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ArribaAbajoP. Ricoeur: texto e interpretación

Antonio Garrido Domínguez


Universidad Complutense de Madrid

1. Entre las muchas cuestiones que acucian a la teoría literaria de nuestro tiempo se encuentran sin duda las que se refieren a la interpretación de los textos literarios. A este interés responden las (relativamente) abundantes tentativas de definición de la naturaleza, objetivos y procedimiento de la hermenéutica literaria (con mucha frecuencia camufladas tras marbetes más modestas como los de la teoría de la lectura, el acto de leer, la recepción literaria, etc.). En efecto lectura e interpretación constituyen las dos caras de un único fenómeno a través de cuyo estudio trata de responderse a la cuestión de cómo se lleva a cabo la comprensión de los textos literarios o, en otros términos, cómo se aprehende el sentido.

La necesidad de la interpretación se justifica básicamente por las peculiaridades que presiden la elaboración y recepción de los textos literarios. Más específicamente: se deriva de su inscripción simultánea en múltiples sistemas de signos o, en palabras de I. Lotman, en un   —220→   sistema modelizante secundario. En efecto, lo que separa a los textos literario-culturales de los de índole práctica es precisamente la intervención en su constitución de numerosos códigos o sistemas sígnicos que, como señala el autor, enriquecen enormemente el sentido del texto -y, por tanto, su ambigüedad-, pero a costa de implicar su organización -y, por consiguiente, su interpretación (cfr. Lotman, 1970: 20, 37 ss.; 1976: 341).

Otra razón más es que la competencia literaria no es una realidad innata sino adquirida (al menos en el plano productivo). Dicha competencia supone tener a disposición un elevado volumen de información -de la que el lector no siempre es plenamente consciente, si está familiarizado con el universo de la literatura- respecto del funcionamiento de los textos, del papel de los géneros en su constitución, etc., y en suma, respecto de la naturaleza convencional de este mundo (cfr. Aguiar e Silva, 1977).

La concepción del discurso literario, por otra parte, como un decir indirecto, sea en su modalidad directiva o declarativa, plantea otra dificultad no pequeña: que los mundos proyectados en el texto son mundos imaginarios, ficticios, que no siempre se pliegan a las exigencias de lo verosímil (Genette, 1991; Dolezel, 1988). Así, pues, el sentido de un texto es una realidad evanescente o ambigua por su polivalencia o indeterminación, y, por consiguiente, reclama del lector la máxima colaboración (Ingarden, 1931; Eco, 1979).

El proceso de lectura está lleno de escollos y la tentativas del lector por adueñarse del sentido (de un texto) pueden convertirse fácilmente en una árida travesía que sólo un lector modelo (o modélico por su cooperación) podrá superar. La necesidad de la interpretación va, pues, aneja a la propia naturaleza de la literatura, a las peculiaridades de la comunicación literaria y, en definitiva, al ámbito de la cultura.

Ahora bien ¿cómo se lleva a cabo el proceso interpretativo? ¿Cuáles son sus pasos y qué saberes actualiza? Respuestas a estas preguntas no escasean a lo largo de la historia, especialmente en el ámbito filosófico y, sobre todo, entre los estudiosos de las Sagradas Escrituras. Propuestas más recientes -y de gran trascendencia- cuentan como patrocinadores a Husserl, Heidegger, Dilthey, Gadamer, Hirsch Jr., U. Eco o P. Ricoeur, entre otros (Domínguez Caparros, 1993; Gadamer, 1951; Ricoeur, 1965 y 1969). En las páginas que siguen será objeto de análisis la propuesta de P. Ricoeur, no sólo por la solidez de su planteamiento, sino por la   —221→   diversidad de tendencias que la integran y el carácter armonizador que preside la actividad de este estudioso.

2. Es importante reseñar desde los comienzos que todo el discurrir de P. Ricoeur sobre el fenómeno literario y sus posibilidades de interpretación se apoya en una rigurosa argumentación de carácter ontológico -epistemológico a la que, por supuesto, no es ajena su trayectoria filosófica y su constante preocupación por la interpretación de los textos (escriturísticos preponderantemente, además de los literarios).

Enmarcada en la fenomenología husserliano-heideggeriana la hermenéutica de P. Ricoeur se distancia tanto del conocimiento intuitivo de la obra literaria -propio de las corrientes idealistas- como del objetivismo propio de los análisis estructuralistas. Se trata de corregir ciertos defectos de planteamiento: en un caso por los riesgos que el procedimiento encierra de caer en el impresionismo y, sobre todo, porque el autor -baza explicativa del idealismo- es para Ricoeur una instancia más en el esclarecimiento del sentido de los textos. En el caso del estructuralismo la asepsia es tal que el texto se desvincula de aquello -el mundo- de donde procede su sentido. Es preciso, pues, ante todo reanudar las relaciones entre el texto y la realidad para evitar que el trayecto interpretativo comience y finalice en el propio texto.120

2.1. La Hermenéutica ricoeuriana cuenta -como toda disciplina que reclame para sí el atributo de científica- con dos componentes explícitos: un objeto y un método de análisis (de su exposición o desarrollo podrá deducirse el concepto de literatura subyacente).

El objeto de estudio no es otro que el sentido del texto y, más específicamente, lo que el autor denomina mundo del texto. La investigación sobre el objeto se apoyará en una teoría o concepción del texto con el fin de comprobar cuál es su capacidad y procedimientos de mediación. Para el método -el «círculo hermenéutico»- Ricoeur vuelve los ojos a las propuestas de Schleiermacher y Dilthey, aunque introduciendo importantes matices respecto de sus momentos o componentes: explicación y comprensión. Ricoeur cambia el signo de la contradicción, asignado por Dilthey, por el de la complementariedad. Explicación y comprensión constituyen las dos operaciones básicas de lo que el autor denomina «arco hermenéutico».

