, cuando se reduce al breve nido del sentimiento donde se encierra en una felicidad cuya dulzura nace de su propia limitación. Sentir es vivir, mientras que pensar es algo verdaderamente sobrehumano; algo superior a la humana existencia.

Mas, volviendo a la noche de San Juan, debemos recordar cómo en Madrid no tiene la poesía que en nuestras regiones meridionales. Pero tiene mucha vida y mucha animación. Nuestra calle de Alcalá y nuestro Prado, ofrecen dilatado espacio y natural teatro a todas las expansiones del pueblo. Hacia el Este, los bosques del Retiro que huelen como rebosando aún el aroma de la primavera; hacia el Norte, la desembocadura del paseo de Recoletos, y la blanca masa y la línea de la estatua de Cibeles; entre las alamedas, esas fuentes teatrales que toman por la noche fantásticos aspectos a los reflejos de las luces artificiales; en lo alto de las colinas, las torres semi-góticas de San Jerónimo, y en lo hondo del valle el intercolumnio casi griego del Museo de Pinturas; a la mitad, el Obelisco del Dos de Mayo con sus fúnebres cipreses, y en todos estos espacios, barracas donde se venden flores y macetas, tiendas de campaña donde se fríen apetitosos buñuelos, aguadores con sus faroles aparatosos y sus botijos y sus azucarillos níveos: botillerías que ostentan todos los colores y todos los matices más brillantes en sus botellas de varios tamaños; tabernas y cafés al aire libre; grupos de gentes que cuchichean y que cantan al son de la guitarra, y que beben, ora licores, ora refrescos, entre dichos, requiebros, jácaras, gritos, clamores, juegos de los niños, suspiros de los amantes, canciones de los ciegos, coros de las rondallas, pespunteo de las guitarras, estridor de las murgas, chirridos de las matracas, flauteo de los pitos, ruido y animación universal. Los madrileños no llevan a ninguna de sus fiestas la poesía que los meridionales. Entre el Prado de Madrid y las delicias de Sevilla, hay tanta diferencia como entre el Manzanares y el Guadalquivir. Es el Prado más propio de la corte, aparatoso como un salon de Palacio, rico y regio, adornado a mayor abundamiento en aquellos tiempos en que la casa de Borbón obligaba a todas las naciones de Europa a decorar sus paseos y sus monumentos como se decoraban los gigantescos palacios y los alineados jardines de Versalles. Pero desde las alamedas del Prado, no se ven las florestas de San Telmo con sus palmas y sus naranjales; no se descubre en lo lejos del horizonte la Torre del Oro acompañada por la gallardísima Giralda; no se mezclan las velas blancas de las naves con las verdes ramas de los árboles, no se oye aquel río sonoro que parece irse al mar entonando melancólicamente los romances moriscos repetidos por las almenas, y por las celosías y por los ajimeses del mudéjar alcázar. A la verdad, donde quiera cine la palma viva, que el azahar huela, que el Cielo reverbere espejismos de Oriente; que un gran río murmure, que las olas del mar canten, que el calor meridional anime los campos y encienda las mejillas, que el recuerdo de nuestras cruzadas continuas habite, hay mucha más poesía indudablemente que en nuestras prosaicas llanuras del Centro de nuestra península. En Madrid hay feria, como hay feria en Sevilla. Pero comparad nuestros empolvados muebles, nuestros puestos de melocotones de Aragón, nuestras tiendas parecidas a barracas, nuestros viejos trastos, nuestro árido y triste paseo de Atocha con los gallardos jinetes andaluces, con las pintorescas serranas, con las gitanas que tienen toda la poesía de las razas orientales, con las tiendas parecidas a jardines y a salones de baile, con la poesía infinita de la feria de Sevilla, encarecida por todos los poetas, visitada de todos los extranjeros, viva como la naturaleza del Mediodía, llena de placer, y al mismo tiempo de esas melancólicas y poéticas ideas a que parece inclinado el genio incomparable de la bellísima y sin par Andalucía.

Pero aquí, allí, en toda España, hay algo común que deslumbra; el cielo de nuestras noches de estío. Cuando levantamos los ojos y descubrimos los astros innumerables tachonando lo infinito, sentimos no tener alas para volar hasta esos abismos de vida poblados de mundos, cuyas armonías quisiéramos oír como vemos sus divinos resplandores. La tinta azul oscura que la noche extiende en los espacios, parece destinada a que resalten las infinitas luminarias y su continuo centelleo. Unas tienen color de oro, otras color de luna, muchas reflejos rojizos; éstas de verdaderos soles aspecto; aquéllas la indecisión de gasas trasparentes o la brevedad de cónicos gérmenes, todos la vida de la luz, alma del Universo, la cual, por etérea, por pura, por impalpable, se aproxima al ser y esencia de la idea. ¡Cuántas veces el pensamiento vuela entre esos planetas, esos mundos, esos soles para recoger su impalpable sustancia como la tenue mariposa vuela entre las flores para recoger en las tenues alas sus matices y bañarse en sus deliciosos aromas! Noches de Junio, en que la primavera se despide y envía sus últimos suspiros; en que el ruiseñor, criados ya sus polluelos, se calla y exhala sus últimos gorjeos; en que el calor comienza a encender la tierra y el relampagueo de la exuberante electricidad a centellear por los rojizos horizontes; en que las rosas levantan el incienso de sus más delicados perfumes, y las fajas blanquecinas de la vía láctea, comienzan a rayar en la bóveda celeste; ¡cuánto amor y cuánta poesía se encierran en tus misterios y en tus sombras!

Ricardo, que después de dejar a Micaela tan pagada de su felicidad, no se apartó un minuto de Jaime, cuya herida, tomada por mortal en los primeros momentos, perdía gravedad en el concepto de los médicos, a medida que se revelaba a su ciencia, Ricardo, decía, salióse a eso de las once en la noche de San Juan a dar un paseo por el Prado, y ver si había sucedido a la batalla del veintidós alguna animación. Madrid estaba, a la verdad, de triste luto y en profundo duelo. Los comerciantes se habían presentado pero apenas se habían presentado los compradores. Humeaba en la sartén el hirviente aceite; resplandecían colgados de las ramas los faroles; exhalaban las verdes albahacas sus aromas desde los rojos tiestos; lucian las botillerías sus frascos y los aguaduchos sus botijos, y los teatros ambulantes sus polichinelas, y los dioramas sus vistas, y los organillos sus sonatas, y los confiteros sus provisiones, y los acróbatas su agilidad, sin que el bullicioso Madrid, que por el Prado se esparce todos los años en semejante noche, corriera a participar de la nocturna fiesta y a henchirla con su inagotable alegría..Veíase por este apartamiento, por esta invencible tristeza, cómo había la población peleado en el combate y caído en el desastre.

Ricardo, penetrado de esto, comenzó a pasear por las más apartadas alamedas y a perderse en los más vagos ensueños. Sus ojos, que buscaban en la creación todo lo grande, como buscaba su alma en el pensamiento y en la conciencia todo lo divino, sus ojos erraron por el cielo y se perdieron absortos en la contemplación de aquellas sus innumerables bellezas. Lo tibio del aire, lo hermoso del horizonte, el centelleo de los astros, el aroma exhalado por los vecinos bosques, todo cuanto lo circunda, le hablaba de esa pasión propia de la juventud, que emplea tan persuasivos llamamientos, porque completa y perfecciona nuestra débil naturaleza. Su alma necesitaba, más que apartadísimas estrellas, cercanas miradas. Sus manos se tendían casi involuntariamente hacia las rosas, y al sentir que no tenía para quién cogerlas, ni a quién regalarlas, dejábalas con febril y nerviosa repulsión. El mundo está vacío, pensaba para sí, cuando no se oye en sus rumores un suspiro; cuando no se ve en el centellear de su lumbre el rayo de unos ojos, cuando no se mezcla a sus espectáculos y a sus armonías un pensamiento de amor. No podía estar tan alto y tan lejano como el más apartado mundo otro corazón amante, con cuyo cariño compartir la inmensa pesadumbre de la vida insoportable, por lo abrumadora, para una sola alma. Muy vívido era el incienso de las plantas, el resplandor de los astros, el magnetismo de la electricidad difundida en los aires; pero nada tan vívido como el amor. Ahí está, en ese reducido círculo, y no en el inmenso espacio, toda nuestra felicidad. Hacia ese centro gravitan nuestros sentimientos, y en ese fuego se encienden nuestras ideas. Después de haberlo visto todo, y de haberlo todo gustado, no queda más verdadera aspiración que el anhelo por un casto cariño recibido y pagado en modesto y limpio hogar. Fuera de eso, la vida es una tormenta continua. Y Ricardo se volvía a todas partes como para pedirlo al aire, al cielo, a la luz, a la noche de San Juan, que le trajera alguna revelación del objeto amado para quien había venido a la tierra. Nuestros cuerpos habrán sido amasados en el barro de la tierra, pero nuestras almas lo han sido en el amor de los cielos. Y como en cosa tan frágil cual nuestro cuerpo, no podría contenerse fuego tan vivo cual nuestro espíritu, recibimos sólo media alma, lo bastante para no calcinar todos nuestros huesos, para no romper todo nuestro organismo, para no abrasar toda nuestra sangre, y andamos buscando la otra mitad depositada en el seno de una mujer, y no somos felices hasta que no la encontramos completando con su ser nuestro ser, y con su vida nuestra vida.

Cuando más embebido estaba Ricardo en tales reflexiones, oye un rumor de femeniles voces y femeniles faldas, semejante al cántico y al aleteo de gorjeadoras e inquietas avecillas. Y este rumor le obliga a volver la cabeza, y en cuanto vuelve la cabeza, se encuentra con hermoso grupo de encantadoras jóvenes ceñidas todas de esos vaporosos trajes de estío que tanta gracia añaden con su ligereza a las naturales gracias, e iluminadas con los reflejos de las varias luces artificiales medio ocultas entre los árboles, que tanto atractivo dan con su misterio a los naturales atractivos. Había en el franco regocijo de aquellas niñas, en el andar ligero, en los graciosos movimientos, en el natural abandono, en el decir sencillo al par de poético, tantas seducciones, que Ricardo, decidido a andar a la ventura por los paseos del Prado, se fijó en ellas y se dio resueltamente a seguirlas. Todos los pensamientos tristes se iban al rayo de aquellos ojos y al conjuro de aquellas risas. Parecía que tanto júbilo tornaba jubiloso al ánimo más triste. El corazón y el cerebro de Ricardo se sintieron como aligerados de todo peso, como poseídos de calor primaveral, como llenos de esperanzas, como renovados; así, que siguió aquel grupo encantador y oyó sus palabras varias, y recogió el magnético influjo de sus indescriptibles miradas. Ninguna de las jóvenes llega a los veinte años; y todas ellas, de tipos varios, tienen particulares encantos. Esta es rubia y pálida y delgada como la aparición de Ofelia que atraviesa, luz entre sombras, las dudas y los terrores y los remordimientos esparcidos en el más sublime de los dramas modernos, en el Hamlet; aquélla, por la línea esférica de su cabeza que anuncia la benevolencia, por la lumbre de sus ojos que anuncia la pasión, y por la esbeltez de sus formas que revelan la más acabada hermosura meridional, se asemeja completamente a una Virgen de Murillo; es decir, a una sevillana perfecta; tiene la de más aquí, ese color pálido que a verdoso tira, tan frecuente en nuestras mujeres, pero contrastado con el correctísimo dibujo de sus facciones, el perfil oriental de su rostro, el encendido calor de sus ojos negros y brillantes, el ondear de sus cabellos del mismo color que los ojos; tiene la de más allá cierta crasitud impropia de sus juveniles años, pero en cambio, remata aquel cuerpo un tanto pesado la más hermosa faz que podía idearse, por sus griegas líneas, por su aguileña nariz, por sus labios rojos, por sus blancos dientes, por los hoyuelos de sus mejillas, por la corrección de su barba partida en corte graciosísima, por la blanca y sonrosada tez llena de paz y de calma: en fin, ¿a qué detenernos más en esta descripción? todas, sin excepción, e iban más de diez, todas eran, o lindas, o graciosas, o hermosísimas.

Si Ricardo hubiera tenido las costumbres españolas, digérales a hurtadillas miles de requiebros y miles de ternezas, aún a riesgo de disgustar a sus custodios. En efecto; alejados de bien que atentos a sus pasos, iban un matrimonio joven, y un caballero de apuesta figura. Al ver a este, los más indiferentes notaban su elegancia, su gentileza, su gallardía, y solamente por el color cetrino y el dibujo de los labios, dedujeran que pertenecía a la raza de los mulatos. La gravedad de este segundo grupo contrastaba con la ligereza y la alegría del grupo formado por las jóvenes.

Decíamos que si Ricardo tuviera las costumbres españolas, regalara con mil requiebros los tiernos oídos de aquellas jóvenes. Y en efecto, nada tan español como la libertad que los hombres se toman para decirles cuanto les atraviesa por las mentes a las mujeres. Cuando estas bromas se contienen dentro de la más exquisita cortesía, pueden pasar como un desahogo de nuestro corazón exaltado; pero cuando llegan a temeridades de lenguaje, como las temeridades entre nosotros usadas y corrientes, desdicen de la antigua caballerosidad española, y ofenden al sexo cuyo principal escudo y cuya principal belleza es sin duda alguna el pudor. Muchas veces suelen decirse frases de una oportunidad incomparable, inspiradas por la natural influencia de una hermosura indecible. La imaginación meridional, tan fácil para las súbitas improvisaciones, y tan rica en esas imágenes que relacionan el mundo externo con el interno, vierte su facundia inagotable en una frase pronta y deliciosa, donde se mezcla al ardor de la pasión el centellear de la idea, luz y fuego a un mismo tiempo. Pero con la costumbre arraigada de hablar entre sí los hombres libremente, nada más fácil que convertir giros, interjecciones, frases de más o menos limpieza en pies forzados de toda conversación, lanzarlos como la más natural de las expresiones a la frente inmaculada de una hermosa mujer, digna por mil títulos, y sobre todo por su sexo, a religioso respeto, que debe confinar en religiosísimo culto. De todos modos, cuando por el extranjero se viaja, por el Norte especialmente, se echa de ver en seguida la reserva con que son admitidas y tratadas por todos las mujeres, con las cuales no media o antiguo trato o ceremoniosa presentación. Y verdaderamente contrasta esta reserva y esta ceremonia extranjeras con nuestros dichos, requiebros, chicoleos, con las frases de efecto, con las imágenes de brillo, con las palabras de doble sentido, con las ternezas que inspira en España la presencia de una hermosa mujer, continuamente rodeada de esta clase de homenajes. Pero Ricardo no se atrevió a desplegar sus labios, ni a decir ni una sola palabra.

