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Capítulo XV


El regreso de Antonio


Grande, extraordinaria alegría en casa del marqués de la Tafalera. Antonio acababa de llegar por el tren de la mañana desde la hermosa Andalucía. La familia entera se hallaba de pie muy temprano para recibir y agasajar al recién venido. En la espaciosa estancia que servía de comedor al palacio, en torno de la mesa ocupada por las jícaras de chocolate y los vasos de agua fresca, hablaba la familia entera del viaje, como preliminar necesario a otra conversación más solemne, la relativa al matrimonio de Elena. Ésta tomó la precaución de decir a Ricardo que no fuera al palacio hasta no obtener la necesaria autorización de su padre. Así el suegro no conocía ni de nombre ni de vista al futuro yerno. Vuelto de su deliciosa expedición por este asunto, conforme la hora de controvertirlo y tratarlo se acercaba, resistíase Antonio, reconcentrado como en afecto único, en el amor paternal que le inspiraba su preciosísima hija. Por consiguiente no debe maravillarnos que la conversación de la boda se retrasase y se redujese todo el diálogo de Antonio, Elena, el marqués de la Tafalera y los condes de la Floresta a las impresiones del reciente viaje.

-Tus cartas, decía la condesa, nos han suficientemente instruido en tus juicios. Encuentras Andalucía incomparable, ¿no es verdad?

-Te diré. No tiene las altas cordilleras de Italia, ni el caudal de los ríos que van de los Alpes al Mediterráneo, ni la multitud de ciudades donde todas las artes del dibujo han hecho sus principales milagros y han dejado sus incomparables monumentos. Pero en cambio, es de una poesía indecible. Yo no he contemplado noches como aquellas noches de la bahía de Cádiz en que parecen buscarse las estrellas con miradas de amor. Yo no he respirado en ninguna parte aire como el balsámico que se respira en Sevilla, cuando las primeras sombras de la tarde caen sobre el azahar. Yo jamás he visto ponerse el sol como lo he visto desde los miradores del Generalife, tras las montañas de Loja, tiñendo con color de oro fundido las abruptas crestas de la Alpujarra y con color de rosa pálida las rotondas y agujas de la Sierra Nevada. Yo no he visto ni en Asia el Oriente como en la mezquita de Córdoba o en las grutas de mil colores que forman los alicatados de la Alhambra. Yo no olvidaré el crepúsculo de A1mería, en que, sentado al pie de una palmera, a la orilla del mar azul cuyas ondas morían melancólicamente en la playa de doradas arenas, la gitana con el sello de su antigua grandeza y de su esclavitud extrañamente mezclados, tal como debía ser Cleopatra vencida, levantaba los brazos y la cabeza al cielo, y acompañada por el son de las propias castañuelas, por el vito o la soledad, por el pespunteo de esas cuerdas de guitarra que gimen y lloran, bailaba un baile semejante a las sagradas danzas que en honor de sus dioses ofrecían los antiguos pueblos y los antiguos tiempos.

-Chico, todo eso me parece melancólico, dijo el marqués, y por lo mismo contrario a la alegría que retoza en el cuerpo cuando recorre las tierras andaluzas. Para conocer Andalucía es preferible una visita al freidero de pescadilla en Cádiz, o al bodegon de los montañeses en el Puerto, donde rocías con vino viejo las frescas bocas de la isla, a una visita a la catedral de Sevilla y a la Alhambra de Granada. Más que una pintura de Murillo te industria en la vida y en sus secretos una serrana con su media roja, su zapato blanco, su zagalejo verde, su toca de tul entre cuyos pliegues se agrupan con tanto arte las flores, y su relicario de oro cayendo sobre la curva y el dibujo de sus redondos pechos. Ver desfilar los siglos desde la capilla del zancarrón o desde la torre de la sultana es muy filosófico, pero no tan propio como ver desfilar el gitano de anchos pantalones y largas melenas; el contrabandista, caballero sobre su alazán que parece engendrado por los vientos del desierto; los chalanes con sus látigos en la mano, su cuchillo en la faja, su mentira en el labio; los toreros con sus largas trenzas cayendo sobre la chaquetilla de raso en cuyos bolsillos campean los pañuelos de pita o seda; el majo a caballo con más cascabeles que una feria y la maja a su grupa, enseñando unos pinreles más breves que un suspiro, y lanzando de los ojos, que brillan como soles entre las sombras de las mantillas, unos rayos a cuya lumbre se encienden hasta las frías piedras y se avivan y resucitan los muertos.

-Verdaderamente, dijo la condesa; el tío se anima al recuerdo de los placeres de su juventud y a la evocación de los países que ha visitado en su larga vida.

-Calla, chica, son unos sosos, unos desgalichaos los andaluces de estos días, metidos a políticos, para lo cual sirven como yo para gran turco. Andaluz perfecto aquel Manolito Gázquez de mi tiempo, sastre, velonero, majo de todas las cuadrillas y de todas las cofradías, tan celebre que el sultán le encargó los clavos con que está adornada la puerta otomana y el Papa saltó de gusto en la Santa Sede misma al oírle tocar el piporro por las capillas de San Pedro y los cardenales se arremangaron los hábitos para bailar un bolero acompañado por su guitarra y dieron cien días de indulgencia a toda moza que danzase con él un zapateado, vertiginoso como el placer, y a todo católico que comiese un gazpacho de sus manos más fresco que los rocíos del alba.

-Yo he alcanzado todavía, dijo Antonio, en mi último viaje, alguna parte de esas delicias. A la orilla del Guadalquivir, a la vista de la Giralda y la Torre del Oro, en Triana, junto a olorosos limoneros, en cuyas ramas campeaban con el blanco azahar de esta primavera los amarillos frutos del pasado estío, he visto el viejo guitarrista sentado sobre silla de pino y esparto; tañendo la guitarra que ora gemía como una melodiosa endeclia, ora tronaba como una tempestad de encendidas pasiones; y a su lado, inmóvil y absorto como un santón árabe, el cantaor que entonaba la larga y cadenciosa caña como un prolongado sollozo, acompañando a una elegía de tristeza y de amor; y en frente la bailadora cuyos brevísimos pies apenas tocan al suelo, con la cabeza echada atrás como para contemplar lo invisible, los ojos estáticos, los airosos brazos a lo alto, las sonoras castañuelas entre los dedos, jaleada por los dichos y refranes y equívocos de los majos cuyas palmas chocándose, y cuyos gritos subiendo sobre todo, rumor, semejantes a los gritos de una caravana en el Desierto, daban al baile mezcla tan extraña de gusto refinadísimo y de aire primitivo y salvaje que inspiraban un completo embeleso.

-Al oíros hablar así, dijo el conde, cualquiera diría que en vez de haber visitado aquellas regiones de la vida y del amor os habíais metido en algún cementerio. Tristeza, pena, sollozo, canto melancólico, elegíaco, ¿qué Andalucía es esa? Nosotros le llamábamos a las muchachas perlas, cuerpos buenos, salerosas. Nosotros echábamos los sombreros a los pies de las bailarinas con un regocijo infinito. Nosotros íbamos del baile de candil, a la taberna, de la taberna donde nos amanecía al derribo de Tablada, del derribo a los toros, de los toros a pelar la pava, y nuestra vida era una. fiesta continua. Mas vosotros vais a Andalucía como pudierais ir a una Tebaida. No me habléis pues de ese viaje ascético porque me da verdadera grima. Los románticos de ahora, como los místicos de otros tiempos, concluirían con sus tristezas y sus desventuras y sus sollozos y sus lloros y sus desesperaciones y todos sus sentimientos por despoblar la tierra.

-Naturalmente, querido tío, observó el conde, Antonio llevaba sobre sí otras ideas que las ideas de vuestro tiempo.

-Y sobre todo, dijo el tío, guiñando el ojo a Elena; llevaba sobre su alma cierta asesina carta, escrita por una mano de ángel, anunciándole que las hijas de los hombres caen bajo la común ley del universal amor.

Elena, al oír esta salida del viejo marqués, se puso colorada como la grana, y no sabiendo qué hacer, levantóse y salió de la estancia, corriendo toda azorada, al ver cómo la conversación daba en su verdadero y único centro de gravedad.

-¿Conque no hay remedio?

Preguntó Antonio melancólicamente.

-No hay ninguno

Le contestó la condesa.

-¿Conque va a separarse de nosotros?

-Para siempre.

-Dejadle a un padre este desahogo, dejadle que llore su desgracia.

Y Antonio se cubrió el rostro con las manos; y lloró amargamente la decisión de su hija.

-Pero, señor, exclamó el viejo marqués, no sé como sois. Yo me vuelvo loco. Asustaríame en verdad pertenecer a este tiempo, llamarme joven ahora. Qué quieres, ¿qué tu hija: se quede para vestir imágenes? Pues bravo negocio. ¿Qué se vaya contigo a una Tebaida? Pues bien se conservaría y propagaría de esa suerte la especie humana. ¿Que no se case nunca? Malo un solterón, pero peor, mucho peor, una solterona. ¿De qué puedes quejarte? El joven es buen mozo, robusto, de un carácter bondadosísimo, aficionado a las artes y a las ciencias, cumplido caballero, espartano en virtud, exaltado de amor a Elena, rico como un Creso; ¿y todavía lloras? Pues, Antonio, te aseguro que si recorres Andalucía como un cartujo y recibes la felicidad como si fuera una inmensa desgracia, debes ponerte inmediatamente en cura porque sólo estás para habitar un manicomio.

-Pero señor marqués, dijo Antonio un tanto amostazado; V. no tiene hijos y por consiguiente V. no puede saber los sentimientos propios del corazón de un padre.

-No tengo yo hijos. Sobre eso habría mucho qué hablar; yo he sido tan...

-Vamos, tío, exclamó la condesa, dejémonos de esas peligrosas conversaciones.

-¿Vosotras me aseguráis que el novio de mi hija tiene todas esas cualidades por el tío descritas y cuyo conjunto atribuyo al afán casamentero que lo aqueja?

-Hablemos formalmente, dijo el conde; hablemos como cumple a un asunto de esta naturaleza.

-¿La familia?

Preguntó Antonio.

-De la primer distinción.

-¿Cuántas personas la componen?

-Dos solamente: madre e hijo.

-¿La madre es viuda?

-Viuda.

-¿Virtudes?

-De primer orden.

-Yo me he enterado perfectamente, dijo la condesa, como tú puedes suponer. La madre es una señora de austerísima virtud, consagrada a llorar a su esposo, consagración que cumple como un culto, pues desde los días primeros de su viudez puede decirse que su luto es como un sudario y su vida como una anticipación de la muerte.

-¿Y el muchacho?

-Es un santo.

Dijo el conde.

-Ese calificativo no me gusta. Paréceme que encierra algo así de encogido, de escrupuloso, de poco natural.

-No lo creas. Pertenece a la sociedad moderna por sus ideas, por la amplitud de su inteligencia, por la variedad de sus conocimientos, por la mezcla de un valor sobrehumano con una tierna delicadeza femenil.

-De la posición no hablo.

-Tienes razón. Elena no necesita de nada ni de nadie, porque tiene toda nuestra riqueza. Pero la posición de su novio es indudable, porque posee una de las primeras fortunas de...

-¿De dónde? Preguntó con viveza Antonio.

-De...

-Ya estamos en la dificultad. Exclamó el marqués.

-Vamos. Me ocultáis algo.

-¿Qué hemos de ocultar? Preguntó la condesa.

-Pues si nada ocultis, ¿por qué no decirme de una vez, y sin rodeos, de dónde proviene la fortuna de mi yerno?

-Hombre... Seamos claros. Proviene de América.

-¡Cielos!

-¿Qué? Dijo el marqués.

-Presagio mal. Respondió Antonio.

-¿Por qué? Le preguntó la condesa.

-¿Por qué? No sabré decirlo. Una superstición. Pero nunca quise marido americano para mi hija.

-Pues mira, ya no tiene remedio, observó el viejo marqués.

-Y si no casas a Elena con su novio ten por seguro que le cuesta la vida.

-Pues a ese precio no quiero oponerme. No hago ninguna observación. Consiento. Presentadme al dichoso mortal.

-Nos ha dicho, que no se presentará a ti sino después que haya venido su madre, y le hayas otorgado a ella la mano de tu hija.

-Pero, ¿por qué? Pregunto ahora a mi vez. En todo esto hay algo de ridículo. Voy a consentir, sin ver siquiera al novio.

-No sería la primera vez; exclamó Tafalera; todos los reyes se casan así.

-No me convence el ejemplo.

-No te apures por cosa tan trivial. Inmediatamente después que hayas hablado con su madre, podrás hablar con el hijo, o simultáneamente. No darás tu permiso, no sin haberle visto antes.

-Pero, ¿qué quieres? Observó el conde. Un hijo tan bueno tendría escrúpulo de acercarse a ti sin que antes se acercase y te hablara su madre.

-Todo sea por Dios. Exclamó Antonio con cierta resignación.

-Mañana verás a la madre y verás al hijo.

-Llamad a Elena.

Ésta entró al llamamiento de su padre y se arrojó a sus pies, hecha un mar de lágrimas.

-Hija mía. Exclamó Antonio, acogiéndola entre sus brazos y llorando con ella.

-Si de esa manera celebráis las bodas, dijo el marqués, ¿cómo celebraréis los entierros?

-Hija mía, tu padre consiente en tu matrimonio.

-Padre mío, dijo Elena, sin poder añadir una palabra como abrumada por el peso de tanta felicidad.

-¿Qué no haría por ti, por la ventura de su hija, éste tu padre?

-¡Dios bendiga a mi padre. Dios le dé toda la felicidad que merece!

Y padre e hija abrazados trajeron en torno suyo al marqués de la Tafalera, que besaba con trasportes la mano de la niña, y a los condes que alternativamente saludaban a Elena y a Antonio, formando un grupo, en el cual sonreía la felicidad más completa.




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Capítulo XVI


El encuentro


Era la mañana del deseado día en que Carolina iba a ver al padre de Elena para formalizar y concluir la boda. Ricardo no había podido dormir en toda la noche. El paso de un estado a otro estado de la vida llenaba su alma de pensamientos graves, y movía su voluntad a firmes propósitos de allegar una ventura sin limites, robustecida por la práctica continua de las más excelentes virtudes. Ya se veía en su casa, tranquila y solemne como un templo; con su mujer amorosa y virtuosísima, como madre de familia; rodeado de sus hijuelos, bellos cual los ángeles; consiguiendo el alivio a las penas de su madre con la compañía de la recién llegada hija, y con el advenimiento de sus queridos netezuelos; dedicado después de cumplir todos sus deberes domésticos, a curar al enfermo, a socorrer al pobre, a consolar al afligido, a difundir por todas partes, como el sol del empíreo, los rayos de su lumbre, la felicidad en que vivía su alma.

Esta vida nuestra tiene tales condiciones que solamente ve la felicidad en los celajes engañosos de la esperanza. Los bienes más preciados y más apreciables, como el respirar fácilmente, el vivir en plena salud, el tener lozana mocedad, apenas se comprenden y se estiman, sino cuando flaquean o se pierden. Al llegar a la madurez de nuestra vida, en los días cercanos a la ancianidad, cuando volvemos los ojos a una infancia consumida en juegos inútiles, y a una juventud disipada en ilusiones y esperanzas sin realización posible sobre la tierra, nos dolemos y decimos tristemente, que si volviéramos a comenzar la vida, a tener el goce de todas sus delicias, la emplearíamos mejor, cuando, de seguro, si tal renacimiento pudiese verificarse, caeríamos en los mismos errores, y nos disiparíamos en las mismas pasiones que ahora lamentamos. Triste suerte la nuestra: no conocer los bienes sino cuando nos los han arrebatado los males; no apreciar la salud y la ventura sino cuando las han herido de muerte la enfermedad y la desgracia.

No podía haber en el mundo persona más feliz que Ricardo en aquel día preparatorio de su boda. Florecía en su vida la juventud más bella y más lozana. En un cuerpo sin defectos, latía un alma sin sombras y sin remordimientos. La independencia de su posición le aseguraba contra las asechanzas de aquellos disgustos que más molestan y más empequeñecen la vida. Si volvía la vista a lo pasado, encontrábalo lleno de las estelas de sus buenas obras, semejantes a un surco luminoso en los espacios. Si penetraba en las profundidades de su alma,. veíalas cargadas de ideas como el cielo de mundos. Una pasión, la de hacer bien, la de mejorar a sus semejantes le dominaba por completo. El amor había nacido en él a su tiempo oportuno, le había llenado el alma de goces, le había. puesto al comienzo de una senda floridísima, le había dado una felicidad sin límites. Hermosa y virtuosísima joven, dechado de gracias, dotada de una superior inteligencia, le aguardaba con los brazos abiertos, para darle en todos los goces del amor legítimo satisfacciones a la voluntad, placeres a los sentidos, delicias al pensamiento, dichas inacabables al corazón. Hasta la sombra única que cubría aquel cielo iba pronto a desvanecerse, el dolor de Carolina, aliviado naturalmente por los nuevos aspectos que tomaba el hogar y los nuevos seres que surgían en el seno de la familia. Así, todo le alentaba en el cielo y en la tierra, desde la ida hasta el sentimiento, desde el corazón hasta la conciencia. El átomo de materia que entraba por las celdillas de su cuerpo, parecía enrojecido en la lumbre del universal amor. La idea que se despertaba en su cerebro, parecía como uno de los ángeles que se despertaron y surgieron allá en la luz increada antes del nacimiento de los mundos. Y, sin embargo, esta vida nuestra tiene tantos abismos, que bajo tales dichas abría sus fauces la más horrible desdicha. Desde tamañas alturas iba el infeliz a rodar muy pronto en los abismos. Su situación en aquella hora solemne semejaba a la situación de la avecilla que se deja su nido tranquilo en el árbol, y atraída por la gozosa luz y por el aire celeste, se eleva, y se eleva cantando sus amores, batiendo sus alas, respirando por cada una de sus plumas, encendida la sangre, rebosante la vida, perfumado todo su cuerpo con los aromas del bosque, y no ve que allá arriba, en lo alto, en lo infinito, donde sólo debía estar Dios y el bien, extiende sus anchísimas alas y traza sus infernales círculos el águila que se desprende sobre ella como una sombra letal, y la coge entre sus garras, y le destroza las carnes, le sorbe la sangre y la devora en un instante, pasándola de los espasmos de la vida a las tinieblas de la muerte. Yo siempre me acordaré de un día de primavera que vagábamos por los bosques de Riofrío, en compañía de varios cazadores. Una pareja de gamos, lustrosísima, ágil, joven, nerviosa, corría por los prados, se acercaba a los arroyos, subía la cabeza a la rama de los árboles y la bajaba sobre las yerbas del campo, se removía y saltaba en todas direcciones, alegre y juguetona, como si les rebosara en el cuerpo la exuberancia de la vida. Y aleve cazador, de rodillas tras una encina, entre aquella fiesta de la vida, en que zumbaban las abejas y mugían los bueyes y revoloteaban las mariposas y abrían sus cálices las flores y cantaba el coro de las avecillas, apercibía una asechanza de muerte, oculto y emboscado. El tiro partió, y el gamo rodó, lanzando un gemido tan triste, y despidiendo de sus ojos una mirada tan melancólica, henchida de reconvenciones tan elocuentes, que más de un cazador juró no volver a cazar en su vida, y tuvo un día entero de torcedores y de remordimientos. La vida humana se alimenta de la muerte, y las humanas artes se inspiran en el dolor y en la desgracia.

El pobre Ricardo se levantó aquella mañana con una alegría que acaso iba a ser la última alegría de su vida. En aquel gozo cuidó de su persona con mayor esmero que otras veces. Aunque apenas durmiera, había sido aquel insomnio por una causa tan placentera, que lejos de darle aspecto de cansancio, parecía animarlo más con la multitud de ideas condensadas sobre su conciencia. Carolina se animó también, y acompañó gustosísima a su hijo a la casa de los condes de la Floresta, ya que en esta visita se encontraba como resumida toda la felicidad de Ricardo. A las dos de la tarde salieron en el mejor coche de la casa aquellos dos seres que no presentían las desgracias amontonadas sobre sus cabezas. Ricardo iba vestido con particular esmero, que no excluía cierta dejadez, con la cual aumentaba su natural elegancia. Carolina vestía de riguroso luto. Los pliegues de su trajo, de merino negro, ceñíanse estrechamente al cuerpo. Los largos cendales de su velo caían de la cabeza a los pies como un sudario. Espesa gasa le cubría el rostro, pero a través de esa gasa relucían sus ojos, y trasparentábase el blanco mate de sus pálidas mejillas. Aunque el dolor la hiriera y la acosara tanto, arrancándole toda la serenidad que realza a la juventud, su hermosura se conserva todavía superior a las heridas abiertas por sus penas y a las injurias del tiempo. El deseo que su corazón de madre sentía en aquel momento supremo, animaba sus ojos y coloreaba su rostro con reflejos indecibles de juventud y de gracia. Por un cuarto de hora parecía distinta de la mujer dolorida que conocemos, como triste estatua funeraria, sobre cuyo frío mármol hubiera caído un rayo del calor universal de la vida.

