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«Sustituyendo el azogue del espejo»: la novelización de la ideología decimonónica en «Doña Perfecta»

Germán Gullón






Galdós y las ideas del XIX

Las investigaciones históricas y las literarias atraviesan en el presente siglo una crisis que afecta las raíces y los fundamentos de la Historia y de la Crítica Literaria. Padecen el síndrome postsaussuriano: las relaciones entre lo vivido-ocurrido y su crónica verbal guardan un parentesco problemático, debido tanto al modo de compilar los datos empíricos como al vehículo, la escritura, utilizado en el empeño. Dudamos si el saber proveniente de esa síntesis permite el conocimiento histórico (Hayden White), e incluso si la lengua transmite mensajes individuales, pues quizás el lenguaje condiciona el individuo y no viceversa (de Ferdinand de Saussure a Jacques Derrida). El listón teórico a rebasar por los humanistas obliga a que acompañemos el impulso intelectual comprensivo -intento de entender lo necesitado de explicación- con uno reflexivo, el cuestionamiento de la validez de los conceptos y de los métodos de trabajo. Se exige que consideremos el texto -el cuadro o la pieza musical- bajo escrutinio mientras sopesamos su consistencia epistemológica.

Frente a tamaña barrera teórica surge una cuestión pragmática que produce un cortocircuito en la práctica crítica: cuando el objeto de estudio es una obra enraizada en nociones presaussurianas, por llamarlas con una denominación taquigráfica, caso de Doña Perfecta (1876), de Benito Pérez Galdós, la conciencia teórica debe ceder el paso a la interpretación lograda desde los presupuestos en que fue escrita. Galdós poseía, sin duda, una inamovible fe en la Historia, en las lecciones derivadas de ella. Confiaba también en que el mensaje enviado por el texto literario le pertenecía, y que llegaría el lector sin que las incertidumbres epistemológicas lo deconstruyesen en el camino. El énfasis puesto por el autor en las características comunicativas y de representación en Doña Perfecta resulta el propio de la novela realista, es omnipresente. No se trata de una novela donde los juegos o experimentos textuales predominen; la autoconciencia literaria atañe menos al texto que al mensaje remitido; la obra busca, de entrada, un sentido único, un cierre total a lo escrito, y por tanto presenta ciertas peculiaridades literarias, las de la novela de tesis (ideológica)1.

Pérez Galdós actuó desde los albores de su carrera artística consciente de la ficción de lo novelesco y de que lo reproducido en la página copiaba imperfectamente la realidad, sabiendo que ésta superaba a lo creado por el artista. Reconocía la ficción de la ficción. Adelantada su carrera (corría la década de los ochenta) advertiría la ficción subyacente al puro narrar historias inventadas, la de la escritura. Tomó conciencia de la ficción de la ficción de la ficción, de que la escritura determina la clase de ficción de la realidad que es la novela, y no la realidad. Evidencia al respecto encontramos, sin ir lejos, en Fortunata y Jacinta (1886-87)2.

Por los años cuando publica la obra que me ocupa, 1876, Galdós se halla aún en un estadio conceptual anterior, hasta quienes lo consideran avanzado en el camino hacia la autoconciencia ficticia, como Harriet S. Turner, hablan cautelosamente de «un tipo de reflexividad latente, parcial.»3 Sirva un comentario de José Rey, el protagonista de Doña Perfecta, realizado cuando cruza a caballo los campos que separan Villahorrenda de Orbajosa, para ejemplificar la distinción recién propuesta:

«y hay un barranco pedregoso y polvoriento, donde ni los cardos encuentran jugo, y que, sin embargo, se llama Valdeflores. ¿Eso que tenemos delante es el Cerrillo de los Lirios? ¿Pero dónde están esos lirios, hombre de Dios? Yo no veo más que piedras y hierba descolorida. Llamen a eso el Cerrillo de la Desolación, y hablarán a derechas. Exceptuando Villahorrenda, que parece ha recibido al mismo tiempo el nombre y la hechura, todo aquí es ironía. Palabras hermosas, realidad prosaica y miserable. Los ciegos serían felices en este país, que para la lengua es paraíso y para los ojos infierno.»4



