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Sobre fuentes y estructura de «Las cerezas del cementerio»

Francisco Márquez Villanueva





Entre las peculiaridades de Las cerezas del cementerio (1909), la primera novela de gran envergadura publicada por Gabriel Miró, cuenta la frecuencia con que se apuntan los más heterogéneos ecos, alusiones y citas literarias. Se trata casi de una caída en tentación muy propia del joven Miró, pero que en este caso se justifica funcionalmente como medio de sugerir el aire de poesía qué desea respirar su héroe juvenil, el desdichado, hipersensible Félix. En amplia gama, que va del recuerdo fugitivo a la cita textual en su lengua de origen, la hermosa obra llega a ofrecer un dilatado y cosmopolita catálogo de autores de todas las épocas. Saltan entre aquellas páginas los nombres más inesperados: Montaigne, Margarita de Navarra, Heine, Goethe, Maeterlinck, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Pascal, Virgilio, Anacreonte, San Agustín, Raimundo Lulio, Dante, Stendhal, Lucrecio, Obermann, Byron. Miró se ha complacido allí en crear irónicas imitaciones de la andadura verbal del Quijote, se acoge ostentosamente a conceptos como el eterno femenino y muestra la buena ley de sus conocimientos manejando las teorías del psicólogo Binet, de las que muy pocos novelistas españoles o extranjeros parecen haber hecho, antes ni después, mucho caso. Y, sin embargo, Las cerezas del cementerio guarda riguroso silencio acerca de las obras que obviamente utiliza para definir importantes aspectos de su composición y estructura. El esclarecimiento de dichas fuentes tiene bastante que enseñar acerca de los orígenes y metas de su arte refinado.

Miró se ha servido con despierta inteligencia de algunos temas claves que halla en La fortune des Rougon (1871), de Émile Zola; precisamente de la pieza primera y fundamental de la serie de Les Rougon-Macquart, Biblia de la novela naturalista, obsesa por la teoría de la herencia psicobiológica y del sucederse implacable de las generaciones. Con simbolismo claro y adecuado, comienza aquella novela con una descripción (de la más pura cepa balzaciana) de la aire Saint Mittre, baldío de las afueras de Plassans (Aix-en-Provence), cementerio abandonado y cubierto de viciosa vegetación, al cual se hallan ominosamente ligados los amores casi infantiles de Silvère Mouret y Marie (Miette) Chantegreil, pareja destinada a ser víctima inocente de la represión con que el segundo Imperio, apenas nacido, sofoca la resistencia de una milicia campesina de la comarca de Var en diciembre de 1851.

La primera página de esta novela registra un singular testimonio de la pujante feracidad de la aire Saint Mittre, con su suelo materialmente amasado de los restos de pasadas generaciones:

«Une des curiosités de ce champ était alors des poiriers aux bras tordus, aux noeuds monstrueux, dont pas une ménagère de Plassans n'aurait voulu cueillir les fruits énormes. Dans la ville on parlait de ces fruits avec des grimaces de dégout; mais les gamins du faubourg n'avaient pas de ces délicatesses, et ils escaladaient la muraille, par bandes, le soir, au crépuscule, pour aller voler les poires, avant même qu'elles fussent mûres»1.


Con el tiempo, la municipalidad, decidida a adecentar y sacar algún partido del terreno baldío, mandó arrancar las malezas y los aborrecidos perales, con gran sentimiento de los chicos que solían cosechar sus frutos.

Estamos, pues, ante un paralelo estricto con el caso de la frondosa arboleda de cerezos que encierra el cementerio de Posuna, el pueblecito a que el protagonista Félix se acerca en busca de salud y paz del espíritu, pero donde sólo le aguardan el torbellino de las pasiones y la muerte:

«Luego le mostró la hermosa heredad de don Eduardo, que alteaba en la opuesta ladera, y sus tierras descendían hasta el cementerio.