Madre e hijo llegaron al palacio, en cuyas escaleras solamente se veían los criados y los lacayos de gran librea, como cumplía a la jubilosa fiesta. Ningún individuo de la familia se atrevió a salir al paso hasta que el padre y la madre no hubieran solemnemente convenido en la bondad de aquel matrimonio y señalado de antemano el día en que debía verificarse. De consiguiente, Antonio y Carolina se iban a encontrar cara a cara después de tantos años de apartamiento, para saber que su mutuo abandono, su falta mutua, no solamente había labrado la propia infelicidad, sino también la infelicidad de sus inocentes hijos castigados con un castigo terrible. Ricardo dio el brazo a su madre para subir la escalera y la introdujo hasta el salón donde debía aguardar la presencia de Antonio, yéndose enseguida con el resto de la familia a otra estancia donde aguardaban el conocido y esperado fin de la ceremoniosa entrevista, reducida ya por tácito consentimiento de todos a mera fórmula de cortesía. Aún no había salido Ricardo del salón cuando se presentó Antonio e hizo una gran reverencia a Carolina. Ésta, que permanecía velada, no fijó la vista en el hombre que entraba medio velado a su vez por las sombras de la estancia, cuyos balcones entornados solamente cernían una luz muy pálida. Así es que entre las reverencias de rúbrica, el crepúsculo de la sala y el velo de Carolina, no se reconocieron al pronto. Pero Carolina levantó su velo a fin de facilitar la conversación, y un grito agudo, horrible, semejante al de un náufrago que se hunde en el mar, al de un desgraciado que recibe una puñalada en mitad del corazón, al de un supersticioso que cree ver un alma aparecida, un grito indescifrable, llenó los espacios de la estancia. «Antonio» dijo Carolina, «Carolina» dijo Antonio, y ni uno ni otro sabía lo que por ellos pasaba en este momento más doloroso y más trágico que toda una eternidad de penas en el eterno infierno.




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Capítulo XVII


Esperanza y desesperación


Mientras Carolina y Antonio se veían tras tanto tiempo y experimentaban con esta entrevista nuevas desgracias en su propia vida y en la vida de sus hijos, sonreían éstos como si instintivamente su dicha se reanimara sobre su ocaso. La estancia, donde estaban, era una espaciosa galería sobre el jardín, adornada de estatuas y de cuadros, con cortinajes de aromáticas flores, con cascadas de cristalina agua y sobre cuyos extremos saltaban y gorjeaban en pajareras de alambres doradas innumerables avecillas. Los condes de la Floresta y su tío el marqués se habían ido a un extremo de la galería para aguardar el momento en que Antonio iba a presentarles a Carolina, mientras los novios, al otro extremo, se entregaban a las ilusiones propias de su pasión. Todo sonreía en aquel sitio, sin que cayera una sombra de la tristeza de muerte, cuyas espesas nubes a más andar avanzaban. El sol, penetrando entre las ramas, trazaba caprichosos arabescos de luz y de sombras; el cielo, que a través de los enverjados y las enramadas se alcanzaba, lucía con ese color celeste claro que parece templado por una ligera gasa blanca; la obras de arte resplandecían con mágicos resplandores en el éter; el gorjeo de las avecillas se acordaba con la esencias de las flores; y el matrimonio felicísimo que formaban los condes de la Floresta, y la alegría inagotable del viejo marqués, y los arrullos de los novios próximos a una completa dicha añadían el regocijo moral a las rientes fiestas de la Naturaleza.

¡Cómo las miradas de los novios, de aquellos dos seres felices se juntaban y confundían en el éxtasis de una mutua contemplación, la cual podría prolongarse por toda una eternidad, sin que viniera de ninguna suerte a herirla el mal mezclado naturalmente a toda dicha: la insensibilidad, la indiferencia, el hastío! ¡Cuántas palabras que gorjeaban como las aves en primavera, que lucían como el alba en los horizontes de la noche, que llevaban en su seno nuevos mundos como la esperanza, que tenían la ceguera misteriosa de la inspiración y de la fe! ¡Qué mezcla de niñerías y de grandezas! Sobre un descuido de lenguaje, sobre una distracción pasajera, sobre una mirada errante, alzábase el relampagueo de los celos, que bien pronto se desvanecía en la celeste serenidad de una mutua confianza. Todo lo que fuera de ellos sucedía relacionábanlo consigo mismo, como si el Universo entero no fuese más que una expresión de sus amorosos pensamientos. Si habéis visto un arbusto cargado de las primeras flores, llenas de aroma y de miel; empapado en el matinal rocío, por cuyas gotas tiemblan los matices de la luz; circuido de mariposas y de abejas; habéis visto aquellas dos almas en este momento supremo en que se abrían a todas las esperanzas posibles e ignoraban su irremediable desgracia. Así es que, con la monotonía natural a conversaciones de este género, hablaron de lo existente y lo posible, de lo creado y lo increado. La pareja de alondras que se elevaba al cielo; las golondrinas que se despedían de los tejados, apercibiéndose a un largo viaje; el corazón, cuyos latidos se veían al través del ajustado corpiño de Elena; la mirada sumergida en el amoroso arrobamiento; todo cuanto pasaba dentro y fuera de ellos dos, todo les servía para disertar sobre su amor, con esas disertaciones interminables, que no encierran, sin embargo, tantas y tan profundas ideas como un sólo suspiro.

La vida es una corriente de ilusiones. Cuanto más cerca estaban del abismo abierto a sus plantas, más risueños veían los celajes de lo porvenir. Conforme se iban acercando al funesto desenlace, descubrían con mayor claridad su ventura eterna, el nido de sus amores, la soledad de los dos en medio del mundo, los ángeles que debían surgir de sus besos, la felicidad que debían dejar a su paso, la vida entera juntos, el sueño de la muerte en el mismo sepulcro, el despertar a otro mundo mejor en las eternas cimas de la misma gloria. Así todo lo arreglaban al patrón de sus amores, desde el vestido que debían ceñirse hasta la oración que debían consagrar al Eterno; desde la hora de comer el pan de cada día hasta la eternidad, que se oculta allende la muerte. Nunca el cielo había aparecido a los ojos de Ricardo y Elena tan hermoso; nunca la luz tan vívida; nunca los rumores de la creación habían acariciado su oído con una tan suave melodía: respiraban sus pulmones el aire de la vida, como si la vida hubiera de eternizarse; discurría la sangre por sus venas a manera de una savia primaveral, como si la juventud hubiera de sostenerse perpetuamente; las esperanzas se cuajaban en realidades bellísimas; las ilusiones venían como un natural florecimiento del alma; el mundo se eterizaba y trasparentaba, como si hubiera perdido el mal; el cielo descendía hasta el mismo alcance de sus manos; y parecíales cosa fácil en esta dicha suya, derivada de la universal felicidad, arrancar todas las espinas, secar todas las lágrimas, redimir todas las penas, convirtiendo el infeliz género humano, sujeto al límite, y por lo mismo al dolor, en dechado acabadísimo de todas las perfecciones, por obra y virtud de la felicidad inmensa que ambos sentían derramarse sobre su seno. Si un genio que no tuviera la impenetrabilidad de los cuerpos, a cuyos oídos y a cuyos ojos nada importara la distancia, hubiese oído en aquella hora suprema los dos diálogos, el de Elena y Ricardo, el de Antonio y Carolina, se hubiera aterrado indudablemente de ver cuán cerca está el mal del bien; cuán próximas las florestas del paraíso de las llamas del infierno; como la luz que viene del cielo se desvanece tras las tristes sombras elevadas por nuestra impura tierra.

En efecto, el esclavo y su señora, el amante y su amada, el padre y la madre de Elena, después de haberse reconocido súbitamente y gritado con aquel clamor a que ningún grito humano podría compararse, quedaron como petrificados, como aquellos cuerpos a los cuales hiere un rayo, como aquellas almas que sobrecogidas por un caso inesperado, ni siquiera sienten, ni piensan, más muertas que si hubieran visto frente a frente la muerte. Antonio retrocedió aterrado, como si quisiera huir de la mujer a quien tanto había buscado, y huir al par de sí mismo. Carolina se cubrió el rostro con las manos y bajó la cabeza sobre el pecho, la cabeza, que le temblaba cual si hubiera roto la sangre por las celdillas de su cerebro, y herídola con una fulminante apoplejía. Antonio se detuvo ante la puerta, avisado más que por la razón, por uno de esos instintivos arranques, cuyo imperio parece incontrastable y que tienen algo de fatal y de orgánico. Que pasara, si apenas llegado el momento de ver la madre de aquel qué debía casarse con su hija, sale despavorido, demudado, temblando, como si una aparición lo acabara de sobrecoger, y levanta todo género de sospechas en el ánimo de los suyos. Un movimiento ciego, superior a su voluntad, que le impulsaba a huir, detúvole con incontrastable empuje frente aquella mujer, a quien viera de joven a través de todas las ilusiones del amor, y a quien veía en aquella hora suprema a través de todas las nubes del remordimiento. Carolina, por su parte, sintió tan vivamente el rudo golpe, que apenas veía ni respiraba, como tomada de una horrible catalepsia, esa enfermedad tan semejante a la muerte.

Por fin el movimiento natural de las emociones, que se parece en el alma al movimiento natural de las moléculas en el cuerpo, sacáronlos de aquel estupor, y moviéronles a decir alguna palabra. Antonio, como sucede siempre a los mas fuertes, fue el primero en apoderarse de su voluntad, y vencerse hasta el punto de dar algunos pasos y acercarse a donde estaba Carolina petrificada e inmóvil. Al movimiento de aquellos solemnes pasos, a la aproximación de aquel hombre, la infeliz mujer sacudía su inercia, y vacilaba en su asiento, como la sonámbula a quien el magnetizador despierta y llama. Pero el despertar fue horrible. Echó atrás la cabeza, como si quisiera desasirla del cuerpo; levantó a lo alto los brazos, como si buscara en tanto naufragio algún sobrenatural auxilio; irguióse, creciendo de una manera desmedida, como la serpiente que se ve pisoteada; y lanzó un sollozo tan fuerte, acompañado de un hipo tan horrible, que Antonio se precipitó sobre las puertas para cerrarlas herméticamente a fin de que no trasmitieran aquel indiscreto eco de indecibles dolores, cuya expresión debía ocultarse como un verdadero crimen.

La infeliz no podía contenerse, porque cielo y tierra desaparecían al impulso de su dolor. Una parte considerable de sus cabellos blanqueó por súbita manera. Epiléptico temblor la sacudió de pies a cabeza, moviendo su cuerpo como el huracán mueve al arbusto. Los latidos de su corazón, impresionado por los movimientos del cerebro, podían oírse como la oscilación de un péndulo en el silencio de la noche. Subían del corazón al cerebro vapores de muerte y bajaban del cerebro al corazón rápidos rayos. Mientras su cabellera blanqueaba a la helada de la desesperación, se encendían sus mejillas al rubor y a la vergüenza de los remordimientos. La sangre le golpeaba fuertemente en las arterias, como si estallara en su cuerpo y quisiese abrirse paso y derramarse por el suelo a fin de no alimentar el dolor, no alimentando la vida. Los dientes rechinaban con aquel rechinamiento cuyo estridor se sobrepone a todos los ruidos en el infierno. Y al mismo tiempo la bañaba un sudor frío, compañero de su mortal agonía.

Antonio estaba tan fuera de sí como Carolina misma; pero su naturaleza varonil se revelaba en el mayor imperio sobre la expresión de sus emociones. Temblábale visiblemente la nariz; contraíansele las cejas, faltábale la respiración; pero se movía en todas direcciones para apagar los ecos del sollozar de Carolina, y se mantenía erguido, cuando todos sus nervios trepidaban al empuje eléctrico de todos sus sentimientos. Sólo podía haberse adivinado su dolor en la caída casi involuntaria de los labios y en las furtivas lágrimas que se desprendían de sus ojos, y que se escapaban por una fuerza superior al soberano imperio de su incontrastable voluntad. Así es que Antonio pudo hablar antes de que hablara Carolina y decir la palabra que verdaderamente flotaba sobre aquella terrible escena, palabra más elocuente que todos los discursos.

-¡Ay de nuestros hijos!

Al sacudimiento de aquella palabra se obró una reacción en el alma de Carolina, que, sintiéndose comprendida, empezó ya a hablar, aunque con el desorden propio de su estado, y como si poco a poco fuese tocando el abismo insondable donde había caído.

-¡Qué desgracia!

-Animáos, fortalecéos, señora.

-¡Ánimo! ¡Fortaleza! me dices. Ánimo para morir es lo que necesito.

-Señora...

-No me llames así, porque creo oír acentos de ironía en tu palabra. No llames señora a la infame que ha sido tu manceba.

-Un momento de vértigo, rescatado con una vida entera de penitencia, os lanzó a mis brazos.

-Momento que ha decidido de la eternidad. En aquel minuto de olvido de mí misma, ¡ay! maté a mi esposo, deshonré a mi hijo y engendré esa hija infeliz, a quien debí haber dado muerte en mis entrañas, para que no tuviera la desgracia de conocer esta madre. ¡Oh! ¿Por qué no morirnos los dos en el día mismo en que latiste, hija mía, en este desgarrado seno? ¿Por qué no renunciamos a la luz que debía abrasarnos como fuego, y a la vida que debía retorcernos en tantos tormentos?

-Deliráis, Carolina.

-¿Deliro? No, no.

-Volved en vos, volved, señora.

-Delirio mayor que todos estos hechos no puede darse, no puede comprenderse.

-En verdad, murmuró Antonio.

-Cuando el castigo caía solamente sobre mí, yo lo aceptaba resignada. Mía era la falta; mía también la pena.

-Comprendo. Ahora los castigados son...

-Antonio, los inocentes.

-Es verdad. Cielo implacable, ¿qué culpa tienen ellos de nuestra culpa?

-Calla. No blasfemes. No culpes al cielo, que tantas advertencias nos dirige, que tantos avisos nos da, y que lo hace todo en nuestro favor, menos suprimir ese albedrío, por el cual son nuestras las culpas, como nuestras las virtudes.

-¡Haberse los dos seres visto cuando yo los creía separados por toda la eternidad, y haber sentido el uno por el otro semejante pasión, pura ayer como la inocencia, y que desde este momento sería un crimen!

-Antonio, Antonio. No te contentaste con deshacer un matrimonio que Dios había hecho. No te contentaste con perder a una desgraciada que había permanecido pura durante toda su existencia. No te contentaste con imprimir en tu hija la marca que revelaba a todos los ojos su origen y mi deshonra. Viniste como un ladrón en noche nefasta, a robarme una criatura que necesitaba del pecho y del amor de su madre. La separaste de mi regazo, donde la había puesto en su divina previsión la Providencia. Y los que a mi lado hubieran crecido, como hermanos que eran, queriéndose con el casto afecto que inspiran la naturaleza y el trato, y que santifica el hogar, se aman ahora como amantes, con toda la exaltación de tal pasión, con todo el ardor de los sentidos.

-Y no podéis imaginaros como Elena ama a Ricardo. Cuando está presente, según todos me han contado, su amor es un arrobamiento, un éxtasis. Cuando está ausente, no aparta los ojos de su retrato, no deja de leer ni un minuto la carta que diariamente le dirige. ¿Cómo decirle que no pueden unirse? ¿Cómo decirle que ella debe amar a otro hombre, y que él debe amar a otra mujer? ¿Cómo arrancarles a sus ilusiones sin que la vida de ambos se quede entre nuestras manos? ¿Cómo consentir que continúen ni un momento amores cuya existencia ofende a las leyes divinas y humanas? ¡Oh! Yo pierdo la razón. La conciencia se me escapa del cerebro, y me asalta una verdadera locura. Y al separarles, no habrá más remedio que decirles claramente la causa de su separación. Y al decirles la causa de su separación, no habrá más remedio que revelarles la infame culpa de sus padres. Y los que debían bendecirnos ¡ay! nos maldecirán. Y los que debían amarnos ¡ay! nos odiarán. Y nuestra falta será la desgracia de esos hijos inocentes que arrastrarían una vida venenosa y mortal, porque en vez de haber tenido la luz de la virtud sobre su cuna, tuvieron la sombra del pecado.

-Antonio, Antonio, ¿te acuerdas cuántas veces en la porfía y combate de la pasión te dije lo que había de sucederme? ¿Te acuerdas cómo resistió mi voluntad a los asaltos de la pasión y mi sentimiento a los halagos de tu fantasía? ¿Te acuerdas cómo te dije que un momento de ceguera tendría una eternidad de dolores? Te acuerdas cómo pedí, cómo rogué, cómo insté a tu corazón, para que de esta infeliz te compadecieras? Ahora estamos en e1 fondo de aquella inmensa desventura, que la palabra de Dios mismo me anunciaba, y me advertía con la voz inestinguible de la conciencia. Dos seres inocentes, que debían haber crecido bajo el ala de mi corazón, se ven separados por el oleaje de estas pasiones. ¡Hermanos, engendrados en las mismas entrañas, no se han visto jamás, ni el uno sabe la existencia del otro! Sienten una pasión desdichada, que no puede satisfacerse a los ojos de Dios, ni legitimarse a los ojos de la sociedad. Y no hay medio alguno, que no se tome por un capricho nuestro, capaz de atajarlos en el amor que sienten, honrado y digno amor, cuya criminal naturaleza desconocen.

-¡Oh! Cuanto más se reflexiona sobre este horrible caso, más criminal me considero a mis propios ojos, y más claro veo cómo la falta recae sobre los seres que tienen la más completa inocencia.

-Y yo conozco a Ricardo.

-Y yo a Elena.

-Y Ricardo que amó tarde, muy tarde, dado el país de su nacimiento, la raza de su madre, ama con una intensidad, en la cual se contiene y se resume toda su existencia.

-Y Elena, que ama por la vez primera, cree este amor la única pasión posible de su vida.

-No lo dudo, me obedecerá.

-Y Elena a mí.

-Pero al obedecerme, reconcentrará todo su amor dentro de sí mismo.

-E igualmente su desdichada hermana.

-Y este amor reconcentrado y no satisfecho lo matará.

-También matará a Elena una contradicción que no podrá comprender.

-Y habremos sido nosotros mismos los verdugos de nuestros hijos.

-Y en vez del ser les habremos dado el no ser. Y en vez de conservarlos para la sociedad y para la naturaleza, los habremos precipitado con nuestras propias manos en el sepulcro.

-Pasión horrible la tuya, que ha envenenado nuestra existencia y que ha herido a nuestros hijos.

-Horrible posición la vuestra, señora, que enlazándoos con un hombre, por quien sólo teníais una afectuosa amistad, os condenó a convertir la más creadora y más santa de todas las pasiones, a cuyo influjo no podía eximirse alma tan grande como la vuestra, en verdadero crimen.

-Pero el sentimiento del deber, la afectuosa amistad a mi marido, la separación del mundo, la ignorancia de más vivos afectos, habíanme dado como una segunda naturaleza, que compenetraba todo mi ser, y que se confundía con toda mi existencia. De haberme dejado en aquella soledad no cayera yo tristemente, y pasara mi vida como esos cielos serenos, en los cuales jamás las tempestades se condensan. -¿Por qué viniste con tu extraña presencia y con tu tormentoso amor a turbar tanta dicha, a perderme para siempre, a deshonrar a mis hijos, a matar a mi esposo, a ser el infierno de mi vida?

