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Tiempo y palabra en Miguel Ángel Asturias

Ricardo Navas Ruiz

Una de las características de nuestro siglo es la aguda conciencia de temporalidad, En lógica consecuencia, nunca como en nuestro siglo, la literatura -reflejo siempre de la sociedad y de la circunstancia-, se ha interesado tanto por los problemas del tiempo. Escapa a nuestro propósito no ya el plantear, pero ni siquiera enumerar someramente la serie de abundantes y complejas cuestiones que la relación tiempo y literatura levanta. El lector conoce, sin duda -y a ellos remitimos-, los libros de Mendilow, Time and Hovel (P. Nevill, London, 1952) y de Pouillon, Temps et Roman (Gallimard, Paris, 1956). Querríamos también llamar la atención del lector hacia el hermoso capítulo que al siglo XX dedica Arnold Hauser en su Historia Social del Arte y de la Literatura (trad. española, Guadarrama, Madrid, 1957, Tomo III): allí encontrará destacadas la importancia y las consecuencias que han tenido para la literatura la concepción bergsoniana del tiempo y el hallazgo de un arte nuevo, el cine, que puede enfocar el tiempo y el espacio desde ángulos absolutamente inéditos.

La conciencia del tiempo se le presenta al escritor actual en doble perspectiva: como problema vital o como problema de técnica. El tiempo puede entrar como ingrediente temático, como vivencia de los personajes, como motivación de las acciones, en suma, como componente esencial de la vida humana: tal en la pieza teatral de Buero Callejo, Historia de una escalera. Y el tiempo puede entrar como simple elemento de construcción, es decir, como elemento que afecta a la estructura, al montaje de la obra: en este sentido ha contribuido a modificar de raíz las formas novelescas tradicionales. El Ulises de Joyce suele ser citado como ejemplo típico. En la novela tradicional, aunque el tiempo está siempre presente, no tiene relieve especial bajo ninguno de los dos aspectos que señalamos. El teatro, por su misma naturaleza, lidió desde su comienzo con problemas temporales muy específicos.

Una de las dificultades técnicas más graves que el escritor debe enfrentar en relación al tiempo proviene precisamente del medio instrumental de la literatura: la palabra. En su Cours de linguistique genérale fijó Saussure, como carácter esencial de la palabra, su condición lineal. La palabra -y por lo tanto el pensamiento, que no existe sino por las palabras-, es una línea: exige, en consecuencia, un tiempo para ser realizada, para ser recorrida. ¿Cómo podrá el escritor comunicar la vivencia de lo instantáneo, si la palabra nunca puede ser un instante? ¿Cómo podrá comunicar la ausencia de tiempo si la palabra es necesariamente temporal? ¿Cómo podrá comunicar la realización simultánea de acciones diferentes si la palabra exige una presentación sucesiva? No se trata -entiéndase bien- de que el escritor pueda o no pueda decir al lector que las cosas ocurrieron en un instante o la vez: naturalmente que esto puede hacerlo sin dificultad. Lo que no puede es presentar las cosas así, directamente, como por ejemplo lo hace el cine. Y aquí surge la lucha del escritor contra la palabra para dominarla, flexibilizarla, someterla a expresar lo que de hecho nunca podrá expresar. El escritor sabe de antemano que no puede alterar la naturaleza de la palabra; pero sabe también que puede manipular con la palabra -combinarla, destruirla, recrearla-, para lograr producir sobre el lector un resultado psicológico, una impresión subjetiva de distintos matices temporales. El escritor no puede obtener en su lucha con la palabra un resultado real, objetivo; puede, en cambio, obtener un resultado psicológico, subjetivo.