Bien pronto, sin embargo, la admiración general que todas inspiraban, se fijó muy particularmente en una sola, en una que descollaba entre ellas por la singularidad de su belleza. Tendría como diez y siete años, y llegaba a lo que puede llamarse un portento, descollando entre sus compañeras, no por su mayor hermosura, sino por la naturaleza de esta hermosura, extraordinariamente singular y extraña. Sucede con la belleza femenil exactamente lo mismo que sucede con la belleza musical. Una sonata suele no gustarnos a la primera audición, y una mujer suelo no atraernos a la primera vista. Cuando los oídos se acostumbran a la melodía, y la recogen y la aprenden y la hacen suya, como si saliera de la voz del propio sentimiento, aquella melodía arrebata. Cuando la mujer que a primera vista no os ha gustado, consigue atraeros con su mirada, fijaros en su hermosura, seduciros, o con una de esas palabras, o con uno de esos suspiros, cuyo secreto ella sola posee, concluye al fin por cautivaros, como si ella sola existiera en el mundo.

Ricardo se fijó a los pocos pasos, pues, en la joven a quien sus compañeras llamaban Elena con mucha frecuencia, y que pertenecía a ese género de hermosura poco asequible a primera vista, y sin embargo, perfectísima. Ciertas perfecciones de aquella tentadora Elena al pronto no podían advertirse. No se podía advertir su brevísimo pie, cubierto por los pliegues de su largo traje, no se podía advertir toda la pequeñez de sus manos. Y al mismo tiempo que no se podían advertir estas perfecciones tampoco ciertos defectos que necesitaban especial estudio; lo corto de aquellos sus brazos y la media luna entre morada y azul que se veía en la raíz misma de sus uñas. Pero podía advertirse a primera vista el color moreno de una gracia y de una transparencia verdaderamente indecibles; los ojos negros, de una profundidad insondable; la nariz de un corte estatuario, arrancando de frente espaciosísima; el dibujo ovalado de aquella cara, que no hubieran podido trazar mejor los dos primeros dibujantes de la Historia, Fidias en lo antiguo y Rafael en lo moderno; la boca grande y los labios gruesos, que al abrirse revelaban unos dientes de armoniosísimas proporciones y de nívea blancura, el aire de su persona, en que mezcló naturaleza a la majestad más solemne el más exquisito recogimiento y la más sencilla modestia.

Elena tenía lo que llamaban los latinos prestancia, una hermosura imponente, sin dejar de ser femenina y delicada. La suavidad era en ella como la fragancia en las flores, esencia misteriosa que se exhalaba de cada una de sus facciones como de cada una de sus palabras. A esta suavidad inexplicable mezclábase la proporción más completa, y de tal suerte, que las líneas de sus formas cumplían y realizaban la más acabada armonía. Su belleza era naturalmente la belleza femenina, delicada, suave, melodiosa, a expensas de la energía y de la fuerza. Aquella mano era breve, diminuta, suave, como destinada a las caricias. Aquella su frente, por lo ancha, revelaba la más centelleante fantasía. No había en sus músculos ninguna contracción, ni en su cutis ninguna arruga, y por lo mismo era su virtud culminante la serenidad. Tenía los ojos grandes, y no saltones, más bien salientes, como anunciando con su luz aquella fisonomía de una atracción irresistible, cual anuncia el faro los escollos. Sus labios aspiraban el amor, y parecían pedir un beso hasta al aire que los circundaba. A estas cualidades propias de una hermosura europea, reunía la oriental languidez, que tan admirablemente cuadra a la hermosura americana, de suerte que Elena estaba llamada por su belleza propia, y por la singularidad de esta belleza, a ejercer un soberano influjo en cuantos la rodeaban, y causar grandes estragos, como decirse suele entro nosotros, en los exaltados corazones de los entusiastas y ardientes españoles.

Siguió el joven a las bellísimas niñas por el Prado; y oyó sus conversaciones, y bebió en esas conversaciones multitud de ideas, que despertaron en su pecho multitud de afectos. Una deshojaba blanca rosa para interrogarla sobre si el amado ausente la quería o no. Otra dejaba errar sus ojos azules por las apartadas estrellas, y decía que solamente en aquel regazo depositaría sus secretos. Ésta recitaba unos versos sentimentales, que hablaban cadenciosamente del amor. La otra modulaba una melodía beliniana, de esas que encierran las tristezas del alma y las nostalgias del corazón. Todas al fin se mostraban afectuosas y tiernas para el sentimiento. Sólo Elena aparecía entre aquel coro como indiferente y superior a las humanas pasiones. Cuando sus compañeras lanzaban algún suspiro, ella se sonreía con una sonrisa de candor que revelaba la más pura inocencia. Cuando todas hablaban de sus pasiones, ella sólo hablaba de sus viajes. Y Ricardo recogió de las palabras sueltas que llegaban hasta sus oídos la especie de que Elena, como viajera, iba el domingo próximo a la plaza de toros a experimentar las emociones de nuestras azarosas corridas. Mucho disgustó esta resolución al joven, porque era irreconciliable enemigo de los toros; pero se reconcilió un tanto con semejante ocurrencia, cuando supo que la realizaba por mandato de sus padrinos, a los cuales no podía negar cosa alguna, y que repugnaba realmente tal espectáculo a su corazón. Lo cierto es, que durante mucho tiempo siguió Ricardo embebecido al coro de las muchachas; volvió cuando ellas volvían; se paró cuando ellas se paraban; y no pudo resistir al poder de su atracción y de su influjo. Pero, entre todas, tenía especial virtud para fijarle Elena, en cuyos ojos se miró varias veces absorto. El mirar de la joven resplandecía entre todas aquellas miradas con ardientes resplandores. Su cabeza descollaba sobre todas aquellas angelicales cabezas. Sonreíanse sus labios, con una gracia tan natural y tan sencilla, que provocaba a esos sentimientos afectuosos, tiernos, duraderos, cuya falta de intensidad está de sobra contrastada por su larga vida, como que llegan a confundirse con nuestro propio ser, y a formar como parte de su esencia. Era Elena el retrato de la ternura, de la delicadeza, de la sensibilidad, de la inocencia, de toda esa parte femenil de la naturaleza humana, que parece venida al mundo para encantarlo y esclarecerlo, y convertirlo en el edén perdido, que ya se esconde en nuestros recuerdos, o ya renace en nuestras esperanzas. Ricardo, sin darse cuenta casi de lo que hacía, aplicaba el oído con tanta atención al coloquio de las jóvenes, que acababa por saber todo cuanto atañía a la niña que, a lo menos por aquel momento, había sostenido y fijado su atención. Venía de Méjico. La acompañaba un matrimonio, engalanado con el condado de la Floresta, el marido habanero, la mujer mejicana. Y solamente tenía padre, sin que nunca hubiera conocido a su madre. Con tanta porfía siguió las conversaciones, las preguntas, las respuestas, las confidencias de las jóvenes, que se enteró de todo cuanto le convenía saber, y lo guardó avaro en su memoria.

A las altas horas de la noche volvió a su casa, y penetrado de que el herido Jaime dormía perfectamente, se encerró en su cuarto. Parecíale que algo nuevo pasaba por todo su ser. Parecíale que un extraño afecto, nunca antes sentido, embargaba por completo su corazón. Quería pensar, y la imagen de la joven se interponía entre su voluntad y su inteligencia para distraerle de todo pensamiento que no fuera la contemplación de aquella recién aparecida imagen. Quería dormir, y la idea fija en el alma revelada a su alma le quitaba el sueño. ¡Qué trasformación! Ya no estaba solo como antes. A su aislamiento había sucedido la correspondencia con un corazón que, distinto del suyo, era del suyo complemento. A veces creía que adelantaba mucho el juicio y que sentía verdaderos desvaríos, inexplicables por lo fugaz de la aparición que se deslizó como un sueño por sus ojos. Pero el pensamiento, el corazón volvían solícitos a la porfía de sentir y de pensar siempre lo mismo. Apagó la luz y se encendieron los luceros de aquellos ojos encantadores. Cerró fuertemente los párpados para no ver ni las sombras, y la voz dulcísima se deslizó en su oído. Quiso convertir su pensamiento a los problemas filosóficos a cuya contemplación lo llamaba el hábito, ya antiguo, de ejercitar su razón, y volvió a caer rendido por el éxtasis ante aquella imagen del amor. Quiso pulsar las cuerdas de su lira, trasportarse en alas de la imaginación al cielo de las inspiraciones artísticas, y le dominó de nuevo la realidad que tenía impresa en la fantasía como en la retina, y en la retina como en el corazón. Se alejó de todas estas esferas de la actividad, y se fue a pensar en la emancipación del género humano, a ver si le distraía pensamiento tan absorbente de este amor tan imperioso. Hasta el ídolo de la libertad apareció pálido a su vista en comparación del ídolo a quien acababa de ofrecer un altar en su pecho. Las tristezas y las desgracias humanas no le conmovieron, no, en aquel momento como en otros momentos de su vida. Era tanta su felicidad interior, que le irradiaba sobre todos los objetos exteriores. Una punta de egoísmo comenzó a penetrar en aquel corazón abierto al Universo entero, cerrado sólo al propio interés y al amor propio.

Estaba visto; en una sola noche había sentido toda la fuerza avasalladora del amor. Cien veces apagó la luz, y cien veces volvió a encenderla. Cien veces se tendió en la cama, llamando el sueño a su auxilio, y cien veces se irguió sin poder pecar los ojos. Cien veces abrió los balcones, y cien veces los cerró maquinalmente, sin saber ni por qué los abría ni por qué los cerraba. Cien veces hojeó sus libros más favoritos, sus obras más queridas, y leyó páginas enteras sin saber qué había leído. Cien veces contempló las obras de arte que otras veces le distraían, sus estatuillas, su álbum de dibujos, su colección de acuarelas, y todo le pareció frío, descolorido, indigno de su atención y de su interés en aquella noche misteriosa que había doblado su vida y decidido de la vocación de su alma. Hasta la contemplación de las estrellas le cansaba; esa contemplación en la cual había consumido por otro tiempo noches enteras de reveladores desvelos. ¿Qué parte del cielo podía compararse con la frente de la hermosísima joven? ¿Qué estrella del firmamento podía lucir como lucía aquel mirar celeste? ¿Dónde buscar rayos de luz comparables a las hebras de su cabellera? ¿Dónde recoger una corriente de magnetismo como la corriente que despedía aquel breve cuerpo centelleante de vivificadora electricidad? Estaba enamorado. Pero en el atolondramiento que le produjera la aparición de la celestial mujer, no había pensado cómo verla de nuevo, ni cómo averiguar las señas de su casa. En una de aquellas vueltas había Elena subido a su coche y había desaparecido a la vista de Ricardo. Así, éste solamente pudo recordar el anuncio de que iría a los toros. Pues a los toros también iría Ricardo por vez primera en su vida.




ArribaAbajo

Capítulo VI


Diálogos filosóficos


A los pocos días estaba Jaime sentado en amplio sillón de baqueta, departiendo con sus dos amigos, el optimista Arturo y el pesimista Federico, en la convalecencia de su herida, y hablando con ellos de los varios asuntos que pueden servir de tema a una conversación. juvenil.

-Aún no rayaba el alba del 22 de Junio cuando ya se veía venir la derrota.

-Yo lo predije, afirmó Federico; yo lo anuncié.

-Y tus predicciones y tus anuncios siempre son lo mismo, le dijo el enfermo; con presagiarlo todo mal, estás despachado. Y como en el mundo abundan más los males que los bienes, por regla general aciertas, y luego la echas de previsor y aun de profeta.

-Tú mismo reconoces la superior abundancia del mal sobre el bien; luego tú mismo convienes con mi filosofía.

-No; el reconocimiento de que abunda el mal me inspira la idea de combatirlo con todas mis fuerzas y ahogarlo en la abundancia del bien; mientras que tus opiniones pesimistas te llevan a una resignación musulmana y a un fatalismo...

-Vamos, hay mucho malo en el mundo.

-No puede decirse eso en esta casa, observó Federico, en presencia de Jaime, al lado de Ricardo. Éste ha sido una hermana de la Caridad. Si le sondeaban a Jaime la herida, apercibía todos los instrumentos como un auxiliar de cirujano. Si le propinaban alguna medicina, la preparaba, la apercibía, la gustaba como un ayudante de Farmacia. No hay en ningún hospital de Europa enfermero semejante a él. Resiste al sueño como si fuera superior a las necesidades humanas. Pasa de pie, a la cabecera de una cama, no ya horas, días enteros. Conoce las crisis de las enfermedades como un médico. Cura, lava, sondea como los practicantes del Colegio de San Carlos. Consuela como un sacerdote. Acaricia como una madre. Riñe, si es preciso, como un maestro. Cumple las disposiciones de la cura con el vigor de un militar ordenancista. Sus virtudes...

-¿Y las he negado yo nunca? La excepción confirma la regla general. Además, el diablo, que tiene en sus garras engarzados los mundos; el diablo, que en los espacios infinitos tiene tendida su telaraña inmensa de sombras, envolverá por alguna parte a Ricardo como a todos los mortales. Este Jaime es otro modelo de buenos muchachos. Pues ahí le tienes postrado, herido, después de haber puesto su vida a dos dedos de la muerte por una idea de cuya esencia real todavía no se ha enterado, por una idea no demostrada, por la libertad.

-¿No crees tú en la libertad? le preguntó Jaime al pesimista. Pues entonces, ¿en qué, en qué crees tú?

-No creo en la libertad porque no creo en la voluntad. El acto que parece más libre está determinado por un motivo. Luego la voluntad obedece al motivo como la máquina obedece al motor, y el motor a la fuerza impulsiva. Yo vengo a verte porque siento necesidad de ello; no podría hacer otra cosa. Luego mis hechos son como mis afectos, necesarios. La causa que os parece más universal, resulta miserable efecto de otra causa anterior. Crees que la sangre se vuelca en el corazón y lo hace oscilar como un péndulo, y no piensas qué sería de esa sangre tan roja y tan ardiente, si allá en los abismos del espacio se apagara el sol, o aquí en la superficie de la tierra se extendiera más deprisa la creciente rotonda de hielo que cubre nuestro polo. Todo acto está provocado por un motivo; todo motivo determinado por una fuerza; yo soy de esa fuerza tan esclavo como lo es de la gravedad el astro mayor que ahora oscila en lo infinito y la barbilla de pluma que ahora vuela por el aire. El Universo es una inmensa mesa de billar por donde van rodando una porción de bolas. Yo no sé quién tiene el taco en la mano. Pero sé que las bolas todas se mueven al choque de ese taco, que engendra el movimiento universal. Y me forjo la ilusión de que yo me muevo a mí mismo, cuando no podría moverme sin los músculos, ni los músculos moverse sin el fluido que corre por los nervios, que acaso se desprende de una nube misteriosa o de una aurora boreal apartadísima. Me muevo, pues, por fuerzas independientes de mi voluntad, y propias del Universo. Como la partícula de hierro que colora mis venas, como la estela de fósforo que corre por mi cerebro, como la paletada de cal que compone mis huesos, no me pertenecen a mí esas fuerzas, sino que pertenecen a la Naturaleza. Una modificación engendra necesariamente otra modificación que ha de seguirla, aunque nos opongamos con toda nuestra voluntad y ejercitemos todo nuestro albedrío. Así el carácter humano resulta tan inmutable como esa piedra fría. Yo seré pesimista porque mi bilis incurable me inspira una tristeza eterna; y Arturo será optimista porque su salud de hierro y su temperamento le llevan a una alegría que quisiera comunicar a todas las cosas creadas e increadas. Pero ni él podrá dejar de ser optimista, ni yo pesimista, aunque quisiéramos con decidida resolución. Nacemos buenos o malos, como nacemos con los ojos claros y los labios gruesos, o al revés. El Universo en que me hallo encerrado, como la alimaña prisionera en su jaula de hierro; la materia a quo pertenezco, y de cuyas fuerzas no puedo en manera alguna escaparme; el vaso de este imperfecto organismo que contiene y guarda el alma; la fatalidad de un carácter formado para mí quizás antes de que la vida se animara en mis huesos; los impulsos internos de mis pasiones y los impulsos externos de las fuerzas cósmicas; todos estos motores determinantes aparecen tan poderosos a mis ojos, que no le dejan a la libertad ningún espacio; de suerte que tú, Jaime, generoso Jaime, has combatido en combates hercúleos; has derramado tu sangre en holocaustos sangrientos; has puesto tu vida en peligro inminente de muerte, tan sólo por una ilusión del espíritu, desvanecida en cuanto se la mira con el razonamiento y se la prueba en la experiencia.

