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Sofía-Dochia. De su sonrisa una sonrisa soy

[...] de su risa una sonrisa soy, de sus alegrías, una alegría santa. En fin, ¿no la has visto tú vestida de blanco, rezando a su Dios?

De ese modo la vi también yo, vestida de negro, las coletas caen sobre los hombros de atlas negro brillante como las ondas sueltas, sus manos blancas y pequeñas se elevan arriba, se había arrodillado, un triste y desaliñado ángel del dolor, en las escaleras de mármol blanco. La vi y me parecía que mi alma se familiarizaba con la suya, que yo podía amarla como a una hermana. Pero Dios, de esa manera pensaba y de otra forma iba a ser.

En otra ocasión la vi en el teatro. Triste como una tragedia antigua, yo estaba en el patio de butacas, apoyado a una columna, ella como en un sueño estaba sentada en el palco o miraba a los actores que hablaban en el escenario. A menudo me perdía en su visión, a menudo las palabras de amor dichas en el escenario hacían encontrarse mis ojos con su turbia y aún así dulce mirada -entonces ella agachaba sus ojos y empezaba a contar las hojas de su abanico, mientras una lágrima de plata, estrella de otro mundo, corría lenta y trémula a lo largo de su pálida cara.

Como a una amante, sin embargo no la podía amar...

En un baile la vi vestida con un vestido de raso blanco, por el pelo infierno y oración se colaban amarillas y azules flores silvestres, sus ojos brillaban más vivos y su sonrisa parecía más alegre. Me senté junto a ella y, tomando su mano, le dije tenue:

-Si supieras qué feliz me sentiría si pudiera llamarte mi hermana. Tienes una tristeza tan hermosa que parece que has sido un sueño de mi nublada alma.

Su mano temblaba en la mía, ella se enrojeció un poco y agachó sus ojos.

-¿En serio? -dijo tenue.

-¿Y quieres que te llame mi hermana?... ¿Qué te trate de tú?

-¡Oh, tú!

Me levanté... Invité a una dama a bailar, pero esto parecía que le molestaba. Ella se había puesto en pie... Sus ojos se fijaban en mí con toda su turbación, una seriedad profunda hacía que su cara pareciera más flaca y expresiva de lo que estaba siempre.

Descubrí al final como no dormía por la noche -que a menudo, tenía ensoñaciones infinitas sobre las teclas del piano en las que ella mezclaba, en un solfeo inconmensurable, mi nombre-. Me dolía esta niña inocente que parecía convertirse en mármol, que ya solo sonreía cuando se pronunciaba mi nombre, que, con la cara soñadora, combinaba en aire con la luz de sus ojos cerrados una única figura. Ella decía a sus niñeras que a menudo, cuando iba a dormir, se le tejían ante sus ojos una tela de plata, por la cual no obstante, lenta, lentamente ella veía los contornos de una figura de hombre y distinguiendo aquellos trazos bien, ella apretaba su corazón con ambas manos y adormecía. A menudo acostándose sin embargo la cama le parecía hierro y la almohada piedra, de modo que se levantaba y se acostaba después en el suelo solo con camisa, para que de este modo, por las rendijas frías y vacías, se durmiera más rápido.

A este estado de cosas tenía que ponerle un final. Me fui a ella con el corazón lleno de una decisión firme, aunque ahogada de compasión. En un descuido blanco, ella estaba sobre una butaca de seda verde y leía. Cuando me vio entrando, saltó llena de alegría y me dio la bienvenida. Era una tarde de invierno cuando el viento chillaba afuera impuesto por la lluvia con millares de perlas de plata. La butaca verde estaba ante una mesa dorada, cubierta con libros y álbumes, y más allá estaba el piano abierto -y ante la chimenea abierta había otra butaca, ante ella había una mesita pequeña con la campanilla y con un álbum.

