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Capítulo IX


La felicidad


Desde la noche del baile Ricardo experimentó su corazón y lo observó profundamente; y de estas observaciones y estas experiencias dedujo, no por silogismos, por sentimientos, una inflexible consecuencia; que su vida dependía completamente de la vida de Elena. Sobre todas sus vocaciones se levantaba ésta en pocas palabras resumida: amar y ser amado. Sin que su gran corazón se disminuyera un punto, sin que le faltaran aquellos impulsos generosos y aquellos movimientos heroicos a su naturaleza congénitos, comprendía que el nuevo afecto nacido en él, elevaba todo cuanto era y todo cuanto hacía en este mundo a culto religioso por una sola persona, a cuyos pies ofrecía como sagrada ofrenda todas sus virtudes. Hasta aquellos días caminó a ciegas por el mundo sin tener a quien consagrar sus pensamientos ni de quien recibir inspiraciones. Desde entonces, todo ensueño poético de su alma tenía una Musa que lo idealizara, todo combate por el bien tenía una dama que lo bendijera. Su alma había sido hasta aquel momento vasto cielo iluminado por una luz sin calor. Desde esta trasformación la pasión de las pasiones pone en todo su ser y en todos sus actos ese fuego vivaz suyo que es el fuego creador de la vida. Pero ¿iba o no a ser correspondido? Esta pregunta le conturbaba en términos que destruía todos sus proyectos y disipaba todos sus ensueños de felicidad. Modesto por excelencia, no encontraba en sí méritos bastantes a despertar una pasión. Si se miraba al espejo, como suelen los enamorados, encontrábase vulgar; si se miraba a la conciencia, encontrábase sin ninguna de esas cualidades amables que inspiran fácil amor. Encerrado en ciertas esferas de la vida donde sólo reinara una serenísima virtud mezclada a un profundo dolor, quizá no tenía ninguna de las prendas que dan a la juventud todo su encanto. Cuando tal idea le asaltaba, hubiera dado su existencia por ser uno de estos jóvenes a la moda, de sociedad, hábil en los ejercicios del canto y del baile, instruido en los secretos de los salones, elegante en su vestir y en sus maneras, capaz de encadenar con una sola mirada aquella hermosa joven, la cual sin duda alguna en los viajes había adquirido esa ligereza que da el cambio de escenario, de tratos, de costumbres y de vida en la continua renovación de un continuo movimiento. El inocente no se comprendía a sí mismo, y por consecuencia no comprendía tampoco que su varonil hermosura, sus ojos llenos de inspiraciones, su frente elevada en cuyos espacios se elevaba como un sol luminoso la inteligencia, su gran corazón revelado en frecuentes actos heroicos y hasta sublimes, la comunicativa elocuencia de sus palabras, el calor irradiante de sus ideas bastaban para inspirar una gran pasión de esas que llenan toda una existencia, que sobreviven a la acción demoledora del tiempo y a los cambios y a las trasformaciones del mundo, que se creen por su virtud y por su fuerza inaccesibles a la misma muerte.

En tales dudas, en tal incertidumbre, lo que verdaderamente 1e fijaba en una idea era el convencimiento de su pasión por Elena, única mujer a cuyo lado quería vivir y morir, única mujer en cuya alma encontraba la mitad de su alma. Penetrado de esta convicción se reconvenía a sí mismo por no haberse ya cerciorado de si era o no correspondido. Él no necesitaba hablar, no. Harto habían hablado sus ojos. Lo que necesitaba. era saber si le correspondía Elena, saber si experimentaba a su lado aquella felicidad que da a sus elegidos el amor y que tanto se parece a la bienaventuranza. Y él mismo que, en cuanto se trataba de socorrer y salvar a un infeliz, lanzábase en su auxilio sin mirar los peligros, naufragando mil veces con los náufragos de la vida; en cuanto de sí mismo se trataba, no tenía tanto ánimo y no osaba abordar a las playas donde veía su paz y su ventura. Tal estado le condenaba a un perpetuo combate. Mas al cabo de cierto tiempo comprendió cómo en esta incertidumbre se encontraba daño mayor que en la certeza de una negativa y en la realidad de una desgracia. Y como quien toma resolución verdaderamente incontrastable, decidió presentarse ante Elena y decirle con toda lisura, con toda llaneza, que no podía vivir sin su amor, y que el hogar sin ella era verdaderamente un sepulcro y sin ella el corazón un cadáver. Admitido en casa de los condes de la Floresta con toda franqueza encontrándose mil veces sola a Elena, habiendo hablado tanto con miradas y con suspiros necesitaba hablar clara y concretamente, saber si le estaba reservada en la voluntad de aquella mujer la vida o si le estaba reservada la muerte. Parecíale que muchas veces le miraba también, que respondía a sus suspiros con suspiros, que hablaba en términos a primera vista ambiguos y en realidad clarísimos; pero apenas se asía a tal creencia, cuando le asaltaba el temor de que aquellas observaciones suyas fueran pareceres sin base o ilusiones y engendros del deseo. Así es que, pasados pocos días del baile, tras una noche de insomnio, después de mil dudas y de un largo examen de conciencia, se decidió a ir, a presentarse, a decirle a Elena toda su pasión y a preguntarle si esta pasión encontraba eco en su pecho y le impulsaba a pasar unida a él en eterno amor toda la existencia; pues de una palabra suya dependía el enlace de sus nombres, y de sus destinos, y de sus vidas como ya se habían enlazado y confundido sus almas.

Vistióse con todo esmero como quien va a una fiesta y se miró mil veces al espejo. Anduvo mucho de un lado a otro como quien estudia y ensaya un papel. Habló en voz alta diciendo frases que de seguro no podría repetir en el momento para que las preparaba y profería. Fue a despedirse de su madre como siempre; pero con ternura tan porfiada y tan extraña, que indicaba una crisis decisiva en su vida y uno de esos momentos en que cambia de rumbos y de horizontes el alma.

Por fin se encaminó al palacio del marqués de la Tafalera, donde habitaba Elena con su padre, a la sazón ausente, y con sus padrinos los condes de la Floresta. Había mandado poner el coche, y cuando lo vió, lo hizo retirar a fin de tener más tiempo y caminar más despacio. Entró en la casa de su amada y le pasaron al jardín. Su primer deseo fue encontrar sola a Elena; pero cuando se acercó al cenador, donde solía verla, se alegró de que estuviese la condesa. Saludó a ambas amigas con su natural afabilidad; más al fijar la vista en Elena, se puso colorado como una muchacha a quien le dicen un requiebro. Elena tenía en las manos una redecilla de seda que se aumentaba a ojos vistas entre sus dedos: al lado una jaula donde aleteaba y gorjeaba pintado jilguerillo que parecía pedir caricias a su ama; enfrente un libro de poesías abierto sobre un velador de mármol y en cuyas páginas acababan de caer algunas hojas de las flores que tapizaban el poético cenador. Ricardo se sentó y empezó a hablar de cosas indiferentes hasta ver si la condesa se marchaba con cualquier pretexto, y podía hacer su declaración y dirigir su pregunta con toda libertad. Pero, en cuanto hizo la condesa ademán de irse, rogóle Ricardo que se quedara y le habló de asuntos varios, para fijar su atencion y detenerla más tiempo. Así que la condesa parecía decidida a quedarse, comenzaba de nuevo el joven a sentir natural intranquilidad y a desear su necesaria ausencia. Por fin, llamada al interior del palacio por la voz agria de su tío el marqués, fuese la señora y se quedaron los dos jóvenes enteramente solos. Ricardo de buen grado se hubiera ido también. A la deseada soledad siguió un extraño silencio. Elena fijaba la vista en su redecilla como quien teme que una mirada haga traición a todos sus sentimientos, y los revele de súbito. Ricardo apartaba las hojas de las flores caídas sobre las hojas del libro y leía algunos versos sin saber qué leía. Acariciaba luego al pajarillo, como para decirle que en sus gorjeos, cantara a su ama el amor de que estaba poseída el alma de su tímido amante.

Levantábase y volvía a sentarse con una inquietud que denotaba bien la inquietud de todo su ser. Al fin rompió el silencio y dijo esta palabra:

-Elena.

El bello nombre de la mujer amada había sido pronunciado con tanto afecto que indicaba el estado de alma en que se encontraba Ricardo. Elena 1o comprendió muy bien y ocultó lo que había comprendido diciendo con una incomparable naturalidad.

-Gracias a Dios. Ya habló V. Temía que, al irse mi madrina, se hubiera llevado consigo la voz y la palabra de mi buen amigo.

Esta frase de Elena abría a Ricardo el camino para desahogar la pasión que le ahogaba. Pero persistente en su timidez no se dio por entendido, y dijo:

-Elena, debe ser muy hermoso el fijar la vida y preservarla de los diarios combates. Hay en ella desiertos de hielo y tempestades de fuego. Ni en tanto frío, ni en fuego tan voraz se encuentra la felicidad. Para subir al cielo necesitamos volar desde un estrecho nido.

-El cielo, donde las almas se encuentran y se unen y no tienen temor alguno a verse divididas por dudas, ni separadas por el espacio; ¡debe ser muy hermoso!

-¿No es verdad, Elena, que hallarse siempre al lado del ser querido, no ver sino sus ojos, no respirar sino su aliento, no oír sino su voz, será necesariamente la mayor entre las dichas posibles? La separación, siquiera sea por un minuto, equivale a la muerte. En cada instante de ausencia hay una eternidad de dolores. El mundo parece vacío, el corazón desierto cuando la fatalidad nos obliga a privarnos de aquella luz que ilumina la inteligencia y vivifica el corazón, de la mirada que nos envía el rayo benéfico de su bendito amor. Cielos, donde la eternidad reina; cielos donde no penetra la muerte; cielos donde no hay separación posible, si las almas se trasparentan todas en el eden; si unas a otras en la inmensidad se ven perpetuamente; no debíais llamarse cielos sino otra palabra más propia y más expresiva del bien supremo que en vuestro seno se encuentra, debíais llamaros felicidad.

-Bien habla V. del amor. Pero no es la palabra la prueba mayor del sentimiento.

-La palabra es la revelación por excelencia del espíritu. Cuando Dios ha querido manifestarse a los hombres, se ha llamado a sí mismo Verbo. Realmente yo ni encuentro ni puedo encontrar otro resplandor más vivo de las ideas que el resplandor de la palabra.

-Admitido. Mas las palabras de V. sólo dicen generalidades, Ricardo, ideas sin enlace; comentarios de una oscuridad espesísima puestos a sentimientos no bien definidos ni explicados.

-Y a decir verdad, ¿no entiende V., Elena, todo cuanto le he querido decir desde que la conozco?

-A decir verdad, no.

-¿Y me ha oído V. suspirar?

-Sí.

-¿Y me ha oído V. gemir?

-Sí.

-¿Y me ha oído V. vagar en alas de mis palabras por el cielo de mis esperanzas?

- Sí, Ricardo.

-¿Y no ha adivinado V. cuánto quería decirle?

En esto apareció la condesa y su tío el marqués, departiendo en ese tono, ora de disputa y ora de sermón, que daba el buen viejo a todas sus conversaciones. La materia de que trataban debía ser interesantísima por la viveza con que discutian, y peligrosa por el empeño que la condesa mostraba en ocultarla a los dos jóvenes. El buen marqués no hizo caso de las advertencias de su sobrina y les sometió resueltamente a Elena y Ricardo el tema de aquella controversia.

-Decíamos...

-No haga V. caso de lo que dice mi tío.

Le advirtió a Ricardo la condesa encendida como una amapola.

-Decíamos que los tiempos presentes, no son al amor tan propicios como eran nuestros tiempos.

-Ya ven Vds. que la conversación no correspondía ciertamente a una mujer casada y a un viejo ochentón.

-¿Cómo? ¿Por qué?

Preguntó el viejo.

-Porque las conversaciones de amor se deben quedar para los jóvenes.

-Pues no faltaba otra cosa. Lo único que hace amable la vida es esa pasión esparcida por Dios desde el principio al fin de los tiempos y desde la primera a la última de todas las cosas. Esa palomilla que pasa por los aires, o busca su pareja, o sus polluelos o su nido. El sol tiene sus tierras como el sultán tiene sus sultanas. El planeta tiene su luna como el artista su musa. Esa mariposa si vuela busca amor. Esa flor si abre su cáliz, es porque quiere que el amor se deslice en su corola. Amar es vivir. Lo único que, después de esta vida nos queda en el mundo, la paveza única que luce después de apagados todos nuestros sentimientos; el recuerdo único que resta después de extinguida nuestra memoria, es la satisfacción de haber amado y de haber sido amado.

-Tiene razón el marqués.

Dijo Ricardo.

-Y tanto como la tengo. Y decía que en mi tiempo no se oponían obstáculos insuperables, como hoy, a los enamorados. En cuanto alguno entraba en una casa...

-Tío, no hablábamos de eso, hablábamos, dijo la condesa, de ciertos afectos...

-No, señor. Te ruego, querida sobrina, que no seas embustera. Hablábamos de cómo se pedía la mano de una muchacha en otro tiempo y cómo se pide ahora. Hablábamos de cómo requeríamos nosotros de amores a las jóvenes y cómo se las requiere en esta época. Hablábamos de la manera más lícita y más conducente a preparar y facilitar un matrimonio cuyos anuncios asoman por todas partes. De eso hablábamos.

La condesa se ponía de mil colores a cada palabra de su tío, y la pobre Elena, tan directamente aludida, no sabía qué hacer ni qué decir. Ya estiraba su red hasta romperla, ya vertía el agua de la jaula, ya hojeaba las páginas de su libro con tal desasosiego, que se le caía dos o tres veces a tierra y dos o tres veces obligaba a Ricardo a bajarse para recogerlo, cuando el marqués decía una de sus reflexiones más cándidas y más inoportunas.

