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Soledad y creación poética

Gonzalo Sobejano





Me encuentro solo a solas cuando realmente no tengo ante mí, conmigo, a nadie: a altas horas de la noche en el cuarto de trabajo, frente al mar en una costa desierta, por el sendero oculto de algún bosque.

Solitario entre los otros puedo sentirme frente a un horizonte poblado por ellos, por los hombres: así cuando camino por una calle entre viandantes desconocidos, cuando permanezco en incógnito frente a mis compañeros de viaje o cuando en un teatro observo desde mi butaca a los espectadores durante un entreacto.

Acompañado por una pluralidad humana y como partícipe activo en ella, puedo hallarme, sin embargo, solo. Por ejemplo, cuando ensimismado en alguna preocupación únicamente mía asisto a una reunión y hablo, río y escucho por la superficie de mi ausencia.

Solo con el otro, en fin, me encuentro cuando -en el amor, en la amistad- vislumbro de pronto, a veces, tras el resplandor de la pasión o entre la suave luz de la confianza el punto negro, el islote trágico donde aún estoy.

Estas cuatro posibles circunstancias de la soledad pueden, con rigor, reducirse a las los primeras si queremos hacer patente la pobreza y la riqueza, lo estéril y lo fecundo, la sima temible y la cumbre gloriosa en que consiste la auténtica soledad. Pues en las dos últimas circunstancias la soledad, combatida desde fuera, se mitiga, cede, acaba por desaparecer, y, si en súbito asalto amenaza, poco puede contra la flaqueza del hombre, contra su connatural tendencia a unirse y agruparse.

¿Quién, de hecho, acepta aquella soledad absoluta? Y ¿quién la busca por sí misma?

La mayoría de los hombres, consciente o instintivamente, según su grado de reflexibilidad, consideran la soledad el mayor enemigo. Tan ingénita le es al hombre esta evasión de la soledad individual mediante el trato social y el amor al otro, que el hombre la silencia y elimina como algo impensable, absurdo. Y es más que curioso el hecho de que todos, aun en el grado máximo de confianza con otros, hagamos confesión en éstos de nuestras desgracias y venturas e incluso de nuestros errores y defectos, pero evitemos confiarles lo ocurrido en nuestras horas solitarias. Entro la inmensa mayoría se sobreentiende que estar solo es anormal y amar la soledad una aberración.

La soledad constituye, sin embargo, el único marco adecuado para ciertas labores del espíritu, y el religioso la busca para elevarse sobre ella hacia Dios, y el hombre de ciencia la busca para escrutar en su beneficiosa paz los problemas que le tocan y meditar sus verdades. En un sentido meramente necesario e interesado la aceptan de buena o mala gana cuantos por su oficio o profesión se hallan obligados a trabajar con algo que no admite o no exige la presencia de otros. Pero buscar la soledad «para» algo o aceptar la soledad de grado o a la fuerza no significa: buscar la soledad por sí misma amándola. De esto únicamente es capaz el espíritu creador, poético. Y no aquel que, instalado en su soledad, plasma en narración o actualiza en representación el ser de los otros, compensando así delante de esta intriga imaginada que él mismo anima su imparticipación en la escena real; sino aquel que, solo ante sí mismo, solo consigo mismo, solo en sí mismo, lejos de rehuir su soledad con finalidades o suplantaciones, la ama y de ella -cero afectivo- hace, en virtud de una transformación inmanente, la plenitud de lo afectivo en obra humana: poesía, música.

La soledad es el cero afectivo, del cual se forma, no por otro proceso que por suma de ceros, el millón afectivo. La hemos calificado de mísera y opulenta, estéril y fecunda, temible y gloriosa. Paradójica es la soledad en lo que puede ser y paradójica en cuanto que ella es la nada y el todo de la poesía, estado indispensable para la verdadera creación, nada inicial de la que nace un microcosmo completo: la obra de poesía.

¿Cómo se explica que siendo la soledad nihilidad brote de ella plenitud, y precisamente -soledad es silencio- plenitud de palabra o de son? La soledad, nihil afectivo, origina la obra poética, summum afectivo. El silencio, nada sonora, produce la nota musical, la palabra armoniosa.

El móvil que ocasiona este paso de lo indiferente a lo afectivo y de lo mudo a lo musical es, a mi entender, un sentimiento fundamental de deficiencia y de miedo. El hombre feliz, acompañado, triunfante no siente falta alguna ni tiene miedo. Esta confianza en sí mismo y en lo demás le dispensa de crear: de transformar nada en algo. Al hombre solitario todo le falta, todo le es falta. El solitario, en la egestad de todo, en su profunda indiferencia, tiene miedo a no sentir; en el silencio de todo, tiene miedo a estar sordo, a haber enmudecido. El solitario tiene miedo a estar muerto. Un hambre radical de ser en sí mismo le induce a un acto de afirmación: afirmación de sentimiento y afirmación de palabra. Sin contraste con otro sentir ni otra voz, su sensibilidad y su voz, superando la cruel disciplina de la soledad y el silencio, surgen mayores -porque incontrastadas- y mejores -porque disciplinadas-.