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Por otra parte, explicación y comprensión se correlacionan directamente con dos de las dimensiones definitorias del texto literario (y, específicamente, narrativo): inmanencia y trascendencia. La explicación apunta a la estructura textual y busca poner al descubierto los mecanismos que regulan su constitución interna y su funcionamiento. La explicación -en cuanto momento de raciocinio, descripción y clasificación de los constituyentes del texto- corresponde exactamente a lo que pretenden los análisis estructuralistas. Ricoeur no sólo no desecha este momento sino que considera que una buena explicación del texto prepara el camino para una adecuada comprensión del mismo. A esta convicción responde el aforismo de que explicar más es comprender mejor) (cf. Ricoeur, 1986: 208, 221, 137-159, 1983-85: II, 54).

Ahora bien, la explicación se justifica en última instancia como paso previo a la comprensión (que constituye el objetivo último y la actividad envolvente). Siguiendo a Gadamer (1951: 232, 457), Ricoeur reconoce que comprender es ante todo comprenderse delante del texto (y como reacción / respuesta a los estímulos / preguntas que el texto formula al lector). Mientras que la explicación, en cuanto momento preocupado por lo estático del texto, tiene que ver con su dimensión interna, la comprensión exige ineludiblemente el rebasamiento de sus límites. En efecto, comprender un texto es, según el autor, «tomar el camino del pensamiento abierto por el texto, meterse en el camino hacia el horizonte del texto». El camino al que alude Ricoeur abre el texto hacia el referente y, en definitiva, plantea, como veremos muy pronto, la necesidad de que el texto se trascienda a sí mismo para que tenga realmente sentido (Ricoeur, 1983-85: I, 151 ss.).

Ahora bien, la comprensión en el caso de la literatura se ve fuertemente mediatizada por signos, símbolos y, en definitiva, por el texto. El primer elemento, los signos, alude a que el sentido pasa inevitablemente por ese mediador universal que es el lenguaje; los símbolos, en cambio, hacen referencia al valor convencional de las formas de representación (que son específicas de cada cultura e históricamente variables). El tercer componente mediatizador de la comprensión es el texto y constituye, como se dijo, el verdadero objeto de la hermenéutica (Ricoeur, 1983-85: I, 120 ss.).

2.2. Fiel a su orientación filosófica, Ricoeur aborda la teoría del texto desde una perspectiva epistemológico-ontológica. La naturaleza del texto se justifica a partir de su carácter mediador entre lo que lo precede y lo que le sigue, al antes y el después. Así pues, el texto o mímesis II representa el momento de la realidad configurada en el   —223→   texto puente a mímesis I o realidad prefigurada y mímesis III o realidad prefigurada a través del acto de lectura. Ahora bien, antes de entrar al examen de las tres mímesis vale la pena detenerse en otros aspectos y dimensiones del texto (Ricoeur, 1983-85; cfr. III).

En primer lugar, sus rasgos. Según Ricoeur, son cuatro los aspectos característicos del texto: la fijación del significado, autonomía respecto de la intención del autor, referencia y universalidad de los destinatarios. Ricoeur enraíza su propuesta sobre el texto en la teoría del discurso de E. Benveniste y también toma de él la distinción entre semiótica -la disciplina encargada de examinar el plano intratextual, los signos- y, semántica que, a través del significado, lleva a cabo la mediación entre el hombre y el mundo.Se trata de dimensiones complementarias e irrenunciables en todo análisis mínimamente comprehensivo del texto (requisito al que no responden los planteamientos estructuralistas, los cuales centran exclusivamente su atención sobre el plano semiótico).

La demostración de que la referencia -aunque sea de segundo grado o indirecta- constituye un hecho ineludible en cualquier análisis del texto literario se convierte progresivamente en el centro de gravedad del fino discurrir de Ricoeur y es objeto de una amplia y rigurosa argumentación.

El primer argumento en favor de la apertura del texto se basa en el supuesto de que el lenguaje no es una realidad autotélica y tiene el mundo como correlato ineludible, como su otro. El discurso no puede dejar de referirse al mundo so pena de negar su esencia más íntima y a verse reducido a puro significante (Ricoeur, 1983-85: 153).121 Ricoeur reconoce con todo -siguiendo a Frege- que en el texto literario se produce una suspensión de la referencia de primer grado (y lo mismo cabe opinar respecto del sentido), pero como contrapartida se potencia la referencia de segundo grado (la que surge a la luz de los códigos y convenciones culturales y literarios) (cfr. Ricoeur, 1975 [1980]: 293 ss. 1983-85; I, 156 ss.).

En el caso concreto de la narración la referencia es de mímesis II respecto de mímesis I (esto es, de la realidad configurada textualmente respecto de una realidad prefigurada en términos de lo que es una acción y sus elementos constitutivos) y, sobre todo, respecto de la realidad refigurada a través del acto de la lectura, esto es, el mundo del texto. La literatura, añade Ricoeur, tiene una manera muy peculiar de   —224→   hablar del mundo: representa la realidad no como un dato empírico sino como algo posible, esto es, como mundos que podrían existir. Es un hablar metafórico, en suma (Ricoeur, 1983-85: I, 107, 156-7; 148; 1986: 128-9). De lo dicho se deduce la segunda razón en favor de la trascendencia del texto (ya aludida en las páginas precedentes, por cierto): su naturaleza esencialmente mediadora entre el mundo y el lector (punto éste sobre el que se volverá al tratar de mímesis II con mayor detenimiento).

