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"Sobre teatro"

Antonio Buero Vallejo





La cuestión de la realidad es el mayor deber del dramaturgo. Pero tiene justamente que hacerse cuestión de ella, pues no está resuelta.

El teatro ha de apoyarse en lo que se sabe, pero ha de explorar lo que se ignora. No puede ser, pues, exclusivamente «solucionista» y deberá tener, en algún grado, problematismo.

Si el teatro ideológicamente más afirmativo no deja abierta la puerta al posible replanteamiento sobre nuevas bases de las preguntas que pretende contestar, no se inserta activamente en un progreso efectivo.

Ante el inmenso campo de lo desconocido, el autor, como todo artista, tiene el derecho y el deber de aventurar intuiciones personales.

Considerado como simple instrumento de transformación de lo real, el teatro puede convertirse en apéndice muerto de ideologías previas y perder su fuerza actuante en vez de ganarla. Considerado tan sólo como una forma intuitiva de conocimiento o contemplación de lo real, el teatro puede caer en la arbitrariedad y en la deshumanización. Todo gran teatro, como todo arte, supera ese dilema aparente y viene a ser un modo de contemplación activa. Pero todo autor tiene también derecho a sus errores: en actividades tan sujetas a procesos intuitivos como las artísticas, los errores son necesarios y ningún camino debe ser condenado.

Cuando se recomienda el realismo se expresa un propósito saludable, pero que carece de fórmula inequívoca. Lo que ayer no era realista, resulta serlo hoy; lo que hoy se tilda de antirrealista, puede ser realista mañana.

Si el teatro, como función social, no tuviese otro objetivo que el de su adecuación a cada época, toda inadecuación sería negativa y al realismo, para ser históricamente verdadero, le bastarían sus sucesivas y cambiantes definiciones. Pero uno de los más positivos modos de acción social es el de adelantarse. Ver más lejos que los demás es una de la más hondas maneras de actuar a favor no sólo del futuro, sino de la sociedad contemporánea, aunque desde sus diversos estamentos se pueda ello considerar como un acto antisocial o como una evasión de lo real. Y nadie puede garantizar que el sociólogo o el crítico vean siempre más lejos que el artista, por lo que al arte se refiere.

La tentación del doctrinario es suponer regresivas a las obras que se adelantan.

Si los problemas sociales sufriesen en la escena un tratamiento exclusivamente didáctico y basado en generalidades racionalizadas, las obras serían sociología, pero no serían teatro social. Cuando los problemas sociales se encarnan en conflictos singulares y en seres humanos concretos, puede haber teatro social.

Entre lo didáctico -que se apoya en la parte supuestamente racionalizada de lo real- y lo poético -que se asoma a la parte no racionalizada- hay que equilibrar con cuidado la balanza. Y si lo poético es auténtico, es tan leve que no aguanta excesiva didáctica en el otro platillo.

Una obra de teatro que puede ser ventajosamente sustituida por la explicación de sus contenidos es una mala obra.

Si una obra de teatro no sugiere mucho más de lo que explícitamente expresa, está muerta. Lo implícito no es un error por defecto, sino una virtud por exceso.

Hay obras de problemática implícita socialmente más positivas y fecundas que otras explícitamente sociales; hay obras de problemática implícita metafísicamente más vigorosas que otras explícitamente metafísicas; hay obras..., etc.

Desde los griegos, el teatro provoca emociones comunicativas y la identificación del espectador con la escena. Desde los griegos, el teatro suscita reflexiones críticas y el extrañamiento del espectador respecto a la escena. Preconizar una de las dos cosas es ver una sola cara de la dramaturgia... Pero las grandes obras ven siempre las dos, aunque se adscriban polémicamente a una de las dos tendencias.

Lo mismo sucede con las grandes interpretaciones. Si parten de la emoción, encuentran la reflexión; si se construyen sobre la reflexión, encuentran la emoción.

El esperpento de Valle-Inclán es bueno porque no es absoluto.

Toda aportación teatral valiosa requiere antecedentes minoritarios: hasta la de un teatro popular. Pero toda aportación teatral minoritaria no siempre es valiosa.

La tragedia no es pesimista. La tragedia no surge cuando se cree en la fuerza infalible del destino, sino cuando, consciente o inconscientemente, se empieza a poner en cuestión al destino. La tragedia intenta explorar de qué modo las torpezas humanas se disfrazan de destino.

«Durch Leiden Freude», dijo Beethoven. «Por el dolor, a la alegría». Éste es el sentido último de lo trágico. Tal es el sentido final de Las Euménides, de Esquilo. Toda tragedia postula unas Euménides liberadoras, aunque termine como Agamenón.

El teatro es como unas gafas para cegatos que quisieran ver. Pero no todos los cegatos quieren ver, no todos sufren el mismo grado de insuficiencia óptica y también hay, entre ellos, algunas personas con mayor agudeza visual que el autor de la obra. De ahí la dificultad de escribir teatro para un público y un momento.

No hay poética válida frente a la obra renovadora. Cuando la perduración de ésta confirma su acierto, es la obra la que juzga y modifica a los principios.

Ninguna «Poética» es poética. La poesía aparece en las obras y no en las reglas. Esto es lo que olvida el doctrinario.

El presente esbozo de «Poética» no valdrá nada frente a las grandes obras que lo contradigan. Pero si sugiere más cosas de las que dice, tal vez valga algo.





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