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Tipos y paisajes


José María de Pereda


[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Madrid, Impta. de T. Fontanet, 1871 y cotejada con la edición crítica de Salvador García Castañeda (OO.CC., Santander, Tantín, 1989, t. I, pp. 265-537).]


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Prólogo, advertencia, preludio... o lo que ustedes quieran

El asunto es que algunos de mis paisanos, muy pocos, afortunadamente, han creído hallar en más de una página de mis Escenas montañesas motivo suficiente para que se sobrexcite y alarme su amor patrio; y que yo, que me guardaría muy bien de rebelarme contra el fallo del más incompetente crítico, a quien se le antojase apreciar aún en menos de lo poco que vale mi chirumen, como buen montañés, amante fervorosísimo de mi bella patria, no puedo, ni debo... ni quiero prescindir de oponer algunos reparos a los escrúpulos patrióticos de los mencionados señores, antes de darles a conocer esta segunda serie de Escenas, en las cuales, juzgándolas con el criterio con que juzgaron a las primeras, han de hallar nuevas causas de resentimiento contra mi pluma, y, por consiguiente, contra la intención que la ha guiado.

El cargo que se me hace (y, por cierto, entre piropos que siento no merecer) es la friolera de haber agraviado a la Montaña, presentando a la faz del mundo muchos de sus achaques peculiares, y hasta en son de burla algunos; es decir, con delectación pecaminosa.

Confieso que no ha podido hacérseme una imputación más cruel, ni más injusta, ni que más me lastime. Cruel, porque lo fuera, aun siendo muy notoria la perversidad del alma de un hijo, acusarle de ser capaz de hallar deleite en burlarse de su propia madre; injusta, por lo que vamos a ver.

De dos maneras puede representarse a los hombres: como son, o como deben ser. Para lo primero, basta el retratista; para lo segundo, se necesita el pintor de genio, de inspiración creadora. Concedo sin esfuerzo que el mérito de éste es superior, en absoluto, al de aquél; pero que, tratándose de dar a conocer a un individuo, haya de representársele como debe ser y no como es, no lo concedo aunque me aspen.

Retratista yo, aunque indigno, y esclavo de la verdad, al pintar las costumbres de la Montaña, las copié del natural; y como éste no es perfecto, sus imperfecciones salieron en la copia.

A este modo de pintar es a lo que se ha llamado, por algunos montañeses, delito de lesa patria.

Un pintor del riñón de Castilla se decide un día a copiar en el lienzo a su país; pero tiende por él la vista, y observa que el suelo es árido y monótono; que no le cruza un mal arroyo, ni le sombrea un árbol, ni le limita una montaña; teme que la representación de aquella sábana de tierra calcinada y de cardos agostados infunda un sentimiento de repulsión en el ánimo del observador del cuadro, y que por éste se adquiera mala idea de la poesía del famoso granero de España; y sin pararse en barras, copia, de todo lo que ve, un grupo de casas que no ofrecen mal aspecto, dos recodos de una era, media docena de borregos y una mula, y echa por enmedio un río como el Missisipí que baja de unas montañas como los Andes, y adorna las orillas con sauces y naranjos, y tapiza el suelo con flores y césped, y hasta le puebla de zagales, cuyos modelos busca en un abanico. En seguida escribe debajo: «Panorama de Amusco», y expone el paisaje al público como un cuadro de costumbres castellanas. ¿Sería este sistema de retratar la naturaleza más patriótico que el mío? Sería lo que ustedes quieran; pero el sentido común siempre vería en un cuadro tal, con semejante rótulo, un embuste ridículo, una mentira bien ociosa.

Otro caso. Un señor, que sería el tipo de la hermosura si no tuviera un ojo huero, y una verruga en la nariz, y un lobanillo en la frente, y una cicatriz en los labios, va a retratarse; pero el retratista, por amor al modelo, o por adularle quizá, no reproduce en el lienzo ni el ojo huero, ni la verruga, ni el lobanillo, ni la cicatriz: antes al contrario, pinta dos ojos como dos luceros, y hasta exagera la corrección de los demás detalles de la cara. Concluida así la obra, quiere sorprender con ella a los deudos y amigos del retratado: examínanla atentamente, admiran todos la belleza del modelo; pero ninguno de ellos le conoce. ¿Puede el retratado, sin ser tonto de remache, deleitarse contemplando la supuesta imagen suya?

Pues bien: supongamos ahora que yo hubiera tenido ingenio bastante para componer un libro de leyendas poéticas y edificantes, llenas de madres resabidas y sentimentales, de padres eruditos y elocuentes, y de hijos galanes, trovadores y sensibles como los pastores de la Galatea; quiero imaginarme que, al pintar el concejo de mi tierra, hubiera arrojado de él al tío Merlín, y puesto por tema de discusión, en vez del que allí se ventiló bajo la impresión de una suspicacia casi estúpida y de una malicia lamentable, tal cual égloga de Virgilio o artículo del Código Penal, como para una asamblea de académicos escrupulosos o de sabios legisladores; supongamos que, en lugar de exhibir a la familia del tío Nardo vendiendo hasta las tejas para echar a América al niño Andrés con la esperanza de verle tornar un día rico e influyente, sin hacerse cargo de los infinitos ambiciosos montañeses que han perecido hambrientos y abandonados en aquellas regiones, hubiera pintado un indiano poderoso en cada casa, arrojando sin cesar talegas de onzas por la ventana y atando los perros con longaniza; supongamos también que, en vez del sencillo mayorazgo Seturas, hubiera presentado un patriarca venerable explicando, bajo los bardales de una calleja, las maravillas de la botánica y de la astronomía, deteniéndose extáticos, ante la majestad de su palabra, los tardos bueyes, los fieles canes y los rizados borregos; supóngase asimismo que, en lugar de admitir como base del carácter del campesino montañés el puntillo y la suspicacia, causa de tantos males en este país, donde todos los días es una verdad el paso de Las Aceitunas del buen Lope de Rueda le hubiese poblado de hombres infalibles y longánimos, sin más tribunales que el de la penitencia, ni otras leyes que las del Decálogo; supongamos, además, que, en lugar de Cafetera y de la nuera del tío Bolina, y de otros personajes ejusdem farinae que andan por el libro, hubiera presentado algo parecido a los marineritos que bailan en el teatro la tarantela napolitana, y a las bateleras del demimonde en las regatas del Sena; supongamos, en fin, que yo hubiera sido capaz de crear un país y un paisanaje con todos los primores que caben en la naturaleza y en la humanidad, y de sacar a la plaza pública esa creación con el título de Escenas Montañesas: ¿qué hubieran dicho entonces de ella esos mismos señores a quienes dedico estas líneas? De fijo: «Hombre, esto es muy bueno sin duda; pero tiene tanto de montañés como nosotros de turcos.»

Supongamos, si no, que, sin añadir en el retrato una sola belleza a las que tiene el original, me hubiera limitado a presentar las más libres de toda mácula local y, por ende, semejantes en todo a las de todos los pueblos sometidos al régimen estricto de la nueva civilización. Entonces hubieran dicho mis escrupulosos censores: «No encontramos en este libro a nuestro vecino, ni a nuestro concejo, ni la escuela en que aprendimos a leer, ni las fiestas de nuestros santos patronos, ni la rioja de nuestras tabernas, ni a los pescadores de nuestra costa, ni el maíz de nuestras mieses, ni las deshojas del maíz, ni el aire, ni el sol de nuestra hermosa campiña... Lo que aquí pasa, pasa también en cualquiera otra provincia de España, y estas costumbres lo mismo pueden llamarse montañesas que manchegas.»

Y en ambos casos habrían desdeñado el libro, y éste no hubiera corrido de mano en mano todos los rincones de la Montaña, ni a sus personajes se les hubiesen abierto todas las cocinas montañesas, como a gente de la casa, señal infalible de que es bueno el retrato en cuanto al parecido, por más que, como obra mía, no luzca primores de arte.

Pero supongamos ahora, y no es poco suponer (¡y vuelta a las suposiciones!), que los susodichos mis paisanos me conceden que todas las imperfecciones fisonómicas que aparecen en el cuadro existen en el original, y que al copiarle, con la mejor intención del mundo, me limité a cumplir estrictamente mi cometido de retratista escrupuloso; todavía me dicen: «Si creías que no podía hacerse de la Montaña un retrato de color de rosa, ¿para qué la retrataste? Y si la retrataste, ¿para qué expusiste al público el retrato?»

La retraté, señores míos, cediendo a una tentación más fuerte que mi voluntad; la misma que obliga al poeta a cantar a la naturaleza, y al músico a robarle sus dispersas armonías; impulso irresistible, incontrarrestable, quizá más que el que lanzó a algunos de vosotros hasta el otro lado del Atlántico en busca de soñados torrentes de acuñadas peluconas. Y le expuse al público, porque no juzgué ni juzgo a ningún español tan mentecato, que fuese ni sea capaz de creer a su país exento de achaques tan gordos como los que yo cito del mío, ni tan tonto que, si se los concediera, se forje la ilusión de que el vecino no los ha visto; le expuse al público, porque muchos de los vicios que pregona apenas excitan la compasión, algunos la risa, y los más, el escasísimo interés que haya podido prestarles el esmero, ya que no la destreza del pintor, y porque el más grave de ellos es, a Dios gracias, mucho más leve que el más insignificante de los consignados en la estadística viciosa de cualquier otra provincia de España; le expuse al público como se expone un cuadro de fotografías que ni son obscenas ni injurian a nadie: para que las vea aquel caballero y las juzgue... y las compre, si es posible; le expuse al público, en fin, en la confianza de que, aun en el caso de tropezar con jueces tan aprensivos, tan quisquillosos... tan montañeses como ustedes, podría responder, en abono de mi intención inmejorable: «Creo, con la mano sobre mi corazón, que exhibiendo resabios y picardías como las de tío Merlín, desdichas y miserias como las de la familia del Tuerto, preocupaciones funestísimas como las de la de tío Nardo, etc., etc., y poniendo a su lado estimables cualidades y méritos que no faltan en otros personajes del libro, se prueba mejor el patriotismo que con ostentosos vanos alardes de tan noble virtud; y que la Montaña perdería menos oyendo a los que, como yo, entre himnos entusiásticos a sus bellezas, dedican una cariñosa censura a muchas de sus curables imperfecciones, que a los que transigen con todas ellas a trueque de que nadie las vea.»

En cuanto al estilo más o menos irónico, más o menos alegre de la obra, ¡qué diablo! no es ella ninguna colección de elegías ni de sermones de Ánimas; a más de que cada hombre tiene el que Dios le concedió, y yo, al usar el que bajo este título me pertenece, malo y todo, le he creído preferible, por mío, al mejor de los prestados.