-Como, decía el marqués arrebatado ya por su propia garrulería y sin ver el tormento que daba a la condesa y a Elena: como; el amor es toda la vida, es más que la vida, es la esperanza de la inmortalidad. Fuera de esta pasión vive el alma como el cuerpo fuera del aire, en la asfixia. Y hay que ocultarlo como un crimen. Y hay que envolverlo en miles de reticencias. Pues yo detesto, cual sucedió a toda la gente de mi siglo, la hipocresía; yo prefiero pasar por malo siendo bueno a pasar por bueno siendo malo. Yo conjuro a los jóvenes que están plenamente en su derecho de amar y que gozan de la edad del amor, a no perder el tiempo y a vivir y gozar con todo su corazón; si yo tuviera una hija o ahijada o sobrina que casar, y la viera rondada y requerida y enamorada, seguidamente daría el quién vive a su galan, seguidamente. Yo estoy a mal, muy a mal con la gente moza de ahora.

Tras amar muy poco, diluye esa cantidad mínima de amor en tantos suspiros, cartas, medias palabras, disertaciones, filosofías que prueban la inanía de sus pasiones y la falsía de su pecho. Nosotros no alzábamos los ojos para mirar a nadie a la cara. Obligados a rezar el rosario todos los días, metidos en casa al anochecer, puestos en el potro de las declinaciones y de los diptongos, celados por nuestros padres, sin poder fumar un cigarro ni decir un requiebro, con la mitad de los cabellos en las manos de nuestra mamá y la mitad de las posaderas entre las disciplinas de nuestros maestros, el día menos pensado, cuando más distraidos parecíamos y más ajenos al amor, de un revuelo nos encontrábamos casados, y así que nos casábamos a los siete meses ya apercibíamos la cuna y los trapitos de cristianar, y a los nueve meses cumplidos ya teníamos un muchacho que lloraba como pudiera mugir un becerro. Pero ahora ¡ay! ahora es todo lo contrario. Examen de la mujer que por novia se escoge; luego de examinada, largos días de suspiros y equívocos y embelecos; después amores más largos que una eternidad; al fin casamiento tardío y sin felicidad, y sin el complemento y la alegría de la vida, sin hijos. Que todos los demonios se lleven a una generación tan tímida para aquello que más necesario es a la vida y más conducente a la felicidad, para el bien supremo, para el amor. Nosotros éramos de otra pasta bien diversa de la pastaflora que hoy se usa. Nosotros éramos hombres en toda la extensión de la palabra. Antes que sufrir esas largas dilaciones hoy en uso nos hubiéramos roto la cabeza y nos hubiéramos dejado los sesos en la ventana o en la reja de nuestra novia.

Elena estuvo a punto de desmayarse, y solamente la animó un poco la imperturbable atención prestada por Ricardo, que ni siquiera pestañeaba, a tan largo discurso. En cuanto a la condesa, se hizo sangre en los labios de tanto morderlos para reprimir las palabras que de ellos brotaban espontáneamente contra las imprudencias de su tío. Al fin, no sabiendo cómo cortar conversación de esta suerte peligrosa, anunció no sé cuántas visitas imaginarias y se llevó al buen viejo poco menos que por fuerza.

-Diserta todo el día.

Exclamó Elena.

-Disertaciones llenas de gracia.

-Poco oportunas sin embargo. Habla siempre, segun la idea que le salta en las mentes, chochea.

-Y cuando habla del amor es siempre elocuente.

-Como que ha sido muy enamoradizo, segun le dicen a todas horas mis padrinos.

-No creo que haya sido tan enamoradizo. Si hubiera sentido muchas pasiones y mariposeado por la vida y puesto los ojos en multitud de mujeres y sentido hoy afecto por ésta y mañana por la otra, no se expresara a sus años con ese fuego cuando habla del amor y de sus goces más puros.

-¿No es verdad que llega hasta la elocuencia?

-Es verdad; el amor llena toda la vida. Cuando se ama no hay ni puede haber miedo al hastío.

-¡Ah!

-¿Qué son todos los goces en comparación del amor? La gloria un poco de ruido; las ambiciones otro poco de hinchazón. Después que habeis visto la tierra y presenciado todos sus espectáculos, las corrientes del Niágara, las pirámides del Desierto, las islas del Mediterráneo, las ruinas del suelo helénico, las musas del pueblo italiano, por mucho culto a las artes que tengáis y a la naturaleza, no sentís en su contemplación el éxtasis que sentís junto al objeto de vuestros amores, que os transporta fuera del mundo y os da en sus caricias todo un cielo.

-Muy elocuentemente habla V. del amor,

-Será verdad que hablo con elocuencia, pero también es verdad que lo siento con vigor. Si yo pudiera decir los insomnios que sufro, las amarguras que se mezclan a mi vida, el dolor que me traspasa el pecho cuando temo no ser correspondido, ¿qué me pasará en ese triste caso? Yo no lo sé, porque no quiero pararme a pensarlo; yo solamente puedo decir una cosa, que de ese amor vivo, y que sin ese amor no podría vivir un minuto. La imagen de la mujer querida está grabada en mi corazón, en mi mente, en la retina de mis ojos. Si quiero pensar, pienso en ella; si imaginar, solamente a ella la imagino; si escribir, pongo su nombre; si sentir, la siento en todos los latidos de mi pecho; si dormir, la veo en sueños como si de ella, de mi amada, fuera una sombra el alma. Así, deseo saber si me ama, para vivir en eterna felicidad, o si me aborrece para despedirme de toda ventura y enterrarme en una desesperación más triste que el sepulcro. En fin, Elena, a mi antigua timidez ha sucedido un valor sin límites. He venido esta tarde resuelto completamente a decidir mis destinos, a resolver el problema de mi vida. Elena, V. no ha querido comprenderme, V. no ha querido adivinar que el asunto de todos mis pensamientos es usted, que es el objeto de todos mis desvelos, V. la inspiración de mis inspiraciones, V. la vida de mi vida, V. el amor de mis amores. Yo la amo a V., yo le ofrezco mi nombre, mi fortuna, mi casa, una madre en mi madre, mi vida junto a su vida en este mundo, mi alma junto a su alma en la eternidad. Sin V. no podría vivir.

-Ni yo sin V. tampoco, Ricardo.

-Será verdad. ¡Oh! no quiero saber más. ¿Usted corresponde a mi amor? ¿V. me ama como la amo yo.

-Yo le amo a V., yo le amaré toda mi vida.

Ricardo cogió entre sus manos la diestra de Elena y se la llevó al corazón que latía con una fuerza extraordinaria. Lágrimas de felicidad se asomaron a los ojos de ambos amantes. El temor que de no comprenderse tenían estaba vencido. La vida desde aquel momento se aparecía a sus ojos circuida con la espléndida aureola de una interminable felicidad; se comprendían y se amaban.




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Capítulo X


Un consejo de familia


Mientras pasaba la anterior escena departían la condesa y su tío con varias señoras y señores que fueron de visita. La conversación allí no tenía los peligros que en presencia de Ricardo, y el viejo se despachaba a su gusto sin temor ninguno a las reconvenciones y a las advertencias. Enamorado de sus primeros años, no se podía hablar de ningún asunto que él no relacionase con los recuerdos de su memoria y con los afectos de su pasada vida. Una señorita habló del teatro y de lo fastidioso que era en verano cuando todo Madrid está en baños, y las buenas compañías en vacaciones, y los cómicos de la legua sólo presentes o los titiriteros del Circo de Price, para ofrecer por todo espectáculo saltos siempre iguales o decoraciones y comparsas bastantes a distraer la vista unos minutos y dejar el corazón sumido en la mayor indiferencia. En cuanto oyó estas observaciones dijo el marqués lo siguiente:

-En mi tiempo el teatro era una escuela de moral. Para vender chucherías por sus gradas se necesitaba que, aguadores, barquilleros y demás gente de la misma harina, llevaran su certificado de buena conducta, previo examen de Doctrina cristiana ante el cura párroco. Yo era un mosquetero de primera, es decir, un asistente a casi todas las representaciones ruidosas. Como que una vez me llevaron a la cárcel por haber penetrado en el vestuario de la primera dama, crimen prohibido en todas las ordenanzas y castigado con penas acerbísimas. ¿Y qué había de hacer? Nos ponían de buenas a primeras un listón de media vara en el proscenio para que desde las lunetas no viéramos los pies de las comediantas, y, a decir verdad, me gustaba mucho verlas todo el cuerpo. Yo era chorizo, yo odiaba de muerte a los polacos hasta pasar otra noche en la cárcel por haber arrojado a la cabeza del jefe de nuestros enemigos un pepino de a libra que le derribó la peluca y a su pecho un tomate de seis onzas que le puso como nuevas las chorreras. Entonces cada representación equivalía a una batalla, y el interés se encontraba más en el patio que en las tablas, y todo era jolgorio, rebullicio, estruendo, placer y baraunda.

-Y que no hablarían Vds. poco de esas batallas en las gradas de San Felipe el Real.

Le observó una señora.

-¡San Felipe el Real! No me hable V. de ese sitio porque me pongo furioso, al ver que lo ha derribado la prosaica niveladora piqueta de este tiempo y ha sustituido sus arquitectónicas líneas

y su magestuosa rotonda con ese armatoste de casa de vecindad que se llama la casa del Maragato, rematada por un mirador semejante a preñada y grotesca chimenea. ¡Cuánto más hermosa era la iglesia de San Felipe, la iglesuela misma del Buen Suceso, donde íbamos a ver salir las petimetras de misa, que esos caserones en herradura, pintados todos de color de yema de huevo e insufribles a la vista por su uniforme monotonia! Entonces relucian los sombreros de tres picos, las medias de seda, las capas de grana, los encajes de Irlanda, los botones de acero, las chupas bordadas de mil colores, las basquiñas de damasco, las mantillas de blonda, las peinetas de concha, las hebillas de oro, los relojes con sus círculos y sus agujas de diamantes. Entonces, después de ayudar a misa con la mayor devocion, de darle el agua bendita a nuestra cortejo con el más vivo amor, de concederle a Pajarito media hora de audiencia para que nos arreglara la cabeza, nos íbamos a leer las mentiras de la Gaceta y a escudriñar la vida y milagros de toda la corte y de todos los artesanos. ¡Felices aquellos tiempos en que había calesas y manolas. Desgraciados los tiempos presentes en que solo hay aburridos y aburrimientos!

Cuando más engolfado estaba el buen marqués en tales disertaciones apareció Elena. Su palidez era tal que todos los concurrentes la advirtieron y le preguntaron si estaba enferma. Pero Elena se sonrió con tal placidez que indicó bien claramente como si estaba conmovida su conmoción provenía de placenteras emociones. La madrina y el marqués, solícitos por la felicidad de la niña, y conocedores de la crisis suprema que atravesaba en aquellos momentos, hubieran querido interrogarla adivinando alguna nueva fase en sus relaciones con Ricardo, pero les impidió toda pregunta la más vulgar prudencia y se callaron hasta que despidieron la visita. Aún no bajaba ésta la escalera cuando volvíase el viejo frotando las manos hacia el sitio donde había quedado Elena pensativa y le dirigía a boca de jarro esta pregunta:

-¿Se ha declarado?

-Sí.

-Gracias a Dios. Boda tendremos. No hay cosa que me guste en el mundo como una boda.

-Calle V., tío, dijo la condesa; que ha estado V. a punto de descomponerlo todo con sus temerarias palabras.

-¡Descomponer! Si no suelto el tiro de mis indirectas no se declara ni en cien años. No he visto un muchacho ni más pulcro ni más pudoroso, ni más reservado, ni más tímido. Bueno hubiera sido para correr una estudiantina con nosotros. Le declarábamos el atrevido pensamiento a todas aquellas que no queríamos y que nos importaban un ardite. Imagina qué haríamos con las que nos importaban y de veras queríamos. Conde, conde. Que llamen al señor conde.

Éste apareció en seguida a los gritos del viejo, impaciente por dar a todo el mundo la buena nueva.

-¿Qué hay?

-Gran noticia.

-Veamos.

-La más feliz que podíamos esperar.

-Despache V.

-Si estoy loco de contento.

-Acabe V. por los clavos de Cristo.

-Ricardo ha declarado su pasión a Elena.

-Buen partido.

-Toma si lo es, dijo la condesa; figura interesante, juventud florida, inteligencia extraordinaria, corazón de ángel y fortuna de príncipe, aunque un poco quebrantada por sus larguezas, que corregirá una esposa próvida y económica. Vamos, no hay que dudarlo, es todo un buen partido.

-Dime, ¿y le ha costado mucho la declaración?

Preguntó a Elena el viejo.

-Aún después de haberse ido V., se perdió en sus generalidades de siempre.

-Pero tú...

-Yo, seguí las instrucciones de mi madrina.

-Justo, dijo el viejo; para esto de cazar pájaros no hay liga como los consejos de una mujer experimentada.

-Y al fin...

Añadió la condesa un poco impaciente.

-Al fin toda su timidez se trocó en valor.

-Justo, observó el marqués; y lanzaría una declaración...

-Elocuentísima.

Dijo Elena interrumpiéndole.

-¿Y tú le dijiste que sí inmediatamente?

Añadió el conde.

-Pues no, dijo el Marqués; pues no, se iría con repulgos de empanada y escrúpulos de monja.

-Quizá debí detenerme; pero no pude. ¡Lo deseaba tanto!

-Hiciste bien; observó el viejo. Bueno es el amor para diplomacias.

-Él me quiere, yo le quiero. Pues no hay más que hablar.

-Justamente.

-Acaso hubiera convenido, observó el conde, aguardar a tu papá.

-Y ¿por qué?

Dijo el viejo.

-Para formalizar el asunto es necesario tu papá.

Observó la condesa a las exclamaciones de su tío.

-Para formalizar el asunto, sí, como son necesarios también el escribano y el cura, replicó el marqués. Mas, para decirse uno a otro que se querían, así necesitaban del papá como del preste Juan de las Indias.

-¿Se habrá ido contento?

Preguntó el conde.

