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Sobre la actualidad de las «reglas»

Russell P. Sebold





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«Perfecto pero natural».


Juan Ramón Jiménez, Estética y ética estética.                


En la carta XIX del tomo quinto y último de las Cartas eruditas y curiosas, Feijoo asienta que «el constitutivo esencial de la poesía» ha de buscarse «en el entusiasmo»; mas se trata del entusiasmo que se da en un «hombre de un gusto racional». Esta idea ya la había expresado Feijoo en forma más sugestiva en el tomo primero del Teatro crítico universal, en el discurso titulado Paralelo de las lenguas castellana y francesa, de donde he tomado el título del libro que el lector tiene en sus manos: «Quien quiere que los poetas sean muy cuerdos, quiere que no haya poetas. El furor es la alma de la poesía. El rapto de la mente es el vuelo de la pluma».

Parece significativo el adverbio muy en el primer período de este pasaje. No es que el monje de Oviedo vea en los poetas una manada de locos; sólo quiere que lo   —10→   razonador no se exhiba de modo exagerado en los versos. «El pensamiento debe estar escondido en los versos como la virtud nutritiva en la fruta», según diría Paul Valéry más de doscientos años después, en el ensayo Littérature, al parecer reiterando la idea de ciertos versos del neoclásico Pope que he citado en otra parte del presente libro. En el segundo período Feijoo habla de la inspiración tal como se recrea en el poema, para el lector. En el último, en cambio, habla de la inspiración convertida en disciplina elaboradora, en «inspiración pensada», según dice Ricardo Gullón al analizar el proceso creativo de Juan Ramón Jiménez en un pasaje que citaré después. Quiere decirse que Feijoo distingue aquí entre la inspiración objetivada como obra de arte (el «furor» transformado en «alma» o principio germinador del poema) y la inspiración objetivante, racionalmente encarrilada (el «rapto» prolongado por la «mente»), que es la que rige el proceso creativo («él vuelo de la pluma») y va estructurando los versos de tal modo que sirvan para comunicar al lector no iniciado precisamente la misma emoción que primeramente estimuló al poeta.

Es decir que en la creación poética tienen que colaborar la inspiración y la autocrítica, y al aludir a esta constante del proceso creativo, es muy probable que Feijoo haya tenido presente cierto «precepto» de Horacio: «Dudan si el verso digno de alabanza / del natural ingenio se deriva, / o bien del artificio y enseñanza. / Yo creo que el estudio nada alcanza / sin la fecundidad de la inventiva; / ni la imaginación inculta y ruda / es capaz por sí sola del acierto; / pues han de darse, unidas de concierto, / naturaleza y arte mutua ayuda» (trad. de Iriarte). No es nada sorprendente el que cualquier escritor occidental anterior al Romanticismo reafirme esta idea «horaciana». Aun en un Feijoo   —11→   no nos sorprendería la afirmación de tal noción si no fuera por lo frecuente del error de considerar al benedictino como prerromántico en sus ensayos sobre la estética (hablo por incidencia de este error en algunos de los trabajos incluidos aquí). Fue muy eficaz la campaña romántica por propagar la noción de que los poetas geniales no escriben por ningunas «reglas», sino sólo por la pura inspiración, y así a primera vista parece algo más sorprendente el que hoy en día se siga reafirmando el concepto «horaciano» de la igualdad de los papeles que juegan la técnica y la inspiración en el proceso creativo.

Pero lo más curioso es que ni aún en la misma época romántica se dejó del todo de hablar de la necesidad de que lo racional se uniera a lo imaginativo en la creación literaria. En su manifiesto romántico, o sea el prólogo de Los bandos de Castilla (1830), Ramón López Soler distingue entre las obras clásicas y las románticas, sin negar que «a menudo se amalgama y confunde en las segundas la naturaleza y el arte [términos puramente horacianos], la imaginación y el juicio». En el otro manifiesto romántico español el prólogo que Alcalá Galiano puso al Moro expósito (1834), del Duque de Rivas, se afirma que esta «composición no está sujeta a reglas», pero se advierte, sin embargo, que «algunas ha seguido», y en fin, dice el crítico, subrayando de nuevo la perenne importancia de los ideales de la Antigüedad, aun en el período romántico, «vuelve por estos medios la poesía a ser lo que fue en Grecia». En The philosophy of composition (1846), Edgar Allan Poe apunta lo siguiente: «La mayoría de los escritores -especialmente los poetas- prefieren que se crea que escriben por una especie de exquisito frenesí -una extática intuición- y temblarían visiblemente si hubieran de dejar que el público echara una ojeada, entre bastidores...   —12→   a las cautelosas selecciones y rechazamientos, a las penosas borraduras e interpolaciones». «La inspiración es, sin duda alguna, la hermana del trabajo diario», según afirma Baudelaire en sus Conseils aux jeunes littérateurs.