-¿Dónde está el cementerio? -preguntó Félix.

-Allí -le repuso Silvio, tendiendo su brazo.

-¿Allí, dices? ¡Si aquello sólo es arboleda!

-Arboleda; sí, señor, que es arboleda. Son cerezos, y dentro está el fosal, señor Félix. Las mejores cerezas del terreno y las más gustosas. ¡Ya ve si pueden chupar de toda abundancia! ¿Qué le parece?

-No te espantes, que no las comerás -le avisó su primo-; aquí nadie las cata; las llevan a Argel y a las fábricas de jarabe, y si sobran de la cosecha, las dan a los cerdos»2.


Estas cerezas macabras son un motivo recurrente de la mayor importancia en la obra de Miró, mientras que las peras de la «aire Saint Mittre», igualmente emblemáticas de la vida renovada, no desempeñan mayor papel en la novela francesa. Félix escandalizaba por primera vez a sus timoratos familiares cuando declara que no le importaría comer aquellas cerezas (p. 364). Félix y sus parientes pasean una vez por el cementerio de Posuna, tan graso de podredumbre como el otro de Plassans:

«Era el cementerio de Posuna; la tierra estaba cubierta viciosamente de hinojal y malvas que ocultaban las cruces. Había olor de jugos de verdura. En un rincón florecían dos varas de azucenas y una llama de amapolas, rodeando la única losa: era la sepultura de una carmelita que pasando al convento de Almudeles murió en la aldea.

Las ramas de los cerezos, ensangrentadas de fruta, pasaban doblándose sobre la frente de Félix. Levantó las manos para acercarlas, y tío Eduardo le pidió que no lo hiciese, que no comiese cerezas.

-¿Que no las coma? ¡Pues si son gordas y muy maduras, y ya están frías, lo mismo que si amaneciera!

-¡No importa, Félix -añadió Isabel-; mira que son de cementerio!

Accedió su primo, y se apartaron por el camino del Calvario».


(p. 386)                


Estas cerezas que se inclinan sobre la frente de Félix, como impacientes por apoderarse de él, son uno más de los presagios de muerte que van espesándose a su alrededor. Pero las cerezas «de cementerio» son también piedra de escándalo entre Félix y los suyos, todo un signo del conflicto de valores que los separan y sobre los que descuella decisivamente un sentido triste, rígido, desvitalizado de la religión. Y para el cual la simple presencia de Félix, artista, sensual y amante pagano de la naturaleza es ya una rebeldía. Las cerezas alcanzan así categoría de un tabú, cuyo quebranto por Félix es paralelo al de la moral cristiana en sus amores con doña Beatriz. El tabú de las cerezas es igualmente roto por ésta, a quien la familia sorprende comiendo la fruta prohibida y de cuyas manos la acepta además Félix, como reviviendo el pecado del primer hombre y de la primera mujer en el Paraíso. Esta vez Miró subraya bien el carácter de signo religioso que revisten las cerezas, refiriéndose a ellas precisamente con la palabra entredicho: «Las desconocidas, ajenas al entredicho que para todos tenían esos frutales, arrancaban cerezas con infantil donaire y complacencia, y al ver a Silvio y a Félix les llamaron pidiéndoles ayuda» (p. 401). Miró deja en claro la continuidad de Posuna, pueblo «apretado, rojizo y hórrido» con el tipo de religiosidad que lo agobia y el cerezal que lo aprisiona «envolviendo torrencialmente la aldea, coronada por los cipreses del Calvario» (p. 385).

El triunfo de Félix y sus valores ocurre después de su muerte, cuando su prima Isabel, dulce y secretamente enamorada, come también de las cerezas nacidas, tal vez, del cuerpo deseado: «Isabel nunca había comido de esos árboles; y ahora sorbía y comulgaba la esencia del amado con las cerezas del cementerio» (p. 429). Acorde con el problema central de la novela, el verbo comulgar resalta aquí no sólo como triunfo de otra especie de religiosidad, erótica y pagana, sino como cúspide del tema de la comunión con la naturaleza y el amor, idea fija en Miró3 y en su personaje Félix, que «comulga» el pedacito de pan de la mesa de la amada con «voluptuoso fetichismo» (p. 346), según se nos dice con temprano dominio de terminología psiquiátrica.