-No sabía lo que le pasaba. Salió del cenador tropezando con todo cuanto encontraba al paso. Atravesó el vestíbulo fuera de sí. Llegó a la calle sin sombrero, y cuando volvió a buscarlo estuvo a punto de ponerse más en ridículo que al salir con la frente al sol; porque se encasquetó un sombrero con escarapela perteneciente a uno de los lacayos. Estaba loco.

-Lo siento por el pobre Jaime García.

Dijo la condesa.

-Es verdad.

Añadió Elena suspirando.

-¿Qué ha pasado con Jaime García?

Preguntó el conde.

-¿No sabes que se enamoró perdidamente de la chica?

Dijo la condesa respondiendo con una pregunta a otra pregunta.

-No sabía tal cosa.

-Pues le declaró su pasión, menos tímido que Ricardo.

-¿Y Elena?

-Naturalmente; Elena, prendada ya de Ricardo, le contestó con una negativa muy dulcificada, pero muy redonda.

-Mucho quiero a Ricardo, dijo el viejo marqués; pero no dejo de querer a Jaime. Es un muchacho de excelentes prendas. Cree mucho, cosa rara en nuestro tiempo. A mí francamente no me importa que la fe cambie de objeto con tal que exista. La virtud de creer se parece a la virtud de admirar, en que engendra grandes cosas y grandes ideas. Jaime cree en las libertades modernas y por consiguiente ama como cree, con verdadero fervor.

-Luego, es valiente como el Cid.

Dijo el conde.

-Sin rival.

Añadió la condesa.

-Y ha probado su valor en mil ocasiones. Morirá con indiferencia por dar fe de sus ideas. Combate como un héroe antiguo, y cuando ha concluido de combatir, cuida de sus propios enemigos como una hermana de la Caridad moderna. En fin, es lástima que no haya otra Elena en el mundo para premiar a ese mozo.

-Yo temí, dijo la condesa, que el premio se lo llevara Jaime y no Ricardo, por la sencilla razón de que los valientes vencen a los tímidos. Y como, en los primeros instantes del desarrollo de esta pasión estudié a Elena con el cuidado con que podría estudiarla una madre, la vi muchas veces muerta y perpleja. ¿No es verdad?

-Yo diré a V....

-Habla, mujer, le dijo a Elena el marqués; habla. Todos tomamos cartas en el asunto menos la verdadera interesada. Y los sentimientos no se explican ni se conciben por más talento que se tenga, sino experimentándolos en nosotros mismos.

-Tiene V. razón, querido tío; que hable Elena. No le oí jamás a nadie explicar los sentimientos como ella los explica. Tiene en esto una erudición bien impropia de sus años. No habla como una joven enamorada, habla como un libro viejo.

Dijo el conde.

-La misma observación hice yo siempre con puntas y ribetes de crítica.

Añadió el marqués.

-Vaya. Si hablan Vds. así, créanlo, no digo una sola palabra, ni una sola.

-No te enfades, Elena; tienes todas las perfecciones juntas, a las cuales, como no ha de haber en este mundo cosa alguna que sea acabada y perfecta, se une este defecto, sí, este defecto de degenerar un poco en erudita y sabia. Si hablaras un poco más afectadamente y pusieras entre frase y frase algún dicho escolástico, citando el autor o texto de donde los tomabas, pasarías muy fácilmente por una cumplida marisabidilla de antaño.

-Puesto que Vds. se ríen de mí, repito que no diré una sola palabra.

-Vamos, no te enfades, hija mía.

Dijo el conde.

-Ya se ve, se ha criado una entre literatos, oyendo disertaciones continuas y diserto sin quererlo y hasta sin pensarlo, por un hábito que no está en nuestra naturaleza y que ha crecido y se ha arraigado en la costumbre.

-Tienes razón, y no hay para qué excusarte con esta o la otra razón, ni con este o el otro motivo. Corrige tus defectos, pero sé fundamentalmente como eres. No hay remedio, por más que filosofen los filósofos y moralicen los moralistas, no hay remedio. El carácter humano es lo más incorregible que existe en la creación. Muda de accidentes y de modificaciones, pero queda uno en esencia y siempre fundamentalmente parecido a sí mismo.

-Pero con tantas disertaciones no habeis dejado a Elena explicar sus sentimientos.

-Sí, estuve perpleja. Creí durante muchos días que Ricardo no me amaba y que me amaba Jaime. Y el amor se alimenta de la esperanza como la religion de la fe. Nada nos aleja tanto del amor como no tener la seguridad de una completa correspondencia. Y nuestras pasiones empiezan por ser agradecimiento, siguen por ser amistad, concluyen por ser amor. Mi corazón siempre se inclinó con preferencia a Ricardo, pero nunca creyó que Ricardo se inclinaba a mí. Dicen Vds. que sé mucho y yo sostengo que no sé ni una sola palabra de amor. Yo debí conocer en el balbucear continuo de Ricardo, en su misma incertidumbre, en la preocupación que encerraba su palabra y que acusaba su gesto, en toda su persona, el amor con que me amaba. Luego declaro que a pesar de esa erudición prematura con que gratuitamente Vds. me enaltecen yo no entiendo una palabra de amor.

-Vamos, se explica esta muchacha como un doctor. ¡Lástima grande que ponga tantas ideas en sus sentimientos! Así como la sobrada erudición mata al genio, las sobradas reflexiones matan el amor. Yo tengo otra doctrina más cómoda y mucho más natural. Le ama porque sí. ¿Les parece a Vds. poco? Se prefiere un amante a otro porque se le prefiere. ¿Quieren Vds. más filosofía? Pues ahí está la que el amor pide, lo que el amor consiente. E1 alma ama como brilla la estrella, como canta el ruiseñor, como susurra el arroyo, cómo compone el músico, y como versifica el poeta, porque sí, porque no puede pasar por otro punto, porque le da la real gana, y se ha concluido, como dirían las castañeras picadas. El arte por el arte, y por el amor el amor.

-Luego no quieren que una diserte. Papá está todo el día filosofando y diciendo preciosidades de ingenio. Mi padrino le acompaña y añade alguna reflexión nueva. Mi madrina jamás deja caer los libros de las manos. Y luego hemos venido a casa del marqués en este culto Madrid donde oímos una disertación por minuto. Nuestras casas han sido bibliotecas; nuestras ocupaciones continuas el discurrir y disertar. Yo no tengo la culpa de que me hayan enseñado antes el hilo de un argumento que el hilo de un ovillo. La culpa será de todos Vds.

-Tienes razón, dijo el conde, y tu padre ha tomado siempre por tema principal de sus disertaciones continuas el sentimiento. Como es tan reservado no hemos sabido nunca qué le ha pasado en la vida; sus relatos se han reducido a decirnos que lo aquejó de antiguo una pasión desgraciada. Aquí paz y después gloria. Por mucho cuidado que hayamos tenido de ti no hemos podido preservarte de que te contagies con las ideas que has respirado como si verdaderamente fueran tu única atmósfera; y te aficionaras a disertar sobre los grandes afectos antes aún de haberlos experimentado y sentido.

-Ya es hora de que pensemos en anunciar a Antonio el caso presente. Ya es hora de que vaya entendiendo y alcanzando cómo ha de quedarse al fin y a la postre sin su hija, la cual, por una sabia ley divina de la Naturaleza, ha de seguir a su marido.

Dijo el marqués.

-Verdaderamente es hora.

Añadió el conde.

-Para esto ninguno de nosotros tan competente como la misma Elena.

Observó la condesa.

-Sí, hoy mismo debe salir la carta.

Dijo el conde con imperio.

-Pero tomad precauciones, añadió el marqués. No le emboquéis de buenas a primeras el hecho. No se lo digáis así de sopeton.

-Además, se incomodaría creyendo que la historia era antigua y que se la habíamos ocultado a sabiendas.

Observó el conde.

-Haré lo que Vds. quieran.

-Lo mejor es una carta, así, de cierta vaguedad, indicando que has sentido emociones, las cuales acaso exigen su auxilio y su consejo. No le digas nunca, sobre todo, el nombre de la persona preferida. Es necesario ocultarle lo intenso de la pasión, lo próximo de tu matrimonio y el nombre de tu amado hasta que venga, y pueda poco a poco acostumbrarse, Elena, a la idea de perderte, idea que apena a tu padrino y que apenará mucho más a tu padre.

Tienes razón, dijo la condesa a su marido. Precávete un tanto contra la pésima impresión que puede producirle este nuevo caso. Si de manos a boca le dices el nombre de tu marido y averigua su nacionalidad americana se opondrá resueltamente a tu matrimonio. Mil veces me ha dicho que desea para su hija un marido español y no de ninguna otra parte. Mil veces me ha dicho que no quiere para ti esposo del continente americano y mucho menos de los Estados Unidos. Mil veces ha dicho que en España existe, más que en ninguna otra parte, idea verdadera de la familia y calor en los sentimientos, y afecto tierno en los cónyuges, y cariño para todos los individuos de la familia y amor de la familia entre sí. Así, para vencer su resuelta repugnancia a todo yerno americano precisa dos cosas: primera, que vea el amor de Elena a Ricardo; segunda, que las buenas prendas de éste le sean conocidas y le infundan toda la profundísima admiración que merecen. En pocas palabras ruégote encarecidamente, Elena, que indiques a tu padre las nuevas fases de tu vida; pero ocultándole sigilosamente el nombre y el orígen de tu amado. Que venga advertido en buen hora; mas que no venga preparado. La advertencia se necesita; y la preparación resultará luego que hayamos puesto en ella todo nuestro empeño. No olvides ninguna de estas circunstancias indispensables, y pon manos a la obra de advertir a tu padre y de procurar tu felicidad, que al cabo es también la felicidad de toda esta familia. Ve, hija mía, ve a escribir tu carta, preliminar necesario a todo cuanto ideamos, y que dará muy pronto la ventura completa. Nadie siente como yo tu separación de este hogar; pero nadie comprende como yo que no pueden burlarse las leyes de la Naturaleza ni contradecirse las prescripciones irrevocables del destino. Ve, hija mía, ve a escribir tu carta.

Elena dejó el salón donde estaba reunida la familia y se encerró en su cuarto a trazar la carta y cumplir las ordenes de sus padrinos. Mientras tanto, el marqués de la Tafalera, que nunca soltaba la palabra, se perdió en largo laberinto de frases, inspiradas todas ellas por la chochez habitual a sus años, por los recuerdos de sus mocedades que revoloteaban de continuo sobre su mollera algo perturbada. Dolíale mucho no haber penetrado en casa de Ricardo y conocido y escudriñado todos sus rincones para cerciorarse por sí mismo de cuánto bien podía ofrecer a Elena su casamiento, y cuántas ventajas procurarle su nuevo hogar.

-Esta maldita costumbre de no hacer visitas, concluirá por romper todos los lazos sociales y por destruir esta sociedad. Las gentes no se conocen unas a otras. Si viviéramos en mis tiempos, así como se daban Reales Ordenes, prohibiendo el excesivo número de platos en las comidas o el excesivo lujo en el vestir, hubiéranse dado prohibiendo esas tarjetas, segun las cuales basta un pedazo de carton a expresar los mayores afectos y aún a sustituirlos. Íbanse en aquellos días los caballeros muy peripuestos y petimetres de casa en casa; rezaban el rosario con las familias amigas, pidiendo a Dios así por todas las necesidades como por todos los necesitados; y luego, en torno de un tapete verde, a la luz de un velon colosal, con espaciosa tarima por taburete y un brasero de cisco por calentador, hablaban de todas las cosas posibles con una franqueza y una honestidad de que ahora en este tiempo seco y árido no podemos tener ni aproximada idea. Así el trato unía las familias y la unión se completaba luego por el amor que tan fácilmente prende en la gente moza. Ahora a todos nos separa la idea política, la idea religiosa, y más que todo la tarjeta, el cartón, ese expediente de la pereza, ese sustituto de la antigua visita afectuosa y por lo mismo social. Si yo tuviese, yo, viejo verde, aunque viejo ochenton, la debida entrada en casa de un amigo como Ricardo y el debido trato con su madre y familia, podría estar mucho más seguro de la suerte reservada a nuestra Elena en el nuevo estado que todos a una le preparamos. Pero vaya V. a saber cosa alguna; con estas ceremonias todo lo dificultan, y en esta separación de familias que a todos nos aíslan y en este achaque de las tarjetas que han reemplazado a las antiguas y estrechas y cariñosas relaciones, y que han destruido uno de los afectos más íntimos y más puros, el más necesario quizás a las almas delicadas, el purísimo afecto de la amistad.

En esto apareció Elena con su carta que leyó solemnemente a la familia, atenta toda a los menores perfiles del estilo y a las más tenues inflexiones de la voz.

«Papá mío: te quiero con todo mi corazón, te quiero con toda mi alma. Aunque sé cuánto te gusta Andalucía, cómo te recrean desde las ondas del Mediterráneo hasta los cristales de Sierra Nevada, desearía verte volver muy pronto, porque de veras te necesito. Arrancarte a tus peregrinaciones me es dolorosísimo. Paréceme que contemplo tu asombro en la Mezquita, tus pasos entre los rosales de Córdoba, tu éxtasis en la Catedral de Sevilla, tu gozo al recoger la luz cernida por los alicatados de la Alhambra y respirar el fresco aire que sube de la vega de Granada. Papá mío, me cuesta mucho arrancarte a todos estos goces del alma que endulzan un tanto tus profundas tristezas. Pero no puedo pasar por otro punto sin faltarte a ti, lo cual no me perdonarían ni Dios ni mi conciencia. Tú me has dicho mil veces, y yo así lo he visto, que no eres uno de esos padres ridículos empeñados en que sus hijos no sientan lo mismo que ellos han sentido a su edad. Tú me has dicho que lejos de aspirar a un respeto reservado y silencioso, el cual pusiera entre tu inteligencia y mi corazón muros infranqueables, aspirabas a una amistad sencilla y tierna que te permitiese conocer todos los pliegues y repliegues del corazón de tu Elena y gozar toda su confianza. Tú me has anunciado que, siendo ineludible la naturaleza, habrían de despertarse en mí afectos cuyo despertamiento querías conocer el primero para dirigirlos al bien y conservarlos en la más pura virtud. No estaba cierta de mí misma, no sabía lo que por mí pasaba y he callado. Creí una de tantas amistades pasajeras lo que en realidad es otro sentimiento mayor. Ahora que lo veo, ahora que lo conozco, ahora te digo en verdad, te digo de rodillas, con las manos plegadas en tu presencia, y los ojos puestos en tus ojos, cual si delante de Dios fuera a presentarme: ¡ay! amo y soy amada y este amor purísimo necesita la primera y la más fecunda de todas las bendiciones, sí, necesita la bendición de mi padre. No quiero decirte nada, sino que tu hija, tu Elena, tu ángel, como tú la llamas, no procederá jamás a cosa alguna sin tu consentimiento, y que su primera felicidad, aquella que antepone a todo en el mundo, es sujetarse y someterse a tu obediencia. Te amo, con toda mi alma».

