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Texto leído por Gabriela Mistral en el Instituto Vásquez Acevedo, con ocasión del curso latinoamericano de vacaciones, realizado en Montevideo, Uruguay en 1938. Asisten a este curso junto a Gabriela Mistral, Alfonsina Storni y Juana de Ibarbourou. [Transcripción]

Gabriela Mistral





Señores Ministros:

La ocurrencia feliz de reunimos aquí a Juana, a Alfonsina y a mí es muy uruguaya, es decir, muy llena de gracia. Ya dije antes que el Espíritu Santo es la divina persona que más llueve sobre la raza uruguaya.

Recordaremos en primer lugar a nuestras dos grandes muertas, tan nuestras como vuestras uruguayos. Pensaremos en Delmira Agustini, maestra de todas nosotras, raíz hincada más o menos en las que aquí estamos, y pensaremos a María Eugenia, alma heroica y clásica, y en lo heroico y en lo clásico hubiera querido pastorearnos a todas, pero que se nos fue demasiado pronto.

Yo me temo mucho que vaya a fracasar la linda intención del señor Ministro Aedo, de someternos a una encuesta verbal, a una confesión clara, a un testimonio. Y que fracase a causa de nuestra malicia de mujeres y, sobre todo, de nuestro radical desorden de mujeres. Querer reducir a normas y poner en perfil neto nuestro capricho consuetudinario, es una empresa de romanos que nosotras podemos desbaratar entera, fingiendo que la obedecemos.

Parece que nos llaman a juicio y las llamadas somos:

Primero una Diana de la campiña uruguaya, que adentro de su categoría de diosa agraria guarda disimulada su feminidad entera. La naturaleza hasta hoy -que yo sepa- no ha querido dar su ancha fórmula, y cuanto más, deja caer una gota de su secreto parecida a una sola uva exprimidas en la manaza extendida del averiguador.

La naturaleza, es decir Juana, no puede contar a vosotros, curiosísimos varones interrogadores, cómo ella se las arregla para soltar la luz sin darse ningún trabajo, y cómo hace para que el agua de su poesía resulte a la vez eterna y mía.

Son cosas muy serias aunque parezcan inocentes, la naturaleza hija de Dios y Juana hija del Uruguay. Y nadie tampoco acertaría, con las índoles, modos, yo no quiero decir la horrible palabra método, de Juana de América, dueña de la llave inefable de nuestra raza.

Siempre que voy hacia Juana -y la visito con frecuencia fiel- yo la dejo como me la hallé, en su candor y su misterio esencial. Su misterio es el peor, es el misterio de lo luminoso y no de lo sombrío, y ese misterio lleno de claridad, burlaría al propio doctor Fausto.

Allí está, ahí, el agua cayendo llena de luz y de gozo. Beber, callar mientras se bebe y agradecer. Esa es toda la política que nos corresponde, a mujeres y a hombres, respecto del caso de Juana de América.

En cuanto a Alfonsina, que antes de sus canas y después de sus canas, no ha sido otra cosa que la jugarreta deliciosa del sueño de una noche de verano, también ella va a dar un salto sobre el plan del ministro Aedo. Ya lo dio. Ella se ha reído toda su vida y por igual, de sus amigos y enemigos. Y cuanto más, soltará una pequeña prenda de la masa de sus secretos, y esta prenda despertará en vosotros más apetito de conocer el resto. Y ella, castellanizo la palabra, se burlará sin ningún respeto de nosotros y hará muy bien, porque nació para eso.

Viviendo dentro de razas románticas, -la inteligencia afilada como el alfiler que la japonesa lleva en el moño- se sacudió Alfonsina el extremoso romanticismo criollo. Por ahí he visto una barbaridad, una sintaxis de esas que son mías, perdón.

Alfonsina, hermana siamés mía por virtud de la cordillera que nos puso a querernos sin mirarnos nunca a la cara, una del este, la otra del oeste. Cada vez que yo he querido definirla, o sea confesarla, se ríe de esta Gabriela medio cabrera del valle de Elqui y medio lectora de la cartilla. Aquí está Alfonsina en recinto oficial y en medio de ceremonia pedagógica, haciendo una vez más su jugarreta.

Yo le doy las gracias de tener cuanto yo no tengo y de regalarme lo que no me cayó a mí en suerte. Lo que tiene es el precioso ingenio europeo, el aguijón que perdonamos porque el primer punto en el cual se hinca es el cuerpo mismo de la heridora.

Alfonsina es una abeja inédita entre las abejas contadas por los poetas griegos. Ella es la abeja que en el vuelo se persigue a sí misma, antes de caer sobre el matorral de mirtos. La abeja que danza un baile a veces desgarrante, buscando su propia carne para sangrarla con un gesto de juego, que yo le entiendo y que suele hacerme llorar.

