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«Su único hijo» versus «La Regenta»: una clave espiritualista


Juan Oleza





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El día en el que el aliento del diablo estuvo a punto de convertir una celebración de Semana Santa en una fiesta dionisíaca, aquel día en que la jueza de aquella ciudad vetusta «sintió antojos de algo extraordinario [...]; algo, en fin, que no fuera el juez del distrito; algo que estuviera fuera del orden»1, y justo en el momento en que el mismo deseo, indefinido por lo mismo que inconfesable, empujaba hacia ella al joven magistral y al «caballero de elegante porte», semejantes los dos «como una gota a otra gota», desdoblamiento como son del mismo principio masculino de la seducción, un «hermoso arcángel» se cruzó de por medio y la atmósfera cargada de lujuria por el diablo reventó en el estruendo de las carracas. Aquel día en que «la jueza y el magistral estuvieron a punto de perderse» no pasó nada. La maquinación satánica se disolvió en diablura. No fue posible la tragedia, la había impedido el hijo.

Cuatro años más tarde no había hijo ni carracas, y eso costó a la comunidad vetustense la muerte en duelo del antiguo regente, el exilio del mejor espécimen de prohombre de la Restauración, la caída y ruina de la única esposa honesta de la ciudad, y hasta es casi seguro que la condenación eterna de un candidato a obispo. Clarín condenaba tanta catástrofe con el beso de sapo que un acólito con aires de «meretriz de calleja» o de «sirena de cuartel» arrastraba sobre los   —422→   labios de una pobre histérica desmayada, y esa era la sarcástica respuesta del Clarín de 1884 a lejanas ilusiones infantiles como aquella de la bella durmiente o aquella otra del sapo-príncipe que un beso rescata del maligno encantamiento.

Diez años más tarde, en Los lunes del Imparcial, sacaba Clarín a la palestra esa otra imagen de sí mismo, ya nada ironizada, que es el doctor Glauben, profesor universitario de filosofía. El narrador-discípulo prestará la fascinada oreja al secreto del sistema filosófico del maestro: la orfandad de los hijos de la carne, símbolo del desamparo cósmico de los hombres, exige como imperativo categórico una Paternidad universal. Lo contrario sería monstruoso. «No se fíe usted del todo. Puedo... puedo estar equivocado... Pero cuando usted tenga hijos... crea usted en Dios Padre»2. Como en el Evangelio, el Hijo revela al Padre, y en esta revelación el mundo cobra sentido y redención. Así lo declarará otro intelectual con hijos, don Jorge Arial, un año antes, en 1893: «Si hay Dios, todo está bien. Si no hay Dios, todo está mal»3. Y así reverberará en la loca envidia del diablo, prisionero de su esterilidad, aquella noche mala en que descubrió su diferencia respecto a Dios: «Yo no tengo Verbo, yo no tengo Hijo... Yo me inutilizaré, me haré despreciable, llegaré a verme paralítico, en un rincón del infierno, sin poder mostrarme al mundo... y mi hijo no ocupará mi puesto. ¡El gran rey de los abismos no tiene heredero!»4. Y la doctrina vuelve a formularse en el «viaje redondo» que aquel hijo lleno de dudas realiza, con la medición de su madre, hasta la fe de sus mayores, y en el que el milagro de la revelación sobreviene al comprender el horror de la naturaleza «como una infinita orfandad», y al sentir que «el universo sin padre, daba espanto por lo azaroso de su suerte»5.

Pero antes de todos estos relatos y sin embargo después del vomitivo desenlace de Vetusta, una gestación penosa que se arrastra llena de vacilaciones a lo largo de cinco años engendra por fin Su único hijo, la primera respuesta global al desastre de La Regenta, si bien alternada con la de algunos relatos, como Superchería y Doña Berta, y preparando el terreno de otros, en los que esa respuesta adquirirá mayor nitidez y contundencia, es cierto, pero perderá la fascinada complejidad con que se abre paso a la vez en la conciencia del personaje y del sorprendido narrador de Su único hijo. En 1891 Bonis es anunciado padre y entonces se revela a sí mismo como hijo, recupera a su padre, y vislumbra aquella   —423→   cadena de generaciones de hijos y de padres, que acogida al calor de las tradiciones de la Iglesia, especie de matriz cósmica y especialmente española (en cuanto católica), devuelve la sensatez a la historia y testimonia la providencial centinela del Padre. Pero a su vez, al promover en Bonifacio Reyes el sacerdocio de la paternidad, redime su vida y le proporciona una fe y un objetivo.

Sólo que antes de todo esto tenían que ocurrir muchas cosas.

Si Clarín escribió su novela a estirones -cosa que confiesa en carta a Galdós6 y que podemos comprobar mes a mes en el precioso epistolario con sus editores7- esas primeras cuarenta cuartillas que declara haber entregado antes de abril del 89, han de corresponderse con los tres primeros capítulos y con la parte del cuarto anterior al anuncio de la llegada de la compañía de ópera, como han anotado J. Blanquat y J. F. Botrel.8 Pero este bloque, cuya autonomía había advertido C. Richmond,9 no es sólo el espacio de los materiales ordenados producto de la observación que exigía el método experimental. Es mucho más: siendo como es la prehistoria de la acción es una historia completa en sí misma. La historia por la cual un humilde pasante de abogado es engatusado, raptado,10 arrestado por la guardia civil, más o menos deportado a Puebla (México), donde «vivía triste y pobre, pero callado, tranquilo, resignado con su suerte»11 hasta que es recuperado de nuevo por la metrópoli, casado con Emma, reducido a la condición de enfermero-masajista y, finalmente, fagocitado por el clan de los Valcárcel. Es la historia de un hombre expropiado. Su único atributo personal -si escondemos sus emblemáticas zapatillas- es la flauta, y hasta la flauta pertenecía a D. Diego Valcárcel. La prehistoria de Su único hijo es la historia de cómo el bueno de Bonis vino a parar en mucamo de Emma, y privado de identidad sobrevive resignado.

La historia que después vendrá es la de la recuperación de la identidad perdida. El bueno de Bonis la inicia fascinado por el espejismo de la vida bohemia del artista y las novelerías de la pasión romántica. Como ha explicado brillantemente García Sarriá, la confusión de caricias entre la pasión romántica y la lujuria extemporáneamente inflamada entre las propias sábanas conyugales, dará al traste con esta primera etapa de su búsqueda.12 Al igualar las caricias a esposa y amante, en el pobre cerebro de Bonis todo viene a resultar en una única, confusa y nada romántica orgía.