-Perfectamente.

Dijo la condesa.

-Has expresado con fidelidad nuestra idea.

Añadió el conde.

-Vamos, estas muchachas de ahora levantan figuras, dijo el marqués. A ninguna de las marisabidillas de mi tiempo se le hubiera ocurrido una carta así, que siendo lo más natural del mundo, parece arrancada a una novela.

Y entre estas y otras reflexiones, la carta corrió a su destino y fue a dar, cosa que es necesario decir cuando del correo español se trata, a manos de Antonio, el cual se dolió desde luego mucho de que el amor, tan pronto y tan a deshora sobrevenido, pudiese privarle de su hija.




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Capítulo XI


Un aniversario


Estaba pocos días después de la anterior escena Carolina en su gabinete. Como las fuentes manan agua, manaban lágrimas sus ojos. Que conservara en su dolor y en su llanto continuos la vista era un milagro de la divina Providencia, como es otro milagro de la previsión divina que ciertos animalejos marinos perdidos en los más negros abismos del Océano, tengan ojos bastante poderosos a recoger la luz absorbida por las aguas y formarse un día para sí en las espesas tinieblas. Apenas asomaba el alba y ya abría Carolina las ventanas de su habitación después de haber pasado la noche entera en pugna con sus insomnios. El día, que tan alegremente brilla para los felices, llegaba a su alma con el siniestro resplandor de una antorcha funeraria. Y en efecto, día tristísimo. Era el aniversario del nacimiento de aquella niña idolatrada que sólo vino al mundo para demostrar el adulterio de su madre, y que le arrebató la implacable crueldad del mismo hombre de cuyo amor naciera, amor en sus goces pasajero como los delirios de una noche, y en sus tristezas perdurable como las llamas del infierno.

Su imaginación exaltada y su memoria fidelísima le pintaban con una exactitud funesta los incidentes varios de semejante trance: el casamiento sin amor, causa de las causas; la separación de su marido, peligro de los peligros: la inteligencia y el sentimiento de su mulato Antonio, tentación de las tentaciones; la escena del incendio, incentivo de los incentivos; la noche del pasajero placer, culpa de las culpas; y la mañana del horrible despertar, remordimiento de los remordimientos. Después pasaba por su imaginación la vuelta del esposo ausente, la tarde del parto terrible, la demostración de su irremediable deshonra, la locura de aquél que le diera su nombre, el robo de la niña arrancada para siempre a las entrañas de su infeliz madre, desde entonces sumida en dolores inenarrables y presa de ponzoñosas angustias.

Como queriendo atormentarse más cruelmente sacó los trapos de cristianar que había ella misma aderezado para su niña. Estaba allí el pañal que la envolvió por vez primera; allí la capa blanca que debió servir para llevarla a la iglesia; allí las papalinillas que cubrieron su angelical cabecita. Carolina tocó cada uno de estos objetos con arrebato; los arrimó a su pecho con exaltación; los llenó de besos con frenesí; los empapó de lágrimas con verdadero dolor. Todo ello, que debía ser en amores legítimos; bajo el techo de una casa consagrada, por la sociedad, por la ley, por la opinión; dentro de una familia amante y afectuosa, manantial de santas delicias, se convirtió por la irreparable culpa de un momento en la más acerba de las penas que pueden ¡ay! sentirse y llorarse en esta triste tierra cubierta de tantas tinieblas y de tantos dolores erizado. En tal situación tendía los brazos como si hablara con algunos seres extraños y se entregaba a desahogos de palabra, dichos en la soledad, y que de haber sido por alguien escuchados u oídos, la acusaran de rematadísima locura. Mujeres, decía, mujeres que veis mi honda tristeza y que no adivináis su recóndita causa. Antes de tropezar, suicidaos mil veces. Os presentaréis más limpias al tribunal de Dios y más limpias a los ojos del mundo, suicidas que adulteras. Sobre todo, no tendréis en vuestra alma, como un hierro candente enrojecido en las llamas del infierno, la mirada torva y escudriñadora de vuestra conciencia. Contra esto no hay defensa. La vida se vuelve ponzoñosa. La sangre, que por las venas discurre, quema como plomo derretido. El sueño no repara las fuerzas ni procura descanso, porque resulta al cabo una sirte de ensueños cuyos estremecimientos concluyen por destruir el cerebro y destrozaros uno a uno todos los nervios agitados en el más terrible desorden. Cada hora es una invocación desesperada a la muerte. En cada aspiración de vuestro pecho se recoge una nueva angustia. No hay defensa, no puede haberla contra esta pena interior, íntima, profundísima, reconcentrada en las entrañas para atormentarnos a todas horas y todos los días con sus horrorosos tormentos. El mundo entero os martiriza porque el mundo entero os reconviene. En la presencia de un semejante vuestro, veis un juez que llama al verdugo, sí, al verdugo de vuestros remordimientos, los cuales, a cada minuto os atormentan y jamás os matan, porque daros la muerte sería teneros compasión y piedad. Mujeres, oídme. Sed puras como el alma que aceptasteis de Dios; puras como la luz primera que recogisteis en vuestra retina.

Y después de haber dicho todas estas palabras que rayaban casi en exaltadísimo delirio, caía como exánime, exhausto el corazón de tanto sentir, vacía la cabeza de tanto llorar, encendidos los ojos como dos carbones ardientes, sobre un sillon donde se revolcaba y se deshacía en estremecimientos parecidos a los que produce el más fuerte ataque de epilepsia. ¡Pobre madre! su hija hubiera sido la compañera de su vida, la dulzura de sus penas, la luz de sus ojos, la compensación a tantos dolores sufridos, la esperanza de toda su existencia atormentada, el ángel de luz que Dios había mandado a sus tinieblas palpables, y que le hubiera sonreído en sus dolores eternos. Haberla sentido en sus entrañas, visto con sus ojos, estrechado contra su corazón, puesto en su seno y recogido en su regazo para después perderla por siempre, era un dolor a cuyos estremecimientos se desesperaba aquella inconsolable madre.

-Dios mío, decía, cuando la fatiga la postraba hasta el aniquilamiento completo de sus fuerzas; Dios mío, yo recibiría como tu visita santísima la muerte. Yo creería que, al matarme, te habías apiadado al fin de esta mujer infeliz. Si a través del estruendo que producen tantas pasiones alteradas, como braman y rebraman en el corazón humano; si a través de los mundos innumerables que ruedan en lo infinito, llegan hasta ti los lamentos de esta pobre naufraga que en mares de lágrimas se ahoga y que se acoge como a su último asidero a la esperanza de una muerte próxima, prívala de esta luz que abrasa el globo de sus ojos y de este aire que aviva la llama de sus dolores y de este mundo donde todo le recuerda su culpa y su castigo. Arroja la ceguera eterna sobre mi vista empañada ya por las lágrimas; el eterno hielo sobre mis rígidos miembros entumecidos por un frío, precursor de la última hora. Aniquílame de suerte que conmigo mueran mi memoria y mi conciencia y mi corazón, porque si hubieras de conservármelos aún allá arriba, delante de ti, en tus cielos eternos, entraría conmigo la sombra del crimen consumado y conmigo el dolor de haber en una noche perdido a mi hija. Pero, al fin, sea cualquiera mi destino, arráncame a este mundo por piedad, que no puedo vivir más en su seno. Desarmen tu justicia mis dolores sin límites y laven mi culpa estas lágrimas sin tasa. Suceda lo que quiera, mátame, Dios mío, mátame. El beso de la muerte será tan dulce a mis labios como pudiera ser dulce el beso de una madre. Yo necesito, Señor, la muerte en mi desdicha y la espero de tu inagotable misericordia.

Después de estas palabras se callaba con profundísimo silencio y se ponía a pensar en su hija con religioso recogimiento. Brotó de su amor, vino a sus brazos una niña hermosísima, hija de la culpa, pero inmaculada como un ángel. Débil, necesitaba de la fuerza de su madre; sujeta a mil enfermedades, de su cuidado, semejante a la divina Providencia; sin pensamiento y sin palabra, de que su madre le enseñase a mirar al cielo, como el ave enseña a volar a sus hijuelos, y le murmurase la primera oración en los oídos, como el ave ensaya a sus hijuelos en los primeros y más dulces gorjeos. Las mujeres necesitan de sus hijas para volver a la infancia y recobrar en ellas la inocencia. Este pensamiento era el que mas atenaceaba a Caro1ina. Yo, decía para sí, yo hubiera completamente redimido mi culpa consagrando la vida a su cuidado. El que la arrebató a mis brazos, después de haberme tristemente perdido, me arrebató también todo medio de redención y toda esperanza de salud. Yo hubiera de nuevo recibido la primera inocencia con los juegos de mi hija. Yo le hubiera dado una familia de muñecas y cosídole un equipo entero y puéstole una casita con todo el ajuar necesario, donde se ensayara a ser madre y a desempeñar el divino ministerio que luego debía ser la ocupación total y entera de su vida. ¡Con qué éxtasis la hubiera visto coger su muñeco, abrigarlo del frío, vestirlo dos o tres veces por día, mecerlo en sus brazos con una cancion a media voz, dormirlo en su seno, y a sus pechos lactarlo, reproduciendo y remedando, más bien por presentimientos que por recuerdos, todos los actos derivados de las supremas vocaciones que inspira a la tierna alma de una niña en sus misteriosos designios la misteriosa Naturaleza!

Los dos hermanos reunidos me hubieran presentado y resumido la vida entera: la ternura ella y él la fuerza; ella la poesía y él la razón; ella la caridad y el valor él; ella el arte y él la ciencia; ella el amor concentrado que ha puesto el Criador en la diosa de la familia, mientras él tendría aquellos amores, menos intensos, más difusos, más esparcidos, más varios que necesita el hombre, para ser, además del sostén de su casa el sostén de su patria; parte de la familia y parte de la humanidad; menos dulce y tierno, pero más universal y más complejo. Y en ambos hubiera yo vivido; y en ambos hubiera descansado de mis penas; y en ambos hubiera visto resumido y compendiado todo el Universo.

Mi hija se ha llevado consigo hasta los cuidados que yo debía a mi hijo. El dolor no ha permitido que yo velara junto a él como hubiera velado de tener la plena y absoluta posesion de mí misma, teniendo por lo menos a mis dos hijos. Ángel mío, ángel mío ¿que te hiciste? ¿Dónde te ocultaste a mis ojos? ¿Cómo has contraído este corazón que necesitaba dilatarse en tu seno? Mis compañeras hubieran sido tus muñecas. En recortarte y componerte un vestido consumiera el tiempo que ahora consumo en pensar inútilmente cómo serías, ángel mío, cómo habrías crecido, cómo jugado, cómo puesto tus cinco sentidos en los pasatiempos primeros de la infancia, cómo amado a esta madre. Hija mía de mi corazón, me retuerzo de dolor y no puedo aliviar mis penas. Te llamo y me parece oír todavía tu primer lloro al nacer y el lloro último que se deslizó por mis oídos. Si estuvieras muerta, al fin, tendría yo un sitio donde ir a verte, un sitio donde hallarte, un sitio donde poner una corona, un recuerdo donde verter una lágrima, donde a lo menos esperar que nuestros huesos se mezclarían y se confundirían nuestras cenizas por toda una eternidad. Hija, hija mía. ¿Dónde estás? ¿Dónde te ha ocultado a mis ojos la implacable fatalidad empeñada en perseguir a tu madre porque ha sido muy criminal, muy criminal, muy criminal?

Y una carcajada epiléptica respondía a estas desgarradoras observaciones.

Y tras la carcajada decía:

Como, al mismo tiempo que la ejercitaba en los juegos propios de su edad, le hubiera enseñado los divinos misterios de la religión y las efusiones por las cuales se disipa como nube de incienso el alma humana en lo infinito, ¡cuántas veces, al caer la tarde y brillar la primera estrella, y oír la campana llamando a la oración, hubiera plegado sus manecitas y unido su voz al inmenso coro de todas las cosas creadas para pedirle a Dios que la preservara de las desgracias caídas sobre su madre y que diera a su alma la inmaculada pureza a la cual jamás llega el barro de este mundo! Aquí conservo su cuna vacía, la cuna en cuyo breve espacio depositaba yo aquel cuerpecito, escudo entre la cólera de Dios y la culpa de mi alma; aquí aquellos cendales, aquellas mantillas que parecen conservar todavía el calor de su vida. Hija, hija mía, tu madre te engendró en el crimen, te parió en el remordimiento, y te perdió para su castigo. Desde que volaste y te fuiste de mi lado no miro una flor, una de aquellas flores en cuyos pétalos se guardan enjambres invisibles de ideas, porque sus esencias reservadas por mí para ti en los ensueños y en las esperanzas de esta vida hoy me envenenarían el alma; no visito un jardín porque recuerdo aquel por donde entró el raptor y salió mi dicha; no voy a paseo alguno pues en cuanto aparecen jugando los niños o pasan con sus madres algunas jóvenes pierdo el sentido y caigo en frenético delirio. Hasta los animalillos despiertan los dolores del alma. Si veo volar en Abril mariposa delicadísima sobre las macetas, pienso cómo la perseguirías tú. Si llega en invierno, cuando la nieve cubre los tejados, una avecilla hambrienta, me imagino como desmigajarías para alimentarla tú, la miga del pan. Si el gato mismo se espereza a mis pies, al amor de la lumbre, en el hogar, me figuro cómo le acariciarías y le recogerías en tus faldas. Todo cuanto pasa en torno mío, todo me recuerda tu nombre y mi desgracia, tu imagen divina y la tristeza en que me encuentro y la soledad y la desolación de mi alma.