Bajo un tratamiento distinto, Miró sigue también el paradigma de La fortune des Rougon en otro de los momentos claves de su novela, cuando Félix y doña Beatriz se confiesan su amor al cruzar ambos sus miradas en el agua tranquila de un pozo:

«Sonrieron. Y no se atrevieron a mirarse ni hablarse; y padecían en el silencio; y para no confesarse la turbación de sus almas, se asomaron a la cisterna. Estaba el agua somera, clara, inmóvil, llena de júbilo del cielo y de las parras. Apareció copiada la rubia cabeza de Félix, y luego doña Beatriz asomada a sus hombros. Y ¡oh prodigiosa visión del limpio, fresco y delicioso espejo! Beatriz se veía pálida y aniñada como su hija; y la mirada que antes no osaron darse, la recibieron entrambos tan fuerte y seguida dentro de la guardada agua, que creyeron rizado y roto el natural espejo, y fueron ellos los que se habían conmovido apasionadamente».


(p. 329)                


Se sigue ahora a Zola en su pintura del inocente idilio juvenil de Silvère y Miette, que pasan meses enteros en diaria contemplación reflejada en las quietas aguas del «puits mitoyen» que separa la pequeña propiedad de tante Dide, abuela de Silvère, y el extenso Jas Meiffren, donde vive como Cenicienta la hija del presidiario (c. V). Miró imagina un momento de gran intensidad lírica que concentra en una sola mirada de amor, leída en la superficie del agua, los meses de estática adoración de Silvère y Miette, separados por el muro medianero, que divide el pozo y los reduce a verse en el reflejo del fondo. Los amantes de Las cerezas del cementerio evocan aquella mirada inefable cuando se unen bajo una «santa» noche levantina: «Se miraron y vieron, dentro de sus retinas, luna, noche, inmensidad, y temblaron recibiendo el recuerdo de la mirada en el claro y vivo espejo de agua de la cisterna» (p. 342).

El profundo conocimiento de Zola por parte de Miró no sorprende ya mucho, después de haber sido posible identificar un caso de reelaboración casi parafrástica en el Libro de Sigüenza4. En Las cerezas del cementerio se cultivan además, para contraste con su clima de exquisita poesía, las notas de un naturalismo áspero, como aquella lucha entre el pastor y un mastín que recordaba a A. Baquero Goyanes el ambiente de La terre5. Pero la novela de Miró presenta otro típico rasgo de escuela en su complacencia morosa por lo patológico, descrito y explicado según el libro de texto. Primero es el mismo Félix quien da una versión clínicamente exacta de su ataque de angina de pecho:

«Yo sentí que una mano toda hecha de angustia me apretaba el corazón y me abría este hombro, y este brazo, y luego subió a la garganta para estrangularme. En seguida me desvanecí. Ahora nada más siento mucha fatiga; pero mañana he de ser yo quien salga contigo por estos campos».


(p. 422)                


El médico don Lázaro se encarga después de glosar la descripción de Félix y encarecer su lúcida, terrible justeza:

«-El mal de tu hijo es el terrible angor pectoris. Todos los síntomas los ha dicho antes él mismo con una llaneza que daba frío de espanto: la mano de angustia en el pecho; el dolor que le desgarraba hondamente la carne, desde el hombro hasta el codo izquierdo; apretamiento del cuello; un aura, una impresión intuitiva de la muerte; el término del acceso tan repentino, tan brusco como su aparición. Ahí tienes trazada una angina de pecho, leve, porque... porque no ha matado».


