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Teoría de la novela en la novela española última (Martín-Santos, Benet, Juan y Luis Goytisolo)

Gonzalo Sobejano





Por teoría suele entenderse el «conjunto organizado de ideas referentes a cierta cosa o que tratan de explicar un fenómeno» (teoría de la relatividad, por ejemplo) o bien el «conjunto de conocimientos sobre cierta actividad, separados de la práctica de ella» (se puede conocer, por ejemplo, la teoría de la pintura sin ser pintor). Me refiero aquí a esta segunda acepción, pero no como separada de la práctica, sino precisamente como incorporada a ella: teoría de la novela dentro de la novela; conocimientos sobre la actividad del novelar que pueden hallarse no fuera de las novelas sino en las novelas de cuatro autores españoles cuya vigencia actual me parece fuera de duda. Descontando a Luis Martín-Santos, que murió en 1964, a los cuarenta años de edad, los otros tres están en una edad que va de los cuarenta y ocho a los cincuenta y cinco años. Pertenecen así, los cuatro, a una misma generación, y no ignoro que hay en España novelistas más jóvenes que pudieran representar más propiamente la novela «última», pero la verdad es que su vigencia es hoy inferior a la de aquéllos: ya la lograrán en su momento. En cuanto a novelistas de más edad, como Cela, Delibes o Torrente Ballester, si aquí no se incluyen no es porque carezcan de vigencia ni porque algunas de sus novelas no presenten interés en relación con el tema propuesto, sino porque no han sido ellos los promotores de esa incorporación de la teoría novelística a la novela (promovieron otros cambios muy fecundos, pero no éste).

Es cosa sabida que, de veinte años a esta parte, la novela española se ha ido haciendo cada vez más autotemática, metafictiva o escritural (autorreferencial es otro nombre que se le ha dado). Quiere ello decir que han ido apareciendo en este tiempo novelas cuyo tema es la elaboración de la novela misma, o que reflejan a la vez que exploran el proceso fictivo, o que exhiben con detenimiento la operación de escribir su texto, o que pretenden llamar la atención del lector hacia el mundo autónomo por ellas creado y no hacia el mundo que está más allá de sus lindes. Lo que esto tenga o haya tenido de «moda» importa muy secundariamente. Lo principal sería el modo en que el fenómeno se ha verificado y, también, lo que el proceso pueda revelar.

Que la teoría de la novela, o la reflexión autocrítica, halle lugar dentro de una novela, no es en sí nada nuevo, y huelga recordar que ya en el Quijote el escrutinio de la librería, los coloquios sobre los libros de caballerías, las reflexiones acerca de cómo se fue componiendo la historia del ingenioso hidalgo o los comentarios de la segunda parte en torno a la recepción de la primera, son teoría y autocrítica. En nuestro siglo baste mencionar a Gide y a Proust, y en el mundo hispánico a Azorín, Unamuno o Cortázar.

Ahora bien: desde La familia de Pascual Duarte (1942) hasta, digamos, Tormenta de verano (1962), ese volverse la novela sobre sí misma para hacer sentir que no sólo se está leyendo la escritura de una aventura sino también la aventura de una escritura, apenas se encuentra. En el mismo año 1962 se publica Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos, que el consenso general estima como punto final de la novela socialrealista y principio de otro paradigma novelístico (estructural o dialéctico) a partir del cual se reduce el testimonio sobre la realidad inmediata y cobra fuerza la pesquisa intelectiva acerca de los modos y fines pertinentes a la novela.

Tiempo de silencio contiene meditaciones sobre el destino de Cervantes, pasajes de corte ensayístico sobre la fiesta de los toros, la venganza, el fracaso, el ascetismo ibérico, una sátira de la labor cultural de Ortega y Gasset (demasiado célebre para ser recordada); y ciertas páginas ambientadas en el café literario más visitado de Madrid brindan ocasión al autor para deplorar el vacío seudoclásico y la pobreza del «bajorrealismo» español carente de estilo. Pero Tiempo de silencio interesa más como práctica que como teoría de un nuevo modo de novelar. La teoría puede inducirse, pero no está expresa.

Distinto, y muy notable, es el caso de la segunda y última novela de Martín-Santos, Tiempo de destrucción, no publicada hasta 1975 en el estado inconcluso en que el autor la dejó. La novela, en principio, iba precedida de un prólogo que se fingía escrito por quien iba a ser el narrador de la historia entera: un sujeto (amigo de Agustín, el protagonista) que actuaba de testigo y relator. Así empezaba el prólogo: «Desaforado y loco me parece el intento de dar cuenta de todo lo que importa en la historia de Agustín. No sé si puedo ser capaz de hacerlo correctamente, ni si mi visión del personaje, un tanto nublado por el afecto, podrá ser de interés para el lector» (143)1. Se esboza en este prólogo una teoría de la biografía según la cual ésta sólo es digna de escribirse cuando se busca «una figura interior» del biografiado, el cual tiene que haber sorprendido al biógrafo para que éste pueda trasmitir al lector su sorpresa. Si no se intenta definir la condición simbólica de Agustín, se plantea al menos esa condición, se declara el propósito de renunciar a la habitual secuencia cronológica y se opta por un ritmo musical: «Una sucesión de temas de los que algunos se repiten y se amplifican a lo largo del tiempo, mientras que otros apenas iniciados caen en un definitivo silencio» (153). El testigo resume la intención de la tarea, emprendida con tanto entusiasmo como escrúpulo: «Que este hombre sea capaz de demostrar una enajenación en el mismo momento en que originalmente se libera de ella como otros no hubieran podido y siendo el mismo que ellos, es lo que nos importa» (154). Y, en fin, previendo que el lector pueda cansarse de largos preámbulos y necesite, como el vampiro, un poco de carne con que cebar su curiosidad, inicia el relato del siguiente modo:

«El taxi baja despacio por la Gran Vía hacia la Plaza de España. Hay muy poca luz. Sólo las luces de dos o tres autos que suben en dirección contraria. Pasa otro taxi con la llama de su gasógeno asomando por la boca roja -de siete por quince centímetros-, violando provisionalmente la compacta oscuridad. (Acabo de elegir como técnica de narración la objetivista). Ella llena, muestra un rostro inmóvil encima de su traje de seda negro, muy escotado»


(155). Etc.                


¿Se trata de un «prólogo» o de ese borrador destinado a la eliminación y en el que el novelista se plantea reflexivamente el sentido de la labor que está iniciando? Si se tratase de esto último, no podríamos hablar de teoría de la novela incorporada a la novela. Cualquier escritor hace anotaciones en el curso de su «work in progress» para luego archivarlas o arrojarlas a la papelera.

Cabe, sí, notar que en esas páginas iniciales el narrador-testigo oscila entre dirigirse al lector o dirigirse a sí mismo. Lo hace a sí mismo cuando diserta sobre el posible valor simbólico del destino de Agustín. Lo hace al lector cuando cavila un poco más adelante: «Pero me empieza a asustar este largo exordio del que lo menos que podrá pensar el lector prudente, es que se coloca al narrador en un disparadero dificultoso, pues lo que está prometiendo deberá ser cumplido y la escasa gracia o importancia de lo que pueda venir luego le llegará a provocar cólera e irritación» (154).

Basta que Martín-Santos tuviera la intención de empezar de esta manera, enderezando al lector un largo prólogo autocrítico, para que podamos ver cómo, en 1963, hace veinte años, germinaba de nuevo ese tipo de novela que acompaña la narración con reflexiones acerca de la narración.

La extensa parte de texto que el autor revisó en forma definitiva no va precedida, en la edición de J-C Mainer2, por el aludido prólogo. Pero Mainer adjunta a esa parte versiones anteriores de capítulos y fragmentos de incorporación indeterminada. Un fragmento bastante largo -«(Reflexión del narrador)», 219-31- prueba que la primitiva idea del escritor era hacer asistir al lector a sus reflexiones. Es continuación del prólogo, después de haber entregado al lector-vampiro el capítulo primero (que en la versión corregida figura en segundo lugar): aquel capítulo en que con técnica objetivista se narraba la escena del intento frustrado de iniciación sexual de Agustín con una prostituta:

«Llegado a este punto, debo reflexionar sobre la marcha de mi narración y no encuentro nada reprensible en el hecho -por lo demás no tan inusitado- de que el lector asista a mis reflexiones y comprenda mejor la dinámica interna de este libro conociéndola en statu nascendi, en el mismo momento en que en mí -humilde narrador- tal dinámica se hace asequible y eficaz».


(219)                


El fragmento, que contenía extensas consideraciones sobre las varias figuras protagónicas desechadas por el narrador y acerca de por qué escogió al joven juez Agustín, no subsistió dentro del texto revisado. Tampoco subsistieron tres párrafos de la versión primitiva del capítulo 4, que eran autocríticos y de mucho interés para comprender el distanciamiento de Martín-Santos respecto de la técnica objetivista: reconocía que ésta transmitía «una atmósfera vagamente trágica» al suponer la no existencia de centro consciente en el interior de los cuerpos humanos, pero en seguida optaba por referir de nuevo la escena de la iniciación sexual «de una manera menos ambigua», y así lo ejecutaba. «Este hacer y rehacer (aclaraba) no proviene de voluntaria arbitrariedad ni del deseo malicioso de hacer más difícil la lectura, sino de lo que me parece importante» (pp. 255-267).

Me he detenido en estos pormenores porque, según prueban los textos citados, el primer propósito del novelista fue incluir en su novela sus reflexiones acerca de la misma (hecho «no tan inusitado»). Pero como se deduce de las partes revisadas, Martín-Santos se retractó del propósito y excluyó al fin tales reflexiones. No renunció a experimentar distintas técnicas, pero sí a explicitar los experimentos en discurso metafictivo. Y del fenómeno de inclusión-exclusión que acabamos de apuntar parece inferirse que el novelista no tenía confianza en la madurez de sus lectores para aceptar junto a la escritura de la aventura la aventura de la escritura. O bien, que él mismo no se sentía capacitado para salir airoso de una tarea tan poco habitual en aquellos tiempos. La timidez se extiende a la crítica en general: ideas y razonamientos sobre las complicidades sociales y la pasión de clarividencia, la dialéctica del siervo y el señor, la brujería, la historia de España, la muerte de Dios, se moldean en diálogo, discurso indirecto o monólogo interior, pero nunca por la voz del narrador, que, como no es impersonal, sino un personaje más (un testigo) adopta la función meramente transmisora.