Escogí este conocido pasaje porque cabe interpretarlo, a primera vista, conforme a ambos estadios, el de la ficcionalidad de todo relato (ficción de la ficción), o el subsiguiente de la autoficcionalidad (ficción de la ficción de la ficción). Cabría argüir que la posibilidad sugerida por el trozo de que el lenguaje signifique una cosa y la realidad otra distinta (las palabras hablan de un lugar paradisíaco mientras la realidad que las inspira es infernal) indica que el lenguaje existe desprendido del mundo en tres dimensiones, autónomo, puesto que puede significar algo inexistente. Mas falta aquí la autoconciencia que haría independiente al lenguaje; Galdós habla de la capacidad del lenguaje para transmitir una verdad adquirida por los ojos, por la experiencia, la del narrador. Se afirma en el trozo una conciencia que no es textual, sino el contrario representativa, con confianza en que su discurso sabrá reproducir la verdad, desenmascarar lo oculto. Es decir, el narrador utiliza la palabra escrita para denunciar las anteojeras con que un discurso reaccionario velaría lo real si no existiesen unos ojos, atentos a delatar el espejismo.

De hecho, la apertura de Doña Perfecta orquesta la narración para convencernos de que la realidad novelesca oculta un engaño, desenmascarado por el texto del narrador. Este abre una brecha en el propio texto que deja traslucir una realidad distorsionada, nos presta sus ojos para que no caigamos seducidos por el tilín-tilín de los cuentos y sus símbolos falsos, ni confundamos los eriales con valles amenos. Siguiendo a Rey, que persigue el brillo de la estrella de Orbajosa, Rosario, hasta la Urbs Augusta, observamos que la ciudad es un mal construido nacimiento, resalta demasiado el cartón piedra de que está hecha, «el río ceñía [la ciudad], como un cinturón de hojalata» (pág. 7). Rey que comparte la focalización con el narrador es aun más gráfico: «-El aspecto de su patria de usted [Licurgo] -dijo el caballero examinando el panorama que delante tenía-, no puede ser más desagradable. La histórica ciudad de Orbajosa, cuyo nombre es, sin duda, corrupción de Urbs augusta, parece un gran muladar» (pág. 8).

Las citas indican la existencia de un modo alternativo de concebir Orbajosa y lo orbajosense, aportan una estimación de la realidad desveladora del horroroso declive de una ciudad castellana (la episcopal Orbajosa) y del fracaso del sistema de convivencia retrógrado vigente en determinadas regiones de la España decimonónica. El narrador galdosiano enunciaba, cincuenta años antes de que lo poetizara Antonio Machado en los inolvidables versos de Campos de Castilla (1912), la ruinosa pervivencia del pasado incrustado en la naciente España materna, el óxido simbólico ríe las armaduras de la nación imperial de antaño -las que el coronel Aureliano Buendía encontrará arrumbadas en tierras colombianas. Pérez Galdós en las llamadas novelas de la primera época elaboró una perspectiva que duplica la realidad vital, en sus facetas política y social, diametralmente opuesta a la del teatro del Siglo de Oro, de Lope de Vega por ejemplo, cuyo código rige perenne en Orbajosa -y en la novela idealista española en general, de José María de Pereda o de Juan Valera5. Desenmascaró el sistema de valores uniforme, gobernado por el principio unitario de la subyugación del individuo a la autoridad, el propuesto en Doña Perfecta, a uno derivado de una visión del individuo libre para encontrar su camino.

Recordemos que el debate filosófico del siglo XIX consistió, en términos generales, en el enfrentamiento de interpretaciones del mundo derivadas de dos concepciones refractarias: situamos a quienes apoyaban sus argumentos en un sistema de valores fijo, inmutable, de acuerdo el cual se regularizaba la sociedad, frente por frente a los pensadores que a la hora de elaborar su cosmovisión inyectaron la capacidad de la persona para conformar la propia e individual actitud ante el mundo. Con todo, predominó la mezcla de posturas y no su enfrentamiento6, los mejores pensadores (Kant, Fichte, Hegel, Schopenhauer, Marx, Comte, Mill, Spencer, Nietzsche, Kierkegaard) mudaban de posición en un perpetuo vaivén dialéctico. Si compulsamos el posible reflejo de tal situación en la actitud autorial adoptada por los escritores españoles al crear sus universos inventados, encontramos que los novelistas de la generación anterior a la de don Benito prefieren adoptar la primera posición, aceptando las prescripciones clásicas, las defendidas por los poderes establecidos, la Iglesia en particular. Galdós, sin embargo, refleja esa actitud dual característica del pensamiento decimonónico; admite, en ocasiones, la validez universal de ciertos valores, y, en otros momentos, los rechaza afirmando el valor de la conciencia individual, la cual los adapta a las circunstancias, y la considerable transformación sufrida por los conocimientos a causa del progreso científico e intelectual.