El poeta -podríamos intentar definir- es aquel hombre que sabe, puede y quiere crear de la soledad, en el silencio de la soledad, la plenitud de la palabra. Innúmeras veces se ha dicho que el poeta es un pequeño dios y creo que esta arrogancia sólo puede interpretarse partiendo de esa situación inicial del poeta en la nada de la soledad. Como Dios crea el mundo de la nada para recrearse en su propia obra y que la creación cante su gloria, el poeta crea su obra de su soledad para recrearse en aquélla y que aquélla le redima.

¿Cómo puede, sin embargo, el que ha incidido en soledad, ha sentido miedo en ella y ha transformado ese miedo con su propia obra reincidir en la soledad, buscarla, amarla? Los más huyen de ella, los menos la aceptan de buen grado. ¿Por qué sólo él es capaz de amarla?

Aquel que ha aprendido una vez a transfigurar su soledad consigo mismo jamás puede perder el privilegio de saber transfigurarla. Esta intrínseca transfiguración de la soledad -difícil como nada- hace palidecer todo otro esfuerzo, cuanto menos esos fáciles regalos de dicha o de infortunio que, solicitados o temidos, la vida otorga. La soledad es el amor más difícil. Una vez que se salió victorioso en él no es dable olvidarlo, serle infiel.

«Multitude: solitude: termes égaux et convertibles par le poète actif et fécond. Qui ne sait pas peupler sa solitude, ne sait pas non plus être seul dans une foule affairée» -dice Baudelaire- (Le spleen de Paris: Les foules). En esas palabras quedan justamente mencionadas aquellas dos maneras de soledad que dijimos más auténticas: la soledad individual absoluta y la sufrida entre los otros. El poeta, poblando la soledad con su exceso de afecto retenido y con su voz, purgada en el silencio, vence la nada principal en que estaba. En medio de la multitud, en cambio, se interna dentro de sí mismo para estar solo y salvar del ruido y de la dispersión su palabra y su sentimiento.

Y ese poeta, que tal escribía, no era capaz de permanecer solo una hora y calificaba la soledad de «atroz» y «desesperante» (J. P. Sartre: Baudelaire, París, 1947, pág. 62). ¿No queda patente así lo paradójico de la soledad: su pobreza y su opulencia?

Para transfigurar la soledad, para hacerla rica es necesario poseer un espíritu fuerte y generoso que levante las cosas y las reminiscencias, mediante un salvador conjuro, a presencia animada y favorable. Si esa profundización y exaltación de las cosas y del mundo recordado no tiene lugar, si las cosas y recuerdos yacen neutros ante una mirada pasiva u hostil el solitario se halla en riesgo de anonadamiento, de aniquilación. Y aquí se revela la gran miseria, la incalculable indigencia que puede significar la soledad.

Pero así como hay una soledad pobre y una soledad rica -esta última sería la soledad del alma religiosa ante Dios-, así hay también una soledad, la verdaderamente «vivida», que es pobre hasta el terror y desde el terror caudalosa. De esa primera pobreza brota precisamente el sentimiento de deficiencia y miedo de que hemos hablado, y este sentimiento es la causa del último enriquecimiento.

Kafka, gran solitario, ha puesto en opinión de un personaje de su diario la siguiente observación: «la seriedad plantea naturalmente a los hombres mayores exigencias, y es evidente que en compañía de amigos también se es capaz de satisfacer exigencias mayores que estando solo» (F. Kafka, Tagebücher, edic. 1951, pág. 62). El mundo social que rodea al hombre es siempre un estímulo más que una rémora para actuar; invita, pide, exige, apresura, juzga. Pero la soledad no reclama nada. Por eso hacer algo en soledad, hacer algo creativo en soledad escogida, supone un obrar gratuito, imponderablemente generoso, casi divino.

Falta de estímulos, carencia de juicio ajeno, ausencia del mundo cotidiano, frigidez sentimental y tantas otras circunstancias de la soledad confluyen hacia aquella miseria y aquel miedo aludidos. A lo que podemos añadir por coronamiento lo que Sartre (op. cit., pág. 61) llama la ley de la soledad: «La loi de la solitude... pourrait s'exprimer de la sorte: aucun homme ne peut se décharger du soin de justifier son existence».

Cuanto más intenso es el miedo en la soledad a tanta mayor altura puede ascender la fuerza creadora del solitario. El poeta, en este punto, no es aquel que no siente miedo a la soledad y por eso la ama y se halla feliz en ella, sino aquel que más hondamente vive el miedo de la soledad y por eso la transfigura creando y, como vencedor, aprende a amarla. Así el buen soldado prefiere siempre el enemigo más difícil.

