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ArribaAbajoLos límites de lo visible

Jesús González Requena


Universidad Complutense de Madrid


Retorno a Saussure

Reclamamos un retorno a Saussure.143 No sólo para que el pensamiento semiótico pueda salir del amodorramiento en el que parece haberse instalado en los últimos años, sino también, y de manera muy concreta, como condición necesaria para que la Semiótica, ciencia de los lenguajes, pueda redefinir su posición ante el problema, tantas veces planteado como escamoteado, de las imágenes.




Concepción instrumental

la facultad -natural o no- de articular palabras sólo se ejerce con ayuda del instrumento creado y suministrado por la colectividad.


(de Saussure, 1980: 37)                


  —[286]→  

Si ésta no ha sido la cita de Ferdinand de Saussure más repetida, sí ha sido, en cambio, la que más fácilmente ha penetrado en la Semiótica moderna por su fácil compatibilidad con los planteamientos de la Teoría de la Comunicación. Y a un alto precio: la noción saussuriana de lenguaje quedaba así constreñida al molde de lo que la teoría de la información denominaba código.

Se imponía, de esta manera, una concepción instrumental del lenguaje, en la que éste quedaba explicado por -y reducido a- su función comunicativa.




Consideraciones epistemológicas

aislar la naturaleza del objeto de estudio... sin esa operación elemental, una ciencia es incapaz de procurarse un método.


(de Saussure, 1980: 27)                


Lejos de preceder el objeto al punto de vista, se diría que es el punto de vista quien crea el objeto.


(de Saussure, 1980: 33)                


Rehagamos la cadena lógica -epistemológica- en la que Saussure reflexiona su práctica teórica: [1] el punto de vista [2] crea el objeto; [3] de la naturaleza del objeto [4] depende el método [5] de la ciencia en cuestión.

Y pongamos ahora nombres a cada uno de estos cinco personajes. Es más fácil empezar por el final: [5] la ciencia en cuestión: la Lingüística; [4] el método: estructuralismo; [3] la naturaleza del objeto: sistema estructurado de signos; [2] el objeto: la lengua; [1] el punto de vista: ???

¿Cuál es ese punto de vista? En otros términos: ¿cuál es la primera hipótesis, el desencadenante del nuevo enfoque, de la nueva concepción del lenguaje? En suma, ¿cuál es la idea que desencadena la Lingüística estructural -ésa que puede permitirle definir el objeto, reconocer su naturaleza, construir el método, fundar, en suma, la nueva disciplina?

¿Qué dice Saussure al respecto? Algo aparentemente chocante: concede una gran importancia a los estudios comparativistas. Pero ¿qué es lo que estos pueden aportar? Más exactamente: ¿cuál es la sugerencia que Saussure obtiene de ellos?

  —287→  

Algo, después de todo, bastante sencillo: al compararse las lenguas, se ve lo que en ellas difiere mientras que, sin embargo, el mundo permanece constante. Un ejemplo. Los españoles (los castellanos al menos, calderonianos a ultranza) diferenciamos el ser del estar, diferencia que desconocen los ingleses, los franceses o los italianos. Y sin embargo, lo real sigue ahí, no se inmuta.

Así, resulta patente cómo, contra la intuición ingenua del sentido común, el lenguaje se separa de aquello que nombra; posee, frente a lo real, una considerable autonomía. Pero esa autonomía resultaba invisible mientras cada lengua era objeto de análisis separado; pues aquella capturaba al estudioso hasta imponérsele como evidentemente funcional, idóneamente ajustada a su tarea de nombrar y pensar el mundo.

En suma: el punto de partida de Saussure estriba en la problematización del lenguaje, es decir, en el reconocimiento de su densidad específica.




Lo psíquico, lo social, lo lingüístico

Pero la singularidad del movimiento epistemológico saussuriano no se detiene aquí. Es necesario reparar en un paso sucesivo que ha resultado sistemáticamente silenciado en la mayor parte de la Lingüística -y de la Semiótica- posterior. Saussure identifica esa autonomía del lenguaje como un hecho de orden psíquico -y nada dos impediría añadir: a priori-:

En el fondo, todo es psicológico en la lengua....


(de Saussure, 1980: 31)                


Mientras que el lenguaje es heterogéneo [heterogéneo quiere decir aquí: no sólo psíquico, también sonoro, matérico...], la lengua... es de naturaleza homogénea; es un sistema de signos en el que sólo es esencial la unión del sentido y de la imagen acústica, y en el que las dos partes del signo son igualmente psíquicas.


(de Saussure, 1980: 41)                


Puede por tanto concebirse una ciencia que estudie la vida de los signos en el seno de la vida social; formaría una parte de la psicología social y, por consiguiente, de la psicología general; la denominaremos Semiología... La Lingüística no es más que una parte de esa ciencia general....


(de Saussure, 1980: 43)                


En favor de este carácter psicológico de la lengua, Saussure arguye:

la lengua... es un sistema basado en la oposición psíquica de esas impresiones acústicas, de igual modo que una tapicería es una obra de arte producida por la oposición visual entre hilos de colores diversos; ahora bien, lo   —[288]→   importante para el análisis es el juego de esas oposiciones, no los procedimientos por los que se han obtenido los colores.