La trascendencia del texto es defendida también desde otras perspectivas. La primera alude a su dimensión retórica, esto es, a su gran capacidad para influir sobre el receptor -y, a través de él, sobre la realidad que lo rodea- por medio de la crítica o denuncia, la defensa de una determinada ideología, etc. En cualquier caso, resulta incuestionable el papel de la literatura en el ensanchamiento de las experiencias del ser humano y, en especial, en la renovación constante de nuestra percepción de la realidad, como señalan, desde postulados muy diferentes, V. Sklovski (1917) y, sobre todo, J. Mukarovski (1977: 100-102).

Un argumento más -y, posiblemente, uno de los más definitivos se fundamenta en las ideas de P. Benveniste a propósito de la vinculación entre subjetividad y lenguaje y, por supuesto, en su teoría de la enunciación. Según el autor, a través de los deícticos personales y afines el discurso no sólo conecta con un determinado contexto comunicativo sino que, principalmente, se enraíza en la subjetividad del hablante. En este punto es la categoría genettiana de voz la que permite a Ricoeur establecer la conexión entre enunciación y enunciado, entre la instancia enunciativa del narrador -perceptor (en el caso del relato) y la subjetividad individual o conciencia y, en suma, entre arte y vida (como se verá posteriormente, el tiempo-duración funciona como garante de este contacto entre texto y mundo) (Cfr. Benveniste, 1966: I, 179-187 y 1974: II, 70-81; Ricoeur, 1983-85: II, 168 ss.).

2.2.1. Todos los argumentos reseñados resaltan el carácter mediador del texto y rechazan, por consiguiente, cualquier tentación de consideración inmanentista del mismo. Esta convicción se verá definitivamente corroborada por la teoría de las tres mímesis y ciertos conceptos a ella vinculados como son los de mundo del texto y tiempo ficticio.

En la exposición de sus ideas sobre la noción de mediación del texto Ricoeur reinterpreta los viejos y revitalizados conceptos aristotélicos   —225→   de póiesis, mímesis y mythos. La mediación es, en primer término, entre el antes y el después, la realidad que precede al texto y la refigurada a través del acto de lectura. Dado que el texto proyecta un mundo ante los ojos del lector, la afirmación de su naturaleza mediadora insiste en que dicho mundo -aunque se constituye gracias al texto- forma parte de un proceso que mira en dos direcciones: el lugar de donde extrae su inteligibilidad básica (mímesis I) y hacia los destinatarios que, a través de la lectura, se apropiarán del mundo del texto (mímesis II).

En un sentido más preciso la mediación tiene que ver con la correlación entre los tres conceptos anteriormente mencionados o, en otros términos, con la construcción de la trama. Se trata de un activísimo proceso en el que el hacer literario se interpreta como representación de una acción, esto es, como su configuración en el marco de la trama. La noción de construcción implica que durante el proceso creador se lleva a cabo una intensa manipulación de los materiales y, en definitiva, la constitución del mundo del texto (que, como se vio, se inscribe en el ámbito, no lo de real-objetivo sino de lo posible).

Ahora bien, esta operación de configuración desempeña una labor de mediación en tres dimensiones diferentes: integrando en un conjunto (historia) una serie de acontecimientos, estableciendo la síntesis de materiales tan heterogéneos como los que supone toda acción -hechos, gentes, medios, fines, circunstancias, valoración, etc.- y, finalmente, la trama es mediadora en el plano temporal (algo no tomado en consideración por Aristóteles, más preocupado por la lógica o causalidad narrativa que por la temporalidad). En palabras de Ricoeur: la labor conciliadora de la trama se manifiesta en que extrae de la simple sucesión (de hechos) una configuración; logra, a través de un fino trabajo de ajuste, la concordancia de lo dispar y, en última instancia, introduce el sentido del tiempo.

Dicha manifestación se proyecta en los dos planos del texto: el sintagmático -en cuanto que los acontecimientos constitutivos de la trama se suceden necesariamente unos a otros- y el paradigmático, esto es, el de la configuración propiamente dicha. A través de la operación de configuración asoma el tiempo -y, más que en ningún otro caso, cabe hablar aquí de él- puesto que de ella resulta el verdadero sentir y sentido del tiempo. Tres son las razones en que cabe apoyar esta afirmación: primero, porque por medio de la configuración, la simple sucesión de acontecimientos se convierte en una totalidad significante; en segundo lugar, porque gracias a la labor configuradora de   —226→   la trama, los hechos reciben su sentido definitivo a partir del punto final, es decir, el momento desde el cual la historia narrada pueda ya ser contemplada como un texto. De aquí concluye Ricoeur (1983-85: I, 139; II, 47 ss.) que «la reconsideración de la historia narrada, regida como totalidad por su manera de acabar, constituye una alternativa a la representación del tiempo como transcurriendo del pasado hacia el futuro, según la metáfora bien conocida de la flecha del tiempo. Es como si la recolección invirtiese el llamado orden natural del tiempo, al leer el final en el comienzo y el comienzo en el final, aprendemos también a leer el tiempo mismo al revés, como recapitulación de las condiciones iniciales de su curso de acción en sus consecuencias finales».