En la Rima III casi parece que Bécquer se ha propuesto glosar el pasaje de la Epístola a los Pisones citado arriba, sólo que el poeta decimonónico llama inspiración a lo que Horacio había llamado naturaleza y da el nombre de razón a lo que el latino había llamado arte. Fuera de eso, dice exactamente lo mismo; incluso insiste como Horacio en la necesidad de unirlas como iguales en la labor creadora. «Ideas sin palabras, / palabras sin sentido, /... tal es la inspiración», por un lado; «Hilo de luz que en haces / los pensamientos ata, /... Inteligente mano / que en un collar de perlas / consigue las indóciles / palabras reunir, /... Tal es nuestra razón», por otro lado; y al artista creador le hace falta «a un yugo atar las dos». En Estética y ética estética, Juan Ramón Jiménez ha expresado esta idea con mayor economía de palabras que nadie: «Poesía, instinto cultivado». Pero aun un poeta tan poco intelectualista como García Lorca atribuye tanta importancia a la técnica y los conocimientos técnicos como a la inspiración: «Si es verdad que soy poeta por la gracia de Dios (o del demonio), también lo es -nos dice en su brevísima Poética- que lo soy por la gracia de la técnica y del esfuerzo, y de darme cuenta en absoluto de lo que es un poema». Ahora bien: ¿cómo se ha de explicar esta supervivencia de la posición «horaciana» relativa a la inspiración y la técnica, tanto en los representantes del Romanticismo como en los de los movimientos que son sus epígonos?

Ya se sugirió la respuesta a esta interrogación hace un momento, cuando afirmaba que el proceso creativo   —13→   se caracteriza por tener ciertas constantes. Las facultades mentales que posee el hombre del siglo XX son las mismas que poseía el de la época homérica, y tampoco han cambiado fundamentalmente ni nuestro modo de razonar ni los patrones sintácticos con que comunicamos nuestras ideas, por lo cual sería muy extraño que hubiesen cambiado del todo nuestros procedimientos, no ya sólo para expresarnos verbalmente, sino para articular nuestro pensamiento en forma objetiva de valor artístico. Por esto existen muchos paralelos entre las famosas «reglas» de épocas pasadas y las ideas contenidas en las obras autocríticas y descripciones del proceso creativo que han compuesto tantos poetas de todos los países de unos cien años a esta parte. Las diversas «reglas», «preceptos» o «leyes» de la poesía -nombres a la verdad poco aptos para la cosa designada con ellos- no son en realidad sino unas aisladas frases descriptivas que, reunidas cual era la intención de sus primeros autores, forman otra descripción de los aspectos principales del proceso creativo, los cuales apenas han cambiado desde las épocas más remotas debido a la constancia de ciertos patrones mentales en el hombre y ciertos problemas prácticos en la composición.

En fin, las llamadas artes poéticas son los antecedentes directos de los análisis del proceso creativo que empezaron a componerse en la época romántica. Los románticos, desde luego, prefirieron desentenderse de esto, y a la vez ocultaron ciertos detalles de sus propios procedimientos creadores, muchas veces por los motivos más cínicos, y alguna vez por no haber comprendido ciertas ideas neoclásicas sobre el teatro, que tampoco resultan nada anticuadas hoy. Explicaré estas afirmaciones después, pero por de pronto creo que lo más útil como introducción a los estudios revaloratorios que se hallan a continuación sería una breve demostración   —14→   documentada del ya indicado parentesco entre las «reglas» y ese proceso mental común a todos los poetas al que solemos aplicar el adjetivo creativo. La poesía setecentista española se ha criticado severamente por su supuesto acato servil a una preceptiva literaria que tampoco hemos considerado como más que puramente arbitraria. Por tanto, si se pudiese asegurarnos de que la manera neoclásica de abordar los problemas concretos de la composición no difiere marcadamente de la de épocas más cercanas a la nuestra, no cabe duda que podríamos emprender con mayor tranquilidad la revalorización estética de la poesía dieciochesca en sus demás aspectos. Empecemos por preguntar si pueden considerarse como aún vigentes las reglas de Aristóteles y Horacio, las de Vida, Boileau y Pope, las de Luzán, Iriarte y Lista, etc.

