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Alcalá Galiano

Las personas que han llevado una vida dinámica y apasionada, aun cuando tengan poco fondo e incluso sean contradictorias en sus ideas y actividades, suelen provocar en torno suyo la curiosidad de los demás y en muchos casos hasta la simpatía. El movimiento es lo que más atrae nuestra atención. Nos seduce la filosofía, por ejemplo, porque los diversos sistemas que la constituyen son un movimiento de ideas hacia un fin prestablecido: Dios, el Universo o el hombre, cuando no las tres cosas a la vez. Si nos detenemos a contemplar un paisaje, por muy embebidos que estemos en su contemplación, bastará que pase de súbito un tren, a través de la arboleda próxima o en el hondo valle, para que los ojos corran tras él. Toda esta atracción procede de que el movimiento es un efecto o resultado de la vida, un testimonio elocuente de ella, y nada hay como la vida, cualquiera que sea la modalidad con que se nos presente, que tanto nos seduzca y cautive.

Don Antonio Alcalá Galiano331, hijo de don Dionisio, héroe de Trafalgar, y tío de nuestro don Juan Valera, es una de esas figuras dinámicas, apasionadas y contradictorias, que acabamos de poner como ejemplo de atracción. Ya hemos dicho en otra parte de este trabajo, lo poco que valía físicamente. De naturaleza enfermiza, abocado en cierta ocasión a la muerte, su cuerpo más flaco que viril, no denota todo el fuego pasional que lleva dentro. Y pese a esa osamenta, sobriamente vestida de carne y de músculos; que parece amenazar derrumbarse tan pronto alguna violencia humana se desate contra ella, el espíritu que la anima, que distiende los músculos, hiere los centros nerviosos y da vigor y destreza a los movimientos, es fuerte, audaz y dinámico.

Leed las Memorias de este español de la primera mitad del siglo XIX, dadas a luz por su hijo, en dos volúmenes332, y veréis cuán inquieto, azaroso, polémico y batallador se muestra. Como los vaivenes políticos, sus luchas cruentas, no son otra cosa sino el resultado del despego que sentimos respecto del módulo con que se miden nuestras acciones, la incomodidad con que nos movemos dentro del ámbito nacional, y por ende, la prosecución de otro patrón político, que venga mejor a nuestra individualidad en aquello que ésta tiene de coincidente con las demás, el siglo XIX fue un fluir y refluir de ideas antagónicas o muy distanciadas, al menos, entre sí, y gran campo de actividad para un temperamento como el de Alcalá Galiano.

En las páginas de esos dos voluminosos libros, el autor del Juicio crítico de Cervantes y de los Recuerdos de un anciano, cuenta sus correrías moceriles, su participación en la política revolucionaria, imperante en su juventud, como réplica al absolutismo fernandino, y su traslado a Suecia, a título de representante diplomático nuestro, tras de conocer en Londres a Mad. de Stäel. Los apuros económicos y desavenencias de familia, las persecuciones gubernativas, con el exilio por remate y el frustrado lance personal con Santiago Rotalde, además de todo el trapisondeo de la picaresca política, completan el retrato moral de este tribuno de la Fontana.

No fue Alcalá Galiano en este aspecto de su vida hombre de convicciones profundas. Los que son consecuentes con sus ideas no cambian fácilmente de ellas, y nuestro demagogo o furibundo liberalote de la juventud y madurez, se tornó luego conservador recalcitrante. Bien es verdad que aquellos tiempos de pendulismo político, si se nos consiente el terminejo, eran poco a propósito para que las convicciones ideológicas enraizaran y soterrasen en la conciencia individual. Y como en el campo literario se iniciaba también el tránsito de un régimen a otro, esto es, de la severidad neoclásica, cuyas singularidades más notables acabamos de ver en la primera parte de este ensayo, a la independencia creadora del romanticismo, lo inconsecuente que fue en política, Alcalá Galiano, tuvo un paralelo en su versatilidad literaria.

Poco tiempo debía quedarle en este ajetreo constante de su vida, ya al lado del gobierno, ya frente a él, para ahondar y perfeccionar sus conocimientos. Su espíritu asimilativo y su despejo natural suplieron la falta de preparación reposada, vigorosa y profunda. Y aún cuando la política, su pasión dominante, tirase de él a todas horas, colaboró, asiduamente, en los periódicos de su época333, dio lecciones de crítica literaria en el Ateneo de Madrid; compuso algunos versos -sonetos y liras, principalmente-; continuó la Historia de España, de Durham, desde Carlos IV hasta la mayoría de edad de Isabel II, y tradujo la Historia del Consulado y el Imperio, de Thiers334.