Juan Benet representa un caso especial que cabe situar entre el escrituralismo germinal de Martín-Santos (inclusión-exclusión) y el terminal y desencadenado de los hermanos Goytisolo (en Juan Goytisolo admisión de la teoría, en Luis integración de ésta). Lo característico de Benet es, a diferencia de sus compañeros, que introduzca en sus novelas la teoría novelística por vía de alusión.

Benet es autor de todo un libro de materia literaria, La inspiración y el estilo (1965) y de otros en que se contienen luminosos ensayos sobre novela y narrativa: Puerta de Tierra (1970), En ciernes (1976), Del pozo y del Numa (1978), y La moviola de Eurípides (1981)3. Un joven crítico norteamericano, David Herzberger, ha estudiado la teoría novelística de Benet y de Juan Goytisolo en lo expuesto por ellos fuera de sus novelas4. No voy a ocuparme, pues, de esta teoría. Recordaré sólo algunos aspectos de ella. La novela inventa la realidad gracias al alumbramiento de la inspiración y a la eficacia del estilo propio constituido por la imaginación y el lenguaje. La mejor novela es la que representa mundo, naturaleza, sociedad y hombre como enigmas y conserva lo insondable de estos enigmas, arrastrando a la imaginación hacia aquella frontera donde otro pensamiento puede iniciar la función del conocer; su imperio es el de la incertidumbre, la novedad, la paradoja, el misterio y el azar. A cualquier crítico avezado a descubrir grupos, corrientes, paradigmas, afinidades y a hablar de la novelística como de algo aunque abstracto reconocible, tendrán que arredrarlo asertos como estos:

«La obra literaria no evoluciona, no es sustituida por otra, no dialoga, no encierra verdad alguna, no puede ser contradicha y al quedar inmersa en el medio anterior a la muerte donde sólo el error es soberano, preserva su ontogenética condición a resguardo de cualquier investigación. En la literatura, carente de evolución, no hay escuelas ni corrientes ni parentescos ni progreso. Solamente la ubicua y casi todopoderosa actitud del 'saber' establece tales categorías para provecho exclusivo de ese saber».


(Del pozo, 26)                


Como presunto crítico de novela, yo quedo arredrado en efecto ante estos axiomas, y más aún cuando intento hacer ver cómo la teoría de la novela se incorpora a la novela misma. ¿Podría ello ocurrir en novelas de Juan Benet cuando éste, en otro texto crítico, censura a Stendhal por sus intrusiones en la narración, a favor de tal o cual personaje, y le afea que rompa con su presencia «el hechizo novelístico, ese supremo don de conseguir con la escritura que se olvide la lectura para convertir al lector en testigo directo de una acción tan vivida que casi anula el carácter de la página como agente mediador» (La moviola, 91)? Reflexionar en la novela sobre lo que sea o deba ser la novela ¿no sería romper el hechizo novelístico? Podríamos, según esto, esperar que las novelas de Benet no conllevasen la más mínima proporción de teoría novelística y presumir en él el caso opuesto a Juan y a Luis Goytisolo, que teorizan en sus últimas obras de ficción frecuente y ostentosamente.

Y, sin embargo, las narraciones de Benet están henchidas de reflexión y no pocas veces encontramos en ellas claves teóricas sobre el arte de la novela. Pero la reflexión no es intrusiva: viene por la voz de un personaje o de un narrador tan impersonal que casi parece intraobjetivado en los personajes, situaciones y relaciones del mundo por la novela abarcado. Y, de otra parte, aquellas claves tampoco aparecen como intromisiones, sino en forma indirecta, a manera de alusiones, insinuaciones, comparaciones circunstanciales. En otros términos, las muchas meditaciones del autor de Una meditación pertenecen al hechizo novelístico con tanto vigor como los hechos y los destinos, y apenas hay novela suya que no albergue, como a escondidas, alguna reflexión concerniente a la esencia y eficacia de la novela misma.

Sólo unos pocos ejemplos. En Volverás a Región (1967) la hija del militar Gamallo y el doctor Sebastián hablan durante toda una noche, pero sus palabras apenas se cruzan. Y dice el narrador: «No parecía dirigirse a ella; había dejado la puerta abierta tras haberla invitado a entrar y hablaba solo, distraído y ausente» (112)5. Es la descripción parca de una circunstancia, pero que define la índole monologal del hablar de ambos personajes. Y después, la misma voz narrativa, emanación de la conciencia de los personajes transpuesta a una instancia neutra y todosabedora, habla de un momento en el que «se produce una fisura en la corteza aparente del tiempo a través de la cual se ve que la memoria no guarda lo que pasó, que la voluntad desconoce lo que vendrá, que sólo el deseo sabe hermanarlas pero que -como una aparición conjurada por la luz- se desvanece en cuanto en el alma se restaura el orden odioso del tiempo» (114). Se trata de la expresión incidental de un principio que gobierna la narrativa de Benet: la imaginaria anulación del orden crónico por un «tiempo caótico» (114).