(de Saussure, 1980: 62)                


El significante es, pues, pura «oposición psíquica», que compete, como la Semiología en su conjunto, a la «psicología social».

¿Qué es la lengua?... Es a la vez un producto social de la facultad del lenguaje y un conjunto de convenciones necesarias, adoptadas por el cuerpo social para permitir el ejercicio de esta facultad en los individuos.


(de Saussure, 1980: 35)                


la lengua es una convención, y la naturaleza del signo en que se ha convenido es indiferente.


(de Saussure, 1980: 36)                


Se trata, pues, de una oposición puramente psíquica y convencional, es decir, social. Vemos, pues, en qué sentido se habla aquí de psicología social: Saussure no confunde lo psíquico con lo individual, bien por el contrario, reclama (como hará Freud144) una dimensión social fundadora a lo psíquico. Es decir, para Saussure, como para Freud, no es la escala individual la que define el campo de lo psíquico. De ahí esa fructífera paradoja: todo es psicológico en la lengua y, a la vez, todo es social en ella:

la lengua... es la parte social del lenguaje, exterior al individuo, que por sí solo no puede ni crearla ni modificarla; sólo existe en virtud de una especie de contrato establecido entre los miembros de la comunidad. Por otra parte, el individuo necesita un aprendizaje para conocer su juego.


(de Saussure, 1980: 41)                


La lengua no es una función del sujeto hablante, es el producto que el individuo registra pasivamente; no supone jamás premeditación....


(de Saussure, 1980: 40)                


  —[289]→  

Así pues, frente a la lengua (en tanto realidad psíquica y social), el individuo no está en disposición de crearla, ni modificarla, ni siquiera de ejecutarla premeditadamente (conscientemente). Sólo puede, insiste Saussure, registrarla pasivamente.

La dimensión social del lenguaje se despliega en Sausssure a través de la noción de contrato:

la lengua... sólo existe en virtud de una especie de contrato establecido entre los miembros de la comunidad.


(de Saussure, 1980: 41)                


Pero, ¿de qué contrato se habla aquí? ¿Está acaso planteando Saussure la cuestión de los orígenes? Sabemos que eso no es posible, pues uno de los principales postulados del estructuralismo saussuriano consiste en la afirmación de que

es una idea completamente falsa creer que en materia de lenguaje el problema de los orígenes difiere del problema de las condiciones permanentes; no hay manera, pues, de salir del círculo.


(de Saussure, 1980: 34)                


Es obligado, entonces, rechazar la película originaria, según la cual, 1) se constituiría la «comunidad» (o «colectividad»), 2) se firmaría el contrato y 3) se crearía el instrumento (para satisfacer necesidades de la colectividad).

Advierte Saussure: no hay origen, sino círculo. ¿Por qué? Por una cuestión obvia: porque, sin el lenguaje ¿cómo podría firmarse contrato alguno? No hay acuerdo, no hay contrato posible fuera del lenguaje, como no hay tampoco ley. Pero sin ley no hay sociedad. Es decir, la aparición de la lengua es la aparición del primer contrato, uno que no responde a ninguna voluntad, que no ha podido ser pactado, sino uno que funda la posibilidad de todo pacto. Y con ese contrato ha nacido, al mismo tiempo, la sociedad, es decir, el vínculo social:

si pudiéramos abarcar la suma de imágenes verbales almacenadas en todos los individuos, encontraríamos el vínculo social que constituye la lengua. Es un tesoro depositado por la práctica del habla en los sujetos que pertenecen a una misma comunidad, un sistema gramatical que existe virtualmente en cada cerebro, o más exactamente, en los cerebros de un conjunto de individuos; porque la lengua no está completa en ninguno, no existe perfectamente más que en la masa.


(de Saussure, 1980: 40)                


  —[290]→  

Al separar la lengua del habla se separa al mismo tiempo: 1) lo que es social de lo que es individual; 2) lo que es esencial de lo que es accesorio y más o menos accidental.


(de Saussure, 1980: 40)                


Y bien, esencial de la lengua es su dimensión social:

el «signo... es social por naturaleza.


(de Saussure, 1980: 43)                


el signo escapa siempre en cierta medida a la voluntad individual o social: ése es su carácter esencial; pero también es el que menos aparece a primera vista.


(de Saussure, 1980: 44)                


El signo responde pues al contrato fundador, un contrato que escapa a toda voluntad individual o social». Ahora bien ¿no es inevitable deducir de todo ello que ese contrato ha de fundar también lo psíquico? Pues, lo hemos advertido, lo psíquico, en Saussure, no se concibe como individual sino como rotundamente social:

El estudio del lenguaje entraña, por tanto, dos partes: una esencial, tiene por objeto la lengua, que es social en su esencia e independiente del individuo; este estudio es únicamente psíquico; la otra, secundaria, tiene por objeto la parte individual del lenguaje, es decir, el habla con la fonación incluida; esta parte es psico-física.


