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Sobre el arte descriptivo de Ignacio Aldecoa: «Con el viento solano»

Gonzalo Sobejano


University of Pennsylvania
Philadelphia. Pennsylvania



La primera novela de Ignacio Aldecoa. El fulgor y la sangre, distribuía su contenido -la espera- en una sucesión de horas desde el mediodía al crepúsculo. La segunda. Con el viento solano reparte el suyo -la huida- en una sucesión de días: «Lunes. Santa María Magdalena», «Martes. San Apolinar», «Miércoles, Santa Cristina», «Jueves, Santiago Apóstol», «Viernes, Santa Ana» y «Sábado...». Se ha observado que las advocaciones de algunos días armonizan con lo relatado: María Magdalena es símbolo de la pecadora y el lunes el día en que «tiene lugar el crimen, y Sebastián comienza su calvario» (podría añadirse que el gitano desoye el consejo de Lupe, una mujer pública, y que ese primer día comienza en el burdel); Santa Ana es símbolo de la madre y en esa fecha, viernes, el gitano «logra ver a su madre y vive unas horas al calor del hogar»1. No se ha observado, en cambio, que dentro de la semana en cuestión caen la fecha de nacimiento del autor (24 de julio) y la celebración del patrón de España, indicios de un interés personal y de un significado nacional respectivamente. Ni se ha observado que un personaje de la novela, Roque el faquir, confiesa a Sebastián, mostrándole un manoseado libro que saca de su maleta: «Esto lo leo yo todos los días Son vidas de santos. No hay nada tan bonito ni distraído como las vidas de los santos». Sólo pretendo con estas indicaciones resaltar el complejo de alusiones encerrado en el hecho de que las seis jornadas ostenten en sus títulos el santoral. Así como el título de la novela nombra el viento con que Dios hirió y abrasó las obras de los hombres sin que éstos se volviesen hacia Dios, sus unidades componentes mencionan a esos santos cuyas vidas lee a diario el desvalido Roque y de las que nada sabe su accidental compañero de camino, Sebastián Vázquez.

El valor existencial, o existencialista, del proceso narrado en esta novela, y el valor social, no socialista, del mundo al que pertenece o con el que entra en contacto el sujeto de aquel proceso, han sido comentados suficientemente2. No así otro valor de la misma novela, su lenguaje narrativo, sobre el cual recae a menudo la nota de artificioso o amanerado3.

Convendría aquí distinguir entre el lenguaje que describe el pensamiento de los personajes, o el mundo contemplado desde la conciencia de éstos, y el lenguaje que describe procesos y circunstancias desde la conciencia del narrador. Distinción necesaria en una novela escrita en tercera persona, como lo es ésta y lo son La colmena, Los bravos, El Jarama o Las afueras, todas publicadas en un tiempo en que predominaba lo que, entrecomillado para señalar su acepción especial, suele llamarse «neorrealismo».

Parece haber cierta justificación en deplorar el desacuerdo entre el lenguaje del narrador y el del personaje cuando aquél se expresa como si fuera éste sin guardarle el decoro, es decir, sin ajustarse a las premisas de la semblanza que de él va trazando en la novela. Pero el reproche sólo será legítimo si el autor se propuso escribir con voluntad de absoluto objetivismo. A propósito de Aldecoa (y a Jesús Fernández Santos ha podido hacérsele parecido reproche) algunos críticos han mostrado insatisfacción o extrañeza; entre ellos, por ejemplo, Ana María Navales: «el autor, que ha escrito un principio de novela dominando magistralmente la parla de los gitanos, el caló, le hace pensar [a Sebastián], en varios fragmentos, demasiado profundamente y en culto, como no creemos que corresponda a un personaje de psicología y costumbres tan rudimentarias», y el ejemplo que aduce es éste: «La idea de que el olivar era el refugio le sostenía. Sólo importaba llegar hasta el olivar. Ya en él, la inteligencia se libraría del aplastante y confuso peso de los sucesos, el cuerpo podría descansar en un desmadejamiento total. No movería ningún músculo, no pediría urgentemente a ningún miembro que le sirviese. Estaba seguro de que se desintegraría el cuerpo por un lado, y la inteligencia por otro. El cuerpo roto y feliz sobre el suelo, mientras la inteligencia buscaba la solución»4.