-Ve a todos los diablos con esa filosofía. No quiero ser sabio, si a consecuencia de mi saber pierdo mis mejores ideas. Obedecerá mi cuerpo al fatalismo de la materia, pero mi alma obedece a la libertad. Podrán moverla motivos siempre: pero esos motivos son tan míos como mis propias resoluciones. Porque la conciencia mueva la libertad no deja la libertad de ser y de someterse voluntariamente a la conciencia. Y la prueba de que se somete voluntariamente es que al no someterse, recibe el aviso de los remordimientos y el castigo consiguiente a no haber procedido bien. Si me arrancas la libertad del alma, me reduces a ser, y reduces conmigo a todo el género humano, como inmensa legión de polichinelas en este teatro del Universo, movidas por un hilo invisible. He peleado en favor de la libertad, y la libertad es una idea real. He trabajado por la emancipación dé los pueblos, y el sentido común responderá a todas esas cavilosidades filosóficas, dividiendo los pueblos en libres y esclavos. Eres mucho mejor, Federico, que tu filosofía. Si fueras a ella fiel te sujetarías el mal, porque el mal es necesario. No creerías en el mérito y en el demérito de las acciones, porque son forzosas. Te parecería cada hombre el tornillo de una máquina inmensa, montada por un maquinista colosal que nos domina a todos con la fuerza incontrastable de la fatalidad. Será mentira cuanto lo pienso, y sin embargo, prefiero morir por esas mentiras a vivir con tus verdades.

-Luego, añadió Arturo, vemos crecer a cada paso y a cada momento la libertad en el hombre como crece la vida en el Universo. La historia humana en el fondo no es otra cosa que la victoria sobre la fatalidad. Vencemos las fatalidades de la materia con el instrumento de la industria y los esfuerzos del trabajo; vencemos las fatalidades sociales en otro tiempo tan incontrastables, con las instituciones modernas verdaderamente instituciones libres; vencemos las fatalidades de nuestras pasiones, con el vigor adquirido por la conciencia y el conocimiento claro de la moral; vencemos los monstruos que por todas partes abortan contra nosotros los abismos, porque llevamos en una mano la clave de Hércules, y en otra mano la antorcha de Prometeo. Yo soy al revés de ti, Federico. Yo si atiendo al Universo, oigo un Te-Deum elevado a su Creador en coro por todas las cosas creadas; yo si atiendo a la tierra, veo que de aquellos períodos de catástrofes y de combates hemos pasado a este período de paz y de armonía en que el trabajo produce todo lo necesario a nuestra conservación y a nuestro sustento; yo si atiendo a la historia veo la ergástula vacía, la cadena del siervo rota, el potro del tormento destrozado, la noche de la ignorancia vencida; en la atmósfera los montgolfieros anunciándonos que algún día tendremos alas; en los mares la campana del buzo, diciéndonos que exploraremos los líquidos abismos; en nuestras manos el lente que conjura los astros a bajar hasta nuestra débil vista; el rayo que se amansa hasta convertirse en nuestro mensajero; el aire que se descompone en gases varios; los signos todos de nuestro imperio sobre el fatalismo de la materia y los títulos nobiliarios de nuestro derecho. Oscurece cuanto quieras el disco brillante de la conciencia humana con tus artificiosas ideas; sumerge cuanto quieras la voluntad en el Océano sin fondo de la vida universal; mira en todas partes el límite y las sombras; por tu empeño, no dejará de resultar que así como el tono grave y el agudo contribuyen a la armonía de la música, y el color y la sombra al esplendor del cuadro, y la risa y el llanto a la hermosura del drama, y la alegría y el dolor al contraste de la vida; lo que crees tú mal, resulta al postre bien: que el conjunto de la Naturaleza es bueno, y el ser de los seres, Dios, es tanto el bien supremo, como el supremo amor.

Apenas pronunciaba Arturo esta última palabra, Ricardo salía de su cuarto y entraba en el cuarto de su amigo Jaime, a cuyo cuidado consagrara esa tenacidad en el cumplimiento de sus deberes y en la práctica del bien que constituían como el fundamento de su carácter. Sucedíale en aquel momento cual nos sucede siempre que tenemos alguna superstición; teñía con ella todos los objetos, y con ella relacionaba todos los sucesos que veían los ojos y todas las palabras que a sus oídos llegaban.

-Amor, habéis dicho, exclamó.

-Amor, repitió Arturo.

-Hablabais de Dios, y hablabais del amor.

-Juntamente, observó Jaime.

-Y teníais razón. Dios es amor; y el amor es Dios.

-¿Estarás por ventura enamorado? le preguntó Federico en tono socarrón.

-Se distrae mucho, se absorbe en pensamientos bien tenaces; dijo con profunda convicción Jaime.

-¡Enamorado! exclamó con admiración Federico.

-Yo no diré que me halle enamorado, pero digo que no soy quien antes era, que no siento en mí el mismo ser que antes sentía.

-Vamos a estudiar los síntomas de la enfermedad; dijo el pesimista tomando la muñeca de su amigo, como para pulsarlo.

-Enfermedad divina como la inspiración; enfermedad preferible a la salud. Tristeza sublime como la tristeza del genio, pero tristeza preferible a todas las alegrías.

-Síntomas, dijo el socarrón; poco sueño y poco apetito. Desprecio de todo cuanto no sea ella. Consagración completa a una sola idea. Por todo recuerdo, haberla visto, y por toda esperanza, volverla a ver. El cerebro ocupado por su imagen, el corazón dolorido de su amor, una pena honda más grata que todos los placeres, un suspiro continuo como desahogo al pecho de un solo sentimiento henchido, y por lo mismo estallando. La color pálida, los ojos errantes, la cabeza echada hacia atrás, los labios vibrando como si cantaran, las cejas juntas como acontece en la contemplación interior, la idea fija en el objeto amado, los espacios llenos de la luz de sus ojos y de las sombras de sus cabellos, el espíritu lleno de sus miradas y de sus palabras.

-Bien, bien; exclamó Jaime aplaudiendo irónicamente.

-Parece que has encontrado ya algo bueno en este mundo, observó al pesimista el optimista.

-Como que también tengo en este punto mi filosofía.

-Ya verás como nos recita un trozo de Schopenahuur, dijo el optimista a Jaime.

-¿Cómo has dicho? respondió éste. Nombre verdaderamente impronunciable que debe ser alemán, pues huele a chop y a cerveza.

-Y tú, dijo el pesimista a su eterno contrincante; cuando nos recitas una de tus odas al progreso, cuando entonas uno de esos cánticos, no haces más que traducir una de las profecías socialistas que el genio de San Simón ha inspirado a Krausse.

-¿Qué sabemos de dónde vienen ni a dónde van las ideas? dijo Arturo. Flotan en los espacios como esos corpúsculos impalpables que componen los rayos del sol y que se mueven agitadísimos en una danza perpetua. Pregúntale a la gota de rocío dónde está el barro de que se ha evaporado y dónde el aliento de la atmósfera que la ha convertido de vapor en líquido y la ha cuajado en las hojas de la rosa. Así como no sabemos de dónde ha provenido el oxígeno necesario a nuestra respiración, tampoco sabemos qué inteligencia ha producido primero las ideas y las ha comunicado de unos espíritus a otros espíritus en el movimiento universal, que impulsa las almas, como impulsa los cuerpos. Me asimilo el aire de la atmósfera, el calor de la luz, el átomo de hierro o el átomo de cal perdido en la tierra; me asimilo tal inspiración, que se escapa de un cántico; tal nota, que se escapa de una cuerda vibrante; tal idea, que se escapa de una inteligencia superior, alimentándome del espíritu universal en mi alma, como de la vida universal mi cuerpo se sostiene y alimenta. De consiguiente, perdona mi impertinencia como yo perdono la tuya, y hablemos según nuestra razón, sin curarnos de la fuente ni de la propia prosapia de nuestros pensamientos.

-Yo ignoro si alguien lo ha dicho, pero como es cosa vulgar, entiendo que sí, añadió Ricardo: nadie se libra del amor y su imperio. Le obedece en la cohesión el átomo que se junta a otro átomo y le obedece en la atracción el cuerpo que se suspende de otro cuerpo. Es la vida y la muerte; es el reclamo que llama y la guerra que separa. Es el placer de los placeres mezclado al dolor de los dolores. Cuando queremos analizarlo, se escapa rápidamente a nuestro examen; no lo encontramos en ninguna parte, como en ningún hueso, en ningún nervio, en ninguna fibra encontramos el espíritu que vivifica al cuerpo; y lo sentimos como una atmósfera invisible e impalpable rodeando todo nuestro ser y esclareciéndole y manteniéndole con su alma luz y su calor fecundante. Las fuerzas magnéticas que tiene el imán para los cuerpos, tiene el amor para las almas. No queráis, repito, examinarlo; se rompe al examen de nuestro juicio, como se pierden las tenues alas de la mariposa al contacto de nuestros dedos. Tiene mil aspectos y mil matices. Obedece a la razón suprema, y le aqueja la suprema locura; ilumina y ciega; vivifica y mata. Mucho nos hace padecer, pero preferimos con él todos los dolores, a tener sin él todas las alegrías. Hijo de la luz, ama las tinieblas; publicado por los ojos, por los suspiros, por la contracción de los labios, quiere el secreto. Se pierde en una efusión inconcebible, y se llama el mayor egoísmo. En su seno se mezclan el fuego de los infiernos con el éter de los cielos. Es la vida, porque es el conjunto de todos los contrastes; y es el Universo, porque a un tiempo destruye y renueva. El alma tiene un alma, que es el amor. Por eso la luz y el alma se parecen; porque la luz tiene calor, y el alma tiene amor. Y como el calor vivifica todas las cosas, el amor vivifica todas las ideas. Si lo suprimierais, habríais suprimido la estrella en el empíreo, y el arte en la tierra. Si lo interrumpierais, habríais interrumpido la cadena que liga a todos los seres, y la perpetuidad y la trasmisión de nuestra vida. Alma de las cosas, eres el rayo tibio de la luna, el beso de la estrella, el aliento que hincha la ola, el aroma que exhala el calor de la flor, la chispa de electricidad que culebrea en las nubes tempestuosas, el carmín que tiñe la mejilla de la virgen, el sueño que embarga la mente, el ala que sostiene la inspiración, el deseo que lleva unas almas al seno de otras almas, el fuego que mantiene el Universo, la fuerza que junta en el gran todo las cosas, la armonía de las esferas, el instinto que reúne los seres. Sin el amor, la idea no vendría a visitar nuestras almas; sin el amor, la religión no se levantaría en las riberas que juntan la vida con la muerte para señalarnos la eternidad; sin el amor no cantarían su coro inmortal las inmortales artes. Amor, amor bendito.

-Mucho, mucho has hablado, Ricardo, y muy elocuentemente; pero en verdad te digo que has hablado del amor como un poeta, y no como un hombre. Has recorrido desde la agrupación de los átomos en la materia hasta las efusiones del alma en la poesía, y no has dicho la palabra que todo lo contiene y lo resume todo. Somos individuo y especie. Y por eso tenemos dos pasiones predominantes; el instinto de la propia conservación, que nos mantiene como individuos, y el amor que perpetúa y mantiene la especie. Soberano puede llamarse. el instinto de conservación, pero más soberano aparece todavía el instinto del amor. No nos importa por él destruirnos, ni gastarnos, ni morir, porque merced a él conservamos la vida en nuestros descendientes y la inmortalidad en nuestra estirpe.

Los seres se engendran por el amor, y el amor recorriendo e identificando en sus placeres y en sus caricias los dos sexos opuestos, completa la humanidad. Por eso el deseo recorre la escala de todos los seres, y al amor podemos llamarlo con verdad el deseo de los deseos, puesto que en sus besos de fuego y en sus deliquios de entusiasmo se forjan los seres y:se eternizan. Así el amor tiene un aspecto de placer y otro aspecto de sacrificio. Atraído por el placer, dispensa la vida, y la gasta, y la evapora, y la disipa, a fin de conservar y de perpetuar la especie. Sin el ejercicio de la mente aún se concibe la vida; pero no se concibe sin los latidos del corazón. De aquí necesariamente los espejismos infinitos, los celajes divinos, las atracciones misteriosas, las fuerzas incontrastables, los magnetismos irresistibles, puestos por la naturaleza en el amor. Lo necesitaba para la perpetuidad de las especies, y lo ha mantenido como el fuego mismo de la vida. Por esta razón no hay felicidad como sentir el amor, ni pena como perderlo. La mujer completa al hombre, y el hombre y la mujer reunidos perpetúan la especie. El amor funde, pues, en una sola dos almas, a cuyo alrededor, en nubes de poesía, brotan, como en los cuadros de nuestros pintores místicos ¡ay! los niños sonrosados, los ángeles amorosos, los lazos eternos de la pasión, los hijos, por los cuales y para los cuales se ha avivado en el alma esta fuerza misteriosa, a la cual se halla entregada por el Universo la perpetua duración de la vida.