Carácter y formalización del conflicto ideológico

Las interpretaciones críticas de Doña Perfecta tienden a olvidar, en primer lugar, ese segundo componente estructural del pensamiento decimonónico, paralelo al enfrentamiento de sistemas definidos por mutua exclusión; y en segundo, la creciente corriente que afirmaba la importancia del sujeto y de cómo éste moldeaba las verdades universales recibidas con los conocimientos obtenidos cada día, por la prensa o en las tertulias, de los descubrimientos ocurridos en las diversas ramas del saber -era la época del Progreso- que las cuestionaban.

Precisamente, don Benito escribió la obra basándose en los planos de la novela de tesis, apta para formalizar lo doctrinal, aunque por las presiones a que somete a los protagonistas reconocemos que una ideología sintética, basada en la conciencia de la persona, acaba por sustituir a la confrontacional7. En otras palabras, rearregló la casa de la ficción capacitándola para admitir los conflictos íntimos, las respuestas individuales a los conflictos planteados en la vida social y en la existencia particular. Acabará por abandonar la ideología, entendida en el sentido restrictivo, un sistema de creencias inamovibles, para dotarla de una flexibilidad emanada del fluir histórico, que tiene en cuenta los efectos producidos por el mundo, la historia, en el individuo.

Antes de entrar de lleno en el análisis de la obra, permítaseme identificar un principio textual, al que pronto convocaremos en el análisis. Todas las grandes novelas, desde El Quijote a Madame Bovary o La Regenta, albergan en sus páginas la consagración de un canon novelístico al lado del destronamiento de modos discursivos llamados a retirar. La creación cervantina absorbió el libro de caballerías al igual que la novela realista/naturalista, ejercida por Gustave Flaubert y Clarín, cautivó a la ficción romántica. El texto ficticio, por tanto, lleva inscrito otro texto -el intertexto-, dirigido por un sistema de valores distinto, con el que entabla un diálogo, mediante el cual -y en divergencia con él- irá haciéndose, labrando su perfil.

El patrón literario predominante en Doña Perfecta responde inicialmente, en la variedad de la confrontación, al de la novela de tesis, la cual, de acuerdo con la denominación de Sisan Suleiman, es aquella donde chocan dos maneras contrapuestas de entender la realidad, siendo las dos absolutas e irreconciliables -texto versus intertexto-. Las palabras y las opiniones del narrador y de Rey, el protagonista, constituyen el texto; lo dicho por los habitantes de Orbajosa, sobre todo por doña Perfecta Rey, viuda de Polentinos, y el canónigo don Inocencio Tinieblas, contiene el intertexto, la oposición ideológica y discursiva intratextual a lo narrado en el texto dominante. El discurso principal, de mayor flexibilidad, se enrosca al/entre el intertexto, vertebrado por la inmovilidad ideológica, para exprimirte el veneno intelectual y formal.

La ideología, entendida en su primera acepción, de un sistema de valores de aplicación universal pensado para regir la vida social, se convierte en material novelable cuando hace pie en la realidad ficticia. Se incorpora a Doña Perfecta con suma discreción, en la intimidad de la entrañable correspondencia cruzada entre Juan Rey y su hermana, donde convienen en lo deseable de la unión matrimonial de sus descendientes. Pepe Rey, el hijo del abogado, se entera del proyecto leyendo una carta de doña Perfecta: «Mi tía quiere que me case con Rosario» (pág. 11). A lo que puntualiza don Juan: «-Ella contesta aceptando con gozo mi idea -dijo el padre conmovido-. Porque la idea fue mía» (pág. 10). La recepción de tan nobles oficios parece inmejorable: «¿no ves lo que dice? "por ser tú un joven de singularísimo mérito, y su hija una joven aldeana, educada sin brillantez ni mundanales atractivos"» (pág. 10). No obstante, la modestia de la tía adscribe a la unión sentimental un elemento de tirantez: la falta de equilibrio existente entre el «singularísimo mérito» del ingeniero y la «educación sin brillantez» de una «joven aldeana».