Pretendemos mostrar en este estudio cómo ha conseguido producir mediante la palabra distintas sensaciones de temporalidad el eximio novelista hispanoamericano Miguel Ángel Asturias en su magnífica novela El Señor Presidente (escrita entre 1922 y 1930; pero publicada por primera vez en 1946). Apuntamos a un doble objetivo: señalar cómo pueden obtenerse distintos efectos de tiempo a través del único medio posible para la literatura, la palabra, y hacer ver con qué suma habilidad lo ha logrado este experto domador de la palabra que es Asturias. Hemos elegido esta novela porque es rica en experiencias del tipo que nos ocupa. El crítico norteamericano Seymour Mentón en su reciente Historia Crítica de la Novela Guatemalteca (Editorial Universitaria, Guatemala, 1960) ha destacado la importancia que el tiempo tiene en El Señor Presidente, aunque con un enfoque a mi ver erróneo y superficial1. Creo que el tiempo tiene un papel substancial en esta novela por una razón evidente: El Señor Presidente tiene como tema la dictadura y el verdadero protagonista de toda dictadura, para unos y para otros, es el tiempo: el tiempo afianza al dictador y el tiempo le hace temblar; el tiempo abre la esperanza al perseguido y el tiempo le cierra los caminos. La esperanza, virtud esencialmente temporal, es la predominante en toda dictadura: esperanza de libertad en unos; esperanza de permanencia en otros.

Hora es ya, tras este prólogo un tanto largo, de acercarnos al tema concreto.

El tiempo eternizado

El hombre no puede concebir ni racional, ni imaginativamente la idea de eternidad. La eternidad para el hombre es un tiempo ilimitado, prolongado indefinidamente. Se habla de tiempo eterno -flagrante contradicción- cuando nos aburrimos, cuando estamos inactivos, cuando nos encontramos en situaciones transitorias que se prolongan: así en una larga espera, en días de monotonía, en reuniones sin interés. En definitiva, cuando desaparece de nuestro horizonte temporal el centro positivo que lo llena y lo dirige. En estos casos al hombre se le eterniza el tiempo. La persona inmersa en una dictatura, a la que se opone, toma conciencia del tiempo en forma angustiosa: cada día que pasa es un día más de dolor, un día más de desastre nacional. El tiempo se le hace eterno porque tarda en llegar el día esperado, porque se prolonga una situación baldía y monótona -repetición de crímenes, homenajes y discursos-. De hecho, para ella es como si el tiempo se hubiera detenido en un punto y no volviera a andar hasta que esa situación eternizada desaparezca. Asturias consigue producir en el lector la sensación de tiempo eternizado por los procedimientos siguientes: es claro que todos ellos juntos, no aisladamente, colaboran al efecto deseado.

La novela aparece dividida en tres partes. Las dos primeras están fechadas cuidadosamente: del 21 al 23 de abril la primera y del 24 al 27 la segunda, sin indicar, no obstante, el año. Este dato crea cierto aíre de intemporalidad, pues da a entender que podría ocurrir en cualquiera época. La tercera parte se presenta ya, en vivo contraste, completamente indefinida desde un punto de vista temporal: «Semanas, meses, años...» (p. 421)2. El tiempo se ha detenido sobre la nación, las situaciones se repiten y queda tan solo una sucesión de crímenes y estupideces. El lector siente los días y los años como una imagen de angustia, de injusticias y de suplicios, detenida en la pantalla por una mano invisible al margen del tiempo humano numerable y contable; vive en esos puntos suspensivos la idea de un etcétera de invariable terror. La numeración de los días ya no tiene sentido: el tiempo, eternizado, desaparece.

Un segundo procedimiento consiste en la ausencia de nombres propios para los principales títeres del régimen. El lector no sabrá nunca cómo se llaman el Señor Presidente, ni el General Ayudante, ni el Comisario de Guerra, m el Auditor, ni los verdugos. Aparte de la intención justiciera del novelista de negar nombre a quien no lo merece, creo que esta ausencia nominal tiene una intención estética más transcendente. En efecto, sabido es cómo el nombre propio contribuye a la diferenciación de las personas y el profundo sentido temporal inherente en el mismo. Basta como comprobante el valor de frases frecuentísimas en la vida diaria como: antes era director don Pedro; ahora lo es don Juan. Frente al cargo, invariable, el nombre y la persona que en él se esconde representan lo variable. La ausencia de nombres tiene, pues, en El Señor Presidente la concreta intención de producir sobre el lector la sensación de tiempo eternizado. El lector es forzado a preguntarse: ¿es el mismo presidente el del comienzo y el fin de la novela? ¿Son los mismos verdugos? ¿Son los mismos los otros agentes del régimen? Porque lo que encuentra son cargos inmovilizados, agentes que se repiten en el terror, sin nombre específico que los humanice, que les dé edad, tiempo, variaciones. Llega a dudar de si enfrenta entidades u hombres porque lo humano de las personas y lo temporal ha desaparecido.