En su De arte poética (1527), Marco Girolamo Vida da el siguiente consejo al poeta: «Y el sonido un fiel cuadro haz del sentido» (Atque sono quaecunque canunt imitantur, et apta / verborum facie...). Al reiterar esta idea en su Essay on criticism, Alexander Pope nos dice que en el poema bien hecho, «Eco será el sonido del sentido» (The sound must seem an echo to the sense). Y Luzán observa que «puédese dar a los versos un sonido correspondiente a la significación de las cosas... Los grandes poetas, que no por acaso, como el ignorante vulgo cree, sino con mucha arte y mucho acuerdo arreglaron los metros de sus versos, tuvieron también cuidado de exprimir las cosas con el mismo sonido del verso». Ahora bien, tal «regla» se halla con tanta frecuencia en las modernas autocríticas como en las artes poéticas de antaño. En su célebre conferencia Poésie et pensée abstraite, leída en Oxford en marzo de 1939, Paul Valéry hizo notar que «entre la forma y el contenido, entre el sonido y el sentido, entre el poema y el estado poético,   —15→   se revela una simetría, una igualdad entre la importancia, el valor y el poder, la cual no existe en la prosa... El valor de un poema reside en la indisolubilidad del sonido y el sentido». En un pequeño libro titulado Making a poem (1953), el poeta norteamericano Melville Cane opina que «no se debería favorecer el sentido más que el sonido, ni el sonido más que el sentido. Son correlativos; se refuerzan el uno al otro». Y uno de los aforismos juanramonianos en Estética y ética estética es: «Una armonía de exterior e interior».

Los críticos de la Antigüedad y los neoclásicos nos hablan de la necesidad de evitar el uso excesivo, tanto de las voces exóticas como de las anticuadas, a fin de salvaguardar la comprensión. Según Aristóteles, «la perfección del estilo es que sea claro y no bajo... Será noble y superior al vulgar el que usa de palabras extrañas... [pero introduciéndose demasiadas] saldrá un enigma o un barbarismo» (trad. de Muntain). Iriarte traduce así los versos de Horacio sobre el léxico anticuado: «Muchas voces veremos renovadas / que el tiempo destructor borrado había; / y al contrario, olvidadas / otras muchas que privan en el día; / pues nada puede haber que no se altere, / cuando el uso lo quiere, / que es de las lenguas dueño, juez y guía». Boileau, Pope, Luzán, Iriarte (en su graciosa Fábula XXXIX de El retrato de golilla) y otros muchos neoclásicos suscriben estas ideas aristotélicas y horacianas. Por ejemplo, Luzán dice: «Es insufrible la afectación o ignorancia de algunos, que sin necesidad salpican la conversación de voces y frases extranjeras, y especialmente del francés, para afectar que lo saben... Los latinismos... son buenos para el estilo jocoso; pero en lo serio, a mi ver, son muy fríos y pueriles... Las voces anticuadas no se desechan por impropias, sino por desusadas y poco inteligibles». Igual que en los versos de Horacio, se subraya   —16→   aquí la importancia del uso. Pero la más feliz expresión «neoclásica» del ideal aristotélico de la claridad sin vileza, no obstante no tener nada que ver con la poesía, quizá sea el breve juicio del licenciado Pedro de la Torre sobre el estilo de Feijoo, en una censura del tomo tercero del Teatro crítico: «El más rudo entiende lo que dice, y el más sutil alaba el modo». Indicio de la actualidad que tal «regla» posee aún en nuestros días son ciertas palabras de Melville Cane en el libro ya mencionado: «Tengo la audacia... de escribir sencillamente, no para la presente hora, sino para la posteridad... El peligro yace en unas alusiones y un lenguaje que una generación futura no pueda comprender... Con igual cuidado hay que vencer una afición al vocabulario que está pasado de moda. El lenguaje de Milton o Shelley no es nuestro; sonaría a artificial y anticuado en un poema del día. El poeta moderno debería tomar sus materiales del uso corriente». Una vez más se trata de ese mismo «uso» que para Horacio había sido «dueño, juez y guía» de las lenguas. Por fin, Juan Ramón, en otro aforismo, nos da la quintaesencia de este punto de estética y técnica: «Intuición rara y palabra corriente: la mayor belleza».