Benet no cierra el mundo de su ficción a la realidad de la historia, pero cada novela suya es una invitación hacia lo insondable construida en sí misma como un enigma, y a ello alude el narrador refiriéndose a sus dos ensimismados interlocutores (yuxtalocutores más bien): «Tenía la sensación de que apenas escuchaba. En varias ocasiones había intercalado, como los errores y supresiones que se disimulan en un dibujo para dar lugar a un juego de adivinanzas, ciertas insinuaciones y veladuras con las que esperó despertar su interés y estimular su curiosidad» (136).

En Una meditación la única voz narrativa es la del anónimo meditador a cuya conciencia afluyen recuerdos y reflexiones en torno al mundo de Región, del que procede y al que ha vuelto en ocasiones varias. Este narrador-testigo, cuya testificación en su mayor parte no es sino pura sospecha (322), medita a lo largo de 329 páginas sin un solo aparte. Y su discurso no parece dirigirse a otro, sino a sí propio, fuera de toda sucesión cronológica, al vaivén de asociaciones en cuya formación actúa una pauta musical. Esta pauta se parafrasea a propósito de ciertas largas conversaciones entre un hombre y una mujer (que sólo mucho más tarde desembocaron en la comprobación de su amor) de esta manera:

«De forma parecida el oído extrae las mayores y mejores satisfacciones de una melodía en el momento en que conociéndola tras un limitado número de audiciones, no la sabe todavía de memoria; y cuando confundido por las variaciones sobre un mismo aire no puede por menos de aplicar toda su atención sobre unas notas muy señaladas y separadas que insinúan la matriz oculta y olvidada por el caudal de diferentes ritmos y tonos, no sólo pierde el hilo de aquella sino que por culpa de un interés demasiado polarizado renuncia a la comprensión de cada uno de los fragmentos que forman un conjunto cuyo vínculo se le ha escapado; pero al fin el aire surge, como colofón, en un nítido y solemne final que una vez entendido da plena significación a todo el variado discurso anterior, cuyos más intrincados matices cobran todo su significado, todo su orden armónico dentro de una comprensión informada por un solo pensamiento que -tal es su virtud- puede adoptar las formas más elaboradas del arte».


(157-58)6                


Si la novela descubre así su constitución musical, la dimensión enigmática queda también aludida en otros puntos: en relación con las operaciones de la memoria habla el narrador de «un relato fragmentario y desordenado que salta en el tiempo y en el espacio, que acumula datos, imágenes e impresiones» en torno a un hecho aparentemente sin trascendencia mientras omite precisiones acerca de unos años decisivos (32), y se extiende (muy a la manera de Proust) sobre la recuperación del hilo perdido gracias a la memoria involuntaria más que al esfuerzo reconstructor (33).

Criticando el narrador la excesiva claridad de cierto erudito que solía expresarse «tan sin rodeos ni ambages que», por mucho que fuese su saber, «lo dejaba desposeído de una dimensión» de suerte que parecía «cosa de poca monta y harto conocida» (236), no está haciendo otra cosa que manifestar por su contrario el ideal estilístico: la dimensión enigmática. Pero Benet es poco inclinado a simbolismos esotéricos y en la misma novela ironiza sobre los que, más poetas que astrónomos, vieron en las estrellas enlaces que les permitían trazar las figuras del toro o del arquero sin que del firmamento se desprendan a primera vista tales símbolos (281). Convicción reafirmada por estas líneas de la novela Saúl ante Samuel: «Una vida, como un libro, sólo tiene una lectura y las interpretaciones derivadas de lo no dicho apenas son un infinitésimo con respecto a lo dicho» (243)7. Aquí el pensamiento de Benet coincide con el de Rafael Sánchez Ferlosio, quien en su espléndido libro Las semanas del jardín exalta las virtudes de la patencia y la compresencia, postergando fundadamente los supuestos simbolismos latentes8.

En la estremecedora novela corta Una tumba (ed. de 1981)9 se condensan en unas pocas líneas las intenciones ultrapenetrativas del escritor: «La experiencia -observa el narrador impersonal- circunscribe todo acto y todo objeto dentro de unos contornos a duras penas erosionables por la fantasía y la vida del espíritu es tanto más rica y sugestiva cuando no estando aún trazados le es dado adentrarse en la masa incompleta y maleable y llena de promesas que aquellos han de reducir a una forma» (83). Tal anhelo de internamiento en la informe masa de misterio que escapa a la razón es el impulso que infunde mayor densidad y novedad a la obra de Benet, a logros tan perfectos como ese poema musical del aislamiento que se titula Un viaje de invierno (1972)10, donde se lee: «no alumbrar nunca nada» (98), «un pensamiento que sólo quiere avanzar por el terreno de lo no comprendido» (114), y a la obra maestra de Benet, Saúl ante Samuel (1980), de donde extraeré dos reflexiones que tienen que ver con otro de los aspectos primordiales del estilo de Benet: la sintaxis. Las dos se cobijan en uno de los recursos preferidos del autor: la comparación o símil. Dice un personaje a otro: «¿Te das cuenta de que, al igual que esos oscuros párrafos que sólo entregan su contenido tras repetidas lecturas y sólo se leen realmente si no se han comprendido, siempre estamos viviendo lo que ya hemos vivido y en cada instante no nos queda más que nuestra pasada experiencia?» (81). Y enuncia el narrador, cuya voz es siempre homogénea a la de sus criaturas: «la esperanza es tan rápida que el temor no llega nunca a alcanzarla, aunque arranque antes, y en el momento en que el alma queda de nuevo vacía surge -de forma tan resumida y taquigráfica que no es posible en una primera lectura posar el entendimiento sobre todas sus frases, perdido el sentido cabal de todas ellas, tantas veces dependiente de una partícula, y tan distinto a la mera adición de significados particulares y contrapuestos- la sospecha de un error de interpretación de toda la experiencia» (300-01).