En suma, mímesis II se presenta como una fase del proceso literario en el que, a través de la manipulación del material narrativo, se obtiene el sentido del tiempo y, vinculada a él, la inteligibilidad del relato (1983-85: I, 134-9). Como se señaló anteriormente, mímesis II apunta inevitablemente, a partir de su naturaleza esencialmente mediadora, hacia mimesis I y mímesis III. Mímesis I funciona como punto de referencia a partir del cual tanto el autor como el lector llevan a cabo las tareas que les son propias: la producción y la recepción o interpretación del texto. Se trata, pues, de las condiciones de la precomprensión del texto o los saberes compartidos por emisor y receptor, que se traducen en la práctica en un conocimiento de lo que Ricoeur denomina red conceptual (esto es, de qué significa el obrar humano y cuáles son sus elementos constitutivos). Este saber compartido constituye el fundamento de todo el trabajo de representación literaria y, por supuesto, de la construcción de la trama (1983-85: I, 120 ss.).

Uno puede preguntarse en este punto cuál es la relación entre el conocimiento de la red conceptual -o, lo que es lo mismo-, la posesión de una competencia que, según el autor, podría muy bien denominarse comprensión práctica y la comprensión narrativa. «La respuesta a esta pregunta -afirma Ricoeur (1983-85: I, 122)- exige la relación que puede establecerse entre teoría narrativa y teoría de la acción, en el sentido dado a este término en la filosofía analítica de lengua inglesa. A mi entender esta relación es doble. Es a la vez, una relación de presuposición y de transformación».

La comprensión narrativa presupone, en primer término, estar en posesión de una competencia práctica; pero ésta no basta, ya que la narración se regula en su composición por reglas o convenciones que le son propias. Por tanto, se requiere además una competencia específica   —227→   narrativa. En cuanto al segundo aspecto, sólo decir que representa el paso del plano paradigmático (o virtual) al sintagmático o actual -esto es, el paso de los modelos compositivos y materiales al plano de la construcción- donde se hace efectiva la operación de transformación (y, cómo no, de presuposición). De ahí la conclusión del autor (1983-85: I, 123): «comprender una historia es comprender a la vez el lenguaje del hacer y la tradición cultural de la que procede la tipología de las tramas». Así, pues, puede muy bien concluirse que la comprensión narrativa -o, si se prefiere, mímesis II- extrae de la comprensión práctica (mimesis I) todo lo que tiene que ver con el significado del obrar humano.

Pero hay todavía otros aspectos que tienen que ver con la presuposición de mímesis I. En primer lugar, la mediación simbólica que ejerce la comprensión práctica respecto de la composición narrativa. El término símbolo alude aquí al hecho de que el significado de la acción narrada viene predeterminado por cada cultura (que es la que aporta las reglas para su interpretación: piénsese en el valor de hechos como el engaño, el robo, la poligamia, el aborto...). Así, pues, es plenamente congruente afirmar que la acción es inteligible, en primer término, gracias a su carácter simbólico (al valor que le ha asignado una determinada comunidad, el cual es, ante todo, como ya reconocía Aristóteles, de naturaleza ético-moral) (Ricocur, 1983-85: I, 123-7).

Pero, el apoyo último y definitivo de mímesis I a mímesis II no es otro que el tiempo. En este punto Ricoeur aprovecha la distinción heideggeriana entre intra-temporalidad -el tiempo existencial-, historicidad -cuando los acontecimientos se organizan y adquieren sentido a la luz del trayecto vital de una persona- y, finalmente, la temporalidad. Ésta es la dimensión más profunda del tiempo ya que, en realidad, abarca desde el presente el pasado y el futuro. La vinculación se produce en el plano de mímesis I entre el tiempo narrativo y la intra-temporalidad o ser-en-el-tiempo, un tiempo no lineal, guiado por el cuidado (1983-85: I, 128-134). En suma, la inevitable conexión entre mímesis I y mímesis II constituye un argumento decisivo en favor de la apertura del texto al mundo y, correlativamente, al sentido y a la referencia. En el fondo se trata del paso -característico de la literatura, según Aristóteles- del orden ético al poético (cf. Pozuelo, 1993: 129).

2.2.2. Ahora bien, la trascendencia del texto mira también hacia delante, hacia el receptor que es quien hace suyo el mundo del texto (esto es, su sentido). La recepción-interpretación se materializa en el   —228→   acto de lectura y se define como el ámbito propio de mímesis III: el proceso por medio del cual la realidad configurada en el texto es refigurada a través de la actividad lectora. En este punto vuelve a ser operativa la categoría genettiana de voz en cuanto que facilita la consideración del texto narrativo como mensaje dentro de un proceso general de comunicación. Es ésta precisamente la que permite pasar de mímesis II a mímesis III. En cuanto a la realidad de ficción, el texto carecerá de sentido sin este último paso: «... la narración tiene su pleno sentido cuando es restituida al tiempo del obrar y del padecer en la mímesis III» (Ricocur, 1983-85: I, 144).

Así, pues, mímesis III representa el encuentro de dos mundos -y sus respectivos tiempos- el configurado en el texto y el existencial del lector. Con la recepción del texto se cierra el ciclo de las mímesis a través de un proceso evidentemente circular -aunque no vicioso, señala Ricoeur- en el que el final se aclara y justifica por su referencia al principio y viceversa (gracias siempre a la mediación del momento intermedio o mímesis II).

En el análisis del papel de la lectura -actividad que facilita el paso de mímesis II a mímesis III- Ricoeur se apoya en las propuestas de la Estética de la Recepción y, más específicamente, en la doctrina de W. Iser sobre el acto de lectura y la de H. R. Jauss acerca de la recepcion. «Para los dos -opina Ricoeur (1983-85: I, 152)- el texto es un conjunto de instrucciones que el lector individual o el público ejecutan de forma pasiva o creadora». La observancia de estas instrucciones permite al lector hacerse con el mundo proyectado en el texto y la fusión de sus respectivos horizontes de expectativas y, en definitiva, acceder no sólo al sentido sino a la referencia -una referencia metafórica o de segundo grado- del texto y, correlativamente, a su temporalidad. Éste es el punto -como se ha señalado repetidas veces a lo largo de este trabajo- hacia el que se orienta la hermenéutica de Ricoeur, una hermenéutica centrada en el mundo del texto y no tanto en la reconstrucción de la intención del autor (Ricoeur, 1983-85: I, 158).

