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Romanticismo y ciencias ocultas en la novela histórica española

Enrique Rubio Cremades

El arte vano y supersticioso de adivinar lo futuro evocando a los muertos o la presencia de brujas que tienen pacto con el diablo serán motivos de ilustre tradición literaria y que encontrarán feliz acogida en la literatura romántica. La figura de quien ejerce la magia, ayudado por el demonio, o hechiceros que privan a las personas de la salud o de la vida, trastornándoles el juicio o cualquier tipo de daño en virtud de pacto con el diablo y de ciertas confecciones o prácticas supersticiosas (Sánchez, 1980; Torreblanca, 1615 y 1623), serán asuntos de fácil identificación en el Romanticismo. Adivinos, encantadores, jorguines, zahoríes, brujos, cabalistas (Sánchez, 1984), ocultistas, ensalmadores, aojadores (Villena, 1978), entre otras múltiples acepciones abundan y brillan en las páginas de la novela histórica en el Romanticismo como algo natural, regular, de forma común y, por ello, fácilmente creíble en dicho contexto histórico. No olvidemos que la novela romántica se nutre de asuntos y motivos propios de la Edad Media, cuyo marco histórico propicia toda suerte de creencias extrañas a la fe religiosa y contrarias a la razón (Vitoria, 1960). Demonios, exorcistas, magos, astrólogos, duendes, trasgos, brujas y figuras de parecido corte configuran y dan vida a numerosas creaciones literarias (Morgado, 1999), conservadas en las sociedades por transmisión oral y plasmadas en época temprana en escritos, bien doctrinales para combatirlos mediante la ciencia o sabiduría, como en el Teatro crítico o las Cartas eruditas de Feijoo, o para su estudio y aplicación desde múltiples puntos de vista, como sería el caso de la astronomía explicada en las aulas universitarias de Salamanca. El estudio de los astros para pronosticar los sucesos por la situación y aspectos de los planetas constituiría el motivo fundamental de dicha enseñanza. Recordemos, por ejemplo, a Torres Villarroel, catedrático de Matemáticas en la Universidad de Salamanca, en el que la ficción literaria y la picaresca confluyen de tal manera que es imposible separarlas. Sus pronósticos y su fama de astrólogo fueron proverbiales. Su figura suscitaría numerosas polémicas sobre el valor de la astrología judiciaria y sus Pronósticos tuvieron una resonancia increíble en su época. Apicarado personaje que, gracias a su obra Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras del doctor don Diego Torres Villarroel, sabemos que se prestó a múltiples menesteres, entre ellos el acuerdo convenido con la condesa de Arcos para expulsar a los numerosos duendes que habitaban en su palacio.

Duendes, espíritus, brujas, encantamientos, cabalistas, aojadores pululan con harta frecuencia desde los orígenes de la literatura hasta el triunfo de la estética romántica1. La bruja (Caro Baroja, 1966; Callejo, 2006), la aliada del diablo, la seductora demoniaca, las predicciones, visiones y sueños premonitorios, así como toda suerte de personajes de parecido corte a los aquí reseñados, formaron parte de la escena española durante la aparición de la novela histórica en el Romanticismo. Cabe señalar al respecto la peculiar proyección literaria de los escritores románticos analizados en el presente trabajo, pues no solo sus obras se ciñen a un específico género literario, sino que participaron también en todos aquellos que consideraron pertinentes para su vocación de escritor, pues fueron poetas, dramaturgos y reputados críticos literarios, como en el caso de Larra. Espronceda, Martínez de la Rosa, López Soler, entre otros, no solo publicaron sus novelas históricas en célebres colecciones, sino que también, al igual que Larra, pero en menor medida, abrazaron literariamente todos los géneros mencionados. La escena española en el romanticismo es pródiga en la representación o visualización de esta galería de personajes representantes de la magia, de la brujería (Caro Baroja, 1974), incidiendo también en los gustos del público y de los lectores de novelas. Recordemos la incidencia que tuvo el teatro de magia en la época en que se escribieron novelas como Los bandos de Castilla, El doncel de don Enrique el Doliente o Sancho Saldaña, cuyos autores conocieron o fueron testigos del éxito de determinadas comedias de magia que tuvieron una gran popularidad en la primera mitad del siglo XIX2 y cuyo éxito coincidió con la publicación de relatos, leyendas o cuentos fantásticos publicados en las revistas románticas.