Poco me detendré en Juan Goytisolo porque la obra de este novelista es la más estudiada. Goytisolo es, con Benet, quien más se ha ocupado de la teoría literaria fuera de sus novelas: en el hoy repudiado libro Problemas de la novela (1959), donde defendía el realismo, y en los volúmenes misceláneos El furgón de cola (1967) y Disidencias (1977)11.

La interpretación de lo que la novela es o debe ser cambia a partir de Señas de identidad (1966), la primera de Goytisolo que se ve en su hacerse y que carga el acento sobre el discurso más que sobre la historia. Aunque son varias las voces en esta novela, la voz que va logrando predominio según la obra avanza es la del protagonista, Álvaro, que se nos aparece elaborándola, reconstruyendo sus señas de identidad mediante unos materiales recogidos y escogidos, los cuales integran la recomposición de su pasado personal, familiar y nacional desde una perspectiva depuradora que le decidirá a despojarse de su identidad para comenzar a cero. La reflexividad es general en Señas de identidad, pero en lo literario más crítica que teórica: lecturas, desengaño del realismo comprometido, sátira de la novela seudobalzaquiana prevalente en la España de Franco, contrahechura paródica de la poesía social (Blas de Otero muy acusadamente). Hay aquí resonancias muy claras del autor de Tiempo de silencio. En las reflexiones de sesgo teórico lo más destacable es la conciencia con que el narrador plantea su pesquisa como un trabajo de ruptura y desposesión (55)12, el cuidado con que yuxtapone recuerdos lejanos y próximos para contemplarse como actor, testigo, espectador, cómplice y protagonista del drama (110), sus frecuentes miradas a la composición de la obra en que está empeñado: «búsqueda interior» y «testimonio objetivo» (159-60). El protagonista -y es lo más revelador- se ve como un sujeto que, habiendo incoado una acción de sentido político, terminó por abandonarla: «Desertaste de la acción para ser un artista» (371). Anticipa esta comprobación la de su hermano, Luis Goytisolo, cuya consagración a la campaña política fue más intensa.

La marcha de Juan Goytisolo desde Señas hasta Makbara es la de quien se distancia del riesgo político para arriesgarse sólo a su aventura creativa. Martín-Santos no tuvo tiempo de verificar este cambio, aunque es elocuente que su primera obra se centrase en los males socioeconómicos de su pueblo y la segunda en la urgencia del individuo por realizarse plenamente, pasando así el punto de gravedad de lo colectivo a lo subjetivo. En Benet parece que nunca hubo un cambio comparable: siempre creyó este escritor en la soberanía del arte al margen de otro servicio cualquiera (por más que yo creo que nadie ha sabido dar una imagen tan poderosa de la ruina de España bajo el franquismo como Juan Benet: la guerra civil es el suceso protagónico de casi toda su narrativa). Los hermanos Goytisolo, en distinto grado de intensidad, acusan nítidamente el cambio de la política a la estética como consecuencia de una pérdida de fe en la primera.

He comentado la reflexivilidad novelística de Reivindicación del Conde Don Julián (1970), Juan sin tierra (1975) y Makbara (1980) en algunos trabajos que no voy a resumir13. Sólo quisiera en esta ocasión subrayar ciertos términos que en la teoría novelística de Juan Goytisolo revelan la extracción y el rumbo: «orden verbal autónomo, engañoso delirio: poema» (Don Julián, 125). Aquí opera el modelo de Góngora, cuya gesta desea emular el novelista en soledades de exilio. Juan sin Tierra es la novela más escritural de la llamada «trilogía de la traición»: se habla en ella de sacrificar «el referente a la verdad del discurso» (77), de «espacio textual» y «constelaciones de signos» (152), del «discurso desnudo» (159), de que «el tiempo se aniquila en el texto» (168), del «onanismo de la escritura» (225). Aparte estas y otras declaraciones de formalismo, estructuralismo, semiótica y gramatología, Juan sin Tierra ejecuta un proceso paródico al realismo (263-308) y esboza una teoría de la novela (311-313) sobre la base de estos conceptos: «discurso sin peripecia alguna»; en lugar de progresión dramática, «conjunto de agrupaciones textuales movidas por fuerza centrípeta única»; en vez de un tejido de relaciones de orden lógico-temporal, una «combinatoria de elementos (oposiciones, alternancias, juegos simétricos) sobre el blanco rectangular de la página»; y el rechazo de «un instrumental e interesado contenidismo» y de los «criterios mezquinos de utilidad». Llega el escritor a preguntarse si no debería llamarse función «erógena» la función poética del lenguaje que centra la atención en el mensaje como forma. A estos principios, admitidos dentro del texto de Juan sin Tierra a modo de recapitulación teórica de lo prácticamente realizado ahí, parece ajustarse la novela penúltima de Goytisolo, Makbara, dentro de la cual la teoría ocupa muy poco espacio, casi sólo los cuatro segmentos últimos del capítulo final, referentes a la oralidad del cuento de nunca acabar que la novela misma ha querido ser: «ingrávido edificio sonoro en de(con)strucción perpetua» (219), liberación de «todos los discursos opuestos a la normalidad dominante» (221), «lengua que nace, brinca, se extiende, trepa, se ahíla», la plaza de Marrakesh «abreviada en un libro, cuya lectura suplanta la realidad», «lectura en palimpsesto», juego infinito a partir del vacío.