Asturias utiliza un tercer procedimiento, que se basa fundamentalmente en la repetición de los mismos hechos o hechos análogos al comienzo y al fin de la novela. Campanas de oración abren y cierran la novela: «Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración» (p. 189), «Zambulléronse las campanadas de las ocho de la noche en el silencio» (p. 531). Un sacristán y un estudiante, anónimos, discuten en la cárcel en las primeras páginas; los mismos -ahora libres- discuten en las últimas sobre el mismo tema. Presos vemos pasar al comienzo de la novela: «A veces, los pasos de una patrulla que a golpes arrastraba a un prisionero político...» (p. 190). Presos vemos al final: «los presos seguían pasando...» (p. 530). Estas repeticiones crean en el ánimo del lector la idea de tiempo eternizado: ha leído páginas y páginas del libro. La situación de la última página es, sin embargo, la misma que la situación de la primera. ¿Ha pasado realmente el tiempo? ¿Es todo una única escena de terror, fijada definitivamente, atemporal?

Los tres procedimientos indicados afectan a la totalidad de la novela, presentando su acción como sumergida en un tiempo que se prolonga indefinidamente hasta eternizarse en una imagen de terror. Una experiencia parcial de eternización del tiempo es intentada por Miguel Ángel Asturias en un pasaje de profunda emoción humana: una madre, que está siendo torturada, oye a lo lejos llorar a su hijo recién nacido. Su único deseo, en medio del tormento, es acudir a dar el pecho a su hijito hambriento. Las horas pasan, el suplicio no termina, la ansiedad de la madre crece y la angustia le hace creer que el tiempo se ha parado, se ha eternizado. El novelista logra producir aquí la sensación de tiempo eternizado mediante la repetición de dos datos: el llanto del hijo y la enumeración de las horas:

«La una...

La dos...

Las tres no llegaban...Y su hijito lloraba... Las tres cuando ya debían ser como las cuatro... Y las cuatro...Y su hijito lloraba... Las cinco no llegaban... Y su hijito lloraba».

(p. 322)



El tiempo inlocalizable

Tiempo inlocalizable es el tiempo que no puede ser referido a fechas exactas. La pérdida de control del tiempo termina, en última instancia, por crear la sensación de eternización temporal. Sin embargo, hay un matiz diferenciativo entre tiempo eternizado y tiempo inlocalizable: éste puede producir a aquel; pero no es aquel. Asturias ofrece varios aspectos de tiempo inlocalizable.

La imposibilidad de localizar el tiempo es una de las angustias de los prisioneros incomunicados. El novelista se la hace sentir al lector recurriendo a diversos procedimientos. En un diálogo entre prisioneros mezcla insistentemente una pregunta sobre el día o la hora a la que solo responde una enumeración sin sentido de los días de la semana o unas fórmulas de probabilidad:

«La primera voz:

-¿Qué día será hoy?

La segunda voz:

-De veras, pues, ¿qué día será hoy?

La tercera voz:

-Esperen... A mí me capturaron el viernes, sábado, domingo, lunes, lunes... Pero, ¿cuánto hace que estoy aquí...? De veras, pues, ¿qué día será hoy?».

(p. 421)



«-¿Qué horas serán a todo esto?

La primera voz:

-Más o menos...

La segunda voz:

-No tengo ni idea...

La primera voz:

-Más o menos deben ser las...».