-Ricardo, dijo Arturo, ha poetizado mucho, y tú, Federico, has razonado mucho el amor. Para mí ni es ese calor universal que pinta las flores y pone la serenata en la garganta del ruiseñor, ni es esa pasión reflexiva que sólo se propone perpetuar la especie, y que sólo desea tener sucesión y legar una herencia. Los seres verdaderamente enamorados no se ocupan sino el uno del otro; no se consagran sino al placer de amarse por el amor mismo. La pasión brota con una espontaneidad que excluye todas esas consideraciones a posteriori, las cuales muestran el amor en su filosofía, como el naturalista muestra los animales en su gabinete, disecado. El amor es un deseo tiránico. Y lo primero que tras sí el deseo se lleva con irresistible ímpetu, como un huracán o como una inundación, es la voluntad. Por eso podemos llamar al amor esclavo del deseo. Por eso no razona, sino que se deja arrastrar del sentimiento, ansioso por esas emociones convertidas en delirios, deliquios, éxtasis; por esas emociones en las cuales perdemos y enajenamos nuestro ser, como si de él voluntariamente nos despojáramos para depositarlo en el regazo amado, y allí disolverlo y diluirlo cual un sus piro en el aire o una lágrima en el mar. Sentir, sentir mucho, en eso consiste el amor, y no importa que sea pena o alegría, celos o satisfacción, duda o fe, desesperación o esperanza, infiernos o venturas, con tal que sea sentimiento. Aman los que padecen, y padecen los que aman. Un suspiro, una melodía, la vista de un cuadro, la reflexión más sencilla, el espectáculo de los ajenos dolores o de las ajenas venturas, todo exalta al ser apasionado a quien arrebatan las inspiraciones del amor. La fantasía se apodera de las facultades intelectuales y el sentimiento de las facultades morales. El sol resplandece para iluminar el objeto amado; la vida brota, para refluir toda entera en su seno: lejos de su presencia, ni se respira ni se vive. La idea de la inmortalidad se mezcla al sentimiento y a la pasión. Donde quiera que haya un átomo nuestro allí habrá un rescoldo de ese amor infinito. No queremos el cielo, si la mujer querida no ha de estar allí; y con ella, en su compañía, nos reímos de las llamas del infierno. Francesca tiene un consuelo allá en los tristes círculos de tinieblas, por donde vuela plañidera en castigo de su adúltero beso: que Paolo no se apartará jamás por toda una eternidad de su lado. Decidle si quiere convertirse sin Paolo en querubín de las alturas celestes, y se precipitará, abrazándolo más fuertemente todavía, de cabeza en lo profundo del infierno. El alma enamorada no ve en la creación más que a su amado; no descubre en los altares más que su sombra; no oye en los rumores de la naturaleza más que su voz; le importa poco, poco la honra o la deshonra, con tal de ser suya para siempre. Lloro, dice Eloísa, no las faltas cometidas, sino la imposibilidad de cometer otras nuevas. Llámame tu esposa o tu manceba. Bien sabe Dios cuánto más temo el ofenderte a ti que el ofenderlo a él. Ved ahí la pasión. ved ahí el amor.

-Magníficamente hablado todo eso, dijo Ricardo. Pero créeme a mí, lo florearías menos si lo sintieras más.

-¿A qué disertar? Preguntó Jaime con verdadera oportunidad. Tales disertaciones no conducen a nada. Valiera más, Ricardo, que nos contaras tus amores, y nos describieras la feliz mujer de esos amores causa, de esos amores objeto.

-Si no sabría deciros lo que pasa por mí.

-No sabes decirlo tú, tan elocuente.

-He perdido la palabra, como casi, casi he perdido la razón.

Los tres jóvenes se echaron a reír a tal observación.

-¿Os reís?

-¡Pues qué hemos de hacer al verte tan mudado! Respondió Jaime.

-No sé cómo vas a amar, si llevas al amor el ímpetu que has llevado a la caridad, dijo Federico.

-Alma de bronce necesita tu amada, para no fundirse en el fuego de tu amor.

-Mirad, es cosa cómoda hablar desde la indiferencia. En esas alturas heladas en que estáis discurrís admirablemente.

-Ya te hemos dicho, le observó Jaime, que no queremos discursos, ni pronunciarlos, ni oírlos; queremos noticias.

-Háblanos de tu amada, dijo Federico.

-Descríbela, añadió Arturo.

-Nos interesa tanto como a ti. En ella habrás puesto, como es natural, tu felicidad, y ya sabes cuanto tu felicidad nos importa.

-No esperéis que os diga ni una sola palabra.

-Reservado estás, lo dijo Federico.

-Reserva bien contraria a tu carácter, añadió Arturo.

-No queréis oírme ahora, y no vais por consiguiente a comprenderme jamás.

-Pues habla.

-Ahí está la dificultad.

-¿En hablar?

-Justamente, en hablar.

-Vamos, Ricardo, no te la eches ahora de silencioso y cartujo.

-Se habla cuando se sabe lo que uno piensa o lo que uno siente.

-Pero la palabra tiene una rebeldía indomable para expresar estos sentimientos vagos, indescifrables, incomprensibles, que ahora me poseen. Respetad mi silencio, que después de todo no oculta ningún secreto. Me ha sucedido lo que no podía menos de sucederme a mi edad. He visto una joven hermosa, y francamente, la he amado. A estas horas ignoro hasta quién es, ni dónde vive. Todo cuanto sé es que me ha herido, que me ha desvelado, que ha venido a apoderarse de mi corazón por entero, y si no de mi corazón, de mi memoria, en la cual vivo su recuerdo, su imagen, su mirada, las pocas palabras que le he oído. No hay nada de extraordinario ni de novelesco en mi afecto. La he visto y la he querido. Trataré de que sepa mi amor. Trataré de saber si puedo contar con su correspondencia. A esto queda reducido todo cuanto sé y todo cuanto podéis sabor vosotros. No me preguntéis ya más, aunque creáis que no puedo deciros menos. Dejadme conservar en mi interior esta pasión que parece profanarse y perderse en nuestras conversaciones.

Y los tres jóvenes, comprendiendo que molestaban a Ricardo insistiendo mucho en el tema de sus amores, le dieron de mano, y tramaron otras conversaciones menos interesantes y menos necesarias al curso y desarrollo de nuestra historia.




ArribaAbajo

Capítulo VII


Una corrida de toros


No ha visto animación bulliciosa en ciudades quien no ha visto a nuestro Madrid en tarde de toros. Mucho se contiende y disputa acerca del orígen de tal fiesta. Unos dicen que la debemos a los árabes; otros, que la tenían ya, como demuestran ciertas monedas, los antiguos iberos. Para corroborar la primera tesis se fijan sus mantenedores en la afición que tienen los andaluces al toreo; y para corroborar la segunda se fijan sus mantenedores en la mayor afición aún de los vascos, de los navarros y de los aragoneses. No afirmará cosa nueva ni extraña quien afirmó que los españoles tienen desmedida afición a la fiesta nacional. Y no ofenderá a Madrid quien diga que si los españoles tienen desmedida afición a la fiesta nacional, los madrileños merecen la capitalidad de España por su capital devoción a estos espectáculos. No empiezan los toros cuando se echa la llave, y se despeja la plaza, y se presenta la cuadrilla; empiezan antes, en las disputas de taller sobre si los bichos de Miura son más bravos que los bichos de Veraguas, y Frascuelo más listo que el Tato; en la visita al Monte de Piedad y a la casa de empeño, cuando no hay otro recurso, para procurarse algunos cuartejos con que comprar un tendido de sol; en la asistencia al encierro; en los grupos de la calle de Alcalá, donde se ofrecen y aceptan, y venden y compran, y se chalanean, por no decir se cotizan, los mejores puestos en conversaciones interminables, que parecen programas orales de la próxima corrida y críticas anticipadas de su éxito.

Pero llega la tarde, y aquí empieza verdaderamente la fiebre producida por la fiesta. Desaparecieron las antiguas calesas, aquellos sillones de cuero o paño, empotrados en otros sillones de madera, pintada con mil floreos y alguna figurilla que se destacaban sobre un fondo amarillo; sillones clavados y sostenidos sobre dos anchas ruedas, y que corrían a todo correr, tirados por jacos, en cuyas cervices flotaban largos flecos de pana roja y sonaban largas sartas de gruesos cascabeles. Desaparecieron con las calesas las manolas y su zapato escotado y sus medias caladas, y su basquiña a lo tapiz de Goya, y su pañuelo de Manila atado a la espalda, amarillo como la calesa y florido como el mes de Mayo, y su collar de corales, y su mantilla terciada, y su flor medio caída al moño, y su gracia, digna de competir con la gracia andaluza, y que tantos asuntos diera al primer pintor del pasado siglo y al primer sainetista de todo nuestro teatro.

Pero si han desaparecido las calesas y las manolas, no han desaparecido con ellas las aficiones toreras. Madrid sale de madre en una tarde de toros. Como las laderas de las montañas despiden el agua al valle, y el valle al río, las diversas regiones de la capital envían sus gentes a la grande arteria formada por la calle de Alcalá, llena de un rumor extraño, que ningún otro ruido puede remedar, y de un polvo que en vano aplacan las aguas cristalinas del esclavizado Lozoya, como diría cualquier poeta de la antigua escuela sevillana. Desde la Puerta del Sol a la Puerta de Alcalá, a cuya izquierda se alzaba el antiguo circo, truenan por las aceras dos largos torrentes de criaturas humanas, afanadísimas, sudorosas, agitadas, que aprietan el paso con anhelo y que desean llegar con ansia, mientras que por el arroyo de la calle, por el gran camino, corren desbocados, sin miedo a choques ni a vuelcos, todos los carruajes habidos y por haber; el ómnibus de plaza atestado hasta el tope; las berlinas y simones de punto, asaltadas a golpes; las tartanas y tapiceras y charabanes de diversas suertes arreglados y estallando con tanta carga y a tanta animación; los coches de lujo que conducen las familias pudientes, contagiadas por la popular alegría. Son de oír los chasquidos de tantos látigos, las invitaciones al coche de tantos chalanes, los gritos que ofrecen el agua de limón y otros refrescos, los clamores de los muchachos que venden o el cartel de la corrida o la reventa de algún sitio, los resoplidos y relinchos de las bestias azotadas y apaleadas, el girar de las ruedas movidas por un vertiginoso movimiento, el chicoleo continuo de los muchachos a las muchachas, el descompasado vocerío, el universal estruendo. Entre aquel continuo movimiento, entre aquella exaltadísima agitación, se ven pasar los alguaciles, caballeros en sus estropeados jacos, cubiertos con sombreretes antiguos, sobre los cuales campea la blanca pluma al viento; calzón prieto de punto, ropilla negra de terciopelo, capeta al hombro, espadín al cinto, gola al cuello, remedo y evocación de otros tiempos. Y junto a los alguaciles los picadores, encerrados en aquellos incómodos preservativos de sus piernas; con la pica erguida, el sombrero de fieltro, adornado con moñas llamativas; los calzones amarillos; los estribos descomunales; las botas, más descomunales todavía, la faja de pintados colores; el chaleco vistosísimo; las chaquetillas bordadas de oro y cargadas de áureos botones; la camisa blanca como el ampo de la nieve; y las patillas y el polo negros como las plumas del cuervo.

Al llegar a las inmediaciones de la plaza, el estruendo crece y crecen los encontrones y los ahogos. El jinete no se cura de la gente de a pie, y penetra al través de aquellos muros de cuerpos humanos, como si de las leyes de la impenetrabilidad se burlara. El carretero y el cochero chasquean sus látigos sobre las cabezas, cual si el aire solamente recogiera los chasquidos. Los carruajes se aglomeran todos en corto espacio, y se embarazan los unos a los otros, no obstante las intimaciones de los guardias de orden público y los mandatos imperiosos de los guardias civiles, que caracolean en sus caballos por todas partes. Los vendedores se acercan a uno hasta darle continuos encontrones, y vociferan destempladamente en vuestros oídos, a riesgo de reventarlos. Esos curiosos, que aquí van a ver entrar y salir las gentes así a las fiestas como a los entierros, oponen obstáculos insuperables al movimiento. Allí, unos ofrecen naranjas; otros, en sus esportillos, cacahuetes y garbanzos tostados; éste un refresco; aquél un vaso de vino; y todos gritan de tal suerte que aturden y ensordecen a los que ya tienen los oídos atronados del estruendo por todas partes y en todos lados resonante. Aunque hay varias puertas semejantes a las llamadas vomitorios por los antiguos romanos, se aglomera tanta muchedumbre, queriendo entrar toda a un tiempo por aquellas estrechas entradas, que el penetrar es asunto de gigantescos esfuerzos y de innumerables tropezones, y a veces hasta de asfixia. El polvo que se levanta, el ruido que se mueve, el movimiento que prestan los innumerables empujones, la agitación de los ánimos, el cansancio y la fatiga de los llegados a pie, los saltos de los que abandonan los carruajes, el vocerío infernal, semejante al bramido de la tormenta, el calor tropical, las palabras que cambian unos con otros, los acordes de sonora música, compuesta toda ella por instrumentos metálicos, las mil y una incidencias de la entrada y la salida, y la colocación en los respectivos asientos, la franca y casi demente alegría que a todo el mundo se comunica, las llamadas, imprecaciones, gracias, preguntas, dichos, dicharachos lanzados por unos a otros; todo esto, verdaderamente vertiginoso, os presta por algunos momentos el vértigo de los grandes espectáculos, en cuyo seno buscamos la distracción por medio del necesario olvido a todas nuestras penas, y la tregua necesaria a nuestras ocupaciones y a nuestros continuos trabajos.

La entrada en la plaza, antes de comenzar la corrida, reconcilia con tales fiestas a sus mayores enemigos. Desde luego veis reunido un pueblo con todas sus clases, con sus individualidades varias, con sus tumultuosas pasiones; uno y diverso como la Naturaleza; halagüeño y sublime como el mar; que ríe a carcajada estentórea, y grita a gritos atronadores, y ruge con rugidos feroces, y dice gracias infantiles, y se irrita sin saber por qué, y se calma y serena sin saber cómo, y mueve millares de cabezas, parecidas a la ondulación de los trigos mecidos por el viento, y agita millares de abanicos, semejantes a las pintadas alas de grandes mariposas, y tiene todos los atractivos indecibles y todos los abismos insondables guardados en el seno de las innumerables muchedumbres. Por el redondel anda una multitud inquieta y varia, disponiéndose a recibir y apurar todas las emociones de tan querido espectáculo. Por las gradas se van colocando los recién venidos, que saludan a gritos estentóreos, con ardor comunicativo, a los tendidos vecinos. Entre barreras discurren, ora los mozos adscritos al servicio de la plaza, ora las gentes más aficionadas a las terribles impresiones de la corrida. Arriba, en los palcos, brilla una guirnalda de mujeres, las cuales, con decir que son españolas no hay necesidad de añadir que son hermosas, y que de común acuerdo, han proscrito para este espectáculo el sombrero francés, llevando sus mantillas blancas admirablemente prendidas, entre cuyos pliegues brilla más la delicada rosa enlazada a sus cabellos, y los luminosísimos ojos que despiden miradas de amor. Así veis, descubrís todo un pueblo con las pasiones de abajo y las delicadezas de arriba, con todo cuanto tiene de más varonil y todo cuanto tiene de más tierno, recorriendo de una ojeada las series de clases, de personas, de estados, en que se diversifica la vida y se organiza la sociedad.