No obstante esta reducción de la teoría a un mínimo final, Makbara proyecta una valerosa agresión crítica contra las formas de vida y de lenguaje que el autor aborrece: comunismo y capitalismo, con todas sus variantes de mentira informativa o deformadora (publicidad, turismo, televisión, propaganda demagógica, seudociencia oficial), a cuya reiterada parodia contrapone Goytisolo las hermosas páginas últimas: «Lectura del espacio en Xemaá-El-Fná».

Hay en el modo de insertar la teoría de la novela dentro de la novela, en Juan Goytisolo, cierta ostentación programática en Juan sin Tierra, que deja paso a una forma de inserción más tenue, discreta y elegante en Makbara y en su última novela: Paisajes después de la batalla (1982)14.

Con el Juan Goytisolo que componía Juan sin Tierra muestra notable afinidad Luis Goytisolo que, por ese tiempo, empezaba a publicar Antagonía. En este ambicioso y trabajado ciclo la teoría de la novela invade la novela hasta el punto de que se da una verdadera integración: es la teoría novelística lo que integra -lo que hace entera- la tetralogía. Por eso mismo sería insensato alargarse en la exposición de lo obvio.

Cuando en Recuento (1973), primera unidad del ciclo, el protagonista escribe en la cárcel (donde está a consecuencia de su acción subversiva) las notas que su soledad le dicta, llega a tener la sensación de «estar creando una realidad nueva en lugar de contar una historia más o menos acomodada a la forma de contar cualquier otra» (622)15. Rompiendo así Luis Goytisolo con la literatura de «testimonio o réplica» (623) al mismo tiempo que con su militancia revolucionaria, se sueña o sueña a su protagonista capaz de escribir «un libro que fuera, no referencia a la realidad, sino, como la realidad, objeto de posibles referencias, mundo autónomo sobre el cual, teóricamente, un lector con impulsos creadores, pudiera escribir a su vez una novela o un poema» (623). Ese libro es ya, parcialmente, Recuento, en cuyo final la literatura se impone o se sobrepone a la materia de reflexión que prevalecía a lo largo de casi todas sus páginas: la acción política.

Los verdes de mayo hasta el mar (1976) es probablemente el producto más cumplido de la novela estructural en España. Concebida como la aventura de escribirla, esta novela exhibe por dondequiera su proyecto, su gestación. No poseen los personajes una identidad estable, sino que cambian de nombre y de papel a voluntad del narrador. Los incidentes no forman nudos de una trama preconcebida: son pretextos argumentales cambiantes. En la parte IV de la novela, junto a la meditación sobre el amor, la historia, los móviles humanos y el conocimiento del ser propio, se intensifica y amplía la reflexión escritural hasta el punto de que todo lo que había sido objeto de evocación y relato aparece ahora como experimento literario sobre el cual la conciencia proyecta una crítica cooperadora. Lo que se pretende no es, así, sino dar forma escrita a la conciencia y al inconsciente del autor, el cual realiza su obra con «la tensión angustiada del gladiador» que sabe que «de su destreza en el manejo de la red depende su vida» (192).

Es, con todo, en la parte V y penúltima, donde se abre con extensión desbordante el taller del escritor mientras compone la obra cuyo plan concibiera en un mayo ya lejano. Ahora es invierno y el plan se va ejecutando por agregación de esbozos. Ya el narrador ha puntualizado que sus personajes sólo responden al mecanismo mental generador, ya ha confesado sus dudas entre la falsa objetividad de la tercera persona gramatical y la falsa intimidad de la primera (212-13), ya ha repetido que la novela, incluso fantástica, es «expresión objetivada de la conciencia y, sobre todo, del inconsciente del autor» (213), ya ha reparado en que «no es el autor quien elige sus temas, sino que son los temas los que se imponen a su autor» (214), y ha definido la imagen como «el correlato subjetivo de la acción implícita integralmente estructurada», señalando los planos apreciativos: escritura, estilo, estructura. Pero en el capítulo V la teoría novelística se despliega como nunca. Si en «Las Hilanderas» hay tres planos (mujeres trabajando en el taller, damas contemplando el tapiz que se les muestra, y tapiz de tema mitológico al fondo), en la novela se quiere dar la impresión de estos planos confiriéndole al del taller la atención máxima por ser el más inmediato y por servir de nexo entre los otros dos. Así está trazada esta novela: el capítulo final contiene la navegación de un grupo de amigos al reino de Neptuno (cuadro mitológico); lo narrado, discurrido y presentado coloquialmente conformaría, respecto al tapiz, una zona de expectación y curiosidad (la materia de lectura más directa, realista si se quiere); y entre ambos planos, se ilumina el taller del escritor, su hacerse a sí mismo al ir haciendo (formando y reformando) la materia prima. Los principales puntos que en el capítulo del taller se tratan serían estos: el autor se crea en la obra, los personajes son símbolos de terceros, en la escritura el autor actúa de transmisor de algún impreciso y antiguo proceso creativo.