Y aquí debiera poner fin a este proemio, asaz enojoso para mí por el fin que lleva; mas no quiero dejar la pluma sin resarcirla del disgusto de escribirle, dedicándola un instante a más placentera ocupación. Sírvame, pues, en este momento, no del todo inoportuno, para dar un público testimonio de mi gratitud profunda a mi querido amigo Antonio de Trueba, cuyo solo nombre, puesto al frente de mi libro, embelleció sus innumerables defectos al ser admitido, no de mala gana, en la república literaria española; al inimitable autor de las Escenas Matritenses; al insigne poeta y sabio crítico, D. Juan Eugenio Hartzenbusch; al malogrado ingenio que dejó, por huella de su paso por el mundo, el monumento literario Ayer, Hoy y Mañana, y a otros escritores no menos discretos, y a la prensa periódica en general, cuyas felicitaciones conservo como prendas de inestimable valor; no porque de ellas me juzgue digno, sino porque las considero como otras tantas manos cariñosas que estrecharon la mía al acercarme por primera vez a una región donde la censura de los doctos enerva y el desdén mata.

Otra deuda no menos sagrada, que también quiero pagar, tengo con el público, especialmente el de la Montaña, que, aceptando mi buena intención y dispensándome los pecados de inexperiencia o de incapacidad, acogió las Escenas con una benevolencia que yo jamás me hubiera atrevido a esperar.

¡Quiera Dios que, al dar a luz esta segunda serie, no se arrepientan, público y escritores, de haberme aplaudido la primera!

Enero de 1871.






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Dos sistemas


- I -

Se fue a la Habana en 1801, en el sollado de un bergantín, entre otros cien muchachos, también montañeses, también pobres y también aspirantes a capitalistas. Unos de la fiebre amarilla, en cuanto llegaron; otros de hambre, otros de pena y otros de fatigas y trabajos más tarde, todos fueron muriendo poco a poco. Él solo, más robusto, más animoso o más afortunado, logró sobreponerse a cuantos obstáculos se atravesaban delante de sus designios.

Treinta años pasó en la oscuridad de un roñoso tugurio, sin aire, sin descanso, sin libertad y mal alimentado, con el pensamiento fijo constantemente en el norte de sus anhelos. Una sola idea extraña a la que le preocupaba, que con ésta se hubiese albergado en su cerebro, le hubiera quizá separado de su camino.

Creo que fue Balmes quien dijo que el talento es un estorbo cuando se trata de ganar dinero. Nada más cierto. La práctica enseña todos los días que, sin ser un monstruo de fortuna, nadie la conquista luchando a brazo partido con ella, si le distrae de su empeño la más leve preocupación de opuesto género. De aquí que no inspiren compasión los sufrimientos del hombre que aspira a ser rico por el único afán de serlo. En el placer que le causa cada moneda que halla de más en su caja, ¿no está bien remunerado el trabajo que le costó adquirirla? ¡Ay del desdichado que busca el oro como medio de realizar empresas de su ingenio!

No le tenía muy pronunciado el mozo en cuestión, por dicha suya. Así fue que, dándosele una higa porque a sus oídos jamás llegara una palabra de cariño ni a su pecho una pasión generosa, echó un día una raya por debajo de la columna de sus haberes, y se halló dueño absoluto de un caudal limpio, mondo y lirondo, de cincuenta mil duros; sumó después los años que él contaba, y resultaron cuarenta y cinco.

-¡Alto! -se dijo entonces-; reflexionemos ahora.

Y reflexionó.

He aquí la sustancia de sus reflexiones:

En la situación en que se hallaba podía, dando más latitud a sus especulaciones, aumentar considerablemente el caudal; pero se exponía también a perderle: además, le habían conocido allí ciruelo, y no le prestarían la consideración a que se juzgaba acreedor. Lo contrario le sucedería en su pueblo natal, donde pasaría por un Nabab, llevándose el respeto y las atenciones de sus paisanos; pero ¡eran éstos tan pobres! Iban a saquearle sin piedad. Por otra parte, habiendo muerto ya sus padres, a quienes en vida socorrió largamente, ¿qué atractivo podían tener para él los bardales de su aldea? Establecerse en Santander ya era distinto: esta ciudad, que al cabo era su país, le brindaba con ocasiones de especular, si quería; de figurar, en primer término, entre los encopetados señores, y sobre todo, de casarse con una señorita joven y fina, único lujo de ilusiones que se había permitido su imaginación en los treinta años de cadena, sufridos detrás del mostrador.

Como buen montañés, sentía muy vivo en su pecho el santo amor a la patria, y no vaciló, conste en honra suya, para adoptar una resolución definitiva.

Ésta fue la de trasladarse, por de pronto, a Santander con cuanto le pertenecía; y al efecto, escribió pidiendo los necesarios informes acerca del estado de la plaza.

Ateniéndose con fe a la contestación, que procedía de persona de reconocida formalidad, invirtió su dinero en azúcar y en café; fletó un bergantín, cargóle, y después se embarcó en él, resuelto a hundirse con su caudal en el Océano, si estaba escrito que el fruto de tantas privaciones no había de llegar a seguro puerto.

Pero lejos de hundirse, hizo uno de los viajes más rápidos que se hacían entonces: cincuenta días tardó, nada más, desde el castillo del Morro al de San Martín.

Personas que, al fondear el buque enfrente de la Monja, le vieron de pie sobre la toldilla de popa, contemplando afanoso el panorama que se desenvolvía ante sus ojos, aseguran que era bajo de estatura, ancho de espaldas y de pies planos y juanetudos; el color de su cara, moreno pálido y algo reluciente; los pómulos destacados, los ojos pequeños y hundidos, los labios gruesos y mal cerrados, y las cejas espesas; la cabeza, en conjunto, redonda como un queso de Flandes, pero de mayor diámetro que el más grande de éstos; el pelo corto, espeso y áspero; la barba rapada a navaja, menos un mechón, entre mosca y perilla, que le colgaba del labio inferior, y una especie de barboquejo de largos pelos que le defendía el cuello de la camisa de los punzantes cañones de la sobarba. Sobre el pelo llevaba un jipijapa, y arrollado al pescuezo, un pañuelo de seda de cuadros rabiosos. Vestía levita negra de Orleans, y pantalón y chaleco de dril blanco, destacándose sobre el último gruesa cadena de oro, y calzaba holgados zapatos de charol.

Y es cuanto tengo que decir al lector acerca de don Apolinar de la Regatera, desde que salió impúbero de la choza paterna, hasta que llegó de retorno de la Habana, casi viejo, a la bahía de Santander.

Hallábase este mercado a la sazón a plan barrido, como decirse suele, en punto a azúcares y cafés. Súpose en breve lo del arribo de estos artículos por el bergantín fletado por don Apolinar; llovieron demandas sobre éste, y sin dejarle desembarcar siquiera, arrebatáronle el cargamento al precio a que quiso cederle.

De este modo el caudal de Regatera, mejorando, como los vinos, con el mareo, salió de la Habana como un millón, y al desembarcar en el muelle de Santander apenas podía revolverse en setenta talegas.

El salto, pues, a tierra, de don Apolinar hizo más ruido en el pueblo que el que han hecho en el mundo los saltos más célebres, desde el de Safo en Leúcade hasta el de Alvarado en Méjico y los de Leotard en los trapecios de su invención. Su entrada en Santander, a la vez que un negocio, fue un triunfo. La plaza le saludó con todos los honores, batiendo a su paso el cobre de las cajas más repletas, y abriéndole de par en par salones y gabinetes. El vulgo se conmovió también con tanto ruido, y en mucho tiempo no conoció al afortunado intruso otro nombre que el de el indiano del azúcar.




- II -

No era lerdo el tal cuando se trataba del vil ochavo. Aceptó de buena gana la consideración que se le daba por aquella plutocracia de tradicional severidad, y se propuso utilizar el arma para llegar más pronto con su auxilio al fin a que se dirigía.

Merced a tan favorable coyuntura, no tardó en conocer perfectamente el terreno que pisaba.

Santander era una aldea grande, con casas muy viejas y calles muy irregulares, donde el confort no se conocía ni se echaba de menos. Los hombres de quienes tomaba su prestigio e importancia la plaza famosa del mar cántabro no levantaban media línea más que él, ni procedían de otro origen más preclaro: indianos más o menos antiguos; sencillos en sus gustos, vulgares en sus formas, afanosos, pero nobles, en su profesión, ricos casi todos, e ignorantes sin casi, como se dejaba ver en la sencillez primitiva de la población cuyo sostén y principal objeto eran ellos mismos. Verdad es que eran muy orgullosos, más que orgullosos, ásperos, desabridos; pero también es cierto que este resabio sólo se dejaba sentir contra la gente de poco más o menos, y hasta se trocaba en impertinente amabilidad cuando se trataba de un caudal bien cimentado, de lo que podía certificar él mismo.

Sin riesgo, pues, de deslucirse, antes con muchas probabilidades de preponderancia, podía terciar como uno de tantos en aquel juego en que, con un poco de serenidad y de prudencia, se ganaba siempre.

Formada su resolución, hizo una visita a su pueblo, distribuyó algunos miles de reales entre sus paisanos, y se volvió a la ciudad donde tan importante papel hacía y quedaba algo que, aparte de su proyecto citado, le escarabajeaba en la moliera y tal vez en el corazón.

Este algo era la sexta hija de un rico colega suyo: una joven blanca como la azucena, fina como una seda y sosa como un espárrago. Viola don Apolinar cuando su padre le llevó a comer a su casa; halló en ella el tipo de sus ilusiones... y no quiso saber más. Pidió su mano, concediéronsela los papás, desde luego, y todos los que querían a la favorecida se alegraron: todos... menos uno. Éste era un joven jurisconsulto, de ingenio nada escaso, que seguía desde mucho atrás las huellas a la beldad en cuestión, habiendo recibido de ella más de tres sonrisas y de trescientas miradas, lo cual no era poco en un carácter semejante. Pero la firma del pobre abogado no se cotizaba en el bolsín, y el padre de su ídolo, que sabía esto... y lo otro también, no sosegaba un punto. Júzguese del placer con que oiría las proposiciones del nuevo pretendiente. En cuanto a la pretendida, no mostró hacia ellas la menor repugnancia; y se explica, aunque parezca que no: era el candidato indiano rico, y los novios de esta madera siempre fueron aquí de moda; y yendo a la moda una mujer, va muy a gusto, aunque lleve a cuestas un borrego.