(de Saussure, 1980: 46)                


He aquí, pues, una propuesta de envergadura epistemológica para la fundación de las Ciencias del Sujeto: el sujeto, en tanto entidad psíquica, se funda en la lengua en tanto matriz de lo social.




Lenguaje, instrumento, sujeto

Este será, por lo demás, el gran tema saussuriano que sólo Emil Benveniste y Claude Levi-Strauss estarán en condiciones de recoger. El segundo, a través del estudio de los mitos, sabrá reconocer cómo cada cultura teje su realidad en su lengua mitológica. Benveniste, por su parte, abrirá, en la Semiótica, el espacio de la enunciación (y aún más, el de la narratividad; pero ocuparse de ello excedería con mucho los límites de este trabajo), es decir, de la configuración lingüística de   —291→   las figuras de la subjetividad. La realidad, la objetividad, en suma, como tejido de intersubjetividad.

Por ello, nada tan equívoco como esa concepción instrumental del lenguaje implícita en la teoría de la comunicación y que ha sido asimilada tan ingenua como apresuradamente por la Lingüística y la Semiótica modernas. Benveniste lo había advertido:

Todos los caracteres del lenguaje, su naturaleza inmaterial, su funcionamiento simbólico, su ajuste articulado, el hecho de que posea un contenido, bastan para tornar sospechosa esta asimilación a un instrumento que tiende a disociar del hombre la propiedad del lenguaje. Ni duda cabe que en la práctica cotidiana el vaivén de la palabra sugiere un intercambio, y por tanto una «cosa» que intercambiaríamos; la palabra parece así asumir una función instrumental o vehicular que estamos prontos a hipostatizar en «objeto». Pero, una vez más, tal papel toca a la palabra.


(Benveniste, 1971: 181)                


Concebir el lenguaje como un instrumento significa presuponer un sujeto exterior a él que lo manipule y una realidad, igualmente exterior al lenguaje, objeto de esa manipulación. Pues todo instrumento presupone una función a la que se amolda y un agente que lo maneja. Sobre estos presupuestos, funcionales, se levanta el modelo de la comunicación: el lenguaje es reducido al código que destinadores y destinatarios manipulan y a los mensajes en los que, a partir de aquél, cifran y descifran sus ideas.

Bien leída, la teoría saussuriana conduce a todo lo contrario: no existen ideas, significados, anteriores al lenguaje que los articula, como no existen sujetos exteriores al lenguaje y que de él pudieran valerse: si el tejido de la realidad es semiótico,145 si el sujeto se constituye en el lenguaje, no cabe de éste concepción instrumental alguna.

Y así, finalmente, sucede que el pretendido instrumento, lejos de adaptarse a su función (¿la comunicación?), la constituye. Parafraseando aquello que Benveniste decía de la subjetividad (es verdad, al pie de la letra, que el fundamento de la subjetividad está en el ejercicio de la lengua. No hay otro testimonio objetivo de la identidad del sujeto que el que así se da él mismo sobre sí mismo (Benveniste, 1971: 183), podríamos decir que el fundamento de la funcionalidad (de la postulación de lazos sintácticos entre los objetos) está en el lenguaje:   —292→   la predicación de funciones para las cosas es, propiamente, un movimiento de apropiación semiótica de las mismas; el lenguaje configura al sujeto a la vez que traza los modelos de sus relaciones con las cosas -esto (me) sirve para...

Nombrar el mundo, pensar, comunicar, no son tareas cuya exigencia ha modelado el instrumento. Es el llamado instrumento el que ha modelado las tareas mismas. El lenguaje no puede ser, en suma, algo funcional o adaptado a otra cosa, sino, bien por el contrario, aquello a partir de lo cual se hace posible hablar de funcionalidad o de adaptación. Lejos de ser algo funcional en sí mismo, es la condición de toda predicación de funcionalidad. No es, por tanto, una máquina al servicio de ciertas tareas, sino la posibilidad misma que de las tareas sean concebibles y, a la vez, la matriz a partir de la que ciertas máquinas pueden ser diseñadas. De otra manera, todavía: el lenguaje no es un instrumento (adaptado para la función de) resolver ciertos problemas, es la posibilidad misma de que existan problemas y de que puedan ser planteados.

Así pues, pensar el lenguaje como instrumento de comunicación equivale a invisibilizar todo lo que en el lenguaje constituye el fundamento simultáneo de lo social y de lo psíquico, de la realidad y del sujeto.146 Y, necesariamente, la ignorancia de ese volumen oculto, invisibilizado, del iceberg del lenguaje, conduce a pensar equivocadamente su parte visible y superior.




El significante, la red de significantes

El carácter psíquico de la lengua constituye una pieza clave de la teoría saussuriana del signo.

Lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto y una imagen acústica. Ésta última no es el sonido material, cosa puramente física, sino la psíquica de ese sonido, la representación que de [293] él nos da el testimonio de nuestros sentidos; esa representación es sensorial, y si se nos ocurre llamarla «material» es sólo en este sentido y por oposición al otro término de la asociación, el concepto, generalmente más abstracto.