Sus versos no ofrecen notables variantes respecto de los modelos precedentes, como no sea el tono melancólico y quejumbroso, a veces, de ciertas composiciones. La nomenclatura de la poesía pastoral, con sus Cloris, Filenos y Anfrisos335, y los nombres de Hécate, Mavorte y Alcides mentados deleitosamente, entroncan a Alcalá Galiano336 con los poetas neoclásicos. Sin embargo, algunas poesías, como «A Cádiz» y «A la muerte de mi hijo Cristino» compuestas en 1844 y 1848, aunque de metro esencialmente clásico, denotan por la honda melancolía e incluso desesperado ánimo que el autor les infundiera, cierta afinidad psicológica con las de la escuela romántica. Es indudable que en este aspecto de su actividad literaria quedó bastante por bajo de sus coetáneos Lista, Reinoso, Blanco y Martínez de la Rosa, mas no será difícil encontrar en sus versos alguna estrofa bien forjada, esto es, no carente de número, sonoridad y energía.

Dedúcese de cuanto va dicho que la personalidad de Alcalá Galiano presenta varias caras diferentes. Político activo, demagógico en la primera fase y templado e incluso conservador acérrimo, diríamos, después. Político doctrinal, como se infiere de las lecciones que sobre Derecho constitucional, diera también en el Ateneo madrileño. Poeta, historiador y crítico literario. De todos estos aspectos de su actividad espiritual, el más interesante y valioso es este último. Conocía muy bien las letras inglesas y francesas, principalmente por su dominio de estas lenguas y sus viajes a ambos países, ya con motivo de su carrera diplomática o a consecuencia de forzosas expatriaciones. Amante lector, más que estudioso aprendiz, sus conocimientos adolecían de falta de firme base humanística; pero pese a esta circunstancia, su buen juicio natural e intuitivo, por decirlo así, más que apuntalado por un ancho y profundo saber, le permitía salir airoso de cuantos trabajos críticos emprendía.

Hemos observado antes que Alcalá Galiano fue, dentro de sus actividades literarias, algo cambiador y voluble. Sus tiempos eran de tránsito, más bien de inestabilidad, ya que de tránsito lo son todos, pues el espíritu creador está siempre en evolución, aunque las formas expresivas que adopta no muestren caracteres hondamente diferenciales, sino en ocasiones determinadas, esto es, de madurez específica. También Martínez de la Rosa y el Duque de Rivas fueron tributarios, unas veces del ideal neoclásico, como en Edipo y Lanuza, y otras significados valedores de la nueva escuela, como en La Conjuración de Venecia y Don Álvaro.

La educación clasicista, a la francesa, recibida y la razón enseñoreadora de los sentimientos, tiraban de la pluma hacia los modelos que se habían tenido hasta entonces por verdaderamente ejemplares; y la moda tiránica y absorbente, los uncía, velis nolis, a su carro triunfal. De aquí esas oscilaciones y cambios tan notorios en la mayor parte de nuestros autores de la primera mitad del siglo XIX.

En 1834 aparece, al frente de la primera edición de El moro Expósito, de Rivas, y a guisa de prólogo, un breve, pero substancioso escrito de Alcalá Galiano, que viene a ser, como si dijéramos, una especie de manifiesto romántico. La cuestión literaria de clásicos y románticos está en todo su hervor polémico. A determinar concretamente las características que concurren en cada una de las dos escuelas, tiende la crítica de aquellos días. Como ambos fenómenos literarios, no aparecen situados en perspectivas históricas que consientan discernirlos y consiguientemente discriminarlos, sino que mientras el uno está muy separado de los críticos del primer tercio del siglo XIX, el otro muéstrase además incipiente y confuso en sus formas, propincuo a los que han de juzgarle, la crítica no acierta a señalar inequívocamente los rasgos distintivos del romanticismo, propendiendo a la vaguedad o generalización o cuando más a las apariencias y signos externos, en vez de al dato específico y exacto. Alcalá Galiano tras de declarar paladinamente, que no es cosa fácil averiguar el carácter distintivo de cada una de estas dos sectas literarias, en razón a que tanto la una como la otra reclaman como suyas composiciones, que «ni caen bien sobre los fundamentos de su propia teórica, ni caben en los límites a que ellas mismas se han circunscrito», entra a dilucidar el problema en la forma que vamos a exponer.