Yo vivo en este momento una aventura que suele ocurrirme. La de sentirme en mi sangre un rumor, casi un tumulto, que quiere hablar por mi boca. Esta vez ese tumulto es el de todas las poetisas uruguayas, desde las de Montevideo hasta las de Artigas. Las que han venido lo mismo que las ausentes, desde Luisa Luisi, criatura de mi sangre por la artesanía doble del verso y de la lección, a quien he estado unida en veinte años de amistad entrañable, hasta mis dos ángeles custodios de las calles de Montevideo, Sara y Ester, que golpean a mi garganta y quieren también dar su mensaje. Me siento como un viejo cuerno lleno de esas voces ajenas; me siento como una verdadera vaina de hablas reunidas, y apenas tengo en este momento esa cosa fea que se llama el acento individual, la voz que lleva un nombre solo.

Ahora voy a obedecer a nuestro Ministro y a nuestro Director de Educación, contando cómo escribo. Si es que yo sé alguna cosa clara y efectiva sobre cómo escribo.

El tema que me dieron fue esto: cómo hace usted sus versos. Y me ha hecho acordar de una preciosa parábola de Pedro Prado, el chileno.

Pedro Prado cuenta que una vez una señora entró a un jardín y le pidió una rosa al jardinero, con esa tremenda superficialidad que tenemos las mujeres, una rosa. Pero el jardinero era un varón muy profundo, era un viejo jardinero, muy vivido. Y el jardinero le contesta: Yo le doy a usted la rosa, la que quiera, siempre que la corte donde ella comienza. Entonces la señora se va derecho a cortar, allá a medio tallo, por ahí. Y le dice el jardinero: No, la rosa no comienza ahí. ¿Usted cree que la rosa va a comenzar casi en el pedúnculo? ¡Ah! Dice la señora, y entonces va con la tijera más abajo. ¡Ah, no! Le dice, es que usted se equivoca. ¿Usted cree que ahí comienza esa cosa florida que hay allá arriba? ¿Y con qué savia se alimentaría? ¡Ah! Dice la señora, y va a cortar sobre el suelo. ¡Ah no! Le dice el jardinero, ¿usted cree que es ahí precisamente donde ella comienza? ¿Y la raíz? ¡Ah! dice ella, entonces la voy a arrancar. Y le dice el jardinero. ¿Usted cree que comienza en las raíces? ¿Y de dónde vendría todo lo que tiene? La señora se queda muy perpleja y no la cortó.

El poema tampoco sabemos dónde comienza. ¿Comienza en el momento en que se hace? ¡Ah, no!

¿Comienza en el momento en que nos cae esa especie de puntada de la emoción, esa lanzada de la emoción? Porque cuando la lanzada nos trabaja, ya venía de tan tarde el hacerse la carne tierna para la lanzada.

Habría que remontar a todo lo que nos ha ido trabajando el corazón, para esa calidad de la carne que le damos a la cuchillada. Es decir, habría que comenzar en la infancia, donde todo comienza.

Pero, cuando nacemos ya traemos tanto capital viejo y deuda grande.

Habría que comenzar con toda la muchedumbre de nuestros antepasados. ¡Menudo trabajo contar cómo se hacen los versos!

Grandes curiosos que nos escucháis: las mujeres no escribimos solemnemente como Bufón que se ponía para el trance su chaqueta de mangas con encajes y se sentaba con la mayor solemnidad del mundo a su mesa de caoba. Los hombres, posiblemente sean tanto o más vanidosos que las mujeres.

Yo escribo sobre mis rodillas, en una tablita con que viajo siempre, y la mesa escritorio nunca me sirvió para nada ni en Chile ni en París ni en Lisboa.

Escribo de mañana o de noche y la tarde no me ha dado nunca inspiración, sin que yo entienda la causa de su esterilidad o de su mala gana respecto de mí.

Creo no haber hecho jamás un verso en cuarto cerrado, ni en cuarto cuya ventana diese a un horrible muro de casa urbana. Siempre me afirmo en un pedazo de cielo, que Chile me dio azul y que Europa me da borroneado.

Mejor se ponen mis humores si yo afirmo mis ojos viejos en una masa de árboles tiernos.

Mientras yo fui criatura estable en mi raza y mi país, escribí lo que veía o tenía muy inmediato. Escribí, como quien dice, sobre la carne caliente del tema.

Desde que soy criatura vagabunda, desterrada voluntaria, parece que no escriba sino en el medio de un vaho de fantasmas. Todo el mundo, el aire, el cielo y la tierra se me han vuelto pura saudade. La tierra de América y la gente mía, viva o muerta, se me han vuelto un cortejo melancólico pero muy fiel, que más que envolverme me forra y me oprime, y rara vez me deja ver realmente el paisaje y la gente extranjera.