Las plazas han sido en todos tiempos el refugio de la libertad. Ese pueblo no podía reunirse en ninguna otra parte, y se reunía allí en número imponente. Estaba obligado al silencio de un cenobio en la monástica sociedad absoluta, y, en la plaza gritaba con toda la fuerza de sus pulmones. Doblaba la rodilla en cuanto descubría la carroza conduciendo al monarca, y bajaba la frente hasta tocar en el polvo; no podía ni mirar cara a cara la autoridad; pero en la plaza la argüía, la denostaba, la trataba como si fuera su esclava. Las alusiones políticas más audaces, los clamores más subversivos, los dichos más peligrosos se permiten hasta en las épocas de mayor retroceso, allí donde se guarda quizá nuestra más constante tradición. Así es que los extranjeros, al ver aquella muchedumbre; al oír sus clamores y sus amenazas; al presenciar una de esas tormentas, en las cuales todo el mundo habla a un tiempo mismo y gesticula; al observar los naranjazos y los insultos arrojados hasta al palco presidencial, y los bancos rodando en fragmentos por la arena removida y sangrienta, creen hallarse en plena revolución, cuando en realidad se hallan en una de esos desahogos que tanto alivian y amansan el ánimo de nuestro pueblo. No de otra suerte los déspotas asiáticos que vejaban a sus siervos les servían una vez por año a la mesa; y los emperadores romanos, que cerraban al pueblo los comicios donde se agitaba la libertad, les abrían de par en par las puertas del circo donde luchaban los tigres y panteras, en vez de luchar las sublimes ideas y las elevadas pasiones. De igual suerte en nuestra Plaza Mayor, donde el absolutismo daba sus fiestas, entre sus cerradas y tristes paredes, en sus húmedos espacios, el rey reunía a las procesiones de nuestras cofradías, en que llevaba vela y escapulario; las corridas de toros, en que cabalgaban nuestros caballeros, esgrimiendo sus rejoncillos; y a las corridas de toros los autos de fe, en que las llamas, alimentadas por los hacecillos conducidos en hombros de los magnates, devoraban la carne y la sangre humana, y calcinaban los huesos como en las edades más atrasadas de la humanidad y en los tiempos más nefastos de la historia. Así, cuando nuestras libertades cayeron, cuando el poder absoluto renació tras las maldecidas reacciones del 23 y la funesta intervención extranjera, cerradas las Universidades, porque en su seno latía la idea de libertad, abrióse como centro de enseñanza la grande escuela sevillana de tauromaquia, a cuyas puertas se veía una inscripción de bajo imperio dedicada al pío, al felice, al restaurador Fernando VII, por haber condecorado con el nombre de Catedrático a Romero, el cual, sentado en su redondel, con una espuerta de ladrillos al lado para tirarlos como sabias advertencias a sus discípulos, enseñaba el arte único que ya quedaba sobre la ruina de todas nuestras artes y la extinción total de todas nuestras ciencias.

Pero dejemos esto, y volvamos a la corrida. En cuanto el circo se ha henchido de gente y la hora convenida ha sonado, comienza la Guardia civil a hacer el despejo, a enviar a los curiosos que por el redondel pululan a sus respectivos sitios y asientos. Así que el despejo se ha concluido, que la plaza se ha limpiado, que la arena respira frescura, como recién barrida y regada, al sonido del clarín, las puertas que dan al frente del palco presidencial, bajo el sitio donde toca la música, se abren de par en par, para dejar paso a la cuadrilla que va a rendir pleito homenaje al presidente y a hacer al público el saludo correspondiente. El grupo es pintoresco: los alguaciles en sus jacos, destacando sus negras figuras sobre la mantilla carmesí que cubre el aparejo; los banderilleros vestidos con tan femenil coquetería, el traje de raso cuajado en oro y plata, las medias de seda, los zapatos dignos de un baile, los pañuelos de batista asomando por los bolsillos, la monterilla de terciopelo negra, con tantas borlas y agremanes, la moña a la nuca; los espadas, solemnemente detrás, con sus capas de tafetán rojas, moradas, azules, rolladas al brazo; los picadores en correctas filas; y por último, las mulas, llenas de pompones, de cintas, de banderolas, de arreos multicolores, rodeadas por los mozos de la Plaza; todo lo cual da a la vista una verdadera fiesta, y provoca un estremecimiento general, nacido de la ansiedad que se muestra en gigantesco estallido de gritos, clamores, silbidos, risas, aplausos, expansiones de alegría, sólo posibles en estos pueblos iluminados por el cielo azul y el sol esplendente que, esmaltando los aires con sus arreboles, penetran hasta el fondo de nuestras almas, y las vivifican, y las animan, y las exaltan.

Profundo silencio sigue bien pronto a esta algazara. El clarín suena, el toril cede, el toro sale en plaza. De piel lustrosa, de apostura gallarda, los ojos llenos, los morros resoplantes, la cerviz erguida, las patas ligeras, fuertes las pezuñas, bien delineada la cola, mejor delineados aún los cuernos que sobre el testuz, a guisa de media luna, se levantan, armas agudas, y casi podríamos decir afiladas al mismo tiempo que fuertes, y de una fuerza irresistible, el animal tiene tal estampa y tal trapío, que después de haber recogido el pueblo la respiración para verlo y observarlo, estalla en estridentes alaridos de entusiasmo. Primero aparece el bruto como deslumbrado, después como incierto y temeroso; ya corre en varias direcciones, ya se detiene y mira de este al otro lado, ya atiende al estruendo, hasta que al fin cede a su natural brío, y acomete y embiste. Los diestros le estudian, le observan, lo trastean; ya le llaman, y al acercarse, le burlan; ya le provocan con el trapo, como dicen a sus capas, y poniéndoselo a la vista, y de la vista apartándoselo, en mil ondulaciones, le desorientan; ya se acercan, casi en cruz y con otros ademanes temerarios, y amenazados, corren a la barrera y la saltan, en pos de un seguro, como si tuvieran alas en sus pies y fuesen de goma elástica sus cuerpos. Llamado por aquí, atraído por allá, burlado de esta suerte, comienza la ira a mover al pobre animal, y escarba el suelo con rabia, y levanta la cabeza con verdadera soberbia, hasta que al fin ve un bulto de mayores dimensiones y de más fijeza que los móviles capeadores y a él se dirige y en él descarga y desahoga toda su cólera. Es el picador, que se planta sobre los estribos con fuerza, le aguarda frente a frente con calma, le presenta la delantera del caballo, por ser de menor blanco, le opone largo palo, a cuyo extremo hay acerada punta, y le resiste cuando el bruto se clava y se estremece al dolor, y brama y saca la lengua, que destila hirviente espuma, y sacude la cerviz, por cuya brillantísima piel corre un hilo de sangre caliente, y esgrime los cuernos con verdadero furor, y embiste a cuanto encuentra, y todo al paso lo derriba, y en todo, con cólera asoladora, se detiene y se ceba. Ya ha visto la sangre, ya ha sentido el dolor; pues se ha embriagado con una embriaguez irresistible. A sus ímpetus, a sus embistes, a sus acometidas, los picadores ruedan con estruendo por el suelo, y apenas pueden moverse; los caballos caen mortalmente hondos; los chorros de sangre caliente manan de estas heridas y tiñen la arena; las tripas, los intestinos, los mondongos humeantes se arrastran por el suelo; y el pueblo grita, vocifera, anima, azuza, ora al rabilargo que ha rejoneado perfectamente, ora al capeador que ha distraído la fiera, ora al banderillero, que ha presentado todo su cuerpo al enemigo, y haciendo un quiebro, se ha salvado de muerte segura, ora al diestro que ha dado un quite y ha redimido a un picador maltrecho; suertes e incidentes en cuyos raros casos todos se gozan, y de cuyo. mérito a una todos hablan, con voces descompasadas e interjecciones atronadoras, moviendo estrépito tanto, que diríais iba a desquiciarse y venirse abajo aquella plaza henchida por una muchedumbre de verdaderos locos.

Otra nueva fase de la corrida sigue a esta primera. La presidencia hace una señal, y el clarín anuncia que ha llegado el momento de banderillear al toro. Los diestros cogen las banderillas engalanadas con recortes de diversos colores, llaman al bicho, y haciendo una especie de arco sobre los cuernos, sin rozarlos, las clavan en el cuello, que se estremece, con terrible estremecimiento, y las sacude con violencia. Los bramidos se redoblan y las carreras en todas direcciones, corriendo de esta suerte la atormentada fiera a sostener el combate a que los pullazos le provocan. Por fin suena la señal, y la hora de la muerte. El primer espada se dirige a la presidencia, el instrumento de muerte y la muleta en la mano izquierda, la monterilla en la derecha, suelta lo que llamamos brindis, y en realidad es la consagración del trance en que va a meterse y del toro que va a matar a una o más personas, y cumplida esta forma de rúbrica, arroja la monterilla con desprecio al suelo, y se encamina airosamente al sitio donde se encuentra el toro. Parece que lo ha magnetizado con su mirar, que lo ha oprimido con su superioridad, que lo ha acorralado con su imperio, y que lo tiene completamente a su arbitrio, vencido por el dolor de aquellos gigantescos combates. Pero no hay que fiarse. El toro en estos últimos instantes tiene menos ímpetu, pero más intención. Baja la cabeza con cierto aire resignado, y de pronto la alza con cierto ímpetu incontrastable. La muleta en la izquierda, la espada en la derecha, el matador lo trastea, le da pase tras pase, le ofrece el trapo y se lo esquiva, le atrae y le burla con una agilidad y una destreza, en las cuales brilla el dominio absoluto de la inteligencia sobre la fuerza. Los banderilleros, los chulos o mozos de la plaza forman como un círculo en torno del animal, y con sus capas le llaman, ora a un lado, ora a otro, según lo exigen los varios movimientos del bruto y las varias incidencias de la suerte. Son de ver con aquellos vistosos y relumbrantes atavíos, con aquellas capas multicolores, el toro en medio, entre receloso y resignado, el espada enfrente, siguiendo todas las intenciones de la fiera, y preparándose a rematarla con todas las reglas del arte. Unas veces, aguarda al toro, y lo remata recibiendo; otras veces, si rehúsa embestir, lo engaña con la muleta, y al bajar la cabeza y descubrir la cerviz, se cierra con él, y lo acaba a volapié; otras veces lo descabella, hiriéndole en el nacimiento de la médula espinal, y rematándolo a guisa de cachetero, como si fuera un rayo su arma. Cuando cualquiera de estas suertes capitales se ha realizado con éxito, y el diestro ha logrado cumplirlas con limpieza y rematarlas con fortuna, el entusiasmo estalla, y enloquece al público, los cigarros y las petacas vuelan por los aires, los sombreros de todas formas y tamaños ruedan por los suelos, los ramilletes de las señoras caen como en las tablas de un teatro, los cuartos y los dulces llueven a manera de granizos, y el espada obtiene uno de esos triunfos a que ningún otro puede compararse, porque en ninguna parte se reúne tanta gente, ni esta gente, ya reunida, se embriaga con tan loco entusiasmo. Por regla general, sólo en el descabellamiento resulta la muerte instantánea. En las demás suertes el toro soporta por algunos minutos con gran coraje su herida, intenta combatir aún y vencer su agonía y la debilidad consiguiente, hasta que cae derribado en tierra, y el cachetero le arrebata la vida y le sacrifica de un solo golpe, hiriéndole más abajo del testuz, en los comienzos y raíces de la médula. Terminado así lo que podríamos llamar un acto de la tragedia, suena la música, comenta el público la suerte, salen las mulas engalanadas, y se llevan la res muerta y los caballos que han quedado tendidos, mientras los mozos y los chulos riegan o enarenan el circo, y limpian o encubren como Dios les da a entender la llamativa sangre.

Aquí Ricardo, seguía las suertes con grande ansiedad y las examinaba con toda la atención que cabía en alma tan tierna como su alma. La animación de la calle de Alcalá verdaderamente le sedujo; la entrada en la plaza y el aparecer de las cuadrillas le encantó; la algazara y el estruendo le contagiaron de la general alegría; y toda la primera parte de la fiesta le pareció de sorprendente efecto, y rica en lances capaces de levantar en el más indiferente profundas emociones. Pero así que corrió la sangre del toro, así que rodaron los picadores por el suelo, así que cayeron las tripas de los caballos heridos y reventados, todas sus emociones se redujeron a mezcla informe de horror y repugnancia. El caballo, el animal más generoso y más noble, a quien todas las lenguas han escogido como símbolo de la gentileza y la hidalguía, el compañero de todos los héroes desde Alejandro hasta el Cid, y a su misma gloria y a su misma poesía elevado por la tradición y por la leyenda, el que todos los pueblos mayores de la historia han consagrado como su compañero, desde los árabes hasta los ingleses, tan hermosamente dibujado por la naturaleza, tan soberbio de estampa, tan dócil a la par que tan valeroso, entregado con los ojos vendados, al furor de un toro irritadísimo y sin defensa, herido, reventado, muerto. Ricardo apartaba los ojos de la arena así que el toro se dirigía al caballo, y pugnaba consigo mismo fuertemente para no dar un grito como débil mujer, a pesar de su valor y de su heroísmo indudables, así que veía al buen animal caído en el suelo, reventado por las cornadas, estremeciéndose y pataleando a la crueldad del dolor, en una horrorosísima agonía. Al primer caballo muerto se hubiera ido de la plaza si no le retuviera el objeto único que lo había llevado a la función, el ver de nuevo a la joven Elena. Y otra parte del espectáculo también le contrarió y le puso de mal humor: el combate a la fiera sola, los pullazos que le abrieron las carnes, las banderillas por donde corría la sangre, el porfiado empeño en atormentarla y su tremenda muerte.

Tenía Ricardo a su lado un caballero, anciano, muy anciano, como de noventa años; limpio, muy limpio, como todo viejo verde; vestido, muy vestido, como buen petimetre; sin desmentir la moda presente, ni rebelarse al gusto de las costumbres reinantes; pero con cierto aire arcaico; entusiasta de los toros, cual todos los hombres de su tiempo, cual Nicolás Moratín y Francisco Goya. En el gesto expresivo de Ricardo, que tan claramente retrataba el fondo de su alma, conoció las diversas emociones despertadas por los toros y le dijo con la franqueza que los españoles en estas fiestas establecen siempre.

-¿No le gusta a V. la función?

-De la función en sí nada digo, repuso Ricardo, por lo poco que entiendo. Paréceme bien.

-Como que Calderón ha picado por todo lo alto, y el Gordito ha lucido sus banderillas por todo lo extremo, y Lavi ha dado un volapié que le estará envidiando Romero desde la derecha del Padre Eterno, en donde deben haberle colocado, al morir, sus suertes y servicios.

-Conozco que la función en sí, puede llamarse buena; pero no me gusta el género.