Una enfermedad me costó hace tiempo cierto accidente bien natural y sencillo. Fui a misa y me encontré con las niñas que celebraban su primera Comunión. Los trajes blancos que denotaban la blancura de sus almas; las guirnaldas de blancas rosas prendidas a los cabellos virginales; el velo que las envolvía en sus gasas trasparentes y que dibujaba toda la delicadeza de sus formas; la nube de incienso en que iban como envueltas; los acentos del órgano que acariciaban sus oídos y que abrían sus almas a la comunicación mística con Dios; el coro producido por aquellas voces tan puras como las oraciones mismas que exhalaban; el arrobamiento con que las miraban y las oían sus madres de rodillas ante los altares; la Virgen María en el ara con su corona de estrellas en las sienes y su media luna a los pies, abriendo con sus manos el manto celeste, como para excitarlas a que se guarecieran y abrigaran en sus cerúleos pliegues contra las tormentas del mundo; la figura del sacerdote vestido con su capa pluvial, los ojos en arrobamiento, el cáliz de oro en la mano derecha y en la izquierda la hostia consagrada; todo cuanto mis ojos veían evocó tu dulce recuerdo y me sumió en una tristeza tan amarga que perdí por algunos días mi razón y estuve a punto también de perder la vida.

Cómo te hubiera hecho yo deletrear las primeras nociones que nuestra alma necesita para habitar en el Universo. Cómo hubiera procurado que las primeras letras robustecieran tu fe y el sentimiento moral indispensable a la virtud y a sus rudos combates. Qué celo hubiera yo tenido porque las primeras lecturas prolongaran tu inocencia largo tiempo y te tuvieran como encantada en el paraíso de la vida. De cuántas precauciones hubiera yo rodeado tu juventud, de cuántos muros tu corazón a fin de que nunca la serpiente del mal se deslizara en tu conciencia, llena como un vaso bendito de divinas aromas. Yo hubiera adivinado en la tierra el reptil ponzoñoso que podía envenenarte; en el horizonte la nube que podía formarse y empañar tu pureza o sacudir con una chispa eléctrica tus nervios; en las flores o en los arbustos las espinas que podían punzarte; en las ilusiones el desengaño que podía herirte; en las esperanzas el desencanto que podía dolerte; en el amor el hombre único que Dios había predestinado a tu felicidad sobre el mundo.

Entonces yo fuera a la sociedad; arrojara lejos de mí los lutos de la viudez; y expiara el primer carmín de la pasión en tus mejillas; el primer fuego del amor en tus ojos; el primer latido de la nueva vida en tu corazón; el primer asomo del deseo en tu pecho; el primer dolor y la primera tristeza en tus desgracias; el primer aleteo del alma que te llevaba a posarte sobre otro corazón y a preferir otro hogar. Y hubieras ido por el mundo con tu madre al lado como ángel de la guarda; con la virtud en torno tuyo, como atmósfera necesaria a tu alma; con la felicidad enfrente de ti, como término al largo viaje de la vida y premio a todas tus acciones. ¿Qué te habrá sucedido? ¿Qué mujer despiadada te habrá dado su pecho sin haberte dado su vida? ¿Quién habrá cuidado de preservarte cuando la tempestad de la primera pasión haya venido a sacudir las ramas en flor del arbusto de tu vida? ¿Quién te habrá cogido las manos y te las habrá plegado para enseñarte a pedir a Dios la fortaleza que vanamente buscaríamos en los combates de la tierra? ¿Qué mano te habrá servido de venda para cerrar tus ojos a las tristes realidades de la vida, y qué voz te habrá advertido del peligro a la orilla del abismo? ¡Que me devuelvan a mi hija! ¡Que un momento me la enseñen aunque vea detrás de aquel momento dibujarse siniestramente la muerte! Hija mía, hija mía. ¿Cómo el aire mismo no se apiadará de mí, y no llevará hasta tus oídos la voz de tu madre?

-Madre mía.

Oyó Carolina cuando murmuraba casi interiormente estas palabras.

-Mi hijo, mi Ricardo.

-Madre.

-Entra, hijo mío.

-Me pareció que sollozaba V.

-No.

-Creí oírlo distintamente.

-Sería quizá que me he dormido un poco en el sillón y me ha dado una pesadilla.

-Como llora V. tanto y con tanta frecuencia, no me extrañaba, aunque sí me sobrecogía.

-La viudez...

-Madre, yo he visto muchas viudas que han conservado la más piadosa memoria de sus maridos, que no han pensado en volver a casarse, que han sufrido mucho durante largos años, pero que al cabo se han conformado con su triste suerte y adquirido una resignación que quitaba a su dolor esa continua desesperación, madre mía, en que V. a sí misnia se devora.

-Que quieres; eso va en temperamentos.

-¡La soledad de esta casa!

-Ricardo.

-Madre mía.

-Vamos, sé con tu madre franco.

-Lo seré.

-Habla.

-Madre, madre mía.

-Habla.

-Una pasión, el amor...

-Lo adiviné hace algunos días.

-Mi felicidad, mi vida entera pende por completo de ese amor.

-Dios lo bendiga.

-Bendígalo V., madre mía, y Dios lo bendecirá.

-Hijo mío, yo te bendigo siempre, yo pido a Dios bendiga a la mujer que tú hayas elegido.

-Esa bendición sale de lo más profundo de vuestra alma y llegará a lo más profundo del cielo.

-Óyeme, Ricardo, óyeme.

-Hable V., madre, que yo le escucho como si escuchara a Dios mismo.

-¿Has sondeado tu corazón?

-Lo he sondeado.

-¿Has comprendido que no puede ser feliz sino con esa mujer?

-Lo he comprendido, lo siento, lo conozco. Fuera de ese amor, lejos de esa mujer, la vida me es imposible.

-Pues bien; desde el punto en que tienes esa convicción, es necesario obedecerla. Desde el punto en que tienes ese gran sentimiento es necesario seguirlo.

-Dios la bendiga V.

-Pero comprende mi cuidado. ¿Estás seguro de que sólo obedeces al amor?

-Sólo al amor.

-Mira, Ricardo, estudia profundamente eso.

-Me estudio a mí mismo con la atencion que exige esta suprema crisis.

-¿Qué edad tiene tu novia?

-Hoy mismo cumple diez y siete años.

-¿Hoy? ¿Diez y siete años? ¡Que casualidad!

-¿Qué dice V.?

-Nada, nada. No me atrevo a preguntarte si es hermosa porque no la amarías si no te lo pareciera. Pero lo qué verdaderamente te pregunto es si la amas.

-La amo.

-¿Tú no has sentido inclinación por ninguna otra mujer?

-Por ninguna otra.

-¿De suerte que no puedo comparar ese afecto con ningún otro afecto?

-Con ninguno.

-¿Es una pasión?

-Pasión exaltada.

-¿Te acuerdas de ella a todas horas?

-A todas horas.

-¿Sueñas con ella?

-Sueño.

-Cuando no la ves, ¿deseas con ansia, volver a verla?

-Con ansia indecible.

-Cuando la ves ¿no te apartarías de su lado?

-Solamente para venir a ver a V., madre mía.

-¿No concibes la vida sin su afecto?

-No.

-¿Darías por ella todas las glorias y todas las riquezas?

-Las daría.

-¿Ninguna ambición te mueve más que la de estar a su lado?

-Ninguna.

-Perdona, pues, hijo mío, perdona este largo interrogatorio, perdónalo. El matrimonio con amor, es la felicidad de las felicidades; el matrimonio sin amor, es la desdicha de las desdichas.

-Pues si el amor ha de constituir la felicidad del matrimonio, yo seré completamente feliz.

-Dios te bendiga, hijo mío, como te bendice tu madre.

-Pues bien, le tengo que rogarle una cosa.

-¿Que vaya a pedir su mano?

-Sí, madre mía.

-Iré cuando quieras y como quieras. Pero permíteme añadir mis informes a los tuyos.

-Lo que V. quiera, madre mía.

-Y en cuanto los tenga, te acompañaré. Sólo necesito saber de ti que la amas y saber de ella que es virtuosa. No pregunto ni el nombre que lleva, ni la posición que tiene, ni la fortuna; me basta con que su virtud te honre y tu amor te haga feliz.

-Madre mía, tendrás una hija.

Y se fue Ricardo. Pero al oír esta palabra Carolina, tuvo que llevarse la mano al corazón, y se desplomó en una silla como si la hubiera herido de muerte aquella fatal palabra.




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Capítulo XII


Proyectos de color de rosa


Vencidos los obstáculos que la timidez de Ricardo y la discreción de Elena opusieron a la felicidad de ambos, cuanto más se conocían, más profundamente se amaban. La disposición de aquellos dos seres a lanzarse el uno en brazos del otro, tenía tal fuerza irresistible, que, al cumplirse y realizarse por fuerza, se encontraron ambos en el cielo y vivieron por algunos días en esos felices instantes en que ni se siente siquiera el peso de la vida. Todo sonreía en torno suyo a causa de que interiormente sonreían sus almas henchidas de las más vivas esperanzas. ¡Cuán hermoso el mundo iluminado por el amor! El cielo inmenso brilla con esplendor antes no visto, y parece que en sus arreboles vuelan genios benéficos, ángeles de luz y de bendición, los cuales traen de Dios mismo promesas de vida, que afirman el goce perpetuo de tanta y tan incomunicable ventura. El alba y la tarde; el crepúsculo matutino con sus tintas blancas y el crepúsculo último con sus tintas rojas; la estrella que brilla sobre el ocaso y la estrella que brilla sobre el oriente; la luz mortecina de la luna con toda su tristeza y la luz vívida del sol con todos sus ardores; el mar en calma o el mar en tormenta podrán produciros afectos de dulce melancolía o afectos de exaltado placer, pero siempre sonreirán bellos y amorosísimos a vuestros ojos cuando los tiña el reflejo de vuestra propia felicidad.

Para el que lleva en sí mismo su dicha, el paisaje más vulgar parece el paisaje más hermoso: triste cabaña en uniforme prado; interminable llanura sin vegetación y aún sin ondulaciones, aldeas terrosas, molinos de viento desvencijados, campanarios vulgares, como todos nadan en el éter proveniente de la dicha interior, tienen arreboles prestados por los ojos, cuyos globos ilumina la irradiación de un alma enamorada y correspondida, de un alma feliz. Para persuadiros de esto, visitad con el corazón despedazado por el desengaño los mismos sitios recorridos antes con el corazón lleno, henchido de amor. Las azules ondas del Mediterráneo os parecerán tristes y plomizas; las palmas que vibran y los naranjales que huelen como ofrendas puestas sobre abandonada sepultura. El sitio más bello os dejará indiferente y frío. Las ruinas majestuosas de Poesthum; las escultóricas cortes de las islas parthenopeas parecidas a sirenas del mar tirreno; la campiña de Valencia o de Milán; las vegas de Granada o de Murcia, nada dirán a vuestro pensamiento, como si las hubiera despojado de toda hermosura, prestándoles su propia desolación y soledad la inmensa tristeza de vuestra alma.

Elena y Ricardo encontrábanse pues en ese estado, en que todo parece hermoso, porque todo se tiñe de la hermosura prestada a las cosas por la interior felicidad. Si en aquel cenador, donde tantas veces luchó su pasión con su timidez se veían, quedábanse como absortos, como arrobados en su mutua contemplación. Una alondra que piase saliendo al cielo desde el nido; una mariposa que cerniese sus alas de mil colores sobre humilde flor; una estrella cuya luz centellease como pestañean los ojos enamorados; una luciérnaga que se perdiese en el fresco césped semejándose a un fragmento de aerolito; cualquier objeto o ser que en otro tiempo hubieran visto indiferentes, les llamaba la atención y les daba socorrido tema para disertar sobre su felicidad íntima y sobre las relaciones de esta felicidad con la vida y el alma universal, que alimenta la llama del universal amor.

Ricardo había adquirido un optimismo idéntico al de su amigo Federico. Parecíale nuestro prosaico Madrid 1a más hermosa entre las ciudades de Europa y América; nuestro alineado Retiro con sus vulgarísimos estanques un jardín más bello que los jardines de Armida; el estado político del mundo digno de lástima entonces lo mismo que ahora, a causa de vernos los seres racionales sujetos a matarnos por el capricho o la voluntariedad del hombre, ese estado contra el cual protestara en tantas ocasiones, inmejorable, perfecto; el mundo lleno de seres felices, como si quisiera absorberlo todo en el egoísmo de su propia felicidad. El sonido de una guitarra de ciego en la noche; el eco de una canción cualquiera; la mirada que en otro tiempo recogiera indiferente; el zumbido de los insectos, el gorjeo de las aves, las armonías de las esferas; los sentimientos del corazón humano todo le sumergia en el éxtasis inspirado por la contemplación de su bienaventuranza. No veía las fuerzas de destrucción que hay ocultas en el seno de la Naturaleza; la guerra a muerte que se tienen declarada unos seres a otros seres en el combate gigantesco por la vida; la infinidad de males abortados contra todos los humanos por su irremediable limitación; ni siquiera el espectáculo de las calamidades sociales tan propia para dispertar en su pecho aquel amor al sacrificio y aquella ardiente caridad, resortes de su carácter; el amor le había dado un excesivo deseo de vivir para gozar de aquella inmensa dicha de ser amado, la mayor dicha dada al hombre en este nuestro planeta.