Casado don Apolinar, alquiló tres partes de una casa próxima al Muelle: el piso principal, el entresuelo y el almacén; el primero para habitación, el segundo para escritorio y el tercero para depósito de mercancías.

El entresuelo es el que nos importa, y éste es el que vamos a examinar, tal cual se hallaba algunos meses después de ingresar el indiano Regatera en el gremio mercantil.

Era un salón angosto, largo y bajo de techo. A la derecha de la puerta de entrada había un doble atril de castaño; a la izquierda, otro más alto, de pino pintado de color de chocolate; junto al primero, dos banquetas, una forrada de badana verde, con tachuelas doradas alrededor del asiento, y otra sin forrar; junto al segundo, otra banqueta, también de madera limpia, y una especie de facistol de la altura de un hombre; entre los dos atriles, es decir, enfrente de la puerta, una mesa de castaño, rodeada de un listón de media pulgada de alto, y con un grande agujero en un ángulo, el cual agujero servía de boca a una manga de lona que por debajo del tablero de la mesa colgaba hasta cerca del suelo; a un extremo del salón, inmediatamente detrás del banquillo de las tachuelas, una puerta recién hecha, con gruesos clavos de apuntada cabeza, cerrada, sobre dos pernos enormes, con un colosal candado de hierro, amén de la llave que, a juzgar por el tamaño del ojo de la cerradura que se veía debajo de aquél, debía pesar dos libras cumplidas: cuando esta puerta, siempre por la mano de don Apolinar, se abría rechinando, a la luz de un cabo de vela de sebo que el indiano llevaba a prevención, se distinguía en el centro de una pieza de seis pies en cuadro una mole de hierro que, aplicando a una hoja de cierta guirnalda mal grabada que le servía de adorno la punta de un clavo trabadero, y después de haber dado seis vueltas a una llave especial y de soltar cuatro candados, se dejaba abrir por la parte superior, mostrando entonces por entrañas, montones de talegas repletas de oro y cartuchos de todas clases de monedas, menos de cobre, pues éstas yacían en saquillos de arpillera fuera de la caja, aunque dentro de la mazmorra también. Por todo adorno en las paredes del escritorio había un Plan de matrículas, otro de Señales de la Atalaya, una cuartilla de papel con los Días de correo a la semana, y una percha de cabretón. Añádanse a estos detalles media docena de sillas de perilla, arrimadas a los gruesos muros de la caja, y paren ustedes de contar. La banqueta forrada la ocupaba don Apolinar, y la inmediata su amanuense, a cuyo cargo se hallaban también el copiador de cartas y el de letras, más la presentación y cobro de éstas, sacar el correo, abrir y cerrar el escritorio, correr las hojas, etc., etc. La mesa del centro era para contar dinero, el cual se echaba por el agujero a la manga adyacente, que iba a desembocar al saco previamente colocado debajo. El otro atril, la banqueta y el facistol correspondientes eran para el viejo tenedor de libros.

Dos palabras acerca de este tipo, cuyo molde se perdió muchos años hace. Era su cargo el término anhelado de una carrera de treinta años de pinche, durante la cual, como es fácil de comprender, todo se concluía en el aspirante: el humor, el apetito, la salud... todo, menos la paciencia y el pulso. Este hombre no reía, ni hablaba, ni pisaba recio desde el momento en que entraba en el escritorio. Entonces se quitaba a pulso el sombrero, y a pulso le sustituía en la cabeza con un gorro de terciopelo negro; a pulso se ponía los manguitos de percalina; a pulso y con respetuosa parsimonia abría los libros, y a pulso mojaba la pluma, y sentaba las partidas, y ataba y desataba los legajos que le entregaba en silencio el principal, a cuyo cargo estaba la obligación de volverlos a recoger. Ordinariamente no fumaba; pero si tenía este vicio, fumaba cuatro medios cigarrillos al día, dos por la mañana y dos por la tarde, uno de ellos al medio y otro a la conclusión de la tarea, la cual tenía para él términos inalterables. No la cercenaba ni un segundo al empezar; pero si al ser las doce en su reloj de plata, por la mañana, o las seis por la tarde, le faltaba una palabra, una sola letra para concluir el renglón o período que escribía, alzaba la pluma, la limpiaba sobre el manguito izquierdo, y así quedaba el asunto hasta la próxima sesión. Ni un instante más ni menos de lo justo; ni una plumada siquiera en asuntos de la jurisdicción de otra mesa. En cuanto a los libros, eran suyos, exclusivamente suyos, y el principal mismo tenía que pedirle por favor que se los abriera para examinar el estado de alguna cuenta. ¿Tocarlos otra mano que la suya? ¡Jamás! La contemplación de aquellas letras perfiladas, de aquellas columnas inmensas de números casi de molde, de aquel rayado azul y rojo, era su orgullo, el único deleite de su alma al abrir las extensas páginas de sus dos infolios de marquilla. Un borrón sobre ellas, y su naturaleza, probada al rigor de un método inalterado de treinta años, se hubiera quebrado como débil caña.

Con un hombre así y los demás elementos materiales inventariados de su escritorio contaba don Apolinar de la Regatera como auxiliares de su instinto mercantil en la nueva campana que había abierto.

Los corredores le importunaban poco, pues sabían que de un hombre semejante se sacaba escasa utilidad. Efectivamente, don Apolinar, que no se fiaba ni de su sombra, gustaba de hacer los negocios por su mano; y así, no solamente los discutía a su antojo, sino que, no parándose en la fe de una muestra aislada, iba «a la pila», y allí se hartaba de palpar, oler y paladear el género, hasta que le hallaba a su entera satisfacción. Entonces, si el negocio era de «clavo pasado», le abarcaba solo; pero si presentaba la más pequeña duda, le dividía en lotes y, aplicándose uno a sí mismo, se consagraba una semana a conquistar amigos que cargasen con los restantes, mancomunidad en que él entraba con frecuencia a solicitud de algunos de los mismos reclutados. De este modo, si perdía, la pérdida no podía ser grande; y si se ganaba, eso más habría en la caja. Ganar poco y a menudo, y abarcar algo menos de lo que pudiera; pisar sobre terreno conocido, dejando siempre «cubierta la retirada»; llevar a la Habana frutos de Castilla y a Castilla frutos coloniales, o vender los unos y los otros en la plaza misma, si se presenta ocasión ventajosa; cobrar en moneda sonante y de buena ley; hundirla en los abismos de la mazmorra... y dejar el mundo y las cosas como se hallasen; y «Antón Perulero, cada cual a su juego, y a Cristo por redentor le crucificaron».

Tales eran sus máximas; tal era su ciencia.

He aquí ahora su estilo:

«Muy señor mío y mi dueño: Por la presente, acúsole recibo de la muy atenta y favorecida del tantos de los corrientes, atento a cuyo contenido diré:

Fue en mi poder la letra que adjunta acompañaba de su mismo puño, a los ocho días vista y cargo de estos señores Cascarilla Hermanos y Compañía, por valor de

Rs. 12.576 con 31 mrs. de vellón. Mencionados señores han dicho ser corriente referida letra, por lo que hago a usted abono en su cuenta de expresada cantidad, que en su día, y Dios mediante, será efectiva, sin cuyo requisito valgan en mi favor todas las salvedades de costumbre.

Subsiguientemente me impongo de que me dice usted: «Tal y tal /(y copiaba aquí cerca de una carilla de la carta de su corresponsal).» A lo que respondo refiriéndome a la mía del tantos, en que decía que: «Esto y lo otro (y reproducía íntegro un párrafo de su carta citada).»

El mercado de caldos sigue encalmado, si bien las aceites arribaron ayer a una poca de estima, motivado a que, como era día de correo, se supo que la cosecha de aceituna en el literal de Sevilla amagaba de malogro.

Azúcares. Este dulce en favor, máximen los mascabados y el blanco Bombita y el Guanaja.

Harinas. Este polvo un tanto desconcertado, según el viso que va presentando la sementera en Castilla, al respective de los últimos temporales.

Por el correo de la próxima semana venidera daré a usted nuevas noticias, si el caso lo requiriese. Por hoy sólo tengo que repetirme de usted, como siempre, y para cuanto guste, suyo afectísimo seguro servidor Q. B. S. M.»

Esto, dictado por don Apolinar, lo escribía su amanuense con la más desastrosa ortografía, sobre un ancho papel verdoso sin membretes ni garambainas.




- III -

Pasáronse muchos años, durante los cuales vio Regatera acrecentarse incesantemente su caudal; y fue dos veces Alcalde, y Cónsul, y hasta Prior del Tribunal de Comercio, y cuanto podía ambicionar entonces, por afán de lustre, un hombre como él. Habíale concedido Dios un hijo, para colmo de su satisfacción; y este hijo, después de ir a la escuela y tomar algunas nociones de latín con los padres Escolapios, fue, velis nolis, cuando tuvo quince años, agregado al atril principal del escritorio, con el objeto de que fuera instruyéndose en el ramo, para que algún día sustituyese a su padre en la dirección de la casa que éste había colocado a tanta altura.

Cuando el chico llegó a cumplir los veinte, pasaba en el ánimo del rico indiano algo que le hacía soñar más de lo conveniente. Oía, aunque muy a lo lejos, ciertos rumores extraños, y aspiraba en el aire reposado y tranquilo de la plaza efluvios de un olor que le era desconocido. Leía que en el extranjero viajaban al vapor hombres y mercancías, y que alguna plaza española se había dejado seducir ya por la tentación innovadora. Verdad es que Santander, excepción hecha de las diligencias que años antes se habían establecido, se hallaba en la misma patriarcal tranquilidad en que la dejó él para ir a América y la halló a su vuelta; que su comercio seguía tan rutinario como entonces; que en su exterioridad no revelaba, ni al más avaro, que servía de albergue a una comunidad de capitalistas cuya justa reputación de tales daba ya la vuelta al mundo; y, en fin, que la procesión de carretas cargadas de harina que diariamente asomaba la cabeza por Becedo, lejos de disminuir en longitud, llegaba con la cola hasta Reinosa; pero que afuera pasaba algo, y algo muy grave, era evidente; que ese algo amenazaba la quietud tradicional de Cantabria, estaba bien a la vista. Y ¿qué sucedería en el caso probable de una invasión? No podía él adivinarlo, porque no conocía al enemigo. Era, pues, indispensable conocerle para resistirle si se podía, o para aliarse a él si valía la pena; y

-¡Vete con mil demonios a ver qué es eso! -dijo un día a su heredero.

Y éste marchó, bien recomendado, a Francia, Inglaterra y Alemania, a instruirse en todo cuanto cupiera en la jurisdicción de un comerciante «a la extranjera».