De todo este conjunto de escritores de novelas históricas publicadas durante el Romanticismo destaca el nombre de R. López Soler cuya primera novela adscrita al género, Los bandos de Castilla o El caballero del Cisne, publicada por Cabrerizo en Valencia (1830), hizo posible que esta nueva modalidad novelesca fuera tomada en cuenta por célebres impresores o editores, como en el caso de Bergnes de las Casas, Mompié, Repullés y el mencionado Cabrerizo. Casi con toda certeza sería López Soler el mentor literario de la primera colección dedicada a escritores españoles, pues tendría la experiencia como novelista en la célebre editorial de Bergnes de las Casas al publicar varios relatos adscritos al género, fundamentalmente el titulado Enrique de Lorena (1832). Dicha novela recrea la corte de Enrique II de Francia y, fundamentalmente, la figura de su esposa Catalina de Médicis. López Soler propondría al editor Manuel Delgado la fundación de la «Colección de novelas históricas originales españolas» (Madrid, Imprenta de Repullés, 1833-1835), inaugurando dicha colección el propio López Soler con su novela El primogénito de Alburquerque, uno de los relatos más bellos que existen sobre la España de Pedro I el Cruel y su hermanastro Enrique de Trastámara (Rubio, 2017: 113-132) que, al igual que Los bandos de Castilla, incluye entre sus páginas episodios referidos a la nigromancia, hechicería o brujería. Incluso, en otras novelas adaptadas, como La catedral de Sevilla, de claras reminiscencias con la debida a V. Hugo -Notre Dame de Paris-, asomarán con frecuencia múltiples motivos relacionados con la nigromancia.

En Los bandos de Castilla el mundo de la quiromancia, el de las ciencias ocultas está engarzado con el futuro que le aguarda a don Álvaro de Luna, favorito de Juan II de Castilla y obsesionado con su destino. Una trama enraizada en un complejo laberinto de sucesos históricos en el que se permiten escasas licencias históricas sobre su ejecución en el año 1453, en Valladolid. La figura de gitanos, moros o personajes provenientes de países orientales que lo mismo están al servicio de un rey cristiano que en una facción nobiliaria de la corte aragonesa o castellana, es frecuente en las novelas de López Soler. En el presente caso nos referimos al gitano Merlín, proveniente de tierras lejanas, que practica la quiromancia y las ciencias ocultas, y que es requerido por el condestable a fin de conocer su destino. El retrato que López Soler realiza de dicho personaje nada tiene que ver con el famoso mago galés que aparece en la Historia regum Britanniae, de Geoffrey de Monmouth, o en la Vita Merlini, ni en La muerte del rey Arturo, o en las obras de Robert de Boron Merlín, El mago Merlín y Percival, ni en la de Thomas Malory, La muerte de Arturo. Tampoco se parece al famoso mago que, en ocasiones, es malévolo o, en otras, comprensivo, afable, honesto. En López Soler es más bien un pícaro a la española que conoce las debilidades del condestable sobre su futuro. El atuendo corresponde al concepto que se tenía de su fisonomía -en consonancia con las teorías de Gall- y que reproducirían las láminas que ilustraban o describían pasajes orientales: tostado por el sol, barba negra, puntiaguda, revuelta y ojos penetrantes. Hombre que dice conocer el futuro y practica una magia desconocida por los sabios y doctores de Europa, interpreta el destino de las personas a través de las facciones del rostro y de las líneas de la mano. Profetiza, incluso, la muerte de las personas, tal como se constata en el presente texto ante la interpelación que el propio don Álvaro de Luna dirige a dicho personaje:

-¿Y si te obligara a que me dieses ahora mismo una prueba de tu decantado saber?

-Os diría -respondió sin titubear el africano- que cuando volvéis la cabeza tropiezan vuestros ojos con una horca más alta que la de Amán, o ven brillar en el arremangado brazo de un ministro el terrible instrumento de la venganza de los reyes sobre [el verdugo]...

-Calla, calla, insolente -gritó atajándole don Álvaro entre colérico y atónito- no sé cómo no hago cumplir en tu malvada cabeza esa sangrienta profecía, a fin de enseñarte a elegir personas más a propósito para tus nigrománticos embelesos.

(López Soler, 2014: 284)



Merlín ante el estupor del condestable no pertenece a ninguna religión, ni a ninguna secta, no obedece a nadie, ni a magnates, ni a nobles, es apátrida y vive como un vagabundo. Frente a esta especie de mago apicarado, pues sabe que don Álvaro es hombre asaz supersticioso y creyente en las ciencias ocultas, surge la figura del astrólogo ilustrado, judío, y autor de libros sobre el futuro, sobre los vaticinios. En el presente caso será Ben-Samuel, célebre por su tratado De rebus incognitis que versaba sobre el arte del destino de las personas por curso y combinaciones de los astros. Es un mago, en palabras del propio López Soler, un sabio que muestra en las habitaciones de su casa un sinfín de artilugios para tales fines. El elevado torreón que le servía de observatorio para sus cálculos astronómicos, las máquinas y utensilios de raras formas se destacan con precisión a fin de crear una atmósfera misteriosa, telúrica. Su porte, figura y ademanes contrastan con los del gitano Merlín3 y también con los de célebres magos, nigromantes y cabalísticos. Es bien sabido que la cábala es una tradición oral que entre los judíos explicaba y fijaba el sentido de los libros del Antiguo Testamento, tanto en lo moral y práctico como en lo místico y especulativo. Los judíos se servían también del concepto «cábala» como fundamento de la astrología, nigromancia y demás ciencias ocultas a fin de adivinar el futuro.