«Condenad todo verso / -nos manda Horacio- que con diez correcciones, / después de muchos días y borrones, / no haya quedado bien pulido y terso.» Boileau imita tanto el tono como la idea de estos versos, insistiendo aún más en la necesidad de las repetidas correcciones: «Afánate despacio; y veinte veces / la tela vuelva al obrador tu mano. / Limar conviene siempre, y pulir mucho, / añadir algo, y condenar sin miedo» (traducción de Arriaza). Este mismo consejo lo alegoriza Iriarte, en su Fábula I, en «la hormiga afanadora», que una vez tras otra vuelve bajo pesada carga a su hormiguera, y también en el pacienzudo gusano de seda, en la   —17→   Fábula II, cuya moraleja se resume así: «Se ha de considerar la calidad de la obra y no el tiempo que se ha tardado en hacerla». «No he creado mi obra sino por la eliminación» -Mallarmé confiesa casi cien años después, en una carta dirigida a E. Lefébure con fecha 17 de mayo de 1867- (el subrayado es mío). Para quienes crean que en el caso de las veinte correcciones recomendadas por Boileau frente a las diez de Horacio se pueda tratar de una «típica exageración neoclásica» de la poética de la Antigüedad, es curioso cierto período del ensayo The making of a poem (1946) del poeta inglés Stephen Spender, en el que nos dice que «en las veinte próximas versiones me acerqué como a tientas a la aclaración del cuadro que había visto, a la de la música y a la del sentimiento interior» (el subrayado es mío). Juan Ramón también habla de las sucesivas versiones que le permiten ir poco a poco sorprendiendo, o sea descubriendo, las combinaciones de palabras y acentos más aptos para producir los efectos que desea: «Mi corrección es siempre sorprendedora, oportuna y sucesiva hacia una raya provisional del sinfín». En otro aforismo al mismo intento, recopilado, como el que se acaba de citar, en Estética y ética estética, Juan Ramón dice: «Mis versos no tienen valor hasta que los pienso por segunda vez». Y con borradores como los que ha publicado, por ejemplo, Ricardo Gullón en su reciente libro sobre El último Juan Ramón se revela que algunas veces el poeta de Moguer pensaba sus poemas más de dos veces y aun más de tres veces.

Otra regla directamente relacionada con esta necesidad de las repetidas correcciones parece que se originó con los versos en que Vida recomienda que el poeta haga una «primera efigie» o bosquejo de todo el poema en «palabras sueltas», o sea prosa, antes de empezar a versificar la idea sugerida por la inspiración, para así   —18→   estar seguro desde un principio de haberse fijado límites adecuados al tema y para poder ir proporcionando las partes unas a otras con menos riesgo de equivocarse (Quin etiam prius effigiem formare solutis / totiusque operis simulacrum fingere verbis / proderit, atque ex ordine nectere partes, / et seriem rerum, et certos tibi ponere fines, / per quos tuta regens vestigia tendere pergas). Este procedimiento tiene y siempre ha tenido vigencia entre los poetas, aunque en algunas épocas se ha querido encubrirlo por afectar una sensibilidad superior, y aún hoy ciertos críticos infectos de la romanticomanía fingen escandalizarse de poetas que han practicado dicha técnica abiertamente, tales como Boileau, Goldsmith, Iriarte y Quintana. En el caso de esos poetas que parecen escribir al dictado la versión final de sus versos como si estos les vinieran ya pulidos en alas de su musa, lo que en realidad pasa es que hacen el plan previo en prosa mental, por decirlo así; y teniendo la memoria muy feliz también hacen los primeros y segundos borradores versificados en la cabeza, como explica quizá mejor que ningún otro Carmelo M. Bonet, al hablar de los escritores «memoristas» en su libro La técnica literaria y sus problemas (Buenos Aires, 1957).

