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ArribaAbajo Acerca de Jorge Santayana

Julio Irazusta


En las librerías de Buenos Aires todavía es posible la aventura de descubrimiento y conquista de las tierras nuevas que el espíritu, gran imperialista, necesita realizar incesantemente. Salvo dos o tres lugares de excepción, las grandes capitales de Europa han, como se dice, racionalizado su industria de la librería hasta eliminar el hallazgo personal, sustituyendo la libertad de vagar de libro en libro, por el estudio del catálogo -lo que es como explorar en un atlas el corazón de la selva.

Santayana fue uno de mis grandes hallazgos en lo de Mitchell. ¿Cuánto tiempo hubiera tardado en conocer sus obras de esperar el comentario bibliográfico autorizado que guiara mis pasos a una librería racionalizada? Mucho más que siguiendo el anticuado proceso de los descubrimientos casuales. Durante varios meses vi en la mesa de los libros nuevos el volumen de los Pequeños ensayos sin abrirlo. Tal vez al cabo de otro tanto no hice más que pasar todas sus páginas de un golpe, entre el índice y el pulgar; aproximación al goce que procuran el buen papel y la bella impresión de los libros ingleses antes de ser leídos. Al recorrer su índice superficialmente, la universalidad abarcada por los asuntos (muchos de los cuales eran teológicos) temí se tratara   —186→   de la obra de uno de esos clérigos publicistas que tratan de omni re scibili, dando un carácter tan peculiar a la producción editorial inglesa. Los primeros fragmentos que leí, comentarios sobre autores reconocidos, que me revelaron a un gran crítico literario, y la mentalidad del colector, Pearsall Smith, que se me había hecho familiar en el entretanto, me garantizaron el valor del libro en su conjunto. Pero cuando lo compré no sospechaba las consecuencias que tendría la adquisición.

Era entonces Santayana a la vez famoso y desconocido. Cada vez que se hablaba de él, se lo hacía en términos del más alto encomio. Pero ¡se hablaba con tan poca frecuencia! El joven estudiante de filosofía que entraba en contacto con su obra no había sido provisto por nadie de juicios previos acerca de su valor, como era el caso para los otros filósofos contemporáneos. Tanto más arraigada sería la convicción surgida de esa apreciación forzosamente personal.

La impresión de hallarse ante un gran escritor es aquí inmediata. El carácter fragmentario de los Pequeños ensayos puede al pronto hacerlo confundir con uno de esos escritores conceptuosos del siglo XIX en quienes la precisión de las concepciones particulares era tan grande como la fluctuación del pensamiento general. Pero en Santayana el fondo permanente que sostiene su consideración de las formas pasajeras aparece muy pronto. De ahí que el salto de la preciosa antología a las obras de cuyos fragmentos fuera compuesta es una exigencia más poderosa que en la mayoría de los casos semejantes. El sistema de las páginas escogidas puede dar a conocer los artistas sin filosofía pero es siempre infiel con los filósofos dotados de expresión artística.

El pensamiento de Santayana no ha sufrido modificación fundamental   —187→   desde que por primera vez se manifestó en forma orgánica hasta sus últimas exposiciones del sistema. Circunstancias de familia, antecedentes personales, opuesta mentalidad de sus dos profesores de filosofía en la época de formación, todo contribuyó -como él mismo lo ha explicado en una reciente historia de sus opiniones- todo contribuyó a dar a su espíritu, desde temprano, un perfecto equilibrio ante las dos tendencias del pensamiento tradicional de la humanidad. Siempre se definió a sí mismo como idealista en lógica y como materialista en filosofía natural. Pero su atención se ha orientado de preferencia en una y otra dirección en dos épocas sucesivas, lo que permite separar su obra en dos grupos bien definidos, aunque complementarios, distintos.

Ahora bien, el cielo que por una feliz casualidad se cerraba alrededor del momento en que aparecía su resumen antológico comprendía varios libros del alto valor necesario para precipitar la renovación intelectual entonces por tantos anhelada. Muchos que se sentían enfermos de finisecularismo, de delincuencia artística, filosófica y moral, no tenían coraje para ingerir las amargas pociones ofrecidas por rigoristas apresurados. A esos seres conscientes del mal, pero temerosos del esfuerzo reactivo, les procuraría Santayana un método de curación semejante al de las desintoxicaciones paulatinas. Con su esmerado cultivo de la forma literaria, el estetismo subsistente -aunque repuesto en su verdadero lugar-, la curiosidad universal de tipo, aunque no de esencia romántica, les daba en dosis menores el alcaloide del fenomenismo puro y los llevaba sin violencia de la confusión anterior a la serenidad de las categorías intelectuales restauradas.