Ben-Samuel pronosticará la muerte de don Álvaro de Luna tras un cumplido análisis de los astros, corroborando lo dicho por el gitano Merlín, que presagiaba su ejecución en un infame cadalso. El nombre de Ben Samuel es utilizado por los novelistas por su clara referencia a Judá Ben Samuel de Regenborg (1140-1217), judío alemán que escribió el libro Sefer Gematriyot (libro sobre la astrología), proveniente de una familia de cabalistas que realizó múltiples milagros y varias profecías. La sola nominación de Ben Samuel era harto connotativa, de ahí su presencia en la novela histórica hasta bien entrado el siglo. Idéntico caso sucedería con el nombre de Merlín, cuya mención o presencia posibilitaría la fijación del personaje en el momento preciso de su aparición. El judío Ben Samuel está presente hasta en relatos históricos que pertenecen a la segunda mitad del siglo XIX, como en el caso de la novela de Teresa Arroniz, El testamento de Juan I, publicada en 1855 (Ayala, 2011: 363-379) y también en las novelas de Navarro Villoslada o Florencio Luis Parreño.

La figura del judío como brujo, mago, nigromante, ocultista o cabalista la introduce López Soler en sus novelas con no poca frecuencia, como un eslabón imprescindible de la cadena de sucesos que envuelve la acción. De todas sus novelas, en la que mayor incidencia tiene dicha figura es El primogénito de Alburquerque, con el judío Samuel Levi, personaje omnipresente que gracias a su poder y crueldad se convierte en la piedra angular de los hechos narrados. Favorece la guerra contra el conde de Trastámara, aconseja a Pedro I el Cruel en los asuntos de Estado gracias al arte adivinatorio y actúa como mentor en determinaciones vitales relacionadas con la nobleza y cuyo final o muerte será, en palabras del propio López Soler «asaz fea de contar» (1834, IV: 280).

López Soler introduce también en su novela Enrique de Lorena la figura del astrólogo que maquina e incide en cuestiones de Estado de forma determinante, incluso en lo relacionado con los sentimientos amorosos de los protagonistas. En esta ocasión, el mago, el adivino, será el célebre astrólogo veneciano Nicolao Spallatrieri, muñidor de intrigas palaciegas al servicio de Catalina de Médicis. Su arte, su ciencia siempre está hilvanada con los sucesos más importantes de la acción y, al igual que en otras novelas, se muestra asaz astuto para conseguir el favor de la nobleza. Su aposento refleja con claridad la condición y alcance de su sabiduría:

Hallábase este digno intérprete de las constelaciones celestes en un aposento de bastante capacidad lleno de libros, manuscritos e instrumentos concernientes a sus misteriosas artes. Astrolabios, globos, telescopios, compases y otros objetos de raras y caprichosas formas adornaban las paredes dando un grave aspecto al gabinete, e inspirando cierto temor respetuoso al que se acercaba con planta vacilante para averiguar los futuros destinos de su vida.

(1832: 11)



López Soler lleva a cabo en sus novelas numerosas descripciones referidas a los habitáculos de quienes practican la brujería, la magia o las artes cabalísticas. De todo este mosaico descriptivo destaca Claudio Leviatán, también llamado Claudio Molendino, personaje trascendental en el mundo de ficción de La catedral de Sevilla. Un narrador omnisciente describirá todos sus movimientos con precisión a través de los cuatro volúmenes de que consta la novela, de suerte que el lector tiene un conocimiento exacto tanto de su historia familiar como de su formación como nigromante.