(de Saussure, 1980: 102)                


¿En qué consiste esa «psíquica»?

la lengua... es un sistema basado en la oposición psíquica de esas impresiones acústicas, de igual modo que una tapicería es una obra de arte producida por la oposición visual entre hilos de colores diversos; ahora bien, lo importante para el análisis es el juego de esas oposiciones, no los procedimientos por los que se han obtenido los colores.


(de Saussure, 1980: 62)                


He aquí el movimiento más sorprendente de la lingüística saussuriana. Lo psíquico del signo no es sólo su significado, sino también su significante, que es definido como pura oposición psíquica (y, por ello mismo, pues estos conceptos son solidarios, convencional, social):

los fonemas... Para clasificar[los]... importa mucho menos saber en qué consisten que lo que distingue unos de otros.


(de Saussure, 1980: 72)                


Es... capital señalar que la imagen verbal no se confunde con el sonido mismo....


(de Saussure, 1980: 38)                


la lengua es una convención, y la naturaleza del signo en que se ha convenido es indiferente.


(de Saussure, 1980: 36)                


Y, finalmente:

[El significante lingüístico] en su esencia no es en modo alguno fónico, es incorpóreo, está constituido no por su sustancia material, sino por las diferencias que separan su imagen acústica de todas las demás.


(de Saussure, 1980: 106)                


... en la lengua no hay más que diferencias... en la lengua no hay más que diferencias sin términos positivos....


(de Saussure, 1980: 106)                


El fonema importa -a la Lingüística-, no por su consistencia, no por su sustancia, material, fónica, es decir, no por su naturaleza, por su sonido, sino por lo que lo distingue de los demás fonemas, por las diferencias que separan su imagen acústica de todas las demás.

He aquí, finalmente, la pieza clave del pensamiento de Saussure: el descubrimiento de que la cultura, de que lo psíquico y lo social se fundamentan   —294→   sobre algo que se sitúa al margen de toda sustancia, de toda materialidad: el significante entendido como pura diferencialidad sin sustancia alguna: en la lengua no hay más que diferencias sin términos positivos...

Pero no tiene sentido pensar el significante aislado: constituido sobre el principio de diferencialidad, el concepto de significante es indisociable de la noción de sistema: siempre hay, al menos, dos significantes que se constituyen a partir de un sistema de diferencialidad. Y así, al mismo tiempo, la noción de sistema descubre un sentido inesperadamente preciso: el sistema lingüístico es, básicamente, una red (estructurada) de significantes.




Ontología: lo real, la asignificancia

Pero toda red debe enredar algo, debe servir para recubrir y apresar algo.

Va siendo hora de decirlo: el estructuralismo no puede pretender absorber el universo: la Semiótica, para no ahuecarse, debe reconocer, en su límite -pero un límite que debe ser suficientemente poroso- alguna ontología. En la misma medida en que la realidad descubre su tejido semiótico, intersubjetivo, debe reconocerse ese otro espacio, más allá del lenguaje y que le es irreductible: el espacio de lo real.

Lo Real. Precisamente aquello que se manifiesta en la experiencia del sujeto allí donde ésta se resiste al orden semiótico: lo singular en el tiempo y en el espacio, lo que escapa al orden necesariamente abstracto, categórico, funcional, de los signos de lo verosímil, de la inteligible.

Lo real, es decir, lo que es. El mundo, si se prefiere, de las cosas en sí kantianas, en el límite siempre hostiles, impermeables a toda percepción y a toda nominación. Y aquello, también -tal es la más inquietante sugerencia lacaniana- que horroriza, precisamente por eso mismo: porque escapa a toda percepción, porque se resiste a toda nominación, a toda formalización.

Lo real es, sin duda, aquello de lo que nada dice Saussure, salvo en tanto que lo descarta para poder aislar la originalidad del significante,   —295→   ése su ser pura diferencialidad. Pero sin embargo, por la lógica de este mismo movimiento que conduce a afirmar el carácter puramente metafísico -en el sentido literal- del significante, su definirse por oposición a toda física, a toda materialidad, lo físico, lo matérico, emerge bajo el inusitado aspecto de lo real. Si el significante es pura diferencialidad, lo real, por situarse fuera de toda diferenciación, se descubre como asignificancia.




La realidad, el significado

Es en el juego de estas dos dimensiones extremas (la de la pura diferencialidad del significante y la de la extrema asignificancia de lo real) donde la realidad encuentra su lugar.

El sistema de la lengua, la malla conformada por la red de significantes, recubre lo real a modo de un tejido que a la vez lo formaliza, lo neutraliza y lo oculta.

En tanto formaliza, en tanto ordena y teje, la malla de los significantes configura la realidad como eso del mundo que deviene pensable, inteligible, previsible y manipulable. Es decir, la realidad en tanto universo semiótico.

Puede decirse entonces que el significado es, después de todo, el efecto del significante:147 la red de significantes (de diferencialidades) de la lengua, en tanto recubre lo real con su tejido, configura un sistema de locus, de lugares semánticos que reconocemos como significados.