-No me diga V, no puedo oírlo en paciencia, y de labios de un joven. Así van afeminándose y perdiéndose las generaciones hasta convertirse los hombre en mujeres, y las mujeres en nada, como dice el antiguo refrán. Roma dominó el mundo mientras los circos.

-La crueldad debilita en vez de fortificar el ánimo. Los circos nacieron cuando los romanos dejaron las armas a los extranjeros y erigieron los Césares sobre sus libertades antiguas. En cuanto Roma cayó en la crueldad de los espectáculos, perdió la fuerza en los combates y la virtud en los comicios.

-Buena conversación para los toros. Anda usted con esos reparos y quizá ha visto las carreras de caballos inglesas mucho más peligrosas y de muchas mayores desgracias; los saltos mortales de los circos; los bailes sobre la cuerda floja a cuarenta metros del suelo; el paso de tal titiritero sobre el Niágara con un saco en los pies y una corona de cohetes en la cabeza; y ninguno de estos espectáculos le ha ofendido como estas corridas, en que la agilidad del cuerpo y la inteligencia del alma vencen a la fuerza bruta y muestran cuán legítimo es el dominio de nuestra especie sobre la Naturaleza.

-Mire V, replicó Ricardo un poco ofendido por el tono acre de la conversación. En todos esos espectáculos hay los mismos peligros que en los toros; y además no hay como en los toros sangre y sangre caliente por necesidad; muertes y muertes violentísimas por fuerza.

-Supongo que V. come todos los días su carne correspondiente y necesaria a la alimentación y al sustento. Supongo que, al alimentarse así, no tiene la compasión que ahora siente por los pobres animales; porque si la tuviera, renunciaría a ser carnívoro, alimentándose de vegetales, si no le llegaban los vegetales también al tierno corazón.

Ricardo estuvo a punto de incomodarse con aquel señor que tan sarcásticamente le argüía y redargüía; pero comprendió dos cosas, a saber: cuán arraigada está la costumbre de dar bromas en los toros, y cuán permitida toda libertad de lenguaje a un viejo de tantos años.

-No soy español, pero amo mucho a España; sino mi patria, es la patria de mis padres; y por su esplendor, quisiera no ver en ella ni la censura, ni las loterías, ni los toros.

-Pues si tanto ama V. a España, debe amar sus costumbres y hasta sus supersticiones. Ser patriotas es sentir, amar, aborrecer como siente, como ama, como aborrece nuestra patria. Y ser español, es tener las supersticiones de España. Y la más arraigada superstición, resulta el apego a estas funciones de toros. El Cid aparece tan ducho en descabezar infieles, como en alancear toros. Alonso VII, el emperador, salió en persona a la plaza. D. Juan II, cuya corte merece el título de caballeresca y artística, protegió todos estos ejercicios de bizarría. Tanto se toreaba en el Pardo, en el Prado, en la puerta de Hierro, en las plazas de Madrid, como en la Vega de Granada, allá por los fines del siglo decimoquinto. La plaza de Vivarrambla correspondía con las plazas de Burgos y de Valladolid. El gran emperador Carlos V no se desdeñó de matar un toro de una lanzada en las fiestas tenidas por el feliz natalicio de su primogénito. Pizarro alcanzó tanta celebridad en las arenas como en las conquistas. Y D. Sebastián de Portugal mereció el duelo de su pueblo, no sólo por la pericia con que esgrimía la espada, sino por la destreza con que manejaba el rejoncillo. Doña Isabel la Católica alcanzó cuanto le vino en mentes; poner en sus blasones la granada abierta, descubrir un mundo ignorado, fundar la inquisición santísima, burlar a los moriscos sometidos, proscribir a los judíos, y no pudo obtener la prohibición de los toros porque a ello se opuso el sentimiento nacional. Conque, amiguito, si quiere V. a España, quiera V. los toros.

No, en mis días. Podemos querer mucho a las naciones y detestar sus faltas. Yo amo a la nación del Romancero, a la nación del Municipio, a la nación de las Cortes, a esta hija del sol, a esta madre de Velázquez y de Cervantes; pero no la nación del Santo Oficio, la nación de los Jesuitas, la nación de los toros. Y me creo tan español de corazón, como V. pueda ser español de nacimiento.

-Para merecer el dictado de español se exige ¡vive Dios! fumar mucho, y V. no fuma; renegar y maldecir mucho, y V. ni reniega, ni maldice ni usa ninguna de esas interjecciones, con cuya fuerza aumentamos la fuerza de nuestro riquísimo lenguaje; y gustar de los toros, nuestro mayor timbre nacional, porque muestran la pujanza de un suelo que da esos animales, y la fuerza de un brazo que los subyuga y los somete, y V. no gusta de los toros.

-Se puede ser español también sin tener ninguna de esas aficiones, ejercitando el valor propio de esta raza en mayores empresas que los toros; siguiendo las huellas de los héroes que le ganaron tantas victorias y de los repúblicos que le trajeron la libertad admirando en su teatro a Lope y Calderón, en sus letras a Cervantes, y en sus artes a Berruguete y a Ribera.

-Pues uno de los artes más notables y más indígenas, es el arte nobilísimo del toreo. Y desde fines del pasado hasta mediados de éste, ha florecido. Yo doy gracias al cielo por haberme tocado vivir en tiempo de tantas proezas. En el período ese, han nacido las picas y los picadores, las banderillas y los banderilleros, las espadas y todas sus admirables suertes. Juan Romero fundó esta profesión nobilísima, entregada antes a los aventureros y a los aficionados. Él fue quien primeramente se plantó a la cara de un toro y lo desafió a muerte. Costillares trajo la muleta y engañó con verdadera ciencia a un bruto tan taimado. Juan Romero reunió a fuerzas hercúleas ciencia consumada. Pepe-Hillo escribió un arte del toreo, en que dio las reglas aprendidas en su larga práctica. Tras éstos, vino Montes; tras de Montes, vinieron Cúchares y el Chiclanero; ahora el Tato y tantos otros; de suerte, que quien ignora los goces del toreo, ignora uno de los mayores goces nacionales. Aquí resaltan la alegría comunicativa de nuestro pueblo, su valor indomable, su sobriedad espartana, su carácter varonil, su fibra acerada, su fuerza. Y su coraje avasalladores.

-¡Bah! Otras cosas mejores tiene España; replicó Ricardo por única respuesta a los discursos del viejo, los cuales ya le iban fatigando, a pesar de que hablaba con su dentadura postiza y todo, como pudiera hablar un maestro en cátedra, un jurisconsulto en estrados, un sonador en la tribuna.

Dios, después de esto, más que a oír al viejo y a ver la corrida, a mirar si Elena había venido. Corría ya el segundo toro, y por más que escudriñaba todos los sitios donde la joven pudiera hallarse, no la descubría por ninguna parte. Unas veces preguntaba si no había venido a pesar del formal propósito manifestado a sus amigas. Otras veces imaginaba que se había ido, a cuya idea perdía la luz de los ojos y le faltaba la respiración al pecho. Ya se volvía de un lado a otro. Ya consultaba su reloj con una verdadera impaciencia. Desde la noche de la verbena, la joven que más había impresionado en este mundo su corazón, desapareció como un sueño, y en el único sitio donde pensaba verla, no aparecía. Uno de los caracteres capitales de Ricardo, era la impaciencia. No podía tolerar ninguna espera. Así se movía como si le atormentaran, y miraba el reloj a cada instante, cerrándolo y abriéndolo con movimientos maquinales. Cuando más se deshacía en su asiento, oyó una voz que exclamaba:

-¡Cuánto tardan!

Era la voz del viejo. Esperaba también a alguien como él: esta afinidad de situaciones y de circunstancias movió al buen Ricardo en su impaciencia a dirigirse al vecino, y preguntarle:

-¿Espera V. a alguien?

-A unos sobrinos míos.

-¿Dónde vienen?

-Al único palco que está vacío en toda la plaza.

-¿Éste de nuestra derecha?

-Justamente; éste.

-Serán, como yo, poco aficionados a los toros.

-Sí, como V. Es un matrimonio mejicano, muy joven, que no tienen hijos, y han adoptado una hermosa niña, hija por cierto de un mulato muy inteligente. Viajan a lo gran señor, y habrán tardado en vestirse y arreglarse, perdiendo con esto lo mejor de la función: el despejo de la plaza, la salida de la cuadrilla y el primer toro.

-Si no fuera imprudencia, me atrevería a preguntarle si la joven adoptada por sus sobrinos se llama de nombre Elena.

-Justamente, Elena.

A Ricardo se le encendió hasta el blanco de los ojos al escuchar la repetición de aquel nombre, y por consecuencia, la confirmación de sus sospechas.

-¡Hola, hola! Me ha parecido que suspiraba usted

-No, dijo Ricardo maquinalmente, desmintiendo con la acentuación la misma palabra pronunciada por los labios.

-Pues, mire V. Así como digo una cosa, digo otra.

-¿Qué dice V.?

-Me disgusta que no le gusten los toros, casi tanto como me gusta que le gusten mucho las mujeres.

-Mucho, murmuró Ricardo con una timidez digna de cualquier doncella.

-Eso es la vida. El ejercicio más noble en que podemos emplearnos se llama amar. ¿Usted conoce a Elena?

-La he visto una vez.

-¿No es verdad que difícilmente se encuentra en el mundo una muchacha más hermosa?

-No difícilmente; imposible que haya otra, dijo Ricardo.

-Si yo tuviese sesenta o setenta años menos...

Ricardo se echó a reír involuntariamente al notar la imposibilidad de realización en los deseos del viejo.

Donde las dan las toman. Pronto ha tomado V. el desquite. Antes me he reído yo de que su tierno corazón le impidiera gustar de los toros; ahora se ríe V. de que mis años me impidan a mí agradar a las mujeres. Así es el mundo. Yo no me he casado por exceso de amor. Me gustaban tanto todas, que nunca llegué a fijarme en ninguna. Pero si yo hubiera visto una muchacha como esa cuando yo era muchacho, no me iría ahora con palma al otro mundo. ¡Qué ojos! ¡Qué sonrisa, amigo mío, qué sonrisa! ¡Cuán fragante su aliento! ¡Cuán dulce su mirada! Vamos, hay para volverse loco. Cuando posa sus miradas en mí, da la sangre todo el calor de la primavera, y me devuelve todo el vigor y toda la juventud de los primeros años. Pero héla ahí. Mírela V. más hermosa que nunca.

En efecto; apareció Elena, acompañada de los condes de la Floresta, en el palco, que estaba completamente vacío, y a la hora misma de salir el tercer toro, apareció hermosísima. Vestía basquiña de raso negro, muy ajustada al gracioso y flexible cuerpo. Una mantilla blanca resaltaba sobre el negro de sus cabellos y un clavel oscuro se perdía entre los pliegues de la mantilla. El aire de la joven era completamente español, en lo suelto, en lo gracioso, en lo salado, como decimos aquí sin saber por qué, en la mezcla de cierta majestad casi varonil con cierta timidez y virginal modestia. De las tres personas que constantemente la acompañaran la noche en que la vio Ricardo, solamente se veían con ella dos: los padrinos. El padre no había ido. Inmediatamente nuestro joven echó de ver esta ausencia, y aun sintió deseo de averiguar su causa; pero a bien que allí estaba el gárrulo viejo dispuesto a referirlo todo.

-¡Hermosísima! dijo Ricardo entre dientes

-Divina, incomparable, un ángel del cielo, una diosa del Olimpo, añadió el viejo.

Añadidura de que Ricardo se burló un tanto con reservada y discreta sonrisa, al sentir mezclados en ella los ángeles católicos y los dioses paganos.

-¿Qué edad tendrá? preguntó.

-¡Qué edad! Pues no hay necesidad sino de verla, y ya se adivina. Tiene diez y siete años.

-Caballero, ¿me perdonará V. una salida de franqueza, que quizá sea una salida de tono?

-Pues no la he de perdonar. -¿Para qué y a qué estamos en los toros? -Aquí reina en absoluto la más absoluta confianza. Diga V. lo que quiera.

-¿Con quién tengo la honra de hablar?

-Con el Conde de la Tafalera; hijo, a mucha honra, del siglo pasado; más joven que los jóvenes del siglo presente; antiguo gentilhombre de los Palacios Reales en los tiempos de Carlos IV; enciclopedista empedernido; galanteador incansable; noble de abolengo; soltero de estado; más rugoso que antiguo pergamino y más alegre que unas castañuelas. Ahí tiene usted mi título, mi profesión, mi físico, mi moral, muchas cosas más de las que podrían ponerse en cualquiera filiación o en cualquier pasaporte.

-Y V. es tío de Elena.

-Pero, hombre, los jóvenes de ahora no me parecen tan listos como éramos nosotros allá en nuestro tiempo. Yo soy tío de los padrinos, tío de los condes de la Floresta.

-¡Ah! Ya caigo.

-¿Y el padre de Elena, cómo no ha venido a la corrida?

El padre de Elena es un personaje más triste que un entierro. En vez de la alegría de la gente de nuestro tiempo, de aquel tiempo de majas y manolas y chulos y petimetres y toreos y Godoys y jolgorio, tiene metida en la médula de los huesos la tristeza y la desesperación romántica del año treinta y seis. Para protagonista de un drama de esos que no os dejan dormir en cuatro noches con sus espectros sangrientos, obras tan diversas de aquellas que yo prefiero, de las comedias de Moliere y de Moratín; para protagonista de esos dramones vale en verdad todo cuanto pesa. Siempre está triste. Su tristeza a veces se me pega a mí, sin que nunca pueda yo pegarle a él mi alegría natural. Por lo demás, excelente. Se ha empeñado en que ha de visitar Andalucía en pleno estío, y se ha ido a recorrerla. Yo gusto mucho de su conversación y poco de sus quejidos; en términos que ahora nos encontramos como el pez en el agua, y vivimos contentos bajo el mismo techo mis sobrinos, a quienes amo como si fueran mis hijos, y Elena, a quien adoro como si fuera mi nieta.

-¿Como nieta no más? -preguntó con cierto candor Ricardo.

-Miren el malicioso. A mis años, ¿podría amar de otra suerte? - digo chicoleos por costumbre, y hago el amor en obediencia a tradiciones antiguas. -Mas no estoy para nada. Desconfiad en ciertos achaques de los reservados. Más fuego hay en ese silencio que en todas nuestras largas tiradas de requiebros.