Para buscar el origen de la escuela romántica -dice- es necesario ir a Alemania. Aquí nació y de aquí han tomado ejemplo los modernos románticos italianos y franceses. La poesía romántica es autóctona en dicho país. Sus beneficiarios la cultivan como un don natural, espontáneo, nacido de determinadas condiciones ideológicas culturales, tradicionales y climatológicas, muy desemejantes de las que concurren en las naciones dominadas un tiempo por los romanos. El genio de cada país, su moral, influido y modificado por cuantas circunstancias rodean a los hombres en cada latitud geográfica, propende a aquel género de literatura más concorde con su propia naturaleza. De aquí que haya naciones que deban tomar por modelo a la poesía griega y romana, mientras otras, por el contrario, deban apartarse de la antigüedad clásica. Pero sin olvidar un momento que así en la imitación cuanto en el apartamiento de tales modelos, se ha de observar siempre la regla «de que sólo es poético y bueno lo que declara los vuelos de la fantasía y las emociones del ánimo»337.

La tierra clásica en que vivió Dante es pródiga en recuerdos muy diferentes de los que se agitan en las mentes alemanas. Entre la Edad Medía de Italia y las épocas clásicas no existe solución de continuidad, por eso el autor de la Divina Comedia como «verdadero y gran poeta» no es lo que ahora denominaríamos romántico, ni consideraríamos como clásico, sino un hombre de su siglo, al cual denominaba y del cual recibía sus inspiraciones; un signo, tipo o epítome de cuanto sabían y de cómo pensaban y sentían sus coetáneos.

De la poesía italiana, y oriunda por consiguiente de la latina, desciende la castellana del siglo XVI. «Fue clásica vigorosa o sea imitadora». Pero, afortunadamente existió entre nosotros una poesía nacional y natural, por fuerza, ya que ambas cosas son inseparables. En las postrimerías del XVII y principios de la siguiente centuria se borró de la literatura española el buen gusto. Atribuir esta circunstancia a nuestro divorcio espiritual respecto de los buenos modelos, es decir muy poco y en parte proclamar algo que no es cierto. A juicio de Alcalá Galiano el mal gusto a que nos referimos procede de varias razones. Es una equivocación imperdonable creer que el gusto literario de un pueblo nada tiene que ver con la situación de la sociedad en cuyo seno se desenvuelve la actividad creadora. Quien leyese «con atención crítica y filosófica» la Historia de nuestra nación durante la centuria decimoséptima y viese la índole de los estudios que se hacían, los estímulos que aguijonaban el espíritu y las ideas imperantes, sabrá darle explicación «a la barbarie» en que caímos bajo el reinado de los príncipes austriacos. Y esto bastará para saber a qué atribuir «la esencia y causa del culteranismo». Mientras se producía esta decadencia literaria en España, Francia florecía, dentro del arte, bajo la protección entusiasta de Luis XIV. Pero pese a la denominación de letras clásicas que daban al conjunto de sus creaciones artísticas, éstas, como en todas partes, no hacían sino reflejar las ideas y sentimientos que reinaban entonces. «Clásica apellidan a la literatura francesa de aquella época, y clásica era en cierto modo; pero no clásica como la griega y romana, ni como lo fueron poco antes, la italiana y española, sino clásica al gusto del país y de la época, parecida a la de los antiguos en lo que de ellos remedaba o copiaba, aunque dando al remedo o copia un acento o tinte de la tierra y tiempos en que había renacido»338.

El clasicismo francés, añade nuestro autor, es harto singular, pues no fue Francia el país que más se complació en el estudio de los modelos de la antigüedad. «En letras latinas le aventaja Italia; en griegas Alemania e Inglaterra». Lo que imitaron los poetas franceses de la literatura de griegos y latinos fue «la forma exterior de las composiciones, modificada y alterada, empero, por las circunstancias»339. Si los autores de allende el Pirineo adolecían de ser imitadores en demasía, nuestros ingenios del siglo XVIII dedicáronse «a sacar copias de copias». La escuela de Meléndez o la más españolizada de Luzán es la que impera en los días de Alcalá Galiano, y no es otra que la francesa, ataviada de la locución y estilo de los escritores castellanos de nota, ya que sus fundamentos son los de la literatura francesa de los siglos XVII y XVIII.

Sorpréndese Galiano de que en los prólogos que puso Moratín a sus comedias, en las últimas ediciones, en las abundantísimas notas de Martínez de la Rosa a su Poética y en los juicios que sobre nuestros poetas castellanos, emitieron literatos españoles de indudable nombradía y en todos los códigos literarios de nuestros legisladores del primer tercio del XIX, no hayan tenido sitio los adelantos que el arte crítico ha experimentado y estaba experimentado en otras naciones.