-Mirad, Carolina, como no sabemos por qué misterio se juntan los átomos, no sabemos por qué afinidad secreta se encuentran las almas. Yo, nacido bajo las palmas reales de Cuba, llegué a las orillas del Mississipi, triste suerte, por haber salido una carta en vez de salir otra. Si los puntos fueran distintos, si en lugar de oros, saltaran copas; si viniera un rey cuando vino, por ejemplo, un caballo; me quedo yo en la hacienda de mis amos, mejor dicho, de mis amigos, y no voy a turbar la paz de vuestra casa. Pero educado en sentimientos y en ideas muy superiores a mi cuna y a mi suerte, miré al sol de hito en hito, como esas aves capaces de llegar a las altísimas regiones, donde sólo ellas pueden respirar y sostenerse. El amor se apoderó de mí, amor exaltadísimo, por lo mismo que se veía malherido por el desprecio. Y este amor, que prendió en mi alma, se comunicó a la vuestra por misterios iguales a la comunicación de la luz y del calor, desde estrella a estrella, en la inmensidad del espacio. La soledad del campo, la separación de vuestro esposo, la insistencia de mi exaltado afecto, las inclinaciones incontrastables que os arrastraban hacia mí, los miles de accidentes sobrevenidos para acercarnos, mis pocos años, y mis muchos ímpetus, todo nos precipitó al uno en brazos del otro, confundiéndonos en aquel amor, que inspirado por las inspiraciones de la naturaleza, se había convertido en verdadero crimen por las leyes arbitrarias de la sociedad.

-No arbitrarias, justísimas. Yo era de mi esposo, y tú me robaste a sus brazos, y me perdiste. Si todos los deseos inspirados por la naturaleza debieran satisfacerse, diríamos que el robo era una necesidad impuesta por las legitimas fuerzas del Universo, contrariada solamente por las leyes arbitrarias de la sociedad. No: pasión criminal la vuestra, que no debió ni pensar en mí, separada de vuestros brazos por leyes morales y leyes religiosas, tan fuertes y tan respetables como las leyes mismas de la naturaleza.

-Criminal, como queráis, Carolina; criminal, pero verdadera. Mi impetuosa naturaleza africana; la sangre hirviente que corre por estas venas, más enrojecida al sol de los trópicos; este corazón, donde batallan tantas pasiones arremolinadas como verdaderos huracanes, ni antes ni después de haberos visto sintió ninguna pasión. Os amé con amor tan exclusivo, que para mí no ha existido otra mujer en la tierra. Yo he andado por todo el mundo, yo he visto las grandes ciudades de Europa, y ni una sola vez he pensado en que ninguna otra mujer ocupara en mi corazón y en mi memoria el lugar ocupado por la mujer a quien amo con toda mi alma. Su recuerdo eterno, inmóvil, fijo siempre en los horizontes de la conciencia, ha guiado toda mi vida, sin que padeciese eclipse ni tocara en el ocaso. Mucho he sufrido tendiendo los brazos, y encontrando solamente a mi lado la vana sombra de un amor ausente; pero clavaba mi dolor hasta las entrañas, sin compasión y sin misericordia, como buscando el placer de sentir por ella, aunque sintiera angustias de muerte. Decidme luego que fue un capricho fugaz, una voluntariedad pasajera, algo como la inconstancia de los vientos, esta pasión que, nacida un día sin esperanza, que atormentada por tantos abismos como de su necesaria satisfacción me separaban, que satisfecha de modo propio a exacerbar su sed, se ha mantenido veinte años tan viva como el primer día, resistiendo al tiempo que apaga hasta los soles, y quedando tan unida conmigo mismo, que por fuerza ha de ser como el rescoldo de mi vida, y ha de quedar con su calor inextinguible hasta en el frío de mis huesos tras la muerte.

-¡Me amabas tanto, y me arrebataste a mi hija!

-Éste fue el único acto egoista de mi vida. Pero os lo confieso, me era imposible vivir sin ella. Vacilé entre robar la angelical criatura que me pertenecía o suicidarme. Y decidí robarla; sus ojos mantuvieron por atracción misteriosa este esqueleto en el mundo. Pero os engañaría, engañaría a Dios, que nos escucha, si os ocultase que todo cuanto más en ella amaba mi corazón era vuestro recuerdo, el reflejo de esa alma en su frente, la reverberación de la luz de vuestros ojos en sus ojos, la imagen viva de vuestro amor, consuelo único dable a mi tristeza y a mi desdicha. La robé, porque robaba en ella un pedazo de vuestro ser y una parte de vuestra alma. Sólo así hubiera podido llegar a este momento supremo de la vida.

-¿Para qué? Antonio, ¿para qué? Para encontrarte ahora con una pena más acerba que todas las antiguas penas juntas. Imposible sustraerse a los castigos de la justicia de Dios. Aunque desciendas al centro de la tierra, te persigue su certera mirada, que no descubres en ninguna parte, y que en todas se halla fija. Aunque atravieses lo infinito, y te destierres en el más apartado astro, allí te encontrarás con su presencia. Aunque caves la sepultura más honda y dejes en su tenebroso seno los fríos huesos, mientras una centella de tu conciencia esté en ellos, aunque sea tan tenue como las últimas partículas del fósforo, allí estará el remordimiento. Nos habíamos separado después del delito que trajo sobre todos un diluvio de lágrimas. Nada sabíamos ni yo de ti, ni tú de nosotros. Mi hija no se apartaba un momento de mi memoria, mas ya me había resignado tristemente a no volverla a ver jamás. Todo parecía concluido entre nosotros. Nuestro sacrificio estaba consumado; nuestro castigo cumplido. Sólo teníamos que aguardar la muerte. Y de pronto, en este planeta tan grande, cuando parecíamos separados por los mares y por los continentes, se encuentran nuestros hijos, y caen para su castigo y e1 nuestro, como si el crimen sólo pudiera engendrar crímenes, en pasión nefasta, que no vamos a poder conjurar sino a costa de su felicidad o de su existencia.

-¿Por qué criarnos tan desgraciados? El amor que en todos los seres revela el regocijo universal es en nosotros la pena más acerba. La paternidad que en todos aparece como un sacerdocio, en nosotros aparece como un ministerio digno del verdugo. La sombra letal que esparcimos se extiende hasta los inocentes corazones de nuestros hijos y los seca. ¿Por qué, por qué somos tan desgraciados? La vida no ha sido para nosotros más que un tormento continuo. El mundo no ha sido más que el potro donde se ha consumado ese tormento sin término y sin tregua. Por todas partes nos han circuido las amarguras, y el cielo para todos tan piadoso no ha hecho más que sumergirnos cada vez con mayor crueldad en nuestro náufrago.

-¡Oh! Antonio! Te quejas, y no adviertes cuán triste es mi situación; más grave y más mortal todavía que la tuya. Desde que te he visto, sólo deseo una cosa en este mundo, ver a mi hija, cubrir de besos su rostro, ahogarla entre mis brazos, consumirla en el amor de madre que calcina mis huesos. Una breve distancia la separa de mí. Algunas puertas y algunos pasos bastarían para juntarnos. Mis entrañas saltan como si aún la llevaran en su seno. Al acercarme a cualquiera de estos objetos que ella ha tocado, siento un escalofrío indecible correr por mis huesos agitadísimos. Mis ojos se abren involuntariamente a ver si descubren su imagen, y esa imagen se parece a la que llevo grabada en mi corazón. Una fuerza me arrastra hacia ella, y sin embargo, me contengo, inerte como la piedra fría, por temor de revelarle el secreto de su nacimiento en la exaltación de mis dolores, revelándole también la verdad desnuda sobre su triste desgracia. Yo quisiera verla aunque me muriese en seguida. Pero no quisiera verla para matarla. Y sin embargo, hija de mi amor, hija de mis entrañas, tu madre que debiera haber libado todas las flores de la vida para ofrecerte su miel, sólo puede darte un veneno que te aniquile. ¡Oh! No la maldigas. No la maldigas. Si un mar de lágrimas pudiera lavar la más mínima de nuestras culpas, ya estaría mi alma limpia como en el día primero de su aparición llena de inocencia, sobre esta vida llena de crímenes. Si el dolor pudiera rehabilitarnos, ya estaría yo con mis continuas maceraciones rehabilitada, y sería digna de habitar entre los bienaventurados del cielo. Pero no habiendo podido rescatarme a mis propios ojos, mal podría rescatarme a los ojos de Dios. Su justicia no está satisfecha aún, puesto que nos condena a esta nueva prueba. ¡Cómo contemplaría yo tus ojos! ¡Con qué placer te estrecharía contra este seno que te ha engendrado! Déjamela ver, Antonio; déjamela ver un momento, aunque me muera de placer y de pena al mismo tiempo, aunque la ahogue entre mis brazos y la asfixie quitándola con mis besos el aire que respira. Descúbreme, por piedad, a mi hija.

-¿Habéis pensado, Carolina, la angustiosa situación en que nos encontramos? ¿Habéis recapacitado los medios que nos quedan para conjurarla? Antepongamos a todas las satisfacciones la salvación de nuestros hijos, que hemos perdido involuntariamente, pero que hemos perdido sin remedio.

-Antonio, ¿ni siquiera la satisfacción de verla y de abrazarla?

-Pero, Carolina, ¿os creéis capaz de dominaros?

-Yo no sé.

-¿Os creéis capaz de mostrar hacia ella la comedida distinción con que debe una suegra tratar a su futura nuera?

-Lo dudo mucho.

-Pues entonces, ¿qué deseáis?

-Verla.

-¿Y revelarla su origen?

-¡Oh! No.

-¿Y pregonar la deshonra de su madre?

-No, no.

-¿Y perderla ante una sociedad como ésta?

-Dios me libre.

-¿Y entregarla a las murmuraciones de todos?

-¡Antonio!

-¿Y hacerla tan desgraciada como su madre?

-¡Por piedad!

-¿Y dificultar, imposibilitar que, curada esta pasión imposible por Ricardo, tenga mañana un marido que la adore con hijos que la bendigan?

-Yo pongo sobre todas las cosas la felicidad de mi hija.

-Pero no sobre la satisfacción de hacerla comprender que sois su madre, aunque tal revelación súbita pudiera en estos momentos, sin las debidas precauciones, herir en mitad del corazón a vuestro hijo, matar de un soplo a vuestra hija, deshonraros a vos misma, perdernos a todos.

-¡Si te asomaras a mi corazón y vieras su sentimiento...!

-Decíaisme hace poco, y no sin fundamento, que el haber anegado la razón y la conciencia en la ciega sensibilidad, nos ha perdido. Mil veces me habéis hablado de que un momento ha decidido en nosotros de la eternidad.

-Verdaderamente.

-Pues ahora hay que refrenarse. Hay que someter ese corazón ciego a la límpida conciencia. Hay que salvar a nuestros hijos. Miradlos en la flor de la juventud, en el cenit de la felicidad, en el colmo de la fortuna, hermosos y robustos, adorados por cuantos los conocen, dotados con las prendas más preciadas de corazón y de inteligencia, sumergidos en el tormentoso oleaje, y ahogándose materialmente. No sois su madre, si os lanzáis para hundirlos más en el abismo, antes de buscar todos los medios de salvarlos. Se necesita la calma, el cálculo, la posesión de nosotros mismos, para arbitrar el medio más seguro de separarlos, sin que esta separación les cueste la vida. No hay otro remedio sino decir que de esta entrevista ha salido roto el casamiento. No hay más remedio que arrancarlos toda esperanza. No hay más remedio que hacerles comprender inmediatamente la imposibilidad de su matrimonio. No hay más remedio que separarlos, partiéndonos de aquí nosotros mañana mismo, sin que nadie sepa nuestro paradero. Si imprevistas circunstancias; si la aparición de los incidentes de este malhadado amor; si mil casos incalculables sobrevinieran al fin, a quien podríais vos misma, señora, revelar el secreto de vuestra negativa sería a Ricardo, más propio para comprenderlo y excusarlo que nuestra pobre hija. De suerte, que apercibámonos a salvarlos. No pensemos en otra cosa. Ya que los hemos perdido, sean nuestros corazones su puerto, y procedamos de manera que no aumentemos sus desdichas y nuestros remordimientos.

-Es verdad. Razonas ahora fríamente. Ves los hechos bajo todos sus aspectos, como un astrónomo que examina los astros. Ves tu corazón como un filósofo que estudia los humános sentimientos. Puedes muy bien contenerte con la reflexión, y dirigirte por virtud del impulso de tu propia conciencia. Pero si la pasión te inspira, si el arrebato de cualquiera de tus afectos te mueve, sueles cegarte también, y no reposas hasta haber satisfecho tu imperioso deseo que te arrastra como un torrente. Quisiste tener contigo a tu hija y no pensaste en el resultado, que pudiera traer la satisfacción de ese deseo. Me la arrebataste a mí, a su madre, condenándome al extremo de no poder verla y de tener necesidad de recordarla, como quien recuerda un crimen, con remordimiento. ¿No pensaste. en el castigo que podía caer sobre esta falta? ¿No pensaste que hermanos, nacidos en mi seno, criados en mi regazo, amándose con la casta fraternidad que inspiran la sangre, el hogar, el trato, podrían, separados por la distancia, ignorado cada cual del otro, encontrarse en el mundo y quererse como verdaderos amantes? Te lanzaste sobre la cuna de mi hija como el tigre sobre la presa. Me la arrebataste, como la hubiera arrebatado cualquier máquina, sin curarte de mí, sin atender a mis súplicas y mis lloros, cruel, implacable. Y ahora, cuando tocas las consecuencias de aquel hecho, en nuestro mutuo dolor y en la común desgracia de nuestros hijos, recoges las fuerzas de tu entendimiento y examinas los recuerdos con la fría serenidad de un médico. Pero yo, Antonio, no puedo razonar así. Contrariada largos años, mi corazón estalla de impaciencia. Necesito ver a mi hija, a la que he llevado nueve meses en mis entrañas, a la que he nutrido con mi vida, a la que es corazón de mi corazón, alma de mi alma. No me conozco, cuando al verte, no he salido desalada por esos salones y no me he lanzado en sus brazos para morir de alegría al volverla a ver. Me contengo, me domino, contrarío con una voluntad poderosísima mis instintos que me llevan a buscarla y saciar la sed infinita que tienen mis labios de sus besos, y todavía me aconsejas una imposible prudencia. Tú eres padre y la amas mucho. Pero ¿puedes, por ventura, saber, ni presentir, ni adivinar, ni imaginar siquiera cómo en este mundo ama el corazón de una madre?

-Carolina, vuelvo a recordaros que nos ha perdido sobreponer las sombras de nuestras pasiones al esplendor clarísimo de la conciencia. Vuelvo a recordaros que hemos oído el sentimiento y desoído la razón. El extremo dolor o el extremo placer nos han dado raptos de locura, pasajeros sí, pero de locura al cabo. Diríase que teníamos dos almas, una mezclada al vil barro de la materia, una residente en el corazón o en el hígado, diluida en la hiel o en la sangre, y otra serena, tranquila, resplandeciendo en la frente, agarrada al cerebro, diluida en las ideas y en los pensamientos, pero ambas en guerra como dos especies enemigas que intentaran perderse mutuamente y aniquilarse. Hemos sido los esclavos sumisos de un deseo soberano e imperante. Bien es verdad que este deseo resultaba el más vivo de los deseos humanos, el amor, al cual se mezcla la admiración por la persona amada, el anhelo de estar perpetuamente a su lado, la envidia a los objetos que la cercan, los celos de los seres que pudieran amarla o recibir su amor, el miedo de perderla, la tristeza por sus ausencias, la esperanza de unirse a ella, la alegría de volver a verla otra vez, la desesperación por que tarda, y hasta las múltiples aspiraciones al eterno descanso, si estamos seguros de dormir a su lado por toda una eternidad el sueño de la muerte. Pero es indudable que podemos y debemos dominar todas las pasiones; primero porque la conciencia nos ilumina para distinguir las dañosas de las buenas, y después, porque la voluntad consigue dominarlas todas. ¿Qué alcanzaríamos ahora con revelar a los demás nuestra culpa? La desgracia de nuestros hijos, vuestro deshonor, el arrebato mío llevándome hasta arrancaros de las manos una hija a quien solamente os podíais preservar de mil desgracias; toda esta serie de males que jamás nos podrá inspirar el arrepentimiento necesario que exigen. Volved en vos, señora. Mayor será vuestra pasión de madre, si logra dominarse hasta el punto de salvar a su hija, que si al primer impulso de un movimiento irreflexivo cede y cae. Pensad, señora, en que no tenéis derecho a recrudecer y agravar la desgracia de vuestros hijos. Pensad en la triste suerte que podéis reservarles. Pensad, señora, pensad cómo la ceguera conduce al abismo...

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Cuando más exaltadamente hablaba de todas estas cosas Antonio, suenan pasos levísimos, el crujir de un traje de mujer, el llamar a la puerta con los nudos de mano delicada y el eco de una voz angelical, que a través de las cortinas, se queja de tanta tardanza en acabar la conversación, y pregunta si algo extraordinario ha sucedido. Antonio comprende que aquella imprudencia temeraria de su hija puede traer algún estallido de la pasión de Carolina, y se interpone, a fin de cortarle a ésta el paso, y de impedir una súbita entrevista. Pero Carolina, que ha adivinado de quién era aquella voz, que ha sentido un vuelco indescriptible en el corazón, que ha experimentado una especie de vértigo, perdiendo hasta la luz misma de sus ojos; salta como si volara, arroja a un lado el obstáculo opuesto por las fuerzas de Antonio; levanta la cortina con verdadero arrebato, abre la puerta, y coge entre sus brazos a Elena, y la estrecha y la llena de besos, y la mira y la remira mil veces, y le dice todas las palabras incoherentes, pero expresivas, que puede inspirar una pasión de madre largo tiempo contenida o contrariada, y en aquel momento, por un milagro del cielo, satisfecha. Era necesario, para sentir y comprender la inmensa felicidad traída al corazón de Carolina por el súbito olvido de todo cuanto no fuera su hija, haberla visto momentos antes y verla en aquel momento supremo. Su paso tardo tomó una ligereza indecible, cómo si acabara de sacudir toda la gravedad de las antiguas penas; su esférica cabeza se irguió de la misma suerte que esas flores marchitas, cuya corola reaniman algunos besos del aire o algunas gotas de la lluvia; estallaron en su pecho gritos tales que llenaban aquel recinto con ecos parecidos al gorjeo de las avecillas cuando vuelven a sus nidos, y los encuentran llenos de los polluelos que acaban de romper los cendales de la cáscara donde estaban recluidos, y aletean regocijados al primer sentimiento y a la primera aparición de la vida; su rostro sombrío tomó una expresión de felicidad bienaventurada, como solamente podría pintar un artista místico; largos hilos de lágrimas cayeron por sus mejillas, pero desprendidos de unos ojos que brillaban con alegría celeste y en arrobamiento, para cuya expresión ni se encuentran ni se encontrarán palabras en el lenguaje, como que, saliéndose de lo humano, parecen llegar a esas esferas calificadas en todos tiempos y por todos los pueblos de verdaderamente sobrenaturales, sobrehumanas y cuasi divinas. Elena, al pronto, se extrañó muchísimo de aquella explosión inesperada. Así, abrió los ojos, arqueó las cejas, contuvo la respiración, como todo aquel que se sorprende o que se extraña. Pero apenas sentido este primer impulso, sintió otros no menos fuertes de corresponder a tantas caricias, nacidos del inmenso cariño que aquella mujer le inspiraba de repente por un misterio, al cual no daba otra explicación sino el amor mismo sentido hacia Ricardo. Hija mía, hija de mi corazón; decía Carolina. ¡Qué hermosa! Déjame que te dé un millón de besos. Déjame que te ahogue entre mis brazos. Déjame que te mire una y mil veces. Corazón mío, alma mía, ídolo mío, espejo de mis ojos, amor de mis entrañas, hija, hija mía. Tú debías adivinar este cariño; debías esperarlo. No me cansara, aunque te tuviera así toda una eternidad. ¡Qué crecida! ¡Hermoso talle, airosísimo porte! Tu mirada deslumbra. ¡Oh! Cómo te pareces a los tuyos! Bebo tu aliento. Me acojo a la sombra de tus pestañas. Quiero vivir a tu lado. Ya nadie podrá separarme de ti en el mundo. Ya estarás siempre conmigo. Habitaremos bajo el mismo techo. Rezaremos todos los días, para dar gracias a Dios por haberte criado tan hermosa. Mis manos, ya trémulas, se apoyarán sobre tus hombros. Mis ojos, gastados de llorar, se dejarán guiar por tu mirada. Mi oración, que no llegaba al cielo, llegará si le pones las alas necesarias con tus religiosas oraciones. Ídolo de mi corazón, alma de mi alma, estrella mía, lucero de los luceros. Pónme la mano ésta sobre el corazón, y sentirás que hace veinte años no ha latido como late ahora. Y es porque estoy contigo. Que vengan a arrebatarme ahora a mi hija...