Hallar inadecuado este modo de expresión es olvidar la índole del estilo indirecto libre, que consiste precisamente en una aproximación a la vida interior del personaje, no en una directa y fluyente manifestación de la misma. El narrador no dirige del todo al personaje, como lo hace cuando usa el estilo indirecto, pero tampoco lo deja expresarse por sí, como en el estilo directo; relata su interno decir, a medias identificado con el personaje, a medias observándole a distancia. Y es en este margen de distancia donde cabe la corrección expresiva, el «arreglo» literario de lo que, si se pusiera en boca del personaje, brotaría informe o a un nivel idiomático inferior

Ante el aludido tipo de objeciones convendría preguntarse hasta qué punto deforman nuestro juicio los hábitos de verosimilitud del realismo decimonónico (verosimilitud bastante problemática, por otra parte) y las expectaciones creadas por algunos narradores y críticos defensores de un objetivismo extremoso durante los años 50. De semejante extremosidad no participaron nunca Aldecoa o Fernández Santos, ni en teoría ni prácticamente. En su caso, pues, parece poco pertinente esperar completa renuncia al sondeo psicológico o sentirse defraudados porque Aldecoa, por ejemplo, acerque al lector a la conciencia de Sebastián formulando sus imaginaciones en lenguaje impropio de un gitano Antes que nada, hay que comprobar si el autor quiso adherirse al sacrificio de toda psicología como a un principio compositivo y no supo hacerlo, o si no quiso, y entonces cualquier reproche de inadecuación está de mas Aldecoa, según es obvio, no hace nunca hablar a sus personajes como él escribe (lo hace más tarde Juan Benet, uniformemente); pero, que yo sepa, nunca Ignacio Aldecoa se prohibió a sí mismo traducir los estados de ánimo de sus personajes por medio de expresiones que él mismo pudiera escribir y dar por bien escritas. El objetivismo de Aldecoa, como el del primer Fernández Santos, es moderado o parcial: concierne al dialogo, no al lenguaje narrativo en el que pueda participar, indirectamente, la conciencia de sus personajes.

Ni menos aún, claro es, al lenguaje del narrador como narrador. Éste, al tomar por vehículo la tercera persona objetiva, como ocurre en Con el viento solano, descarta toda intromisión de autor, sea opinión personal, sea enunciado de pensamiento en forma sentenciosa o digresión ensayística; pero la visión objetiva que persigue no tiene por que venir expresada en un lenguaje neutro (suponiendo que existiese tal lenguaje indiferenciado): en no denotando directamente la presencia individuada del autor, ese lenguaje llevara de todos modos, necesariamente, los rasgos peculiares del estilo del autor, y dentro de esta necesaria revelación podrá, eso desde luego, atraer la atención sobre sí mismo más o menos intensamente, de donde un grado mayor o menor de expresividad poética o de irrevocabilidad «literal».

Si el escritor utiliza con insistencia algunos recursos y olvida otros, podrá ocurrir que transmita a los lectores la impresión de amaneramiento5. En Fernández Santos, como antes en Baroja, el grado de voluntad estilística es tenue. En Ignacio Aldecoa, como antes en Miró, Valle-Inclán y Cela, resulta muy marcado. Y desearía únicamente ilustrar con algunos ejemplos la eficacia del lenguaje descriptivo de Aldecoa en Con el viento solano: eficacia en el sentido de potenciación simbólica del tema y del ritmo de la novela. Me limito al lenguaje descriptivo «sensu stricto», o sea, a las representaciones de espacios y movimientos físicos, para homogeneizar la base del comentario y porque es en esos «cuadros» donde creo que Aldecoa llevó a más alta tensión su verbo6.