-¿Qué haces? -Dije yo, cogiendo sus dos manos en las mías... Era hermosa de ese modo, hermosa sobre manera. El vestido apenas la ceñía, el cuello estaba desnudo y blanco, y de los pechos se veía la parte del medio bajo el cuello, mientras los cuernos de los senos manifestaban su virginal existencia por dos pequeñas arrugas del pecho. La cara tenía una palidez húmeda, voluptuosa. Sus manitas estaban frías, y sus ojos nadaban en una luz extraordinaria.

-Cántame algo -dijo con la voz blanda y atusándose la frente tan redonda, tan lisa. Pero las cepas rebeldes se colaban entre mis dedos y caían en ramilletes, sobre la cara, de modo que parecía una amante que se enfadaba con su amante y se alborota en una esquina de la casa. Pero ella sola las apartó y de la melena apartada apareció una cara sonriente con una astucia blanda y unos ojos tan grandes, tan infantiles y aun así tan tranquilos.

-¿Tocas?... ¿Sí? -Le dije yo sonriendo llevándola del brazo al piano y mostrándole la silla y las notas. Sus dedos blancos corrían sobre las teclas, pero corrían tan tranquilos, tan somnolientos que no parecía más que una voluptuosa música de sueño. Tan hermosa, tan inocente, aun así no la podía amar. Ella solo era una idea en mi fantasía, un amor del alma, no del corazón. La amaba como el alma ama al icono de un santo, a la estatua de mármol de un monasterio, a la cruz de hierro sobre el agua santa -no de otra forma-. Mi amor era como su ser -santo.

De repente las notas cambiaron y se hicieron serias, altas. Igual que ruega una estrella al universo, un emperador a Dios, una emperatriz a la Virgen. Aquellas notas no eran perlas sobre el cuello de una durmiente, sino eran estrellas ardientes de oro que electrificaban el aire, estrellas de oro que se mezclaban y enjambraban brillantes en la tranquilidad del ideal.

Era uno de aquellos cantos eternos que el cisne canta muriendo, una resurrección del cielo, compuesta por el maestro divino en el grito de su alma: Palestina.

Miraba a aquella niña en la que música y poesía parecían estar encarnadas porque formaban un ángel pálido -miraba, abriendo mecánicamente el álbum, perdido en el océano estrellado de las notas sublimes, mi mano volaba temblorosa, anudando hilos negros sobre un campo blanco, como de un jardín enlutado que se cuela por toda la página de una vida feliz.

Qué escribí... he aquí:

Como una flor es la vida... como una flor que pasa.

Cuando ella está en los nublados y majestuosos palacios de diamantes de hadas de poesía, donde las salas cargadas de un aire de oro flotan los sueños, sombras de plata y de una luz más blanca que la nieve -la mujer- poesía que aflora en la ventana de nubes marmóreas y la llaman la flor de los dolores.

Pero, disgustada de ella, aunque no se ha marchitado todavía, el hada la tira a la orilla de un río que corre junto a la peña de la preocupación y se rompen sus pensamientos de diamante y sus reflexiones cadenciosas en olas de pequeñas piedrecitas de las realidades mezquinas de todos los días. Pero, tranquilo en su interior, él se enamora de la flor de la orilla y en lo profundo y tranquilo su amor la bautiza la flor de los pensamientos.

El río pasa, terriblemente ruge el viento... el día se confunde con la luz amarga de la noche. El río turbio rompe y lleva la flor siempre, siempre hasta que la arroja a la orilla de un desierto árido y seco sobre el cual piensa en las nubes una luna pálida como la cara de una virgen muerta. El búho de la vejez grazna a lo largo del desierto y, cantando por el dolor de la flor, la llama en su balada la flor del entierro.

Cuando mi vida no es más que una marrón flor de entierro, porque, la niña que se parece a la poesía virgen y soñadora, mira a su cáliz y llora con nostalgia. El búho de la vejez adecua su canto a mi alma. Tú buscas en el tranquilo jardín del mundo una flor de lirio, la miras con amor y una lágrima de diamante de tu ojo cae en su olorosa alma. ¿Yo?... A la flor marchitada en vano cae la lágrima, ella permanece marchita.