Antonio, comprendiendo que la alegría de haber encontrado aquel pedazo de su corazón y de sus entrañas trastornaba a Carolina hasta el extremo de ponerla en completo olvido de toda la temeridad que encerraban sus palabras, y de todas las revelaciones que podrían desprenderse de su exaltada efusión, se interpuso entre madre e hija para separarlas y cortar e interrumpir aquella peligrosísima escena. ¡Imposible decir cuánto sufrió el infeliz en estos breves momentos! Un sonrojo encendidísimo le subió al rostro y a la frente. Su primer impulso fue huir, ocultarse impulso que obedeciera a no ser por el temor a mayores males, ocasionados por su fuga. De todos modos, apartaba su vista de la vista de Elena, que parecía como interrogarle. Sus grandes ojos pestañeaban rapidísimamente, cual si obedecieran al relampagueo interior de sus ideas. Ya se ponía pálido como la muerte, ya rojo como la grana. Ora sentía un desvanecimiento parecido al vértigo; ora una nube de sangre que pasaba tempestuosa por sus retinas. La posesión de sí mismo, a que estaba tan acostumbrado, le faltó por completo, lo mismo que el dominio de la palabra, interrumpida a cada sílaba por un extraño balbuceo, que le daba aires de tartamudo. Los músculos de su faz se contraían. y se dilataban con rapidez, equivalente al pestañeo de sus párpados. Y cada una de las palabras pronunciadas por Carolina resaltaba en sus oídos como terrible acusación, y todas estas acusaciones le reconvenían con voces tan aterradoras que le llenaban de espanto. Mas en tal confusión, si perdió por algunos minutos el dominio de sí mismo, no lo perdió por completo. Cuando los dichos y frases que su loca alegría inspiraba a Carolina, podían llegar a la revelación suprema, separó con fuerza, diciendo solemnemente a Elena:

-Ve, hija mía, ve donde están tus padrinos y tu tío; ve, y diles a todos la cariñosa, la entusiasta, la indescriptible acogida que has merecido a tu futura suegra, la cual te saluda, te acaricia, te ama como madre a una verdadera hija.

Y cogiendo de la mano a Elena, y lanzando una mirada henchida de amargas reconvenciones a Carolina, salió fuera de la estancia con aire a la verdad bien sombrío. Carolina cayó de nuevo desde aquella expansión natural, tras largos años empleados en reprimirse inútilmente, cayó abatida y postrada en brazos de la realidad, tan fría como la muerte, y precipitándose en el sofá, bajo la reacción de los nuevos sentimientos suscitados por aquel brusco cambio, lloró con amarguísima amargura. En cambio Elena, seducida por las apariencias, engañada por las palabras de su padre y por los deseos de su propio corazón, incapaz de comprender cuánto querían decir las caricias exaltadísimas de Carolina, aunque algo extrañada de aquel súbito amor nacido en su madre política, y algo confusa con sus inexplicables palabras, recogió de todo aquello lo más apropiado a su deseo, y notificó a todos en general, pero muy especialmente a Ricardo, que el matrimonio era cosa arreglada y que su padre le había presentado ya a Carolina con el título de madre; noticia de todos celebrada, porque todos deseaban por igual aquella afortunada boda.




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Capítulo XVIII


Las contrariedades


-Pero, Elena, decía el marqués al día siguiente de la entrevista historiada en el capítulo anterior; ¿vas a perder el brillo de tus ojos con ese llanto perenne?

-¿Quiere V. que esté contenta? Creía decidida mi suerte; clavada la rueda de mi fortuna. El casamiento con Ricardo, deseo único de mi vida, parecía pendiente de una ceremoniosa entrevista. Mi padre consentía de antemano; la madre de Ricardo también. Al verse nada debían decidir, puesto que todo estaba previamente convenido y arreglado. Entran en el salon principal y quedamos apercibidos esperando el instante en que iban a llamarnos. Pasa una hora, otra hora, y mientras su entrevista no acaba, empieza nuestra impaciencia. Entonces convenimos todos en que llame yo la atención de mi padre sobre esta tardanza y, me entere del motivo que la causa. Voy, llego, me acerco, llamo; y apenas he llamado, cuando la madre de mi novio sale como desesperada, me coge fuertemente, me mira con verdaderos trasportes, me abraza con efusión, me besa con delirio, me llama mil veces su hija idolatrada, extremos explicados por mi padre con la única razón que podía verdaderamente explicarlos; con el placer sentido por la que iba a ser mi suegra al encontrar la joven destinada a hacer en el mundo la felicidad de su hijo. Vuelvo, encuentro aquí la familia reunida, cuento lo ocurrido y les anuncio cómo la madre de Ricardo me ha llamado hija y mi padre me ha dicho que estaba próximo el deseado enlace. Vuestro regocijo no tuvo límites, y solamente era comparable al que yo sentía. Aguardamos algunos instantes en la seguridad de recibir la primera bendición necesaria a nuestra felicidad; y nos encontramos con un recado mandándome ir al dormitorio de mi padre por haberse puesto malo y mandando a Ricardo ir al coche en busca de su madre por volverse a casa. En cuanto llegué a la estancia, vi que mi padre era presa de una horrible calentura. En cuanto llegó Ricardo al coche, se encontró con que su madre era presa de un profundo desmayo. Ésta es la hora en que no he podido dejar a mi padre sino algunos momentos en que, tras un delirio espantoso, duerme algunos instantes, aunque atormentado de pesadillas. Y ésta es la hora en que Ricardo aún no ha dejado a su madre, porque tras un desmayo le sobreviene otro desmayo. ¿Quiere V. cosa mas triste?

-No, triste no, extraña. Hasta cierto punto divertida por sus incidencias; de todos modos inexplicable en sus motivos. Esos dos padres parecen dos locos. Tienen hija e hijo pintiparados para un excelente matrimonio; el muchacho buen mozo, la muchacha hermosísima; ambos jóvenes, apasionados, ricos. Y en vez de agarrarse a esta coyuntura como a un puerto de salud y de refugio, lo retardan, lo impiden, lo imposibilitan tristemente con escrúpulos de monja, con escenas de melodramas, con ridiculeces incomprensibles. Chica: errar o quitar el banco. Yo, si fuera de vosotros dos, diría: o nos casáis, o tenéis que prepararlo, a él para misa cantano, a mí para un mongío. En mi tiempo, los padres, que no querían casar a sus hijos, les daban un beneficio, les ponían la beca del seminario más próximo, les obligaban a cantar misa. Aún recuerdo la bandera blanca en la torre de nuestra aldea cuando cantó misa un primo mío, y los recentales, y los tostones, y los bizcochos, y las empanadas que nos regalaron nuestros amigos y convecinos con tan fausto motivo para una comida digna del buen Camacho, y cuyos varios vinillos hicieron hablar al predicador en la sobremesa más de lo que por iluminación del Espíritu Santo había hablado en el púlpito. Las muchachas a quienes impedían casarse, las encerraban en los conventos, las metían a esposas de Cristo, privándolas de toda relación con el mundo. Me parece que estoy viendo a mi prima Prisca con su traje de color de yema, adornado de redes y madroños verdes; con su pañuelo de Manila, más florido que Mayo; con su mantilla de blonda, más blanca que la espuma; con más collares que un platero, más brazaletes que una maga, más plumas que un pájaro, más piedras que un relicario, más coloretes que un cuadro, despojándose de todas aquellas galas y reduciendo su persona a las cuatro paredes de un convento, donde podía asegurarse que la habían enterrado viva.

Cuando estaba el buen marqués de la Tafalera en esta parte de su peroración, aparece pálido, desceñido, preocupado como quien acaba de sufrir una gran desgracia, el bueno de Ricardo. Elena, al verlo llegar así, le creyó enfermo, quizás herido, y corrió como a socorrerlo y a curarlo. En efecto, apenas respiraba. Sus ojos tenían singular extravío. Temblaban sus manos como si estuvieran azogadas. Y los espasmos de un grande escalofrío corrían por todo su cuerpo. Sin embargo, al ver a Elena, pareció serenarse un poco, y fijó en ella una mirada de supremo amor.

-Ricardo, ¿qué ha sucedido?

-Elena, después de sus desmayos me ha llamado mi madre y me ha dicho con grandes angustias, entre sollozos y ataques de nervios, que precisa renunciar para siempre a nuestro enlace.

-¡Ricardo! exclamó Elena cubriéndose el rostro con las manos y sin poder proferir ninguna otra palabra porque los sollozos le cortaban la respiración y le anudaban la voz en la garganta.

-¿Qué dices? preguntó el marqués maravillado de tan extraña salida.

-Ya lo ha oído V., marqués. Lo que imaginábamos principio de nuestra dicha, ha pasado a principio de nuestra desdicha. Los padres, a quienes creíamos halagar con nuestro matrimonio, han debido tener una entrevista terrible cuyo secreto nadie puede penetrar, y uno y otro están malos, y uno y otro demuestran que la enfermedad proviene de la violencia de sus sentimientos y del choque eléctrico de sus ideas.

-Estoy para volverme loco, mi querido Ricardo. En los largos años que llevo de vida, no he visto ni creo tornar a ver cosa como ésta. Cuidado que un veterano de la corte de Cárlos IV debe estar acostumbrado a historias, comedias, tragedias y sainetes. Pues no recuerdo un paso semejante; y si me apuras, creo no haberlo jamás leído ni en la novela más inverosímil. Dos jóvenes como vosotros,galan incomparable, muchacha divina, se acercan por sus propias inspiraciones y por las leyes de la naturaleza y la voz del mundo entero a una felicidad completa, y les corta el paso la negativa de sus padres, que ni se conocen ni se han visto nunca, ni quieren revelar la causa de su disentimiento, pues supongo que nada habrá dicho mamá.

-Nada. Estaba de tal suerte, que nunca la vi tan demudada. Tendida en su lecho, parecía una estatua yacente. La color tomaba una blancura tal, como si no corriese por sus venas ni una gota de sangre. El cabello le caía en desorden sobre los hombros y las espaldas. Afiladas las manos y flacas, a guisa de las extremidades de un cadáver, se movían como si quisieran asir algún objeto. Sus ojos me miraban con una expresión de dolor que no he sorprendido nunca en su dolorida vista. Y sacando una voz cavernosa de su pecho destrozado, díjome, con aire de misterio: Hijo mío, no pienses en esa boda. Es imposible. Y volvió a caer en un nuevo síncope, sin darme ninguna explicación y sin añadir una sola palabra.

-¡Dios mío!, exclamó Elena levantando los brazos al cielo: ¡Dios mío, qué dolor! Hace tres días era la mujer más feliz del mundo y hoy me siento la más desgraciada. Y no puedo adivinar la causa de mi desgracia; no puedo comprenderla para tratar de remediarla.

-Vamos, si todo esto continúa así, vais a moriros, dijo el marqués.

-Y no tendrá remedio. El corazón se me parte en mil pedazos, añadió Elena.

-Pues sería una gracia que a esa edad, con tanta vida, cuando comenzáis a entrar en el mundo, teniendo que dar tantos hijos útiles a la humanidad y a la patria, por un capricho de vuestros misteriosos padres, vayáis a contrariar los mandatos de Dios. Casaos por encima del gallo de la pasión y del lucero del alba, si os place.

-Pero ¿cómo? preguntó Ricardo.

-Bastante me importaría a mí esa oposición. Los padres gritan al principio, por cualquier capricho, y en cuanto ven la resolución de sus hijos, se ablandan y se entregan.

-Me parece difícil conseguir esa blandura de los nuestros, a lo menos del mío, observó Elena.

-¿También ha querido disuadirte? le preguntó Ricardo.

-No ha dicho una palabra; pero en sus gestos, en sus ademanes, en sus frases entrecortadas, en los apretones de manos, en las miradas de dolor, descubro que algo gravísimo debe decirme, que le mueve anticipadamente a compasión el efecto mismo de sus palabras sobre mi alma.

-¡No hay esperanza ninguna!

Exclamó Ricardo con los ojos fijos en el cielo, como pidiéndole un milagro capaz de conjurar su desgracia.

-¿Cómo que no hay esperanza ninguna? exclamó el marqués. Si os amáis, no tenéis que consultar a nadie sino a vuestros corazones. En el sentimiento no impera ni la propia voluntad. Buen caso haría yo de las voluntades ajenas. La patria potestad no es un absoluto derecho de vida y muerte como en otros apartados tiempos. Hoy, el Abraham que cogiese el cuchillo para inmolar a su hijo, siquier mostrase como fiador de tamaño crimen al mismo Padre Eterno, le condenarían a cadena perpetua o al palo, por tentativa frustrada de parricidio. Pues esos padres vuestros quieren inmolar algo superior a la vida, el órgano de los grandes sentimientos, el corazón. No lo consintáis. Sed con ellos deferentes, hasta el extremo último que os permitan vuestras fuerzas. Pero, en llegando a ese extremo, revolveos contra su tiranía y haced vuestra santa voluntad.

-Pero ¿cómo?

Preguntó Ricardo.

-¿Cómo? ¡Qué lo pregunte eso un joven de tus años en esta bendita centuria! Diríase que te han educado en convento de monjas. Aplica el oído a las palpitaciones de tu corazón, y pregúntale si es verdad o no tu amor. Si puedes vivir sin tu amada; si lo que llamabas pasión era capricho; si el hervor de tu sangre resultaba tan superficial y tan fugaz como la erupción cutánea de cualquier niño; si no amabas, a pesar de las infinitas frases con que embellecías ese amor, toma retórico antes que vida de la vida; véte en buen hora y no vuelvas a mirar a la joven a quien has herido con una declaración engañosa, para abandonarla al primer gesto de tu madre, como pudieras abandonar en la infancia cualquier objeto frágil o precioso, vedado a tus juegos en el momento mismo de echarle mano.

-Señor marqués; la suposición no más de que mi amor pudiese aparecer como una burla, es injuriosa. Toda la intensidad de pasión que puede caber en el pecho de un joven, toda cabe en mi pecho enamorado hasta el fanatismo. Mirad; cuanto pueda sonreír a la vida, me sonríe a mí; juventud, riqueza, estimación universal.. Pues nada de esto quiero sin Elena. La privación de su amor, sería como la privación del aire para mí. Creedlo; al golpe de semejante desgracia, sobrevendría la muerte.

-Lo mismo digo yo, Ricardo. Creo imposible vivir sin ti.

-No os engañéis. No digáis de esas frases vulgares, las cuales duran tanto como el soplo de aire que las recoge y que se las lleva. Si es verdad todo cuanto decís; si estáis resueltos a pasar la vida juntos; si fuera de vuestro amor no respiráis; si no podéis vivir separados; si concebís que toda felicidad depende por completo de vuestra eterna unión; decidíos a seguir los impulsos del alma, y desafiad todas las resistencias, avasallándolas con vuestra voluntad incontrastable.

-¿Cómo? Pregunto otra vez, y no os incomodéis a mis preguntas.

-¡Ah! No amáis como decís. Sabéis cantar el amor; no sabéis sentirlo. Si lo sintierais, ya veríais cómo calan a vuestras plantas todos los obstáculos y cómo cedían a vuestra voluntad todas las resistencias. Estas grandes pasiones se abren paso por cualquier parte, y todo lo arrollan y lo arrastran todo en su impetuosísima corriente. Se abandona por ellas el hogar, la familia, la patria. El imperio que sobre nosotros ejercen sólo puede disculparse por la intensidad que naturalmente tienen.

-Nos aconsejáis una rebelión abierta.

-Sí, una rebelión. Pero conste que no debéis intentarla por mis consejos sino por vuestros arrebatos. Si para un acto de esta clase no tenéis más motivo que unas palabras de mis labios, renunciad a él, porque sentiréis el remordimiento, y no sentiréis el goce.

-¡Dio mío, abandonar a mi padre equivale a asesinarle!

Exclamó Elena.

-Pues quédate con tu padre. Cuídalo si tanto te necesita. Vive a su lado. No te apartes de él un momento. Pero no digas que amas cuando no prefieres el amor a todo, a familia, a hogar, a amigas, a padre, a religión. Por un beso del ser amado se debe dar hasta la eternidad. Eso es pasión; lo demás es retórica.

-Pero recapacitad, marqués, un poco. Yo debí ser el primero en dolerme del dolor de Elena por la separación de su padre, y no me duelo. Nosotros no aspirábamos a una de esas pasiones trágicas de teatro, que tienen varias escenas sobrehumanas, y luego pasan con la noche en que se representan. Nosotros aspirábamos a una pasión prosaica, vulgar, que nos juntase bajo el mismo techo, que nos diese la misma vida, que nos rodease de nuestra familia, de nuestros parientes, de nuestros padres; cielo sereno, iluminado por una perenne claridad, donde todo contribuyese a la ventura común, el amor legitimo respetado por la sociedad entera, el cariño de la familia unida, el ejercicio de virtudes sencillas y modestas, el recuerdo de lo pasado sin sombras, el presentimiento de lo porvenir sin dolores, el culto tranquilo de dos corazones confundidos, la esperanza segura en el encuentro de nuestras almas, ¡oh! más allá de la muerte. Para esto necesitábamos que todo fuese santo en el hogar. Ante Dios nos hacía falta la oración de sus sacerdotes, ante el mundo la firma de sus magistrados y el consentimiento de sus leyes, ante nuestra conciencia, para que en la nueva vida no hubiese ni una espina ni un remordimiento, la bendición de-nuestros padres.

-Magníficamente parlado. Ni un tilde se puede enmendar en ese perfecto discurso. Pero quien piensa con esa madurez y habla con esa corrección, debe meterse a predicador, a fraile, a misionero, a moralista, llevando sobre la cabeza un bonete, bajo los pies un púlpito, en la mano derecha el Crucifijo, en la mano izquierda el hisopo, para predicar noche y día virtud a las gentes, pero no meterse a amar con todo el ímpetu propio de las humanas pasiones.

-Pero ¿qué hacer?

Preguntó Elena.

-Yo os aconsejo...

Y Tafalera suspendió su consejo, como si él mismo lo temiese.

-¿Qué?

Preguntó Ricardo.

-Nada.

Dijo enfadado el marqués.

-¡Qué mal genio!

Observó Elena.

-¡Mal genio! Eso podéis decir todavía.

-Os hemos pedido un consejo.

-Pero en cosas tales no se aconseja uno de éste ni del otro, sino del propio corazón, del propio sentimiento.

-¿Qué haríais en nuestro lugar?

-Yo, Yo.

-Vos.

-Lo primero no pedir consejo.

-¿Y lo segundo?

-Echar a correr. Apelar a la estratagema de la fuga. Cuando vieran vuestros padres que había un rapto en toda regla, ya se darían a partido, consintiendo en lo que ahora indudablemente rechazan.

-Mi padre me mataba.

Dijo Elena.

-Mi madre se moría de dolor.

Dijo Ricardo.

-Pues al claustro, muchachos, tú sacristán, ella monja. De esa categoría son vuestros escrúpulos.

-Nuestras observaciones, le replicó Ricardo, prueban que sentimos la triste negativa, pero no prueban que dejemos de arrostrarlo todo cuando sea preciso.

-Yo estoy dispuesta a obedecer a mi padre hasta el último extremo; pero también dispuesta, si no pudiera vencerlo, a seguirte a ti, a quien desde el día de mi juramento considero como mi esposo. Díme el camino que he de tomar, y lo tomaré sin recelo.

-Tanto más, añadió el viejo marqués, frotándose las manos de gozo, cuanto que tenéis un guardián de vuestra honra y un fiador de vuestro buen proceder. Para salvar todos los escrúpulos, yo me voy con vosotros, y no os dejo solos ni un momento, sino después que hayáis recibido la bendición del cura y entrado en la cofradía de los casados. Por consiguiente, manos a la obra. Arreglémoslo todo. Cuando nos echen de menos que estemos en Francia. Ya veréis así que oigan la campanada de vuestra fuga, así que sepan la resolución de vuestra suerte, así que vean cómo, de insistir en sus trece, solamente cosecharán la muerte o la deshonra de sus hijos, llamarse a andana, y en cuatro días casaros.