En todo caso, según Luzán, «debe... el juicio del poeta templar el fuego del ingenio en sus reflexiones, permitiéndole que las siembre en sus versos, mas no que las amontone». Y en sus Lecciones de literatura española, publicadas por Juretschke, el neoclásico Alberto Lista afirma que hay «cierta lógica que yo llamaría lógica de la poesía. Sus leyes son tan severas y necesarias como las de la lógica vulgar»; y en cuanto a las ficciones poéticas, el poeta debe «deducirlas rigurosamente de los principios en que se ha convenido el lector con él». En sus Cartas literarias a una mujer, Bécquer, siempre más franco que los otros románticos, admite que sería «más   —19→   hermoso figurarse al genio ebrio de sensaciones y de inspiraciones, trazando a grandes rasgos, temblorosa la mano con la ira, llenos aún los ojos de lágrimas o profundamente conmovidos por la piedad, esas tiradas de poesía que más tarde son la admiración del mundo; pero ¿qué quieres? No siempre la verdad es lo más sublime». Y a continuación el poeta de las Rimas señala la importancia de la «parte mecánica, pequeña y material» del proceso creativo; porque tal parte es «pequeña» tan sólo respecto de «la primitiva, la verdadera inspiración» que la «desdeña en sus ardientes momentos de arrebato». Sin embargo no se crea poesía en estado tan eufórico y desdeñoso de las operaciones mecánicas; se crea en otro estado bien diferente que, en el prefacio de sus Lyrical ballads, Wordsworth ha llamado el de «la emoción recordada en la tranquilidad». Y no cabe duda que la «emoción recordada» de Bécquer tuvo que someterse a la dirección de la «parte mecánica» -la prosa del pensamiento, la lógica de un bosquejo inicial, etcétera- para que fuera posible crear algo que ofreciera una precisión tan matemática como la de esas «pluralidades paralelísticas» que Bousoño ha descubierto en las Rimas.

(La absurda noción de que en alguna época de la historia humana haya sido posible componer poesía de valor permanente, no haciendo más que seguir los dictados de la inspiración, es por cierto el elogio menos caluroso que cabe de eso que logran los grandes poetas con sus continuos sacrificios, angustiosos desvelos y pacienzuda atención al detalle, según ha sugerido Paul Valéry en un irónico pasaje del ya citado ensayo Littérature: «La idea de la Inspiración contiene éstas: Lo que no cuesta nada es lo que tiene más valor. Lo que tiene más valor no debe costar nada. Y ésta: Gloriarse más de aquello de que se es menos responsable.» Mas   —20→   Alberto Lista se anticipó en cien años a Valéry al expresar, en De la poesía considerada como ciencia, su sorpresa ante esa «secta nueva de poetas que... no reconoce más principio de escribir en verso que lo que sus adeptos llaman inspiración», así como ante «esa nueva preocupación, nacida en nuestros días, que supone inútil el estudio y las reglas para sobresalir en la poesía»; porque, según pregunta Lista, al continuar, «si semejante delirio no podría ni aun decirse de un pintor, de un músico, de un arquitecto, ¿cómo se tolera que se diga de los que se ejercitan en pintar y en describir por medio del lenguaje?» Y a la verdad, ¿cuál es el poeta más admirable? ¿El Bécquer de los manuales o el que nos descubre Bousoño?)