En la jerarquía conceptual de la episteme saussuriana, la noción de significado se descubre así, necesariamente, supeditada a la noción nuclear de significante. Los significados, en tanto entidades semánticas, son los efectos del recubrimiento de lo real por la malla de significantes; de ahí la ambivalencia esencial de todo significado: nombra a la vez que recubre, que neutraliza y tapa una porción de lo real.

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La realidad/lo real

Si el significante es literalmente meta-físico (si su existencia se sitúa más allá de toda física), se descubre, entonces, una física que está más acá de todo significante: esa física radical que es la de lo Real.

Pero es necesario advertirlo: la física de lo Real es verdaderamente radical, está fuera del orden del lenguaje y discurso alguno puede apresarla. La física que entendemos -o las que podemos llegar a entender- forma parte de la realidad: está configurada por el tejido del lenguaje. Tanto más precisa, tanto más formalizada, tanto más sometida a la lógica de los números, tanto más semiótico es su tejido: los números también son signos, y de los más puros.

Y por otra parte, no sólo los números son signos, sino que nos devuelven una propiedad esencial de estos: su finitud y, a la vez, su carácter discreto y categórico. Son ellas cualidades solidarias: porque los signos son finitos y discretos, porque se pueden contar, porque su número es siempre restringido, permiten formalizar, configurar, categorizar la Realidad. Y al hacerlo -he aquí de nuevo la ambivalencia- tapan lo Real.

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Tal es la ambivalencia esencial de todo significado: el signo nombra, formaliza, ordena, vuelve inteligible. Y, en la misma medida, amortigua, neutraliza, tapa.

La malla, al recubrir lo Real, genera la Realidad por una operación de nominación, que es siempre una operación de categorización que suprime toda singularidad:

Signonominación: real
Xnombra: x, x', x''...
(categoría)(singularidad)

De tal manera que:

El significado de X conforma un conjunto del tipo {x, x', x''...}

Observemos, en todo caso, que el carácter categórico del signo es la condición de la significación. Lo puramente singular, en el espacio y en el tiempo, es, por definición, insignificante (nosotros preferiremos decir, para no perder de vista las ásperas aristas de lo real: asignificante). Sólo con el signo, con el significado en tanto categoría, es posible lo significativo, lo previsible, lo inteligible, la ley, en suma.




Arbitrariedad

Ahora bien, ¿cuál es la condición de:

ignificado de X = {x, x', x''...}?

Si tenemos en cuenta que:

x ≠ x' ≠ x'' ≠ ...

Y que, por otra parte, la existencia misma de X genera un principio de equivalencia en la serie de sus ocurrencias:

x(>Sdo. de X) ÷ x'(>Sdo. de X) ÷ x''(>Sdo. de X) ÷...

Debemos concluir que, necesariamente:

Ste. de X ≠ x

Ste de X ≠ x'

Ste de X ≠ x''

Ste de X ≠ ...

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Se trata, en suma, del carácter arbitrario del signo:

El lazo que une el significante al significado es arbitrario, o también, ya que por signo entendemos la totalidad resultante de la asociación de un significante y un significado, podemos decir más sencillamente: el signo lingüístico es arbitrario.

el principio de lo arbitrario no es impugnado por nadie; pero con frecuencia es más fácil descubrir una verdad que asignarle el lugar que le corresponde.


(de Saussure, 1980: 104)                


arbitrario... queremos decir que es inmotivado, es decir, arbitrario en relación al significado con el que no tiene ningún vínculo natural en la realidad.


(de Saussure, 1980: 106)                


La arbitrariedad del signo, he aquí la pieza clave del armazón teórico saussuriano: arbitrariedad del signo, es decir, relación arbitraria entre el significante y el significado, pero también, esencialmente, relación de arbitrariedad del significante con respecto a lo real. Pues sólo a ello puede referirse Saussure cuando dice del significante que es arbitrario en relación al significado con el que no tiene ningún vínculo natural en la realidad.

O en otros términos: la radical arbitrariedad del significante, esa propiedad que le permite oponerse a lo real para formalizarlo y categorizarlo (y neutralizarlo, y recubrirlo), para, en suma, tejer la realidad, no puede tener otro fundamento que su inmaterialidad, que su ausencia de toda positividad, su ser pura diferencialidad.




El ideal del procedimiento semiológico

Saussure tiene, además, buen cuidado en dejar claro que la arbitrariedad no es sólo la propiedad de un tipo específico de signos -los lingüísticos-, sino la propiedad esencial de todo signo:

Cuando la Semiología esté organizada, deberá preguntarse si los modos de expresión que se apoyan en signos completamente naturales como la pantomima le corresponden legítimamente. Suponiendo que los acoja, su principal objeto no dejará de ser por ello el conjunto de sistemas fundados sobre lo arbitrario del signo. En efecto, todo medio de expresión aceptado en una sociedad descansa en principio sobre una costumbre colectiva o sobre la convención, lo cual es lo mismo. Los signos de cortesía, por ejemplo, dotados a menudo de cierta expresividad natural (piénsese en el chino que saluda a su emperador posternándose nueve veces hasta el suelo), no dejan de estar fijados por una regla; es esa regla la que obliga a emplearlos,   —[299]→   no su valor intrínseco. Puede por tanto decirse que los signos enteramente arbitrarios realizan mejor que los otros el ideal de procedimiento semiológico.