Escribo sin prisa generalmente, y otras veces con una rapidez vertical, de rodado de piedras en la cordillera.

Me irrita en todo caso detenerme y tengo siempre al lado cuatro o seis lápices con punta, porque soy bastante perezosa, y tengo el hábito regalón de que me den todo hecho excepto los versos.

En el tiempo en que yo me peleaba con la lengua exigiéndole una tremenda intensidad, me solía oír a mí misma mientras escribía un crujido de dientes muy colérico. El rechinar de la lija sobre el filo romo del idioma.

Ahora ya no me peleo con las palabras sino con otra cosa. He cobrado el disgusto y el desapego de mis poesía cuyo tono no es el mío, por ser demasiado enfático. No me excuso sino aquellos poemas donde reconozco mi lengua hablada, eso que llamaba don Miguel el vasco, la lengua conversacional.

Corrijo bastante más de lo que la gente puede creer, leyendo unos versos que aún así me quedan bárbaros.

Salí de un laberinto de cerros y algo de ese nudo sin desatadura posible queda en lo que hago, sea verso o sea prosa.

Escribir me suele alegrar. Siempre me suaviza el ánimo y me regala un día ingenuo, tierno, infantil. Ando trayendo la sensación de haber estado por unas horas en mi patria real, en mi costumbre, en mi suelto antojo, en mi libertad total. Esos días en que hago alguna poesía, buena o mala, mi ánimo es el de quien estuviera casado con una muchedumbre de criaturas, casada con el mundo.

Me gusta escribir en cuarto pulcro, aunque soy persona harto desordenada. El orden parece regala espacio y este apetito de espacio lo tienen mi vista y mi alma.

En algunas ocasiones he escrito siguiendo un ritmo recogido en un carro que iba por la calle lado a lado conmigo. O siguiendo los ruidos de la naturaleza, que de más en más se me funde en una especie de canción de cuna. Pinares, marejada, ruido de álamos, todo eso al llegar a mi oreja viene, solamente viene, en un ritmo de canción de cuna.

Por otra parte, tengo todavía la poesía anecdótica que tanto desprecian los poetas mozos.

La poesía me conforta los sentidos y eso que llaman el alma, pero la poesía ajena mucho más que la propia. Ambas me hacen correr mejor la sangre, me defienden la infantilidad del carácter, me anidan y me dan una especie de asepsia respecto del mundo.

La poesía es en mí sencillamente un rezago, un sedimento de la infancia sumergida. Aunque resulte amarga y dura, la poesía que hago me lava de los polvos del mundo y hasta de no sé qué vileza esencial, parecida a lo que llamamos el pecado original, que llevo conmigo y que llevo con aflicción.

Tal vez el pecado original no sea sino nuestra caída en la expresión racional y antirrítmica a la cual bajó el género humano castigado, y que más nos duele a las mujeres por el gozo que perdimos en la gracia de una lengua de intuición y de música que iba a ser la lengua del género humano.

Y a propósito de la infancia, pensaba qué definición sería la que yo pudiese dar de la poesía. Y pensaba en eso.

Y he escrito un poema en que habla un niño, el niño habla de una cantidad de bultos que ve falsos, que ve con su ojito.

Yo creo que cuando nacemos, los que vamos a hacer versos traemos en el ojo una viga atravesada. Esa viga atravesada nos deforma, ya sea transfigurándolo o en otra forma, todo lo que miramos y nos hace para toda la vida antilógicos y antirrealistas. El llamado poeta realista no existe. De manera que esa viga nos hace a veces ver amarillo lo que es negro, y nos hace ver redondo lo que es cuadrado, y nos hace caminar entre una serie de disparates maravillosos.

Dicen que al morir la mayor parte de los agonizantes lloran una lágrima, una extraña lágrima que cae con mucha lentitud. Yo creo que la viga del ojo del poeta no se va sino en esa última lágrima del agonizante.

Entraremos así en el paraíso, donde sea, con el ojo limpio porque ya en otra parte no nos serviría de nada una viga que nos transfigure las cosas.

Voy a decirles esa pequeña poesía que habla de la viga en el ojito del niño. Se llama «La pajita» y está escrita en la lengua folclórica de nuestro pueblo chileno que cuenta de una curiosa manera, diciendo: ésta que o éste que:


Esta que era una niña de cera.
Pero no era una niña de cera,
era una gavilla parada en la era.
Tampoco era la gavilla
sino la flor tiesa de la maravilla.
Tampoco era la flor sino que era
un rayito de sol pegado a la vidriera.
Y no era un rayito de sol siquiera:
una pajita dentro de mis ojos era.
¡Alléguense a mirar cómo he perdido entera,
en este lagrimón, mi fiesta verdadera!







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