Lo que distingue a La vida de la razón de las otras reacciones contemporáneas contra el ciego materialismo positivista del siglo   —188→   XIX es el criterio en que se basa su crítica. Salvando la exageración del idealismo germánico o sus derivaciones ingleses e italianos, y la pobreza del antimecanismo bergsoniano, Santayana restablecía los rasgos del idealismo tradicional, clásico y cristiano, en una operación que tenía tanto de limpieza de una estatua largo tiempo oculta bajo tierra como de restauración de sus partes estropeadas. No puedo decir en qué medida ello fue para mí guía, y en qué medida confirmación. Lo cierto es que, sin desdeñar los detalles del soberbio espectáculo ofrecido por quien se revelaba maestro en el arte de concretar lo abstracto, sobre todo me interesó su testimonio acerca de las cualidades universalmente reconocidas del espíritu humano: distinción y relación de sus distintas facultades, tendencia naturalmente sistemática de su consideración de toda la realidad, necesidad dialéctica de su manifestación polémica, etc.

Los que tenían prejuicios contra el aspecto escolástico de ese libro debían recibir la misma enseñanza en la forma de «cíteme un caso» a que eran únicamente sensibles con Interpretaciones de poesía y religión, Tres poetas filosóficos, y Ráfagas doctrinarias. La variedad de sus temas hace tal vez del primero el más a propósito para reconciliar al lector moderno, sediento de anécdotas, con el pensamiento categórico de Santayana. El segundo podía parecer uno de esos trípticos cuyos postigos se unen al panel del centro sólo por las bisagras, a que nos tenían acostumbrados los llamados críticos del siglo anterior. La fuerte unidad interna del libro, su vigorosa estimativa podían quedar disimuladas entre las bellezas de la descripción. Pero el tercero no dejaría dudas acerca de la posición que tomaba Santayana frente al temperamento intelectual de su época.

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Sólo la crítica literaria hecha por los grandes espíritus es realmente buena. ¡Así es de escasa! Las voluminosas colecciones de críticos profesionales que poseemos tienen por lo común tanto que ver con la valoración estética o filosófica que el género implica como la historiografía académica con la verdadera historia. Útiles como instrumentos de cultura, y para el conocimiento de los autores secundarios, arrojan poca luz sobre las disciplinas fundamentales o los autores clásicos de todas las épocas. Ahora bien, el diálogo de un gran espíritu vivo con sus pares del reino de las sombras es uno de los espectáculos más hermosos e instructivos, en razón de su misma escasez. Tal los juicios de Santayana sobre Homero, Lucrecio, Dante, Shakespeare, Goethe, en sus Interpretaciones de poesía y religión y sus Tres poetas filosóficos.

Pero si la crítica literaria de los autores máximos por un gran contemporáneo es valiosa para nosotros, su extensión a los escritores de hoy es sobre todo valiosa para ellos. Los elementos fundamentales del paisaje natural, Andes, pampa y mar, pueden ser considerados bellos en sí mismos; los «rinconcitos», en el alma que los contempla. Y estos últimos suelen no ser definidos o bellos sino gracias a la destreza del que los describe. Así la metafísica introspectiva de Bergson, el nuevo realismo de Russell o la poesía de la experiencia inmediata de James son más claros en la crítica de Santayana que en la exposición de sus autores.

Por encima de sus representantes más conspicuos el autor de Ráfagas doctrinarias ha señalado los defectos esenciales del temperamento intelectual de nuestra época: helicismo del espíritu, pacifismo del cuerpo, confusión de principios, identidad de apariencias, falta de convicción fundamental, debilidad de las nociones miscelánicas, endiosamiento del nacionalismo ante el derribo de   —190→   todo principio espiritual de distinción, mensura del progreso con un criterio cuantitativo, reformismo radical que termina en constantes decepciones, arte de aficionados, materialización del espíritu, culto de la acción, vitalismo de anémicos, etc.

De las categorías implícitas en cada uno de esos juicios surgía todo un sistema de restauración del pensamiento tradicional. Pero el idealismo de Santayana, al revés del platónico, no era ontológico. Platón atribuye a las ideas el poder de modelar las cosas materiales. Santayana cree que no hacen más que expresarlas, que el mundo es obra de Dios o de cualquier otro principio, siempre que sea exterior a él. El espíritu le parece distinto de la materia, y posterior, una excrecencia o si se quiere un fruto. Pero en este último caso, no un fruto primitivo. Según él la inteligencia puede conocer la verdad de las cosas humanas, un hombre puede conocer absolutamente, dadas las mejores circunstancias, la experiencia de otro hombre. Del mundo puede conocer lo suficiente, pero no la última verdad. A ese respecto le gusta decir: «Un conocimiento asaz cierto». Lejos de reproducir las cosas, la inteligencia no hace más que simbolizarlos por medio de nombres que las caracterizan muy bien y las distinguen unas de otras. Según él, la desairada situación que nos hace verlo todo desde un punto de vista subjetivo no debe inquietarnos mayormente. El sentimiento de la propia infalibilidad es casi una necesidad de nuestra naturaleza. Sin ella pensaríamos inmediatamente de otra manera, renovándose incesantemente la misma dificultad. La naturaleza ha sido muy maliciosa con nosotros, obligándonos a la fatuidad so pena de negarnos a nosotros mismos. Pero seríamos todavía más tontos de lo que somos si a la insuficiencia de nuestros medios de conocer agregáramos la ridiculez de creer que nuestro punto de vista subjetivo   —191→   es el único posible y verdadero. La filosofía consiste en tratar de sobreponerse a esa limitación.