Seis años se estuvo por allá el joven Regatera; y a su vuelta, presentándose con patillas muy largas, cuellos hiperbólicos y fumando en pipa, le recibió don Apolinar con una ansiedad indecible. El ruido extraño había ido en ese tiempo creciendo, y los efluvios impregnando toda la atmósfera de la plaza; el enemigo avanzaba rápido, y hasta se dejaba ver en ella, y don Apolinar y los suyos eran notoriamente el blanco de la saña del invasor: el terreno se hundía bajo sus pies, y en todas partes estaban estorbando. Como a los cómicos viejos que hacen papeles de galán, se les toleraba a veces en obsequio a lo que habían sido; pero lejos de excitar el entusiasmo sus esfuerzos, inspiraban compasión.

Sus trajes, sus costumbres, su estilo, todo en ellos empezaba a ser raro; y el pueblo mismo, tan fiel hasta entonces a las exigencias del carácter de los viejos señores, ocultaba sus ruinas, lavaba su cara, ensanchaba sus calles y se entregaba alegre y ufano al intruso. Decididamente no era la generación de don Apolinar, encanecida y achacosa, la que había de luchar contra aquel torbellino, ni de soportar siquiera su vertiginoso empuje sin perecer en él. De aquí la ansiedad con que Regatera recibió a su hijo al volver éste de «esos mundos de Dios», como decía el pobre hombre cuando hablaba del paradero del expedicionario.

Ni el polvo del camino, como quien dice, le dejó limpiarse.

-Esta es mi fortuna limpia y saneada: cinco millones y medio, en buques, mercancías y onzas de oro. No eres lerdo ni calavera; pero de nada servirá tu prudencia si los demás te empujan; no me inspira fe vuestro porvenir, porque eso es más fuerte que todos vosotros; y como sería muy triste que después de pasar la vida amontonando talegas tuviera, de viejo, que comer de limosna, retiro del fondo el pico para mí, y te dejo el resto, que no es flojo. Buen provecho te haga y allá te las arregles, que, al cabo, para ti había de ser.

Dijo don Apolinar, y, enternecido, traspasó a las manos de su hijo el cetro de su adorado imperio.




- IV -

El modesto escritorio quedó radicalmente transformado desde el momento en que el nuevo jefe de la casa se posesionó de él. La caoba, la gutapercha y el aterciopelado papel sustituyeron al castaño, a la badana y a la deleznable cal de aquellos atriles, banquetas y paredones. Cayeron con estrépito los de la mazmorra, y en vez de la pesada caja que amparaban codiciosos, colocóse en el elegante improvisado gabinete, cerca del boureau señorial, un esbelto cofre-fort. Seis dependientes ágiles, alegres y tan elegantes como el principal, se distribuyeron en las respectivas funciones, incluso la de tenedor de libros, que dejó vacante el viejo de marras, mal avenido con los «títeres intrusos». Barómetros de todas formas, tarifas de vapores y ferrocarriles en dorados marcamentos y mapas de todas las regiones del mundo, llenaban las paredes; prensas para todo cuanto antes ejecutaba la mano del escribiente ocupaban los rincones, y el voluptuoso sofá tapizado brindaba con su comodidad a cuantos esperaban el pago de una letra o la contestación de un simple recado. Todas las demás minuciosidades del escritorio guardaban perfecta armonía con este tono. En el gabinete del jefe, pero fuera de su alfombrada tarima, se había colocado una butaca para don Apolinar, que, por afición, por interés propio y por necesidad (pues ya muy viejo y no sabiendo más que ser comerciante, se aburría en todas partes), la ocupaba casi todo el día, durmiendo a ratos, oyendo a veces y preguntando a menudo sobre lo que veía y escuchaba.

Giraba la casa bajo la razón de Hijo de don Apolinar de la Regatera, no por respeto cariñoso a la memoria del padre, sino en consideración al valor que su nombre de guerra tenía en el comercio de España y de toda América.

La calma, la reflexión hasta la pesadez, habían sido la expresión característica del espíritu mercantil del indiano; la vivacidad, la inquietud, la prisa hasta la ligereza, lo eran del de su hijo, como creía observar el primero hasta en los actos más triviales de las tareas del segundo.

-¿Londres? -decía lacónicamente un corredor entrando.

-¿Mucho? -le respondía el joven comerciante sin levantar la vista de su pupitre.

-Setecientas, ocho, once: aceptadas.

-¿A...?

-Redondo.

-Por París.

-¿Corto?

-¿Vista?

-Fecha.

-¿Cambio?

-Veinte.

-Se andará. ¿Primeras Riosecana y Flor de Arriba?

-¿Para?

-Al quince: a diez y nueve y medio y diez y nueve y cinco octavos. Treinta mil.

-Sobre buena, diez y nueve y diez y nueve y cuartillo; dos meses, dos y medio: tres por ciento.

-Lo veré. ¿Nada más?

-Por aquí no.

Y se iba el agente y no le miraba siquiera el comerciante; y el que había encanecido siéndolo se quedaba in albis.

En la correspondencia brillaba el propio laconismo. He aquí un modelo de los más explícitos que constaban, a media tinta, en el volumen no sé cuántos del copiador mecánico, o de prensa:

«Muy Sr./m: En m/poder s/grata I.º act.l; y silenciando puntos de conformidad, paso a decirle he desplegado de ella £ m/.8 d/v c/Butifarra y C.º, de Barc.na, por

Rvon. 10.560,86 que, s. m. p., paso al crédito de s/c.

Impuestos de s/proposición estos Sres. Carpancho Herm.s que examinarán, contestándole directamente s/particular.

Para el mercado, me remito a la adjunta Revista, que desearé le aproveche.

De V. afmo. s.s. q. b. s. m.»

Y por firma había llevado esta carta un garabato que lo mismo podía decir Hijo de don Apolinar de la Regatera, que Padre del sacristán de la Parroquia.

No tardó el viejo indiano en advertir que este sistema eléctrico no era exclusivamente propio de su hijo, sino de toda «la clase», y de que no se aplicaba sólo a los detalles mecánicos del escritorio, sino que servía de base al flamante espíritu mercantil.

Se había hablado tiempo hacía de la necesidad de dotar a Castilla de un puerto de mar, y se había demostrado que este puerto debía ser el de Santander, uniendo la comunicación entre ambas regiones con una línea férrea, en lugar de las tradicionales reatas de mulos y carros del país. El plan era vasto y costosísimo; pero como debía ser reproductivo en extremo, se había aceptado con regocijo.

Llegó la ocasión de acometer la empresa, y don Apolinar vio con susto a su hijo trocar pilas de reverendas peluconas por algunas resmas de papel pintado. Poco después ofrecían al accionista una prima considerable por la cesión de sus títulos, pero esperando sacar de ellos en el día de mañana utilidades más pingües, desechó la oferta.

El mecanismo de cobros y pagos era engorroso, y el dinero, quieto en la caja, ni estaba seguro ni ganaba; además, el porvenir del comercio eran las sociedades de crédito. En consecuencia se formó una, y de ella fue el principal accionista el hijo de don Apolinar. Con parte de las onzas amontonadas por su padre pagó las acciones, y el resto le envió a la caja de la sociedad, que le abrió en el acto una cuenta corriente. A los pocos días de cubierto el cupo de la emisión, hubo la indispensable oferta de prima a los tenedores y la consabida resistencia de éstos, en espera siempre de mejor ocasión.

Los desairados en el reparto de las dos gangas anónimas, habiendo tornado ya el gusto al papel, formaron capítulo aparte y echaron a la plaza nuevas resmas de otra sociedad que se creaba para esto y para lo de más allá.

Tragóse también este cebo como pan bendito, cubrióse el cupo en breve, solicitáronse con prima las acciones y quedóse con las muchas que tenía el joven Regatera esperando «el día de mañana».

Hubo también esta vez envidiosos de la suerte de los accionistas primitivos, y «allá va, dijeron, esa lluvia de papeles de una sociedad de crédito que fundamos para explotar aquello, y lo otro y lo de más acá». Y también se cubrió el cupo, y también se ofreció la acostumbrada prima, y también la rehusó nuestro comerciante, metido como el que más en esta cuarta asociación anónima.

Y como al último lo que se buscaba era lisa y llanamente la primada, surgían proyectos de nuevas sociedades detrás de cada esquina, no parándose nadie en el objeto a que decían destinarse, porque no habían de llegar a constituirse siquiera.

Algo de esto quería hacer con las mercancías el hijo de don Apolinar. Agotadas las de su casa y comprometidas las de la plaza, diose a vender harinas que aún no se habían molido, trigos que no se habían sembrado.

El negocio era bueno si en el día prefijado para la entrega el precio de la mercancía era más bajo que el estipulado; pero si sucedía lo contrario, calculen ustedes lo que podía costarle la arriesgada operación.

Después no se contentó con esto: importándoles a él y al comprador muy poco la formalidad material de la entrega de lo vendido, suponían una a fecha y precio convenidos, y se comprometían a abonarse respectivamente la diferencia de más o de menos, según que jugaran al alza o a la baja, partiendo del tipo prefijado.

-Pero, hombre -decía en estos casos el viejo Regatera-: para eso, más te valdría jugarlo a una carta o a cara o cruz; a lo menos abreviarías la agonía que necesariamente sufres viendo durante meses enteros pender de una casualidad la mitad de tu fortuna.

Y el hijo se sonreía con desdén, y el padre se aterraba.

Porque no perdiendo ripio de cuanto pasaba en su derredor, veía que de aquéllos sus positivos caudales no quedaba ni señal; que su hijo los había trocado por cifras que cada día iban perdiendo una parte considerable de su valor real; que tenía los cartapacios atestados de este papel y de otros, representando grandes sumas sin más garantía que las firmas de los respectivos deudores, tan empapelados con el acreedor de quien ellos, a su vez, tenían no flojo montón de obligaciones; presumía que toda la plaza se hallaba lo mismo, y era evidente para él que una sola piedra que se desprendiese del inseguro edificio le haría desmoronarse hasta los cimientos.

-¿No te asusta esta situación? -decía a su hijo.

-Al contrario: me deleita -respondía el iluso.

-¿Pero y tu dinero?

-Aquí está centuplicado.

-En papeles.

-Que valdrán mañana montes de oro; y en prueba de la fe que en ello tengo, acabo de comprar más acciones de la sociedad Tal...

-Acciones que, como todas las que tienes, valen hoy un treinta por ciento menos de lo que te costaron.

-Pero como han de subir necesariamente en su día, compro más para ganar más.