Ricardo no pudo apartar los ojos ni un momento del sitio donde se encontraba Elena. En vano había querido volverlos a la plaza; por su propia virtud, por su fuerza propia, se convertían al palco. Cada movimiento de aquella divina cabeza; cada sonrisa de aquellos labios; cada mirada de aquellos ojos, lo conmovían con una extraña conmoción semejante al escalofrío; y le anunciaban que aquel afecto, nunca antes sentido, era amor, verdadero amor. Estaba seguro, él tan devoto de la naturaleza y del arte, que en la mejor galería de cuadros y estatuas no buscaba ya con su mirar más figura que la figura de Elena, y que en presencia del paisaje más bello, no se fijaría, en otra cosa que en su frente y en sus ojos, ni aspiraría otro aroma que la fragancia de sus encendidos labios. Pero, ¿cómo expresar, y, sobre todo, comunicar esta pasión? ¿Cómo demostrar que no era uno de esos arrebatos inspirados por el capricho de un momento, sino uno de esos afectos que absorben todo el ser, y llegan a sustituirse a la esencia misma de la vida, a nuestro pensamiento, a nuestra alma? Ricardo, que la noche aquella, de la aparición de Elena había estado en el recuerdo de Elena absorto, no acertaba el medio de dar a conocer su pasión a quien podía corresponderla, y con esta correspondencia calmarla. De lo único de que estaba seguro era de que ya no podía vivir sin la hermosa joven, sin verla, sin mirarla, aunque no hubiese de saber jamás la pasión que inspiraba. No perdió, pues, ninguna de las emociones reveladas por su rostro. La vio alegre y jubilosa al entrar y recibir la impresión primera de aquel espectáculo tan bullicioso y tan animado. Sus ojos pasaron de los tendidos a la plaza con la ligereza del pensamiento, y admiraron la multitud tendida por las gradas y la apostura de la cuadrilla que esperaba con calma un nuevo toro. Al salir éste creció la animación de su rostro como creció la animación del espectáculo. Las suertes primeras de las capas le gustaban, sin duda, porque la agilidad de los diestros la inspiraba confianza absoluta en que no podría haber ninguna desgracia. Pero palideció mortalmente, hasta llegar a ponerse del color de la cera, y con aspecto como de muerta así que empezó la parte principal de la corrida, y que vio la sangre teñir el suelo. En uno de estos momentos, cuando parecía que su cabeza iba a ceder a la emoción y a inclinarse inerte sobre el pecho, como una flor marchita, terrible alarido escapado a un tiempo de toda la multitud que llenaba la plaza, hirió los cielos con su intensidad, y obligó a Ricardo a volver instantáneamente la vista. Un toro había cogido a un banderillero, y lo manchaba con sus espumas, y lo pateaba con sus pezuñas, y lo hería con sus cuernos. El infeliz iba a morir sin remedio despedazado por la cólera del enfurecido bruto. Ricardo no se cuidó de cosa alguna, dejándose llevar de sus ímpetus. Sin saber cómo, sin saber por dónde, con la fuerza del toro que todo lo arrolla, con la agilidad del tigre que salta como si volara, con la presteza del rayo que luce antes de sonar, llega hasta donde se encontraba el toro enardecido, sin que pudieran detenerlo y calmarlo los diestros, en su mayor parte magullados, y heridos y maltrechos por tanta pujanza, y, sobre todo, aterrados, y le arranca la presa como si la caridad le diera fuerzas múltiples, y medio arrastrando, medio en brazos, la lleva lejos de sus acechanzas, libertándole, aunque no de heridas ya irremediables, de una muerte segura. El entusiasmo de la plaza fue tan grande como el acto mismo, y tan ruidoso como lo es siempre la expresión de un afecto en numerosas muchedumbres. Todo el mundo aplaudía y admiraba la presteza de aquel movimiento, la heroicidad de aquel acto, el arrojo con que desafiara al bruto, la fortuna con que conjuró quizás maquinalmente su cólera y le arrancó su víctima, la fuerza hercúlea con que arrastró aquel cuerpo inerte a sitio seguro y lo preservó de irremediable muerte. Ricardo, que había concluido todo este acto en menos tiempo del que empleo en referirlo, se esquivó al general entusiasmo y se refugió en la enfermería para hacer oficio de cirujano en el pobre a quien había redimido y salvado. Y apenas acababa de entrar en aquel humilde local, donde algunos toreros daban gracias a la Virgen de haberlos preservado de todo mal, y le pedían nuevamente su auxilio, oyó la conocida voz del viejo, su vecino de tendido, que entraba todo azorado y confuso, hablando consigo mismo, como si hablara a la multitud.

-¿Qué le pasa a V.?

Le preguntó con verdadera ansiedad Ricardo.

-Calle V.; esto de los nervios es terrible.

-Acabe V.; ¿qué sucede?

-En mis tiempos las mujeres no tenían nervios. Esa es una invención moderna.

-¡Ah! Ya sé...

-Elena, Elena...

Ricardo comprendió a la primera palabra y se lanzó fuera de la enfermería, mientras el conde de la Tafalera se paseaba de un lado a otro, hablando consigo mismo, y diciendo poco más o menos estas palabras:

-Vamos, no se puede vivir en mundo tan diverso del mundo que uno ha conocido y tratado. Bien hacían los pueblos aquellos que mataban a los viejos. ¡Miren qué remilgada! Se desmaya por un accidente tan sencillo. En mi tiempo las señoras eran de otra pasta, más francas, más campechanas, más tratables, y sobre todo, más toreras. Luego, ¡qué derogación a todas las leyes del toreo! El señorito que estaba a mi lado, y que parecía una damisela, se lanza de un salto sobre la plaza como si tuviera alas, y detiene al toro como si fuera un perro, y coge a un banderillero como si recogiera una capa; de suerte que, bajo su fina apariencia, se ocultaba un Hércules. Pero debieron haberlo llevado a la cárcel en vez de aplaudirlo tanto, por haber cometido la indignidad de penetrar en el redondel reservado a la cuadrilla, y de meterse donde no le llamaban. ¿Qué falta hacía el chuchumeco allí donde hay diestros, y chulos, y banderilleros como el Minuto, y espadas como Labi, que en un santiamén alejan una fiera y salvan a cualquier desgraciado? La verdad es que ese atolondrado ha venido a deslustrar una de las mejores corridas de esta temporada. Jamás tomó ningún toro tantas varas como ha tomado el segundo esta tarde, ni jamás picó Calderón ni con tanta fuerza ni con tanta gracia. Y el señorito se ha metido donde nadie le llamaba y donde nada tenía que hacer sino pintarla, y ya se ve; las señoritas, que ven los peligros de un torero con toda indiferencia, como si no fueran los toreros semejantes suyos e hijos de Adán como ellas, así que han visto un señorito, un individuo de su especie, en peligro, se han asombrado todas y se ha desmayado Elena. Vamos, hasta fea me parece desde que he visto tal remilgo.

En esto entraban a Elena en la enfermería. Traíala sin sentido, en sus brazos, Ricardo. El pensamiento humano es incapaz de adivinar todo el placer que sintió el joven al conducir aquella hermosa carga y al respirar el aliento que se escapaba de aquel pecho. Una emoción singular, única, inexplicable, corría como misteriosa corriente eléctrica por todo su cuerpo, y agitaba todos sus nervios. En aquella emoción hubiera parado la rueda del tiempo, y se hubiera detenido por toda una eternidad. Su vida no estaba en él, estaba en aquel breve cuerpo; allí acaba de huir y de refugiarse para siempre. Así, cuidó de la joven con tal solicitud; la curó con tanta ciencia, que pronto le devolvió el sentido, recibiendo el mayor de los premios que podía recibir, y alcanzando la mayor de las venturas que podía alcanzar: unas gracias profundamente sentidas y con grande ternura dichas de parte de Elena; y de parte de los condes de la Floresta, y de su tío el singular anciano, una invitación a visitar la casa donde encontraría siempre afecto correspondiente al afecto que por todos había mostrado Ricardo en aquella tarde.




ArribaAbajo

Capítulo VIII


Un baile


Estaba Ricardo algún tiempo después en su cuarto vistiéndose y arreglándose para ir a un baile, y encontraba tantas dificultades al querer ceñirse con arte y sin arrugas su corbata blanca, que llamó en su auxilio a su madre. Esta fue en seguida al llamamiento del hijo, y le arregló el nudo con esmero y lo arregló con la solicitud propia de una madre.

-No te conozco, Ricardo.

-Me he vuelto muy calavera.

-No, calavera no. Dios nos libre. Tú siempre serás bueno, como tu natural. Pero vamos, te diviertes ahora mucho; andas de toros a teatros, de teatros a bailes, de bailes a paseos con un empeño bien extraño en ti.

-Qué quiere V., madre. Alguna vez había de reclamar la juventud sus derechos.

-No creas que lo siento. Hora es ya de que conozcas un poco el mundo. Criado en esta casa de luto y de viudez, tu juventud ha tenido un carácter bien triste y bien impropio de tu posición y de tus años. Pero ¿qué quieres? Hay dolores muy acerbos en esta vida, y tu madre es una verdadera Dolorosa.

-¡Madre mía!

-Yo nunca he intentado oponerme a las expansiones naturales a tu corazón, nada de eso. Te he infundido el sentimiento de la honra y el temor a Dios, y luego he dejado tu voluntad entregada a tu conciencia. He atendido a tu educación como a un culto. Cuando has llegado a cierta edad, y he visto y tocado el imposible de celarte como en la niñez, te he dejado libre y te he dicho que practicaras las máximas aprendidas al dejar la cuna, y que, si sentías inclinación hacia una obra o un pensamiento indigno de ti, evocaras la imagen de tu madre. Hasta ahora sólo satisfacciones me has dado. Así es que veo con grande contento despertarse en ti cierta juventud de alma y cierta ligereza de gustos necesarias para no envejecer antes de sazón. A cada tiempo sus obras: las flores a la primavera; los frutos al otoño.

-No ha habido una madre como V.; pero confiese V. que yo soy un buen hijo.

-Es verdad, Ricardo.

-Y por consiguiente V. una madre muy feliz, muy feliz, muy feliz.

Carolina se turbó por completo al oír esta afirmación, y se puso a trastear en los muebles y en los objetos de tocador que por allí tenía Ricardo, a fin de ocultarle su emoción y de encubrirle las gruesas lágrimas, por aquellas palabras, llevadas a sus ojos. La punzada de su remordimiento penetró en la conciencia y en el corazón; el recuerdo de su culpa se levantó en la memoria y el cariño de su hija robada a su amor y perdida por siempre para ella en el corazón; las entrañas se le agitaron con un dolor de tal intensidad, que perdió por algunos segundos la luz de los ojos. Pero acostumbrada a dominar, no el dolor, al cual se entregaba en cuerpo y alma, sino la expresión del dolor, volvió bien pronto a reanudar el diálogo antes empeñado, y a reanudarlo con ademán tranquilo y serena voz.

-Mira, Ricardo, tengo una observación que comunicarte.

-Dígame V, mamá, cuantas observaciones quiera. Yo las oiré como si bajaran del cielo, que cielo es, y dilatadísimo y luminoso el alma de una madre.

-Pues he notado que cuanto más te diviertes más triste pareces.

-Eso es aprensión de V.

-Vamos, sé con tu madre franco.

-No puedo serlo todavía.

-¿Todavía?

-He pesado, santa mamá, todas mis palabras.

Cualquiera que presenciara esta escena viera nublarse la frente y fruncirse el ceño de Carolina al oír este calificativo de santa. Pero cuando estaba con su hijo tenía el hábito ya arraigado de dominar sus emociones, y no dijo ni una sola palabra, devorando aquel nuevo remordimiento, gota de plomo candente llovida sobre su corazón.

-Vamos. Algo te pasa; dijo Carolina con la serenidad que usaba, siempre que no la vencían mucho los dolores, en presencia de su hijo.

-Algo me pasa, madre mía. Así lo ha presentido V. en su corazón mucho antes de que sucediera; lo ha adivinado, leyéndolo y divisándolo en la frente de su hijo.

-He visto que a medida de tus distracciones crecían tus tristezas. Cuanto más te entregas a la sociedad y a sus goces, más nubes pasan por tus ojos. Ábrelo el corazón a tu madre. Dile cuanto te sucede o puede sucederte.

-Madre mía, por ahora nada; deseos vagos, inquietudes del alma, quizá alguna aspiración a la felicidad doméstica, miradas que ignoro si son advertidas, suspiros que ignoro si son escuchados, en realidad, algo vago, algo incierto, algo todavía misterioso, como el lejano albor de nueva revelación, como el anuncio de una vida nueva; suceso de inmensa importancia para mí, que de llegar a la realidad y de encarnarse en la vida, será de V. inmediatamente conocido y a V. consultado, pues todos los actos míos necesitan el amor y la bendición de mi madre.

-Mira, hijo mío, tu madre desea la felicidad del ser que más ha querido en este mundo, de su hijo, y sabe que tal felicidad no puede existir sin el amor en el hogar, que es la prenda más segura de tranquilidad en la vida. Pero tu madre te aconseja que estudies profundamente tu corazón, que te cerciores de sus preferencias y de sus inclinaciones, y que te muevas solamente por aquella pasión, que al cabo llega a ser el alma del alma, lo infinito en la existencia, la única insaciable, porque no se satisface con cosa alguna material, la única inextinguible, porque es el fuego mismo de la vida, el amor, el amor, el amor sin el cual no hay ventura alguna posible aquí en la tierra.

-Yo nunca he comprendido el matrimonio sin amor.

-Hijo mío, el matrimonio sin amor es el mayor de los crímenes. Vale más la muerte que un estado cuyas consecuencias trascienden a los hijos. No comprendo tormento más cruel que vivir confundido o identificado bajo el mismo techo, con persona, o bien indiferente, o bien odiosa. Mira si te quiero, hijo mío, pues preferiría verte muerto a verte casado, sin que precedan a tu casamiento la inspiración y las bendiciones del amor. Ama, ama, ama mucho y cuando estés seguro de amar mucho, cásate sin dilación con la mujer a quien ames. Matrimonio sin amor, matrimonio sin amor, matrimonio sin amor, ahí está el infierno verdadero, que no lo hay, como no amar y tener que fingir una pasión exaltada en la cual no cabe fingimiento.

En esto, cuando Ricardo iba a confirmar la observación de su madre, se oyó una voz que decía: «e1 Sr. D. Jaime ha llegado». En efecto, el herido, repuesto, dado de alta, trasladado ya a su casa, volvía para ver a su cariñoso amigo y caritativo enfermero, e ir en su compañía al baile, que en obsequio a sus sobrinos los condes de la Floresta, daba el marqués de la Tafalera en su palacio de la Fuente Castellana. Ricardo besó en la frente a su madre, y se dirigió con Jaime a la fiesta. En cuanto se hubo cerrado la puerta, Carolina, que tanto había sufrido para reprimirse en aquella conversación, se echó sobre un sofá, se cubrió el rostro con las manos, y lloró amargamente, hasta el extremo de que sus ojos parecían carbones encendidos, y el sueño tranquilo parecía negado a su triste y desolada existencia, pues toda la noche estuvo en aquella triste actitud, entregada a sus recuerdos y a sus pensamientos, como si fuera la estatua del dolor erigida sobre un sepulcro.

