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ArribaAbajo Jerónimo López Mozo: Combate de ciegos. Yo, maldita india... (Dos obras de teatro)

Carmen Perea González


Prólogo de José Romera Castillo

(Madrid: UNED, 2000, 187 págs.)

El pasado diciembre se presentó en la Casa de América un nuevo volumen de la colección de teatro contemporáneo que edita la UNED, esta vez con dos obras -Combate de ciegos y Yo, maldita india...- de un autor fundamental en la historia reciente de nuestra dramaturgia: Jerónimo López Mozo. Sólo los ajenos al teatro español de los últimos cuarenta años desconocerán el nombre del autor, pese a la escasez de representaciones que caracteriza a los dramaturgos de su generación, sobre todo desde hace dos décadas. Jerónimo López Mozo lleva escribiendo teatro (entre otras cosas) desde 1964, lo que por sí solo no basta para explicar una producción teatral tan constante, rica y diferente, como poco difundida. Parece que no basta la calidad literaria y dramática de las obras o la fecunda trayectoria de su autor, ni siquiera sirve el reconocimiento de los premios recibidos desde los años 60 hasta hoy, incluidos el Tirso de Molina (1996), el Premio Nacional de Literatura Dramática (1998) y recientemente, el último Premio Arniches (que consigue por tercera   —318→   vez en su carrera). Pese a todo, las obras no se representan y apenas se editan. Este fue, precisamente, el hecho más comentado -y unánimemente- por los presentadores del libro, y es que sólo asombro o indignación puede producir esta anómala situación que afecta a tantos autores de nuestro teatro.

De todo ello da buena cuenta el prólogo de José Romera Castillo, bien documentado y lo suficientemente exhaustivo para completar el perfil del autor. Resultan especialmente interesantes las referencias a los estrenos y representaciones de las obras de López Mozo porque revelan una evolución si no insólita -por repetida- al menos inquietante: sus primeras piezas se representan con asiduidad en los años 60 y 70, cuando la censura vigila de cerca, y sus mejores obras, las de los últimos veinte años, tienden, salvo excepciones, a permanecer en letra impresa.

Las dos obras seleccionadas en este volumen no han corrido mejor suerte hasta el momento. Yo, maldita india... es una obra escrita en 1988 con la colaboración de Antonio Malonda, como señala una nota introductoria, y publicada por primera vez e n 1990. Malinche, la amante de Hernán Cortés, la india convertida en Doña Marina por amor al conquistador, se sitúa en el centro de una historia de pasiones humanas en la que héroes, dioses y guerreros son al fin despojados de sus honores épicos y muestran su condición más próxima. Además del indudable interés que ofrece la figura histórica de la Malinche, la obra consigue un desarrollo novedoso gracias al manejo del tiempo dramático y a la convivencia del sueño y el recuerdo con la «realidad», que finalmente tampoco parece ser tal. La ambición, la traición, la hipocresía, la venganza, el valor..., son descubiertos a la luz de la anécdota histórica a la vez que revelan su vigencia para establecer modelos de conducta intemporales. No se trata, por tanto, de una obra histórica -o historicista- sobre la conquista española (a pesar de resultar premiada en el fastuoso 1992) sino de un drama humano de honda proyección social.

Magnífico el perfil del personaje de la india, víctima de su destino aun antes del encuentro con los españoles, y a partir de entonces, infatigable luchadora por su libertad y la de su pueblo, siempre a caballo entre dos civilizaciones enfrentadas que acabarán por destruirla. Y especialmente interesante resulta también el personaje de Bernal, ya anciano, escribiendo su crónica monumental, y como Malinche, abandonado, agotado y alucinado. Poco lugar queda en la obra para otras heroicidades que no sean la del conflicto personal y la defensa de unos valores que pueden volverse contra uno mismo.

Como en otras obras de estos últimos años -Eloídes, Ahlán o la misma Combate de ciegos- López Mozo rehúye el juicio simple y unívoco de la historia ofreciendo diversas facetas de una realidad que sólo puede encontrar   —319→   la verdad dialécticamente. De modo que Malinche no es estrictamente una traidora a su pueblo, pero tampoco una enamorada descerebrada, ni Cortés es sólo un megalómano o un héroe, ni Bernal Díaz un cronista objetivo o un manipulador de la historia, ni los indios víctimas inocentes, como tampoco crueles verdugos. Y todo a la vez. La consistencia de una realidad monolítica se desdibuja en el sueño alucinado de Bernal, en los recuerdos de la Malinche, en la presencia de espíritus y fantasmas traídos hasta la escena merced al osado tratamiento temporal. Todo ello es buena muestra de lo que Ricart Salvat identificó en el prólogo a la edición de 1990 como «ese juego de dualidades, de dobles actitudes, de identidades y de complicidades. López Mozo amplía el diálogo permanente -que tanto obsesionó a Carpentier- entre el hombre y la Historia, entre la apariencia y la verdad, potenciándolo hasta altísimos niveles de intuición dramática».