(p. 423)                


Miró no ha necesitado ir más lejos que a Le docteur Pascal (1893), última novela del ciclo Les Rougon-Macquart, para colmar sus medidas en materia de afecciones cardíacas (según el Manuel de pathologie interne del doctor G. Dieulafoy)6. El doctor Pascal Rougon, agobiado en su vejez por todos los repudios de una sociedad hipócrita, pasa sus últimas horas autoanalizando su morbo con hábito de científico experimental y entereza de filósofo antiguo:

«Mais, cette fois, les symptômes furent si nets, qu'il ne put s'y tromper: une douleur poignante dans la région du coeur, qui gagnait toute la poitrine et descendait le long du bras gauche, una affreuse sensation d'écrasement et d'angoisse, tandis qu'une sueur froide l'inondait. C'était una crise d'angine de poitrine»7.


Las agonías del doctor Pascal se prolongan a través de docenas de páginas en el c. XII de la novela de Zola. Pero igual que con el tema de las miradas en el pozo y en el caso ya identificado de El libro de Sigüenza, Miró rechaza el tratamiento detallista y acumulativo de la técnica naturalista para intensificar lo inmediato de una situación en unas cuantas líneas de intensa temperatura lírica y punzante realismo. Se trata, a todas luces, de una hábil superación del punto de partida, en busca de los efectos que años más tarde habrán de considerarse propios de la literatura de ismos.

El conocimiento por Miró de Le docteur Pascal queda atestiguado también por el reflejo casi ingenuo que de esta obra se advierte en Hilván de escenas (Alicante, 1903), segundo de los libros juveniles no acogidos en las Obras completas. Puesto allí a pintar un ambiente pueblerino dominado por la cerrazón de caciques y gentes de mentalidad clerical, describe Miró las luchas de dos médicos rurales, uno de los cuales se ve reducido a extremo de miseria por no tolerársele su vida en lo que se tacha de escandaloso concubinato. El paralelo del doctor Pascal, rechazado por todo Plassans y por su propia madre a causa de vivir maritalmente con su sobrina, no puede ser más obvio; y hasta existe en la obrita del gran levantino cierto momento en que el galeno y su amante se ven reducidos a comer unos pedazos de pan y unas patatas, en concordancia exacta con una escena famosa de Le docteur Pascal (c. X). Todo ello cuadra bien con las noticias que presentan a Las cerezas del cementerio como obra de gestación lenta, iniciada casi al mismo tiempo que Del vivir, libro publicado asimismo en 1903.

Uno de los mayores aciertos de Le docteur Pascal ofrece también un crecido interés en relación con algo de lo más característico de Miró. Zola se complace allí en dignificar la diferencia de edades entre el doctor Pascal y su sobrina Clotilde mediante una bella transposición de sus amores al colorismo antiguo, oriental, de los reyes y patriarcas de la Biblia. Clotilde pinta un cuadro que representa a David y Abisag, autorretratándose junto al doctor Pascal Miró debió de encontrar allí un buen ejemplo de utilización modernizada e inteligente de los temas eternos del Viejo Testamento. Leída hoy, aquella página sorprende por recordarnos más a Miró que no la imagen convencional de Zola y de su mal simplificado «naturalismo»:

«Vers ce temps, Clotilde s'amusa plusiers jours à un grand pastel, où elle évoquait la scène tendre du vieux roi David et d'Abisaïg, la jeune Sunamite. Et c'était une évocation de rêve, une de ces compositions envolées où l'autre elle-même, la chimérique, mettait son goût du mystère. Sur un fond de fleurs jetées, des fleurs en pluie d'étoiles, d'un luxe barbare, le vieux roi se présentait de face, la main sur l'épaule nue d'Abisaïg; et l'enfant, très blanche, était nue jusqu'à la ceinture. Lui, vêtu somptueusement d'une robe toute droite, lourde de pierreries, portaitle bandeau royal sur ses cheveux de neige. Mais elle, était plus somptueuse encore, rien qu'avec la soie liliale de sa peau, sa taille mince et allongée, sa gorge ronde et menue, ses bras souples, d'une grâce divine. Il régnait, il s'appuyait en maître puissant et aimé, sur cette sujette élue entre toutes, si orgueilleuse d'avoir été choisie, si ravie de donner à son roi le sang réparateur de sa jeunesse. Toute sa nudité limpide et triomphante exprimait la sérénité de sa soumission, le don tranquille, absolu, qu'elle faisait de sa personne, devant le peuple assemblé, à la pleine lumière du jour. Et il était très grand, et elle était très pure, et il sortait d'eux comme un rayonnement d'astre».