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Clarín aprendió en Fortunata y Jacinta el trasvase de valores entre las antagonistas, y si en Galdós la mujer-orden, la burguesa, el matrimonio, Jacinta, necesita a la mujer-naturaleza, el pueblo, la pasión, Fortunata, y ésta a su vez a aquélla, y el desenlace sólo puede producirse cuando una de las dos asume a la otra, a través del hijo, en Clarín la esposa absorbe los valores de la amante, mientras que la amante se aburguesa y aspira a la legitimidad, pero esto no es una síntesis sino una confusión de valores y la dolce vita de alemanes, italianos, Reyes y Valcárceles, esposas y amantes, tíos y sobrinos, en que esa confusión prolifera y se multiplica, y acabará por despertar en Bonis al hombre de familia, y con él la necesidad de un orden restablecido aunque nuevo.

Hace falta el milagro, o la revelación súbita, como hizo falta en Viaje redondo, en Vario, en Cambio de luz, en Doña Berta, en La conversión de Chiripa, en Un grabado, en El frío del Papa, relatos en los que una súbita iluminación cambia un día el rumbo del destino y de las creencias de los personajes. En Su único hijo se trata, y es bien sabido, de la Anunciación milagrosa del hijo, sobrevenida paradójicamente en medio de la más mundana ceremonia de la confusión.

Es entonces cuando se entra en la fase definitiva de la recuperación de la identidad perdida. La pasión ha cumplido su papel engendrando el hijo, pero ahora debe desaparecer para dejarle su sitio. El hombre sin atributos se transforma en el hombre-idea, y Bonis se nutre exclusivamente de «su idea» como Doña Berta de la suya o como Fortunata de aquella «pícara idea» con que se ratificaba. El proyecto de la vida es la esencia misma de la vida: el ser y el hacerse, o el ser y el querer ser de Bonis se identifican de manera asombrosa. El hombre apático, ese descendiente asturiano de Oblomov, se transforma en héroe de voluntad, aunque le falte la nietzscheana pasión de poder.

La filosofía que abriga el proyecto es, bien lo sabemos, la religión de la familia, y sobre ella se articula la respuesta de Clarín a la derrota de Ana Ozores, a la vez que por su mediación Clarín asume las exigencias ideológicas del espiritualismo.

La religión de la familia aparecía someramente enunciada en La Regenta, y curiosamente por el único ateo de Vetusta, quien en el cap. XXVI se confiesa: «Al fin hay una religión, la del hogar»13. Pero aparecía sobre todo como agujero negro, como doctrina no nacida cuya necesidad se hacía angustiosa,   —425→   como confusa nebulosa hacia la que se dirigen las interrogaciones de Ana, de Guimarán, de De Pas y hasta de Frígilis, y allí se pierden. Baste recordar cómo Ana manifiesta siempre su dolorida e intensa emotividad por medio de relaciones de parentesco. Desde D. Víctor al Magistral, todos son parientes. Pero en la medida en que no existe como respuesta global a la angustia del vivir humano y en la medida en que la pasión amorosa y la mística se interfieren como únicas respuestas posibles, y excluyentes, la religión de la familia no es más que el hueco que deja una utopía informulada.

En Su único hijo conocemos bien la precisión con que es formulada en el cap. XVI,14 desde su enunciación hímnica como «¡La cadena de los padres y los hijos!» hasta el engendramiento de toda una política derivada de ella, la del «sacerdocio del padre»: «El deber de padre, el amor de padre, es para mí lo absoluto»15. Es la misma política que ponen en práctica o teorizan otros padres y madres clarinianos: Doña Berta, D. Jorge Arial, Aurelio Marco el de La yernocracia, el doctor Glauben, o la madre del Viaje redondo.

No es este el lugar para ahondar sobre la configuración, las ocurrencias y las implicaciones de esta concepción, tan dominante en la ideología del Clarín maduro. Quede para otro momento. Me interesa ahora avanzar sobre el cuadro teórico-práctico en que esta respuesta positiva al desastre de La Regenta se hace posible. Comprender las condiciones en que pudo ser formulada y en que apareció como convincente. Y ello no puede conseguirse sin recurrir a un modelo espiritualista de pensamiento, en el que evidentemente se gesta, y a la vez a la hipótesis de que Clarín tuvo en mente un modelo espiritualista de novela. No se trata de postular un modelo programático, a la manera del de la novela histórica o del de la naturalista. Para trazarlo hemos rastreado en tres fuentes, con esa triple intertextualidad que reclamaba Mitterand para Zola.16 En la lógica conflictiva de una serie de novelas muy citadas por Alas entre 1887 y 1901, con especial insistencia en los años de gestación de Su único hijo, con el objeto de deducir los tipos de conflictos básicos que estas novelas se planteaban y el tipo de respuestas que elaboraban. Hemos seguido también, paso a paso, las reflexiones ideológicas y las conexiones con la filosofía espiritualista de fin de siglo, a la que Clarín se entregó tan vigorosamente. Finalmente hemos analizado las expectativas críticas del propio Clarín, pues un lector de vocación tan internacionalista como él compara continuamente   —426→   a los novelistas españoles, y especialmente a Galdós, con novelistas francesas como P. Bourget, E. Rod o P. Marguerite, y con rusos como Tolstoy, Turguenev, Gogol o Dostoyevski. No hay influencia directa, dice, pero indiscutiblemente las novelas de Galdós, a partir de Realidad, le parecen «un reflejo español de esa nueva etapa, a lo menos de su anuncio, a que llega el arte contemporáneo».17 A fin de cuentas, «causas análogas producen efectos análogos, y los cambios de su novela obedecen a las influencias sociales, y particularmente estéticas a que obedecen variaciones semejantes en otros países»18. Sobre esta base es posible reconstruir hoy lo que Clarín percibió como una nueva fórmula novelística en los años mismos en que escribía Su único hijo.

En este artículo nos centraremos pues en esa percepción, dejando para otros momentos la vía de la práctica novelesca del momento y la del reflejo de la filosofía espiritualista en el pensamiento de Clarín.

Con la etiqueta de «naturalismo espiritual», utilizada por Huysmans en A rebours y por Galdós en el cap. CI de Fortunata y Jacinta, y con el confuso batiburrillo que D.ª Emilia dedicó a Rusia y al «elemento espiritualista de la novela rusa», salían a declaración los más espectaculares -ya que no los primeros- signos externos de un cambio de expectativa sobre la novela en España.