A nada de llegar Pepe a Orbajosa, notamos que la tía continúa dirigiéndose al sobrino poniendo énfasis en lo negativo: «-Si almuerzas fuerte -le dijo doña Perfecta con cariñoso acento-, se te quitará la gana de comer. Aquí comemos a la una. Las modas del campo no te gustarán» (pág. 14). Es la semilla de la discordia que asoma, pero aunque Perfecta personaliza e interpreta los gustos del sobrino, éste afirma sus deseos de adaptarse a las costumbres de la vida de provincias. Su respuesta es prístina: «Me encantan [las modas del campo], señora tía» (pág. 14). Todos estos tanteos introductorios armonizados por el tema del beatus ille, el conocido locus retórico, los elevará a un plano ideológico el señor Penitenciario de la Catedral de Orbajosa, don Inocencio, persona estimada en la casa de la viuda de Polentinos, al hilvanar en sus palabras lo personal con una apreciación particular del mundo. Cuando el joven sugiere que una inyección de capital vitalizaría a Orbajosa, el cura le responde gustoso:

«-En tantos años que llevo de residencia en Orbajosa -dijo el clérigo frunciendo el ceño-, he visto llegar aquí innumerables personajes de la Corte, traídos unos por la gresca electoral, otros por visitar algún abandonado terruño, o ver las antigüedades de la Catedral, y todos entran hablándonos de arados ingleses, de trilladoras mecánicas, de saltos de agua, de bancos y qué sé yo cuántas majaderías. El estribillo es que esto es muy malo y que podía ser mejor. Váyanse con mil demonios, que aquí estamos muy bien sin que los señores de la Corte nos visiten, mucho mejor sin oír ese continuo clamoreo de nuestra pobreza y de las grandes maravillas de otras partes... Ya sé que tenemos delante a uno de los jóvenes más eminentes de la España moderna, a un hombre que sería capaz de transformar en riquísimas comarcas nuestras áridas estepas.»


(Págs. 15-16)                


Aparte de notar en la última frase las semejanzas expresivas del cura y la tía, la falsa modestia de esas «áridas estepas» y del superlativo «riquísimas» (¿quién soplaría a la dama los conceptos estampados en la carta?), asistimos al aumento del disentimiento a causa del añadido elemento ideológico, que plantea abiertamente el enfrentamiento de los orbajosenses y los forasteros, de las dos Españas, la tradicional y la moderna. El antagonismo gana terreno con velocidad, lo que hasta entonces pasaba por meras desarmonías abstractas entre el campo y la ciudad (el desarrollo o retraso industrial del país), se convierte en cuestión de principios:

«la ciencia tal y como la estudian los modernos, es la muerte del sentimiento y de las dulces ilusiones. Con ella toda la vida del espíritu se amengua; todo se reduce a reglas fijas, y los mismos encantos sublimes de la naturaleza desaparecen. Con la ciencia destrúyese lo maravilloso en las artes, así como la fe en el alma.»


(Pág. 18)                


Esta filípica del canónigo, representativa de muchas que adornan el libro, plantea una de las cuestiones palpitantes de la pasada centuria, el debate entre la religión y la ciencia, y sienta los cimientos ideológicos del intertexto. Coloca el estandarte de la fe a modo de insignia ante la que todo ser humano debe arrodillarse. La respuesta de Pepe acude presta:

«Dirija usted la vista a todos lados, señor penitenciario, y verá el admirable conjunto de realidad que ha sustituido a la fábula. El cielo no es una bóveda, las estrellas no son farolillos, la luna no es una cazadora traviesa, sino un pedrusco opaco; el sol no es un cochero emperejilado y vagabundo, sino un incendio fijo. Las sirtes no son ninfas, sino dos escollos; las sirenas son focas, y en el orden de las personas, Mercurio es Manzanedo; Marte es un viejo barbilampiño, el conde de Moltke; Néstor puede ser un señor de gabán que se llama monsieur Thiers; Orfeo es Verdi; Vulcano es Krupp; Apolo es cualquier poeta. ¿Quiere usted más?»