-¿Y si no suben?

-¡Bah!

-Y si, concediéndote que se cumplan tus esperanzas, te ocurriese en el ínterin un apuro de los que te acarrean a cada paso tu juego favorito de las diferencias y otros por el estilo, ¿qué sería de ti?

-¿Y los recursos del crédito?

-¡Si tienes echado a la plaza cien veces más del que puedes sufrir!

-Juzgando con el viejo criterio mercantil, yo lo creo.

-¡El viejo criterio!... el viejo... ¡ingratos! ¡El viejo os amontonó esos caudales que apenas veo por ninguna parte; el viejo criterio os legó con ellos un crédito bien fundado, que estáis destruyendo miserablemente!

-Para edificar.

-¿En dónde?

-En todas partes: hemos creado un pueblo; hemos dado la vida al cadáver del país entero.

-Habéis echado la casa por la ventana, y nada más.

-Aun así, por generosa fuera justificable nuestra conducta.

-No hay generosidad en arrojar la hogaza cuando no se está seguro de no tener que salir después a mendigar un mendrugo de ella.

-En todo caso, ¿quién se opone a la corriente?...

-La prudencia, el viejo criterio.

-No pudo resistirla y abandonó el campo.

-A una generación más joven, para que con sus bríos y nuestra experiencia utilizase lo bueno del actual sistema; no sus errores, no sus delirios. Eso queríamos y eso han hecho los únicos que en este desconcierto que a ti te arrolla, marchan con pie firme al término que se han propuesto.

-Ya veremos qué camino es el mejor, si el de ellos o el mío.

-Lo tengo bien visto ya. El tuyo es el de la perdición; el otro, todo lo contrario.

Y en esto, yo no sé qué aires soplaron en Castilla, que, trasponiendo las cumbres de Reinosa, bajaron al valle, y a su contacto se bamboleó la piedra en que espantado pensaba don Apolinar, y todas las del edificio se removieron: todas, menos unas pocas adheridas aún a la argamasa rancia que sabían batir los viejos comerciantes. El temor de una catástrofe produjo un pánico indescriptible. Hasta entonces las de este género se contaban en Santander como hechos fenomenales, y el temor de que pudiera realizarse una quitaba el sueño todavía a los menos aprensivos y más asegurados.

Al mismo tiempo, las cajas de aquellas sociedades que habían de realizar tantos prodigios, lejos de dar, pedían hasta por Dios, para no fenecer de hambre, consumido ya cuanto en ellas se había depositado; suceso que, como es lógico, se dejó sentir en todas las carteras de la plaza, que mermaron en más de tres cuartas partes del valor del papel que atesoraban. Del vacío resultante vino el desequilibrio natural, y por consiguiente, el desencadenamiento de la tempestad, que a los primeros embates dio en tierra con la vacilante piedra, la cual se llevó consigo cuantas se hallaban en su inmediato contacto. ¡Allí fue el crujir de los dientes y el temblar de la voz y el maldecir de aquel engrudo que ningún apoyo prestaba a los removidos sillares que trataba de sostener; allí fue el buscar el barro que representaba y por el cual se había trocado en mejores días, y allí fue el negarse los que le tenían a dar una mala paletada de él por todo el inútil fascinador amasijo!

Y siempre creciendo el vacío y cada vez más furiosa la tormenta y más desamparado el edificio, crujió todo él y al cabo se desplomó con horrible estrépito, pereciendo entre sus ruinas hasta el último ochavo, y algo más, del hijo de don Apolinar de la Regatera.

Éste, que creyó poder presenciar el desastre con sereno valor, al ver entre sus escombros destacarse incólume la parte que había encomendado su seguridad al viejo cemento, sintió en su pecho tan vivamente la elocuencia del contraste, aquella palpable confirmación de su sistema, que reventó en el acto, de despecho, de pena, de desesperación... y de viejo.




- V -

Hijo del egoísmo el tal sistema, había reinado muchísimos años sobre la plaza sin extenderla un palmo, sin fijar un adoquín en sus angostas calles y sin salir del paso de sus recuas de mulos; pero atesorando enormes positivos caudales que llevaban la abundancia desde el hogar del propietario al sotabanco del bracero. Hijo el otro del entusiasmo, lanzóse a la calle, destruyó lo viejo, removió la tierra, reparó, creó y combinó; y hubo un instante en que pareció anegarse el país en la abundancia; en que el confort llegó hasta el fregadero y creyó el más pobre que había caído de pie en mitad de la famosa Jauja; pero no se echó de ver que los recursos que desatentadamente iba creando el delirio de la ambición, no podían con el peso de las necesidades que de los mismos se desprendían; que, como muchas sustancias de la naturaleza, el crédito, en dosis prudentes, es elemento de la vida, y en exageradas proporciones tósigo violento; y sucedió el marasmo a la efervescencia, la penuria a la abundancia, el duelo a la alegría y el remordimiento a tanta ilusión deslumbradora.

Sin embargo, pródigo el hijo de don Apolinar, aún le sirve de alivio, en medio de su desgracia, la contemplación de la obra que contribuyó a su ruina, y mira, con cierto orgullo justificable, la parte que de sus actuales bellezas y comodidades le debe su pueblo. Avaro el padre, en idéntica situación, en su tiempo, nada encontraría que poner enfrente de su imaginación sino el recuerdo desesperante de su perdido tesoro.

Lo cierto es que con los generosos instintos del uno y la reflexiva parsimonia del otro, podía haberse hecho una mezcla de peregrinos resultados; pero también es verdad que si el hombre se colocara una vez siquiera en el justo medio de la razón, esa vez haría traición a una de las más esenciales condiciones de su naturaleza: el equivocarse en la mitad, por lo menos, de todo lo que cavila y ejecuta.






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Para ser un buen arriero...

(Cuadro que pica en histórico)



- I -

Blas del Tejo y Paula Turuleque eran de un mismo pueblo de la Montaña, y entrambos huérfanos de padre y madre y hasta de toda clase de parientes. Blas poseía, por herencia, un cierro de ocho carros de tierra y un par de bueyes. Paula era dueña, en igual concepto que Blas, de una casuca con huerto, de dos novillas y de una carreta.

Paula y Blas convinieron un día en que si sus respectivas herencias se convirtiesen en una sola propiedad y se añadiesen a ésta algunas reses en aparcería y algunas tierras a renta, se podría pasar con todo ello una vida que ni la del archipámpano de Sevilla.

Y Blas y Paula se casaron para realizar el cálculo, y pronto, como eran honrados, hallaron quien les diese en renta veinte carros de prado y otros tantos de labrantío, más un par de vacas en aparcería.

Blas era gordinflón, bajito, risueño y tan inofensivo como una calabaza.

Paula no era más alta que Blas, y allá se le iba en carnes y en malicias.

Cogían maíz para ocho meses, partían con el amo una novilla cada año y mataban un cerdo de siete arrobas por Navidad. Paula tenía siempre colgados en la vara, sobre la cama, un jubón de cúbica negra, una saya de estameña del Carmen con randa de panilla, y un pañuelo de espumilla para los días de fiesta. Blas, por su parte, nunca estaba sin unos calzones y una chaqueta de paño fino, y un sombrero serrano para las grandes solemnidades.

Blas no probaba el vino más que para celebrar los días de fiesta, y en estos casos nunca pasaba de medio cuartillo, y Paula se escandalizaba cuando oía decir que algunas de sus vecinas empeñaban las ropas o vendían el maíz para beber aguardiente.

Paula y Blas no tenían hijos, ni siquiera trazas de tenerlos, como decía la primera; pero, en cambio, se querían como dos palomos. Juntos iban a trabajar al campo; juntos al mercado cuando le había en la villa inmediata; juntos a misa, y hasta bailaban juntos en el corro más de cuatro veces; pues aunque eran casados eran jóvenes, no debían nada a nadie, tenían buen humor y los hijos no habían de echarles en cara esa pequeña debilidad.

Blas solía decir: «Yo no sé qué demonches tien esta Paula: ella no es del todo bien encará ni se pasa de lista; pero la verdá es que yo no la cambiaría por la mejor moza del lugar».

Paula decía, a su vez: «Blas es mal empernao, desconcertao de espalda, pica más en bobo que en otra cosa, y con todo y con eso, la baba se me cae de satisfacción cuando le miro».

Blas y Paula se jactaban a cada instante de que jamás había habido entre ellos «un sí ni un no», y era cosa corriente en el lugar que en aquella casa nunca se había oído una disputa, ni había sonado un mal garrotazo, ni se había derramado una lágrima.

Paula no comprendía que en el mundo pudiera nadie ser mucho más feliz que ella; y de fijo hubiera juzgado su felicidad superior a todas las de la tierra, si sus medios le hubieran permitido beber agua con azucarillo y comer bizcochos siempre que se le antojaran. Paula, pues, era golosa, pero sin vicio ni cosa que se le pareciera.

Blas no había ocultado nunca a su mujer que envidiaba a todos los hombres que podían, sin arruinarse, beber un cuartillo de vino blanco a cada comida, y echar una siesta de tres o cuatro horas sobre media docena de colchones, precisamente colchones. Blas, pues, amaba la poltronería y el buen vino, pero sin que la carencia de estos regalos bastase a quitarle su buen humor habitual.

Blas y Paula, en una palabra, eran un matrimonio dichoso, tan dichoso como se puede ser en este pícaro mundo de ambiciones y miserias y donde tan rara es y tan extraña la paz del espíritu.




- II -

Así estaban las cosas, cuando al salir Blas un día al corral vio que entraba en él un señor, caballero en un rocín, a todos pelos de alquiler, con maleta a la grupa y espolique al costado.

-¿Vive aquí Blas del Tejo? -preguntó a Blas el caballero.

-Para servir a Dios y a usté -respondió Blas descubriéndose la cabeza y abriendo un palmo de boca y casi otro tanto de ojos y narices.

Apeóse el preguntante; quitó la maleta al jaco; dio unas monedas al espolique, que se largó con el cuadrúpedo haciendo cortesías y muy agradecido, y volvió a preguntar el mismísimo señor al mismísimo Blas:

-¿Se llama tu mujer Paula Turuleque?

-Y además Rodero de la Peña -gritó Paula, que atisbaba la escena desde el ventanillo de la cocina, saliendo de un brinco al corral.

-Perfectamente -añadió el recién llegado.

-Pues yo soy vuestro tío.

-¡Mi tío! -exclamaron admirados Blas y Paula.

-¡Pero, señor -añadió Blas-, si nosotros no tenemos padre ni madre ni perruco que nos ladre!