Conocemos bien cual es la posición de Alas en estos años respecto al naturalismo. Desde la publicación de Fortunata, que tanto le jaleara privadamente a Galdós, Clarín había pasado a una reivindicación a la defensiva del naturalismo, que se acentúa con la aparición en 1890 de Realidad, comentando la cual reconoce que el naturalismo «no significa hoy ya una revolución que se prepara o que ahora vence sino una revolución pasada».19 A causa de ello, Clarín moviliza una doble estrategia: por un lado, desmarcar del naturalismo y de Zola los excesos de escuela, sus implicaciones filosóficas y cientifistas, en suma, y esforzarse, por el otro, en hacer desaparecer la incompatibilidad del naturalismo con las nuevas corrientes: «las nuevas corrientes no van contra lo que el naturalismo afirmó y reformó, sino contra sus negaciones, contra sus límites arbitrarios»20.

Pero simultáneamente, incluso superpuestamente, a este naturalismo tan numantino como revisionista, se abre paso en Clarín la conciencia de unas nuevas corrientes ideológico-literarias, muy confusas en su percepción inicial, pero que tienen   —427→   el denominador común de la religiosidad y de un nuevo idealismo, y que se despliegan tanto en la filosofía, hacia una «futura metafísica», como en el arte, hacia un «futuro idealismo».21 El fenómeno es ya clásico en Rusia, pero se nota también pujante «en las letras de París»22 y asimismo ha comenzado en España de la mano, como siempre, de Galdós. En carta de 17 de junio de 1891, mientras Clarín acaba Su único hijo, le escribe a Galdós: «Me dice Vd. no sé qué de espiritualismo, y por lo que se barruntaba en el primer tomo, y por lo que me han dicho y por lo que he visto mirando las hojas interiores del 3.er tomo se me figura entenderlo y creo que ha de gustarme mucho todo esto».23 Clarín, que reconoce como un nuevo «oportunismo» histórico estas corrientes, no incompatibles con el naturalismo, las describe como producto «de esa idealidad nueva, de ese anhelo sincero de espiritualidad reformada», que se refleja también en la literatura.24

Aunque el importante artículo en que aparece compacta la constatación de estas nuevas corrientes lleva por título «La novela novelesca»25 Clarín rehuye una y otra vez toda precisión sobre las posibles novedades narrativas. Los ejemplos que aporta no son de novelistas, como en los casos de Menéndez y Pelayo, o de Rafael Altamira, y a la más mínima ocasión se olvida de contestar la encuesta de El Heraldo de Madrid sobre la novela novelesca postulada por Prevost desde Francia, y se enzarza con una de sus más queridas bestias negras de los años posteriores al caso de La España Moderna, me refiero, claro está, a doña Emilia, contra quien se lanza a apostrofar:

¿Sabe usted por dónde veo yo que se acerca la unión de las almas nobles de uno y otro bando? Por el dulce nombre de Jesús, señora. Hay sacerdotes ahora que escriben la historia de Cristo a lo humano, sin que pierda nada de lo divino, y hay libre-pensadores que la escriben sin dejar de ser científicos, con la intuición de lo misterioso, de que, en efecto, está penetrada.

Renan, el glorioso Renan, a quien Dumas, con razón, en sus inspiradas palabras coloca en el pedúnculo primero de este movimiento ideal de que trato, dio el primer paso con su Historia de Jesús, con sus Apóstoles y su San Pablo, tan mal comprendidos por los fanáticos de una y otra parte; y ahora, sea emulando su arte, sea con otro propósito, aparecen historias de Jesús como la del Padre Didón, que profundiza   —428→   los elementos naturales y sociales de la vida del Nazareno y de la influencia de su obra en el mundo; como la del inglés Eclershein, también sacerdote, aunque no católico, que escribe de la vida y de los tiempos del Mesías, y estudia también el valor del medio geográfico, étnico, etc., etc., en la vida de Jesús; como la del alemán Hugo Delff (Historia del Rabbi Jesús de Nazareth), el cual, aunque libre-pensador, llega a decir que «la voz de Jesús resuena todavía hoy viva en la conciencia, y en ella obra su espíritu». Este mismo Delff, que, como dice Chiapelli, no participa de los compromisos teológicos de los sacerdotes nombrados, considera a Jesús «como un genio, como un héroe religioso y moral, uno con Dios, y sus palabras son palabras de Dios, y sus obras, obras de Dios. En sentido análogo se expresa Tolstoï, yo creo que cualquier alma serena y bien sentida, que, sin fanatismo positivo ni negativo, se acerque a la figura de Jesús y medite en la misteriosa influencia de su personalidad y de su ejemplo y doctrina sobre la sociedad y sobre el individuo, no podrá menos de reconocer allí, sin salir de lo natural, una misteriosa y singular exaltación de la conciencia humana a la comunicación con lo ideal, algo único en la historia, y, como dice Carlyle, «la voz más alta que fue oída jamás sobre la tierra...» ¡Carlyle! El poeta-crítico de Odino y de Mahoma, es también el que dijo, aludiendo a Jesús: «El más grande de los Héroes es Uno que no nombraremos aquí. ¡Que un silencio sagrado medite sobre esta materia sagrada!...» «El acontecimiento más importante de los cumplidos en el mundo, está en la Vida y en la Muerte del Hombre Divino en Judea [...]».26



La cita es larga más creo que bien sintomática. Las nuevas corrientes tienen como base un espíritu ecumenista que religa a cristianos ortodoxos y librepensadores,27 y es protagonizado por la idea de Jesucristo, pero de un Jesucristo supremamente humano, a la manera de Renan, y heroico, a la de Carlyle. García Sarriá ha visto con clarividencia hasta qué punto Su único hijo, desde el título mismo hasta la simbología narrativa, es manifestación literaria de esta obsesión del Clarín maduro: un Jesucristo que no puede ser más que humano, porque la razón y la ciencia no pueden aceptarlo de otra manera, pero cuyo sacrificio presupone la existencia del Padre todopoderoso y da soporte a la exaltación mística de la conciencia humana hacia lo ideal.