Claudio Leviatán, al igual que Claude Frollo en Notre Dame de Paris, es archidiácono y padre adoptivo de Quasimodo. Tanto el uno como el otro están enamorados de la gitana Esmeralda que, como es bien sabido, será quemada en la hoguera por bruja. Este tema recuerda al célebre drama El Trovador de García Gutiérrez y conecta a dicha etnia con un eslabón importante para el estudio del gitano y su relación con la brujería (Sánchez, 1977; Caro Baroja, 1980). La estancia de Leviatán en la catedral de Sevilla inspira terror, miedo. El aire que se respira es extraño y por doquier pueblan objetos de procedencia misteriosa, como alambiques, esqueletos de animales colgados de la pared, esferas, cráneos humanos, pergaminos con inexplicables y peregrinas figuras cabalísticas. Poseía el mágico martillo de Zechielo que «a cada golpe que el terrible rabino daba al clavo, se hundía un codo bajo tierra el enemigo a quien condenaba» (1834, II: 23). Don Claudio solía pronunciar palabras extrañas, singulares, anómalas para causar daño a personas, hechizarlas, privarlas de la salud o trastornar su juicio. Leviatán lanza conjuros diabólicos para lograr sus fines. Su sola presencia causa terror entre los personajes, desplazándose misteriosamente por lóbregos y estrechos pasillos que nadie conoce y conducen a numerosos espacios o habitáculos de la catedral de Sevilla.

Tras la publicación de El primogénito de Alburquerque en la imprenta de Repullés en los años 1833-1834, el lector tiene noticias de la próxima aparición de una novela histórica debida al escritor Mariano José de Larra. Así, al final del tomo II, aparece una nota del editor que informa a su lectorado del título de la novela -El doncel de don Enrique el Doliente-. Al finalizar el cuarto tomo de El primogénito de Alburquerque, enero de 1834, saldría a la luz el texto de Larra que, con toda seguridad, se produciría en febrero, pues la cadencia editorial de la «Colección de novelas históricas originales españolas» era publicar un tomo cada mes. La novela de Fígaro, a diferencia de casi la totalidad de las novelas históricas publicadas durante el Romanticismo, introduce en su mundo de ficción un personaje harto conocido por la historia y por la literatura: el marqués de Villena. Su fama de brujo o de persona que había pactado con el diablo era proverbial en la Edad Media, leyenda que discurre a través de los siglos merced a su inclusión en numerosas obras, como La cueva de Salamanca, de Ruiz de Alarcón, La visita de los chistes, de Quevedo, y La redoma encantada, de Hartzenbusch (Cotarelo, 1896; Sacha, 1967: 109-131). Cabe recordar que el marqués de Villena fue alumno aventajado de la Cueva de Salamanca -Cripta de San Cebrián- en donde, según la tradición popular, impartía clase el Diablo, motivo tratado por Cervantes desde una perspectiva burlesca en su entremés La Cueva de Salamanca. La obra anónima Recueil des Histoires de Troyes (1464) atribuye fantásticamente a Hércules la fundación de una academia donde se impartían enseñanzas mágicas en una cueva de Salamanca (Botello, 1987; Egido, 1994; Andrés, 2013)4.

Según la tradición, en la denominada Cueva de Salamanca se le asignó tempranamente la labor docente al Demonio que, durante siete años, en la oscuridad de la noche, impartía clases de adivinación y otras artes diabólicas a siete alumnos. Finalizada la carrera, se echaba a suerte quién de ellos quedaba en manos del Demonio. Según la tradición, el marqués de Villena fue alumno aventajado en la Cueva de Salamanca, que consiguió escapar con vida dejando su sombra en manos del Diablo, quedando marcado así para siempre como uno de sus adeptos.

En El doncel de don Enrique el Doliente el lector tiene una visión detallada del marqués de Villena. Desde múltiples perspectivas, gracias al narrador omnisciente o a través de específicos personajes, tenemos noticias sobre su conducta. Todas coinciden en definir al mismo como un brujo, aunque también como un estudioso de la ciencia de los astros, pues creía a pie juntillas que a través de ellos se podía pronosticar el futuro. Larra da cumplida noticia de dicho personaje gracias a un narrador omnisciente que lo describe como un hombre poco dado al arte de la guerra y sí, por el contrario, más próximo al estudio de la ciencia.

Larra muestra su espíritu escéptico en las digresiones que encabezan el capítulo dedicado a su persona, pues según él la sabiduría del marqués de Villena favoreció que el vulgo tuviera una gran prevención hacia su persona, temiendo que algún maleficio suyo causara grandes males a su familia o a sus intereses. Ello posibilitó que su fama de brujo fuera consentida por el propio marqués de Villena, que en la novela se muestra como un personaje colérico, intrigante, dedicado a la ciencia y ajeno a lo terrenal, tal como se aprecia en el diálogo que mantiene con su esposa María -la mujer amada por el doncel de don Enrique el Doliente, Macías-, que desea la ruptura de su matrimonio:

-[...] jamás conseguiréis esa separación; yo quiero antes saber el motivo que os conduce a...