(Pág. 19)                


Cavadas las trincheras, establecido el frente, comienza un persistente fuego graneado. Los proyectiles los conocemos de sobra, el contraste entre la corrupción ciudadana y la inocencia rural, los peligros de la ciencia y las virtudes de la fe, etcétera. Jacinto, un cachorrillo apenas destetado de la escuela de Leyes, sobrino del canónigo, aportará a la discordia una de las municiones de mayor calibre. De buenas a primeras, a boca de jarro, le espeta a Pepe un inquisitivo dardo: «Dígame el señor don José, ¿qué piensa del darwinismo?» (pág. 27). El ingeniero finge ignorancia y elude la contestación, reconociendo por el silbido del proyectil el daño que pudiera causar.

Especular que Pepe Rey rehúye el cuerpo a cuerpo con Jacintito encubriendo alevosamente sus verdaderos sentimientos, pues vive en profundo desacuerdo con la tía, el clérigo y el sobrino, sería desacertado. La actitud del joven, por el contrario, concuerda con la de la mayoría de los intelectuales españoles del ochocientos con respecto al debate filosófico aludido y con las normas de una prudencia elemental. En concreto, y respecto a la cuestión del darwinismo8, Pepe Rey adopta una posición moderada, asimila los cambios introducidos en la concepción del mundo por los descubrimientos científicos, reservando el soplo que insufla vida a lo creado para Dios, con lo que el papel central de la religión queda salvaguardado. En consecuencia, la diferencia entre la tía y el sobrino disminuye; ella, a pesar de todo, nunca cesa de pincharlo con indirectas: «Me guardaré muy bien de vituperarte que creas que no nos crió Dios a su imagen y semejanza, sino que descendemos de los micos» (pág. 29).

Sólo cuando acosado pierda la paciencia, se enfrentará con lo religioso, apareciendo descreído. Aunque su actitud más que descreimiento refleja la interpretación del mundo bajo una lente secular decimonónica y conserva intactos los lazos que unen al hombre con Dios, la relación de la criatura con su creador. Cambia la manera de apreciar el reflejo de lo trascendente en el mundo; en una de las explosiones de Pepe escuchamos su diagnóstico patológico de la enfermedad padecida por la España tradicional, al tiempo que efectúa una trasculturación de la perspectiva intelectual tradicional a una moderna:

«No hay ya más bajada al infierno que las de la geología, y este viajero, siempre que vuelve, dice que no hay condenados en el centro de la tierra. No hay más subidas el cielo que las de la astronomía, y ésta, a su regreso, asegura no haber visto los seis o siete pisos de que hablan el Dante y los místicos y soñadores de la Edad Media. No encuentra sino astros y distancias, líneas, enormidades de espacio, y nada más. Ya no hay falsos cómputos de la edad del mundo, porque la paleontología y la prehistoria han contado los dientes de esta calavera en que vivimos y averiguado su verdadera edad... Todos los milagros posibles se reducen a los que yo hago en mi gabinete, cuando se me antoja, con una pila de Bunsen, un hilo conductor y una aguja imantada. Ya no hay más multiplicaciones de panes y peces que las que hace la industria con sus moldes y máquinas, y las de la imprenta, que imita a la Naturaleza sacando de un solo tipo millones de ejemplares. En suma, señor canónigo del alma, se han corrido las órdenes para dejar cesantes a todos los absurdos, falsedades, ilusiones, ensueños, sensiblerías y preocupaciones que ofuscan el entendimiento del hombre.»


(Pág. 19)                


Al igual que el narrador invitaba al comienzo a que abriéramos los ojos, Pepe convida ahora a que contemplemos las mistificaciones históricas, la visión medieval del mundo, y su desajuste con las actitudes e ideas en curso.

Hasta aquí he identificado a Pepe Rey con el narrador, al sujeto de la enunciación y el del enunciado, y he esquivado la mención de otro escriba y personaje importante, don Cayetano Polentinos, cuñado de Perfecta, en cuya casa habita dedicado en cuerpo y alma a escribir una magna historia, los Linajes de Orbajosa. Los dos, el narrador y Cayetano, escriben la historia guiados por presupuestos distintos de lo que esa actividad sea9; el texto del narrador enmarca el discurso de Pepe Rey, formaliza la confrontación, y afianza la defensa de la tesis progresista; el de Polentinos, en contraste, historia los acontecimientos cívicos y funciona de intertexto paródico. Supone el traslado el terreno pseudohistórico de las falsedades descubiertas por Pepe, el comentario irónico que marca la distancia entre lo contado y lo ocurrido. Veamos un botón de muestra: «Gracias a mí, se verá que Orbajosa es ilustre cima del genio español. Pero ¿qué digo? ¿No se conoce bien su prosapia ilustre en la nobleza, en la hidalguía de la actual generación urbsaugustana?... La caridad se practica aquí como en los tiempos evangélicos; aquí no se conoce la envidia, aquí no se conocen las pasiones criminales» (pág. 54).