No puedo detenerme aquí en analizar cuan profundamente motivado en las lecturas y los intereses del Clarín maduro   —429→   estaba este nuevo idealismo, que si bien superaba el cientifismo del siglo lo hacía contando con sus conquistas, este nuevo cristianismo que lejos de ser un regreso a la ortodoxia heredada implicaba un compromiso con el librepensamiento. Y. Lissorgues ha buceado en este campo. Yo me remito al cap. 5.º de su libro28 y a tres piezas claves en la evolución de la ideología espiritualista de Clarín: la «revista literaria» de noviembre de 1889 sobre la Unión Católica, de D. Víctor Díaz Ordóñez (Ensayos y Revistas, pp. 185-219), el denso Folleto VII, Un discurso, que disputa el tiempo de Clarín a Su único hijo en el último año de redacción de la novela, y que es el mejor transfondo ideológico de ésta, y por último el eco de las perdidas conferencias sobre las «Teorías religiosas de la filosofía novísima», impartidas en la Escuela de Estudios Superiores, del Ateneo de Madrid, en noviembre-diciembre de 1897, y en las cuales aparecen como protagonistas los nombres de algunos de los filósofos franceses y alemanes que hegemonizaron el potente movimiento espiritualista de fin de siglo: Charles Renouvier, Émile Boutroux, African Spir o Henri Bergson. Con ellos se consuma el asalto final al positivismo, incluso en el caso de aquellos que, como Renouvier, lo asumieron en parte.

Es el momento en que, coincidentes con el espiritualismo filosófico, se renovaban asimismo profundas corrientes intuicionistas, vitalistas y anti-racionalistas que ponían en cuestión la otra gran corriente del pensamiento burgués del XIX, que tanto había influido en España: el idealismo hegueliano. No es casualidad, por tanto, que el Clarín maduro multiplique las citas de Schopenhauer (reivindicado en esos años), o que se asome tan fascinado como repelido a Nietzsche,29 o que intuya los estudios de Freud sobre la histeria. El neoidealismo de fin de siglo combate a la vez el idealismo y el positivismo, en la medida en que ambos son racionalistas y cientifistas, y converge con el espiritualismo en la subversión de los valores liberales y en el asalto a la razón burguesa.

Si de las corrientes ideológicas pasamos al modo novelesco que había de corresponderles, las reflexiones teórico-generales de Clarín se hacen vagas, aunque su percepción crítica se agudiza extraordinariamente ante las obras concretas.

En la concepción de Clarín es evidente la raíz rusa de la nueva novelística. En carta a Galdós de abril de 1887, cuando aún no ha leído Fortunata y Jacinta, Clarín ya confiesa: «Ahora vivo en Rusia, enamorado de Gogol y de Tolstoy ¡Qué   —430→   es Guerra y Paz! ¡Léala Vd. si no la ha leído!»30. Tolstoy, Renan, Schopenhauer: estos son los autores que le fascinan en esos momentos críticos. La fascinación de Clarín por la novela rusa y en especial por Tolstoy durará ya hasta el final de su vida, nunca mejor dicho, pues su último año, el de 1901, será el de la solemne sustitución del que ha sido su gran modelo literario, Zola, por el que lo es ahora, Tolstoy. El Clarín cercano a la muerte alza su dedo iracundo contra Zola y amontona sobre él las acusaciones: sectario, sociólogo, sensualista, hedonista, ácrata fanático, revolucionario irreflexivo, dogmático...

También el Tolstoy de Resurrección es sociólogo y tendencioso, pero «el artista no ha perdido nada, por culpa del sociólogo». Y además, en Tolstoy hay algo muy superior al sociólogo y que está al nivel del artista: «el apóstol, el hombre religioso lleno de santa unción».31 Por ello Resurrección no ha perdido en fuerza estética respecto a Guerra y Paz y Ana Karenina, sus obras maestras: «es más poeta, más artista que nunca, sin querer; porque la gracia que Dios ha querido llevar a su corazón, también la derrama sobre su arte».32 Resurrección sería pues el triunfo total, pleno, de ese nuevo arte representativo de la religiosidad y el espiritualismo que Clarín comenzara a teorizar en 1887, del mismo modo que Trabajo de Zola sería el hundimiento final del positivismo y del utilitarismo del siglo que agoniza. Ambas novelas manifiestan simbólicamente aquella disyuntiva ideológica que Clarín plantea con cristalina transparencia: ante preguntas como ¿qué hacer?, ¿cómo vivir?, ¿cómo transformar la realidad?, tan acuciantes a finales de siglo, el hombre, y con él el artista, puede optar entre el modelo del revolucionario y el del santo. Así lo ha leído en Resurrección y así enriquece la idea con su propia cosecha de palabras:

Los reformadores sociales, los de buena fe, los que por real amor a la humanidad aspiran a cambiar la vida pública, corrigiendo sus defectos, buscando en nuevos procedimientos e ideales, el progreso de la sociedad, pueden seguir dos caminos. O dedicarse directa, inmediatamente a procurar en la sociedad misma que les rodea ese cambio, esa reforma, sin empezar por examinarse a sí propios y prepararse a su apostolado con la reforma, con el perfeccionamiento de sí mismos; o abstenerse de reformar a los demás, de influir en el medio social, hasta encontrarse dignos de tan   —431→   magna obra, mediante reforma interior, austera educación del alma, para ponerla en estado de poder servir de veras a la mejora social, merced a obras y acciones que supongan equilibrio moral, lucidez y serenidad de espíritu, fundadas en la virtud sólida, en el dominio enérgico de las propias pasiones. El primer camino es el que suelen seguir la inmensa mayoría de los reformistas; se puede decir que fue Cristo quien enseñó a la humanidad a seguir el segundo, por más que hasta ahora no hayan continuado muchos por tan ardua propedéutica.

Si se compara, por ejemplo, la vida de los grandes santos, que además fueron reformistas sociales, con la vida de los grandes revolucionarios, se verá, en general, que, estos últimos, atendieron mucho más a la perfección de la sociedad que a la suya propia; pensaron mucho más en los vicios sociales, que en los de su incumbencia. En los otros, en los santos, se ve el cuidado esencial de la propia conducta; no ya en ciertas virtudes cívicas, que también los reformistas de otro género suelen tener, sino en el esmero de la vida interior, de las virtudes íntimas, base de la sólida caridad.33



Es obvio para Clarín que Tolstoy se inclina por el modelo del santo:

Tolstoy es revolucionario, reformista de esta clase; la mayor parte de ácratas, anarquistas y libertarios del día suelen ser de la otra. Tolstoy es de los que empiezan por la propia reforma, por la disciplina interior, tanto en su vida real, como en su teoría, representada por la acción de sus personajes.34



Y lo mismo hará Clarín.