Brillaba el baile de una manera que no podría justamente encarecerse. Un jardín amplísimo le servia de salón magnífico en deliciosa noche de estío. Con decir que lucían a un tiempo las luces en la enramada, las estrellas en el cielo, y los ojos meridionales en la faz de nuestras mujeres, se dice, sin necesidad de nuevos encarecimientos, toda la hermosura y todo el esplendor de aquella fiesta. El acento melodiosísimo de una orquesta de cuerda se confundía con el susurro de los árboles, y el susurro de los árboles con el rumor de las conversaciones, y el rumor de las conversaciones animadísimas con el eco de los surtidores y de las cascadas. Ricardo había ido solamente por ver a Elena, y él tan arrojado, siempre que a ella se acercaba sentía un descorazonamiento tan grande, como si desfalleciese su voluntad y se desmayara su ánimo, en la seguridad de no merecer tanta ventura. En cambio Jaime había pasado toda la noche junto a Elena, y le había hablado largamente, sin advertir, sin sospechar siquiera que fuese aquella hermosa joven la amada de su amigo.

Pero el señor marqués de la Tafalera, que desde la célebre tarde de los toros, no obstante sus graves censuras al que había sobrepuesto su caridad a las leyes y conveniencias del toreo, sintiera por Ricardo una grande amistad, trató de aproximar Elena a su médico, y la llevó al fin del brazo, hasta cederla al brazo de Ricardo, mezclando a su buena acción ese número de frases pintorescas y varias que salían a borbotones de sus labios, y que daban a su vejez algo de la gracia que tiene el candor y la inocencia de la infancia.

Por fin Elena y Ricardo se quedaron solos al pie de una colinilla bordada de pinos, al borde de una fuente que fluía tan melodiosamente como las canciones de una serenata, a la entrada de una gruta misteriosa que cubrían cortinas de jazmines, cuyas corolas exhalaban ese embriagador aroma que trastorna. La sombra de los añosos y gigantescos árboles hacía resaltar la figura de Elena, vestida de blancas gasas, con una sencillez verdaderamente griega, en cuya virtud no ostentaba más adorno que los rizos de su negra cabellera, natural candor, en artístico desorden sobre sus anchos y desnudos hombros. Si el pobre Werther estuviera allí diría que al borde de las fuentes se arreglan los matrimonios que han de ser felices, y se mecen los genios benéficos que hay en el Universo.

Los dos jóvenes se encontraron frente a frente en una situación bien difícil, porque ni uno ni otro acertaban a comenzar una conversación. Ricardo, tan elocuente, así que veía a Elena callaba como un muerto, y no sabía qué decir, temeroso de alguna indiscreción o de alguna de esas traiciones de los labios al corazón ya harto rendido por las estáticas miradas de sus ojos. El viejo, después de haber andado por algunas alamedas, volvió a su encuentro, y les dijo estas palabras en su tono festivo, franco y bonachón:

-Mire V, caballero lidiador, héroe en los peligros, como un semidiós antiguo, melindroso en la sociedad, como una monja mística, no vaya V. a perder el tiempo hablando de astronomía o de historia con esta perla que gustará de otras conversaciones más dignas de su hermosura y más en proporción justa con sus años. Yo no acierto a explicar el proceder de la gente al uso. Perder el tiempo de la juventud equivale a perder el capital más cuantioso y más productivo. Y la juventud no puede ejercer sus facultades en cosa más alta y más provechosa que amar, sí, amar: que tal es su destino. Si yo me encontrara joven, Ricardo, con sus años, con su figura, con su talento ya le hubiera hecho cien mil declaraciones a Elena, y rendido ese su corazón inexpugnable.

Y desapareció de nuevo, después de haber lanzado esa bomba a los pies de la gentil pareja.

-Dispense V., Ricardo, dijo Elena, poniéndose de veinte mil colores, como en el habla vulgar decimos. Este buen marqués pasa su vida entera en broma, como si el mundo fuese un carnaval perpetuo y la vida un baile de máscaras. Ya comprendo que deben molestar a usted esas gracias. Pero hay que tener con los viejos la misma tolerancia que con los niños. No saben muchas veces lo que dicen.

Después de estas breves palabras volvieron a caer en profundo silencio, en el mismo en que habían caído algunos minutos antes. Elena levantaba tanto los ojos que los ponía en las estrellas, pareciéndose su mirada en tales momentos a la de esas Vírgenes de Murillo, que buscan algo invisible y sobrehumano allá en la inmensidad de los cielos. Ricardo los bajaba tanto, que los tenía clavados en el suelo, a guisa de novicio o de doctrino. Pero de vez en cuando la mirada de Elena bajaba del cielo a la frente del joven, y la mirada del joven subía furtivamente de la tierra al cielo de aquellos ojos, y ambos se quedaban inmóviles, como si les doliera salir de aquel éxtasis, y fiar al aire el sentimiento íntimo de sus respectivos corazones. Por fin la joven tuvo más valor que el joven, y rompió aquel silencio con estas palabras:

-¿Le gusta a V. el baile?

-¿Qué entiende V. por que guste el baile?

-Pues, que guste.

-¿Asistir al baile o tomar parte en el baile?

-Me explicaré mejor. ¿Le gusta a V. bailar?

-Diréle a V. Con todo el mundo, como hacen muchos, que bailan indistintamente e invitan a cuantas encuentran, no. Pero con una pareja de mi elección bailaría con mucho gusto.

-Entonces no puede haber aquí pareja alguna de su elección.

-¿Por qué?

-Porque no ha bailado V. en toda la noche.

-Y si le dijera que no he sacado a bailar a la que desde el primer momento he elegido por...

-¿Por cortedad?

Preguntó Elena.

-Llámele V., si quiero, cortedad al miedo que tendría a una negativa. Ahora, en la incertidumbre, todavía me queda la esperanza. Si rehusara el bailar conmigo ¡oh! no sé lo que me pasaría.

-No parece sino que el baile sea algún compromiso de mayor cuantía. ¿A quién podría dirigirse que le negara un vals o un rigodón?

-¿No me lo negaría V.?

-Yo de ninguna manera.

-¿Conque podemos bailar?

-Como V. quiera y cuando V. quiera.

En aquel momento entonaba la música un vals de Strauss, y Ricardo cogió del brazo a Elena, la llevó a la glorieta donde se bailaba, y comenzó a dar con ella vertiginosas vueltas al compás de la música de Strauss, que parece poseer el secreto de acompañar al baile y prestarle una embriaguez que da verdaderos vértigos. Las manos se tocaban; el brazo se ceñía a la cintura; mezclábanse los dos alientos; sentíanse los latidos de los dos corazones uno junto a otro. Ricardo creyó perder el sentido al estrechar aquella mano que le comunicaba torrentes de electricidad; al ceñir aquel cuerpo que se mecía en sus brazos; al contemplar de cerca aquella mirada que le abrasaba la sangre; al respirar aquel aliento que difundía el amor más exaltado en su pecho; al sentir, rozándole la frente, los rizos de la negra cabellera; y en las vertiginosas vueltas experimentó el deseo que se experimenta siempre junto al objeto amado: el deseo de permanecer así perpetuamente. Rodaron los dos a compás, y no oían la música; dieron mil vueltas entre las parejas, sin chocar con ninguna, y no veían el baile; ejercitaron sus fuerzas en términos que hubieran cansado a los seres más robustos, más fuertes, más hercúleos, y no se fatigaban. El amor tuvo una expresión y mil satisfacciones de aquellas que en su primera florescencia valen por todas las satisfacciones posibles en la vida; el desahogo de un suspiro, el premio de una mirada, el roce de un vestido, el placer de una palabra, la esperanza de una expansión futura, el bien supremo de un vals, en el cual los dos seres que se buscan y se necesitan, se han dulcemente encontrado en estrechísimo abrazo. Estaban fuera del mundo; movíanse impulsados del deseo en espacios fingidos por sus almas; no sabían nada de cuánto les rodeaba, como si el Universo entero hubiera desaparecido a sus ojos; y por una eternidad continuaran en semejante éxtasis, a no llamarlos a volverse a lo real y lo cierto la suspensión del vals y la interrupción de la música.

Pero los dos jóvenes, a la verdad, no se cansaron de la soledad que tuvieron durante el baile; necesitaban más, e instintivamente, sin curarse de nada ni de nadie, cogiéronse del brazo y se entregaron a pasear por aquellas alamedas. Durante algunos minutos no se dijeron ni una sola palabra. Luego, la tibieza voluptuosa de aquella noche; el resplandor de los astros entre los pliegues del cielo y de las luciérnagas entre las hojas del follaje; la vibración casi imperceptible de las tranquilas auras y el acento armonioso de la música; esa inspiración que cae de las alturas y que se respira en los aires durante estas orientales noches de nuestro estío, tan propicias al deseo, llevaron casi insensiblemente la conversación de los dos jóvenes a lo que llenaba su corazón y su inteligencia, al tierno coloquio de amor. Guardáronse muy bien de decir ni de revelar lo que sentían mutuamente aquellos dos seres el uno por el otro, y departieron como si de un tema ajeno a su corazón se tratase, pero con grande calor y con vivísima elocuencia, como habla siempre la pasión.

-El mundo, decía Ricardo, envía contra cada uno de nosotros muchos enemigos; pero basta el sentir una pasión profunda y la seguridad de una correspondencia cierta para probar la felicidad en medio de las más agudas espinas. El amor puede embellecer hasta un calabozo y convertirlo en cielo. La pena de un desengaño puede trocar en calabozo los edenes más bellos de la tierra.

-Pero permítame V. decirle, replicó Elena, que para mi el amor sólo existe en el corazón de la mujer. Nuestra alma necesita como ciertas delicadas aves arrullar perpetuamente y ser arrulladas. El hombre tiene otras muchas pasiones que divierten su ánimo del amor. Nosotras sólo entendemos las vibraciones de esa arpa eólica que forma la melodía de la vida. Ustedes, aunque tengan su corazón cautivo, y estén a una beldad rendido, se enardecen como el caballo cuando oye el clarín guerrero que les habla del odio, del combate y de la matanza.

-Casi estoy por concederle a V. cuanto dice. El amor vive en el corazón de la mujer. Pero no puede V. imaginarse cuánto en el conocimiento y en la experiencia de esa pasión progresa el hombre, si encuentra en su camino la mujer que le está predestinada. Entonces lo olvida todo, lo arroja todo lejos de sí, los gustos, las pasiones, las artes guerreras, las glorias, las luchas, y se rinde y se entrega exclamando: todo eso es vanidad y sombra; la vida, amor mío, está en ti, o mátame de un desprecio o hazme feliz para siempre.

-Es verdad, dicen eso. Pero, ¿lo cumplen? Yo creo que damos nosotras todo el corazón a cambio de medio corazón, si acaso, que nos entregan. Para los hombres hay la plaza, el Campo de batalla, la tribuna, la autoridad, el poder; para nosotras sólo hay el rincón de la casa, el culto de la familia, la devoción perpetua al ser a quien una vez hemos amado; para nosotras sólo existe el amor. Y por eso yo aconsejo que antes de ceder al vértigo y de adorar al hombre, como sólo nosotras adoramos, comencemos por enterarnos un tanto del espacio que en su corazón, lleno de afectos contrarios, nos ha podido dejar.

-Esos recelos son como las ausencias, como las riñas, como las tempestades del amor, incentivos que acrecientan su fuerza, combustibles que avivan su fuego.

-Ciertamente, al fin y al cabo un corazón lleno de amor lo perdona todo. El pobrecito se resigna muchas veces a que lo engañen. ¡Necesita tanto del engaño! Como él ama cree que lo aman, y es feliz y venturoso. Y muchas veces se funda su ventura sobre una mentira; no quiero averiguarla, porque sería la verdad más triste que la muerte.

-Los sentimientos no se comprenden hasta que no se experimentan. Si la vida. no los enseña, jamás los enseña la idea. De aquí la imposibilidad en que estamos cuando no sabemos si somos o no correspondidos de entrever la delicadeza y la ternura capaces de penetrar en nuestra alma, a virtud de un amor correspondido, y por consiguiente, satisfecho y feliz. Las otras pasiones son como sorpresas que al descuido nos asaltan, como estremecimientos que nos sacuden, como relámpagos que pasan; la única pasión perenne, la que está en la primavera, en el otoño, en el invierno de la vida, como la savia en el árbol, aunque no tenga ni hojas, ni frutos, ni flores, como la sangre en el cuerpo, como la luz en el Universo, es el amor.

Y Ricardo miró con tanto afecto a Elena después de esta afirmación soberana, que la joven sintió encenderse sus mejillas, anunciando la aurora del amor, como los horizontes sonrosados anuncian la aurora del día. Y este rubor no fue parte a que el enamorado saliera de sus vaguedades generales y entrara en una declaración concreta, a causa de la timidez que inspiran siempre al hombre una belleza adorable, una pasión naciente y el temor a no ser correspondido. Las abstractas discusiones que habían empeñado avivaban su amor; y desde el punto en que tomó esta vivacidad ya no pudo encontrar palabras, sino suspiros, miradas, expresiones reveladoras de un estado del ánimo que por necesidad ocultaba el labio, al mismo tiempo que debían revelarlo claramente los ojos, esos soles del amor, que atraen las almas y las tienen como suspensas de la virtud de su atracción. En realidad, Ricardo estaba preso de la pasión que Elena en él despertara. En cuanto a ésta, conocía ya la pasión, y comenzaba a corresponderla antes de revelársela de palabra, si no con la voluntad toda entera, con el instinto propio de su sexo, ese primer grado del amor. Para Ricardo, Elena era lo visible y lo invisible, el tiempo y la eternidad, la naturaleza y el arte, la tierra y los cielos, todo el ser, como acontece al joven de gran corazón siempre que por vez primera ama. Todas sus ideas habían caído en aquella viva llama del amor, evaporándose éstas, rompiéndose aquéllas, trastornándose todas, como le sucedería a los planetas si cayeran de pronto sobre la superficie del sol. Pero hay que decirlo en su honra; si respecto a su vocación y a su destino conocía haberse engañado, pues en lugar de ser padre de todos los desgraciados exclusivamente cual pensó en cierto tiempo, iba a ser padre de familia, esposo amante, sobre todo, el amor exaltó sus virtudes con verdadera exaltación. Cuando se sintió mejor quiso que todos sus semejantes fueran mejores: cuando se sintió más feliz quiso que todos fueran felices. Una nueva alma entró en su seno, pero sin perder y sin deslustrar a la antigua. Aquel amor que comenzara por una inspiración súbita, como esas nubes formadas de súbito en cielo sereno, aspiraba ya a la correspondencia y necesitaba ser correspondido. El único temor que le asaltaba era el recelo de una negativa, a la cual no hubiera podido en manera alguna resistir una vida reconcentrada en el amor. En aquella noche del baile no se atrevió a una declaración, la aplazó para otro momento, puesto que tenía abiertas de par en par las puertas de la casa de Elena, y segura la amistad de la familia, a pesar de la ausencia del padre, que en cuanto conociera a Ricardo contribuiría sin duda a este afecto. Ricardo adivinaba que Elena se había enamorado de él; pero no adivinaba que Jaime se había enamorado de Elena.



Arriba
Anterior Indice Siguiente