Las notas desgarraban el aire y su resonancia soplaba suavemente todavía por el aire. Yo me había levantado triste y soñador y en el aire atardecido de la casa me parecía una sombra blanca, una sombra de ángel. La última llama de la lámpara con globo volaba por el cristal y se hacía humo, y con el alma penetrada por la noche me acerqué a una silla de la chimenea y miraba inconsciente a su llama azulada. Sofía se subió a una silla para volver a encenderla en la oscuridad la candela del icono vestido con plata de la Madre de Dios. Pero con astucia ella cogió el álbum en el que había escrito y miraba pálida y débil luz de la candela, ella agachó sus párpados sobre las líneas del álbum abierto. De ese modo que estaba, alta, suspendida en el aire, parecía la sombra del arcángel de la guarda que ilumina los sueños de un niño inocente. Era el icono distinguido, dulce blanca, de un sueño nocturno, era la esperanza en una vida negra y rota... no era mujer. Y aquella esperanza la maté en mi corazón, en mi mente. La candela se encendió más fuerte, y su cara que se dirigía pálida hacia el cielo se inundó de oraciones. Los ojos estaban secos y ardientes, las manos se habían unido de modo que el álbum había caído a sus pies, y yo, caído de la silla arrodillado, la miraba, su cara luminosa encuadrada por la aureola virgen de la santidad, la miraba consternado. Mi mirada se levantó y la golpeó. Entonces sus ojos secos se agacharon hacia mí y, mirando largo y fijos a mis ojos -se llenaron de lágrimas grandes y ella se bajó de la silla-. Yo me volví a la silla y, poniéndome la mano sobre la frente, agaché mi cabeza como un criminal.

Ella se acercó a mí -estuvo mucho justo frente a mí, como una estatua- después se arrodilló a mis pies y apoyó su pecho y costillas sobre mis rodillas. Su pelo desmelenado en desorden encuadraba la cara pálida y más hermosa del mundo.

-¡Toma! -dijo ella con una voz llena y cogiendo mis manos unidas en sus manos blancas y pequeñas, como si pidiera de mí una gracia-. Toma -repitió ella llorando-, ¿no puedes amarme a mí?

Yo desuní sus manos, que cayeron abajo -una de mis manos le cogió su cuello de cisne, y con la otra le acaricié su frente loca de amor.

-¡Sofía! -dije con una lástima inconmensurable-. Sofía, sé mi hermana, mi niña, porque tu amor, aunque es el amor virgen de un ángel, sin embargo tendría que extinguirse en mi alma el icono de otra, de una muerta, pero para apagarla tienes que matar este alma. ¿Serás así, de cruda, amiga mía, mi ángel, serás tan cruda que matarás este alma que ya no puede rejuvenecer? Porque no me puedes rejuvenecer, niña mía..., un amor, uno solo, limpio como el cristal, ha vivido en mi alma y con él me voy a envolver hasta la tumba. Pero... yo no tuve hermanos, ¡yo no tuve una hermana! Mis padres murieron, sus huesos se mezclaron con la tierra. No tengo nada en este mundo. Amigos que me traicionaron, amantes con labios como el hielo que no amo, una nación que desprecia a sí misma, he aquí la fortuna de mi corazón. Y tú... tú eres tan sincera, tan limpia, tan noble. Si quisiera, te engañaría, pero te engañará alguien a ti... ¿es posible? No me ames, niña mía, no me ames, porque quiero que seas feliz. ¿Cuántos no mirarán tus ojos estos grandes y llenos de rayos, cuántos no admirarán en secreto esta cara santa y hermosa, cuántos no desearán una sonrisa triste tuya, una mirada tranquila de las tuyas? Y tú dejas a todos, niña mía, para arrodillarte ante una piedra fría y sin alma. ¡Sofía! Libérate a ti misma, porque yo no te puedo liberar. No me ames, te lo pido, te ruego, porque este amor te matará.

Pero ella tendió sus manos y se cogía con ellas mi pecho. La mirada apagada de pasión ante mí como de un ser insensible. Sus ojos miraban fijamente y apasionados a mis ojos, sus manos me apretaban la ropa, sus labios se amorataban de pasión furiosa.