Sin embargo, cuando Clarín comienza a reflexionar sobre el espiritualismo en literatura, allá por 1887, los estímulos no llegan sólo de Rusia. Ya hemos visto cómo la filosofía novísima de la que habla es fundamentalmente francesa, de Renan a Bergson. Y también hay una novela que responde a ella, representada por escritores como P. Bourget, P. Marguerite o E. Rod. Despreciada a las primeras de cambio la pretensión de que la nueva novela sea más novelesca por más cargada de peripecia, Clarín va a sacar tres notas básicas de esa nueva novela que se vislumbra como respuesta a las corrientes neoidealistas. La primera es el sentimentalismo: «Novelesca no en el sentido de una más amplia fábula, sino de mayor expresión de la vida del sentimiento».35 Podría ser oportuno recordar   —432→   aquí que esta idea aflora una y otra vez en las cartas de Alas a Fernando Fe, en las que confiesa querer escribir una novela llamada Su único hijo, que «no será nada verde, o casi nada, y en cambio sentimental de buena manera y muy propia para derramar lágrimas dulces alrededor de la chimenea de familia», y que además será muy diferente de La Regenta.36 Sin embargo, en marzo de 1891 es bien consciente de que no le ha salido la novela ni tan sentimental ni tan accesible como esperaba en 1885, y confiesa ahora a Fernández Lasanta: «Tengo esperanzas de que guste algo a los delicados. El público grande no sé como la acogerá».37 Este sentimentalismo que él reclamaba a la novela es bien patente, sin embargo, en la casi simultánea Doña Berta, de la que tan orgulloso se mostrara Clarín ante su editor. («Doña Berta es, para mi gusto, lo más artístico que he escrito yo hasta ahora»38) y sobre todo en los cuentos que abren el libro de relatos de 1893: El Señor (1892) y Cambio de luz (1893), sin duda relacionados ambos, por su falta de contención artística y por el exceso de vehemencia sentimental, con el punto más alto de la crisis espiritual del propio Clarín, que si es cierto que debe adelantarse y extenderse mucho, como han propuesto diversos críticos, parece por estos relatos que tuvo su epicentro hacia finales del 92 y principios del 93, como suponía J. A. Cabezas.

Las otras notas requeridas serán la poesía y la psicología «la saludable reacción que en varias literaturas se nota en favor de la novela psicológica».39 Esta novela psicológica, mal llamada de análisis, tiene su tradición en los Stendhal, Constant y Saint Beuve, y se revitaliza con los Marguerite, Rosny, Rod y, sobre todo, Bourget. Aparte; claro está, del misticismo que reclamaba Brunetière.40 En resumen, pues, Clarín buscaba «novelistas, poetas, psicólogos, sentimentales y piadosos».41

Pero si en sus artículos de reflexión general sobre la nueva novela espiritualista Clarín, contaminado del desconcierto general que sigue a la crisis del naturalismo, no va más allá de estas notas genéricas, en sus artículos de crítica de aquellos años va sacando a flote toda una nebulosa de formas, personajes, temas y conflictos, que podrían diseñar un posible modelo espiritualista de novela, hasta hoy mismo poco o nada investigado en un nivel comparativo, nivel justamente en el que se movía Clarín.

Tal vez sea el estrato de la materia novelesca, de los temas   —433→   y de los valores movilizados, de las actitudes y motivos, del mundo en suma, lo que más claramente se define en este modelo espiritualista. La atmósfera de densas connotaciones religiosas es percibida por Clarín en las novelas de P. Bourget (Mensonges) tanto como en las de Tolstoy (Resurrección), y para su asombro en las del mismísimo Galdós, que ha evolucionado hasta «preocuparse con los grandes asuntos del misterio trascendental, de su aspecto religioso», como escribe comentando Torquemada en la cruz.42 En esta atmósfera de religiosidad es posible la mitificación de las relaciones familiares. Clarín la encuentra nada menos que en el Ramayana y en su querido Renan: «La historia me enternece; tantos esfuerzos, tantas generaciones muertas -dirá a Galdós en carta de abril de 1887-, caídas como los polichinelas de un teatro, tantos dramas y dibujos y colores no se sabe para qué gran misterio, hacen amar todo lo que pasó, sobre todo admirarlo, compadecerlo. Piense usted en la historia oyendo buena música y las lágrimas saltan al cerebro». Como le saltaron a Bonifacio Reyes al descubrir el gran refugio cósmico de la cadena de generaciones. Se explaya Clarín confesando que conoce a ateos y pesimistas que se acogen, como a un santuario de asilo, al amor de sus padres, de su mujer, de sus hijos. En el pesimismo más radical, si es sincero, se encuentra «un respeto incólume, como un último culto: el de los lares, cual si volviera el hombre, desengañado, a la religión primitiva de nuestras razas, que le decía 'Ama a los tuyos'».43 En esta atmósfera de religiosidad brotan insistentemente la figura de Jesús, su único hijo, y de san José, el padre intermediario: Clarín los entresaca de inmediato en Ángel Guerra, y le comenta a Galdós (carta de 17 de junio del 91): «He visto que habla usted de san José y del niño Jesús y mi Su único hijo también tiene algo de eso, de otra manera».

En esta atmósfera de religiosidad la solución de los conflictos pasa por «la muerte del egoísmo», como en Tolstoy (Amo y criado,44 Resurrección), por «el olvido del yo para dedicarnos al bien de los demás. Sólo puedo ser feliz cuando no busco mi felicidad en mí, sino en la felicidad de los demás. El mal que los demás me hagan, no es mal -para mí-, en cambio, lo es el que yo les haga a ellos».45 «Para el hombre no hay más dicha ni más destino que la abnegación. No hace falta la ciencia, ni otra fe, ni el trabajo, ni nada más que el amor que obra en beneficio de lo ajeno».46 Pero esta dicha es una forma dolorosa de felicidad y Clarín reivindica la sublime   —434→   belleza derivada del dolor cristiano, fruto de la abnegación, del sacrificio, de la pasión del deber. Clarín la encuentra en el mismísimo Zola de La terre, al que califica como «uno de los grandes poetas modernos del dolor»: «Eso que podría llamarse lo bello doloroso, fecundo fermento formado con miles de esperanzas e ilusiones disueltas, podridas, germen de una vaga aspiración humilde, en mi sentir cristiana, a lo menos cristiana según el cristianismo de la agonía sublime de la cruz».47 Y vuelve a encontrarlo en Trabajo, donde «las dulces amigas del héroe, los de las mujeres más hermosas, espiritualmente, que ha creado Zola, verdaderas mujeres del Evangelio (del cristiano), son bellas y grandes porque padecen, porque renuncian, por su abnegación, porque aman el dolor por el dolor».48 Emilia Pardo Bazán le habría aportado el recuerdo de Dostoyevski: «el dolor es su religión suprema; como su héroe el estudiante, se postra ante el sufrimiento ajeno».49 Pero sin duda una de las más clarividentes exposiciones argumentales de la filosofía del dolor redentor le corresponde al Clarín de Teresa, que contesta con la apoteosis del sacrificio y de la pasión del deber las tentaciones amorosas que hicieron caer a Ana Ozores.