Combate de ciegos, la obra que abre este volumen, fue escrita en 1997 y era imprescindible que saliera a la luz. El tema no es fácil ni resulta habitual, a pesar de que vienen a la memoria otras obras de torturadores, de víctimas y verdugos, como Pedro y el Capitán o La muerte y la doncella. La relación entre Anglada y David Gondar -torturador y torturado alternativamente- es también el conflicto de cada uno de ellos con su propia historia, lo que enriquece extraordinariamente el desarrollo de la pieza y evita la facilidad de posturas maniqueas. Muchas cosas sorprenden en esta obra, empezando por la excelente dosificación de elementos de la intriga, perfectamente medida desde las primeras páginas y que mantiene una progresiva suspensión hasta el desenlace, de modo que leerla genera el placer de sentirse atrapado por lo que se nos cuenta tanto como por el modo de contársenos. No es raro descubrir obras dramáticas que, tras planteamientos brillantes, resuelven el conflicto de forma precaria, inconsecuente o acelerada. No sucede así en el caso de Combate de ciegos, pese a la fuerza de su situación inicial, y es de agradecer la solidez y la rotundidad de una estructura dramática perfectamente engarzada.

La relación entre el pasado y el presente es, de nuevo, elemento constructor de fondo y forma, y sus efectos sobre los personajes tienen su correlato en la recurrencia al sueño, la alucinación y el recuerdo. Como no podía ser de otro modo, también aquí la disolución de la realidad sugiere la duda en el receptor: lo que parece real no lo es, lo que creemos que sucede en realidad se disuelve en otras acciones, aunque ya no se puedan eludir sus consecuencias en el destino de los personajes.

Advertimos en las dos obras la maestría y el oficio de quien empezó experimentando todas las técnicas y formas teatrales a su alcance y ha conseguido finalmente un lenguaje teatral propio que surge sin dificultad y sin precipitación,   —320→   con esa falsa sencillez que descubrimos siempre en los buenos autores de cualquier género. No en vano comenta el prologuista «el dominio de la técnica del diálogo (fresco, ágil, adaptado siempre a la esencia de sus personajes)» y por eso la mera lectura de las obras permite reconstruir el mundo que López Mozo nos ofrece en ellas, y nos permite disfrutar de un teatro que, aunque hecho para ver, como decía Ortega, nos deja el placer de escuchar y de leer una palabra plena de significaciones y referencias, próxima e inmediata. La capacidad de evocación del diálogo de Yo, maldita india... cargado de resonancias líricas, contrasta con el vivísimo y rápido de Combate de ciegos y es buena muestra de la variedad de registros del teatro de López Mozo. Porque tras tentar todas las técnicas capaces de dotar de expresividad a su teatro, desde la desnaturalización del lenguaje del teatro del absurdo hasta el uso de la imagen en el happening, pasando por el teatro épico o el teatro documento, López Mozo recupera la palabra para la escena, y en ese viaje de ida y vuelta se ha enriquecido, se ha revalorizado y consigue ocupar su lugar en la estructura del drama sin eclipsar otros componentes. Por eso incluso la lectura sugiere una representación rica y sin duda compleja, sobre todo en el caso de Yo, maldita india... El actor Manuel Galiana, uno de los invitados a presentar la obra, animaba a imaginar su puesta en escena y el tipo de espectáculo que se podría crear, porque lo que ya aporta el texto es una fantástica visión de su escenificación, sin duda gracias a la colaboración con el director. Y no debemos caer en la ingenuidad de creer que son las dificultades técnicas o la libertad para mezclar tiempos, espacios o realidades lo que justifica la falta de representación de estas obras. Como apuntaba el propio autor, las obras de sencillo montaje no corren mejor suerte.

Con todo, sea bienvenida esta cuidada edición de dos piezas indispensables de nuestro teatro y no renunciemos a mantener la esperanza de que su difusión contribuya a situarlas en el lugar que les corresponde y para el que han sido creadas: la escena.