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ArribaAbajo La América del Norte a través de los ojos de su juventud

Notas a las obras de Ernest Hemingway y William Faulkner


Herminia Hallan Hipwell


Cuando en la primavera de 1929 recibió la autora de estas notas un ejemplar destinado a la crítica del libro de Ernest Hemingway A Farewell to Arms lo hizo a un lado con el deseo ferviente de que en día no lejano cesara al fin el diluvio aquel de obras acerca de la guerra.

Porque tras la publicación del Cri de coeur de Remarque, no había   —187→   llegado correo alguno que no trajera su buena media docena de volúmenes, las tapas de los cuales exultaban de toda suerte de adjetivos aplicables a la guerra, y prodigados con tan generosa indiscreción que no había aventura trivial de jovenzuelo imberbe consignada en batiburrillo histérico-melodramático que no se viese al punto magnificada hasta cobrar perfiles de épica emoción. Y la mente, acosada por tantísimas loas al seco tableteo de las ametralladoras y a la verba libérrima de la soldadesca, acogió bien pronto con indiferencia tamaño clamoreo hasta que, por último, cualquier libro que se refiriese a los años 1914-18 era recorrido con velada impaciencia por unos ojos fatigados ya, y comentado tal vez con leve aspereza cuando llegaba el momento de pergeñar las notas bibliográficas semanales. Que bien sabe Dios que por muy probo que un crítico literario pueda ser, llega un momento en que la repetición interminable del tema, no importa cual sea su fascinación original, resulta, si no cargante sin atenuaciones, por lo menos poco propicio a inspirar.

Esta digresión explicará, así lo espero, la razón de que A Farewell to Arms permaneciese olvidado encima de una mesa unas cuantas semanas, para ser abierto finalmente un día gris en que no se ofrecía ocupación mejor. Fueron hojeadas al desgaire las páginas primeras, pero ávidamente releídas apenas alcanzado el final del capítulo. Porque aquel estilo sencillo y desprovisto de toda índole de innecesarios floripondios retóricos, un estilo de reporter de cepa, dotado además de una extraordinaria perspicacia y de un sentido del ritmo notable, constituía una obra de maestro del género. Y cuando terminó, con harto sentimiento, la lectura de la página última -oprimido el pecho al peso de una tragedia tan indeciblemente triste como bella e inevitable-; cuando la imaginación halló lugar para hurtarse a la sugestión poderosa de la historia del soldado norteamericano y la enfermera inglesa, tan trivial en sus aspectos primeros y tan arrolladora y perfecta en su conclusión, surgieron dos preguntas inmediatas: ¿Quién es este Ernest Hemingway? ¿Quién es este hombre que escruta a la humanidad moderna, sus cuitas y sus emociones, con semejantes sencillez y claridad concisa? Y en seguida: ¿qué más habrá escrito? De donde resultó que Ernest Hemingway   —188→   era un joven norteamericano que había servido en las filas de los arditi italianos y que, terminada la guerra, se había radicado en París como representante de la International de Hearst. Y en París había publicado un libro precursor de A Farewell to Arms: la novela Fiesta, más conocida por su título norteamericano de The Sun Also Rises.

Con premura impaciente devoramos también de punta a cabo The Sun Also Rises, y dedujimos de esa primera lectura una conclusión rotunda: estábamos en presencia del primer novelista norteamericano del mundo de la postguerra. Conclusión que se vio reforzada, confirmada, más bien, por el largo artículo que Henry Seidel Canby, el conocido crítico de la Saturday Review of Literature, dedicó a Hemingway y que sirvió de introducción a una edición popular de la mencionada novela.