No vivía más que para su amor. A la hora en que podían recibir los condes, poco después del almuerzo, ya estaba en la casa. Bien es verdad que Elena se había puesto un relojito antiguo al cinto, y miraba toda la mañana su minutero de diamantes con impaciencia y lo mostraba a Ricardo con tristeza, cuando Ricardo había llegado dos o tres minutos más tarde de la una, dos o tres minutos en que la enamorada niña corría mil veces a la puerta del comedor y mil veces se asomaba al balcón, a pesar de las indirectas de la condesa refrenadas por el buen humor y la viveza de su viejo tío, el cual gozaba en ver las inquietudes, los recelos y las expansiones del amor. Desde la una a las siete de la tarde no se apartaba Ricardo ni un punto de su amada. Por regla general pasaban estas horas en el jardín donde la condesa pintaba o leía y Elena se ocupaba en las labores propias de su sexo y de su edad. La contemplación estática y silenciosa era toda la vida de aquellos dos seres enamorados. Para interrumpirla y variarla un poco, para no dar pretextos a bromas del tío, solía Ricardo leer algunas páginas; pero al cabo de cierto tiempo, como ignoraba lo mismo que leía, puestos el pensamiento y los ojos en otra parte, dejaba el libro sin que Elena advirtiese aquella interrupción. Para probar cuanta era la mutua pasión que los dos amantes se inspiraban, baste decir que, interrumpidas solamente por las conveniencias sociales sus visitas, y pasando Ricardo junto a Elena la tarde toda hasta la hora de comer, la velada hasta la media noche, luego le escribía, y como tiraba la carta al correo de la tarde, cuando salía de su casa por la mañana para ir a casa de Elena, ésta la recibía muchas veces, muchísimas, estando él presente. Tales muestras de mutuo afecto servían para atizar el fuego de la pasión cada día más intensa, pasión que acabó por ser el alma de ambos jóvenes. Así, cuando alguna que otra vez, se iba la condesa y se quedaban los dos amantes solos, su conversación se reducía a hablar el uno del otro y los dos de las perspectivas de vida en que debían ambos a dos apoyarse mutuamente y complacerse y unirse de tal suerte y con tanta intimidad, que sus dos personas formasen una sola con una sola alma empleada en gustar y avivar aquella interminable felicidad.

-Yo creo, Elena, que de no verte a ti, jamás hubiera amado a ninguna mujer. ¿Y tú, si no me hubieras conocido a mí?

-Te diré. Las mujeres necesitamos mucho más el amor que vosotros los hombres, y como lo necesitamos más, solemos buscarlo con mayor anhelo, y nos engañamos creyendo haberlo encontrado en nosotras o fuera de nosotras cuando realmente todavía no existe. Yo no creo que hubiera podido en el mundo amar a otro ser, sino a ti, Ricardo.

-Nuestras almas estaban predestinadas una a otra.

-Por eso laten nuestros dos corazones de tal manera que parecen uno solo.

-Imposible comprender la vida sin ti. Más fácil me sería comprender el Universo sin el sol.

-Por eso debemos confundir nuestras vidas como están nuestras almas.

-No me parecería hogar, Elena, el hogar en que no estuvieses tú. No me parecería mundo el mundo en que tu no estuvieses. Yo me desconocería a mí mismo, si separase mi alma, de tu alma. Creo que si muriera antes que tú, y cuando tu te murieras, no te enterraban a mi lado, había de levantarse mi cadáver por sí mismo para buscar el tuyo y unir nuestros huesos en una sepultura y bajo una misma tierra, pues separados, no podrían dormir en paz el sueño de la muerte. Paseábame hace algunas tardes por la catedral de Toledo. Estaba enteramente sola. El coro se hallaba ocupado por el cabildo que cantaba vísperas; pero en el templo no había más persona que yo, perdido en sus naves y estático en la contemplación de sus bóvedas. La luz cernida por los vidrios de colores jaspeaba con los matices del iris las losas del pavimento; los acentos del órgano, las salmodias de los sacerdotes, el aroma del incienso llenaban de misticismo mi alma como de misterios divinos el aire; las aureolas de los santos y las alas doradas de los ángeles nadaban todos en el éter como si las iluminara el sol de la gloria. Entré en la capilla del condestable y vi los sepulcros de mármol en los cuales reposan dos esposos como si estuvieran todavía en su alcoba y en su lecho de matrimonio. Así, dije yo, así quiero dormir el sueño de la muerte al lado de mi amada.

-¿Por qué hablas de la muerte cuando todo nos invita a la vida? Para seres tan jóvenes como nosotros y tan felices, la muerte está muy lejos; y apenas se descubre entre los celajes de nuestras ilusiones y apenas se cree en ella entre la vida de nuestras esperanzas. Mira como todo vive en torno nuestro. Las aguas se destrenzan por todas partes en arroyos. Las palomas, que bajan a beber en su linfa, arrullan. Los nidos están todavía calientes de sobrellevar los pajarillos que los llenaban con sus cuerpecitos y los santificaban con sus amores. Todo vive y todo ama alrededor nuestro. La muerte misma tan temida es una ficción de los sentidos, porque todo cuanto muere, se trasforma y resucita. Yo he aprendido en las elocuentes palabras de mi padre desde las nociones necesarias para conocer lo infinitamente pequeño hasta las nociones necesarias para conocer lo infinitamente grande. Y he visto la transformación universal así en las larvas de los insectos, como en los aerolitos de los cielos. No me hables, pues, de la muerte; háblame de esta vida nuestra tan feliz de la cual viviremos los dos eternamente. Háblame de esta alma toda tuya, y a cuyo disco no pueden llegar, no llegarán jamás los vapores de la muerte. Háblame de la inmortalidad que necesariamente nos ha de sonreír aun después de la muerte y nos ha de encontrar entregados a nuestros perpetuos amores. Con seres tan felices como nosotros nada tiene que ver, Ricardo mío, la muerte.

-Es verdad, tienes razón. Debemos pensar en la vida. Hemos de tener una casita aquí, en España, que si no es nuestra patria, es la patria de nuestra raza, una casita oculta entre el follaje de jardín silencioso. Allí, en la casita, hemos de fabricar nuestro nido, que parezca como apartado del mundo. En este nido ha de haber todo lo necesario para nosotros, para el esparcimiento de nuestras almas. Tu saloncito será el museo. Allí tendrás un cuadro de Rafael, precioso como todas las obras del gran artista, que parece hijo de Grecia, una sacra familia, cuya vista nos sostenga y nos conforte a nosotros, fundadores de otra familia, la cual quisiéramos también divinizar con nuestras virtudes. Unas estatuitas antiguas, tan puras y tan bellas como todas las obras clásicas, elevarán constantemente en tu alma la idea de la hermosura, y resplandecerán entre las cortinas de flores que nuestro jardín nos preste, hermanando el Arte con la Naturaleza. Al pie de un magnífico piano de Erard tendrás un arpa de cuyas cuerdas saques notas que caigan sobre el corazón y lo embelesen, embelleciendo con armonías ese mundo del sentimiento en que vamos a encontrar el paraíso. Luego vendrá mi biblioteca llena de los mejores libros publicados en todas las lenguas, depósito de cuanto el hombre sabe sobre lo finito y lo infinito. Allí, entre la biblioteca y el jardín, en comercio continuo con el arte o con la ciencia adorándonos perpetuamente, estáticos en nuestra mutua contemplación, llegaremos a olvidar hasta el mundo que nos rodea y a reconcentrarnos en nuestra felicidad, que será eterna. Mi santa madre nos bendecirá de continuo y presidirá la casa con sus próvidos cuidados.

-¡Tu madre! ¡Cuánto deseo conocer a tu madre! ¡Qué impaciencia tengo por verla! Como no he conocido madre, paréceme que en ella el cielo me la depara y me la envía, y que, al encontrarme bajo su amparo contigo y a tu lado voy a tener como una segunda infancia y voy a volverme tan niña como si saliera de la cuna.

-Lo mismo, Elena, lo mismo me sucede a mí con tu padre. Cuento por minutos el tiempo que falta para verlo. Te has criado sin madre tú; yo me he criado sin padre. Nuestra educación ha sido necesariamente, y por esta causa, una educación imperfectísima; tu padre será mi padre, como mi madre tu madre. Y al mismo tiempo que el amor, sentiremos, encontrándonos cada cual personas de nuestro sexo con quienes comunicar el afecto más tierno y más sencillo, pero no menos necesario a la vida, el afecto de una profunda y verdadera amistad.

-No he visto en ninguna parte a tu madre.

-Yo solamente le vi la noche de San Juan, la noche en que por la vez primera te apareciste a mí para no separarte jamás de mi corazón y de mi memoria, solamente en aquella ocasion vi de lejos a tu padre.

-Lo hubieras visto mil veces, de estar aquí, puesto que me acompaña siempre y yo he deseado mucho ver Madrid y lo he recorrido en todas direcciones. Pero le dio el capricho de irse, a viajar solo por la poética Andalucía, cuyo calor en esta calurosa estación, en este calurosísimo clima, temía por mí, y hé ahí la causa de su ausencia. Pero a tu madre jamás la he visto contigo y me has dicho que no podría verla en ninguna parte.

-Te he dicho la verdad. Mi madre no sale de casa. Amó con frenesí a mi padre y arrastra los lutos de una austerísima viudez. Muchos años hace que murió su esposo; nunca la he visto sonreírse. Su dolor tiene hoy la misma intensidad que tenía en los primeros años de su triste estado, y llora, y solloza como si estuviéramos en el día mismo en que mi padre se volvió loco o en que pasó de ésta a la otra vida.

-Sábete que mi padre me habla a todas horas de mi madre. Me dice que la perdí a los pocos días de nacer. Me dice que ruegue a Dios largamente por ella. Y cuando habla de todo esto, su dolor toma, no esa intensidad que el dolor de tu madre, la cual sería al cabo impropia de su sexo, sino tan grande y recóndita concentración, que le abrasa el corazón y las entrañas. No le veo una lágrima; Pero si veo que los ojos están próximos a salirsele de las órbitas cuando evoca estos recuerdos. No le oigo un sollozo; pero sí le oigo palabras entrecortadas que me aterran por su vaga incoherencia y que me demuestran como, pensando mucho sobre sus dolores, podría llegar de arrebato en arrebato a una completa locura. Así es que nunca le hablo de estas tragedias, cuyo relato profundamente vela en el silencio y profundamente respeto como cumple a la sumisión y debida por convicción y por cariño a mi bondadoso padre.

-Hemos vuelto a las tristezas, Elena, que me echabas en cara hace muy poco. Difíciles son de curar estos corazones heridos por desgracias irreparables, Pero nuestros cuidados podrán de alguna manera curar sus aprensiones y nuestros besos cicatrizar sus heridas. Pondremos tantas flores en su camino que acaben uno y otro por no advertir los abrojos cuyas agudas penas les taladran las sienes. Viviremos para ellos y para nosotros.

-Hemos de derramar el bien, Ricardo, por donde quiera que dirijamos nuestros pasos.

-Sí, sí. Mi naturaleza expansiva, deseosa de curar males a cuyo remedio no alcanza muchas veces la voluntad individual, se ha reconcentrado durante estos días de una ventura desconocida antes en el egoísmo de la felicidad. Pero así que esta ventura, por medio de la costumbre sea cóngenita con nosotros, entrará a formar parte de nuestra naturaleza. Y no debemos entonces perder el tiempo en la muda y estéril contemplación de nuestra bienaventuranza, cuando nos rodean ¡ay! tantas desventuras y tantos desventurados. En estos días últimos, la alegría de mi alma, la novedad de mi situación, el fuego de mi amor me llevaban al triste olvido de los que padecen y de los que lloran. Tú me los recuerdas, y con ellos me recuerdas también la vocación de mi vida. Además de un matrimonio, vamos a fundar una hermandad. Y esta hermandad, imbuida en los más puros sentimientos, podrá consagrarse a obras caritativas después de haberse consagrado a la familia y al hogar. Bajaremos a los abismos de nuestras sociedades modernas tan llenas de males y de desgracias. Subiremos a las buhardillas donde habita la miseria. Nos inclinaremos sobre el lecho del moribundo y nos postraremos sobre la tumba del muerto. Aquí derramaremos un socorro, allá una limosna, acullá una palabra de consuelo, más lejos una lágrima de compasión, y con esas lágrimas compondremos una corona más hermosa y más duradera que la corona de los reyes, y con diamantes más luminosos, porque en las lágrimas de compasión que el feliz derrama por el desgraciado y en las lágrimas de agradecimiento con que el desgraciado riega las manos caritativas de los felices, de los generosos, de los próvidos; en ese rocío más fecundo que el rocío de la mañana, se descompone una luz más refulgente, que la luz del sol; se descompone la increada luz de la divinidad. Y habremos cumplido un impulso de nuestra naturaleza realizando el bien solamente por ser bien. Y habremos sembrado larga cosecha de bienes para nuestros hijos, que heredarán, sin duda, los sentimientos de sus padres.

-Vamos a ser felices, muy felices, Ricardo mío.

-Y algunas veces nos acordaremos de nosotros mismos. Y para dar treguas a nuestros grandes trabajos y variedad a nuestra vida, iremos...

-De viaje por Europa. ¿No es verdad?

-Seguramente.

-Hasta en eso nos parecemos, en el amor a los viajes.

-Nos parecemos en tantas cosas...

-Es cierto.

-Mira. Mi madrina dice que tenemos así como aire de familia, y que si no fueran nuestros orígenes tan diversos, nuestros países tan apartados, hasta nuestras razas tan distintas podría decirse que éramos parientes; más que parientes, hermanos.

-En mi filosofía se explica eso; se explica, por una razón bien extraña y singular, pero convincente y persuasiva, al menos, para mí. Las almas se disponen, se arreglan, se cincelan los cuerpos con sujeción a su naturaleza inmaterial. Desprendidas del éter, cuando tocan al barro de este mundo, lo pulen como suele el buen alfarero pulir el vaso. Ese cristal que reverbera la luz y que parece por su brillo un astro, fue en otro tiempo grosera tierra. Estos huesos nuestros, tan semejantes a los minerales, se disponen como una obra de arte al recibir en sus frías moléculas el calor divino de las almas. Las nuestras eran ya la una para la otra desde la eternidad. Y descendiendo, al través de los planetas, a este bajo mundo, y separándose en esa carrera, cada una se ha creado un cuerpo al través, de cuya mortal envoltura pudiese conocer a la otra. Y por eso, desde que nos hemos visto, hemos suspirado, yo por ti, por mí tú. Estábamos enamorados desde la eternidad.