(de Saussure, 1980: 105)                


Saussure no descarta la cuestión de la «semejanza» o de la «analogía»: a ella se refiere a través de la expresión signos naturales o dotados de una cierta expresividad natural, pero advierte, a la vez, que, en la medida en que se trate de un signo, sometido a un sistema estructurado (es decir: integrado en un lenguaje, en un sistema de signos) ha de ser, en todo caso, convencional, sometido a una regla y, por tanto, arbitrario: de ello depende y en ello estriba su carácter semiótico (es decir, recordémoslo, psíquico y social, cultural, no natural).

Veámoslo a través de algunos ejemplos:

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La gran variedad de casas existentes permite percibir muy bien el problema: ningún signo icónico puede recubrir la extensión «casa», salvo que el código sea cerrado, limitado el número de sus signos: pero entonces lo arbitrario se impone: si la casa pintada puede nombrar también un rascacielos, es que muchos de sus elementos dejan de funcionar por su iconicidad: se convierten en arbitrarios. Y se constata así como la arbitrariedad es un efecto inmediato del sistema semiótico (en tanto conjunto estructurado de elementos limitados y reglados).

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El mismo problema: el icono que descodificamos como equivalente al signo lingüístico «mujer» sólo podrá cubrir la extensión de éste en la medida en que forme parte de un código cerrado que le destine la tarea de designar a todas las mujeres. Pero entonces ni siquiera su   —300→   esquemática falda resultará pertinente: el coste de nombrar a todas las mujeres, incluso a las que visten pantalones, pasa por una extrema arbitrarización de la imagen en tanto signo icónico.

Parece quedar claro, por tanto, que el funcionamiento de la imagen, en tanto signo, depende de su arbitrariedad (la arbitrariedad constitutiva de todo lenguaje en tanto sistema de signos). Pero reconocer este hecho no supone negar la presencia, en la imagen, de una dimensión analógica. Pues, precisamente, las imágenes no tienen por qué quedar agotadas en su dimensión semiótica. Resulta obligado, por tanto, explorar la dimensión analógica de la imagen e interrogar su relación con su funcionamiento semiótico.

Miremos ahora esta otra imagen:

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Sin duda es posible, de nuevo, leerla, descodificarla. Pero nuestra mirada, al encontrarse con ella, ha participado, también, de otro juego. Pues esta imagen es, además, deseable. Y esta deseabilidad escapa al orden de la información y al de la significación. De hecho, tanto más deseable resulta, tanto más se detiene en ella nuestra mirada más allá del tiempo necesario para agotar su contenido informativo y significativo puede incluso que hagamos con ella lo que no haríamos con ningún signo: guardarla, colecionarla y, en ocasiones, buscar la complicidad de otros mostrándosela.

Es preciso insistir: esta deseabilidad escapa tanto al campo de la información como al de la significación. Y obliga, por ello, a atender a otro campo, es decir, a otro registro: el del deseo.




La imagen y el deseo

Es necesario insistir en la diferencia entre la economía del signo (lingüístico o icónico), que es una economía sintáctica y semántica, y la economía de eso que, en ciertas imágenes, funda su deseabilidad.

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Sería ingenuo atribuir esa deseabilidad a la semejanza entre la propia imagen y el objeto empírico, en sí deseable, al que remite. Pues, en rigor, es necesario reconocer que lo deseable no es nunca el objeto empírico, sino su imagen.

La mejor prueba de ello puede encontrarse en la inevitable decepción que acompaña siempre a la posesión del objeto deseado. Decepción que muestra el desajuste entre la imagen del objeto (que suscita el deseo) y el objeto empírico mismo realmente poseído: en este desajuste se manifiesta la razón de la insaciabilidad estructural del deseo humano, y resulta capital, en cualquier caso, para comprender el estatuto de la imagen y su esencial vinculación con la temática del deseo.

Si el destino del objeto empírico es decepcionar, es porque lo que realmente deseamos no son objetos empíricos, sino algo que no tiene relación con lo real: puras imágenes, es decir, y nunca más propiamente, imágenes imaginarias. O dicho en otros términos: el objeto de deseo no tiene realidad, es puramente imaginario. Y por ello, todo deseo es ilusorio.

Lo que nos conduce, inesperadamente, a reconocer un específico de la imagen, lo que no existe más que en ella, lo que, a pesar de todas las ilusiones, no existe en ningún otro lugar: lo imaginario, es decir, los espejismos del deseo. Por ello, si existe una imagen ejemplar, una que mejor muestre lo que de específico hay en las imágenes, ésa es la imagen del loco que delira, pero también la de los enamorados cuando se miran y, finalmente, todas las que movilizan nuestro deseo hacia objetos que, antes o después, habrán de decepcionarnos.