(p. 422)



Mientras este diálogo se desarrolla, los prisioneros están obsesionados con un día, ya lejano, ya inlocalizable en el pasado; un día que les sirve de referencia afectiva, pero no temporal: el de su captura. Frecuentes imágenes de olvido, de ausencia de luz y la incorporación de una poesía tan significativa como la de las generaciones sacrificadas, con lo que supone de detención de la acción novelesca, contribuyen a la misma idea de imposibilidad de localizar el tiempo. El capítulo donde se inserta el diálogo que analizamos (cap. XXVIII) lleva como subtítulo significativo estas palabras: «habla en la sombra» y en él aislamos frases como estas: «Nos olvidaron en una tumba del cementerio viejo enterrados para siempre» (p. 421), «A veces me parece que la ciudad se ha quedado en tinieblas como nosotros, presa entre altísimas murallas, con las calles en el fango muerto de todos los inviernos» (p. 422).

Otras veces acude el novelista a indicar inconcretamente el paso de los años: el lector percibe que deben de ser muchos; pero no logra averiguarlo: «Al tirar de los años había envejecido el prisionero del diecisiete, aunque más usan las penas que los años. Profundas e incontables arrugas alforzaban su cara y botaba las canas, como las alas las hormigas de invierno» (p. 525): un largo tiempo vacío de hechos y lleno de esperanzas que se resume lacónicamente así: «Dos horas de luz, veintidós horas de oscuridad completa, una lata de caldo y una de excremento, sed en verano, en invierno el diluvio, ésta era la vida en aquellas cárceles subterráneas» (p. 523).

Una larga espera termina también por producir el olvido del tiempo, la imposibilidad de localizarlo: pasan los días y los años y se pierde la noción del punto primero. La monotonía borra la conciencia del tiempo. Asturias crea este efecto mediante la repetición constante de una fórmula lingüística: «¡hace tantas horas que se fue! El día del viaje se cuentan las horas hasta juntar muchas, las necesarias para poder decir: ¡hace tantos días que se fue! Pero dos semanas después se pierde la cuenta de los días y entonces: ¡hace tantas semanas que se fue! Hasta un mes. Luego se pierde la cuenta de los meses. Hasta un año. Luego se pierde la cuenta de los años...» (p. 514). Este ritmo lento, esta repetición constante de cómo se va perdiendo el cómputo del tiempo levanta en el alma del lector la sensación de tiempo indefinido, inlocalizable. Junto a esta repetición de fórmulas lingüísticas (se cuenta, hace tanto, hasta, se pierde...) coloca el novelista la descripción de una monotonía de acciones: la mujer que espera todos los días al cartero; el cartero que pasa de largo todos los días. Y por fin, para mayor insistencia, añade imágenes de intemporalidad: la mujer paulatinamente se va retirando a los fondos de la casa y se va convirtiendo en cosa, una cosa más: «Y es que se sentía un poco cachivache, un poco leña, un poco carbón, un poco tinaja, un poco basura» (p. 515). ¿Sabrá nadie decir los años de las cosas arrumbadas, de las cosas guardadas en el desván, de la leña, de la basura?

El retorno al pasado

El retorno al pasado es un procedimiento tan antiguo como la misma literatura y suele producirse o para explicar mejor el carácter y actuación de un personaje o para poner al lector en oportunos antecedentes sobre la acción. Anotamos en Asturias tres casos de retorno al pasado: uno como fuga de la amarga realidad: en el caso del Pelele herido (p. 208); otro, para enumerar una serie de antecedentes de un personaje: en el caso de Camila (p. 273); y el tercero para explicar las reacciones de un personaje: en el caso del Presidente (p. 453).

Distintos procedimientos utiliza Asturias para dar este salto al pasado. En el primer caso lo hace a través del sueño y la pesadilla. El personaje, brutalmente herido, con fiebre aguda, delirante, se sumerge en su pasado feliz, evocando la figura de su madre. El escritor se limita a indicar: «El Pelele seguía soñando. Ahora se miraba en un patio...». Esta indicación basta al lector para retrotraerse a la infancia del infeliz. La vuelta a la realidad viene señalada por una pregunta del novelista, una intervención del autor en el sueño: «Pero ¿qué dicha dura lo que tarda un aguacero con sol?».