He comenzado señalando el rico valor alusivo del santoral, pero todo lector atento de la novela recordará corno en la penúltima jornada («Viernes, Santa Ana») se recapitula el proceso en términos más diáfanos: «Todo había pasado velozmente y estaba cercano, pero parecían haber transcurrido anos. Tenía que contar los días: lunes de muerte, martes de temor, miércoles de serenidad, jueves de tristeza, viernes de la sangre. ¿Cuántos días podría contar todavía?» (258)7. La jornada siguiente (añadirá sin dificultad el lector) es el sábado de la entrega.

Lunes de muerte. Ebrio de alcohol y de miedo, Sebastián ha disparado contra el guardia que le perseguía después de su altercado en la feria de Talavera; y su huida a campo traviesa le tiene consumidas las fuerzas, aunque no la memoria. Descendía el sol de la ardorosa tarde, y el fugitivo tema que alcanzar la carretera antes de oscurecer.

El solano trata un dulce y pegajoso olor de tormenta. El solano aumenta el celo en las vacas toriondas. El solano quema la mies en los mediados de junio. El solano llega hasta las tormenteras de la sierra y allí anida haciendo nubes que luego ruedan hacia el llano, en contratormenta, con los vientres hinchados de granizo. El solano hace que peleen los machos cabríos y desgracia el ganado por las barrancadas. El solano, a los enfermos de pecho les quita el apetito y les acaricia el sexo, los acerca a la muerte. El solano corta la leche de los ordeños, pudre los frutos, infecta las heridas, da tristura al pastor, malos pensamientos al cura. El solano es como huelgo de diablo fino. El solano traía el dulce, pegajoso e inquietante olor de la tormenta.


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Como el descender del sol y la urgencia de ganar la carretera antes de que oscurezca, la primera y la última frase del párrafo se enuncian en el imperfecto de la narración, formando ambas el encuadre de las otras siete, encabezadas por idéntico sujeto (el solano) pero con el verbo en presente. De la frase inicial, indeterminada y sin otros efectos que los sensibles al olfato y al tacto, se desemboca en la terminal, que precisa olor y tormenta y añade a aquellos efectos elementales otro menos físico que moral: «inquietante». La clarificación y la agravación llegan tras ese cúmulo de frases anafóricas en que la voz narrativa, distanciándose del protagonista, enumera los resultados habituales extraídos de una experiencia no subjetiva pero tampoco generalizadora, sino concreta, variada, espigada de la observación y de la tradición: ganadería, agricultura, meteorología, medicina, psicología, moral. Y es la imagen moral del solano («huelgo de diablo fino») la que prepara la última precisión: «inquietante». El mal, en forma de viento, llega encelando, quemando, empreñando, suscitando peleas y desgracias, acercando a la muerte, entristeciendo, pervirtiendo..., y pasa. Así vino también el crimen al gitano: como arrebato irresistible que le empujó a la violencia.

El estilo del párrafo podría considerarse manerista por la reducción a la fórmula anafórica y por la vuelta final a la frase del principio, enmarque que recuerda en poesía al «rondel». Corroboraría tal manerismo el uso no infrecuente en la novela de esa combinación de «círculo» y anáfora8. La repetición del sujeto, en el presente caso, apoya la sensación de una fuerza obstinada, insaciable en sus estragos, y el narrador, al iniciar así las frases que especifican los estragos, variando éstos pero no el agente, consigue, por la insistencia, un efecto de fatídica crueldad. Estructuradas según ese molde uniforme, las frases clarifican y fortifican la imagen del solano, revistiéndolo de una suerte de omnipotencia maléfica. Términos que podrían parecer a primera vista literarios, como «toriondas», «los mediados de junio», «tristura» y «huelgo», son en realidad vocablos precisos, de sabor campesino y arcaico, vividos más que leídos. La cuarta frase promueve sonoridades miméticas: «tormenteras», «sierra», «ruedan», «contratormenta», «vientres», «granizo», La gradación de la séptima («corra», «pudre», «infecta», «da tristura», «malos pensamientos») hace patente el progresivo mal, la condición diabólica de ese viento que adquiere relieve de personaje mítico. Se expresa en todo el párrafo, dentro de las frases uncial y final que lo realzan al enmarcarlo, el hostigo latentemente desencadenador del crimen que signa la jornada.