Elena temblaba de pies a cabeza, pero con tal estrépito, que a distancia se oía el rechinamiento de sus dientes. Ricardo, pálido, ojeroso, agitadísimo, pensaba con horror en la pena que iba a dar a su madre esta triste resolución, por la cual podía quedar abandonada a mayor soledad. Así es que, aún no había convenido en el supremo recurso aconsejado por la incorregible travesura del viejo Tafalera, cuando se le ocurrieron algunas observaciones que lo templaban. Su madre se aparecía a sus ojos, viuda, desolada, sola, y le helaba materialmente el corazón perdidamente enamorado de Elena.

-Yo me resuelvo a todo.

Dijo, venciéndose con sumo esfuerzo.

-Y yo también.

Añadió Elena.

-Pues mañana mismo el rapto; mañana mismo la fuga.

-Pero no puedo decidirme sin haber apurado todos los medios.

Observó Ricardo.

-Ni yo tampoco.

Añadió Elena.

-Necesito una suprema apelación a mi madre.

-Y yo otra suprema apelación a mi padre.

-Tomáos todo el tiempo que os pida el gusto. Mas no olvidéis que para impulsar a los demás a grandes resoluciones, no hay cosa como tenerlas fuertemente decididas uno mismo. El calor de los sentimientos tiene algo de irradiante y de comunicativo. Para decidirlos a ellos empezaos por decidiros vosotros mismos a una suprema resolución.

-Decididos.

Exclamaron a un tiempo Elena y Ricardo.

-Pues lo más pronto posible, fuga y rapto, toda una pieza de teatro.




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Capítulo XIX


El golpe de gracia


Ricardo salió despavorido de casa de su amada y temeroso del efecto que podía producir en persona tan enferma como Carolina la suprema resolución. A cada paso que daba hacia su casa, retrocedía más, no en el empeño último y supremo, en el momento de realizarlo. Carolina era su madre, y una madre tiene derecho a todo en este mundo. Carolina era una madre desgraciada, y esta desgracia aumentaba su autoridad y disminuía el poder de su hijo. Siempre en duelo; de insomnios inacabables por la noche, de llantos perennes por el día, de continua desesperación; su hijo era la única prenda que la detenía sobre el abismo y que la ataba a la vida. Si también desaparecía su hijo, -¿qué le quedaba ya en el mundo? -Una soledad más triste, un dolor más intenso: la muerte violenta quizás por única solución a la tragedia de su vida. Así es que Ricardo no osaba notificar a su madre que, en cambio del ser recibido de su amor, en cambio de la educación recibida de sus próvidos cuidados, en cambio de la fortuna guardada por su previsión, iba a ofrecerle una fuga inevitable, un rapto criminal, un apartamiento indefinido; golpes todos de muerte. Así, conforme se acercaba a su casa iba deteniendo su paso, como si quisiera aplazar indefinidamente la hora suprema de comunicar una resolución parricida.

Pero de no tomar esta resolución, de someterse ciegamente al deseo de su madre, renunciaba para siempre al único fin anhelado por todo su ser: al amor de Elena. ¿Por qué su madre le había concedido la vida si le quitaba la dicha? ¿Por qué le había avivado los grandes sentimientos si apagaba el más vehemente y necesario de todos ellos? ¿Por qué le había granjeado una fortuna, si esa fortuna quedaba sin el empleo más útil, sin contribuir para nada a la formación de una familia? El amor le ocupaba la vida entera. Impetuosísimo por temperamento, aquella pasión le arrastraba con una fuerza incontrastable. No había luz en el mundo como la luz que despedían los ojos de su amada; no había vida como la vida que exhalaba su aliento. Las armonías del arte le parecían ecos vanos cuando no las escuchaba con el corazón lleno de aquel amor; los grandes combates sociales vanos sacrificios, si no los sostenía la seguridad de encontrar después del esfuerzo refugio segurísimo en la providencia de un correspondido amor. Toda su vida, desde la vida en la naturaleza hasta la vida en el arte; desde la vida en el arte hasta la vida en la ciencia; desde la vida en la ciencia hasta la vida en la sociedad; todo tenía por alma ese amor que la mantenía, que casi la formaba, que constituía su esencia, como el oxígeno la esencia primera del aire y el alimento de la llama. Renunciar a ese amor le era tan difícil como renunciar al espíritu y a la vida del espíritu. En ese amor se compendiaba y se resumía toda su existencia, todo su ser.

A su vez Carolina padecía tormentos horribles, exacerbados por los sucesos recientes. En aquella mañana de la resolución de su hijo habíase levantado, por no poder sufrir en su inquietud la inercia a que le condenaba el guardar cama. Envuelta en su peinador blanco, esparcido el abundante cabello por la espalda fría y pálida como el mármol, los ojos brillantes al fuego de la fiebre y circuidos de una aureola morada, semejábase a una de esas Dolorosas en quienes la piedad cristiana ha idealizado las penas y las tristezas de las madres. La ambición de toda su vida, el encuentro con su hija, acababa de realizarse en condiciones tales que abrieron y enconaron todas las heridas de su alma, nunca cicatrizadas. La vió, sí, la vio buena, hermosa, amante; con virtudes que se reflejaban en la serenidad de su mirada; con talentos que resplandecían en los espacios de su frente; y no pudo ni decirle cómo la amaba, ni entregarse a los trasportes de su corazón, ni retenerla a su lado, porque la revelación de su cariño equivalía a la revelación de su deshonra y a la acusación del rapto cometido por el único hombre acepto a su corazón, y amado de ella con profundísimo amor en este mundo. Luego, víctimas de una fatalidad, en la cual se veía claramente un castigo, sus dos hijos, desconocidos el uno al otro, a causa de trágicas incidencias, se encontraron en la vida; y por la mutua ignorancia de su respectiva existencia, al encontrarse casualmente, quisiéronse como amantes en vez de quererse como hermanos. Su mutua pasión, que tenía en apariencia todas las legitimidades; la ingenuidad, el desinterés, la pureza, el amor aparecía natural ante la sociedad que encontraba en aquellos dos seres cualidades idóneas para completarse con la personalidad superior del matrimonio; y sin embargo, no era posible, por reprobarla a un tiempo las leyes de la naturaleza y las leyes de la moral. Y cobraba diariamente fuerza, y crecía en los dos corazones, y se arraigaba con el trato, y se unía tanto a la mutua estima como a la mutua admiración, y llenaba desde los sentimientos hasta las ideas de aquellos dos seres, y se convertía en la vida de su vida y en el alma de sus almas. Separarlas de pronto; decirles que debían renunciar a todas las esperanzas y a todas las ilusiones; inspirarles la idea de que su cariño exaltadísimo tenía que convertirse en amistad tranquila, y descender a un grado inferior de fuerza y viveza, resultaba imposible sin la explicación previa del misterio de su vida deshonrosa al nombre de sus padres. Pero aún resultaba más imposible todavía tenerlos uno al lado del otro; dejarlos entregados a una pasión criminal; consentirles el aumento de esperanzas irrealizables y de ilusiones fantásticas, a las cuales debía suceder tarde o temprano una espantosa realidad. No había remedio; precisaba revelarles su verdadera situación para decirles toda la imposibilidad de sus amores. Pero ¿cómo, sin que entrevieran el crimen de sus padres? ¿Cómo, sin que los dos seres, a quienes cada cual de ellos creía dechado de todas las perfecciones, apareciese circuido con las sombras de la más infame deshonra? Consentirles su pasión, era perderlos ante Dios, ante el mundo, ante su propia conciencia: separarlos por capricho, por voluntariedad, por los arrebatos de un momento, después que su pasión creciera tanto, equivalía a matarles, porque despedazaba sus dos corazones, indisolublemente unidos en igual amor. Así es que Carolina se volvía a todas partes en pos de un alivio a su dolor, y no lo encontraba; en busca de un desenlace a esta tragedia de su vida, y no podía ni adivinarlo siquiera, erizado como estaba de dificultades insuperables. Ni siquiera le parecía dable la muerte, ese descanso tan deseado en otras ocasiones, tan pedido a la Providencia; beleño único a sus penas, calmante único a la intensidad de su dolor, porque el anhelo de la muerte encerraba un acto de egoísmo, el reposo para ella y el dolor para sus hijos. Pero si no caía en la muerte, si un natural instinto la preservaba del suicidio, y hasta de la aspiración al suicidio, en cambio la impelía al misticismo. Sus nervios se descomponían y vibraban desordenadamente, como si los agitase un huracán incomprensible; por sus ojos pasaban en nubes de formas no conocidas ni soñadas visiones magnéticas, de un brillo, que ya se parecía al sol de los soles, ya al fósforo de las tumbas; plegarias extrañas, indescifrables, como los oráculos de las antiguas Sibilas, se evaporaban de sus labios perfumados por las esencias de las ideas místicas, y enardecidos, por las llamas de amores sin fin y sin objeto; los éxtasis más frecuentes la desceñían hasta de su organismo, y la elevaban, como separándola del mundo, en espíritu, a las cunas inaccesibles de lo ideal; y una vaga aspiración a no ser, a la absorción en lo eterno, llegaba en algunos momentos a apoderarse con tanto imperio de su alma, que perdía la conciencia de toda su vida, y se aniquilaba en completo aniquilamiento, como si en vez de persona en sí y por sí, fuera la cinta de alga removida de aquí para allá por los vientos del cielo en los abismos de la insondable eternidad. En uno de estos momentos se encontraba, cuando vino su hijo a despertarla para decirle, que no podía sufrir más tiempo su penosa incertidumbre. Así entró en la habitación de su madre con ánimo de agotar todos los medios pacíficos antes de decirle de una vez, que de acceder o no a su demanda y dar o no su consentimiento, dependía la nueva dirección de su vida, porque estaba completamente resuelto a un rapto, a una fuga, a un matrimonio exigido por el escandalo, y fundado en la necesidad, ya que no querían regularizarlo con su acuerdo y cumplirlo con su bendición, para que fuese acepto al cielo, y honroso y legítimo ante el mundo.

-Madre mía.

Dijo Ricardo, dirigiéndose a Carolina, y distrayéndola de su sueño, más bien magnético, que vulgar y ordinario.

-Hijo querido, hijo del alma.

Respondió en seguida Carolina al llamamiento de Ricardo, frotándose los ojos con ambas manos, como si volviera de un profundo sueño tras larguisima noche.

-¿Cómo está V.?

-Me encuentro un poco mejor.

-¡Cuánto me alegro!

-Es cosa triste este continuo padecer.

-¡Tristísima!

-La felicidad...

-Es fácil de encontrar, madre mía, cuando no tenemos empeño en lanzarla de nuestro lado.

-No lo creas. Si tienes alguna vez felicidad verdadera, no la gozas, porque apenas la adviertes. Casi todas las desdichas humanas son dichas perdidas, o ignoradas de nosotros, hasta el momento mismo de su pérdida irreparable.

-¡Cuán verdad es eso que V. dice ahora! ¡No sabemos lo placentero de respirar fácilmente hasta que no encontramos dificultad en la respiración! Y no sabía yo lo feliz de mi amor con esperanza, hasta haber caído en la presente desesperación.

-Ricardo.

-¡Madre mía!

-No puedo decirte todo cuanto pasa por mi alma al oír tus quejas.

-Pues yo, madre mía, puedo decírselo a usted todo, enteramente todo lo que sucede en mí, sin dejar ni siquiera un pliegue recóndito a sus ojos.

-Ya lo creo.

-Yo amo.

-Ya lo sé.

Dijo Carolina suspirando.

-Amo con toda la violencia de mi ser, lleno de tempestades como el trópico donde he nacido.

-Conozco, hijo mío, tu temperamento. Te he llevado nueve meses en mis entrañas. Te he alimentado dos años a mis pechos. Sé toda la vehemencia de tu alma.

-Pues si la sabe V., no la condene a dolores como los dolores que la atenacean desde el instante fatal en que opuso una negativa irrevocable al más vehemente de todos sus deseos.

-Mírame cara a cara, hijo mío.

-Miraros es mi felicidad, madre, y mi desgracia veros siempre llorosa.

-Soy tu madre.

-Mi madre idolatrada.

-Los que ni son ni pueden ser madres, jamás alcanzarán a comprender ni a sentir cómo nosotras amamos a nuestros hijos. En la pasión del amor hay mucho de egoísmo y mucho de sensualidad. Pero en el amor maternal todo es puro como la misma inocencia. El móvil único está en el cariño por el cariño mismo, y la abnegación y el sacrificio se imponen como una verdadera necesidad.

-Pues si el consentimiento en mi matrimonio es un sacrificio, hágalo V. en virtud de esa necesidad que de sacrificarse por sus hijos siente el corazón de las madres.

-Si fuera un sacrificio, Ricardo mío, ya estaría hecho. ¿Qué no hiciera yo por tu amor? Mas no es un sacrificio; es una imposibilidad ese consentimiento que no debías pedir a tu madre, cuando sabes que tu madre no puede concederlo.

-Dígame V., por lo menos, madre mía, la razón de esa imposibilidad.

-Ni puedo darte el consentimiento, ni puedo decirte la causa de esta irrevocable resolución.

-Me vuelvo loco. Me parece que la razón se escapa de mi cerebro. Muchas veces dirijo la mano a la frente, tan solo para detener a esa fugitiva que me abandona a la demencia más exaltada y más triste. Dais una sentencia que es mi condenación inapelable, y no queréis decir por qué la habéis dado. Ese silencio aumenta la gravedad de la resolución en V., y en mí el dolor de la acerba pena. Imposible modificar nuestra naturaleza. Buscamos instintivamente la razón de las cosas por un impulso de la inteligencia superior a los impulsos de la voluntad. Como sabemos que todo hecho o acción tiene su motivo, sabemos que tiene su razón y su causa. Resistiráse la voluntad a buscarla, pero la inteligencia de continuo la busca, y no descansa hasta que la ha encontrado. Imposible el consentimiento, decís. Sea en buen hora. Pero imposible, mucho más imposible que desconozca yo la causa de esta imposibilidad. La buscaré en todas partes, la escudriñaré, hasta llegar a encontrarla. ¿Cómo? Seré infeliz, acallaré los latidos de mi corazón, dejaré al ángel que idolatro, me condenaré a una soledad eterna, moriré para toda dicha en la flor de mi juventud, y ni siquiera he de alcanzar ni saber por qué he sido tan desdichado. Todas las cosas tienen su razón de ser; y mi desventura no ha de resultar lo único inexplicable en el mundo. Me habrá aplastado la fatalidad; pero ya que la sienta, dejadme a lo menos conocerla. Todo ser se vuelve contra aquello que lo hiere. Usted no me hiere a mí, porque una madre no puede herir a su hijo. Usted no me desama a mí, porque es amor todo su corazón. Sepa yo para maldecirla eternamente la fuerza ciega que a todo se sobrepone y a todos igualmente nos avasalla. Sepa yo la razón de esa negativa. Lo exige y lo necesita mi alma, mi vida, mi voluntad, mi entendimiento, mi corazón, todo mi ser. Por Dios, madre mía, decidme: ¿cómo siendo toda bondad os negáis a la ventura de vuestro hijo?

-No sabrás, Ricardo, cómo y en qué grado puede tu madre quererte. Mis entrañas todavía conservan la dicha que les causó el estremecimiento primero de tu ser en su seno. Mi corazón late para ti. Mi vida es tuya como es mía la vida que te anima. El parecido de nuestros rostros revela bien el parecido de nuestras almas. Cuando te veo venir a mi presencia, recuerda siempre que te di la respiración en que se avivan tus pulmones y la sangre con que se riegan tus venas. Soy tu madre, y es inútil toda otra reflexión, ocioso todo encarecimiento. Y no sería tu madre, si después de haberte dado la vida, no procurara darte la felicidad. Una existencia desdichada sería el más triste de los presentes, y acaso podría darte derecho, si no para maldecir, para dolerte de tu madre. Unes tu felicidad a Elena, y yo me interpongo entre los dos. Pues, al interponerme, créelo, hijo mío, sufro la coacción de una fatalidad irresistible. Hay realmente una causa, hay una razón de mi negativa. ¿Cómo no haberla? ¿Podrías crerme tal que sin motivo alguno me resolviese y determinase a una acción tan grave como la negativa a tu matrimonio, bajo todos aspectos necesario? Hay una razón que no debes saber. Cree a tu madre, por lo mismo que la amas. Comprende su cariño. Díte a ti mismo en lo más hondo de tu pecho y en lo más recóndito de tu pensamiento, que la mujer, autora de tus días, no puede proceder en todo cuanto a ti pertenece y toca, sino movida de una pasión, delante de la cual parece leve cosa el amor que te profesas a ti mismo, y que en ti ha puesto naturaleza para la obra suprema de tu conservación. Si te quiero más que tú mismo puedes quererte, este cariño mío basta a explicarte mi resolución. La tomo, porque no puedo tomar otra; y la razón de tomarla está toda entera en mi amor.

-Pero ¿y el misterio de los motivos?

-Tú lo has dicho; el misterio.

-Y ese misterio impenetrable no puedo yo penetrarlo?

-Tú lo has dicho: impenetrable.

-Decídmelo.

-No puedo.

-Por Dios, madre mía.

-No puedo.

-Por el amor que me tiene.

-No, no.

-Por la hora de mi nacimiento.

-¿Qué podrás invocar que sea bastante a moverme, cuando ya has invocado inútilmente el amor de madre?

-Invoco la memoria de mi padre.

-Ricardo, no me martirices.

-La memoria de mi padre, que hubiera conocido por la pasión que tenía V., y por la santa felicidad que encontró en su enlace...

-¡Ricardo!

Gritó Carolina; pero con gritos desgarradores, como si le apuñalasen el corazón, como si le abrasaran las carnes en una llama vivísima.

-Mi padre hubiera conocido, continuó Ricardo, prestando atención tan solo al movimiento interno de su idea y sin advertir el dolor y la desesperación de su madre; hubiera conocido que en hogar tranquilo, en familia amada, en amor correspondido, en una esposa fiel...

-Calla, Ricardo, calla; si no quieres matarme, dijo Carolina sacudiendo con furia a su hijo como para sacarlo de aquella conversación e impelerle a otro género de ideas y de sentimientos que no la hirieran con tan profundas heridas.

-Mi padre me hubiera dicho, si por acaso a mi felicidad se negaba, la razón de su negativa.

-Ricardo, no seas cruel con tu madre.

-¿Habla V., madre mía, de crueldad?

-No puedes adivinar cómo laceras mi pecho con tus palabras.

-Y V. no puede adivinar cómo desgarra el corazón de su hijo. Si comprendiera cómo amo, si llegara a asomarse a mi pecho, si el dolor condensado sobre mi corazón, si la tristeza extendida como una sombra mortal en mi mente pudieran llegar hasta la inteligencia de V. no se cerraría de esa suerte su corazón a la piedad.

-¿Crees tú, Ricardo, que yo, tu madre infeliz, no siento todo cuanto sientes tú, hijo de mis entrañas? Tus dolores se unen a mis dolores y los exacerban hasta el punto de no poder sufrirlos. ¡Qué día tan bienhadado será el día de mi muerte! Cuando la vea venir, cuando se acerque a mi lecho de dolor y tienda la mano para herirme, habré de bendecirla como a una mensajera de la divina misericordia. Si hubiese de prolongarse esta pena aún más allá del sepulcro, si hubiera de durar toda una eternidad como dura el infierno, dudaría hasta de la bondad de Dios, y creería que nos había llamado a la vida tan sólo por el placer de atormentarnos ¡Oh! ¿Cuándo vendrá la muerte?

-Pues, madre mía, por ese dolor que yo comprendo, dad vuestra bendición a mi casamiento.

-No puedo, hijo mío. Dios sabe que no puedo.

-Decidme la causa de esta negativa.

-Repito lo mismo, hijo mío, repito que no puedo.

-Pues bien, madre, no extrañará V. la acción que voy a notificarle. Pensé llevarla a cabo sin su consentimiento.

-Ricardo, ¿qué vas a hacer? Preguntó Carolina profundamente azorada, adivinando por la solemnidad del tono y del ademán lo irrevocable de las resoluciones de su hijo.