En el segundo caso, el retorno al pasado se hace violentamente, sin indicación alguna. La acción de la novela se interrumpe: del rapto de Camila con que acaba un capítulo se pasa en el siguiente a narrar ciertos detalles de la niñez de la muchacha para volver a enlazar poco más tarde con la acción. El ya citado crítico Seymour Menton (op. cit., p. 211) encuentra un poco anómala esta transición y la justifica como dato necesario para comprender momentos posteriores de la acción. No sé hasta qué punto se puede admitir esto, pues no hace falta saber ningún antecedente para comprender -a esto se refiere Mentón- que unos tíos son ingratos cuando se niegan a recibir a una sobrina abandonada y en desgracia. Creo que lo que Asturias pretende es mostrar por un lado el temperamento sensual de la moza y por otro, con lo violento de la transición, hacer vivir al lector el brutal salto que Camila va a dar o acaba de dar desde una dichosa pubertad a una infeliz mayoría de edad.

En el tercer caso, el retorno al pasado se hace a través de una asociación de ideas: el nombre sugerido evoca la vida pasada. Se pretende explicar algo de la psicología y de las reacciones del Presidente: «Al hablar de su pueblo natal frunció el entrecejo, la frente colmada de sombras, volvióse al mapa de la República, que en ese momento tenía a la espalda y descargó un puñetazo sobre el nombre de su pueblo. Un columbrón a las calles que transitó de niño, injustamente pobre, que transitó de joven, obligado a ganarse el sustento en tanto los chicos de buena familia se pasaban la vicia de francachela en francachela...» (p. 453).

Tiempo y movimiento

El cine ha enseñado mucho sobre la forma de indicar el paso del tiempo en un movimiento. Los antiguos novelistas, cuando sus personajes tenían que viajar, llenaban el tiempo entre la partida y la llegada con muy diversos recursos, diálogos, aventuras; pero difícilmente consideraban el movimiento en sí mismo para matizarlo desde un punto de vista temporal, ya se trate de un tiempo cronológico, ya psicológico. Solo el cine supo sincronizar tiempo y movimiento, presentar en la imagen el movimiento bajo un enfoque temporal. Y solo del cine podía aprender el novelista esa visión sincronizada para intentar luego reproducirla por la palabra y hacérsela vivir poderosamente al lector. En este sentido son altamente ejemplares dos pasajes del Señor Presidente.

El primero trata de mostrar la prisa de una mujer: de llegar o no llegar a tiempo a presencia del Presidente depende la vida de su marido; lucha contra los minutos. El escritor antiguo se hubiera limitado a decírselo así al lector. Asturias, en cambio, quiere presentar el hecho directamente ante los ojos de su lector, hacerle sentir el mismo estado de ánimo de la protagonista. La solución adoptada por nuestro novelista para conseguirlo es plenamente cinematográfica: descripción de los sentimientos de la mujer y del movimiento a la vez con la presencia aguda del tiempo. Es claro que en este caso más que nunca ofrecía la palabra dificultades insalvables, que Asturias ha sabido sortear admirablemente. En primer lugar, el pasaje todo queda incluido en un solo párrafo en el que abundan los puntos suspensivos: el lector se encuentra ante un solo bloque que tiene que leer unitariamente, de una sola vez, como un espectador de cine lo contemplaría en una sola secuencia en tanto que los puntos suspensivos presentan gráficamente la lucha entre la prisa y el tiempo: el lector, que desearía avanzar hacia el final, se va deteniendo insensiblemente tras cada punto suspensivo. Aparte de este recurso puramente tipográfico, Asturias utiliza otros exclusivamente lingüísticos. Tras una indicación general de la situación: «Mas su prisa era tal, su desesperada prisa, que a pesar de ir los caballos a todo escape, no cesaba de reclamar y reclamar al cochero que diera más rienda» (p. 443), corta los pensamientos, los hechos y las palabras, repitiéndolos y mezclándolos, como ocurre en realidad a las cosas contempladas en un vehículo a velocidad y en un estado de agitación: «Ya debía estar allí... Más rienda... Necesitaba salvar a su marido... Más rienda... más rienda... más rienda... Se apropió del látigo... necesitaba salvar a su marido...» (p. 444). En una sucesión de afirmaciones y negaciones resume la discusión entre el cochero y la señora: «sí, sí, sí, sí, sí... que sí... que no... que sí... que no...» (p. 444). Insistentemente se repite la palabra llegar: «Pero no llegaban... Llegar, llegar, llegar, pero no llegaban...» (p. 444). Las cosas se reducen a una sucesión de nombres sin adjetivos, sin verbos, sin partículas: «Piedras, zanjas, polvo, lodo seco, hierbas» (p. 444). A todo ello se añaden descripciones breves de acciones que suponen la velocidad: «se le desató el pelo... salvarlo... la blusa se le zafó... salvarlo» (p. 444).