La prosa y la prosa del pensamiento intervienen de diversas maneras en la creación poética. En su ensayo sobre Théophile Gautier, en L'art romantique, Baudelaire cuenta que, en su primer encuentro con el poeta mayor, éste le preguntó si no se daba algunas veces a la lectura de los diccionarios. Melville Cane afirma que un poema puede sugerirse por «un trozo de prosa que contenga un germen, o un adjetivo que pique la imaginación». Y el pensamiento prosaico de la crítica -«el lado negativo de la creación», según Claudel- es el que se encarga de esas repetidas correcciones que ya hemos mencionado; las cuales sirven para refrenar lo que el neoclásico Samuel Johnson y el posromántico Baudelaire llaman, respectivamente, «las negligencias del entusiasmo» y «la indolencia natural de los inspirados». Desde el mismo punto de vista, Juan Ramón escribe, en otro aforismo contenido en Estética y ética estética: «Más que la creación consciente, la crítica eficaz de lo espontáneo.» Sobre este aspecto del crear juanramoniano, Gullón dice, en la introducción al libro ya citado, que el poeta acostumbraba «pensar la inspiración como algo diferente de la   —21→   embriaguez o el rapto: emanación y disciplina selectiva; arte de la composición».

De igual modo, otras muchas «reglas» resultan ser no unas antiguallas circunscritas a la práctica de varias épocas remotas, sino unas fieles descripciones de aspectos perennes del proceso creativo. En unos versos didácticos interpolados en la prosa de sus Exequias de la lengua castellana, Forner se hace eco de la insistencia clásica en la unidad, pidiendo al poeta que «cante bien en una cosa», y entre sus aforismos Juan Ramón incluye el consejo siguiente: «El poema debe tener una idea presidente, una sola idea.» El axioma clásico-neoclásico de que «el arte mejora a la naturaleza» (que equivale a decir que el uso sistemático de esos procedimientos creativos que son naturales al hombre le permite pulir la materia prima de la poesía) se refleja, en Les droits du poète sur la langue, de Paul Valéry, en la observación de que el poeta debe «tener una idea de las leyes mayoritarias de la lengua para utilizarlas a sus fines personales y así lograr la obra del hombre, que es siempre la de oponer la Naturaleza a la Naturaleza.»

Casi parece neoclásico el modo de pensar de Baudelaire cuando dice, en uno de los proyectos de prefacio para Les fleurs du mal, que los problemas de la composición de esta obra le dieron la oportunidad de «ejercitar mi gusto apasionado por el obstáculo», y la afirmación de T. S. Eliot, en su introducción a Paul Valéry: the art of poetry, de que «nunca fue ningún poeta más consciente [que Valéry] del beneficio que deriva de trabajar dentro de formas estrictas, o de la ventaja que se gana imponiéndose limitaciones que vencer» no es sino otra reiteración de la antiquísima idea de que «las reglas dan cierto estímulo para vencer los obstáculos que ellas mismas presentan; el talento se repliega sobre sí mismo; adquiere nuevas fuerzas; medita, combina el plan, y porque   —22→   trabaja más y estudia mejor la materia, siente más vehementes inspiraciones y así llega a la perfección», según la expresa el neoclásico Lista en uno de sus primeros Ensayos literarios y críticos. Luzán dice que en ciertos momentos se crea poesía auténtica, «convirtiendo en adorno de buen gusto lo que empezó por negligencia y desaliño». Esto es, que es lícito de cuando en cuando pecar contra la regularidad del arte a fin de lograr cierto efecto deseado, y ninguna idea podría ser más «neoclásica» (también la expresan Boileau y Pope). Pero dos siglos después Juan Ramón sigue diciendo lo mismo en su Estética y ética estética: «En arte conviene extraviarse, pero que sea por poco tiempo.» Baste ya un ejemplo más de la actualidad de las «reglas»: En el teatro de todos los países se ha vuelto en nuestros días a aprovechar las unidades de tiempo y lugar como apoyo de la ilusión dramática, utilizándose en algunas obras sólo una de ellas, y en otras las dos: para España no hay que mencionar más ejemplos que tres obras maestras de Buero Vallejo: Historia de una escalera, Hoy es fiesta y Madrugada.