-¡Se te figurará a ti! Tu mujer debe haber oído hablar a su difunta madre de un hermano...

-Sí, señor -interrumpió precipitadamente Paula-: mi madre (que en gloria esté) me habló muchas veces de un hermano suyo que se fue, de muchachuco, a la otra banda, pero también decía que se había muerto a los pocos años.

-Pues no se murió. Fue, en verdad, un poco ingrato con su patria y su familia durante mucho tiempo; pero, al cabo, pensó en ambas cosas, quiso volver a verlas... y aquí está, aunque con la pena de saber, por informes que ha adquirido oportunamente, que sólo quedas tú de su familia. Conque, con franqueza, ¿me dejáis vivir con vosotros? Ya veo que la casa no es un palacio ni mucho menos; pero como nací en ella, no la cambiaría por el de los reyes de España: además que ya tendremos tiempo de reformarla o de hacer otra mejor, que todo se consigue cuando hay dinero, y éste, a Dios gracias, no me falta.

Blas y Paula estuvieron a pique de volverse locos de alegría. A Paula se le nublaron los ojos, le zumbaron los oídos y tuvo un momento de soñar que se elevaba por encima del campanario del lugar sobre una nube de azucarillos claveteada con bizcochos. Blas, no menos atortolado que su mujer, se imaginó que se hallaba tumbado panza arriba sobre una pila de colchones, y que le caía en la boca un chorro inagotable de vino rancio de la Nava del Rey.

Cuando se le pasó el mareo, apresuróse a coger la maleta que su tío tenía pendiente de una mano; Paula sacó al portal una silla de bañizas, rayada de encarnado y verde, que había en la casa para las grandes ocasiones; sentóse en ella el recién llegado, y los tres, en dulce amor y compañía, comenzaron a departir sobre asuntos del país y de la familia, interrumpiendo Blas de vez en cuando la conversación para quitar, con muchísimo respeto y previa la frase «aguántese y perdone», alguna mancha de polvo o tal cual película extraña de la levita de su tío.

Representaba éste sesenta años: era delgado y pálido y bastante encorvado, y había en su fisonomía, bondadosa y noble a todas luces, algo que revelaba padecimientos físicos inveterados. Vestía un traje sencillo, pero rico y bien cortado, y llevaba en la cabeza un sombrero de jipi-japa de anchas alas.

Y por si ustedes no le han conocido bien, entérense del siguiente retrato que de este personaje hizo Blas a sus vecinos al día siguiente de su llegada:

-El hombre pica en vejera, es agobiao de cuerpo, baja la color, muy baja; el ojo penoso y hundío, mucha ojalera, mucha, a manera de cerco ceniciento. Trae un demonches de pajero duro como una peña y blanco que tien que ver, cadena de oro al pescuezo, corbatín de fleque, carranclán más fino que el del señor cura y botas relumbrantes, que se ve la cara en ellas. Es fino de habla y noblote en su genial, y maneja ochentines como agua.




- III -

Dos meses hacía que el indiano había llegado a casa de sus sobrinos.

Trasladados a ella los equipajes que había dejado en Santander, y hechas algunas reformas indispensables en la habitación que había elegido en la misma casuca, el pobre hombre vivía bastante satisfecho, entregado a los potajes que le disponía su sobrina, si no con gran acierto, con la voluntad y el deseo más nobles del mundo.

Los dos esposos comían con él a la mesa y de sus mismos manjares; lo cual, no obstante (preciso es confesarlo), siempre se levantaban de ella Blas y Paula un si es no es descontentos y contrariados. El indiano no era goloso ni probaba el vino; por el contrario, se daba como un diablo a los amargos, y por tanto, comía aceitunas y bebía cerveza por todo regalo. Paula, pues, no veía un azucarillo por un ojo de la cara, ni Blas se hartaba de vino blanco.

Pero, en cambio, tenían unos aperos de labranza nuevos y completos, dos vacas más, otro traje nuevo y fino cada uno, y comían carne y «pan de trigo» todos los días. Debo advertir que Blas, siguiendo aquella famosa máxima del pobre, «antes reventar que sobre», por aprovechar los medios puros que tiraba encendidos el indiano, se había hecho un fumador de primera fuerza, a costa de media docena de horribles mareos que le costó el aprendizaje.

Pues señor, volviendo al indiano, han de saber ustedes que cada día que pasaba le dejaba más flaco y más amarillo, porque el padecimiento que le ocasionaba tal ruinera, una disentería muy vieja y de fatal carácter, lejos de aliviársele con los aires de su tierra, iba caminando con ellos de mal en peor; tan mal, que hasta el mismo Blas entró en cuidado y le dijo un día a Paula que si aquel despeño no se contenía, iba a ir el buen señor a contarlo muy pronto al otro mundo. Y adviertan ustedes que lo mismo que Blas opinaba el médico del pueblo, que asistía al enfermo.

Y tan fundada era esta opinión, que a los pocos días de manifestada por Blas a su mujer, el paciente se halló sin fuerzas para salir de la cama. El médico, al verle así, no se anduvo en chiquitas, y de buenas a primeras le dijo que se preparase en toda regia, porque se las liaba.

Cumplió el indiano, como cristiano viejo que era, con sus deberes religiosos, y previno que quería hacer testamento, por lo cual ordenó que se le trajese un escribano.

Mientras éste llegaba, el mísero paciente aprovechaba la poca tranquilidad de espíritu que tenía para pensar en la distribución que debía hacer de su caudal.

-Pero, señor, ¿a quién se lo dejo yo, vamos a ver? -se decía-. Yo no tengo en el mundo más parientes que Paula y su marido, y, en rigor, a ellos les corresponde heredarme; pero ¿qué van a hacer de tanto dinero estas dos bestias? De fijo, dárselo a cuatro pillos que se lo quieran sacar con maña, porque las almas de Dios de Blas y Paula no tienen sentido común. Y si no se lo dejo a ellos, ¿a quién se lo dejo? ¿A un extraño que tal vez no rece un Padrenuestro por mi alma? No, señor. ¿A los pobres? Pobres son Paula y Blas, y además sobrinos míos, y me han cuidado con esmero, y me quieren indudablemente. Por otra parte, ¿quién me quita a mí de hacer un legado especial para los pobres, dejando lo demás a mis sobrinos? ¿Y quién sabe si éstos, a pesar de sus cortos alcances, sabrán dar al dinero un buen empleo?... Y, por último -pensó el enfermo poniendo un gesto de hiel y vinagre-, ¿qué me impide ya que se lleve Pateta ese caudal que, después de haber sudado el quilo por adquirirle, no me sirve para detener un solo instante la muerte que me amenaza? Decididamente va a ser Blas un capitalista y el primer personaje del pueblo.

En esto llegó con tres acólitos el escribano, y bajo su fe testó el enfermo; y tan a tiempo, que acababa de poner la firma en el testamento y estirar la pata, fue todo uno.

Al salir del cuarto el escribano se encontró con Blas que andaba dando vueltas, muy afligido, por el estragal; y entre mil reverencias y sombrero en mano, le dijo:

-Resignación, señor don Blas: los altos juicios de Dios son incomprensibles. Él, que ha llamado a su seno a su señor tío, sabe por qué lo ha hecho. Otro día, cuando usted se halle con ánimo más sosegado, me permitiré anunciarle las últimas disposiciones del finado; disposiciones, señor mío, por las cuales le felicitara de muy buena gana si ellas cupiesen al lado del dolor que le embarga sin arañarse con él. Vuelvo, pues, a aconsejar a usted, mi señor don Blas, resignación y conformidad, y tengo la honra de saludarle hasta los pies.

Blas, que empezaba a pasmarse del señor don que le encajó el escribano, dejó para otra ocasión el cuidado de averiguar el motivo de las dos palabrillas, porque la segunda parte del apóstrofe del oficioso notario dio al traste con su serenidad, y rompió a berrear como un ternero, colándose en seguida en el cuarto de su tío para convencerse de que realmente había espirado éste. Paula había entrado en él momentos antes que su marido, y también daba el grito que aturdía el barrio. De manera que, al reunirse el matrimonio junto a la cama donde se hallaba el aún caliente cadáver del indiano, no parecía sino que se iba a hundir la casa.

Decididamente, Blas y Paula habían tomado cariño al buen señor; pero noble y desinteresadamente. Conste así en elogio de estos dos borregos.




- IV -

Cuatro días después de este suceso, y cuando ya se hubo honrado y sepultado dignamente al indiano, se leyó solemnemente su testamento en presencia de los herederos. Según él, Blas y Paula quedaban dueños absolutos de todo el caudal del testador, separadas algunas cantidades señaladas por éste para los pobres del lugar, misas por su alma, etc., etc. La tajada que Paula y Blas se llevaban valía la friolera de treinta mil duros.

Al oírlo de boca del escribano, que leía el testamento, los improvisados capitalistas se cayeron de espaldas; y no se murieron de repente, porque no podían comprender entonces lo que aquella cantidad representaba. Todas las ambiciones de su vida juntas no habían pasado de mil reales. Respecto a esta cantidad, sabían cuanto había que saber: lo que abultaba en onzas, en medias onzas, en ochentines, en duros, en pesetas y hasta en monedas de cobre; lo que se podía comprar con ella; en qué monedas cabía en la faltriquera y en qué otras se necesitaba un taleguillo de a maquilero para guardarla, etc., etc. Pero, ¡treinta mil duros! ¿Cuándo habían pensado ellos en semejante cantidad?... qué digo, ¿cuándo la habían mencionado siquiera?

Cuando el escribano los dejó solos y hubieron pasado los efectos más gordos de su sorpresa, los dos cónyuges se dieron a discurrir sobre la enorme cantidad, y trataron de pesarla y de medirla según sus pobres alcances.

-Digo, Paula -exclamaba Blas, rascándose la cabeza y apretando mucho los ojos-, que treinta mil duros deben ser... deben ser... ¡Ca!... ¡una barbaridá de dinero!... Deben ser... Yo creo que no cabrán en la caldera grande, aunque estén en onzas de oro.

-Yo no sé, Blas, si caben o no caben en la caldera -replicaba Paula verdaderamente fascinada por la idea de semejante masa de riqueza-; lo que sé es que debemos ser muy ricos... ¡horror de ricos!... más ricos que el señor cura, más ricos que el médico, más ricos que ese fachendoso de tabernero que, porque tiene caballo, quiere pisar a too el mundo; más ricos que el alcalde, más ricos que toa la riqueza mesma de cuatro leguas a la reonda. Esto es lo que yo sé, y no quiero saber más.