(pp. 1077-1078)                


El tema de un cementerio abandonado, en el cual aman y mueren a su vez las nuevas generaciones, tiene clara justificación como pórtico de la serie de Les Rougon-Macquart. En Las cerezas del cementerio Miró se muestra también obseso por el contraste vida-muerte, no menos simbolizado que en el precedente de Zola por la fruta nacida de la podredumbre de los muertos. Más aún, Félix es presentado en una suerte de leitmotiv como un difunto fugazmente restituido a la vida, como doble de su tío, el iconoclasta, aventurero Guillermo. Para la misma Beatriz, sus amores con Félix son casi un simple reanudar de la anterior relación con Guillermo, prematuramente frustrada por la muerte violenta de éste. La conciencia de que todos reconocen en él a su tío, a un redivivo, complica con una decisiva ansiedad el combatido estado de ánimo de Félix, que en virtud de una mecánica obsesiva y superior a sus fuerzas vive su ataque cardíaco como repetición del asesinato de Guillermo. Todo ello ha de ser tenido en cuenta para comprender cómo, a pesar de apariencias superficiales, Miró no se interesa para nada en la teoría de la herencia biológica y sus implicaciones en el sentido de un determinismo moral. Hay aquí, por muy otro camino, un hondo y preocupado atisbo en el problema psicológico de la reencarnación. Félix no enlaza con su tío por herencia, no se parece a Guillermo, sino que es Guillermo (o así lo creen todos y él mismo) y vuelve a recorrer lo decisivo del ciclo vital de éste, culminando como un revenant los interrumpidos amores con Beatriz. Estas distinciones fundamentales quedaron diestramente tajadas por Unamuno en su prólogo a Las cerezas del cementerio:

«A las veces leyendo a Miró le sobrecoge a uno el misterio de una religiosidad búdica, de un eterno recuerdo, de una eternidad hacia el pasado, de un no principio de la conciencia. Y este mismo Félix, ¿qué es sino un recuerdo de su tío Guillermo? ¿Qué es esta novela sino un cuento plenilunar de aparecidos, de fantasmas, de ánimas que se ahogan en la vida que pasa, que se ahogan añusgándose con cerezas de cementerio?»8.


Religiosidad búdica. Eterno recuerdo. Conciencia universal. Estamos, pues, mil leguas más allá de las ingenuas fisiologías del positivismo. Su clave natural se encuentra en la pleamar de influencias de Nietzsche en los primeros años del siglo, que no puede menos de alcanzar también a Miró9. Nos movemos, pues, sobre el rastro del eterno retorno en una de sus más límpidas formulaciones españolas10, aunque, por supuesto, en un plano literario y dentro de una interpretación muy personal de Miró que, de un modo nada sorprendente, desplaza hacia lo psicológico el sentido metafísico de dicha idea. La novela aclara que el pasado no se repite, pero muestra, a la vez, que ello nada importa para quienes, por una u otra razón, prefieren o han de vivir en el mundo del recuerdo. Y es al identificar el origen de tal concepto cuando nos damos cuenta, además, de la verdadera fuente y sentido de esa crítica de la religión desvitalizadora que es, tal vez, el más recio espinazo de la obra entera de Gabriel Miró.





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