-Y nos parecemos en nuestras inclinaciones y en nuestros gustos. Te placen los viajes como a mí; y las artes como a ti me placen.

-En los viajes y en las artes he tenido los mejores goces de mi vida. No olvidaré nunca las sublimes tristezas que han sobrecogido a mi alma, cuando he contemplado bajo los cipreses de San Onofre, cerca de la celda donde murió el Tasso, allá a lo lejos, la campiña romana sembrada de sepulcros, envuelta en los vapores mortales de las lagunas pontinas y en las sombras inmortales de sus misterios y de sus recuerdos, necrópolis sublime de generaciones de dioses. Los monumentos destrozados se tendían a mis pies en aquel Josafat de la antigua historia, y a mi izquierda surgía la colosal rotonda de San Pedro, dorada por los últimos rayos del sol y semejante a un planeta aproximándose a nuestra tierra. Y de allí, como si pasáramos de las sombras al día, íbamos a los campos parthenópeos, a las orillas de mármol donde espira la onda que todavía lleva en su seno la nereida, cuya corona se descubre de día en la espuma férvida del oleaje, y de noche en la fosforescencia de las estelas. Por todas estas regiones, reunidos los dos, veríamos los espectáculos de la naturaleza y del arte bajo todos sus aspectos, porque tu sentimiento y tu adivinación de mujer alcanzarían misterios estéticos ocultos a mis ojos.

-Pero, mira Ricardo, en lo primero que debemos pensar es en nuestra casa.

-Es verdad, en nuestra casa, en nuestro nido de amores.

-No olvides que la casa ha de ser el santuario donde encerremos nuestros dos corazones y practiquemos el culto a la familia.

-Ya te dije cómo será, y te lo repito ahora. Tendremos la biblioteca donde yo reúna los libros; el museo donde tú reúnas los objetos de arte; el jardín que nos dé una breve muestra de la inmensa Naturaleza; el gabinete de física y química donde podamos recrearnos en el estudio y en las experimentaciones científicas.

-Y te olvidas de que necesitamos también, para que la vida entera se contenga en aquel reducido mundo, un oratorio donde podamos consagrar a Dios nuestras acciones todas del día y pedirle de rodillas lo que más necesitan los mortales en el hondo abismo que habitan; su protección, nunca negada a todos cuantos la piden y la necesitan.

-Tendremos cuanto tú dispongas. En mi casa serás como una diosa.

-Y tú en mi corazón dominarás perpetuamente, con la tiranía del amor.

-¿Me amas? Elena.

-No podrá decírtelo jamás mi palabra.

-¿Te acuerdas de mí?

-Cuando te ausentas es cuando más presente estás a mi lado por el vigor de representación que hay en mi fantasía, y la fidelidad a tu recuerdo de mi memoria; tu imagen se ha grabado en el fondo de mi alma y forma parte integrante de mi vida.

-Yo te prometo, Elena, que este amor se disminuirá en mi pecho. Los años no harán más que aumentarlo, dándole la solidez que da el tiempo así a los afectos como a las cosas. El recuerdo de estos días de felicidad quedará consagrado como un culto, como una religión de mi vida. Ya nada puede separarnos, ni la muerte misma, porque creemos en Dios y esperamos en la inmortalidad. Te amo y me amas: hé ahí nuestra vida.

Y así continuaron los dos novios discurriendo sin tasa ni medida sobre su inagotable pasión y la eternidad de su ventura.




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Capítulo XIII


Otro rendido amador


-No te pongas triste.

Decía el marqués de la Tafalera a Elena, que leía y releía una carta con evidente tristeza.

-¡Pues no he de ponerme triste!

-Ya habrás leído cien veces la dichosa carta.

-No puedo apartarla de mi pensamiento ni de mis ojos.

-Tate; vuelta al tormento.

-¡Pero si me parece papá tan contrariado!...

-Ya lo verás regocijado en cuanto venga y conozca al yerno.

-Hasta de su venida recelo y de la entrevista.

-Pueril temor.

-¡Ay!

-El novio no puede ser más aceptable.

-Me ha dicho mi madrina...

-¿Qué? Veamos.

-Que mi padre no quiere para mí un marido americano.

-Pues lo tragará por fuerza.

-Tiene una tenacidad incomprensible.

-No le hagas caso.

-Eso es más fácil de decir que de hacer.

-Chica, en queriendo la dama y el pretendiente, no importa que no quiera la demás gente; decíamos nosotros en nuestro tiempo.

-¡Cuánto me va a sermonear!

-¿Es dado a sermones?

-Muchísimo.

-Pues te compadezco.

-Naturalmente, su universo está en mi corazón.

-¡Cómo ha de ser! La naturaleza es infalible, es incontrastable, es fatal en todos sus decretos y en todas sus leyes. Y la naturaleza le arranca ese universo.

-No puedo yo mandar sobre mi corazón.

-Justamente. ¡Y sermonear por eso! Yo, desde que los frailes se acabaron y, se perdieron los sermones al aire libre, dichos a grito herido, en plazuela o calle, sobre púlpito movible, entre una inmensa muchedumbre que daba alaridos, como si la pincharan, no he vuelto a oír sermón alguno, pues nada me da mayores mareos ni con más fuerza me atormenta.

-Tengo hasta miedo de que papá vuelva. Tantos son mis recelos.

-Pues mira, vendrá muy satisfecho. Para que retoce la alegría en el cuerpo, y le bailen a uno sin querer las piernas, y los ojos chispeen cual si los encendieran todas las pasiones juntas, no hay cosa como ver bailar a la luz del cielo andaluz, al borde de una mesa oliendo a manzanilla, sobre la tierra caldeada, entre el pespunteo de la guitarra, y a la cadencia del cántico, unas boleras por las mozas de calidad y de rumbo que encierran sus pies en zapatito de raso y adornan sus cabezas con rosas y claveles, trasportándole a uno al séptimo cielo, con balances semejantes al flexible meneo de la caña mecida por las auras, y elipses y parábolas semejantes al curso de las estrellas por la inmensidad del espacio. Si tú fueras capaz de comprender cómo en mi tiempo bailaban la Prado y la Caramba, sentirías infinito haber nacido en edad tan mal aventurada como ésta que no comprende esa clase de espectáculos y no engendra esa clase de sílfides.

Mientras el marqués y Elena departían de esta suerte, llegaba la condesa de la Floresta con otra carta en la mano escrita por Antonio. Lo mismo que la dirigida a su hija, tenía por objeto único el próximo enlace y la consiguiente serie de reflexiones, que suceso de esta magnitud en la vida podía inspirar a padre tan bueno y tan amante. Escrita la carta a Elena en el momento de recibir la primera noticia, revelaba el malhumor consiguiente a recibir el amago de una inmediata separación. Escrita la carta a la condesa mucho más tarde, revelaba cierta reflexión sobreponiéndose al ciego sentimiento. Y como revelara esto, convenía en que, si el novio era merecedor de prenda tan querida y tan hermosa como su hija, no encontraba razón para negarle una ventura merecida y oponerse por irreflexivo sentimiento a lo que demandaban de consuno la sociedad y la naturaleza. Dolíale mucho ver ese pedazo del corazón apartado de su pecho; pero, desde el día en que le sonriera en la cuna, presentía este fatal momento y lo contaba como triste fecha impuesta necesariamente a la vida por las leyes ineludibles del Universo.. Lo único que deseaba era cerciorarse por sí mismo de que el joven preferido quería a Elena hasta el punto de poder sustituir con ventaja el cuidado providencial de su padre.

-¿No te lo decía yo?

Exclamó el marqués, todo regocijado, dirigiéndose a Elena.

-Me volvéis el alma al cuerpo.

-¿Tan triste estabas?

Preguntó la condesa.

La carta a mí parecía dictada por una desesperación invencible.

-Naturalmente, era como el primer estremecimiento de un corazón lacerado.

-Pobre padre mío ¡cuán bueno es!

-Ahora hay que prepararlo al caso supremo, a la notificación de que va a tener un yerno. americano.

-¡Vaya! exclamó el marqués. No es mala manía. Al demonio no se le ocurre otra locura igual. Tener una hija casadera y descartar todo un continente de la opción a su mano, paréceme donosísima cosa.

-¡Qué quiere V., tío! Cada cual tiene en este pícaro mundo su respectiva aprensión. Hay quien se desmaya al oler una rosa, quien se enfurece al oír una melodía, quien vomita al gustar un confite. Antonio es americano de nacimiento y no quiere marido de América para su hija. Ponedle puertas al campo y límites a los humanos caprichos.

-Puede darse. todavía por malcontento y hacerse de pencas cuando en este tiempo de las desvinculaciones, y de la desamortización universal, dijo Tafalera, ha encontrado nada menos que todo un mayorazgo, heredero único de rica hacienda, con talento además de riqueza, con hermosura además de talento, sin padre ni ayo que administren por él o por él hablen, tan sabio que parece un doctor en todas las ciencias y tan rendido que parece un esclavo de Elena.

-¡Qué quiere V., señor tío! Así es el mundo. No hay cosa grande que no encuentre por necesidad grandes dificultades. Todo lo tenemos arreglado, todo vencido. Solamente nos falta superar esa dificultad de la manía de Antonio, que ligera a la simple vista, puede complicarse gravemente por falta de precaución o por sobra de confianza.

-Es verdad; toma todas las precauciones imaginables, ya que en el mundo existen seres tan raros como ese padre capaz de vedar al amor de su hija nada menos que los habitantes de todo un mundo.

-En estas y otras conversaciones volvieron tío y sobrina a la casa quedándose en el jardín Elena sola, que ora hojeaba un libro sin fijarse en nada, ora releía su carta sin poder sacudir sus supersticiones, ora acariciaba los pajarillos de las cercanas jaulas maquinalmente, absorta en dos objetos capitales; en el recuerdo de Ricardo y en el temor a las supersticiones de Antonio. Cuando más absorta estaba en esta contemplación, oyó ruido de ramas, y al volver la cabeza para averiguar quién las agitaba, se encontró con Jaime, suspenso, estático, cual si no pudiera decir una palabra, ni dar un paso, fascinado por Elena.

-Caballero Jaime.

Dijo la joven con su natural desembarazo.

-¡Elena!

Exclamó Jaime, dando a este nombre una indefinible acentuación de cariño.

-Adelántese V.; siéntese.

-Buscaba a sus señores padrinos y al marqués en el jardín.

Dijo el buen Jaime como demostrando que su presencia pedía alguna excusa.

-Ya vendrán o les llamaremos. Entre tanto, descanse V., y tome asiento.

Jaime dio dos o tres pasos volviendo a quedarse como petrificado. Él, tan valiente, capaz de luchar solo con todo un ejército, temblaba como la hoja del árbol, se enrojecía como la doncella más pudorosa en presencia de la hermosísima joven.

-Vamos, le vuelvo a rogar que tome asiento y no creo que me desaire.

-De ninguna manera. Palabras de V. equivalen a mandatos para mí.

Y Jaime se sentó, pero con tal atolondramiento, que derribó un velador, y pisó el traje de Elena, y se enredó en varias cuerdas tendidas por el suelo, volviendo a ponerse colorado como las rojas flores abiertas sobre su cabeza en las enredaderas del cenador.

Después de sentado no sabía qué decir. Sus grandes ojos se abrían para recoger los rayos de luz descendidos de las pupilas de Elena, y sus labios se cerraban herméticamente sin poder proferir ni una sola palabra. La joven, conociendo todo lo embarazoso de aquella situación, y deseando despejarla, rompió el silencio y preguntó:

-¿Cómo tiene V. la herida?

-Bien.

Dijo secamente Jaime.

-¿No le molesta en los cambios de tiempo?

-Suele molestarme. Pero no le presto atención alguna como si las molestias atacaran un cuerpo extraño.

-Fuerte es V....

-No, Elena; dolores más graves y más profundos quitan toda intensidad a ese ligero dolor.

-El amor a la libertad perdida, el deseo frustrado de una redención social inmediata, las derrotas del pueblo.

Jaime, al oír estas palabras, meneó tristemente la cabeza.

-Yo creí que solamente las desgracias sociales alcanzaban hasta el grande corazón que late en el ancho pecho de V.

-En otro tiempo yo creí lo mismo.

-Mas ¿ahora?

-Ahora creo lo contrario.

-Explíquese V.

-Creo que, egoísta como todos los seres, aspiro con mayor vehemencia a mi propia felicidad que a la felicidad común.

-Comprendo, comprendo.

-¿De veras, Elena?

-Comprendo que el amor a una mujer ha penetrado donde antes sólo dominaba el amor a la humanidad.

-¡Qué quiere V., así somos! Imaginábame superior al resto de los mortales, inaccesible a ningún amor que no fuera el amor a la libertad, y no contaba con que la naturaleza pudiera crear seres tan perfectos como...

-Vamos, hablemos de otra cosa, dijo Elena comprendiendo por el recuerdo de las antiguas declaraciones como Jaime iba a intentar otras nuevas.

-Ya le he dicho a V. una vez que la amaba, y lo repito y lo repetiré cien veces, porque lo siento siempre.

-¡Jaime!

Exclamó Elena como reprendiéndole severamente con la voz y con el gesto.

-¡Elena!

Dijo Jaime en tono de amarguísima reconvención.

-Me ha faltado V.

-¿Yo?

Preguntó Jaime con verdadera extrañeza.

-V. sabía que...

-Yo solamente sé que amo y no soy amado.

-Nunca pude llegar a figurarme...

-Que inspirara V. una pasión, que abrasase un alma, que sus ojos llegan hasta un corazón cerrado a todo amor. Pues se desconocía V. a sí misma, desconocía la virtud de esa mirada, el encanto de esa palabra, la magia y el hechizo de toda su persona.