Martes de temor. Ha llegado Sebastián a un pueblo y ha podido, furtivo y preocupado, tomar el tren que le lleve a la ciudad, donde piensa será menos difícil escapar a la persecución. El tren arranca.

El humo blanco de la máquina se pegaba a las tierras de la siniestra, bajo la sierra. Y la sierra berrenda, cimarrona, encabritada, era jineteada por el sol. A la diestra corría rápida la potrada pía de los desmontes. Pasaba pausado el bayo de las rastrojeras, pegado a la cansada tierra torda del barbecho. Y en los lejos de levante, iluminado el lomo alazano, se perdía el camino, mientras que al poniente el roano del cielo huía a contramarcha del tren, tornándose fatigoso azul.

Sebastián cerró los ojos para no ver la libertad.


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Si en el pasaje anterior transfigurábase el viento en una emanación diabólica, en esta descripción, breve y precisa como una acotación escénica que cobrase autonomía, se dan a sentir las formas y colores de la naturaleza a través de imágenes equinas. El humo del tren se pega a la tierra como el fugitivo había hecho la víspera en su extenuante huida; pero ahí, a la izquierda, aparece la sierra berrenda (manchada de dos colores) y cimarrona (huidiza, montaraz, indomeñable) que el sol violento de la mañana de julio parece oprimir con freno de castigo; y a la derecha, también vibrante de erres («corría rápida») la deshilada de los desmontes, vistos como potros de pelambre clara salpicada de manchas. Tras estas figuraciones dinámicas, queda la estela de los colores equinos («bayo», blanco amarillento; «torda», mezclada de negro y blanco), pero retornan -atemperando la visión del campo segado a la postración del sujeto que se supone contempla este paisaje- los significantes de la fatiga: efectos fónicos («pasaba pausado», «pegado a la cansada tierra torda») y semánticos («pausado», «rastrojeras», «pegado», «cansada», «barbecho»). Los denominadores cromáticos siguen siendo los de las caballerías en la frase inmediata lomo «alazano» del camino (canela), «roano» del cielo (blanco gris y blanco amarillento). El libre alejarse del camino en la luz aparece reforzado por la convergencia de líquidas («en los lejos de levante, iluminado el lomo alazano») y por el orden sintáctico: se nombra primero la distancia, después en metáfora animal lo que aparece, y sólo al final el sujeto (ese camino que se pierde a lo lejos). La fantasmagoría de los galopes (roano del cielo a contramarcha del tren) deja paso otra vez a la realidad del cansancio: «fatigoso azul». Y el viajero, en su día de temor, cierra los ojos para no ver la libertad No es el miedo a la muerte lo que le lleva a ese gesto, sino el miedo a la vida; porque, como dirá el narrador en otro punto, tal era siempre el sentimiento del gitano Sebastián: «Miedo a la vida cuando era libre, miedo a la muerte ahora que la sentía acercarse, lentamente, desde la lejanía» (221). Los términos «berrendo», «pío», «bayo», etc., exigirán el diccionario a lectores de gabinete. Aldecoa seguramente no los extrajo de ningún diccionario. Como en Gran Sol utilitaria una terminología marina muy especializada pero aprendida al vivo en sus frecuentes viajes en barco, aquí bien pudo usar estos nombres del color de las caballerías conociendo su exacto significado a través del trato con gitanos, toreros y hombres del campo, pues bien sabida es su afición a vivir en el camino y recorrer España andando y viendo. No alarde léxico: lo que hay en este texto es un empeño en conexionar simbólicamente el temor del gitano en libertad y ante la libertad con ese paisaje de pétrea España interior aprehendido a través de movimientos, colores y formas que evocan una fuga de caballos.