-Ya lo podéis haber conocido; el estudio que ocupa todas las horas de mi vida me impide que me entregue como debiera a la contemplación de una belleza terrenal... los hondos arcanos de las ciencias, el objeto importante de mis tareas misteriosas...

(Villena, 1978: 80)



Tareas misteriosas que denotan su vocación por las ciencias ocultas. Su cámara corrobora tal afición por el estudio, dándole fama entre el pueblo de nigromante, de diabólico. Lo cierto es que su gabinete es más bien propio de un alquimista que de un brujo o nigromante, tal como se constata tanto en el inicio de la novela como hasta bien avanzada la peripecia argumental, pues siempre está rodeado de objeto o utensilios propios de dicha ciencia: relojes de arena, lunas redondas, espejos metálicos, alambiques, redomas y toda suerte de figuras cabalísticas. El marqués de Villena podrá ser perverso, intrigante, ambicioso, violento, pero nunca se mostrará agnóstico o ateo en la novela de Larra, pues siempre cree, a su manera, en Dios, tal como se constata en sus conversaciones no poco acaloradas con el judío Mosén Abrahem Abenzarsal, el físico del rey, un ser maligno, que con su astucia y vaticinios domina al monarca:

-¿Qué es quitar la vida, don Enrique? ¿Puede el hombre, necio, insensato, quitar la vida a ningún ser? ¿Puede el hombre crear ni destruir? ¡Impotente! ¡Miserable! Aquel en quien acaba el alma de separarse del cuerpo, deja de vivir a los ojos de los hombres. A los ojos de Dios vive, porque nada muere a los ojos de Dios. Él ha derramado la vida en los seres todos; unos existen bajo unas condiciones, otros bajo otras. Si el vivo vive de una manera que confesamos, vive también el muerto de otra manera que no conocemos; a los ojos de Dios las acciones son todas iguales; no hay bien, no hay mal, no hay vida, no hay muerte; no hay virtud; no hay crimen.

-¡Blasfemia, blasfemia! -gritó don Enrique.

(1834, I: 314-315)



A pesar de sus reflexiones discrepantes, Abenzarsal y el marqués de Villena serán aliados para conseguir sus propósitos. El judío para enriquecerse; el marqués para conseguir lo más deseado: ser sucesor del maestre de Calatrava. El influyente judío será una pieza clave en la novela, actuando siempre de forma determinante en el devenir de los hechos. Él será el muñidor principal de este laberinto de sucesos gracias a sus pócimas y a sus bebedizos que doblegan voluntades y todo tipo de sentimientos. Larra, a quien la influencia de Cervantes impregna su relato, inserta en la novela, también muy del gusto cervantino, un cuento precioso, mágico, que narra las aventuras y desventuras amorosas de un mago árabe que, despechado por el amor de una mujer, utiliza su magia para enamorarlas y, posteriormente, desdeñarlas. Un relato que guarda íntima relación con el final de la novela, cuando María, la esposa del marqués de Villena, vieja y decrépita, pronuncia las palabras «es tarde, es tarde», ante la losa en donde yace su amado Macías.

La figura del marqués de Villena, enraizada a textos literarios de índole misteriosa y con connotaciones referidas a la magia, a la nigromancia, discurre a través de los siglos. Su leyenda inspiraría numerosas obras, como las ya citadas La cueva de Salamanca, de Ruiz de Alarcón; Lo que quería ver el marqués de Villena, de Rojas Zorrilla; La visita de los chistes, de Quevedo, entre otras. Personaje histórico cuya presencia también incide en la dramaturgia romántica, como en El astrólogo de Valladolid (1839), de García Villalta, autor de la novela El golpe en vago (1835). En el citado drama se describen las intrigas cortesanas y las guerras civiles de la España del siglo XV, en la época de Enrique IV de Castilla. La acción está insertada en la rebelión de los vasallos del rey: don Juan de Pacheco, marqués de Villena, y don Pedro Girón, maestre de Calatrava, apoyados por Fonseca, arzobispo de Toledo. El drama ofrece no pocas concomitancias con la obra de Larra, Macías. Sin embargo, su fama de nigromante o embaucador es más evidente en la obra de Patricio de la Escosura, Las mocedades de Hernán Cortés, en la que el marqués de Villena es un redomado brujo ante los ojos del vulgo, tal como se constata en la escena XI (1845: 58). La mención de su nombre evidencia todas estas connotaciones, aunque la trama transcurre allende los mares, en la villa de Baracoa, la primera población española en la isla de Cuba, fundada por Velázquez en 1508. No menos célebre también sería la obra La redoma encantada, de Hartzenbusch, en la que el marqués de Villena, encerrado en una redoma, espera la libertad para librar al mundo de sus encantadores. En definitiva, su sola presencia en la literatura romántica posibilitaría un claro hálito de misterio, de intriga, de magia. Rasgos detallados en la novela romántica para constatar el peculiar carácter o la naturaleza del marqués de Villena. Un hombre cuyo temperamento, su carácter artero y vengativo, será fundamental para conocer los entresijos de la política cortesana durante los reinados de Juan II de Castilla y Enrique IV.