-Madre mía, yo solamente sé que amo a Elena con un amor incontrastable, y que V. se opone a la satisfacción de ese amor con una incontrastable negativa. Los derechos de los padres sobre sus hijos tienen también sus límites. Como no podéis condenarme a muerte, no podéis tampoco a perpetua infelicidad condenarme, castigo más terrible mil veces que la muerte.

-Hijo mío por piedad; piensa, reflexiona, qué al negarse tu madre a tu dicha, tiene una razón de todo punto invencible.

-No la comprendo, porque no la sé, y como no la sé, no existe para mí. De consiguiente, no extrañe V. que obedezca a mi naturaleza, que obedezca a mi corazón, que obedezca a mis compromisos, que obedezca a Dios, cuyo soplo creador ha debido infundirme esta purísima pasión, aunque no obedezca a mi madre.

-¡Infeliz! ¡qué piensas hacer!

-Pienso, aunque V. se interponga, huir con Elena, robarla a su padre. Todo está arreglado para el caso. A una señal mía saldrá de su casa, y yo iré a reunirme con ella para demostrar ante Dios y ante el mundo cómo no hay fuerza bastante a separar dos corazones que se buscan y que se encuentran ¡ay! en la común satisfacción del amor. Madre, cuando ya hayamos vivido juntos, cuando el negarse a nuestro cariño equivaldría a convenir en nuestra deshonra, entonces y solo entonces bendecirá V. nuestro matrimonio, ya indispensable al bien y a la tranquilidad de todos.

-Hijo mío, no delires. Eso que dices no puede suceder. ¡Separarte de tu madre! ¡Dejarla abandonada en su dolor! No lo he oído, porque no lo has dicho. Desmentirás toda tu naturaleza, y la naturaleza no se desmiente nunca. Tu madre no puede decirte nada más. Se opone a tu casamiento en la imposibilidad material y moral de consentirlo. No quieras saber la causa. Si pudieras aprenderla en un minuto y en otro minuto olvidarla para siempre, yo te la diría. Pero no; es imposible. Ricardo, hijo mío, a tus pies me arrojo. Te pido perdón. Conozco cuánto lacero tus entrañas. Conozco que pierdo tu vida, todo lo conozco. Pero no, no puedo hacer otra cosa Compadece a tu madre infelicísima, compadécela. No tratas de saber por qué se opone a tu dicha, como no tratas de saber por qué Dios te ha creado.

-Madre mía, perdóneme V., perdone a este hijo desdichado. Mi triste estrella quiere que en rebelión de mi madre me presente, mi estrella nefasta. Pero no puedo desasirme a una pasión que me domina; no puedo absolutamente separarme de su poderoso influjo, que ha convertido en nueva vida mi vida. Para mí se puede apagar el sol y no se pueden apagar los ojos de Elena. Tanto me da que falte a mi pecho el aire de la atmósfera, como el aire de sus suspiros. Su amor queda siendo ya la sangre de mi sangre, la vida de mi vida, el alma de mi alma. Arrancadme del pecho el corazón, y pisoteadlo, y mordedlo; no me causaréis un dolor tan vivo como si me arrancáis esta pasión, a cuyo soplo respiro y vivo. Madre mía, me matáis. Y yo no puedo responder de mí mismo en este trance supremo. El que en los abismos del mar, cae, al ahogarse, coge ciegamente el primer objeto capaz de salvarle y volverle a la vida. Yo, en mis angustias, me he acogido a la fuga. Adiós, madre mía, adiós. Dentro de una hora habremos partido como amantes desesperados los que vosotros no queréis unir en fiel y digno matrimonio. Adiós, madre mía, bendecid a un hijo que no os maldecirá jamás.

Y Ricardo tomó la actitud resuelta de quien se despide y se marcha. Pero Carolina le asió fuertemente del brazo le retuvo a su lado con verdadero imperio, y le impidió tomar por aquel minuto la suprema resolución con que amenazaba.

-¡Hijo mío!

Le dijo con una expresión inexplicable de angustia.

-¡Madre, madre mía!

Le respondió Ricardo.

-Tu madre soy.

-Y como tal siempre la he amado.

-Menos en este instante.

-No, ahora más que nunca, pues ni siquiera me atrevo a una resolución como la de esa fuga, aconsejada por mi corazón, exigida por mi honor, sin decíroslo francamente.

-No puedes irte.

-Debo irme.

-Tu madre ruega.

-Dios me perdonará si por vez primera he desoído su voz.

-Corres a tu perdición.

-Corro a mi amor.

-Amor imposible.

-Amor santo.

-Dios lo condena.

-No, porque Dios lo ha inspirado.

-Lo condena tu madre.

-En un momento de incomprensible exaltación.

-Quédate aquí, a mi lado.

-Volveré cuando pueda volver trayendo a este hogar una hija.

-¡Horror cien veces!

Gritó Carolina.

-Madre, el impulso ciego de la naturaleza domina por completo la voluntad.

-Hijo, tu madre no puede revelarte el abismo a que te precipitas.

-Elena será mi mujer.

-Imposible.

-Elena será vuestra hija.

-¡Dios mío, Dios mío!

Gritó Carolina.

-Y cuando sea vuestra hija...

-Calla, calla; que me matas.

-Y cuando sea vuestra hija la bendeciréis.

-Ricardo, compasión, compasión, compasión.

-Madre mía, téngala V. de su hijo.

-Si tú supieras...

-Solamente sé que amo.

-Ama también a tu madre.

-No se excluyen, no, las dos pasiones.

-Hijo mío, respeta un secreto.

-Madre mía, comprended mi pasión.

-Por Dios.

-Por Dios, digo yo también.

-Espera.

-No puedo esperar.

-Espera, te repito.

-Las palabras que me habeis dicho me han quitado toda esperanza.

-Te lo manda tu madre.

-No la obedezco, porque me manda lo que no puedo cumplir.

-Excusa una porfía.

-Madre, adiós.

-Detente.

-Adiós.

Y Ricardo salió de la habitación.

-¿Dónde vas, infeliz?

-Voy donde me llama mi amor.

-Amor maldito.

-Que vos bendeciréis cuando Dios lo haya bendecido.

-Ricardo, dijo Carolina, asiendo fuertemente a su hijo que se disponía a partir, Ricardo, Elena es tu hermana, Elena es mi hija, maldíceme o mátame si quieres.

Y cayó desplomada en el suelo, como si la hubiera herido un rayo. A esta palabra Ricardo se llevó las manos a la frente, como si quisiera apartar de ella un pensamiento insufrible. Sus ojos saltaban de las órbitas. Su rostro se demudó en tales términos que nadie lo hubiera conocido. Erizáronse sus cabellos. Un temblor convulsivo le sacudió todo el cuerpo. Y poco después de esta emoción de asombro, recapacitando lo que había oído, viendo a sus plantas rígida y como muerta a su madre, lanzó un sollozo tan largo, tan triste, tan terrible, tan desconsolador, que hubiera partido hasta las piedras, y que se parecía siniestramente al resuello que se llama el estertor de la muerte.




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Capítulo XX


Desenlaces necesarios


El viejo marqués de la Tafalera y el joven conde de la Floresta departían, paseándose por el jardín, sobre los sucesos, cuyos funestos golpes acababan de sobrecoger a la familia. Envuelta en misterios impenetrables su causa, perdíanse ambos a dos en conjeturas, a cual más descabelladas. La venida de Carolina a pedir la mano de Elena; la interminable entrevista con Antonio; los trasportes de amor al tropezar con la futura nuera; el resultado tristísimo de la negativa incontrastable a todo enlace; la extraña enfermedad de Antonio, que ya tenía accesos cuasi epilépticos, ya una paz rayana con la indiferencia, enfermedad a veces agravada por un delirio continuo, en el cual decía palabras incoherentes, indescifrables, pero verdaderamente siniestras y trágicas; todos estos sucesos eran propios a romper la cabeza más bien organizada si trataba de elevarse hasta el claro conocimiento de sus causas. ¿Por qué Antonio repugnaba un marido americano para su hija? ¿Por qué, a pesar de esta repugnancia, dio el consentimiento al matrimonio con Ricardo? ¿Por que aseguró Ricardo que por parte de su madre no habría ningún inconveniente en demandar la mano de Elena y consentir la boda? ¿Por qué, al presentarse Carolina en aquel palacio, todo se descompuso? ¿Por qué en el momento mismo de descomponerse todo, Carolina mostró aquel amor exaltadísimo, digno de una madre apasionada, a la herida Elena? ¿Por qué después de esta manifestación de sus afectos se encerró en una completa negativa al deseado enlace? ¿Por qué Antonio se negó también, con verdadero furor, después de haber convenido con verdadera complacencia? ¿Por qué de resultas de su negativa cayó en cama con ataques de nervios, asaltos de fiebre y violencias de verdadero delirio? Imposible dar con la causa de todos estos extraños incidentes.

Pero sobrevino después de tantas rarezas el caso más raro y más inesperado. Movidos por los consejos y las excitaciones del conde de la Tafalera, gran amigo de ultimar matrimonios felices; arrastrados por sus propios corazones, presa de grande exaltación; los dos jóvenes acababan de convenir en una fuga pedida a gritos por su pasión y necesaria para arrancar a la necesidad el negado consentimiento. Todo estaba dispuesto a este trance, último recurso de la desesperación. Ricardo se apartó momentáneamente de su amada con ánimo de volver a llevársela consigo. Para dar al acto la gravedad posible, el viejo marqués se comprometía a acompañar a los novios, escudándolos de esa suerte con su autoridad, si no a los ojos del mundo, a los ojos de la familia. Señalada la hora, Elena esperaba sin detenerse siquiera ante la enfermedad de su padre, reconocida por los médicos como consecuencia de su estado moral, y que, por lo mismo, pasaba del delirio a la paz, de la fiebre al frío, de la mayor gravedad a la completa salud, a medida que se condensaban o se desvanecían sus varias emociones. Los dos jóvenes, discurriendo con el extravío propio de todas las pasiones y pensando que toda duda se acabaría en cuanto ellos mostrasen verdadera resolución, imaginaban vencer fácilmente la resistencia de sus padres con supremas e irrevocables determinaciones, como la de huir a su tutela y juntarse bajo un mismo techo, como juntos y confundidos estaban en el seno de un exaltado amor. Ignorantes de la causa real que los separaba, atribuían a empeño del capricho lo que era imposición de la necesidad. Elena aguardaba con impaciencia la llegada de Ricardo a la hora convenida. El marqués se rejuvenecía al calor de la aventura, que le devolvió todo el júbilo de sus primeros años. Pero ¡cuál no sería el asombro de ambos al recibir una carta solemne, triste, desgarradora, de Ricardo, diciendo como revocaba, no solamente su proyectada fuga, sino toda esperanza de enlace, convencido como Carolina y como Antonio de su completa imposibilidad! Ya puede todo el mundo figurarse qué comentarios saldrían de los labios de Tafalera, qué reflexiones tan extrañas, qué ideas tan originales sobre la pacata juventud de su tiempo, la cual, fingiendo amores, en cuya virtud parecía librar lo porvenir, según tantas frases bellísimas y tantos actos de exaltación y de apasionamiento, al llegar el trance de una resolución definitiva y suprema, lejos de correr al goce como la mariposa a la luz o como la piedra al centro de gravedad, se detenía, se retiraba por escrúpulos, ni siquiera explicables y comprensibles, aceptando con tristeza, pero también con resignación, la pérdida. de toda una esperanza cuyo calor aparecía en otro tiempo como el mismo calor de la existencia.

-Se va V. a volver loco, mi querido tío, le decía su sobrino el conde de la Floresta.

-Calla, hombre, si no puedo creer a mis propios ojos. Estoy tan rabioso, que si mordiera, mi mordedura daría rabia como la del perro hidrófobo.

-Serénese V., que le va a costar el dichoso asunto una enfermedad.

-Aquí todos nos pondremos enfermos; es verdad. Pero la enfermedad más general resultará la menos sentida y proclamada, la locura. Nos sucede con tal estado de nuestra alma lo mismo que le sucede al tísico con la enfermedad que aqueja a su cuerpo; no la conoce, y toma la fiebre de su sangre por un exceso de vida, como nosotros tomamos ahora el estado de nuestro entendimiento por una vislumbre de razón. Pero ni hay tal vislumbre ni tal niño muerto. Todos estamos locos; porque cuanto sucede aquí es antinatural, antiracional, absurdo e imposible.

-Serénese V., repito, y tenga un poco más de calma. Es verdad que hay para volverse locos por tanta rara coincidencia; pero también es verdad que no se alcanza cosa alguna de provecho rompiéndose la mollera en reflexiones y comentarios embrollados, en cuyas sinuosidades puede perderse y extraviarse el más sólido y más grave cerebro.

-No puedo comprender cómo es la presente generación; no puedo, ni nadie sería capaz de comprenderlo. En mi tiempo para acercarse a una niña se necesitaba burlar el cuidado de los padres, del aya que había sustituido a la antigua dueña, del paje, del lacayo, del cura que decía misa en el oratorio de la casa y tomaba el chocolate y rezaba, el rosario con la mamá, de tantos cancerberos como circuían y guardaban en inexpugnable fortaleza a una verdadera hermosura. Y sin embargo, lo burlábamos todo. Ahora sucede lo contrario: las niñas están casi, casi, a la mano; y esos bergantes, indignos de sus gloriosos antecesores, ni fuerza tienen para coger el fruto que les toca en los labios. Un matrimonio ya hecho, arreglado, convenido, se deshace por una genialidad de los dichosos padres, genialidad inexplicable: y ese mandria de Ricardo, en vez de apelar a un rapto, a una fuga, a lo que haría el último de los hombres ¡ay! escribe, como pobre cuitado, una carta, en la cual, ¡estúpido! lo da todo por concluido, por roto, y aconseja a la mujer querida nada menos que el amor a otro novio. Nada queda ya en el mundo, ni amor, ni celos, ni odios, ni venganzas, ni virtudes. Lo bueno y lo malo se acaban juntamente a causa de una vida vulgar, monótona, uniforme, en cuyo fondo gris no sucede cosa alguna. Esta pasión debía concluir por el rapto o por el suicidio. y concluye de la más prosaica manera, adhiriéndose el muchacho de la noche a la mañana al insensato parecer de sus desatentados padres, y aconsejando nada menos que otro novio a su amada, extinto completamente su amor, puesto que se han extinguido las llamas visibles del amor, los celos. Y luego querréis que yo, pobre viejo, en cuya gastada osamenta, próxima a descomponerse en la muerte, aún se conserva el rescoldo de las antiguas pasiones, animando mi voluntad y encendiendo mi sangre, transija de ninguna manera con esta juventud, atea en religión, escéptica en filosofía, egoísta en moral, utilitaria en política, juventud que calcula así la felicidad como el amor matemáticamente, que aconseja con frialdad un nuevo amador a la mujer a quien acaba de abandonar; que ni siente ni padece, como si en vez de alentarse al fuego de las pasiones, naturales en sus años, recibiera ya el hielo de la vejez, confundiéndose por lo fría, por lo inerte, por lo rígida, con esos fósiles perdidos en las entrañas del planeta y dotados de todas las apariencias y todas las formas del organismo, pero sin un solo soplo de animación, ni una sola centella de vida.

-No maldigáis, dijo el conde de la Floresta a su tío, no maldigáis por un solo joven a toda la juventud española. El defecto de la generalización, tan frecuente en las naturalezas meridionales, esa tendencia incontrastable a deducir de lo particular lo general, nos lleva por necesidad a mil errores. De lo hecho por Ricardo no deduzca V. en manera alguna que pudiesen proceder así todos los jóvenes de nuestro tiempo.

-Ricardo es el mejor de los jóvenes que he conocido; y cuando el mejor procede así, ¿cómo procederán los demás?

-La vida humana aparece como un misterio continuo. No podemos juzgar las acciones humanas, porque no podemos conocer sus móviles. Donde creemos que hay una falta, resulta por el motivo determinante una virtud. Donde nos parece que hay una virtud, resulta por los móviles una falta. Solamente Dios conoce las acciones humanas, porque solamente Dios escudriña sus móviles, misterios muchas veces insondables para nosotros, los míseros mortales.

-No hay móvil ninguno que pueda justificar ese cambio tan brusco, ese tránsito tan rápido desde el amor más exaltado al desvío más triste. Ricardo se ha gozado en subir tan alto, como a las cimas del cielo, a nuestra Elena para lanzarla desde allí a los más hondos abismos. Este amor reproduce la fábula del águila y la tortuga.

-Caso extraño, cuya razón no se alcanza a nuestra débil inteligencia, la cual penetra más fácilmente en el fondo de los abismos del cielo que en el fondo de los abismos del alma.

-Y es necesario casar a toda costa y a toda prisa la pobre Elena, sea con quien quiera.

-Imposible en estos momentos, con el corazón despedazado por completo, con la amargura de los desengaños en los labios, con el sentimiento todavía vivo, sin que el tiempo haya ejercido su virtud ni en los ojos se hayan secado las lágrimas.

-Pero ¿no comprendes que este rompimiento súbito ha de engendrar hablillas innumerables?

-Lo comprendo.

-¿No comprendes que el único medio de conjurar esas hablillas se encuentra en constituir pronto una familia para Elena, y en procurarle un buen matrimonio?

-También es verdad.

-Pues apresurémonos. Ahí está el bueno de Jaime, joven tan generoso, tan valiente, tan liberal, tan desprendido como el mismo Ricardo, y a quien tarde o temprano amaría Elena.

-Difícil me parece.

-Mas, imposible el matrimonio con Ricardo, no ha de quedarse nuestra Elena para vestir santos, ni ha de ser con el tiempo una de esas cotorronas que padecen de los nervios, y fastidian a cuantos las tratan con sus desmayos, sus histéricos, sus aprensiones, sus patatuses. Líbrenos el cielo. Hay que darle marido, y pronto, muy pronto. Y de darle marido, ninguno como Jaime, que mil veces me ha hablado de su pasión exaltada con las lágrimas en los ojos; corazón de oro, inteligencia de fuego, voluntad de hierro; valiente, como un Cid; entusiasta como un joven de mi tiempo; sin escrúpulos de monja ni repulgos de empanada, cual ese adamado Ricardo; y tan capaz de tomar una fortaleza como de rendir un alma; resuelto en sus decisiones, tenaz en sus propósitos, constante en sus afectos, consecuentísimo con sus ideas, modesto en sus virtudes, y a quien creo bastante elevado para dar la felicidad a toda una nación, y con mayor motivo a la delicada alma de una tierna niña, que sólo quiere lo más fácil y más hacedero en este bajo mundo: amar y ser amada.

-Miradla, ahí viene, pálida y triste.

-Respetemos su dolor, dijo Tafalera, en estos primeros y supremos instantes de su natural explosión. Nada más difícil que contrariarlo cuando en explayarse encuentra su único alivio.

En verdad, así que se emboscaron por el jardín los dos interlocutores, apareció Elena. El peinador blanco que la cubría, el cabello en desorden que le flotaba sobre la espalda, dábanle aspecto de trágica aparición. Aquella frente, en otro tiempo tan tersa, tenía arrugas, como si en concebir pensamiento extraño se esforzase; aquellos ojos tan brillantes, que despedían chispas de vida, alzábanse ahora al cielo, cual si nada les llamase ya la atención, ni pudiera fijarlos en la tierra, semejándose su mirada dulce y triste a la mirada de esas almas místicas o en pena que suspiran por la redención, o que se esfuerzan por subir a otro mundo mejor desde este bajo mundo. Palabras incoherentes salían de sus labios, palabras parecidas a los tristísimos gorjeos del ave cuando se encuentra abandonada de su querida pareja o separada del nido donde pían sus idolatrados polluelos. En sus manos crispadas tenía una carta, y si alguna vez bajaba sus ojos era para fijarlos en aquellos renglones sobre los cuales caían, después de la lectura, hilo a hilo sus lágrimas.