La literatura germánica, prosigue el prologuista de El moro Expósito, ha descubierto una verdad trascendental: que existe más de un modelo de perfección literaria o que, cuando menos, hay varios caminos conducentes a ella, y que cada cual debe tomar el que más se conforme con su estado y circunstancias.

No son los románticos franceses los «verdaderos caudillos» de este movimiento estético. Más que románticos son anticlásicos. Porque sus inmediatos antecesores literarios hacían buenos versos, los representantes de la nueva escuela, los hacían malos adrede. Si aquéllos eran exagerados puristas, éstos caen intencionadamente en todo género de barbarismos y solecismos. En razón a que los primeros daban muestras de timidez en sus invenciones e imágenes; los segundos se elevan sin necesidad o se arrastran y despeñan en «simas de insondable bajeza». Sólo en una cosa se parecen unos y otros: «en lo peor, pues son constantemente afectados»340.

Alcalá Galiano estima que en la Italia que tuvo entre sus poetas románticos a Manzoni, había mejores elementos que en Francia para conseguir una excelente poesía romántica, es decir, nacional, digna de la patria de Virgilio, y de Tasso, de Dante y de Ariosto.

Al referirse a la literatura inglesa proclama: «Inglaterra no consiente ni casi conoce la división de los poetas en clásicos y románticos». Dryden intentó seguir los cánones literarios de la escuela francesa del siglo de Luis XIV; pero su gusto era correcto y su imaginación más exaltada que la de los poetas que quiso copiar. Addison si bien escribió versos no era un poeta. Pope fue clásico a lo francés, pero quedó muy distante del original modelo de la antigüedad griega, como se desprende de su traducción de Homero, que sin ser una obra mala, «es la copia más infiel que darse puede». Desde Cowper hasta el momento actual, añade Galiano, la poesía inglesa es quizá la más rica entre las modernas, tanto por el número como por la calidad de sus obras. Procede esta circunstancia de que volviéndose de espalda los autores ingleses a las «reglas erróneas» y no preocupándose de ser clásicos ni románticos, fueron «lo que eran los clásicos antiguos en sus días y lo que deben ser en todos tiempos los poetas».341

Y ya llegamos ¿cómo no? Al tan debatido punto de las unidades dramáticas. ¿Deben observarse las de lugar y tiempo, como pretenden los dogmatizadores neoclásicos, o solamente la de acción: Denique sit quodvis simplex dumtaxat et unum? Alcalá Galiano se maravilla que seamos nosotros entre las modernas literaturas, los únicos casi que no osábamos traspasar los límites establecidos a este respecto, por los legisladores literarios de los siglos XVII y XVIII, de dentro y fuera de España. Como Moratín y Martínez de la Rosa, por ejemplo, hacen tanto hincapié en la observancia de dichas unidades -de lugar y de tiempo- cuando en todas las demás naciones se porfía vehementemente sobre la conveniencia o no de respetar esta regla y otras parecidas, Pues qué, ¿en muchos teatros de París e incluso en el llamado por antonomasia francés, «largo tiempo santuario del culto clásico» no se representaban dramas cuyo asunto se desenvuelve en tiempo superior a veinticuatro horas y en las que la escena pasa de Aquisgrán a Zaragoza? ¿No habría sido preferible ver si la clase de drama que concibieron Lope, Calderón y Moreto, podía ser susceptible de cultivo y mejoras hasta conseguía «una producción nacional robusta y lozana, en vez de la planta raquítica» que habíamos tomado de Francia?342.

Nuestro autor se congratula de que la nueva teórica literaria haya roto la cadena de tradiciones respetadas y destronado a los preceptistas, cuya autoridad se tenía por infalible. Al menos, lo que en las dos centurias anteriores se cumplía a ojos cerrados, porque nadie osaba discutir tales normas o cánones, ahora se examinaban, y adoptárase o repudiárase, lo cierto es que había de ser contrastado por nuestro propio juicio. Las consecuencias derivadas de este nuevo orden literario fueron varias y muy importantes. Libertad de la fantasía creadora, que no tendrá ya que moverse dentro del marco fabuloso o histórico de la literatura griega o latina. Licenciamiento de los mitos paganos, incluso respecto de los usos alegóricos. Adopción de asuntos medioevales, cuya lejanía temporal garantiza el valor estético de cada uno, y que siendo de gran fuerza emotiva y pasional constituyen un verdadero filón de poesía. Examen de nuestros afectos en cuanto tienen de propios e individuales; y poetización de aquellas modalidades de la vida activa, cuyas encarnaciones literarias nos ofrecieron Dalavigne, Beranger, Manzoni, Burs, Moore, Campbell y Schiller.