-¡Calla! -gritó Blas de pronto, dándose en la frente un puñetazo, que a habérsele dado en igual sitio a un becerro, le hubiera dejado redondo-; creo que vamos a saber a punto fijo cuánto abulta ese dinero. Yo voy contando duros uno a uno hasta mil... ¿eh?, dempués otra vez uno a uno hasta mil; luegomente uno a uno hasta mil tamién, hasta que haga treinta mil pilas de a mil duros ca una...

-¡Treinta no más, borrico! -contestó Paula dando un puñetazo a su marido.

-Bueno, lo mesmo da: siempre resultará que tenemos una pila de duros que... ¡María Santísima!, se me va la vista sólo de pensar en ella. Paece que la estoy viendo: grande, grande, grande, como... No sé cómo es de grande; pero se me fegura que aunque estemos comiendo duros a pienso too el año, no acabamos con ella... ¡Virgen de la Encarnación del Hijo de Dios y de María Santísima y de toos los santos y santas de la corte celestial!

Y Blas, fuera de sí, comenzó a sacudir puñetazos sobre las ancas de su mujer, que se tumbó boca abajo riéndose a carcajada seca, sin darse cuenta de lo que hacía; arrebato que concluyó por levantarse de repente los dos esposos lanzando berridos y echando cada lagrimón como una manzana carretona.

-¡En buena hora te casaste conmigo, cachorrón! -gritaba Paula entre sollozos y tirones de greñas.

-¡No te cantó mal gallo cuando me engañaste, becerrona! -contestaba Blas sorbiendo sus propias lágrimas y echando al aire la chaqueta y las abarcas.

-¡Anda, marranón!

-¡Anda, jabalina!

Cuando la calma volvió a apoderarse de los desquiciados espíritus de Blas y de Paula, ésta, después de meditar un largo rato, propuso a su marido llamar al maestro de escuela que, como hombre de pluma, era el único que podría sacarlos de aquella oscuridad en que cada vez se extraviaban más.

-¡Defetivamente, canijo! -respondió Blas con entusiasmo-.Vea usté y cómo mil demonios no dimos antes en ello. Y voy a ir yo mesmo por él... aunque, bien mirao, ya no debía de andar a recaos como un zarramplín cualsiquiera; pero como entovía no hemos apandao la herencia, no estará del too mal visto lo que voy a hacer.

Y Blas salió del corral afuera como alma que lleva el diablo, mientras su mujer se tendió a la bartola en mitad del estragal, riendo y llorando a la vez de puro gusto.




- V -

Era el maestro, don Canuto Prosodia, hombre enjuto y pequeño de cuerpo, corto de alcances, aunque él creía lo contrario, y muy largo en adular a todo el que podía dar algo.

Vestía ordinariamente traje oscuro de corte humilde con aspiraciones a más elevado; es decir, gastaba un aparejo que lo mismo podía llamarse gabán corto que chaqueta larga, y llevaba al cuello un corbatín de lana que tiraba a seda. Era gran echador de epístolas los días feriados, y llevaba toda la correspondencia del lugar con los indianos y jándalos ausentes de él. Blasonaba de muy aplomado en sus pareceres, y esto le valía la intervención en todos los picos de las familias del lugar; tenía, en fin, mucha mano con ellas... y mucha cuenta que dar a Dios de los desaguisados que causaba en el vecindario su torpeza o su malicia. Se la echaba de sobrio, pero yo sé que tomaba cada turca que ardía Troya; sólo que para emborracharse se encerraba en casa.

Prevengo que ninguno de estos pormenores es de absoluta necesidad en la presente historia, y que sólo los he apuntado porque no me gusta presentar a mis lectores un personaje sin decirles lo que es, para que sepan con qué casta de pájaros tienen que codearse.

Pues señor, volviendo a lo que más nos importa, Blas y don Canuto Prosodia llegaron a casa del primero cuando aún Paula no se había levantado del suelo, donde cayó desconcertada por la alegría al salir su marido en busca del pedagogo.

-¿Mi señora doña Paula está indispuesta? -dijo don Canuto descubriéndose y parándose delante de la mujer de Blas.

-¡Qué endispuesta ni qué canijo! -respondió Paula levantándose de un respingo-; si tengo más salú que Pateta. Lo que yo quiero es saber en un periquete cuánto dinero tenemos, y, sobre todo, que no me güeiva usté a zamarrear con tanta doña ni tanta jeringa.

-A todo señor, todo honor -replicó don Canuto doblándose a compás-. Pero dejando este punto por ahora, pasemos al que me trae aquí a solicitud del señor don Blas, que ha tenido la dignación de enterarme por el camino de todo lo necesario para el mejor éxito de mi cometido.

Don Canuto, al decir esto, sacó del bolsillo interior de su chaquetón-gabán un tintero de cuerno y un pliego de papel blanco en ocho dobleces. Destornilló el primero, extrajo del hueco de su cónica tapadera una pluma de ave, limpióla sobre la manga de su brazo izquierdo, llenóla luego de tinta con mucha pulcritud, oprimiendo la parte tallada contra los tintales de algodón que contenía el tintero, desdobló el papel dejándole reducido a cuatro pliegues, sentóse en la silla de bañizas, pidió a Paula la tortera, puso ésta horizontalmente sobre su muslo derecho, y en el suelo y al alcance de su mano el tintero, colocó el papel sobre la tortera y el brazo derecho sobre el papel, pluma en mano, carraspeó dos veces mirando de hito en hito a los dos esposos que acurrucados en el suelo contemplaban en silencio al dómine, jadeando de curiosidad, y con el tono más melifluo y acompasado que pudo, habló lo siguiente:

-Hame dicho el señor don Blas que asciende la herencia de ustedes a la respetabilísima cantidad de treinta mil duros. Apúntolos, pues. Para reducirlos a reales, los multiplico por veinte, o, lo que es lo mismo, por dos, añadiendo luego un cero a la derecha del producto que esta multiplicación nos arroje. Tenemos, pues, que los treinta mil duros son lo mismo que seiscientos mil reales.

-¡Echa reales! -dijo Blas sobándose las manos.

-¡María Santísima! -exclamó Paula mordiéndose los puños.

-También me ha dicho Blas -continuó don Canuto- que esa suma está invertida en América, según reza el testamento, en fincas y empresas a cargo de un apoderado del testador, que cuidará en lo sucesivo de remitir a ustedes los productos de dicho capital, o el capital mismo si ustedes lo desean. ¿No es esto lo que usted me ha dicho, señor don Blas?

-Hombre, precisamente eso mesmo, no; pero eso es lo que he querío decir.

-Tanto monta.

-Pero señor don Canuto -exclamó Paula con impaciencia-, lo que nusotros queremos saber es cuánto nos corresponde caa día al respetive de esa barbaridá de dinero.

-A eso vamos, señora mía. Suponiendo que el capital produzca un seis por ciento, rédito que me parece muy conforme con la ley de Dios, ganará en todo un año... ¿Por qué método quieren ustedes que hagamos este cálculo? Tenemos dos: uno que consiste en establecer la siguiente proporción: ciento es a capital como tanto es a interés, y despejar luego la incógnita, que en el caso presente es el interés, según las reglas establecidas por los autores; y otro, que llamamos abreviado, consistente en...

-Déjeme usté de esas andróminas, señor don Canuto -interrumpió Paula ya quemada- y sáqueme usté pronto el montante del dinero, aunque lo saque por el satanincas o por el diaño que cargue con usté y con esa calma condená que se le pasea por los gañotes.

Don Canuto bajó la cabeza, un si es no es contrariado en su alarde de erudición con la andanada de Paula, y comenzó a hacer números con mucho pulso sobre el papel. Blas y Paula seguían con la vista con ávida curiosidad los giros de la pluma de don Canuto, como si conocieran los guarismos que éste hacía. Al cabo de un cuarto de hora levantó el maestro la cabeza, colocó la pluma sobre la oreja derecha, tomó entre sus manos el papel en que había hecho los cálculos, y dijo a los dos herederos, que seguían arrodillados delante de él y mirándole sin pestañear:

-Importan anualmente los réditos del caudal, al seis por ciento, según hemos convenido, treinta y seis mil reales, que divididos entre trescientos sesenta y cinco días que tiene el año, proporcionan a ustedes un diario de noventa y ocho reales y veinte maravedíes, salvo error de pluma o suma.

-Y ¿qué es eso de diario, señor maestro? -preguntó Paula.

-Diario, señora mía, es lo mismo que si dijéramos todos los días; más claro: cada veinticuatro horas tienen ustedes una renta de noventa y ocho reales y veinte maravedíes.

-¡Carafle!, yo creí que nos correspondía más -dijo Blas con cierto disgusto mirando a Paula.

-Yo también -añadió ésta mirando a Blas.

-Pero, señores, reparen ustedes en que ese diario procede solamente de las rentas del capital, que siempre queda entero y de ustedes.

-¡Ahhh! -exclamaron, respirando con placer, los dos bolonios herederos.

-El capital es, como quien dice, una fuente que da cada veinticuatro horas, para ustedes que son dueños de ella, noventa y ocho reales y medio. Claro está que si ustedes no se satisfacen con lo que de la fuente mana espontáneamente, pueden acudir al depósito, zambullir en él la cabeza y darse un atracón hasta que revienten o hasta que lo agoten; resolución que yo no aprobaría, pues esta clase de fuentes, una vez secas, ya no vuelven a dar, por lo general, una mala gota.

-Aguárdese usté y perdone -dijo Paula de repente, cogiendo al maestro por las solapas del chaquetón-. Pinto el caso de que yo tengo una vaca; la ordeño un día, y me echa en la zapita noventa y ocho reales y medio; la ordeño otro día, y me da otro tanto, y todos los días lo mesmo: esta vaca nunca se seca, y además la vaca es mía. ¿No es así el aquel de la herencia?

-Cabalito -respondió el maestro, desprendiendo, con mucho cuidado, de su gabán-chaqueta las manos de Paula, porque no se llevaran las raídas solapas entre las uñas.

-¡Paula! -gritó Blas entre lloroso y risueño-; espienzo a conocer lo riquísimos que semos, y que he sío un burro pensando que tú eras rematá de bestia. Y usté, señor don Canuto, toque esos cinco y cuente con un vestío de arriba abajo, y con un barril de lo blanco.

-¡Tanta munificencia! ¡Tanta generosidad!... ¡Oh, señor don Blas, yo no merezco semejante agasajo! -replicó el pedagogo plegándose como un libro y relamiéndose de gusto.

-¡Qué comenencia ni qué grandiosidá son esas que usté emperegila! -añadió Paula dando manotadas al aire-; tome lo que le dan sin cirimonia y con toos los sentíos del alma, que usté se lo merece y nusotros podemos darlo... ¡y mucho más, si se mos pone en el testú!