El doctor Canby se mostraba igualmente, impresionado, si no admirado, por el talento de este joven que con sólo cuatro libros en su haber tiene derecho perfecto a ser calificado de gigante literario que se destaca por sobre los hombres de una generación más temprana. Con una sencillez que desarma, en frases breves y substanciosas, con su rítmico diálogo, tan desemejante a cualquier cosa escrita hasta hoy, Hemingway diseca y analiza el período de la postguerra como no ha habido antes de él escritor alguno que tuviera el valor o la escrupulosidad de hacerlo. En una novela corta, este joven, que contaba veinte años apenas cuando escribió The Sun Also Rises, ha descripto con lo que parece ser la más consumada de las facilidades a los hombres y mujeres que poblaban a Europa durante la década que siguió al armisticio. Y al pintar su manera de vivir, sus extrañas inquietudes y sus placeres más extraños aún, ha pintado también con fidelidad sin par el Zeitgeist del primer cuarto del siglo XX. Todos los hombres y mujeres de The Sun Also Rises pertenecen, por repetir las palabras de Gertrude Stein, a «una generación perdida»; ofrendan ante el altar de la frivolidad con una devoción que equivale, por su ardor, al delirio. El delirio de la música de jazz y del tintineo del hielo en la coctelera. Y sin embargo, Hemingway cree que esa frivolidad se enraíza a la derrota individual. Todos los personajes   —189→   de su novela han salido de la guerra mutilados en una u otra forma: Lady Brett Ashley, que lleva consigo la cicatriz de la infelicidad; Jake, herido por una bala, que arrastra a lo largo de la vida la chanza dolorosa de su impedimento físico; Bill, el periodista vagabundo, borracho y parásito; Colin, el pequeño judío, tipo tan característico de su raza, todos, en fin, juzgados superficialmente, son un racimo de gentes disipadas dignas apenas de mención y menos todavía de descriptas. La adorable Brett no es, en resumen, otra cosa que una mujer fácil incapaz de domar el menor de sus deseos; Bill, un vago; Cohn, Jake y todos sus amigos, unos abúlicos que se dejan ir a la deriva en un mundo que consiste para ellos en los mostradores de los bars, los lounges de los hoteles parisinos y las estaciones balnearias de Francia. No obstante, pese a su juventud y piadoso hasta el límite, Hemingway ve en ellas algo muy distinto. Brett es fundamentalmente una buena muchacha, tan víctima de las circunstancias como el mismo Jake. Por lo que hace a éste, constituye el personaje más interesante y sugestivo de la obra, aunque la parte que le corresponde del argumento de ella sea, en relación, la más insignificante. Jake es el espectador, el amigo, a quien Cohn y Mike -enamorados ambos de Brett- y también Bill, vuelven los ojos en demanda de amistad, de comprensión y de esa rara virtud de camaradería desapasionada a la que los escritores modernos ensalzan como uno de los más preciados dones de la vida. Y esta amistad, nutrida por igual de valor y de comprensión; esta amistad que florece tan bellamente entre Jake y Bill en el marco de los alcornocales de Burguete, España, y cómo el amor es imposible entre Brett y Jake es lo que informa el tema principal del libro. Cuando todo lo demás ha fracasado, cuando el amor yace yerto y maltrecho, agotado por su misma explosión emotiva, la amistad surge de las cenizas del deseo a la manera del ave Fénix. Y los esfuerzos que Jake realiza para salvar a la amistad de la ruina del mundo de la postguerra es lo que confiere al libro su significación peculiar. Porque Jake busca anheloso la amistad como el único sentimiento firme que existe en un mundo en el que todo lo demás es mutable e incierto. Y es ello también el anhelo de Hemingway. Un anhelo que se hace aquí tan buido, tan punzante, que el lector no puede menos   —190→   de sentir piedad irresistible ante esa invocación a la amistad, a la piedad, que vibra una y otra vez en el diálogo. Aparte ya de la maestría de Hemingway en este -maestría que no es, evidentemente, más que su aptitud de reporter sublimizada, y aparte su extraordinario talento descriptivo, empleado con una medida que equivale a genio-, hay en la obra de este escritor -y así lo puso ya de relieve en The Sun Also Rises- la creencia hondísima en la «bondad» definitiva de esas almas errantes cuyo vagar glosa con tanta simpatía. Y nos mueve de esa suerte a creer con él en que esos hombres; y mujeres que perdieron las amarras conservan, empero, las nociones tolerantes del amor, el afecto, la lealtad, el júbilo y el odio repentino.