La teoría de la lectura implica, según el autor, la alianza entre Poética, Retórica y Teoría de la Comunicación (1985: III, 231 ss.). La importancia de la Poética se comprende a partir de la constatación de que la composición condiciona la lectura de un texto. La Retórica insiste, por su parte, en el activo papel del texto en cuanto que a través de él el autor busca la persuasión, esto es, la adhesión del lector respecto de determinadas tesis o sistemas de valores (en el sentido apuntado por W. C. Booth). La Teoría de la Comunicación, finalmente, permite ver el   —229→   texto como parte de un proceso de interacción en el que intervienen factores diversos (emisor, receptor, etc.), pero esta perspectiva tiene otras consecuencias de gran alcance para Ricoeur. La más importante sin duda es el desbloqueo de la obra, su apertura hacia el exterior a través de la referencia (1983-85: I, 151-160). ¿Qué tipo de referencia? Del tiempo ante y sobre todo.

Ricoeur considera que el tiempo narrado -o, si se prefiere, la práctica narrativa- puede aportar soluciones a las aporías del tiempo en el ámbito filosófico. En realidad la respuesta a los múltiples interrogantes del tiempo requiere un diálogo entre tres disciplinas: la historiografía, la filosofía fenomenológica y la crítica literaria. La parcialidad de los diversos planteamientos filosóficos -entre los que destacan los de San Agustín, Husserl y Heidegger- tiene mucho que ver con la naturaleza invisible del tiempo (de acuerdo con el enfoque kantiano, al que se suma Bajtín) (Ricoeur, 1983-85: 160-166; Bajtín, 1975: 237 ss.). Así, pues, queda en manos de la narración histórica y literaria la solución de los problemas planteados por la temporalidad.

En lo que sigue me ocuparé de las implicaciones del tiempo narrativo-literario en este controvertido asunto. Las razones de esta preferencia por parte de Ricoeur son de doble índole: una la naturaleza esencialmente temporal del relato y, en segundo lugar, el hecho de que la novela -especialmente, la contemporánea- ha convertido el arte de narrar en una inmensa galería de los modos de sentir el tiempo. Desde esta perspectiva la hermenéutica de Ricoeur se transforma en una disciplina encargada de analizar los diversos modos de configuración del tiempo. Todas las operaciones comprendidas en el arco hermenéutico -básicamente, explicación y comprensión-, además de tomar en consideración el proceso implicado en la teoría de las tres mímesis. Es preciso reconocer -señala Ricocur (1983-85: II, 42 ss.)- que la novela contemporánea ha invertido de forma drástica los modelos tradicionales de representación temporal hasta el punto de levantar sospechas (bastante razonables, en ciertos casos) sobre los vínculos entre tiempo y narración. Sin embargo, cuando se llega a tales conclusiones a lo que se alude generalmente es a la cronología, no a la temporalidad que, en cuanto constituyente básico del relato, es algo a lo que éste no puede renunciar sin autrodestruirse simultáneamente. Ésta es la gran tesis de Ricoeur: la afirmación de la plena identificación entre temporalidad y relato (Ricoeur, 1983-85: 112-136; Garrido Domínguez, 1992).

Ricoeur encuentra en la distinción entre tiempo del contar (Erzählzeit), tiempo de lo contado (erzählte Zeit) y el tiempo de la vida   —230→   o experiencia de tiempo (Zeiterlebnis), propuesta por P. Müller en su Morphologische Poetik, los argumentos para rechazar, por inadecuados y excesivamente asépticos, los análisis estructuralistas y, específicamente, los de G. Genette sobre Proust. Es precisamente el tiempo vivido el que permite constatar la operatividad de la voz narrativa, no tanto en cuanto categoría estrictamente técnica del relato, sino sobre todo a partir de su capacidad para establecer un puente entre el tiempo narrado y el tiempo de la vida (el primero o tiempo de mímesis II remite inevitablemente al tiempo prefigurado de mímesis I, el tiempo de la experiencia, hacia el que apunta también mímesis III a través de ese encuentro entre los mundos del texto y del lector) (cfr. Ricoeur, 1983-85: I, 128). Es dicha experiencia la que justifica el empleo de determinadas técnicas y de lo que Genette denomina «juegos con el tiempo» y no al revés; en suma, lo que impide el enclaustramiento del texto y del tiempo en su interior (Ricoeur, 1983-85: II, 136-157).

Tal es el motivo por el que el autor no encuentra plenamente satisfactorio el enfoque de Genette respecto a las nociones de punto de vista y voz narrativa y la razón por la que se adhiere a las propuestas de Bajtín, Lotman y Uspenski. «En resumen, las dos nociones de punto de vista y voz son de tal modo solidarias que se hacen indiscernibles... Se trata, más bien, de una sola función considerada bajo el ángulo de dos cuestiones diferentes... sólo subsiste una diferencia entre punto de vista y voz: el punto de vista deriva de un problema de composición (como hemos visto en Ouspenski); por tanto, sigue estando dentro del campo de investigación de la configuración narrativa; la voz, en cambio, incumbe a problemas de comunicación en la medida en que está dirigida a un lector; se sitúa así en el punto de transición entre configuración y refiguración, en cuanto que la lectura marca la intersección entre el mundo del texto y el del lector. Precisamente son éstos los intercambiables. Todo punto de vista es la invitación dirigida al lector para que dirija su mirada en el mismo sentido que el autor o el personaje; en cambio, la voz es la palabra muda que presenta el mundo del texto al lector, y, como la voz que se dirigía a San Agustín en el momento de su conversión, dice: Tolle! lege! (¡Toma y lee!)» (Ricoeur, 1983-85: II, 177-178).