Directamente vinculado a la religiosidad del modelo se encuentra el tema de la redención, mecanismo narrativo que centra muchas de estas novelas. Ya doña Emilia lo había descubierto con fascinación en Crimen y castigo de Dostoyevski, donde la niña a la vez prostituta y virgen redimirá con su amor al estudiante criminal y soberbio. De distinta manera, pero con una semejanza de fondo, Bonifacio Reyes encontrará el camino de su redención por el hijo y gracias a su querida, e historias de redención son las de María Blumengold en La rosa de oro, Doña Berta, El cura de Vericueto, El sustituto o Viaje redondo.

Las novelas espiritualistas se centran en conflictos de carácter ético, Clarín se cansa de advertirlo, y sus personajes están poseídos por la pasión del deber. Así, las novelas de Paul Bourget ofrecen al lector «un cuidado atento y solícito del bien moral, un respeto jamás declamatorio de la ley ética, una constante alusión implícita, como pudorosa, podría decirse, al santo deber, que necesariamente ha de tener un fundamento metafísico, sagrado, por recóndito que sea».50 Pero tal vez ninguna otra novela sea tan representativa de la índole de los conflictos narradores como Realidad, de Galdós, muy cercana por otra parte a las novelas de Rod y de Bourget, y   —435→   que se desarrolla «en la región completamente ultrasensible del álgebra moral, es decir, en la psicología ética [...]. La pasión del deber, esta es la materia prima».51 Y el personaje que más llama la atención de Clarín es Federico Viera, al que describe como «animal moral», y cuyo drama sintetiza para el lector: «se mata porque no puede transigir con la vida cuando ésta le pide transacciones a la conciencia». En esta novela, «un drama puramente ético pasa ante los ojos del lector», pues se trata de «una energía ética luchando con adversidades, defendiéndose con instintos y con tesoros de herencia».52

En muchas de estas novelas, tal vez por situar al lector en el corazón del drama ético, el crimen es un tema importante: «Como en Le disciple, en Realidad el asunto es un crimen; el fondo estético, la moralidad de los criminales».53 Clarín no profundizó en el mundo de Dostoyevski, pero Dª Emilia sin duda le recordó aquella «estética nueva, donde lo horrible es bello, lo desesperado consuela, lo inocente raya en sublime y donde las rameras enseñan el Evangelio, el presidio es escuela de compasión y elemento poético el grillete».54 Algo así encontró Clarín en Resurrección. Él mismo es consciente de que buena parte de la novela rusa busca su espacio en un mundo de desheredados y miserables, y no le fue nada difícil conectar con ella al autor de Pipá, Doña Berta, ¡Adiós Cordera!, La Ronca, Boroña, La conversión de Chiripa, El Quin, La trampa, La reina Margarita, y hasta Su único hijo, crónica vodevilesca, si así se quiere, de los desatinos amorosos de un pobre diablo, una cómica de tercera fila, y una señora esposa cantidad de empreñadora.

Clarín distinguía, sin embargo, toda la diferencia que respecto a un Gogol o un Dostoyevski representaba la novela de P. Bourget, con su predilección por «la vida del gran mundo y la especie de deleite que encuentra en describir la decoración de ese brillante y lujoso teatro».55 En Cruel enigma, en Carrera de obstáculos, en Crimen de amor, en Mentiras, se nota esa afición al lujo y a la high life que hace de su novela una novela mundana. En ello parece concentrar Clarín la diferencia de la novela de análisis francesa respecto de la rusa, dentro del común neoidealismo o espiritualismo. Y aún a la española, en la que un Galdós entra de lleno en el estudio de las relaciones éticas entre las clases sociales, como ocurre en el ciclo de Torquemada, o que se proyecta con Narazín y Misericordia en el mundo de lumpen y de la miseria.

Otro de los temas fundamentales de la novela psicológica   —436→   y espiritualista es el de las aspiraciones fracasadas, o como comenta Clarín respecto a la Tristana de Galdós con frases que resuenan a Su único hijo y a Una medianía,

Yo veo allí puramente la representación bella de un destino gris atormentando un alma noble, bella, pero débil, de verdadera fuerza sólo para imaginar, para soñar, de muchas actitudes embrionarias, un alma como hay muchas en nuestro tiempo de medianías llenas de ideal y sin energía ni vocación seria, constante, definida.56



Emilia Pardo Bazán lo había observado en el Demetrio Rudín, de Turguenev, y otros protagonistas de grandes aspiraciones y voluntad rota, de espíritu soñador y actividad siempre finalmente neutralizada, poblaban la novela española, desde el Doctor Faustino de Valera, a Federico Viera y a Bonifacio Reyes y a su hijo, Antonio Reyes. Se estaba cociendo el gran tema noventayochista de la abulia, pero había sido una novela rusa la que había convertido al abúlico en paradigma universal: Oblomov. Doña Emilia la resume así: «el primer tomo empieza cuando el héroe se despierta y termina cuando se resuelve a vestirse y a salir a la calle». Y comenta: «la palabra oblomovismo ha entrado a formar parte del idioma, significando la típica pereza eslava».57 ¡Si sólo fuera eslava!...

Algo que debió llamar la atención profundamente al Clarín de Su único hijo en la novela rusa y aun en la galdosiana, fue la mezcla indisoluble de lo mezquino y lo sublime, lo grotesco y lo magnífico, la miseria y el esplendor. En Resurrección vemos cómo un sórdido asesinato provoca una sublime redención, Dostoyevski teje su mundo novelesco con contrastes tan brutales que producen vértigo en el lector, y en el Galdós de Nazarín o de Misericordia, el supremo esfuerzo de caridad y de abnegación de sus protagonistas se lleva adelante en medio de la más sórdida miseria y brutalidad. También en Su único hijo una experiencia tan trascendental como la misteriosa Anunciación del hijo chocará cómicamente con el apego de Bonis a sus zapatillas, la pusilanimidad que le hace agachar las orejas ante las patadas físicas y morales de su Otela, o el resultado ridículo de su retorno a Ítaca cuando vuelve acompañado de dos robustas comadronas. El Clarín del Epistolario muestra hasta qué punto su sensibilidad, herida por la enfermedad, estaba abierta a estos contrastes: «De buena gana iría a Madrid unos días, -le escribe   —437→   a Galdós- pero por la mañana yo no soy una inteligencia con vida por órganos, sino un vientre afligido por dolencias nerviosas».58 Y en otra ocasión echa la culpa de no haber escrito su proyectado drama La Millonaria al «estreñimiento», y exclama: «¡Esto de ser un espíritu y una alcantarilla!».59