En The Sun Also Rises, la amistad, esa amistad que D. H. Lawrence ha exaltado en su obra tan a menudo, constituye el tema principal del libro. En A Farewell to Arms es el amor, carnal y sublime, lo que transforma en amorío trivial de la época de la guerra en pasión abrasadora que el autor nos describe con delicadeza y ternura exquisitas. Catalina, la enfermera, y Henry, el voluntario norteamericano, incoherentes, infantiles, de facundia que rebosa de esa intensidad tan típica del diálogo de Hemingway, perfilan con escueto y magnífico relieve su silueta en el marco del frente italiano de la guerra. Pero la guerra les afecta en muy segundo término, aunque formen parte de ella. Son los problemas personales de uno y otra lo que cobra significación tersa. Y resulta interesante advertir al respecto que a pesar del arte de reporter de Hemingway y a pesar de su propia experiencia en el frente italiano, A Farewell to Arms es, en calidad de ejemplo de literatura de guerra, un libro poco notable, por no decir flojo. Toda su importancia consiste en el desarrollo de las relaciones de esos enamorados modernos, una mujercita y un muchacho a quienes las circunstancias ponen al margen de todos los standards convencionales y que viven los días y las horas buscando en ellos los únicos placeres que les importan, hasta el supremo instante revelador en que la amante se convierte sutilmente en la esposa -aunque no haya ceremonia oficial ni religiosa alguna- y en que el amante, todo indiferencia, de los primeros capítulos pasa a ser el esposo y el protector natural de la joven, a la que «conquistó» frívolamente por   —191→   procurarse un ameno pasatiempo distinto de las vulgaridades del lupanar de soldadesca. El lector sigue con atención conmovida su historia y siente que la piedad y la ternura que ella le inspira culminan en emoción al llegar a la escena del hospital, capítulo último, donde Catalina, agonizante de resultas del parto, enfrenta a la muerte con un valor estoico expresado en un diálogo que figura entre los trozos más intensos y agudos que Hemingway ha escrito hasta hoy. ¿Quién habrá, en efecto, que no experimente piedad y un extraño sentimiento de frustración al ver cómo una mujercita dotada de un tal coraje reidor muere en plena floración de vida? Sin embargo, Hemingway cree que el final del coraje en este mundo es la aniquilación. «Si la gente aporta excesivo coraje a este mundo, el mundo tiene que matarla, que destrozarla; y así, la mata. El mundo destroza a todos, y luego hay muchos que son fuertes en las grietas. Y aquellos a quienes no destroza, los mata. Mata a los muy buenos, y a los muy cariñosos, y a los muy bravos imparcialmente. Si no formáis parte de ninguna de estas categorías, el mundo os matará también, pero no tendrá prisa especial por hacerlo». He aquí el criterio que la vida inspira a Hemingway: los bravos, y los afectivos, y los buenos son muertos con la sonrisa en los labios y una exclamación de alegría incoherente. Y de aquí que a pesar de que el libro se refiere a una «generación perdida» esté, sin embargo, tan lleno de esperanza y haya en él extraño sentido de la felicidad. Catalina muere, Brett Ashley renuncia a su enamorado, porque por vez primera en su vida sabe lo que es el amor y la ternura, y la renunciación de una y la muerte de otra nos sirven para fortalecer nuestra creencia en la bondad de la humanidad y el avasallador poder del amor. No son estos méritos, con ser los principales, los únicos de la obra de Hemingway y lo que le hace destacarse por sobre sus contemporáneos. Aparte ya de su filosofía, Hemingway ha aportado al mundo de las letras norteamericanas una nueva belleza y un estilo de intensidad tal que son muchos los escritores que han tratado de imitarle, pero muy pocos, si es que alguno, los que lograron sobrepasarle o igualarle siquiera.