Las diferencias e implicaciones entre los conceptos de punto de vista y voz son importantes para Ricoeur por sus claras repercusiones temporales. La posible correlación con las nociones de enunciado y enunciación y el hecho de que la forma verbal característica del relato sea el pretérito son hechos que ponen bien a las claras que los acontecimientos   —231→   narrados son vistos como algo pasado respecto del momento de su narración. Es también esta distinción la que facilita los juegos con el tiempo, aunque el objetivo último de los mismos no puede ser otro -si no se pretende negar la trascendencia del texto- que el de articular una experiencia del tiempo en los planos de la configuración y de la refiguración. Lo que esto quiere decir es que la experiencia ficticia del tiempo exige el encuentro constante entre el mundo del texto y el mundo del lector y, én suma, la apertura del texto hacia el exterior. La experiencia del tiempo se perfila como la dimensión temporal de un mundo virtual, de una realidad posible, como es la que el texto proyecta. Dicha experiencia es posible gracias al texto narrativo en un doble sentido (aunque parezca paradójico): por su capacidad intrínseca para articularla en el marco de la trama o configuración pero, también, por su innegable proyección hacia el exterior -hecho que le permite entrar en confrontación con el mundo del lector y ser objeto del proceso de refiguración a través de la lectura. Es especialmente este hecho el que hace posible referirse al mundo del texto como una trascendencia inmanente.

Como se ha dicho repetidas veces, el tiempo constituye el aspecto que mejor pone de manifiesto esta dimensión inmanente / trascendente del texto y la narración literaria (específicamente, la novela), el lugar donde mejor se plasman las múltiples y diversas sensibilidades sobre el tiempo. La novela se ha convertido en el siglo XX en un auténtico laboratorio donde se experimenta con ese organismo incorpóreo pero enormemente consistente que es el tiempo (Ricoeur, 1983-85: II, 179-181). Ahora comienza a percibirse con claridad el razonamiento de Ricoeur y el proceso implicado en el arco hermenéutico: la experiencia del tiempo se encuentra en el punto de partida de dicho proceso gracias a la intermediación del texto. La hermenéutica ricoeuriana no se detiene en una reclamación de la apertura o trascendencia del texto sino que hace de la experiencia del tiempo el trampolín que une el texto al mundo que lo precede (y de donde procede) al lector.

Los análisis de Ricoeur sobre determinadas obras de V. Woolf, Proust o T. Mann son bastante elocuentes. A ellas pueden añadirse sin duda otros que han venido a confirmar las tesis defendidas por el autor en los sagaces análisis consagrados a las obras de los autores antes mencionados. Cabe destacar, entre otros, los dedicados por Pozuelo a algunos relatos cortos de J. Cortázar (Pozuelo, 1989: 169-184). En ellos se pone de manifiesto el conflicto entre el tiempo sentido -el tiempo de la conciencia o la memoria- y el tiempo cronológico y, sobre todo, cómo sólo desde el tiempo interior puede explicarse no   —232→   sólo la concepción del tiempo sino las aberraciones presentes en el plano puramente discursivo en relatos como «El perseguidor», «La autopista del sur» o «La noche boca arriba», entre otros (Garrido Domínguez, 1992).

Así, pues, la clave hermenéutica del tiempo narrativo apunta inevitablemente hacia la vida a través de la conciencia, a través de una subjetividad, y reclama la abolición del tiempo de los relojes como factor explicativo último. Es más, sólo si se prescinde del tiempo exterior adquiere pleno sentido el tiempo-duración. Éste es un hecho que han venido a confirmar numerosos testimonios de novelistas durante los últimos tiempos. El testimonio de I. Aldecoa insiste en el papel de la conciencia en cuanto responsable de las expansiones y concentraciones del tiempo; en una palabra alude a la duración como dimensión profunda del tiempo: «El tiempo no tenía medida fija. Los hechos contaban el tiempo... el golpe en la piedra y la continuación de la historia, y separándolos un gran silencio, que daba lugar a pensar, es decir, a que transcurrieran años, verdaderos años, en un solo momento.»122

La contraposición tiempo crónico/tiempo subjetivo es permanente en El jinete polaco.Aludiendo a este último se dice: «... un tiempo que posee sus propias leyes tan ajenas a las del mundo exterior, a las del tiempo exterior como un país innacesible a todos los extranjeros e invasores». Un poco más delante se vuelve a insistir en este asunto: «... estos relojes no sirven para medir un tiempo que únicamente ha existido en esa ciudad, no sé cuando, en todos los pasados y porvenires que fueron necesarios para que ahora yo sea quien soy, para que los rostros y las edades se congregaran ante mí como en el baúl insondable de Ramiro Retratista, para que Nadia sucediera en mi vida.»123

En el mismo sentido se expresa Julio Llamazares en La lluvia amarilla: «Cuando murió Sabrina, la soledad me obligó otra vez a hacer lo mismo. Como un río encharcado, de repente el curso de mi vida se había detenido y, ahora, ante mí, ya sólo se extendía el inmenso paisaje desolado de la muerte y el otoño infinito donde habitan los hombres y los árboles sin sangre y la lluvia amarilla del olvido.