Ahora bien, si rechazaba el idealismo arquitectónico de Platón, el idealismo prestidigitador de los alemanes debía parecerle absurdo. En La vida de la razón y Ráfagas doctrinarias, al mismo tiempo que un homenaje al método trascendental como gramática del intelecto, presentaba una crítica de esos principios cuyas consecuencias prácticas había luego de satirizar, a raíz de la guerra europea, en el mejor panfleto filosófico que exista, sin excluir el más conocido de Taine. Es claro que en el Egotismo de la filosofía alemana el énfasis sobre los defectos de la misma era mucho mayor, y el reconocimiento de su mérito parcial mucho menor; pero el sistema, con su identificación del pensamiento con el ser, su racionalidad de todo lo real terminando en la justificación del mal y haciendo del espiritualismo absoluto el materialismo más desenfrenado, le parecía ridículo desde la época en que asistió a los cursos de Royce sobre la Teodicea, y sus primeros chistes contra él no fueron los de 1916.

Hecha su historia de las ideas humanas, siempre enriquecida de apéndices ilustrativos o polémicos, Santayana sintió la necesidad de estudiar la esencia de esas mismas ideas. Pero antes de concentrarse para la redacción definitiva de su sistema filosófico, se tomó un descanso, dando libre juego a su inspiración literaria. Él mismo ha explicado cómo las penosas circunstancias de su permanencia en las Islas Británicas durante los cuatro años de la gran contienda lo estimularon a elevarse, en busca de refugio, a la región de las cosas eternas. Pero, según su costumbre, lo hizo sin olvidar la tierra que pisaba. Resultado de esa inspiración fueron los magníficos Soliloquios en Inglaterra, modelos de interpretación reflexiva   —192→   de un pasaje, de psicología sociológica, de fantasía histórica, de crítica literaria, filosófica o política, y de prosa inglesa.

El temor al calificativo de dualista no había paralizado nunca la actividad filosófica de Santayana. Pero como tal vez tenía conciencia de haber dejado algo borroso el vértice del ángulo con cuyas puntas respectivas señalaba los lugares ocupados por el espíritu y la materia, y como el deseo de la unidad es la base de toda filosofía, se dispuso a perseguir la satisfacción de aquel deseo de modo mucho más serio que hasta entonces.

Bajo el título de Escepticismo y fe animal publicó una introducción a su nuevo sistema de filosofía. Desde Descartes para acá, toda tentativa de llegar a la última realidad de las cosas es precedida por un examen de los instrumentos del conocer, que precipita al examinador fuera de la lógica y termina fatalmente en un escepticismo radical. Lejos de sustraerse a esa regla establecida, Santayana la aplica hasta sus últimas consecuencias, y sienta el carácter ficticio de todas las construcciones ideológicas. Pero según él de entre esas ruinas surge el sentido de la existencia de las cosas, la fe animal, referente a los objetos que nos rodean y creadora de notaciones verbales que él llama esencias. Estas esencias son un principio de unidad, principio esbozado en su libro primigenio sobre El sentido de la belleza, «prenda de la posible unidad entre el Alma y la Naturaleza», y cuyo maduro desarrollo escribe ahora, treinta años después, en El reino de la esencia. Esos dos libros, únicos que me han llegado de la exposición sistemática, aparte de toda consideración sobre su valor filosófico, están admirablemente escritos. Y se puede decir que a medida que se hace más difícil seguirlo, más deseos de hacerlo da la magia de su estilo. Pero su reciente Breve historia de mis opiniones, facilita la tarea. Ese folletito   —193→   es una obra maestra de biografías intelectuales, género cuyo nivel de excelencia se halla a gran altura con la Autobiografía, de Juan Bautista Vico.