Miércoles de serenidad. Ya en Madrid, Sebastián ha pasado la mañana con el magnánimo Cabeda, escarmentado filósofo del arroyo que se gana el escueto sustento recortando papeles de colores. La voz del viejo le ha tranquilizado: «era el rumor de la vida sosegada, de la vida en calma» (130). Cabeda le ha referido brevemente su pasado de prisionero, le ha comunicado confianza y le ha regalado sus ahorros. Acaban de despedirse estos momentáneos compañeros de camino, y Sebastián se dirige solo hacia el centro de la ciudad. Riegos de agua, mirones, niños que juegan, el pálido Palacio Real, los reyes de los jardines, ancianos dejando pasar el tiempo,

Sebastián zanquea hacia la Plaza de España. Las sombras están a media asta. Son las dos y media. Las dos y media, y sereno el cielo. Las dos y media, y un tranvía moroso, con un repique de monaguillo, apagándose en la fronda de la arboleda. Las dos y media, y los cimientos del rascacielos que sostienen un cielo de siesta. Las dos y media, y el abrecoches con la digestión a medio hacer -el fresco tomate, la sardina embalsamada, el vino con limón y el pan añorando la chicha- bailando en el estómago. Son las dos y media en todos los relojes de Madrid. Son las dos y media, y Madrid es un pantano en luz solar.


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Como en otros muchos comienzos, el presente de indicativo, o la pura frase nominal, sin verbo, establece un estilo elíptico de acotación dramática, que a menudo, en esta novela, trae el recuerdo de El ruedo ibérico y de La colmena. La instantánea urbana, colectiva y miserable, recuerda en este caso más a Cela que a Valle-Inclán. Pero hay, tras el eco de esas prosas, una necesidad intrínseca que dicta la forma. Es la necesidad de describir el éxtasis de la jornada, el parón del centro diurno, la cerrazón meridiana. Los pocos verbos principales de las frases iniciales preludian esa tesitura estacionaría: Sebastián «zanquea», es decir, arrastra desganadamente los pasos; las sombras «están a media asta», yacen bajadas, como banderas que cuelgan lacias; «son» las dos y media, y esta simple comprobación horaria, cuyo recuerdo sobre la esfera del reloj sugiere verticalidad cayente, da paso a una serie anafórica de cuatro frases sin verbo principal. Se detiene, pues, la acción predicativa, reemplazada por verbos que se adjuntan como pendiendo tenuemente de la hora: «Las dos y media, y sereno el cielo... y un tranvía moroso, con un repique... apagándose... y los cimientos... que sostienen... y el abrecoches con la digestión... bailando...». Y, aun dentro de la cuarta frase, esa otra parentética que mantiene la ausencia del verbo principal, como expresando en su sucesión de elementos sueltos la floja danza del hambre. Al cabo de lo cual, la frase penúltima vuelve, en nuevo ejemplo de círculo o rondel, a la forma de la tercera frase del párrafo («Son las dos y media»), pero agregando la nota de unanimidad, que subraya lo inmóvil: «Son las dos y media en todos los relojes de Madrid». Y el encalmamiento llega a su ápice, a manera de epifonema descriptivo, en la frase final, donde el mero y desnudo verbo copulativo realiza la definición de la quietud: «Son las dos y medía, y Madrid I un pantano en luz solar». El avance de las frases anafóricas es mas aparente que real: las varias impresiones de escasos movimientos que se extinguen, más que multiplicar efectos, sólo dilatan, en anticipaciones desgranadas a modo de ejemplos, el resultado: la metáfora del pantano rebrillando al sol. Jueves de tristeza. Tristeza del hombre acosado, más transparente al contrastar con la oficial alegría de la ciudad en fiesta: feria de Alcalá. Despertó Sebastián en la posada y fueron pasando a su lado (o él buscó su presencia) la criada, el botijero, la señora de los reptiles, el faquir, el primo Gabriel, el bobo Casimiro, el áspero tío Manuel. Sebastián «buscaba la cara conocida, la voz amiga, la mirada comprensiva» y en esta ansiedad volvía a nacerle «la angustia» (189); estaba solo y «se buscaba con afán», sintiéndose «invadido de muerte, entre la vida» (190). Después de concertar su viaje a Cogolludo, para ver a su madre en aquella agonía, y después de sufrir el rechazo del río Manuel. Sebastián dialoga con el piadoso y sensitivo Roque, y ambos se dirigen adonde espera el camionero.