De los personajes galdosianos menores, Cayetano Polentinos es uno de mis favoritos. Este ente vive encerrado en el egoísmo del erudito, preocupado por las minucias de la historia (con minúscula de nota a pie de página), consumido por la triste emoción nacida del hallazgo de tintos mezquinos e insignificantes. Le falta esa solidez que concede el trato de hombre a hombre (de mujer a mujer), carnal, la sensualidad de un rayo de sol, la risa, el ejercicio o la excitación producida por una conversación absorbente -¡Estupiñá!-. Un escriba así, de vitalidad deficiente, resulta el perfecto historiador para inscribir con letra muerta el alma sin espíritu de Orbajosa, el recuento de una historia en que los antecedentes aducidos, al faltarles fundamento alguno, a no ser las supercherías y lugares comunes de una religiosidad trasnochada, desfilan por el texto disfrazados de grotescos fantasmas de antaño.

La novela concluye con un fin y con un «final». El primero acontece en el capítulo XXXI, cuando doña Perfecta ordena a Caballuco la muerte de Pepe Rey: «-Cristóbal, Cristóbal..., ¡mátale! Oyose un tiro. Después otro» (pág. 106 ). A continuación, el capítulo XXXII, titulado «final», lo ocupan las cartas de Cayetano Polentinos a un amigo explicando la muerte de Pepe, achacada inicialmente a un suicidio. Cumplen la función de sustituir el texto por el intertexto y mostrar que la historia escrita por Polentinos distorsiona la realidad, manifestando que la verdad histórica ni se puede descubrir a partir de unos preceptos ni hacer que la realidad se adapte a ella, sino viceversa. La historia de Cayetano Polentinos, el falso cronista10, supone, en fin, una burla de la versión fidedigna de los sucesos del narrador.

Se cierra el libro con un exemplum, contenido en el capítulo XXXIII, que cito completo: «Esto se acabó. Es cuanto por ahora podemos decir de las personas que parecen buenas y no lo son» (pág. 111). Probada la tesis, la sentencia final subraya con gruesos trazos la razón del caso entablado por el narrador contra las Orbajosas repartidas por la geografía imaginaria de España. El texto conquista y derrota en toda línea al intertexto: la tesis queda probada, los asesinos de Pepe Rey parecen condenados a la infamia, su ideología, que tan sutilmente fue tejiéndose en el trato personal hasta acabar dominándole, queda desacreditada, su manera de historiar los acontecimientos igualmente desprestigiada.




El nuevo azogue del espejo de la ficción

A la novela descrita hasta aquí le falta algo. Decir que Doña Perfecta ofrece un campo de batalla donde se baten un discurso liberal y uno tradicionalista no agota ni con mucho las impresiones lectoriales. Excluye el horizonte donde la claridad y la oscuridad, las dos tesis contrapuestas, confluyen y se difuminan, ese ambiente pre-expresionista que permea la obra, reminiscente de cuadros del tipo de los de Gaspar David Friedrich, de espacios cargados de nieblas que matizan el humor ambiental de la escena. Allí donde la novela de tesis y la sensibilidad pasional, remanente del romanticismo, cohabitan, al tiempo que la obra encuentra un equilibrio renovador, una conciencia narrativa moderna, de donde fluye su encanto, que permite al lector sintonizar con el mundo creado y no sólo escuchar sus truenos ideológicos.

Apenas leída la primera página, yendo en compañía de Pepe Rey por el camino de Orbajosa, sentimos la presencia de un fuerte sustrato emotivo [Bly 1986, 141], las tierras desapacibles y los caminos tortuosos parecen propicios para una mala sorpresa. Refuerzan nuestro desequilibrio sensorial las dos figuras recurrentes en el texto, la hipérbole y la redundancia, utilizadas por el narrador y por los personajes para fustigarse mutuamente, sacar de quicio las emociones que el decir calmo controla. Cuando al escribir Perfecta que Pepe Rey es un joven de «singularísimo mérito» (pág. 10) el superlativo transmite una apreciación que ella no sabe canalizar sin un matiz arrebatado.