Ha habido poetas soledosos y poetas no soledosos. La conducta social o huraña del poeta como hombre privado no importa aquí. Lo decisivo, lo que no falta en ningún gran poeta es la capacidad de escoger la soledad, temerla hasta el fondo y transformarla poéticamente, es decir, creadoramente.

Entre los líricos que han hecho de la soledad atmósfera propia de la poesía, ninguno como Rilke, quien en sus cartas al joven Kappus llega a escribir en términos de máxima: «Pero lo que hace falta es sólo esto: soledad, una gran soledad interior. Entrar en sí y durante horas no encontrar a nadie. Esto hay que poder conseguirlo. Estar solo, como de niños estábamos solos cuando los mayores andaban de acá para allá metidos en cosas que parecían grandes e importantes puesto que ellos tenían un aire tan ocupado y nosotros no comprendíamos nada de su obrar» (R. M. Rilke, Briefe an einen jungen Dichter, Insel-Bücherei, 1951, pág. 32).

Como gran peso, como áspero, largo camino aparece en Rilke la soledad: como lo difícil, ámbito en donde -separado de la vida- crece lentamente «la gran labor». Pero acaso en ningún lírico merece esta atroz soledad tal veneración, tal categoría de medio imprescindible como en él.

¿En qué estriba la riqueza final de esta soledad del poeta? Pobreza, terror y, al final, como victoria, un gran esplendor que paga. Hay en ello como un proceso místico: una vía purgativa de miseria, una vía iluminativa que abre el miedo y una vía unitiva con las cosas, los destinos humanos y el todo del universo. Porque el poeta, hombre afectivo, se halla solo, es por lo que su potencia de sentir, encauzada en sí misma, sube segura por fibras que no se rompen, savia pujante. El silencio, medio de las palabras, como el espacio lo es de las cosas, hace al alma anhelosa de armonía más que ninguna melodía del mundo. Y la mirada se aplica a la naturaleza, descuidada por el hombre común, sorprendiendo secretas bellezas y correspondencias de la creación que para nosotros, en el tráfago diario, permanecen por entero ignoradas.

Infinidad de poetas podrían servirnos de ejemplo para ilustrar esos tres grados del proceso poético en lo que éste tiene de gradación de estados sucesivos en el poeta: falta, miedo y plenitud. Pero baste aludir a algunos nombres y algunos rasgos: el «horror vacui» virginal de Mallarmé ante la página blanca, la desolada lucidez de Valéry, las vivencias de miedo, más soñadas que propiamente vividas, de Rilke como Malte Laurids Brigge, la vena, el entusiasmo, el desvarío de un Tasso, de un Hölderlin, del mismo Rilke en Muzot...

En el primer estadio el artista se siente empobrecido y estéril. La limitación que comporta la soledad, su consecuente ausencia, la raíz de egotismo superior que la nutre parecen de momento un defecto absoluto y, por lo que significa de incumplimiento de caridad, un pecado. Quejoso de sí mismo por esta evasión soberbia o cobarde, a punto de anegarse en su nada, incipientemente embriagado de este veneno, accede poco a poco a un segundo camino, andando el cual todo empieza a mostrársele hondo, misterioso y grave como nunca. La tierra, el mundo, la humanidad, la vida y la muerte, libres de la «poca importancia» que les presta el convenio del hombre cotidiano, se empañan de una sagrada niebla de misterio o fulgen en una sagrada luz de insólitas claridades. El orbe de lo natural sólo se contempla puramente en tal soledad. El ámbito complejo de lo humano sólo alcanza verdades de valor absoluto en tal soledad. En el seno de ella la creación revela al poeta su orden o su absurdo. Ante uno u otro, absorto en tal revelación, el poeta se encuentra pisando una linde peligrosa, y el miedo a haber perdido el terreno que todos pisan y que él reconoce le sobrecoge. Concitando su poder sentimental, su voz y su mirada luminosa para vencer tal miedo, ya no regresará a la atmósfera común sin traer un botín único de pasión, armonía y secreto desnudo.

Mientras el hombre común se afana en quitar importancia a las cosas que la tienen y en dar importancia a aquellas que no la tienen, a fin de poder vivir -y está en su razón, porque vivir «feliz» parece consistir en eso-, el poeta elige otro camino, el más difícil: omitir lo trivial y cargar de transcendencia lo transcendente. En tal empeño ascético llega a obtener luces parciales del gran todo desconocido.

Pero la victoria no está sólo en la obra, en el término de ese proceso, en su fruto final. La verdadera victoria del solitario creador sucede en él mismo. Habiéndose alejado de los otros para atender a la revelación de otro mundo, retorna a los otros conociéndolos y amándolos mejor. Su pecado de caridad, pagado con una larga penitencia de miseria y terror en el esfuerzo, le lleva a una reconciliación total con los hombres. Una pura compasión humana es el término de su aventura solitaria: compasión consigo mismo y compasión con los otros. Y un sentimiento de profunda y humilde compasión es el principio, si no el todo, de la verdadera caridad.

Heidelberg, septiembre, 1953.





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