Si en Los verdes de mayo se bosqueja una teoría de la escritura, en La cólera de Aquiles (1979) se delinea una teoría de la lectura. Matilde Moret, la protagonista absorbente de esta novela, escribe su autorretrato y sus memorias, pero dentro de ello inserta una novelita publicada por ella tiempo atrás bajo seudónimo, cuya relectura y comentario la conduce a descubrir -sobre sus amores, su carácter y destino- claves que no había reconocido antes. Al comentar esa novela dentro de la novela es cuando Matilde, vehículo del pensamiento de su progenitor, perfila una teoría de la lectura en coloquio, indirectamente resumido, con otro personaje (su primo Raúl, alter ego de Luis Goytisolo desde Recuento). Todo escritor escribe siempre sobre sí mismo, el autor está en todos sus personajes, en la memoria narrativa y en la estructura que la organiza como un mundo coherente, mundo que es sólo «la proyección del paisaje en que discurrió su primera infancia». El lector, a través de la obra de ficción, «descubre en el mundo aspectos hasta entonces no imaginados» y se integra en ese mundo inventado, integración que le es imposible llevar a cabo ante un texto documental o informativo (239). Con palabras muy parecidas a las que Juan Benet empleara, se dice aquí que «mientras las obras de ficción guardan su oscura energía a través de los siglos, las obras del pensamiento, neutralizadas por el mismo engranaje que contribuyó a su desarrollo, van quedando relegadas a la categoría de monumentos del pasado» (240). La lectura, afírmase más adelante, es la sombra o el negativo del fenómeno de la escritura; cuanto escribimos se refiere a la infancia: el escritor escribe sobre sí mismo y siempre lo mismo, y cada lector remodela la obra según una óptica que hay que remitir también a la infancia, cuando lo que uno es se va definiendo por lo que uno no es; nada despertará la lectura que no exista en el lector previamente; hacer una obra, un poema, es como ascender a un monte, para realizarse a sí mismo (Matilde) o para ocultarse o inventarse (Raúl), pp. 294-300.

La incorporación de la teoría novelística a la novela parece más armoniosa y más interesante en La cólera de Aquiles que en Los verdes de mayo hasta el mar. Más armoniosa porque la relectura de un texto propio conduce verosímilmente al comentario, del cual mana la teoría y a la cual se le da una forma de coloquio indirecto entre dos sujetos. Y más interesante porque la figura de Matilde Moret, extraño avatar femenino de Nietzsche en su Ecce homo, llena con su voz y su visión todo el volumen. En Los verdes de mayo, en cambio, el escritor, ya se llamase Ricardo o Raúl, aparecía y desaparecía, cambiaba de voz y de persona y se hacía ver demasiado en su taller, como el arquitecto ante el plano o el obrero en los andamios.

Teoría del conocimiento (1981) es, a pesar del título, la menos teórica de las cuatro novelas. Sigue importando mucho la escritura: se yuxtaponen el diario de un joven, escrito, el libro de un adulto, grabado en cintas, y el mensaje de un viejo, pasado de la grabadora a la mecanografía; pero más que la teoría literaria resalta aquí la teoría del conocimiento, de un conocimiento por cierto cuya fundamentación se enclava en la práctica. De todos modos, también se hace en esta novela teoría de la novela, integrada en ésta: la obra de ficción se interpreta como punto de convergencia de autor y lector; la explicación de la obra está en el autor, que queda incluido en la obra y con él el tiempo que le tomó el desarrollo de la misma (221-223). El sentido último de la obra es, se dice, la relación que enlaza a ésta con el autor y el lector, iluminando a ambos (306). Y uno de los puntos principales del teorizar es, aquí, la defensa de la analogía: «Novelas que nada tienen de imitación de la realidad, de mímesis, ni tampoco de insustancial rechazo de toda realidad, como tan vanamente se pretende a veces; no, nada de eso: novelas que son una metáfora de la realidad, esto es, que proceden por analogía, única vía de aproximación al objetivo propuesto, (...) un objetivo cuya meta es justamente el recorrido, impulso creador que, al tiempo que reflejarse en sí mismo en las obras que genera, sea reflejo analógico del proceso creador por excelencia» (257). Y no es inexplicable que la novela analógica postulada lleve el título general de Antagonía. Esta opera en múltiples oposiciones: hombre-mujer, padre-madre, orden-caos, cronología-éxtasis, compromiso-libertad, política-estética, instinto-conocimiento. La analogía origina también numerosas metáforas y comparaciones en el nivel sintáctico como en el conceptual: la vida semejante al purgatorio, la política comparable a la erótica, la estética equivalente a la libertad, etc. A través del ciclo se establecen correlatos pictóricos: Recuento-«Las Meninas», Los verdes de mayo hasta el mar-«Las Hilanderas», La cólera de Aquiles-«Las Lanzas», Teoría del conocimiento-«Esopo». Diríase que, a través de las cuatro novelas, el autor procede desde la enumeración (caos), pasando por el incremento y desenvolvimiento de la comparación (tentativa de orden), hacia la metáfora (cosmos). Logra un cosmos puramente estético (analogía), pues la sustancia ética de la realidad de la vida se siente de principio a fin como caos (antagonía). La mayor antagonía, la originaria, sería tanto en Luis como en Juan Goytisolo, aquella que vivieron entre la acción política alentada por una fe en la colectividad y la creación estética inspirada por la soledad. De esta antagonía resulta como forma extrema la novela autoélica o autorreferencial que uno y otro, cada cual a su modo, han puesto en práctica: admisión de la teoría, integración de la teoría.