Y bien, todas estas imágenes imaginarias son imágenes delirantes. Por eso, toda reflexión sobre la temática de la seducción -incluida la seducción publicitaria- debería comenzar por ellas.

Es decir, las imágenes delirantes no son descodificadas, son reconocidas como imágenes identificatorias, reenvían a lo que Jacques Lacan ha identificado como la fase del espejo, el estadio de las primeras imágenes formadoras del Yo prelingüístico.




La Gestalt

Hemos dicho: lo que en las imágenes captura el deseo escapa, por ello mismo, al ámbito de la comunicación, no responde a una actividad de descodificación. Y bien, todo ello nos obliga a un encuentro con la teoría de la Gestalt.

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Como se sabe, la teoría de la gestalt se ocupa de la forma. Describe el poder de las buenas formas y propone su tipología. Ahora bien, si se presta atención a las grandes leyes gestálticas (proximidad, semejanza, clausura, buena forma...) (35), no resulta difícil reconocer la existencia de una noción general de forma que, más o menos implícita o explícitamente, sustenta y ordena la fecundidad del pensamiento gestáltico. La buena forma se caracteriza por: [1] su capacidad integradora, [2] su organicidad, [3] su unicididad. Y todo ello se resume en lo que, por constituir la intuición de partida que todo lo sustenta, acaba por desdibujarse: si la forma se percibe, es porque [4] puede separarse del fondo. Tal es la matriz semántica del pensamiento gestáltico:

forma / fondo

Conocemos bien su límite: no es capaz de semantizar más allá, y por eso termina por constituir una teoría perceptiva, por sí sola, bien pobre. O, en otros términos, resulta incapaz de pensar la relación entre la gestalt (la imago, la buena forma) y el significante.

Pero ello no debe conducirnos a subestimar la importancia de la aportación gestaltista al saber sobre el sujeto: si la forma se percibe, es porque se diferencia del fondo; no está desdibujada, sino que se dibuja: tiene perfil, contorno, piel. Se recorta del fondo. Basta con dar un solo paso hacia adelante para comprender que la Gestalt se ocupa del poder de fascinación de las imágenes. O formulado en términos psicoanalíticos: con toda buena forma me identifico, porque a través de ella me reconozco como unidad: tiene, como yo, piel.




Analógico

Todo invita, en este contexto, a retomar la teoría lacaniana (Lacan: 1983) de la construcción del yo humano utilizando, en espejo, la imagen del otro. Para un sujeto que carece de dominio motor, que no tiene noción de su identidad corporal, el otro ofrece una imagen unificadora sobre la que concebirse, en la que identificarse. Y realmente, el otro, el primer otro, la madre, es una figura constante, autónoma, integrada, unitaria... y, también, una figura móvil, que se recorta sobre el fondo certificando su unidad e integración.

Lo hemos dicho: la buena forma se caracteriza por la integración armónica de sus elementos (¿cómo el rostro humano? ¿cómo el rostro de la madre que mira a su bebé?) y tiene perfil, contorno, piel. Con   —303→   toda buena forma me identifico, porque en ella reconozco la metáfora de mi (ansiada, y en buena medida imaginaria, tantas veces desmentida por lo real) unidad. O en otros términos, todavía: las leyes de la gestalt describen con notable precisión ciertos mecanismos imaginarios por los que el sujeto humano reacciona antropomórficamente ante las constelaciones estimulares que le rodean. En suma: la buena forma es la forma antropomórfica.

Sería posible, entonces, proponer un nuevo estatuto a esa noción, de analogía, que tantos problemas ha planteado a la Semiótica (pero de la que, contra todo esfuerzo, nunca ha logrado deshacerse). Hablar de parecido es, en el límite, no decir nada. Postular el «parecido», la «analogía», entre una imagen y un objeto es no decir nada -es construir un enunciado tautológico- mientras no se clarifique la noción misma de semejanza, es decir, mientras que no se identifique aquello sobre lo que se fundamenta la idea de parecido.

Por ello propondremos definir lo analógico como todo aquello que puede constituir una imago es decir, una buena forma, una forma identificatoria.




Percepción: semiótico, imaginario: realidad

Seguramente, desde los sectores más conservadores de una Semiótica inquietantemente cada vez más rígida, se nos acuse de difuminar los límites de la geografía semiótica al apelar a las problemáticas del deseo (psicoanálisis) y de la forma (teoría de la Gestalt).

Respondamos, pues: no difuminar esos límites, sino redefinirlos. Pero sin por ello abandonar la geografía cuya carta levantara Saussure cuando identificara lo semiótico con lo psíquico.

Por lo demás, la reapertura de la problemática de la percepción ha sido puesta sobre el tapete desde que se ha planteado la cuestión del «lenguaje del mundo natural». Pues este «mundo natural» (Greimas: 1973) es un mundo percibido, sin duda estructurado semióticamente, pero también -y, necesariamente a la vez- deseado.

Lo hemos advertido: las imágenes pueden funcionar como signos; es decir, como imágenes icónicas: imágenes sometidas a un régimen de pertinencia (= un código).