En los relatos históricos analizados con anterioridad el novelista, desde su peculiar óptica, describe y ahonda en los sucesos acaecidos en un tiempo histórico determinado. Así, por ejemplo, en la novela de Espronceda, Sancho Saldaña o El castellano de Cuéllar, la acción se desarrolla en la época de Alfonso X el Sabio y su hijo Sancho IV el Bravo. Al margen de las múltiples interpretaciones que se pueden desprender de la lectura, nos interesa en este instante ceñirnos solo y exclusivamente al carácter fundamental de lo maravilloso, tal como lo entendió en su día Alberto Lista (1844), maestro y mentor literario de Espronceda en su juventud. Lista señala la presencia de acontecimientos maravillosos, extraños e ilógicos en la novela histórica romántica con el propósito de proporcionar interés y emoción en el desarrollo de los sucesos descritos. Un mundo sobrenatural en el que la presencia de magos, brujos, hechiceros o nigrománticos sumen al lector en un mundo de ficción descabellado5, para darle más tarde una explicación racional de los hechos sucedidos. Esta inclinación por lo maravilloso conlleva en la novela de Espronceda una inclinación hacia lo misterioso, a la presencia de magos, brujas o seres fantásticos a fin de proporcionar un hálito mágico en su novela. En Sancho Saldaña la presencia temprana de la maga tía Gila, mitad bruja, adivina y hechicera, constata esta afición de Espronceda por lo maravilloso. Sus conjuros y sus acciones de clara índole fantástica impregnan el relato desde el principio hasta el final.

La bruja Gila lanza conjuros, maldiciones, hechizos y toda suerte de profecías. Zoraida es testigo de estas artes diabólicas y Sancho Saldaña, el castellano de Cuéllar, es uno de los hechizados, tal como se constata en un enjuiciamiento ampliamente descrito en el capítulo XXXIV del segundo volumen de la obra.

La novela de Espronceda incluye también un personaje, el judío Zacarías, que tiene un papel relevante bien avanzada la acción: la de mensajero de los reinos de Aragón y de Francia, «muy rico y que es mágico» (Buendía, 1963: 637). La ciencia del hebreo hará posible que cure a don Hernando de Íscar, abocado a una muerte segura a causa de las graves heridas recibidas en el duelo con Sancho Saldaña. Un elixir mágico hará posible la curación instantánea, inmediata, de don Hernando. El judío Zacarías forma parte de una galería de personajes que pueden identificarse como magos, zahoríes o encantadores. Incluso, Espronceda informa a los lectores sobre determinadas conductas de las brujas, como las denominadas «bruja de hez», e, incluso, sobre las específicas actividades de los llamados «saludadores», que curaban la rabia de los animales y eran incombustibles. El auténtico «saludador» debía tener dibujada en la lengua una rueda de santa Catalina. La hechicería, la brujería (Quaife, 1989; Levack, 1995) y la nigromancia actúan como referentes ineludibles en los Juicios de Dios (Cirac, 1942) o en las acusaciones que sobre la conducta de determinados personajes se llevan a cabo, bien para desacreditar su honra o para ser quemados en la hoguera. A pesar de que Espronceda se muestre incrédulo con todas estas prácticas, utiliza una amplia galería de personajes mágicos o brujos para dar a su novela un carácter fantástico, maravilloso.

La novela histórica perteneciente al Romanticismo no siempre introduce en su mundo de ficción personajes de esta naturaleza, como en el caso, por ejemplo, de la titulada La heredera de Sangumí (1835), de J. Cortada, ambientada en la Cataluña del siglo XII y ceñida a la exactitud histórica en sumo grado. Se trata de un excelente relato plagado de numerosos lances caballerescos, descripciones propias del Romanticismo y relaciones amorosas no carentes del fatalismo propio de la estética romántica. En la misma línea estaría la novela Doña Isabel de Solís, reina de Granada (1837), de Martínez de la Rosa, autor nada propicio a incluir personajes ligados a la nigromancia o a la brujería, pues aunque lleve el marbete de novela, se trata de una crónica novelada en la que se analizan con no poco detenimiento los múltiples aspectos que configuran la realidad histórica. Por el contrario, en la novela El golpe en vago (1835), de García Villalta, en la que en ciertos momentos se tiene la sensación de estar ante una novela costumbrista, apreciamos la presencia de personajes que encarnan tímidamente los elementos propios de la magia, como en los volúmenes III y IV, donde aparecen dos alquimistas cuyo oficio consistía no solo en reducir a oro los metales, sino también en estar presentes en todas las intrigas correspondientes al complejo laberinto de sucesos ocurridos en la peripecia argumental. La presencia de hechiceras que predicen el futuro, supersticiones, historias fantásticas y aterradoras, objetos que cobran vida misteriosamente, voces de ultratumba que producen terror a quien las escucha, serán elementos propios de la novela gótica o de terror; sin embargo, en ocasiones, son analizados por determinados personajes del mundo de ficción desde una óptica escéptica, sin dar crédito a tales asuntos, como en el caso de don Carlos en la novela El golpe en vago (Buendía, 1963: 1048, passim).