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Capítulo XXI


Adiós para siempre


Elena: hemos acusado injustamente a nuestros padres. Cuando me apercibía con toda resolución a la fuga proyectada he sabido por inesperadas revelaciones la irremediable imposibilidad de nuestro matrimonio. La naturaleza, el mundo, la sangre que corre por nuestras venas, todo cuanto creíamos que nos llamaba a la misma suerte y nos requería a confundirnos en el mismo amor, todo nos separa y nos aparta con invencible separación y apartamiento. Sabe el hecho, Elena mía, no sepas la causa. Resígnate a la voluntad de Dios, y no acuses ni a tu padre, ni a mi madre; sobre todo, no acuses a tu infeliz Ricardo, que acaba de recibir en mitad del corazón una herida de muerte, a la cual no sobrevivirá mucho tiempo su débil naturaleza. A pesar de la aparente tranquilidad que reina en mis expresiones, a pesar del trazo segurísimo de estas lineas y de estas letras; si oyeras al través de la distancia los suspiros que me cuestan, si presenciaras los estremecimientos que me obligan a separar la pluma del papel, y las lágrimas que inundan mis mejillas y ciegan mis ojos, acaso me perdonarías en este trance, comprendiendo que tan sólo te doy un sorbo de la hiel con que destrozo ahora mis entrañas y acabo mi existencia.

Me separé de ti con ánimo de volver a unirme contigo para siempre. Caí a los pies de mi desolada madre pidiéndola una bendición sobre nuestras frentes que debía ser la bendición del cielo. Sentí, pensé, desde el momento que tuve la dicha de verte, ligar mi vida con tu vida, hacer de nuestras dos almas una misma y sola alma allá en los cielos, donde las almas se juntan y se confunden, allá en los cielos del amor. Comprende que la tierra donde pensaba vivir se ha desquiciado bajo mis plantas; que el horizonte a que creí deber aire y luz se ha venido en cenizas sobre mi cabeza; que la estrella única de mi vida se ha extinguido como un fuego fatuo; y que ando a tientas, entre ruinas, desconociéndome ya a mí mismo, como si fuera una sombra disipada en los abismos de la muerte.

¿Qué dirás de mí cuando recibas esta carta? ¿Qué idea te formarás del joven a quien acabas de ver rendido a tus plantas, ofreciéndote una mano, que retira de pronto, sin razón y sin motivo plausibles? Amar a un ser, confundirle con el ser propio; no aspirar a otra luz que la luz de sus ojos; no vivir en otra atmósfera que sus blandos suspiros; unir a sus ilusiones nuestras ilusiones y a sus esperanzas nuestras esperanzas; ver al través de su existencia así la vida como la muerte, así el tiempo como la eternidad; preferir su voz a todas las melodías del Universo y del arte, su protección a las fuerzas de la Naturaleza y su amparo al amparo mismo de la Providencia; y luego, en un solo día, perderlo para siempre, y perder con él todo cuanto nos ataba a la tierra, ¡oh! es una pena tal, que a su acerbidad no puede, no, resistir por mucho tiempo nuestra vida.

¡Cuán preferible contemplar el ser amado exánime y muerto! No respira, es verdad; no vive; dolor acerbísimo. Mas saber que respira y no respira en nuestra misma atmósfera; saber que vive y no vive en nuestra misma vida; saber que habla y no habla para halagar nuestros oídos, ¡oh! es un tormento tan cruel, que descoyunta nuestra alma. Mucho más felices que ahora seríamos reducidos a cenizas y encerrados en la misma sepultura, donde confundidos nuestros átomos, no pudiesen unos de otros separarse. El frío de la muerte había de convertirse en calor más fecundante que el calor del Sol a la llama de nuestros amores.

Pero, ¿a dónde voy? ¿Qué pensamientos pasan por mi cerebro destrozado? ¿Qué locuras me atrevo a escribir, injuriando a Dios, injuriándote a ti, injuriándome a mí mismo? Perdona este momento de extravío, en el cual no volveré a caer. Nuestro afecto debe quedar reducido a una sencilla amistad, porque así lo manda el deber. Y al cumplimiento del deber no podemos sustraernos sin subvertir esas eternas leyes morales por cuya virtud penden nuestras almas de Dios. Elena, he dejado para siempre de ser tu amante. No hay poder humano que tuviese ni fuerza ni autoridad para hacerme tu marido. Debemos renunciar por toda una eternidad al cariño exaltado que nos profesábamos. Debemos querernos tranquilamente como dos amigos, como si hubiéramos nacido del mismo seno y criádonos en el mismo regazo. A la exaltación tiene que suceder precisamente una serenidad bien distante de las antiguas tempestades. Hé ahí lo que exige de nosotros el deber; hé ahí lo que tu Ricardo está dispuesto a cumplir con todas sus fuerzas y a observar en toda la duración de su vida. No hay remedio. Así lo requiere la fatalidad.

Cuando lo supe, no sabía qué decir, a quién acusar, de quién dolerme y quejarme. Instintivamente llevaba la mano al corazón y creía acabados sus latidos. Erré algunos minutos por mi casa, sin saber a dónde iba y de dónde venía, como si hubiera salido del tiempo y del espacio. Luego entré en mi cuarto y caí de rodillas ante un crucifijo, hermoso objeto de arte, convertido, por el estado de mi ánimo en santo objeto de religión. Yo no sabía, sin embargo, qué pedirle cuando estaba cierto de que no podía concederme lo único deseable, tu amor y tus caricias. Le pedí un claustro ruinoso cubierto de zarzas y de yedras; una sepultura sobre la cual creciesen las ortigas y la cicuta; lágrimas, siquiera fuesen del rocío; miradas, siquiera fuesen de la luna, para la tierra removida; los brazos de una cruz de piedra extendiendo su sombra sacrosanta y guardando la eterna rigidez de mi cadáver. Pero entonces recordé cómo no hay átomo que se pierda y se aniquile; entonces recordé cómo el aliento que se escapa de mi pecho vuela a depositarse en el cáliz de las flores y a pintar sus hojas; cómo las moléculas que circulan por mi cuerpo, venidas quizás de un astro lejano por virtud del calor y de la luz universal, van a juntarse en nuevos seres sin que ninguno de ellos se pierda o se aniquile; y creí y proclamé la inmortalidad, tan solo para esperar encontrarte en otro mundo mejor cuando desceñidos de la manchada materia y en toda su pureza la esencia de nuestro ser, podamos amarnos en la eternidad como las almas aman a Dios en la bienaventuranza.

Y todos estos pensamientos, extraños en mi desesperación, se condensaron sobre una sola idea fija, sobre la idea de mi muerte. Matarme parecíame tanto como dudar de la eficacia de mi dolor y de su crueldad. Para acabar pronto no hé menester más arma que esta pena mía, elavándose y hundiéndose en lo profundo de mi corazón y de mis entrañas. Yo estoy seguro, segurísimo, de que pronto, muy pronto, habrá de dar estrecha cuenta de mí esta idea: no somos hoy lo que éramos ayer. Hora maldita en que supe tamaña desventura, ¿por qué antes de revelármela no me aniquilaste? Feliz hubiera muerto sin conocer este dolor, el más cruel sin duda alguna de todos los dolores humanos. He querido borrar de mi pensamiento el triste suceso; volver a mi anterior estado, siquiera por un minuto; departir con las flores de mis macetas y las avecillas de mis pajareras, a las cuales contaba yo con la muda elocuencia de los suspiros tu amor y mi felicidad. Pero ¿son las mismas? No deben ser, porque me han parecido las unas marchitas y tristísimas las otras. No deben ser, porque no han sonreído las flores ni han gorjeado las aves como antes sonreían y gorjeaban. En mi pena me he arrojado sobre el lecho como si me extendiera en el sepulcro. He llorado mucho y no he conseguido descargarme de mi aflicción. Desesperado, he corrido a la calle para huir de mi hogar a ver si huía de mí mismo. Las gentes me miraban con extrañeza, sin duda por lo desceñido de mi traje, por lo demudado de mi rostro, por lo descompuesto de mi cabello en desorden. Afortunadamente era ya de noche, y no podía notarse mi pena como de día, a cuya luz hubiera con seguridad hecho exactamente lo mismo. Ignoro si fue mi instinto o si fue la Providencia quien me condujo hasta las puertas de un cementerio. Pero recuerdo que entré, que pisé los huesos, que removí la tierra, que palpé las sepulcrales lápidas, que ví el reflejo siniestro de los fuegos fatuos y el siniestro mirar del buho y de la lechuza, que me revolqué sobre aquellas plantas, agarrándome a las ramas de los cipreses como a un último asidero en mi naufragio. Mis brazos volvieron a levantarse al cielo; mis labios volvieron a invocar a Dios. No le pedía cosa alguna; pedíale tan solo el aniquilamiento perpetuo, el sueño eterno. Las estrellas que tantas veces habíamos mirado juntos en las noches de estío, cuando embebecidos uno en otro buscábamos con nuestros ojos lo infinito, me parecían lámparas funerarias, tristes como esta misma tierra en que hemos sido tú y yo tan desgraciados. Y ¿cómo habían de parecerme otra cosa, cuando estaba seguro de que la esencia de tu aliento no subiría hasta mis labios entreabiertos; de que el rayo de tu mirada no penetraría como una idea hasta mi cerebro; de que el crugir de tus vestiduras no halagaría mis oídos; de que la música de tu palabra no trasportaría a mundos desconocidos mis pensamientos; de que tus sedosos cabellos no rozarían mi frente; de que jamás el aire volvería a repetir esta palabra anhelada, te amo como cuando respirabas, Elena, sólo para mí, para tu amante? Entonces la tierra se hermoseaba, los cielos resplandecían con nuevos resplandores, las estrellas nos mandaban ecos de sus himnos al Creador, el Universo entero se trasparentaba como para revelarnos las santas verdades ocultas en sus senos. ¡Cuán felices éramos uno y otro! ¡Cómo nos parecía la vida inacabable! ¡Cómo el placer purísimo nos trasformaba a nuestros mismos ojos haciéndonos creer que éramos inmortales! Vivir tú para mí; vivir yo para ti: hé ahí el secreto de todo nuestro ser, la aspiración necesaria de nuestros dos corazones.

Mas ¿por que amontono todas estas cosas, ya sin ningún sentido? ¿Por qué evoco todos estos recuerdos, ya deshojados y marchitos a mis plantas? Te anuncio que la naturaleza de nuestra pasión ha cambiado, y escribo como si nada absolutamente nos hubiera sucedido a nosotros; como si estuviéramos todavía en tu jardín, a orillas de la fuente, donde se retrataban los faroles venecianos, acariciados por las auras del cielo y por las armonías de la orquesta, lanzándonos uno en brazos de otro a los vértigos del baile, no por bailar, sino por estrecharnos fuertemente y confundir las dos amorosas almas en la luz de nuestras miradas y en el aroma de nuestros alientos. No, no pensemos en eso, porque con sólo pensar perpetramos el mayor de los crímenes. Pensemos en nuestra única esperanza, en la playa serena donde arribaremos un día, en la muerte. Mi sepultura estará aquí, en España, donde te he conocido y te he amado. Escogeré la aldea meridional de cuya rada mis antepasados, los fundadores de la familia de mi madre, salieron para pelear e imperar en América. Aunque mis ojos estén huecos y vacíos, yo necesito aquella luz para calentar mis cenizas; aunque mis oídos estén sordos, yo necesito como una eterna plegaria el rumor de las ondas mediterráneas penetrando entre las tablas de mi ataúd y resonando en la cavidad de mi sepultura. Allí viene más pronto la golondrina y se calla más tarde el ruiseñor, Allí florece, en los secos torrentes, el verde laurel con que yo había soñado tantas veces Y que había creído, en las ilusiones de la juventud, propio para mis sienes. ¡Cómo te agradeceré que alguna vez recuerdes que allí están mis restos, y vayas a depositar desde cualquier punto de la tierra donde te encuentres, algunas flores regadas con tus lágrimas! Mis huesos saltarán de gozo en su soledad. Nadie deberá saber cuál ha sido mi desgracia, ni tú misma. No se la digas a ningún ser humano, porque en el mundo castíganse las desdichas fatales como si fueran culpas propias. Sin embargo, cuando veas dos flores que se mecen sobre el mismo tallo; cuando dos cansadas alondras vuelvan de su vuelo a lo infinito y por casualidad descansen un momento en las ramas de los sauces plantados sobre mi sepulcro; cuando la brisa del mar arranque su polen a una palmera para depositarlo en el cogollo de otra palmera estremecida; cuando la luna bese con sus amorosísimos rayos a su esposo, a nuestro planeta, cuéntales, a fin de que me compadezcan y lloren contigo sobre mis restos fríos, cómo yo he sido el ser malaventurado y maldito para quien el amor se convirtió, al brotar dentro de su pecho, en imposibilidad incontrastable, en verdadero crimen.

¿De qué ha servido el venir a la tierra, si en la tierra no he acertado a conocer la pasión de las pasiones, no he acertado a conocer el amor? Nadie me ama. Nadie une su existencia a la mía. No hay un pensamiento fijo siempre en mi nombre; no hay una memoria que guarde perpetuamente mi recuerdo. Al acercarme a mi casa no tengo quién me espere. Al habitarla no encuentro quién comparta ni mis alegrías ni mis penas. El día de ayer completamente falto de recuerdos; el día de mañana completamente falto de esperanzas; por toda vida un desierto. Dentro de poco, cuando mueran los seres, naturales predecesores míos en las sendas de este mundo, ni tendré. a quien llorar, ni tendré quién me llore. No veré en mi casa abandonada las próvidas manos que todo lo arreglan; la dulce sonrisa que todo lo embellece; la tierna mirada que todo lo ilumina; la melodiosa palabra que todo lo armoniza; el sentimiento, que todo lo vivifica; es decir, el cuidado, la sonrisa, la mirada, la palabra, el sentimiento de una mujer unida a mi por la elección de la Voluntad y consagrada por el óleo de la virtud, cuyo amor, sin dejar de ser un goce delirante, es al mismo tiempo en la conciencia paz, y título de consideración y de estima a los ojos del mundo. ¡Ah! Al salir de mi casa no me contarán el tiempo que estoy fuera ni me preguntarán cuándo vuelvo. Desierta y fría como la tumba misma, no se oirán las sonoras carcajadas, los ruidosos juegos, las precipitadas carreras, los dichos entrecortados, las palabras sin sentido de los sonrosados niños que vuelan como las mariposas, que pían como los nidos, que encantan como el alba, que perpetúan con su inocencia nuestra inocencia, y renuevan con su infancia en la vida nuestra propia infancia. Ningún estímulo para el trabajo; ningún incentivo para la gloria; ningún deseo de ilustrar un nombre que nadie ha de llevar; ninguna compañía grata en las largas veladas de invierno al amor de la lumbre y al borde de la chimenea; ninguna esperanza de mezclar mis huesos con otros huesos queridos en el frío seno de la muerte. Soledad, soledad, eterna soledad por todas partes; hé ahí cuanto descubro en torno mío desde este momento al momento supremo de mi muerte.

Pero ¡ah! tal estado es mucho más horrible cuando se trata de una mujer; mucho más horrible cuando de ti se trata, Elena mía. Por consiguiente, siendo imposible nuestro matrimonio (perdona las manchas de esta hoja, ¡he llorado tanto!), siendo imposible nuestro matrimonio, ruégote que no cierres tu corazón a la esperanza de ser feliz. al lado de otro hombre a quien ames al cabo como seguramente me hubieras amado a mí. No te exalte, no te extrañe esta proposición presentada por aquél, que ayer mismo hubiera inmolado con rabia a quien le disputase tu corazón o se hubiera muerto de pena al saber la existencia de un rival afortunado. Entre los muchos deberes que la fatalidad me impone, el primero quizá es también el más penoso; procurar por los medios imaginables tu ventura doméstica junto a un marido a quien ames con todo tu corazón y que con todo su corazón te ame. Pero no lo dudes; cumpliré este deber con el rigor extremo con que he cumplido todos mis deberes. Podrá costarme la vida, es verdad, pero la vida será eternamente el primero entre todos los holocaustos exigibles por la conciencia y por el deber. Escoge un marido en quien se unan las prendas corporales con las prendas morales. No te enamores de hermosas apariencias; que la hermosura externa pasa pronto, y pronto satisface, mientras la hermosura del alma guarda para cada día una sorpresa y en cada sorpresa un encanto. No te dejes llevar del instinto ciego del primer impulso de la voluntad, sino de la reflexión unida al amor; porque las obras eternas, como un matrimonio feliz, han de preparar y concluir maduramente. No atiendas a ninguna ventaja material; ni a la cuna, ni al nombre, ni a la riqueza, ni a la gloria: para amar, lo verdaderamente indispensable es el amor. Trata mucho y durante el mayor tiempo posible a la persona en cuya compañía vas a pasar toda tu existencia. Procura conocerla en todos los actos de su vida; estudiarla en todos los repliegues de su corazón, porque no sabes como la cosa más mínima decide del amor, y cómo el amor, súbitamente acabado, cuando no queda reparación ni remedio, acibara el matrimonio y emponzoña la vida. Cerciórate de que la persona elegida es digna de ti, y ha de elevarte y ennoblecerte a tus propios ojos. La mujer que pierde la estimación a su marido, cae en una degradación moral, que si no hiere su honra, pervierte su alma. Después de casada no tengas ni más teatro ni más baile que tu casa; ni más diversión que contemplar el rostro de tus hijos; ni más trabajo que la educación de aquéllos destinados a sucederte y a honrar tu nombre con sus acciones. Para realizar esta obra de abnegación solamente háber menester el amor, el amor, siempre el amor.

De mí no vuelvas a acordarte. Baja los grados de tu amor hasta convertirlo en el afecto sencillo que se profesa a un amigo, a un hermano. Para combatir la pasión que aún pudiera quedar en tu pecho, opónla esta idea, la idea de su completa imposibilidad. Yo soy como Satanás; me encuentro imposibilitado de amar. Y como me encuentro imposibilitado de amar, me encuentro también imposibilitado de vivir. Soñé un día con la libertad; pero no puedo ya servirla, puesto que no puedo tenerla para entregarla a una mujer adorada. Soñé con la ciencia; pero las otras verdades me son de todo en todo indiferentes, desde que sé a ciencia cierta esta verdad desconsoladora, que nunca seré feliz. Soñé con el arte; mas para subir a sus esferas celestes y trasformarse en su impalpable éter, hay que pedir luz a la mirada de una mujer que sea la Pitonisa de sus secretos, la Musa de sus aspiraciones, la Diosa de su religión. Ni siquiera el trabajo me llama y me atrae, pues no tiene el trabajar para quién sea, ya que este pobre solitario vive sin posteridad y sin esperanza. Por eso te pido lo único que ya puedo pedirte; un recuerdo, un suspiro, una oración, una lágrima en la hora próxima de mi muerte. Adiós, Elena, adiós para siempre.




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Capítulo XXII


Finis


Han pasado dos años después de todas las escenas que hemos en los anteriores capítulos descrito. Antonio se ha llevado su hija a París, y con su hija se ha ido toda la familia, sin excluir el viejo tío, empeñado en hacer a toda costa y a toda prisa la felicidad de Elena en el seno de bienaventurado matrimonio. Las exigencias de la política, una conspiración descubierta como suelen descubrirse siempre todas las conspiraciones en España, ha llevado también a París al bueno de Jaime, cada día más enamorado de la libertad y de Elena. Allí el marqués de la Tafalera ha conseguido dos cosas: primera, que la joven comprendiese toda la imposibilidad de sus amores con Ricardo; y segunda, que se resignara a nuevas relaciones. Nadie en la familia pudo penetrar la causa de la separación entre Elena y Ricardo; pero todos la veían como irremisible e irremediable. Los dos amantes no volvieron a verse ni a escribirse. Entre tanto Jaime visitaba todos los días el palacito de los condes de la Floresta en la Avenida de los Campos Elíseos. Y aunque lo visitaba, si bien decía a todos cuánta era su pena, jamás se lo decía a quien más necesitaba saberla, jamás se lo decía a Elena misma, después de su última inapelable repulsa en el jardín de Madrid. Y la causa de este silencio estribaba en razón sencillísima que enaltecía su carácter: Jaime ignoraba la ruptura de las relaciones y no quería dañar a un amigo, tan amado como Ricardo, aunque fuese a costa de su eterna felicidad. Mas no se necesitaba ir mucho tiempo a la casa para saber el triste caso. Allí estaba la trompeta de la fama, el marqués de la Tafalera. Y aun después de sabido insistió el pundonoroso joven, por otras razones no menos valederas, en retraerse de toda declaración que pudiese parecer infidelidad, si no a su amigo, a la memoria de su amigo. En vano el marqués, a quien la ancianidad diera monomanía de casamentero, le demostraba la extraña naturaleza de los amores de Ricardo, el cual, en los días mismos de su ruptura con Elena y en la carta última, le aconsejaba un matrimonio que fuese la felicidad de la vida para ella, la paz del alma para él. Jaime no osaba declararse, diciendo que solamente lo haría, aunque en pedazos el corazón se le partiese, autorizado por Ricardo, a quien no volvió a hablar del amor sentido por Elena desde el día en que, a impulsos de irreflexivo sentimiento, se lo reveló con francas revelaciones dictadas por rapto de pasión.