No son sólo los cuatro novelistas a que me he referido quienes ejercitan el pensamiento teórico sobre la novela dentro de sus novelas. Otros también lo han hecho: Gonzalo Torrente Ballester en La saga / fuga de J. B, (1972), Fragmentos de apocalipsis (1977), y La isla de los jacintos cortados (1980); Carmen Martín Gaite en Retahílas (1974) y El cuarto de atrás (1978); José María Vaz de Soto en Fabián (1977); Germán Sánchez Espeso en Narciso (1979); Carlos Rojas en algunas de sus novelas, como El ingenioso hidalgo y poeta Federico García Lorca asciende a los infiernos (1980); Juan García Hortelano en Gramática parda (1982). En una reseña muy reciente de esta última, que es en cierto modo una parodia de la novela escritural, se lee:

«Uno de los principios que con más ahínco trataban de inculcarnos los preceptores literarios de comienzos de los setenta podría formularse así: "Cualquier obra de ficción habrá de versar primordialmente sobre el proceso de producción de dicha obra". Ante el menor atisbo de resistencia, por parte de quienes escuchábamos, no dudaban en abatir sobre la mesa Los monederos falsos de André Gide para yugular a las bravas cualquier duda pequeño burguesa. El narrador debía narrar que estaba narrando la narración que narraba: "La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece..."».


(Francisco García Pérez, Los cuadernos del Norte, núm. 15, Sept-Oct. 1982, p. 96)                


Ya indiqué al comenzar estas consideraciones que ha habido en esta tendencia su parte de «moda». Pero en ninguno de los cuatro autores examinados ha influido la moda, creo yo. Luis Martín-Santos, vacilando entre incluir y excluir la teoría, atestiguaba una voluntad de experimentación intelectual muy clarividente y oportuna en un tiempo en que el sociorrealismo se demostraba repetitivo, estéril y agotado. En la obra de Juan Benet las alusiones al entendimiento de lo que para él es la novela no pasan de ser discretas claves orientadoras que, sin romper el hechizo novelístico, conducen al lector a una percepción más intensa del misterio que el escritor aspira a explorar mediante su estilo. Juan Goytisolo, confesadamente alerta al estructuralismo y la semiótica que tan renovadora expansión alcanzaron desde París, su lugar habitual de residencia, al acoger dentro de sus novelas últimas explicaciones teóricas de lingüística y novelística lo hace movido por una búsqueda de nuevas formas que concuerda con otro proceso más íntimo: el reconocimiento de su identidad insatisfactoria y el esfuerzo por conquistar otra a partir del abandono de la primera: otra identidad que él ve sólo posible mediante la destrucción del lenguaje inauténtico y la abjuración del mundo español y euroamericano en cuyo ámbito prospera, entre otras mentiras, la mentira del realismo convencional. En Luis Goytisolo, en fin, dentro de cuya obra la teoría literaria llega a un máximo de integración, de tal suerte que sin ella el edificio de Antagonía se vendría abajo, puede reconocerse la respuesta sincera al problema vivido por este escritor: el problema de qué hacer con la propia vida cuando la conciencia ético-política, arriesgada hasta el límite más generoso de intervención, se siente impedida de trascender a la práctica, recogiéndose como oleaje de resaca en su inmanencia: inmanencia creativa dentro de su terreno propio, el del arte.

«Tema cardinal de la nueva novela», escribí hace unos años, «parece ser la busca del sentido de la existencia en el sentido de la escritura, placenteramente ejecutada y observada como una proeza de la voluntad de ser». «Se quiere exhibir los problemas formales en la novela misma, respondiendo así a una ética artística»16. Y cabe añadir que todo lo que refine la conciencia del escritor y la del lector acerca del valor artístico de la obra que les vincula, tiene que favorecer necesariamente la calidad de ésta.

En los cuatro escritores comentados se da lo que Jürgen Schramke considera decisivo de la moderna novela occidental: la busca de un mundo novelístico representable17. El novelista no se aplica sólo a crear un mundo: pretende además revelar a su mejor destinatario su esfuerzo por penetrar y dominar la realidad hasta configurarla en un cosmos imaginario que sea, no independiente de ella (pues esto es imposible), sino digno de absoluta permanencia y émulo de la realidad; de esa realidad sorprendente para Luis Martín-Santos, enigmática para Juan Benet, y para Juan y Luis Goytisolo ruinosa pero inagotable.





 
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