Pese a ello, la novela de García de Villalta no es pródiga en asuntos relacionados con la hechicería, brujería o magia, pues solo de forma aislada aparecen escenas o personajes imbricados en dichos motivos. Cabría señalar, por ejemplo, la presencia de la maga Rodaballo, protectora de don Carlos Garci-Fernández, una especie de hada o ser fantástico que se muestra bajo la forma de mujer con poderes mágicos y el don de adivinar el futuro. Sus mutaciones físicas quedan patentes a través de sus propias palabras dirigidas al personaje don Carlos:

Cualquiera forma -dijo- que me haya convenido tomar para hacer bien en este bajo mundo de criaturas imperfectas y carnales, ora bajo el nombre de tía Rodaballos ora bajo el nombre de princesa célica, bien cuando es mi apariencia externa juvenil y florida, bien cuando marchita y rugosa, siempre soy aquel numen benéfico que te ha escuchado en los peligros y te coronaré de ventura [...].

(Buendía, 1963: 1100)



Encantadora, hechicera, hada, maga, profetisa serán apelativos que definen las artes de esta mujer a lo largo de la novela, erigiéndose en protectora del joven don Carlos desde el inicio mismo de la novela El golpe en vago. Motivos que también están presentes en la novela Cristianos y moriscos. Novela lastimosa, cuyo asunto versa sobre los infelices amores entre una morisca y un caballero cristiano durante el reinado de Carlos V. En ella se nota el pulso literario y estilístico del propio escritor, pues cabe recordar que Estébanez Calderón era un hombre de gran cultura, refinado, docto en lengua arábiga, bibliófilo empedernido, escritor festivo y castizo. Con singular personalidad introduce motivos ausentes en anteriores relatos, como la presencia de un perro embrujado posesionado por un mal espíritu, o por la introducción de personajes que nacidos en una determinada fecha «pueden sacar ciertas maravillas del mundo invisible o curar alguna dolencia rebelde según quieran» (Buendía, 1963: 1613). Referencias al mundo de la magia engarzado con la zambra, con las fiestas gitanas en Andalucía, en donde reina la bulla, la alegría y el baile, como en el romance que canta la joven María y en cuyos versos se alude a encantamientos y hechizos. Versos que pertenecen a la historia de Jarifa huyendo con Zaire, su caballero (Buendía, 1963: 1611). Un tema que el docto y erudito escritor conocía con exactitud tal como se constata en su epistolario, en las cartas dirigidas a Juan Valera.

No podía faltar en esta relación de novelas históricas la presencia del relato más señero del Romanticismo español: El señor de Bembibre, de Enrique Gil y Carrasco. A través de su lectura se puede señalar que Gil apenas concede importancia al mundo de la nigromancia, de la brujería o magia. La presencia del sabio judío Ben-Samuel no difiere al de otros doctos judíos que sanan heridas terribles causadas por el enfrentamiento en torneos o en la lucha entre bandos antagónicos. Sus pócimas secretas curan toda suerte de heridas en el mundo de ficción de las novelas históricas, como en Sancho Saldaña. Lo innovador en Gil es la utilización del judío desde la perspectiva del vulgo, como un ser mágico, prodigioso, capaz de hechos maravillosos. Es un personaje fundamental en la novela e imprescindible en el discurrir de los hechos, en la tragedia que viven los protagonistas, pues la pócima que administra a don Álvaro hará posible que todos crean que ha muerto a causa de las terribles heridas sufridas en el combate, cuando en realidad todo es una farsa, una muerte aparente. Su fiel criado Millán así lo cree, pues observará que el cuerpo de su señor está inerte, inanimado, frío, sus heridas desgarradas y el lecho en el que yace inundado de sangre. A raíz de este episodio los hechos de la peripecia argumental se desencadenan de forma trágica, pues Beatriz, la heroína de ficción, al considerarle muerto se casará por imposición de sus padres con el conde de Lemus. Ante tal suceso, don Álvaro, por despecho amoroso, ingresará en la Orden del Temple, orden religiosa temida por el vulgo, y utilizada por Gil con gran profusión como engarce de los episodios amorosos y bélicos que discurren de forma paralela a la acción. Precisamente a través de la Orden del Temple, Gil introduce el tema de la nigromancia, de la brujería, pues desde la perspectiva del vulgo, el Temple es sinónimo de todas las connotaciones que se desprenden de dichos conceptos.