La fábula novelesca viene tejida con hilos bastante delgados; a la falta de complejidad de las monolíticas oposiciones ideológicas se suma la escasez de sucesos en la trama. Fuera de los amores de Rosario y Pepe, de escasísimo desarrollo (y el habido ocurre a hurtadillas del lector y del resto de los personajes) poco más hay. En contrapartida, la tensión pasional latente en la novela conmueve, el fuego lento que añade combustible a los enfrentamientos ideológicos del texto (el discurso del narrador) y del intertexto (el discurso que choca con el del narrador, perteneciente al círculo de doña Perfecta). Llamaremos a esa combustión subyacente el subtexto, lo que desde la sombra condiciona al texto implícitamente.

Con el desenlace a la vista, en el capítulo XXVI, titulado «María Remedios»; el narrador desvela el origen de las corrientes ocultas, las aguas subterráneas que hacen del suelo de Orbajosa un barrizal: «Cuando vemos arrebatadas pasiones en lucha encubierta o manifiesta, y llevados del natural impulso inductivo que acompaña siempre a la observación humana, logramos descubrir la oculta fuente» (pág. 91). Y esa pasión era el amor maternal de Remedios, el ansia de casar a Jacinto con Rosarito. Se trata, en principio, del natural instinto de una madre, del deseo de quien «había sido lavandera en la casa de Polentinos» (pág. 92) de entroncar a su vástago con la heredera de los señores.

Junto al afán materno de colmar el orgullo personal, el subtexto ilumina una segunda fuente de tensión: el ansia de riqueza (pasional también). Acabado de llegar a Orbajosa, Pepe se siente enrejado en una tela de araña de intereses, en la que caerá prisionero. Sin haber deshecho todavía el equipaje, Licurgo, el criado que lo recogió en la estación, saca a colación un pleito que trae contra él. Doña Perfecta misma evidencia la fuerza del incentivo monetario el perdonar a sus aparceros rentas atrasadas a cambio de que contribuyan a la causa reaccionaria, levantándose en armas contra el poder de Madrid. El interés económico, pues, está presente a lo largo de la novela.

María Remedios e Inocencio repasan con fruición los pingües beneficios que les aportaría el emparentamiento con los Polentinos: «siete casas del pueblo, de la dehesa de Mundogrande, de las huertas del cortijo de Arriba, de la Encomienda y demás predios urbanos y rústicos que posee esa niña» (pág. 94). Por conseguir la dignidad y el poder que otorga la riqueza, don Inocencio crucificó al forastero: «Ya sabes, Remedios, que la puse la proa» (pág. 94). Estas confidencias de última hora -página- amplían la extensión del subtexto, explicando mejor por qué Pepe Rey fue la diana de la enemistad encubierta, forzado a luchar con un enemigo emboscado.

Cabe igualmente adscribir al subtexto la nefasta experiencia matrimonial de Perfecta Rey de Polentinos. Sabemos que su marido ni morir la dejó en la ruina, tras malgastar en el tapete verde una regular fortuna. Con esfuerzo y la ayuda del hermano, la viuda reflotó el patrimonio familiar, devolviéndole crecida su antigua prosperidad. El resentimiento hacia el marido, las inevitables heridas y cicatrices producidas en la lucha por la vida incrementan ese trasfondo emocional, y quizás influyen en su oposición a Pepe, para quien alcanzar la felicidad equivale a extender la mano y arrancar del árbol la fruta en sazón.

El subtexto de una novela -o de cualquier escrito, la Constitución de los Estados Unidos, por ejemplo-11, lo compone el crítico con cuanto quedó sin expresar, lo tácito, que informa a lo dicho vía su consciente exclusión. En Doña Perfecta encontramos un caso híbrido; durante cien páginas, de las ciento once de que consta la edición manejada, el móvil económico brilla por su ausencia; sin embargo, el lector percibe su sombra. Circunstancia que dice bastante del tipo de obra que Galdós pretendía escribir, una donde predominara la lucha de ideas. Sólo cuando la novela iba avanzada y el conflicto a banalizarse en la unicidad significativa de la novela de tesis, el lector descubre en el trasfondo subtextual motivaciones iluminadoras de una mayor latitud de lo humano.