No sería difícil reunir otros muchos paralelos entre la preceptiva clásica y la autocrítica moderna, pero no hacen falta más ejemplos para demostrar que aquélla, igual que ésta, es sólo una descripción de la pericia y los conocimientos técnicos que se adquieren por la experiencia al sentarse el poeta ante unas cuartillas con la intención de expresar algo en versos de valor artístico: Luzán ha subrayado esto tan claramente como lo pudiera hacer cualquier otro, al ver en la poética tan sólo «algunas reglas y observaciones que la experiencia y la crítica enseñan» (el subrayado es mío). No puede haber objeción alguna a las «reglas», si no fuera a su nombre; las operaciones mentales descritas en ellas existen desde siempre y, aun cuando no se llamen ya con tal nombre,   —23→   todavía rigen la creación poética. A pesar de su famosa rebeldía, los mismos románticos siguieron -no pudieron menos que seguir- la mayoría de las llamadas reglas (procedimientos creadores naturales) por el mero hecho de componer versos. Por tanto, aun cuando de hecho se hubiera sofocado el espíritu poético durante la época neoclásica -y es obvio que quien escribe esto rechaza noción tan manoseada-, tal sofocación no se habría debido al influjo de las reglas. Mas en los manuales no se ha dejado de afirmar lo contrario, y así quería aclarar desde el prólogo de este volumen la verdadera naturaleza de las reglas con la esperanza de que el lector pudiera luego seguir con mayor confianza.

También me movió a escoger como título la frase feijoniana que aparece en la portada, el hecho de que los poetas setecentistas hallaron muchas veces el estímulo de la inspiración en lo científico, y es imposible no oír como un eco de esto cuando un escritor como el padre Feijoo habla de raptos de la mente, y no del espíritu o de la imaginación. Merced a su curiosidad científica y su humanitarismo, el siglo XVIII descubrió poesía en los objetos más inverosímiles. En París, la elegantísima mademoiselle de Coigny llevaba un cadáver y unos escalpelos en su carroza para poder aprovechar en disecciones anatómicas el tiempo que de otro modo habría perdido. Belle de Zuylen, o Zélide, novia holandesa del célebre biógrafo inglés Boswell, escribía cuentos de tipo muy romántico; por ejemplo, uno titulado El noble, en el que la heroína enamorada huye del castillo familiar, construyéndose un puente a través del hondo y negro foso con los retratos de sus antepasados («Julia nunca había soñado que fuera posible hallar tanto apoyo en los abuelos»), pero no pasaba día sin que la autora de este cuento se levantara a primera hora de la mañana para estudiar con devoción y entusiasmo las secciones   —24→   cónicas y otros aspectos de la geometría. Jacques Delille compuso un poema en elogio de las maravillas de un brazo artificial confeccionado para cierto soldado que había perdido el miembro natural luchando en beneficio de sus conciudadanos. En la curiosa versión dieciochesca de las Reflexiones sobre la poesía (1787), de N. Philoaletheias, que José Luis Cano publicó hace varios años en el Bulletin hispanique, el desconocido autor francés que se firmó con dicho seudónimo, asevera que, desterradas las «fábulas y desterrada la magia, hubiera sido imposible ser poeta si no se hubiese sustituido a ellas la filosofía y el arte de pensar. Pero no es menester creer que un poema debe ser un conjunto de verdades filosóficas y de análisis metódicas: Nada sería más opuesto a la esencia de la poesía. El arte del poeta debe ser el hacer de las verdades filosóficas otros tantos cuadros, el hacerlas del resorte de la imaginación». Y luego N. Philoaletheias explica que para captar en la poesía el sentido auténtico de la vida, «el espíritu filosófico... es necesario en un siglo filósofo». Las palabras del desconocido crítico son ciertas, salvo lo que dice respecto de la desaparición de la materia poética tradicional, pues el siglo XVIII disponía de dos maneras de dotar los versos del indispensable misterio poético: como en cualquier otro período histórico, se podía hacer poesía de la materia imprecisa de los sueños y las emociones personales con tal que se les diera una forma bastante precisa para que los otros los experimentaran de igual modo que el poeta; pero también se podía hacer poesía auténtica de temas intelectuales de la mayor precisión con tal que el poeta los presentara en forma imprecisa, o sea, intuitiva. Porque, bien mirado, la creación del misterio poético depende de la mantención de un justo equilibrio entre lo preciso y lo impreciso, sin que importe cuál   —25→   sea el tema y cuál la metáfora. Lo dice Juan Ramón en otro de sus aforismos (y a juzgar por sus palabras tampoco ha perdido su actualidad el concepto del rapto de la mente en el segundo sentido que le hemos atribuido): «Hay que sentir profundamente la idea, pensar con agudeza el sentimiento.»





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