Los personajes de la novela espiritualista están dominados por los imperativos categóricos, deberes inexcusables, son como Federico Viera animales morales. El prototipo más característico es el santo civil, teorizado por Clarín en el prólogo a Resurrección, identificado en el Jesús de Renan, añorado en La terre de Zola60 explicado con el ejemplo de Santa Teresa de Jesús:

[...] lo más sublime en la Santa, que es, para muchos, para los que no participan de la ortodoxia del autor, el valor pura y exclusivamente humano del esfuerzo místico, la grandeza inenarrable de la espontaneidad natural, desamparada de todo auxilio milagroso, aunque probablemente en misteriosa, impenetrable, relación suprema con lo divino,61



y analizado en el Padre Gil de La fe, de Armando Palacio Valdés, en Una cristiana, de doña Emilia, o en los santos activos y prácticos de Galdós, como Ángel Guerra o Nazarín, que tan poco coincidían con la idea antiutilitarista y mística que Clarín tenía de lo que debía ser un santo de novela.62

De ahí que la novela espiritualista presione hasta el forzamiento una de las características de la novela realista: «la esencia del realismo, aparte retóricas, está en esto: en sacarle la sustancia poética a la vida prosaica, y convertir en héroes, con nombre en la historia del arte, los héroes sin nombre de la historia vulgar de los anónimos».63 El espiritualismo, o bien incrustará en personajes mezquinos, humildes y aun minúsculos pobres diablos, a la manera de Maxi Rubín, de Bonifacio Reyes, del Pavel Pavlovich del Eterno marido, o de Benina, contenidos morales extraordinarios, o bien será directamente partidario de personajes de una exquisitez moral fuera de serie, como la Enriette de La tierra prometida, de Bourget, o el Orozco de Galdós, o capaces de transformaciones morales extraordinarias, como Ángel Guerra o Neklúdov. En todo caso la novela espiritualista tiende al caso excepcional y así lo recoge Clarín, comentando la teoría de Bourget, para quien la novela de costumbres, la social, se debe a los tipos normales, «mientras la novela psicológica [...] necesita   —438→   siempre [...] referirse a los extremos [...] a los seres excepcionales, en los que no estudia un término medio de su género, sino una individualidad bien acentuada, original y aparte».64

Pero tal vez lo que más impresionó a Clarín de las novelas espiritualistas, especialmente de las rusas, fue la puesta en práctica de la llamada teoría de los caracteres compuestos. Así, Clarín se entusiasmaba en carta a Galdós con el juego de los dos amores de Federico Viera, la Peri y Augusta, y le confiesa: «La Peri, ¡magnífica!, la teoría (y la práctica) de la complejidad de los caracteres y su contradicción muy fuerte, muy elocuente, muy hábil, etc.».65 Pero será en uno de esos dos magníficos artículos que Clarín dedicó a Realidad, donde desenvuelve plenamente su análisis:

Federico tiene el alma y la vida llena de contradicciones, y es aquel espíritu como una de aquellas asambleas que tiene que disolver la autoridad, porque sus miembros no se entienden, se amenazan, se atropellan y son incapaces de adoptar un acuerdo y por la deliberación sólo llegan al tumulto. Instintos buenos y malos deliberan, luchan en el alma de Viera, y la voluntad, traída y llevada por tantas opiniones, por tantas fuerzas contrarias, termina lógicamente por negarse a sí propia; puesto que no sabe querer nada, acaba por querer la muerte. Federico se mata, porque en el arte de la vida su torpeza para ser bueno y su torpeza para ser malo le han llevado a profesar la religión del honor en el ambiente de la deshonra.



Clarín se entusiasma con la figura de Viera, y lanzado a tumba abierta en el análisis, como si algo le fuera en ello, escribe:

Pues bien, Federico Viera no es sencillo en amor [...]. Empieza por tener el amor partido. En casa de la Peri está la dulce y tranquila intimidad, la paz del alma en el afecto; en casa de Augusta, la violencia, el fuego, la atracción corrosiva de la fantasía, del arte, de las elegancias. Pero el amor grande, el amor déspota, no está ni acá ni allá. De ser un Quijote, Viera...! ¡parece mentira! tendría por Dulcinea la moralidad.66



El Clarín que aprendió en Fortunata y Jacinta la simbiosis final de valores entre matrimonio y pasión, que había de llevar a las dos mujeres de Bonifacio Reyes, aprendió en Realidad   —439→   la contradicción dentro de un mismo personaje, y si la Peri es la buscona que sin embargo representa el amor hogareño, Serafina será la amante con voz de madre mientras Emma será la esposa con apetitos de bacante. Clarín sintetizará ambas estrategias, y hará evolucionar las contradicciones: Serafina absorbe el papel de esposa y la artista nómada se aburguesa, mientras Emma hace suyo el papel de la amante y de señora del hogar se transforma en animadora de la dolce vita pueblerina. Dostoyevski lo habría firmado.

«La novela psicológica tiene por rasgo característico lo que puede llamarse 'la catástrofe moral'», escribe Clarín,67 y analiza con ello la tendencia de la nueva novela a la estructura dramática, con su condensación en escenas culminantes y su cumbre conflictiva en la catástrofe moral. Frente a la estructura basada en la progresión, desde la documentación del medio y de los personajes hasta la experimentación a través del conflicto, típica de la novela naturalista, la novela espiritualista sentiría esta atracción por los estirones sorprendentes y los cambios de rumbo que ha analizado C. Richmond en Su único hijo68, y la irregular diseminación de esos fogonazos súbitos que son las escenas de alta tensión emocional, muy a la manera de Dostoyevski.