A partir de ese día, la memoria fue ya la única razón y el único paisaje de mi vida. Abandonado en un rincón, el tiempo se detuvo y, como   —233→   un reloj de arena cuando se le da le vuelta, comenzó a discurrir en sentido contrario al que, hasta entonces, había mantenido. Nunca volví a sentir la angustia de acercarme a una vejez que, durante mucho tiempo, me había resistido a aceptar como la mía. Nunca volví a acordarme de aquel viejo reloj que, abandonado en un rincón, colgaba inútilmente en la pared de la cocina. De pronto, el tiempo y la memoria se habían confundido y todo lo demás œla casa, el pueblo, el cielo, las montañasœ había dejado de existir, salvo como recuerdo muy lejano de sí mismo.»124

Los testimonios -las teorías explícitas del tiempo- podrían continuar en una lista bastante extensa; con todo, me interesa reseñar en este momento la concepción del tiempo subyacente a determinados relatos (las teorías implícitas). J. Cortázar ofrece en sus relatos algunas de las plasmaciones más interesantes y logradas de ese hecho ya constatado de que a través del arte y, en especial del arte narrativo, se accede a ciertas dimensiones temporales que sólo la subjetividad puede justificar. Baste el ejemplo de La noche boca arriba. Este relato representa un caso límite. En su interior se mezclan, se superponen dos historias, dos tiempos, con idéntico protagonista: el hombre que se encuentra en circunstancias extremas. Durante su convalecencia en el hospital el motorista accidentado sueña que es perseguido por los indios de una tribu rival, apresado y conducido al altar del sacrificio. El relato pone, pues, de manifiesto la entreveración de dos historias con un rasgo común: la amenaza de un grave peligro para quien las protagoniza. El personaje vive muy cartesianamente a caballo entre dos mundos, el de la realidad y el del sueño o delirio, hasta tal punto que toma por un sueño lo que es real y viceversa. La paradoja -y aquí reside seguramente el valor simbólico del relato- es que el personaje no discierne entre la realidad del mundo al que pertenece, una tribu americana, y un mundo muy posterior al que accede a través del sueño y, lo que es más importante, al que toma equivocadamente por real. Del relato se concluye, primero, que la realidad incluye no sólo el mundo objetivo inmediato, sino también el ámbito de los sueños, los deseos, etc.; en segundo lugar, que la ficción narrativa hace posible la vivencia simultánea en dos tiempos objetivamente separados (cfr. Albadalejo, 1992: 50-51). El sueño, la ficción, permite al hombre fugarse del mundo inmediato aunque eso tiene un precio: uno vuelve a encontrarse siempre irremediablemente con el mundo; la huida es   —234→   puramente ilusoria. Así, pues, sólo el tiempo interior puede justificar de algún modo unos hechos que contradicen las más elementales normas del tiempo crónico o convencional. Es un hecho que aparece confirmado en otros relatos del propio Cortázar como La autopista del sur, Continuidad de los parques, o el Perseguidor.

El último ejemplo corresponde a Azorín. Se trata de Una flauta en la noche. El relato -organizado en torno a tres ejes temporales convencionales: 1820-1870, 1900- constituye una auténtica fábula del tiempo. En él el tiempo presenta rasgos contradictorios e incluso paradójicos; por un lado, cambia incesantemente (como se comprueba en el progresivo envejecimiento de personas y cosas) pero, simultáneamente, puede decirse que el tiempo, el tiempo profundo, es siempre el mismo, un tiempo circular. Es algo que la historia -un relato especular por triplicado- deja bien a las claras. El niño que toca la flauta en las primeras horas de la noche en la vieja ciudad dentro de la primera historia es el anciano que acompaña y enseña al niño que toca la flauta en la segunda; y uno de los niños que acompañan al anciano en la segunda historia, el que no toca la flauta, es el anciano que regresa a la vieja ciudad después de pasar largos años en Madrid y, por azares del destino, se instala en una fonda que resulta ser su antiguo hogar. Durante el paseo nocturno escucha la música delicada y triste de una flauta tocada por un niño al que acompaña un anciano. Lo que la historia viene a decir es que, por debajo de los cambios accidentales, fluye un tiempo esencial, que se mantiene constante (un tiempo encarnado no sólo en la repetición de la misma historia, sino en esa ciudad antigua cuyos sólidos caserones resisten los envites del tiempo externo). Así, pues, es la sensación o vivencia del tiempo la que justifica la articulación de la historia en el marco del texto.

3. De la doctrina de P. Ricoeur hay que concluir que el texto en cuanto mediación remite inevitablemente a la realidad (la experiencia del obrar humano y lo que implica) y, por tanto, que es mimético, pero no representación directa de tal realidad. El texto construye y contiene un mundo ficticio -un mundo virtual y sin consistencia en el mundo actual, pero cuya inteligibilidad depende en gran medida de la experiencia y conocimiento de este mundo. Otra parte de la inteligibilidad procede del conocimiento o familiaridad con los modos de proceder del sistema literario: carácter simbólico de los modos de trasposición del obrar humano a través de la acción narrativa, los géneros, naturaleza del discurso ficcional, etc. En el caso del texto narrativo es el tiempo el que posee las claves interpretativas del texto en cuanto que,   —235→   a través de él -y por encima de todas las posibles manipulaciones a que es sometido en el plano superficial- se facilita su enraizamiento en la conciencia individual. Así, pues, más que del tiempo narrativo lo correcto sería hablar del sentido y vivencia íntima e individual del tiempo (entendido, en última instancia, como sentido de la existencia y emparejado al respecto con el bajtiniano de cronotopo (cfr. Bajtín, 1975) cuyas raíces son también filosóficas).