Muchas de las ideas expuestas por Alcalá Galiano en este Prólogo a El moro Expósito, andaban dispersas en otros estudios críticos343 precedentes, desde la Poética, de Luzán a la de Martínez de la Rosa o a los artículos y ensayos de Lista. Pero ninguno hasta ahora, salvo don Agustín Durán (que tanto contribuyó, de modo indirecto, al triunfo del romanticismo), dedujo de tales principios conclusiones tan categóricas. Por eso se ha considerado este trabajo de Galiano como un manifiesto romántico. El conocimiento que tenía nuestro autor de las literaturas inglesa y francesa, los días en que se escribió dicho prefacio, saturados ya de anhelos reformadores y la prontitud con que germinan en las almas apasionadas y fogosas las ideas de renovación, hicieron posible tal fenómeno literario. Tenía éste, además, la particularidad de denotar una progresión en el camino de las ideas estéticas, pero no tan incondicional como un poco ligeramente se ha supuesto por algunos críticos. Sabido es que Alcalá Galiano en la prensa gaditana y desde las columnas de la Crónica Científica y Literaria, de Madrid, había contendido con Böhl de Faber, mostrándose partidario, juntamente con don José Joaquín de Mora, del neoclasicismo344. La verdadera posición literaria de Galiano equidistó de la rigidez preceptiva y de las extravagancias de la nueva escuela. Este fue, a nuestro juicio, su auténtico sentir respecto de las dos sectas que, dentro del arte, se disputaban el predominio. Si mariposeó, por decirlo así, de uno a otro ámbito literario, ya declarándose clasicista a lo Boileau, en sus composiciones líricas de la primera época y en sus artículos impugnando a Böhl de Faber, ya proclamándose seguidor de la teórica romántica en el prólogo que acabamos de examinar combatiendo duramente a Meléndez y Cienfuegos, y apareciendo quejumbroso y desalentado en sus poesías a Cádiz y a la muerte de su hijo, fue por dejarse llevar de la postrer lectura o del ambiente. La falta de conocimientos profundos, de lastre erudito, que modelaran vigorosamente su alma, hízole ser voluble y antojadizo en estas materias. Pero había en su conciencia estética un intuitivo recto sentir, un como a modo de golpe de vista para apreciar bien el oro de ley de ambas escuelas, y para no dejarse engañar de los falsos orives.

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D. Antonio Alcalá Galiano

[Págs. 184-185]

Un año después de publicado el prólogo a El Moro Expósito en las lecciones dadas en el Ateneo de Madrid, sobre la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII345 y en el prefacio a las Poesías, de Valera346 confirmaba Galiano su buen juicio y gusto literario. Considera a Shakespeare «uno de los hombres más grandes que se han conocido en aquella edad y en todas, quizá el primer dramaturgo del mundo». Admite como indudable el sumo influjo que el clima ejerce en la formación del pensamiento, aunque no vaya tan lejos como Montesquieu, que pretendió hallar en el clima de cada país la razón de su legislación. Si bien con algunas restricciones, propias de los resabios neoclásicos, alaba a Calderón, a quien llama «gran dramaturgo», aconsejando que se le estudie y aplauda, ya que su género es de mucho mérito, y se erró al quererle desterrar de nuestro suelo e intentar aclimatar en otro de procedencia forastera. Observa, como Durán, que la dramática española era «la verdadera hermana de nuestros romances». Diputa de «bastante pobre» los comentarios de Herrera a las obras de Garcilaso; reprueba el que se haya intentado encontrar en una novela famosa la virtud y nobles pensamientos propios de la mujer pudorosa, entre «el inmundo cieno del vicio en el alma de una prostituta», y al juzgar a Voltaire como poeta trágico, exclama: «¡Qué error tan grave el de pintar a los indios -se refiere a la Alcira- como si fueran filósofos del siglo XVIIII».

De nuestros poetas románticos dirá que se mostraron audaces en sus concepciones, pero sin que esta osadía se hiciera acompañar sino rara vez, del tino o del acierto. Así, huyendo de los delirios de Zorrilla se produjo en nuestra literatura de entonces, una reacción, hasta cierto punto beneficiosa, pero que extremada en demasía podría habernos llevado de nuevo a los «fríos y amanerados» poetas sevillanos de principios del XIX.