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William Faulkner, el joven escritor sureño que sigue en calidad a Hemingway entre los nuevos autores norteamericanos, ofrece un interesante contraste con aquel. También las novelas de Faulkner se refieren a esa «generación perdida» pero allí donde Hemingway cree aún en esos sentimientos sencillos a los que no hay cataclismo, por grande que sea, capaz de destruir totalmente, Faulkner estudia la desintegración social de nuestra época y se muestra obseso por las situaciones decadentes y los tipos humanos viciosos o pervertidos. Y así, en sus tres obras principales, Soldier's Pay, The Sound and the Fury, y Sanctuary, el lector es enfrentado con ejemplos y descendido a terribles simas de depravación humana. No vemos ya alegres ociosos que beben jovialmente el vino rojo de Navarra y refieren entre risas sus pesares, sino criaturas siniestras, pertenecientes, desde luego, a los bajos fondos sociales, habitantes de unos antros como aquellos que llevaban en sus frontispicios las trágicas palabras del tercer canto del Dante. Y no contentos con su degradación interna, traducen también exteriormente los signos de su condición. Significa ello que el leer las novelas de Faulkner -la menos terrorífica de las cuales es Soldier's Pay- equivale a penetrar en un mundo de espanto tal que la mente desvaría ante las monstruosidades que nos son reveladas. ¿Pueden ocurrir cosas semejantes? Una y otra vez, sobre todo en el caso de Sanctuary, tiene el lector que formularse esta pregunta. No hay «grand guignol» que pueda compararse en horror a la historia de una niña de colegio víctima de estupro por un criminal impotente, episodio al que presta más repulsivos caracteres todavía la índole del ambiente en que está situado. Y lo más terrible de todo es que la obra de Faulkner lleva consigo la convicción de una verdad implacable y escueta. Solamente como Faulkner describe las cosas pudieron ellas haber sucedido. Solamente así pudo Benjy, el idiota de Sound and Fury codiciar a su hermana Caddie, y solamente así pudo el aviador ciego de Soldier's Pay hacer lo que hizo. Y junto a este deseo apasionado de reflejar a toda costa la verdad, se advierte en Faulkner una sensibilidad intensa, casi hiperestesiada, de la belleza del mundo material. Con sentido exquisito de la luz y el color describe los jardines floridos y rumorosos de cantos de pájaros, los senderos bañados de sol y los colores   —193→   alegres de los vestidos femeninos vistos sobre un fondo de sombrío relieve. De ahí que el contraste que ofrecen el encanto del mundo y las taras innobles de sus criaturas se destaque aún más. En un terrible walpurgisnacht, más terrible todavía que el del famoso episodio del Ulises de Joyce, desfilan hombres y mujeres del hampa norteamericana: contrabandistas de alcoholes, celestinas, gentes amorales, sin hablar ya de las del sur que presencian el desfile de sus vidas estériles soñando entre el verdor lujurioso de sus jardines. Faulkner contempla a unas y otras con la mirada, toda vigor y capacidad de indignación, de la juventud; anota sus menores movimientos, sus complicados gestos y contorsiones, escucha sus gemidos y sus lamentaciones y reconstruye -no por causarnos placer, pero desde luego para informarnos ásperamente- un mundo de horror y de tragedia. Y no hay, empero, en su arte, nada que sugiera el arte de laboratorio. Por el contrario, lleva a cabo sus investigaciones como poseído de vibrante cólera, a un punto tal que al leerle se le adivina erguido en la linde del mundo y gritándole: «¡He aquí lo que sois, en lo que os habéis convertido! ¡Miradlo bien, y corred luego a esconderos avergonzados!». Esta cólera, tensa y terrible -el adjetivo terrible surge espontáneamente una y otra vez al hablar de la obra de Faulkner- se hace sobre todo patente en Sanctuary. Y a no dudarlo, esta novela, con su pintura de los bajos fondos norteamericanos, con el rapto de Temple Drake en circunstancias de especial rudeza, y con el linchamiento de un hombre inocente por una turba encendida de odio, da a Faulkner derecho a ser catalogado entre los más brillantes escritores de la joven generación. Cuanto dice, feroz y abrumador como es, ciertamente, lleva impreso el sello de la verdad, de una verdad más desventurada y repelente que el sapo que chapotea allá en el fondo de la charca -y a la que nuestra generación remilgada no se decide a mirar de frente. Puede afirmarse que en la actualidad Faulkner utiliza sus muy preclaras dotes de analista como un escalpelo esgrimido contra sus semejantes. Algún día, sin embargo, cuando se haya cansado de luchar contra el dragón del mundo del hampa, la ternura oculta que hay en Faulkner saldrá a la superficie y entonces su obra literaria logrará plenitud sazonada. Por lo demás, si   —194→   insiste en proseguir su observación de lo mórbido y lo decadente, es harto dudoso que consiga algo más que repetir con o sin variantes los temas de sus tres éxitos anteriores, Soldier's Pay, The Sound and the Fury y Sanctuary.