Es importante señalar que el modelo de texto presentado por Ricoeur no contradice en absoluto las teorías de la ficción más recientes (es obvio que tampoco las más antiguas) y exigentes en cuanto a la autonomía del texto. Su interpretación del concepto de verosimilitud como realidad vinculada a la construcción de la trama -a esa operación que lleva a cabo la síntesis de lo heterogéneo y la concordancia de lo dispar- y a la coherencia interna. Es preciso admitir, por tanto, que el texto permite superar las posibles dificultades en este sentido y se vuelve legible a la luz de su construcción y de la lógica interna del mundo proyectado en él (cfr. Dolazel, 1980). A la luz de estos datos no puede sino concluirse que la propuesta de Ricoeur es, además de teórica y metodológicamente rigurosa, respetuosa para con las peculiaridades del fenómeno literario. Sin duda, la hermenéutica de Ricoeur se apoya en una epistemología y ontología que privilegian el objeto, la realidad, y la capacidad del sujeto para adentrarse en su conocimiento (cualquiera que sea la vía por la que éste se lleve a cabo). De ahí el papel instrumental asignado al texto en esa relación (dialéctica), un papel determinante no obstante en cuanto que a través de él ese conocimiento adquiere formas concretas y la realidad se vuelve inteligible.

Quizás podría objetarse en este sentido que la hermenéutica ricoeuriana rezuma un optimismo excesivo respecto de la capacidad del receptor para hacerse con el sentido -o, mejor, el mundo del texto- en todos los casos. (cfr. Maceiras, 1991). Como el propio autor reconoce, la literatura del siglo XX -el relato, en particular- parece haberse empeñado en problematizar la relación del receptor con el texto a base de atentar y desestabilizar los modos tradicionales de construcción de la trama o llevando al extremo las audacias innovadoras.

Ricoeur es consciente de que en no pocas ocasiones el lector corre con la responsabilidad de cargar sobre sus espaldas, la pesada tarea de construcción de la trama a partir de una serie de datos dispersos. Al ejemplo del Ulises -propuesto por el autor- cabría añadir un sinnúmero de relatos que oponen una tenaz resistencia a los más denodados   —236→   esfuerzos del lector medio por hacerse con su sentido: Rayuela, Pedro Páramo, La muerte de Artemio Cruz, La saga/fuga de J. B. Muy posiblemente la clave del problema reside precisamente en el hecho -por otra parte, obvio- de que tanto los estudios lingüísticos como literarios operan sobre la base de un hablante/lector ideal o, como U. Eco, un lector «modelo», que puede y sabe estar a la altura de las circunstancias y no renuncia ante las primeras dificultades interpretativas. Es el lector que colabora al máximo, actualizando su conocimiento del mundo y su competencia específicamente literaria, fruto del estudio o de la experiencia de lecturas anteriores) (cfr. Eco, 1979).

Con todo, la realidad es terca y los propios análisis de la Estética de la Recepción -cuyos postulados Ricoeur acepta- demuestran palmariamente la heterogeneidad de los lectores y las enormes dificultades -a veces, insuperables- que el lector ha de vencer para adueñarse del sentido del texto. En estos casos, obvio es, el proceso hermenéutico se ve bloqueado y la comprensión del texto condenada al fracaso, no tanto porque los pasos a seguir no estén correctamente señalados -epistemológicamente el planteamiento es irreprochable- sino por la incapacidad del lector para enfrentarse a ciertos textos que rehuyen deliberadamente amoldarse a patrones establecidos (pienso en este momento en el ejemplo de Conversación en la Catedral, título al que podrían añadirse otros del propio Vargas Llosa).

La interpretación literaria parece depender, en una proporción elevada, de una competencia literaria muy específica e históricamente variable. Me parece, por tanto, que es preciso reclamar el derecho a la sospecha sobre las posibilidades reales del lector y reconocer que ese saber supuestamente compartido entre emisor y receptor respecto de lo que representa el obrar humano puede no darse al nivel que exige la interpretación de un determinado texto. La capacidad humana para entenderse y entender el mundo en que vive puede resultar insuficiente cuando se enfrenta con un dominio con peculiaridades tan específicas como es el de la literatura, un sistema modelizante secundario.

¿Quiere esto decir que el planteamiento de Ricoeur no es adecuado y que ofrece respuestas poco satisfactorias respecto de cómo se lleva a cabo la comprensión de los textos literarios? Ni mucho menos; me parece que su eficacia ha quedado sobradamente probada en las páginas precedentes. Conviene señalar que el propio autor es (más o menos) consciente de estas dificultades cuando, refiriéndose al hecho de que muchos relatos modernos carecen de conclusión en el sentido tradicional del término, afirma: «... más allá de toda sospecha, es necesario confiar en la   —237→   institución formidable del lenguaje. Es una apuesta que tiene en sí misma su justificación (cf. Ricoeur, 1983-85: II, 47).

Esta fe inquebrantable en la capacidad del lenguaje para captar y reflejar la realidad (y, correlativamente, en la del ser humano) constituye el fundamento epistemológico del riguroso discurrir de Ricoeur y, como se ha visto, de su teoría sobre el texto literario. Dicho fundamento se ve enriquecido colateralmente por otras consideraciones mas específicamente literarias. La concepción de la literatura como fenómeno comunicativo, la defensa de la naturaleza y capacidad retórica del texto y la aceptación de los postulados de la Estética de la Recepción le permiten abrir el texto al mundo y, de manera muy especial, al receptor. El texto, viene a decir Ricoeur, no puede ser nunca un punto final, porque se hace eco del mundo y al mundo apunta a través de la imaginación del lector. Con palabras que recuerdan mucho las tesis de U. Eco al hablar de la obra abierta. P. Ricoeur afirma que todo texto abre, a través del proceso de lectura, una ventana al mundo.


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