Tales dificultades convirtiéronse en obstáculos insuperables para otro que no fuese nuestro buen marqués. En seguida se le ocurrió el expediente que todo lo resolvía y el medio que todo lo allanaba. Imposible, dada la formalidad de Ricardo, imposible en él decir una frase por decirla, sin ánimo de encarnarla en la realidad, tal como la tenía en el pensamiento y en la pluma. Dijo que se creía el primer interesado en procurar a Elena un venturoso enlace; y precisaba que cumpliera lo dicho. Y la mejor manera de cumplirlo consistía en interceder con Jaime para que Jaime se casara. Y si Ricardo intercedía, Jaime indudablemente se casaba; pues no quería otra cosa. Tafalera, que en achaques de amor podía pasar, no ya por bachiller o licenciado, sino por uno de los primeros doctores, comprendió bien e1 estado del ánimo de los dos jóvenes. Elena jamás se curó totalmente de su pasión por Ricardo. Pero el amor, como todo, se estrella cuando choca en lo imposible. Lloró, gimió; se puso pálida y ojerosa; sus días se pasaron en ataques de nervios continuos; sus noches en continuos insomnios; pero al cabo tuvo que rendirse a la realidad y que entregarse al impulso de la corriente, al impulso de la vida. El mandato categórico de su padre; el parecer unánime de la familia, que sin acertar con el misterio en sí, comprendía o adivinaba la imposibilidad del matrimonio; la carta misma de Ricardo en el momento de aguardarlo para una fuga resuelta y frustrada; todas estas razones bastaron a persuadirla de que su amor no tenía esperanza alguna sobre la tierra. Y ya sabéis lo que significa la desesperación. Ya sabéis cómo un amor que no se alimenta en las llamas de la vida, en las esperanzas ¡ay! o mata o muere sin remedio. De otra suerte imposible vivir en los celos y recelos sin término; en los delirios sin tregua; en los deseos sin satisfacción; en los ensueños sin realidad; en los combates sin victoria; en las esperanzas que han de terminar forzosamente por una desesperación muy parecida a la muerte. ¿La pasión no mató a Elena? Pues la pasión murió en Elena. Las palabras misteriosas de su padre; la carta desgarradora de su amante;. la separación interpuesta tan a tiempo; la vida de París, y ¿por qué no decirlo de una vez? hasta la presencia de Jaime la consolaban de su perdido amor y la impulsaban a sentir otro nuevo, si menos intenso, menos ocasionado también a tempestades. Principios de olvidar a Ricardo, principios de inclinarse a Jaime; propicia ocasión para tejer nuevas relaciones, sobre todo, tratándose de jóvenes tan accesibles al amor, y entre los cuales se levantaba un tercero tan hábil en urdir matrimonios como el marqués de la Tafalera. ¿Qué muralla había entre los dos jóvenes? En Elena el recuerdo de su amor a Ricardo, y en Jaime el escrúpulo de su amistad a Ricardo.

Pues todo lo resolvía Ricardo. De un tiro mataba dos pájaros. Precisaba acudir a él como a la solución de todos estos problemas y como al Deus ex maquina de todos estos dramas. El marqués comprendió bien pronto que una carta no valía. cosa, y pretextando negocios urgentes en Madrid, tomó el tren y se encajó sin descansar desde la capital de Francia en la capital de España. No acabaríamos nunca si hubiéramos de relatar todas las reflexiones que en el camino se le ocurrieron. ¡En qué mal hora atacaron los románticos, decía, las unidades clásicas, a las cuales prestaba nuestro buen Moratín su fervoroso culto! En estos días, con los ferrocarriles y los telégrafos eléctricos, las más embrolladas comedias, las más terribles tragedias, se desenlazan con facilidad en veinticuatro horas. Este drama terminará pronto, gracias a la celeridad del movimiento continuo y a la rapidez de comunicaciones. Y ya veis cómo el romanticismo, pretextando culto a la verdad, resulta inverosímil. Un alumno de la escuela huguesca ya hubiera matado con puñal o con veneno a Ricardo, a Elena, a Jaime, a cualquiera de los personajes. La realidad viviente es mucho más clásica. La realidad viviente no tiene esas catástrofes tan grandes como inverosímiles. Elena, que no ha podido casarse con Ricardo, se casa con Jaime; y Laus Deo. Jaime, que no ha podido ser plato de primera mesa, se resigna a ser plato de segunda; y andando. En cuanto a Ricardo, nada mejor que procurarle de cualquier manera la tranquilidad de toda su vida. Anudó unas relaciones por pasión y las rompió sin motivo. Pues ahora se le presenta la gran coyuntura de escapar a todo remordimiento uniendo a dos amantes a quienes, quizás sin culpa, había hecho infelices. Y Tafalera se frotaba las manos creyendo contentar a todo el mundo y contemplando las correcciones clásicas de nuestra vida, que desenlaza por plácidos matrimonios las mayores tragedias.

En cuanto hubo llegado a su casa y limpiádose el polvo del camino, tomó un baño para reparar sus fuerzas y un sueño para reparar su cerebro. Y en cuanto, lavado y dormido, pudo ponerse de pie, mandó la correspondiente carta a Ricardo pidiéndole hora para una entrevista. Inútil decir que Ricardo le dio la hora más próxima a la recepción de la carta y que Tafalera se presentó a la cita con su acostumbrada exactitud. Nunca se presentara si hubiera de saber la emoción que lo aguardaba. El joven, por quien tan grande amistad había tenido en otro tiempo, se le aparecía, no tanto enfermo como triste; pero de una tristeza mortal. Notábasele en cada una de sus palabras el esfuerzo que debía hacer para hablar. El entrecejo fruncido, los ojos apagados, la frente surcada por esas arrugas que abren las ideas fijas, los labios contraídos por mortal sonrisa, decían bien a las claras cuánta era su desdicha y cuántos estragos y destrozos causara en su pecho. Y eso que, al entrar el marqués, con su aire de alegría, con sus bromas de rúbrica, con sus paralelos entre el viejo y el nuevo mundo, no pudo menos de sonreírse con cierta alegría que pareció sobre sus dolores como un nido o una flor sobre las tumbas. ¡Ay! Reanimáronse todos sus recuerdos y creyó ver la vuelta dichosa de su pasada vida. Sus ojos brillaron con plácido brillo. Pero en cuanto le habló el marqués de la embajada que traía, volvió a caer en la tristeza más profunda, y en tal manera, que hasta la voz se le anudaba en la garganta y las lágrimas le venían a los ojos sin que pudiese en manera alguna reprimirlas. Mas accedió a todo cuanto creyó el marqués necesario al enlace de Elena y Jaime, cumpliendo su deber por el culto profesado eternamente al deber. Llegó a más; llegó a prometer su presencia en una boda tan satisfactoria para él y que le procuraba tres cosas igualmente deseables: el matrimonio de Elena, la felicidad de Jaime y la paz de su conciencia.

El marqués, que se entristeciera mucho al ver la tristeza de Ricardo, se alegró mucho más de lo que antes se había entristecido, al ver el completo éxito en la ideada empresa y la proximidad del matrimonio. Estábamos por Agosto del sesenta y ocho, y harto luto, en su sentir, llevaba Elena en dos años al malogrado noviazgo de Ricardo, roto por Agosto o Setiembre del sesenta y seis. Luego la atmósfera de España olía a tormenta y el marqués necesitaba dejar arreglado su negocio antes de que una oleada política se llevase de nuevo a Jaime por esos mundos, en pos de riesgos que habían de conjurar mucho los brazos de una joven y amantísima esposa. No bien recogió las cartas que creyó necesarias, después de reposar veinticuatro horas, partióse de Madrid a París, más contento que unas pascuas. A la melancolía de Ricardo, que tan desagradablemente le afectara en los comienzos de su visita, no le dio luego importancia alguna, pues desde el día en que le viera renunciar a su fuga, y por ende, a su matrimonio, túvolo antes por destinado a un convento de cartujos que por destinado a los goces del mundo. Si lo hubiera visto después que lo dejó; si hubiera presenciado los sollozos que partían su pecho; los estremecimientos que doblaban todo su cuerpo; las lágrimas llovidas por sus ojos enrojecidos; las ideas de muerte acariciadas por su extraviada mente; el dolor, el inmenso dolor con que consumara el sacrificio pedido por la conciencia, compadeciera con profundísima compasión al desdichado mártir del deber.

Y lo cumplió Ricardo hasta el fin. Como su madre estaba pendiente de su voluntad, persuadióla a que le acompañase a París. Con la sabiduría innata en las madres, opúsose Carolina a este viaje que un secreto presentimiento le hacía odioso. Mas, como quiera que después de sabidas su infamia y su deshonra, las atenciones de Ricardo para ella y sus muestras de cariño se redoblaron diariamente, en vez de disminuirse como recelaba y parecía natural, no osó oponerse a un deseo de su hijo, expresado con verdadera vehemencia. Luego Carolina era al cabo mujer, y tenía dos intereses propios en el viaje ideado; primero procurar una distracción tal vez saludable a la melancolía de Ricardo, y segundo ver, siquiera fuese a hurtadillas y de lejos, a su idolatrada Elena. Se habían hecho tales encarecimientos de la boda, de su felicidad, de las prendas de su yerno, que todo esto llevaba alguna alegría a su corazón de madre y ponía alguna gota de miel en sus acerbas penas. Y en verdad era muy difícil que averiguase el secreto móvil de la acción de Ricardo, a saber, clavarse el puñal de sus celos y de sus penas hasta la empuñadura a ver si lograba lo que tanto apetecía; la muerte.

No hubo remedio. El marqués de la Tafalera, que cedía todos sus bienes al nuevo matrimonio en vida, con la condición única de que lo cuidaran como a un padre o a un abuelo, quiso celebrar aparatosamente en el aparatoso París la boda. Así es que hubo una procesión de carruajes desde los Campos Elíseos a la alcaldía del distrito, y desde la alcaldía del distrito a la iglesia parroquial. Y el carruaje más lujoso fue el carruaje donde iban Ricardo Jura y su madre, acompañados de Arturo y Federico, los cuales aún disputaban sobre su tema favorito en pleno París y en plena ceremonia, sobre si este planeta nuestro es el mejor o el peor de los mundos posibles. El optimista hubiera podido encontrar miles de argumentos para su optimismo en la felicidad de aquella boda y en la alegría de aquel París que, por una singular excepción, lucía su cielo azul y su sol espléndido, en cuanto pueden ser para un meridional azules y espléndidos cielos y soles del Norte. El pesimista, al revés, hubiera podido encontrar otra clase de argumentos en la tristeza de Ricardo, si la tristeza de Ricardo no desapareciera aquel día tras una especie de demencia tan gozosa, tan delirante, tan extraña a su carácter, que bien podía llamarse siniestra, muy siniestra alegría. ¿Habéis visto la última llamarada de una lámpara que se apaga; la última mejoría de un enfermo que agoniza; la última hora de un tísico a quien da la fiebre todas las exaltaciones de la vida? Pues así era la alegría de Ricardo, una alegría mortal, con la que aceleraba su fin.

Sin embargo, al ver salir a Elena con su vestido blanco, su velo de desposada, su corona de azahar; al verla embellecida por el rubor, tuvo un ahogo que le obligó a sentarse y que concluyó por fuerte tos, a cuyos sacudimientos diríase que el pecho se le despedazaba. La concurrencia, embebida en contemplar la hermosura de Elena y la riqueza con que iban adornadas todas las damas concurrentes a la boda, no oyó los fúnebres sonidos, cuyos ecos acompañaban con su siniestra cadencia la general alegría. Bien es verdad que, deseoso Ricardo de no revelar sentimientos ahogados por la voz del deber, mandó a sus nervios con imperio, y sus nervios le obedecieron con sumisión hasta el extremo de acallar la tos y perderse en la concurrencia, como el más contento y satisfecho. Trasladados de la casa nupcial a la alcaldía, nuevas nubes oscurecieron la frente de Ricardo, nuevos ahogos asfixiaron su pecho, nuevos desmayos sobrecogieron sus fuerzas, cuando la feliz pareja pronunció el sí eterno que ya no podía revocarse en el mundo. Diríase que bajaba sobre los párpados del joven la soñolencia de la muerte. Carolina, aunque seguía con verdadero éxtasis todo el ceremonial de la boda de su hija, en cuyas incidencias estaba como absorta, notó la pena de Ricardo y le preguntó si por acaso se sentía mal. Pero Ricardo volvió a sobreponerse a su naturaleza física con la energía de su naturaleza moral, respondiendo sencillamente como si sentía algún malestar lo achacaba al concurso inmenso rebosando en la alcaldía y al enrarecimiento del aire desvaneciendo la atmósfera. En efecto; cuando bajaron para tomar el coche, vieron cuantos le acompañaban que recobraba la energía de sus fuerzas y el buen humor de su ánimo. Así continuó departiendo sobre todo, armando cierta algazara, como si quisiera aturdirse, hasta la iglesia parroquial, donde el sí dado ante los hombres y repetido ante Dios, volvió a asestarle una puñalada tan fuerte, que se cayó al suelo como herido de un vértigo, sí, vértigo fugacísimo, y de consiguiente confundido por todos con una caída cualquiera. De esta suerte continuó todo el día, pisándose las entrañas y haciendo como que estaba gozoso, hasta el punto de engañar a la concurrencia. En el banquete otro ataque de tos, prontamente reprimido, le impidió brindar. En el baile, que sucedió al banquete, los ahogos de su pecho le impidieron bailar. Y cuando perdió la luz de sus ojos y hubo de agarrarse al buen Arturo, que iba a su lado, para no caerse de nuevo, fue al enseñarle el marqués de la Tafalera la cama nupcial, verdadera joya de arte. Su pena crecía, crecía conforme la hora de separarse los novios y recluirse en su camarín de bodas, adelantaba, adelantaba. Milagrosamente tenía consigo a su madre, por vez primera en una fiesta tras su viudez, trasformación de todos notada y sólo debida al afán con que contemplaba a su hija, besándola en cuantas ocasiones lo podían pedir las conveniencias, con ardor tan extraño, que conmovían misteriosamente a Elena. Y el pobre Ricardo trataba de ocultar a su madre el horrible dolor que sufría; e iba ocultándose por los rincones como uno de esos buenos perros, los cuales diz que huyen la casa de sus amos, cuanto se sienten mal, para no acongojarles con su agonía y con su muerte. Mas allá, a la una de la madrugada, sentado en un sillón, su cabeza temblaba como si la sacudiera una apoplejía, sus ojos iban tomando el vidrioso brillo del ojo de los cadáveres y la lengua se le pegaba a las secas fauces. Y nadie fijaba su atencion, nadie, en aquel extraño ser que se moría, mientras los novios escuchaban toda suerte de plácemes y los jóvenes corrían en vertiginosas vueltas de baile al son cadencioso de la música. Por fin llegó la hora mortal para Ricardo. Los dos seres felices iban a separarse, y cogidos del brazo, despedíanse de toda su comitiva. Por una extraña casualidad, Ricardo fue la primera persona a quien se dirigieron. Jaime le cogió una mano y Elena la otra, sin que de la silla se moviera. Pero, al contacto de aquellas dos manos, como un cadáver galvanizado por la corriente eléctrica, se levantó con prontitud, miró a Elena con arrobamiento, recogió todas sus fuerzas como para decir una palabra ahogada en sus labios, y cayó al suelo desplomado. Los concurrentes se lanzaron sobre el cuerpo, y antes que todos Elena y Carolina. Ésta buscaba el corazón de su hijo dando suspiros ahogados, que parecían rugidos feroces, y no podía encontrarlo, por lo cual lanzaba de sus ojos un relampagueo horrible. Aquélla, con la rodilla izquierda en tierra, ponía la hermosa cabeza del que fue su amante sobre la rodilla derecha, y como que lo envolvía con su velo de boda trocado, sin que lo adivinara, en verdadero sudario. Jaime, de rodillas también, buscaba el pulso de su amigo y sentía faltarle las fuerzas al sentir que no lo encontraba. Por fin, uno de los tres o cuatro médicos asistentes a la boda, se dirigió al sitio donde todos se aglomeraban y dijo, después de haber examinado al enfermo, con profesional franqueza, sin considerar los corazones a los cuales pudiera herir: -Se le ha roto una aneurisma que padecía y no hay cosa que hacer; está muerto.

Al oír esta palabra, Carolina se levantó dejando su hijo en tierra sobre las rodillas de Elena y entre las manos de Jaime, se levantó como si buscara alguna persona. Y en efecto; buscaba a Antonio que, asistiendo como ella a la ceremonia, se esquivaba cuanto un padre puede esquivarse en la boda de su hija; y al saber la catástrofe se había quedado hecho casi de piedra, rígido y frío, tanto más cuanto que el marqués de la Tafalera, tomándolo por un simple desmayo, acababa de declamar a roso y belloso con bien verdes consideraciones contra los ataques de nervios de Ricardo, accidentes propios de una hembra, los cuales perturbaban la boda en el instante supremo. Así hubiera querido irse al oír la terrible palabra del médico y la voz más terrible todavía de «muerto, muerto», repetida por los concurrentes en aquella atmósfera cargada con los vapores del sarao, los aromas de los ramilletes, los humos del vino, los acentos de la música, los rumores del baile. Y no pudo irse, porque una carcajada de Carolina le heló tristemente la sangre en las venas y le petrificó en su sitio. La infeliz mujer, que a la palabra del médico perdiera la razón, cogió por el brazo a Antonio con esa fuerza hercúlea que tienen los locos, y arrastrándole hasta donde estaba el cadáver, gózate, exclamó, en tu obra. Hé ahí cómo ha sido castigado nuestro crimen horrible en ese inocente. Ricardo, el hijo de mi matrimonio, se enamoró de Elena, la hija de tu adulterio. Y hubo necesidad de revelarle nuestra falta y la imposibilidad de su amor, revelaciones que le han costado la vida. Un grito de horror salió del pecho de todos los concurrentes. Y tales palabras fueron ya las últimas que pronunció Carolina con alguna cordura, pues desde aquel momento hasta el fin de sus días sólo supo decir incoherencias, ni más ni menos que su marido el caballero Jura. La escena fue tan terrible, que el marqués de la Tafalera tuvo un acceso de apoplejía aquella misma noche, del cual quedó paralítico, sobreviviendo sólo un año, pues casi día por día sufrió el segundo acceso que le llevó a la muerte. Antonio, sin querer que la luz del nuevo amanecer le viera en París, se enterró en un convento de los Alpes, después de haber encerrado a Carolina, cuya locura se volvió a las dos horas tan furiosa, que hubo necesidad de recluirla en un manicomio, a pesar de los alaridos dados por Elena, cuya noche de boda se celebró de esta suerte, con la apoplejía del padrino, la despedida eterna del padre, la muerte fulminante del hermano, la locura furiosa de la madre. Así jamás volvieron a verse abiertas las ventanas del palacio de los condes de la Floresta en la Avenida de los Campos Elíseos. Jamás este matrimonio, ni mucho menos el de sus ahijados, Elena y Jaime, volvieron al mundo, consagrados a emplear en obras misteriosas de caridad las inmensas fortunas dejadas por tantos infelices. El día que depositamos los restos de Ricardo en el primer cementerio de París, prometí, ocultando los nombres por respeto a una gran desventura, escribir esta historia solamente para enseñar a las familias cuán terribles son las consecuencias de un matrimonio sin amor. La obra será mala, porque la emoción se ha sobrepuesto en ella al arte; pero es tan buena la intención, que confío en el rescate de tantos errores y tantas faltas. Bien sabe Dios que no me ha guiado otro móvil. Y concluyo, porque estos tristes recuerdos me apenan como el día mismo en que presencié tan horrible tragedia, y me traen a la memoria nombres de amigos cariñosos cuyos corazones desgarró para siempre la implacable fatalidad con sus terribles desgracias, y cuyos huesos descansan hoy en sepulturas que regarán mientras yo viva, mis lágrimas.








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