Al salir del terreno de lo implícito, del entredicho, los impulsos pasionales primarios y aflorar en el texto, las posiciones filosóficas mantenidas desde el comienzo quedan relegadas a favor de un descenso hacia la contingencia de lo humano. La lucha entre la Ciencia y la Religión, tan ferozmente entablada, acaba en tragedia para Pepe Rey, asesinado por un matón; los instigadores del crimen, Inocencio y Perfecta, terminan destruidos en un mar de remordimientos, víctimas de su propia conciencia, el castigo se lo imponen a sí mismos, les viene de dentro, de su conciencia, y no de fuera.

Doña Perfecta ofrece, en resumen y como ya apunté, una base emocional, subjetiva, sobre la que se cuaja una novela de tesis, a la que los ímpetus del romanticismo prestan su impulso. Afortunadamente, esos planos, revisados por el autor, sirvieron para orientar toda esa emocionalidad hacia la redefinición del ser, uno en que predomina la conciencia como guía de la conducta personal.

Correspondiendo con la decidida actitud de los intelectuales españoles del XIX de borrar la cara de Dios de la faz de la tierra, la Iglesia y los altos escalones de la sociedad organizaron una defensa cerrada del statu quo contra la secularización. La novela idealista contribuyó a esa defensa. Galdós, por el contrario, encaminó la ficción nacional hacia un mejor equilibrio entre la realidad y su representación. Los efectos del cambio influyeron profundamente en las formas narrativas, transformándolas radicalmente. Además del acrecentamiento de las técnicas narrativas conducentes a prestar una superior verosimilitud a lo contado, al adoptar el narrador la actitud de testigo, o el aporte de documentos, las mencionadas canas, por ejemplo, utilizadas con el fin de corroborar lo dicho por un conducto «independiente» y el resto de los recursos típicos del primer realismo decimonónico, la mudanza esencial en el arte narrativo ocurriría cuando Galdós permite al texto transmitir una valoración renovadora del mundo, elaborada desde dentro, al escribir, citando el hombre busca equilibrar los deseos íntimos con las convicciones y creencias impresas en nuestra conducta por vía de la educación, la familia, las convenciones sociales, etcétera. La novela se convertirá así en el vehículo de la expresión de los anhelos íntimos de sus moradores.

La mejor evidencia del cambio en Doña Perfecta la hallamos en una situación, que Galdós había esbozado con anterioridad en La corte de Carlos IV, escrita en 1873 [Germán Gullón 1984, 50], donde el personaje tiene que habérselas con las consecuencias de sus actos. Leamos la reacción del ingeniero Rey: «Soy un miserable, porque es un miserable quien carece de aquella poderosa fuerza moral contra sí mismo, que castiga las pasiones y somete la vida al duro régimen de la conciencia» (pág. 100) -en confesión epistolar a su padre. Por encima de las ideas asoman las maneras de ser: «Ya no soy aquel a quien una educación casi perfecta dio pasmosa regularidad en sus sentimientos», añade Pepe.

Galdós invierte el texto, que abandona los rieles de lo ideológico y marcha ahora a su aire, enseñando las costuras emocionales, los efectos del mal desencadenado. Don Inocencio Tinieblas, el cura reaccionario, alejado de todos, se oculta, abatido por el remordimiento, a sufrir en soledad; doña Perfecta pierde a la locura el objeto de su amor, Rosario; Pepe entregó la vida, sabiendo que el descontrol de la conducta conllevaba un alto precio. Desprovisto el ser de las muletas ideológicas, el sentir y la reflexión sustituyen a los impulsos pasionales.

Coincidiendo con el cambio de signo en la ficción, Galdós comenzó a utilizar una de las técnicas que luego manejaría con impecable soltura, el monólogo interior. Las dos citas de Pepe transcritas arriba, que son parte de las cartas donde el joven confiesa al padre su culpa en el asunto, suponen un anticipo de tal procedimiento y desempeñan el mismo papel. Cabría denominarlas pre-monólogos interiores, ya que auscultan con igual habilidad las profundidades del ser consciente, y proclaman con fidelidad el estado de la narrativa galdosiana, cruzando el borde hacia la novela de acción interior. Con estas técnicas el discurso de ficción realista recibía el azogue apropiado para las funciones que se le encomendaban: reflejar un mundo secularizado.

University of Pennsylvania







 
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