El sol se ocultaba entre nubes blancas, avanzadilla de la tormenta. Pasaron por las calles de casas de una sola planta. Las nubes eran como una esponja que, apretada, dejase escapar vapor. Las moscas se levantaban del suelo, revolando al paso de los transeúntes Las moscas tenían una pesadez mineral. Los excitados nervios de los pródromos de la tormenta se hacían sentir en ¡as discusiones apagadas de las casas. Cuando lloviera, la araña correría la pared, la risa el labio. Cuando lloviera las miradas se lavarían de ira, las palabras de la acritud del tiempo.


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En esta descripción, acompasada al tiempo verbal de la narración y, por tanto, una minúscula «description en mouvement», aunque no enfocada desde la perspectiva de los caminantes, sino desde esa instancia invisible que estructura breves cuadros por agregación de detalles, el inicial hostigo del solano (no olvidado en las páginas intermedias) parece aglomerar su amenaza con los presagios de esa tormenta que estallara mas farde, cuando el camión deje primero a Roque y luego a Sebastián en las cercanías de sus respectivos destinos: nubes esponjosas, moscas revolantes y pesadas, nervios crispados, apagadas discusiones en el interior. A esta concisa estampa de desazón oprimente, en modo indicativo, yuxtapone el narrador, en modo potencial, la esperanza del apaciguamiento. «Cuando lloviera, la araña correría la pared, la risa el labio» (páginas antes se leía: «Donde la mosca zumba, está atenta la araña», 212); y, en movimiento paralelo a esa frase, con igual ritmo de laxitud purificadora: «Cuando lloviera las miradas se lavarían de ira, las palabras de la acritud del tiempo». Inmovilidad y rictus, ira y acritud desaparecerían de la tierra abrasada, de las casas pegadas a la tierra y del animo sobrecogido del fugitivo, si la tormenta desatase al fin esas nubes apretadas que vinieron, como el crimen, «con el viento solano».

Viernes de la sangre. La mañana en Cogolludo, al día siguiente de la tormenta. El sol dorando las ruinas del castillo, reflejos de agua en la palangana y en el abrevadero. Los huecos de la fachada que limita el patio familiar aproximan el cielo; las grandes ventanas de la fachada del palacio que limita la plaza del pueblo, lo alejan.

Fachadas de casas en ruinas. Fachadas solas, teatrales. Orografía de ruinas. Gritos de la miseria. Y el espectro de la grandeza, el palacio, únicamente fachada y unos cobijos, para carros y bestias, parásitos de la piedra noble. Recuerdo, muro de recuerdo del hogaño triunfal