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Pero funcionan también, en todo caso, como imagos, objetos de deseo imaginarios.

Pues bien, el tejido de la realidad parte necesariamente de esas dos dimensiones -semiótica e imaginaria- de la imagen:

SEMIÓTICOIMAGINARIO
/
diferenciación unicidad
significante imago
arbitrario analógico
lo que se estructura lo que se parece
lo que se objetiva lo que se reconoce-identifica
topología gestalt

El deseo, el investimiento deseante del mundo, cohesiona todo acto perceptivo. El significante -la red de significantes-, por su parte, lo estructura, es decir, lo codifica.

Así, las leyes de la percepción -que son las que rigen la configuración de la realidad en tanto universo perceptivo-, se nos descubren reguladas por dos componentes bien diferenciados: un componente imaginario (gestáltico, analógico, identificativo), y un componente semiótico (estructurado, arbitrario, digital).




La realidad

La Realidad aparece, entonces, como resultado de la combinación de esas dos series de componentes: significante y forma, es decir, barra y contorno, perfil, piel:

imagen

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La red de significantes constituye el casillero, la topología de las casillas, y las imagos las llenan unificándolas, dotándolas de forma.

Emerge así la realidad como resultado de la buena integración entre el orden semiótico y el orden imaginario. La realidad: universo de objetos a la vez identificatorios y discretos, a la vez deseables y significativos:

imagen




El significado

Podemos imaginar el «mundo natural» (la realidad, preferimos decir nosotros) como un gran conjunto de etiquetas. La red de significantes construye la casilla y la gestalt la dota de forma (de antropoforma).

Aparece, por este camino, un resultado secundario que no obstante se nos antoja valioso: el significado se descubre, entonces, como el resultado del juego de oposiciones entre los significantes, pero también de la imago que viene a ocupar la casilla por aquellos recortada: de ahí esa aparente densidad, substancialidad, que tanto ha dificultado el avance de la Lingüística moderna. Podemos comprender ahora cómo esa sustancialidad existe y es, a la vez, y muy precisamente, imaginaria.




La locura

Pero la integración entre el orden semiótico y el imaginario no está garantizada. La realidad puede quebrarse, estallar, en la experiencia psicótica. En la locura, lo real -en tanto roca dura de la experiencia impermeable al tejido de la realidad-, literalmente, brota:

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imagen




Más allá de los límites de lo visible

Más allá de lo visible, lo opaco, lo no transparente (lo ininteligible): lo Real.

Lo Real, es decir, lo que no tiene estructura (lo asignificante), lo que carece de imago (lo no antropomórfico, lo indeseable), lo que rompe todo orden de verosimilitud y de inteligibilidad. Algo de ello -Barthes supo intuirlo, siquiera confusamente- ha brotado en la fotografía (Barthes: 1982).148

Mas allá de lo visible, lo real: allí donde el discurso (y, con él, la percepción) se desgarra y donde el sentido se quiebra. Allí, en suma, donde la percepción conoce su shock, que no puede dejar de ser traumático.

Y bien, en ese sentido, debemos asentir con Sófocles y con la Biblia: lo visible es el campo del engaño. El saber está siempre más allá de sus límites.




Addenda

Aguardamos, todavía, una objeción; aquélla que afirmará que, después de todo, todo eso (la imagen, el deseo, lo real, la locura) escapa a la Semiótica, se sitúa más allá de sus límites.

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Pero esta respuesta es ya insostenible. Quizás fuera aceptable para la Lingüística en tanto ciencia de la lengua. Pero resulta insostenible para la Semiótica una vez que ésta disciplina ha decidido definirse como ciencia de los discursos. Y ello porque, allí donde se constituye el discurso por oposición a la lengua, se encuentra siempre el sujeto y, con él, su imagen, su deseo, pero también esos desgarros, presentes en todo tejido discursivo, a través de los que lo real deja su huella.

Y, después de todo (y aunque la Semiótica sigue pretendiendo no saber nada de ello), los locos también hablan. O más exactamente: distinguimos al loco por la profusión de desgarros que atraviesan su discurso.




Referencias bibliográficas

BARTHES, R. (1982). La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Barcelona: Gustavo Gili.

BENVENISTE, E. (1971). Problemas de lingüística general. México: Siglo XXI.

DE SAUSSURE, F. (1980). Curso de lingüística general. Madrid: Akal.

DERRIDA, J (1971). De la Gramatología. Buenos Aires: Siglo XXI.

FREUD, S. (1974). Psicología de masas y análisis del «yo». En Obras completas, vol. VII. Madrid: Biblioteca Nueva.

GONZÁLEZ REQUENA, J. (1989). El espectáculo informativo. O la amenaza de lo real. Madrid: Akal.

GREIMAS, A.-J. (1973). «Condiciones de una semiótica del mundo natural». En Torno al sentido. Ensayos semióticos. Madrid: Fragua.

LACAN, J. (1983). El Seminario 2: El Yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica. Barcelona: Paidós.

___ (1981). Aún, El Seminario 20. Barcelona: Paidós.