Evidentemente, desde la óptica de Gil y de los propios personajes más señeros del mundo de acción, los templarios son seres magnánimos, con un alto concepto del honor y ejemplar comportamiento. Religiosos que han sido vilipendiados, perseguidos y tachados de brujos gracias a los intereses bastardos de los monarcas europeos y del propio papa. Gil y Carrasco manifiesta todo ello en su novela, asumiendo el papel de defensor de los templarios. De igual forma muestra sus censuras y críticas de forma solapada a la desamortización de Mendizábal, a la venta de los bienes eclesiásticos en subasta pública, pues si engarzamos la peripecia argumental de la novela con el contexto histórico percibimos con nitidez el talante ideológico que Gil tenía sobre la mencionada desamortización, injusta y trágica para las órdenes religiosas.

Las reflexiones entre aldeanos, rústicos, criados y palafreneros contrastan en sumo grado con las de los protagonistas del relato a la hora de analizar el comportamiento de los templarios. La disparidad de criterios estaría en las creencias populares divulgadas en la Edad Media, pues los ritos templarios parecían a todas luces sacrílegos y propios de Satán. Por ejemplo, la ordenación de don Álvaro está plagada de ritos que vistos desde fuera de contexto son claramente sacrílegos, como escupir a un crucifijo y lanzarlo al aire con desprecio para concluir con las palabras de los judíos durante la crucifixión: «Si eres rey, cómo no bajas de esa cruz» (1986: 238).

Este ritual y otras prácticas de índole parecida posibilitarían la creencia entre el vulgo de que eran hombres endemoniados, cuando en realidad dichas prácticas demostraban todo lo contrario, como en el caso de las injurias e insultos contra el crucifijo, pues su significado no era otro que la rehabilitación del pecador mediante la impiedad y el crimen «para subir por los escalones de la purificación y del sacrificio a las santificadas regiones de la gracia; rito fatal que sin diferenciarse en la esencia de la fiesta de los locos y algunos otros usos de la antigua Iglesia, fue causa principal de la ruina del Temple, cuando su sentido místico se había perdido» (1986: 236). La actitud de Gil y Carrasco evidencia su lucha contra el satanismo atribuido a los templarios no solo a través del comportamiento de los personajes con nobles sentimientos, sino también a través de las digresiones del propio autor sobre dicha Orden encartadas en la propia acción.

La novela histórica del Romanticismo, salvo en contadas excepciones, se nutre de la nigromancia o de la magia, la brujería y la cabalística. Magos, brujos, nigromantes y hechiceros pueblan las páginas de la novela histórica, al igual que en los folletines históricos del malagueño Florencio Luis Parreño ambientados en la Edad Media o en los siglos áureos de la literatura española. Otro tanto se podría decir de Manuel Fernández y González, celebérrimo escritor de novelas históricas en su época, que ensombreció a otros novelistas adscritos al género, como R. Ortega y Frías, T. Tárrago, E. Pérez Escrich, J. Orellana, R. del Castillo, entre otros. Fernández y González incidiría en los temas ya estudiados y referidos a la nigromancia, brujería o magia, tanto en las novelas centradas en las épocas de Ramiro II y Pedro I el Cruel, como en las protagonizadas por célebres personajes históricos -don Álvaro de Luna, el conde-duque de Olivares, los infantes de Lara-. Cabe señalar, finalmente, que la atracción por lo fantástico subyace también de forma intensa entre la producción de célebres escritores pertenecientes a generaciones posteriores a los novelistas románticos, como M. del Palacio, T. de Rojas, M. Murguía, E. Zamora, E. Martínez de Velasco, F. Fulgono, A. de Trueba, Núñez de Arce, M. Ramos, E. Fernández Iturralde, D. Gómez de Cádiz, entre otros muchos escritores. Evidentemente a este listado cabría añadir los relatos señeros publicados por Alarcón, Valera, Coloma, Galdós, Pardo Bazán, Clarín, Tomás Salvani y, fundamentalmente, Bécquer, el inolvidable y genial autor de las leyendas o narraciones fantásticas (Pont, 1997), como El monte de las ánimas, La cruz del diablo, El miserere, La ajorca de oro, La promesa, entre otras.

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