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Otra vez un desgranarse de frases nominales, sin marca de tiempo ni acción, erigiendo ahora superficies sin fondo o decoraciones del vacío, a tono con el desvalimiento que el perseguido va a encontrar en su última etapa, al buscar refugio entre los de su sangre. Sebastián mira hacia la plaza del pueblo, «donde la tierra estaba cercada del dolor de las ruinas» (246). La madre le suplicará que se marche: «Los amigos, la familia, la madre habían sido tachados por el miedo» (253). Puesto otra vez sobre el camino de la huida, Sebastián pasará la noche en un molino, también ruinoso como el palacio de la historia y las casas de los pobres: un molino en el que «por las tablas del techo se veía una sola estrella» (261). Con el preludio de las fachadas sin fondo y con estos esparcidos toques descriptivos, el narrador ha sugerido, con la eficaz latencia de la alusión, el total desamparo del hombre a quien le falla el último albergue.

Sábado (de la entrega). Perdido el último asilo, cumplida la semana de pasión, a Sebastián sólo le queda entregarse a la muerte, y lo hace envolviéndose en el mismo delirio alcohólico que lo condujo al crimen. Es lo que anuncia la descripción que da principio a la última jornada.

... El guarín toma la teta de la marrana tendida, como muerta, en el claro de la trasera de la casa. Bajo el sombrajo, estruja la ropa, frota la ropa en la taja una mujer, balanceante el seno, temblorosas las nalgas. Sestea el viejo en el poyo, la gorra sobre los ojos, la cachava entre las piernas, las manos tiritando los años sobre las rodillas. La vecina que lleva y que dice y que trae, la gallina clueca, cruzan la carretera.

La carretera penetra recta en el pueblo, llega a la plaza, parte hacia los campos. La plaza está adornada para el baile de la noche. Hay un tablado para los músicos de la fiesta. De los tres bares de la plaza, sólo uno no tiene mesas de terraza. Es el bar de los mozos, donde se grita y se bebe mucho. El dueño desafía a los de los otros bares a vender más. Da el mejor vino; aguanta al ebrio, anima al que canta, olvida a los guardias cuando hay bronca; permite el juego fuerte por los fondos del bar, calla ante el blasfemo; no goza buena fama entre la gente decente y el cura y las mozas casaderas saben que es cónsul del diablo, punto maldito, llaga de mal curar.

El pueblo se abre al llano, se cubre estribado en los primeros cerros serranos. El pueblo celebra el sábado labrador de la cosecha recogida. Conserva fresca la ley del buen año. Tras Santiago, el trago.


(256-266)                


La vuelta a la movilidad se expresa en un pródigo despliegue de verbos de acción que en el primer párrafo imponen un ritmo de pujanza incontenible: «toma la teta», «estruja» y «frota la ropa en la taja», vecina «que lleva y que dice y que trae», no sin el contrapunto de la imagen del viejo que «sestea» y cuyas manos, con transitividad insólita, están «tiritando los años». Ritmo de pujanza que en el párrafo segundo se hace de desbordamiento por la estrecha proximidad de las formas verbales: «penetra recta», «llega», «parte»; «se grita y se bebe»; el dueño del bar de los mozos «desafía», «da», «aguanta», «anima», «olvida», «permite», «calla». Y no goza de buena fama, y por esta su libertad le tienen por diabólico y maldito. El tercer párrafo acentúa la impresión de actividad festiva con la paronomasia del «se abre», «se cubre», «celebra» y el remate popular del refrán. Ahora Sebastián, bebiendo y bebiendo en el bar de los mozos, mientras en la plaza se oyen triviales conversaciones entre señoritos veraneantes y entre aburguesados vecinos de la localidad, que contrastan muy socialmente con las palabras de los humildes escuchadas a lo largo del itinerario, volverá a las provocativas maneras del comienzo de la novela, embriagándose hasta el vómito y entregándose finalmente a los guardias.