Ello se refleja asimismo en el cambio de método creativo. El «novelista apóstol», como bautiza doña Emilia a todo novelista ruso, sustituye al novelista científico y, al hacerlo, dinamita lo que Clarín llama «la fábrica naturalista».69 Comentando el libro Le petit chose, de Daudet, Clarín deja escapar sus sensaciones sobre su propio proceso creativo, tan irregular y agobiado como se muestra en las cartas a sus editores, a Galdós o a Menéndez Pelayo. Escribe Clarín en ese año de 1889:

[...] se hizo Le petit chose a salto de mata, podría decirse: no en lenta pero asidua labor de cada día, en la soledad del gabinete, con documentos a la mano, ni con la regularidad que piden los bien organizados presupuestos de muchos autores del día [...]. [Sino] bebiendo los vientos tras la inspiración y dejando la pluma días y días, por semanas y meses, cuando el alma se encerraba en sí misma y no quería comunicar con el arte, confesarle sus recuerdos, sus penas, sus esperanzas, sus ensueños, o cuando la alegría, los placeres, las diversiones de París, los arranques báquicos de la juventud exigían emplear la vida en cosa más fuerte, de más emociones y movimiento que la producción artística.



  —440→  

Tras estas vacaciones, dilatadas a veces por mucho tiempo, volvía la fiebre del trabajo, la inspiración continua, y Daudet escribía donde quiera, en el campo, en un retiro a doscientas leguas de París, sin apuntes, sin libros auxiliares, sin consultas ni observaciones [...] ¿Para qué necesitaba de más que de sí mismo para escribir Le petit chose? En obras tales no hacen falta más documentos que el corazón, la memoria y la fantasía, y no por eso valen menos que otros libros que vienen a ser producto y extracto de miles de datos acumulados, especies de Digestos del arte realista. A diferente propósito, diferente procedimiento.70



Salvo aquello de «las diversiones de París», todo lo demás lo escribía Clarín de sí mismo, de Su único hijo. En cuanto a lo de París, seguro que lo envidiaba.

En la novela espiritualista sobrevive el arte naturalista del análisis de la realidad. La misma Resurrección de Tolstoy, la más extrema y pura muestra del género, es un análisis inmisericorde del funcionamiento de la sociedad rusa tras las reformas del zar Alejandro II. En Su único hijo hay toda una dimensión naturalista que no es posible olvidar: el estudio de la historia natural de los Valcárcel hasta su decadencia actual, el tratamiento de Emma como un caso de histeria, o las transformaciones asturianas de fin de siglo con la apropiación de la renta señorial por el capital especulativo y su reconversión en revolución industrial, tal como se muestra en el trasvase de la fortuna Valcárcel desde Emma hasta los Körner por intermedio de Nepomuceno. Todas ellas son pruebas bien concluyentes de que el análisis novelesco sigue buscando la realidad como protagonista, por más que haya estilizado sus procedimientos. Lo verdaderamente nuevo es que por debajo de esta novela naturalista, y más allá de sus capacidades explicativas, aflora todo un submundo que sólo es posible aprehender de otra manera, abismándose en el interior de los personajes. Una vez más Clarín lo analiza magistralmente a través de Galdós: «Lo que más importa en el libro -escribe sobre Realidad- es lo que le pasa a Federico por dentro: grandes esfuerzos de ingenio se necesitaban para llevar a feliz remate la empresa de hacer palpables, casi teatrales, estas luchas de conciencia». El escenario de la novela naturalista, que es el medio social, se traslada con la novela espiritualista a la conciencia de los personajes. La novela se interioriza y, al hacerlo, los hechos pierden su trascendencia, usurpada, como explicaba Bakhtine respecto de Dostoyevski,   —441→   por su propio eco en la conciencia de los personajes. Clarín desvela con asombrosa lucidez la relación entre naturalismo y espiritualismo en su análisis del juego entre La incógnita y Realidad: «En este punto, la originalidad de Galdós no tiene ejemplo, que yo recuerde [...] nos ha demostrado que esa novela puede existir... debajo de la otra; que muchas veces donde se ha presentado un estudio de medio social vulgar, puede encontrarse, cavando más, lo singular y escogido, lo raro y curioso».71

Se trataría, por tanto, de hacer aflorar la posible novela espiritualista que hay dentro de toda novela naturalista, para lo cual hay que forzar el naturalismo, dotarlo de una perspectiva «de espíritu a espíritu» entre narrador, lector y personajes, alimentarlo a base de poesía, sentimiento y de profundidad psicológica, convertirlo en «arte del alma», en definitiva. La propuesta podía ser tan desestabilizadora como Su único hijo demuestra: allí la irrupción en superficie de la mirada interior provocará el rompimiento de las capas y estratos naturalistas de la novela, y como en un cataclismo geológico que se inicia la geografía de la novela quedará gravemente distorsionada. La misma perspectiva novelesca, con la mirada del autor sobre el narrador, y de éste sobre el personaje, quedará profundamente desestabilizada, y la ironía realista, presionada brutalmente por esa necesidad de mirada interior, oscila entre la reacción de resistencia, con la que se radicaliza y extrema, llegando fácilmente al sarcasmo y aun al pre-esperpento, y la desaparición literal, disuelta por una identificación sentimental y profunda entre narrador y personaje. Su único hijo pasa del predominio de una ironía especialmente cruel al traqueteo imprevisible y desestabilizador entre sarcasmo e identificación, a veces en muy pocas líneas, sobre todo a partir de la Anunciación del hijo. En la última parte de la novela los cambios son tan bruscos que nos sentimos llevados de Valle Inclán a Dostoyevski. La befa se nos atraganta con la compasión, pero al instante la compasión nos resulta una ridícula trampa. Clarín desestabiliza al lector, y cuando lo ha conseguido, en el momento supremo, cuando Serafina y Bonis se enfrentan cara a cara en la iglesia, él, ese narrador omnisciente que ha entrado a saco en los personajes a lo largo de toda la novela, que les ha usurpado la voz, que no ha permitido el más mínimo contacto directo entre lector y personaje, ese narrador déspota nos los deja allí, cara a cara, arrojándose sus verdades vehementes, y él se retira   —442→   por el foro, callado por primera vez, cuidándose muy mucho de decirnos quién de los dos tenía la razón.

No es de extrañar en un autor que en esos años propugnaba el espiritualismo al mismo tiempo que seguía aferrándose al naturalismo.

No es de extrañar en un autor que había concebido una novela tan extraordinaria que hace del personaje principal un ser sublime a la vez que ridículo, que le hace triunfar -puesto que se realiza a sí mismo a través del hijo- al mismo tiempo que le hace fracasar -pues no podrá impedir el saqueo económico de la familia ni la ruina del patrimonio del hijo-, y que simultáneamente le hace recuperar la dignidad interior y caer en el más profundo ridículo de cara a la opinión pública. Al declararse padre, Bonifacio Reyes gana su propia batalla, pero pierde la de los demás. Y Clarín se retira a tiempo de no decirnos qué es lo que a él le importaba más. Nos deja por herencia, probablemente, su propia perplejidad.





 
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