El segundo caso es la descripción de un viaje en tren y de los sentimientos de un hombre que cree caminar hacia su libertad. Como en el ejemplo anterior, Asturias hace viajar al lector y participar de las ideas del personaje, no mediante diálogos, sino mediante la descripción del movimiento, como en el cine: «Al paso del tren cobraban movimiento y echaban a correr como chiquillos uno tras otro, árboles, casas, puentes» (p. 504). Toda la página es una sucesión de objetos que se persiguen al paso del tren con breves intercalaciones del pensamiento del viajero: «El animal a la casa, la casa a la cerca, la cerca... / ¡Con muchos cheques en la bolsa!... Un puente pasaba como violineta por las bocas de las ventanillas» (p. 504). Utiliza, luego, la imitación onomatopéyica del ruido del tren con la palabra cada vez, que lentamente se va transformando, como presagio fatal, en cadáver, con ruptura de sílabas: «Más atrás del tren, cada vez más atrás del tren, cada vez más atrás, cada vez más atrás, más y más cada ver, cada vez, cada ver, cada ver, cada vez» (p. 505).

Es de justicia señalar lo que los escritores modernos deben a los llamados movimientos vanguardistas en el descubrimiento de las posibilidades gráficas de la palabra y de las posibilidades acústicas, combinatorias, destructoras. Pero nunca el escritor moderno, a pesar de todo, hubiera llegado a combinar y matizar sentimiento, movimiento y tiempo a no ser por las enseñanzas del cine. El cine y los movimientos vanguardistas enseñaron al escritor moderno a doblegar la palabra para la creación de cualquier efecto.

Tiempo suspenso

La suspensión del tiempo, ordinariamente asociada a una experiencia ultraterrena, tiene larga tradición en la literatura de todos los países. Filgueira Valverde en su estudio sobre La Cantiga CIV (Santiago de Compostela, 1936) ha llevado a cabo una labor exhaustiva sobre el tema a propósito de dicha cantiga del Rey Sabio, que narra cómo un monje se quedó dormido durante trescientos años, oyendo el canto de un pajarillo.

Asturias ha hecho una breve excursión por la experiencia del tiempo suspenso en relación con la felicidad: Camila y Cara de Ángel, recién casados, se retiran de la ciudad al campo y pasan allá unos días de dicha. Es curioso notar la coincidencia del marco elegido por nuestro novelista: «perdidos en el rumor del bosque» (p. 473) y el de la cantiga alfonsina o en general, el de todas las leyendas de este tipo: el protagonista siempre se interna en un bosque en busca de la felicidad ordinariamente. Es así, lejos del mundanal ruido, como se logra la felicidad, mientras el tiempo se detiene, queda suspenso: «Y al mirarse unidos, se encontraban tan claros, tan dichosos, que caían en una transparente falta de memoria, en feliz concierto con los árboles recién inflados de aire vegetal verde» (p. 475). Cuando el tiempo vuelve a ponerse en marcha, la felicidad desaparece. Los personajes entran otra vez en la lucha de los días y de los hombres, también como en la cantiga y en las leyendas: «Se sacó a licitación pública la demolición del inútil encanto del Paraíso y empezó el acecho de las sombras, vacuna de culpa húmeda, a enraizar la voz vaga de las dudas y el calendario a tejer telarañas en las esquinas del tiempo».

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