La visión es menos fragmentada en Con el viento solano que en El fulgor y la sangre, pues en esta novela eran distintos sujetos los que se ensimismaban, y allí es uno el protagonista de la culpa, del miedo y de la huida en soledad. Pero Aldecoa, siguiendo procedimiento habitual desde La colmena, aligera o elimina las transiciones, dejando que emerjan sueltos los momentos principales de la historia, separados por simples asteriscos El primer día tiene nueve momentos, con la particularidad de que el cuarto en orden temporal interno aparece en primer lugar: Sebastián y otros amigos y mujeres están en el burdel de la Carola entregados al vino y al cante, y aunque ya pasó la medianoche, un reloj parado marca las seis, es como el oscuro nudo de la inercia en que el sujeto se ha ido dejando vivir; y ese día terminara, consumados el crimen y la primera escapada, cuando Sebastián exhausto se duerma bajo una encina. Las jornadas siguientes se distribuyen: martes y miércoles en cuatro momentos cada uno, en seis el jueves, el viernes en tres, y el sábado en seis. Excepto la última jornada, que empieza por la tarde, y la primera, que se iniciaba en la noche, las otras cuatro comienzan con un despertar; en el campo, en la posada de la Cava Baja, en la posada de Alcalá, en el pueblo de la familia: y concluyen oscurecido. Un abrirse al esfuerzo y un contraerse a la desesperanza. Las elipsis resaltan los cambios de lugar, de hora y de personajes, imprimiendo a la presentación escénica (el «neorrealismo» compone por escenas, mostrando, no contando, y de ahí el carácter de acotación de las concisas descripciones) una soltura que subraya los pasos de la evasiva. Acelerado y jadeante el ritmo de la novela en la jornada primera y en la ultima, de acuerdo con el ascenso de la fiebre que impele a Sebastián a matar y a entregarse, se hace menos veloz, e incluso sosegado -a tono con la busca de distensión que el roce con los otros le inspira- en los días intermedios, quedando así aquellas jornadas vertiginosas como el encuadre de desazón que encierra estos días de buscado encalmamiento.

Pero la busca de la calma no es calma, y esta tensión entre el deseo y su objeto inalcanzado vibra en los comentados pasajes descriptivos. Cuadros en que, con ejemplar densidad, esa tensión se representa y materializa en palabras. No importa tanto, en ellos, la geografía ni el emplazamiento social, cuanto la atmósfera que atempera estados de ánimo y complejos de situaciones, y, sobre todo, la coincidencia de lo externo y lo íntimo que da por resultado un valor simbólico9. Entre la descripción del diabólico solano (lunes de muerte) y la del pueblo último con su oscuro bar regentado por un «cónsul del diablo» (sábado de la rendición), se van sucediendo esas otras en que lo descrito sitúa y simboliza con apretada concordancia el sentido de cada jornada: los caballos de la fuga (martes de temor), el pantano de la ciudad a mediodía (miércoles de serenidad), la inminente tormenta y su soñada descarga purificadora (jueves de tristeza), y las vanas fachadas sin fondo que cobije al solitario (viernes de la sangre).

En esos cuadros logra Ignacio Aldecoa, creo yo, la intersección de descripción y metáfora preconizada por Jean Ricardou: «La description mesure les différences, établit des distances; elle constitue une scène. La métaphore, en revanche, joue sur des similitudes, assure des liaisons; elle accomplit des rapprochements». Y, frente al paralelismo o pura ausencia de relación entre una y otra, y frente a la imbricación que caracteriza su mezcla inconsecuente, la intersección implica recíprocamente la descripción y la metáfora10.

Así sabía construir sus novelas y relatos Ignacio Aldecoa: desde un objetivismo que no renuncia a la empatía; sobre unas experiencias humanas importantes a cualquier hombre y atestiguadas por la propia atención del escritor, siempre vertida hacia el mundo de los olvidados; en estructuras y ritmos esmeradamente sentidos y recapacitados, y a través de un lenguaje que, verista en los diálogos y moderadamente interventor en la expresión indirecta de las almas, adquiere en los instantes descriptivos la intachable concentración del poema.





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