-¡No quiero! -gritó ella más fuerte- ¡no puedo! -añadió ella tenue-. Toma -susurró ella tenue y rápido-, no pido que me ames, ¡no, no! ¡Fui loca al pedírtelo! Pero déjame que te amé yo, amarte como sé yo. Guardaré en mi corazón mi amor y lo acariciaré con furia, con la furia de una tigresa que acaricia a su niño nacido en soledad. ¡No sabes cuánto te amaría, querido mío, adorado mío! Sabes tú qué eres para este corazón pobre y chafado. ¿Sabes tú qué eres para esta cabeza pobre y loca de amor? Oh, tú no sabes, porque no lo puedes saber, y yo no encuentro las palabras para decírtelo. Si lo supieras, amigo mío, tendrías compasión de mí, recuerda por lo menos que te amo, porque yo no pido la realidad, miénteme solo, es suficiente para hacerme feliz.

-¡Vamos! Sofía -dije levantándola de rodillas y poniéndola sentada sobre mis rodillas-. Calla, niña mía, cómo puedes hablar así.

Ella temblaba de irritación y de un dolor convulsivo y pasional. Se había borrado con la manita las lágrimas, y yo la apreté a mi pecho y la mecí sobre las rodillas como mece un padre a su niño o que se enfurruña. Ella lloraba convulsivamente, escondiendo y apretando la cara en mi pecho, hasta refrescar su corazón lleno de dolor y los ojos llenos de lágrimas. Lenta, lentamente ella se tranquilizó, sus lágrimas, que las borraba con el revés de sus manos, terminaron y, con los ojos todavía húmedos, ella miraba justo a mí a la cara, ella sonreía.

-Loca -dije yo sonriendo y besándole los ojos.

-Si fueras mi padre, o hermano, qué bien sería -dijo ella-, pero así no me eres nada, nada, ni siquiera primo.

-¡Vamos, olvida, olvida! Niña mía.

Mi mano se puso lentamente sobre su corazón, que se sentía latir. Ella apretó mi mano con la suya sobre su corazón y dijo con una risa plateada:

-¿Ves que ya no me late?

Pero ella mentía.

-Y... ¿nos reconciliamos? ¿Sí? -dije yo, feliz por su sonrisa.

-Sí... y no. No, si no me prometes que vendrás mañana y pasado mañana. Te tocaré el piano, me contarás cuentos y te amaré como a un hermano. Seremos amigos buenos, buenos.

-Sí... ¡buenos! -dije yo acariciando sus manos y besándolas, blancas y dulces como eran-... Sí, vendré... y me cantarás Palestrina y yo, agradecido, te besaré las manos y los ojos... y tú me besarás la cara, como una niña buena a su padre al que alaba y leeremos juntos y cantaremos juntos, como ahora.

-Pero sin escenas trágicas, se entiende -añadió ella sonriendo.

Ella se rompió con vivacidad de mis brazos que la rodeaban y, con la cintura apoyada en la mesa, se agachó sobre ella para encender la lámpara. Sus dedos tenían el encendedor sobre la llama, y su cara sobre la lámpara encendida parecía tan pálida, pero tan feliz -tan tranquila.

Yo me había levantado y la miraba. Mis brazos se extendieron y, tirándose a mi cuello, sus labios se fruncieron y sedientos buscaron mi boca. Apreté un beso largo y enfocado sobre aquella boquita pequeña como la de un capullo de rosa y cogiendo mi sombrero volé como loco por los escalones de mármol grisáceo del palacio de su padre. Llegué a mi humilde vivienda de enfrente y, loco de instintos incitados con crueldad en mi pecho, me tiré extendido sobre la cama y escondí mi cara encendida en la almohada.

Cuando me volví, la luna iluminaba por la ventana y golpeaba la cara pálida de Toma. Esto me tranquilizó. Cogí el pipa y estuve con él encendido y acostado igual que cuando entras tú. Te acuerdas que te lo dije entonces y no tengo que repetírtelo.

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