No es un caso raro la coexistencia en Santayana, en un mismo grado, de la aptitud especulativa y de la aptitud expresiva. Siempre he creído que el descrédito literario de muchos filósofos era obra de los llamados pensadores, o escritores de ideas, que los saquean y luego los calumnian, para disfrutar tranquilamente la propiedad usurpada. Hasta ese aspecto de razonadores desencarnados que les vemos, me parece efecto de nuestra miopía. Los filósofos prescinden de las cosas concretas menos de lo que, en nuestra ignorancia de la historia, nos parece. Necesitan de ellas para no razonar en el vacío. Y esas cosas concretas son las que establecen la unión entre ellos y el público de su época. Que no la mayor parte de ellos mueren ignorados. Ese terreno de la experiencia humana que acerca al filósofo a sus contemporáneos, si el más apropiado para su difusión, no lo es para su comprensión exacta. Mucho menos tratándose de un filósofo asociado a una época como la nuestra, cuya experiencia es tan poco intelectual o tan mezclada a lo que no lo es. Ahora bien, las imágenes que de esos recuerdos comunes aparecen en los escritos de Santayana son tan bellas, que distraen de la comprensión de su filosofía. Y cuando por efecto de esas mismas imágenes nos hallamos dentro de sus categorías y volvemos la vista hacia lo eterno que él nos señala, nuestra debilidad se siente como el niño perdido en el palacio de los espejos.

Todo se ha dicho sobre su caso de español, nacido en España de padres españoles, educado en América, que escribe en inglés y vive en Roma. No ha escapado a nadie el contraste existente entre   —194→   sus ideas y el instrumento que usa para expresarlas. Y efectivamente su prosa no se parece a la de los escritores ingleses modernos o contemporáneos, ni siquiera a la de los grandes conversos como Newman que nunca se despojan totalmente del «viejo hombre» protestante. En esta descripción literaria en que nos hallamos mucho más cómodos, hay que remontarse a la época en que el pensamiento insular no estaba divorciado del pensamiento latino para colocar a Santayana en la categoría de prosistas ingleses que le cuadra. Los únicos antecedentes de su prosa se hallan en los Ensayos de Bacon, el Montaigne de Florio, el teatro de Shakespeare, y algunas páginas de sir Tomás Browne. Sus propias preferencias van hacia esos escritores. Ama en ellos ese gusto de la expresión lujosa, colorida, que ahora se designa peyorativamente como literatura, pero que entonces nadie se avergonzaba de cultivar con afán.

Desde su retiro de Roma, Santayana sigue atentamente la actividad intelectual de su época. Y, ya para criticarle al deán Inge su confusión entre la contemplación de la esencia y la contemplación de la substancia, o a los naturalistas americanos su contradictoria apelación a lo sobrenatural para instituir el criterio moral, ya para aprovechar las confirmaciones contemporáneas de su concepto de la esencia, nos regala con esas obras menores. Diálogos en el Limbo, El platonismo y la vida espiritual, La tradición americana en peligro, artículos sobre los hegelianos británicos, sobre Whitehead, Guenon, Husserl, Freud, Proust, que sin duda le permiten al público inglés discernir más fácilmente su mérito y tenerlo por uno de los grandes escritores contemporáneos. Cuando ha dignado ocuparse en un asunto económico, como la moneda, lo ha hecho con la maestría que sólo los filósofos tienen para tratar   —195→   esas cosas. Y ha anunciado con regular anticipación la actual ruptura del sistema monetario internacional.

Como todos los que han hablado de Santayana, debo lamentar la extraña indiferencia de los traductores españoles a su respecto. Salvo un fragmento sobre el paganismo, traducido por Marichalar, nada se ha vertido de sus obras a nuestro idioma. La febril actividad editorial de la Península, que nos ha dado tanto libro de insulsa sociología, ha dejado de lado hasta ese magistral examen del Carácter y la opinión en los Estados Unidos hecho por un observador ideal, con treinta años de residencia en un país pero mentalidad exterior a él, y que por añadidura es español. El público de habla hispana conoce toda clase de autores, de primera pero sobre todo de segunda y última categoría, incluso británicos; pero ignora casi totalmente al único que puede ser llamado sin disputa el más grande de los escritores ingleses contemporáneos, quien por extraña coincidencia está espiritualmente más cerca de nosotros que de los que hablan la lengua que él escribe.

De otra parte, nadie más indiferente que Santayana a la indiferencia de éste o aquel público a su respecto. Nunca escribió pensando en el éxito. Y su vida actual es lo que más se parece a la antigua concepción del sabio entregado por entero a la meditación. Una de las tantas veces que tuve el privilegio de su compañía me dijo que solía perderse de tal modo en la contemplación de su esencia que, andando por la calle, ignoraba qué lugar de la tierra pisaba, y que por eso le gusta residir en Roma, donde la cúpula de San Pedro, que allí se ve de todas partes, le recuerda, al despertar de sus distracciones, que se halla en el centro del mundo.