-Jaime, no podemos continuar de esta suerte.

-Elena, le he dicho una vez y ahora le he revelado de nuevo todo cuanto pasaba en mi conciencia.

-Jaime, no tenía motivo alguno para creer que fuera yo el objeto de ese misterio. Si lo hubiera tenido jamás le preguntara ni una sola palabra.

-Pero, Elena, V. no ha mirado a mis ojos mucho más reveladores de todo cuanto pasaba en mi ánimo que mis propios labios.

-Jaime, como una vez me hizo las mismas declaraciones y las rechacé para siempre, creíale después de mi negativa enamorado solamente de su idea.

-El amor a mi idea no excluía otra pasión menos sublime, si se quiere, pero más imperiosa.

-Y no puedo explicarme cómo habiendo guardado hasta aquí absoluta reserva, me dirige V. de nuevo palabras de ese género tan inesperadas y tan extrañas.

-Muchos misterios hay en el mundo y en el alma. Pero ninguno tan impenetrable como el misterio de la determinación de nuestras acciones. Vaya V. a saber el motivo que impulsa a una acción, o la serie encadenada de motivos a cuyo último eslabón un hecho se encuentra. En vano me esforzaría por averiguar a dónde va, a qué fuente, a qué ola, a qué rocío el vapor acuoso salido de mi aliento, y en vano me esforzaría por saber qué causa moral o física me determinó a la reserva ayer y hoy a la franqueza. Lo único decible es que había salido con ánimo de ver a V., pero sin ánimo de decirle una palabra más sobre mis íntimos sentimientos. Su pregunta ha provocado mi respuesta, y ahora lo sabe ya todo. La libertad queda siempre la pasión primera de mi alma. Pero como esta pasión, lejos de excluir la que V. me inspira, la sostiene, la alienta, la aviva, los dos amores se confunden y se identifican absolutamente en mi ser abrasado por este voraz fuego.

-Jaime, concluyamos para no volver a hablar de semejante asunto a ambos embarazoso. Yo le agradezco a V. mucho ese afecto, a pesar de su exaltación, a la cual no he dado ningún pábulo. Mentiría si no le dijese que tengo a V. en una grande estimación. Aunque yo me resistiera, la impondría a mi voluntad el honor que en todas sus acciones resplandece. Pero mentiría también si le dijera que me inspira una pasión correspondiente a la que V. dice experimentar por mí. Jaime, mi corazón no es ya libre. Por consecuencia oír las palabras de V. podría pasar ayer por ligereza, pero hoy se elevaría a verdadero crimen. No hablemos más de esto ni una palabra. Voy a llamar a los padrinos y al tío para decirles que está V. en el jardín y que necesita verlos. Adiós, Jaime.

-Adiós.

Y dijo éste agarrándose a uno de los barrotes del cenador para no caerse a impulsos del sentimiento que le causaba esta inapelable despedida.




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Capítulo XIV


Revelaciones


Ricardo había reunido sus amigos más íntimos y más queridos a comer, con ánimo de decirles el próximo cambio en su vida y la resolución de su casamiento. Aunque todos cuantos le trataban le querían realmente, los tres amigos del alma, aquéllos que prefería entre todos, eran el liberal Jaime, el pesimista Federico y el optimista Arturo, los cuales reunían a la rica variedad de sus ideas, inapreciable riqueza también de afectos y de sentimientos. Ricardo había mandado poner la mesa en sus habitaciones particulares a fin de que la algazara del reducido festín y la alegría de los jóvenes convidados no perturbaran el dolor solemne y monótono de su madre. La conversación tenía el aspecto general de todas aquellas conversaciones entre los consabidos amigos, el aspecto filosófico. Mas veíase que tomaba en ella poca, muy poca parte Jaime, abrumado por una profundísima tristeza que en vano pretendía disimular.

-Ya no hay sobre ciertos puntos esenciales motivo alguno de duda, exclamaba Federico. Nuestro cuerpo no es un universo aparte a quien le basta para vivir su propio organismo: por la respiración, por los alimentos, por las combustiones de la sangre, por la absorción de las moléculas pertenece nuestro cuerpo, como cualquiera de las grandes manifestaciones de la vida, a la química universal, a sus universales acciones y reacciones; nuestras fuerzas no dependen solamente de los músculos del cuerpo humano, dependen también de la gravitación que rige así a los átomos como a las moles y de las atracciones que emplean unos mundos sobre otros mundos y unos soles sobre otros soles. Por eso digo y sostengo que el pensamiento no es otra cosa sino una combustión del cerebro, y la voluntad no es otra cosa sino un impulso de las fuerzas cósmicas.

-¡Qué ideas! Dijo Arturo. Imposible sacarlas de tamaña cabeza que por lo dura debe pertenecer al reino mineral. Con esas afirmaciones has destruido la individualidad del alma y el libre albedrío. Nuestro pensamiento es el fluido eléctrico que corre por los nervios poco más o menos, como la aurora boreal, cuya rosada luz en el cielo azul perturba la aguja magnética junto al timón del barco. Nuestra voluntad es un aspecto de la mecánica celeste. Ya no hay libertad, y por consiguiente la conciencia queda reducida a uno de esos circulillos rojos que vemos en todas partes cuando miramos demasiado al sol; los tribunales a una conjuración tenebrosa contra la naturaleza humana tan necesariamente condenada a sus movimientos como cualquier aerolito perdido en el espacio; la responsabilidad exigida al hombre por el sentido común a una tremenda superstición, a una palpable injusticia. El ladrón roba y el asesino mata como la piedr a cae. No puede haber castigo para el hombre como no lo hay para la teja que de un tejado se desprende y te parte la cabeza. No cedo a ninguna de tus ideas, Federico, pero mucho menos a la que niega lo más esencial en mi vida, a la que niega mi libertad.

-¡Buena libertad! Vete del planeta a que estás encadenado como el preso a su cárcel y échate a volar por esos mundos y esos espacios que entrevés con los ojos y ambicionas con el deseo y con el pensamiento. Sal de esta atmósfera pesada y baja; por poco que te eleves, la respiración te faltará a tu pecho, la sangre brotará por todos tus poros, y al cabo de algunos minutos te agitarás en la asfixia, hasta quedarte rígido, inmóvil, muerto, como fuera del agua los peces. Luego rompe si puedes, desorganiza tu organismo, tu cuerpo. Interrumpe la comunicación de los nervios con el cerebro, de los hilos telegráficos con la pila eléctrica, y verás a qué llegan tus sensaciones y tus pensamientos. Consigue interrumpir la respiración o detener la circulación de la sangre. Logra que una mujer no despierte en ti los instintos del sexo, que una melodía no te halague, que un cañonazo no te atruene, que una palabra elocuente no te cautive, que una acción inmoral no subleve tu conciencia. Esclavo del universo que habitas, esclavo del planeta a donde estás atado, esclavo de la atmósfera que respiras, esclavo del organismo que te encadena, esclavo del instinto que te domina, esclavo de la pasión que te avasalla, esclavo de la idea que a la inteligencia se impone, esclavo de los motivos que determinan tu voluntad, esclavo de la naturaleza eterna y de la complexión propia, bajo el peso de todos estos fatalismos abrumadores, que por una serie de combinaciones, semejantes a las que te hacen llevar sobre la mollera una columna de aire más pesada que las columnas ciclópeas, erigidas sobre la frente de las esfinges de Asia, gritas con todos tus pulmones: ¡viva la libertad! y te crees indudablemente libre.

-Jaime, ¿no respondes nada?

Le preguntó Ricardo, al ver maltratada así la nocion de las nociones, la nocion de libertad.

-No había oído nada.

-¿Cómo? replicó Ricardo asombrado, negaban el principio moral por excelencia, llegaban el principio de libertad, y tan sordo tú que no atendías a ese atentado a tus creencias más profundas.

-Hay momentos de la vida en que estamos fuera de nosotros mismos, Ricardo, momentos de incontrastable tristeza.

-Dínos, pues, por qué te encuentras tú en uno de esos momentos.

-No puedo, no debo, no quiero decir nada.

-Te desconozco.

-Y yo a mí mismo.

-Hace días que te veo presa de un dolor ajeno completamente a tu estoico carácter y contrario a todas tus convicciones acerca de la vida.

-A mi carácter puede ser, a mis convicciones, no. En mis convicciones entra que la vida es una pena perpetua.

-¿Veis cómo al cabo cae en mi doctrina?

Exclamó Federico.

-Una pena perpetua, la vida, dijo Ricardo al oír esta afirmación; una pena perpetua para ti, para el mártir de la libertad que defiendes como único medio de realizar la virtud; para el cantor del progreso cuya realidad ves en toda la humana historia. Díme, Jaime, ¿qué vapor ha salido de tu corazón hasta oscurecer y nublar tu clara inteligencia? El sentimiento se ha sobrepuesto a la razón y la ha turbado.

Jaime tenía tal repugnancia a hablar, que levantó hombros y manos y meneó la cabeza con lánguida indiferencia, como para indicar cuánto le contrariaba ocuparse en aquel asunto a deshora suscitado.

-Efectivamente, dijo Arturo; yo mil veces eché de ver desde hace algún tiempo que la alegría, el amor a la vida aumentaba en el ánimo de Ricardo, a medida que disminuía en el ánimo de Jaime.

-Vamos, dijo Federico, el paño fúnebre que ha puesto Dios sobre todos los objetos, alcanza también a tus ojos que hasta aquí irradiaban la felicidad más perfecta. Por fin comprende Jaime que este mundo es el peor de los mundos, y el hombre el más infeliz de todos los animales.

-No porfíes, Federico, no porfíes. En vano querrás arrancar el corazón de Jaime a sus sentimientos y la razón a sus ideas. Podrá una pena más o menos grave perturbarlo, pero no puede destruir su inteligencia y su vida. Ricardo, otras veces tan triste ahora está alegre; Jaime, otras veces tan alegre, ahora está triste. El accidente de un día no decide de la vida que fluye y fluirá en todos los tiempos. Jaime volverá de su tristeza y verá el mundo como lo ha visto siempre, más empapado cada día en el espíritu y el espíritu cada día más luminoso.

-Pero ya que no sepamos las causas de la tristeza de Jaime, sabremos las causas de la alegría de Ricardo. Habla, habla, y te escuchamos.

Dijo Federico.

-Amigos míos, me caso.

Respondió Ricardo.

-Haces bien, dijo Jaime, animándose a la revelación de Ricardo. Haces perfectamente. Este-mundo es un campo de batalla empapado en sangre, cubierto de cadáveres, lleno de ruinas, donde solamente hay un puerto de refugio, una llama que avive los seres, una luz que los dirija, una armonía que se eleve sobre todas las contradicciones, el amor, el bendito amor. Mira en el cielo cómo va el planeta seguido de su luna; mira en el mar cómo va la ballena acompañada de su pareja; contempla en la alta torre las enamoradas cigüeñas sobre su nido leñoso y en el aire las pareadas alondras y en el bosque las tórtolas; y díme luego si no aman desde el gusanillo de luz perdido en una hoja cercana al arroyo hasta el serafín que bate sus alas en presencia del Eterno. Ama, Ricardo, ama en buen hora: que la única felicidad de la vida es el amor.

-Pero, vamos, sépase ya el objeto de esa pasión; revélanos cuál será la eterna compañiera de tu vida.

Dijo Federico dirigiéndose a Ricardo.

-Todos la conocéis.

Respondió Ricardo.

-Razón mayor para que todos estemos impacientes.

-Pues bien, ya no guardo más tiempo mi secreto.

-Albricias completas.

Exclamó Arturo.

Es la joven americana a quien todos admiráis, la hermosísima Elena, la ahijada de los condes de la Floresta.

-Hermosa en verdad.

Dijo Federico.

-Incomparable.

Añadió Arturo.

-Que sea enhorabuena.

Dijeron a una Federico y Arturo.

-Ya ves, añadió éste, cómo todos aquellos propósitos de soledad, cómo todas aquellas aspiraciones a una especie de vida monástica sin más objeto que la predicación de la verdad y el cumplimiento del bien, pasaron como una leve sombra. El corazón humano tiene horror invencible a la soledad, y necesita encontrar en el amor su indispensable complemento.

-Dios quiera, sin embargo, dijo Federico, que no tenga ocasión de arrepentirse. En todas esas flores de la vida hay muchas espinas. ¡Cuántas veces te acercas al rosal y en vez de la ninfa con que sueña la poesía, encuentras en sus olientes hojas la venenosa víbora!

Mientras hablaban así los jóvenes, deslumbrados por la noticia, enjugábase el sudor Jaime horriblemente dolorido. Cada una de aquellas palabras le taladraban el corazón y las sienes. Así unas veces se llevaba la mano a la frente como si quisiera alejar una idea terrible, y otras veces al pecho como si quisiera oprimirlo para evitar un suspiro, revelador de su pasión. Por fin, mientras que Ricardo, Federico y Arturo departían sobre la felicidad del amor, sobre la fuerza de los instintos que lo inspiran, sobre las tendencias a la fundación del hogar y al establecimiento de la familia, sobre todas las ideas que pueden abordarse en tema semejante, Jaime se levantaba, pedía su gabán, y tomando del brazo a Ricardo, le impelía hacia la habitación vecina.

-¿Qué me quieres?

Le preguntó éste.

-¡Ricardo!

-Dijo solemnemente Jaime.

-¡Qué voz! ¡Qué gesto!

-Ricardo, mentirían mis labios si te felicitasen a despecho de mi corazón.

-Cómo, Jaime, ¿tú, tú no me felicitas? ¿Qué has encontrado en Elena?

-Mucha hermosura, mucho corazón, mucha inteligencia.

-Entonces, ¿qué?

-Ricardo, ¿no lo has comprendido?

-No.

-Pues, mira, yo la amo también. Yo también no puedo vivir sin ella.

-Tú, tú...

Dijo Ricardo fuera de sí.

Pero Jaime, sin escuchar más palabra, se salió de la habitación y se fue precipitadamente a la calle.



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