-Seguramente que sí, y sólo con el recurso de la renta; porque si se propusieran ustedes gastar en veinte años, por ejemplo, todo el capital, que no deja de ser plazo respetable, hasta carruaje podrían tener ustedes, y ujieres y saraos, banquetes y justas o torneos. Acepto, pues, la oferta, aunque conmovido por el reconocimiento. Y con esto no canso más. Terminada mi misión entre ustedes, déjoles entregados a sus risueños cálculos, y vuélvome a buscar a mi dulce amigo, el estudio, que me espera en la lobreguez de mi paupérrima morada. He dicho, y soy de ustedes afectísimo seguro y agradecido servidor que sus pies y manos besa respectivamente.

Y tras esto, salió don Canuto, de espaldas por más señas, dejando más y más aturdidos a los dos herederos con la andanada de carruajes y saraos que les soltó.

Cuando Blas y Paula se quedaron solos, el primero se separó de la segunda tres o cuatro varas; miróla un rato, y se dio en seguida a bailar y a gritar. Paula hizo lo mismo que su marido. De pronto se paró éste, fijó otra vez su vista en Paula, abrió los brazos y gritó, poseído del mayor entusiasmo:

-Paula... ya lo has oído: ¡semos riquísimos! ¿Qué te pide el cuerpo?

-Blas -contestó Paula con iguales ademanes y el mismísimo entusiasmo-: ¡muchísimo azucarillo! ¡horror de bizcochos! Y a ti, ¿qué te pide el tuyo?

-Paula, ¡muchísimo colchón! ¡atrocidá de vino blanco!

-¡Pus a ello, Blas!

-¡A ello, Paula!




- VI -

Y aquí entra la parte más lastimosa de esta verídica historia.

Han pasado tres años desde la escena que acabo de referir. Blas y Paula no viven ya en la pobre casuca que heredó de su madre la segunda: han comprado un caserón solariego con portalada y solana, y han trasladado a él sus penates. El tal caserón tiene gran corralada y anchas cuadras; pero ni en la primera saltan los terneros, ni en las segundas se oyen los mugidos de las vacas ni las campanillas de los bueyes. Blas, que a veces se la echaba de listo, se había reído en más de una ocasión, desde que supo el cuento de la boca del oportunísimo señor cura, de aquel labrador de Castilla que solía decir, pareciéndole muy larga la distancia que mediaba entre su casa y sus haciendas: «Si por algo deseo ser rico, es por poder ir a caballo a cavar mis tierras».

Cuando Blas y Paula cambiaron de morada, se propusieron cambiar también de costumbres y dedicarse resueltamente a ser señores, y nada más que señores. La casuca quedó, pues, con sus ganados y sus tierras, encomendada a un aparcero, que halló con todo ello el cielo abierto. Los flamantes capitalistas sólo llevaron al caserón sus cuerpos, sus ropas nuevas y los equipajes del indiano. A Blas le incomodaba hasta el olor del ganado vacuno, y Paula se compadecía de las gentes que tenían, para comer, que sallar maíces bajo los rayos del sol de junio. «Bastante hemos tirao del mango de la azáa y arrascao las nalgas a las bestias», decía Paula muy a menudo; «y cuando el Señor nos ha puesto en las manos la fortuna, es porque no quiere que trabajemos más».

No se extrañe, pues, el silencio y la soledad que reinan en la nueva morada de nuestros conocidos: bajo sus carcomidos techos y entre la pesadumbre de sus viejos resquebrajados muros no hay más seres vivientes que Blas y Paula; un criado zurdo y perezoso, pastor de vacas en los malos tiempos de sus actuales amos; un perro holgazán, que lo poco que ladra lo ladra echado, y algunos centenares de ratas y lagartijas.

El mobiliario de la casona se compone de una docena de sillas de perilla, de una gran mesa de nogal, de una cama de lo mismo con un enorme jergón, y otra con ocho colchones y una escalera de mano arrimada a ellos. La primera es la de Paula, pues no ha habido fuerzas humanas que la reduzcan a dormir sobre lana. «En quitándome a mí», decía, «de meter las patas por las aberturas del jergón entre las hojas, no cierro el ojo ni descanso». Blas era en este punto el vice-versa de su mujer: amaba con delirio los colchones, según hemos tenido ocasión de observar; y como eran ricos y podían hacer su santísima voluntad, la una se proveyó de un jergón a su gusto, y el otro se atracó de colchones hasta el extremo de necesitar una escalera para trepar al último de ellos.

Entre las doce sillas, que apenas se ven en el anchísimo salón en que están colocadas, hay un gran armario.

Este armario está dividido, interiormente, en tres departamentos: en el superior hay pan y algunas otras municiones de boca; en el centro, cuatro vasos de a cuartillo y dos grandes envoltorios, uno de azucarillos y otro de bizcochos; por último, en el inferior se guarda, cuidadosamente calzado con tacos de madera, un barrilito de a cántara, con canilla de metal, haciéndole la guardia de honor dos vasos de a cuarterón, o cortadillos.

Y ahora que conocemos estos detalles de la casa, digamos algo de los que la habitan.

Paula no es ya aquella mozona rechoncha que vendía salud y alegría cuando ustedes la conocieron: está flaca como un espárrago, y vela su morena faz un tinte amarillento que tira a cárdeno; es apagada y triste su mirada, y su voz débil y penosa; anda a cortos pasos, y así y todo, vacilan sus piernas bajo el leve peso del descarnado tronco. No sale de casa más que para ir a misa, y se pasa los días tendida en la solana.

Blas, aunque no más risueño y alegre que su mujer, es físicamente el viceversa de ésta. Ha echado un morrillo como un toro y un vientre que mete miedo. Anda con dificultad por la excesiva gordura de sus muslos, y parece que echa lumbre por los ojos, las mejillas y la punta de la nariz. También sale poquísimo a la calle, y tantas horas como su mujer en la solana se pasa él tumbado boca arriba encima de los ocho colchones de su cama.

El criado y el perro huelgan siempre, y sólo están alegres cuando están comiendo.

¿Cuáles son las causas que han producido un cambio tan radical y tan rápido en el carácter de nuestros simpáticos amigos Paula y Blas?

Van a conocerlas ustedes.

Al saberse en el pueblo la noticia de que éstos habían heredado al indiano, la mayor parte de los vecinos se sintieron mordidos por el demonio de la envidia, y ya que no podían deshacer con su mala intención lo hecho por la bondad de aquél, decían a cada instante: «¡Qué lástima de dinero!» Lo cual significa, para todo el que conozca un poco a ciertas gentes: «Les cayó a los herederos la lotería con la guerra que les vamos a armar si no aflojan la mitad de lo heredado». Otra parte del vecindario recibió con indiferencia la noticia; y otra parte, la más pequeña, por supuesto, se alegró de buena fe al saber que Paula y Blas habían salido de pobres.

Cuando «se corrió» que éstos habían recibido la primera remesa de fondos, su casa no se pudo cerrar en todo el santo día de Dios.

-Soy la hija de tío Juan Pendejo -dijo una muchacha mal ataviada, con las greñas sobre la frente y dos dedos de roña sobre la piel, presentándose en el portal de Blas-, y vengo de parte de mi padre a que me emprieste veinte riales pa mercar un celemín de fisanes pa la olla.

Blas prestó los veinte reales a la hija de Juan Pendejo.

Tras la hija de Juan Pendejo se presentó la mujer de Antón Cervatos.

-Vengo al efeuto, Blas, de que tengas la caridá de dame dos duros pa ver de pagar ocho riales que debemos al peganio por el demonches del destrozo que hizo la vaca en la heredá del señor alcalde, y pa yuda de un poco de maíz que llevar al molino, que too lo pagaremos, como Dios manda, a vuelta de viaje del mi hombre que está a porte.

Blas aflojó los dos duros.

Tras la mujer de Antón Cervatos llegó Pedro Baldragas.

-Cuando Dios da, no da pa uno solo, amigo Blas -dijo Baldragas-: yo, como sabes, tengo seis meses hace la mujer en la cama, baldeá de un lao: hay malas lenguas que icen que el baldeo fue a resultas de una paliza que yo la di; pero esos son malos quereres, porque bien sabe Dios que la condená de la golosona, por ir a robar los higos del güerto del vecino, se cayó de un higar, y de la caída se quedó como está. Al respetive de esto, debo al boticario, que porque ice que el daño es de mano airá, no me quiere dar las melecinas por el asalareo, dos cantabrias que la encajó el médico en sóbala-parte, dos gallinas que me fió la vecina, y tengo que comprar dos celemines de maíz para dar de comer a los hijucos de Dios, que no han probao bocao de ayer acá. De modo y manera es que vengo aquí al ojeuto de que me emprestes un ochentín que yo te pagaré antes de ocho días, porque voy a vender el prao de cinco carros.

Blas largó también el ochentín, y más tarde dos ducados, y más tarde un doblón, y en seguida medio duro, y en seguida... yo no sé cuánto, porque en dos días todos se dieron a pedir y ni una sola vez se negó Blas a dar.

Pero el asunto se iba poniendo serio, tan serio que apenas les quedaba a los benditos herederos, de la primera remesa de dinero, lo más preciso para satisfacer sus más perentorias necesidades. Merced a esta circunstancia, tampoco pudo Blas dispensarse de ir pidiendo los préstamos que había hecho a medida que iban venciendo los plazos. Pero los benditos aldeanos, que ya se habían propuesto vivir a costa de la herencia del indiano, como si fuera hacienda de perdidos, recibieron las justísimas negativas y reclamaciones de Blas como una bofetada. Acusáronle, primero por lo bajo y luego a grito pelado, de «fantesioso», de «agarrao», y sobre todo, de bragazas y rocín, y a su mujer de «tordona», de «piojo resucitao» y de tarasca. Amenazáronlos con el rigor de sus venganzas; y puede asegurarse que desde aquel día infausto empezó a nublarse la estrella feliz de Blas y Paula, que jamás habían tenido un enemigo en el pueblo y estaban acostumbrados a dormir a pierna suelta sin penas ni cuidados.

Estrenaba Paula un vestido y se iba con él a la misa mayor: un rumrum de risas y cuchicheos la seguía desde su casa a la de Dios. Si era largo el vestido, que por qué no era corto; si era corto, que por qué no era largo; si era fino, que por qué no era basto; si era basto, que por qué no era fino; que tarasca por arriba, que bestia por abajo, que holgazana por acá, que golosaza por allá.

Presentábase Blas en público con una chaqueta un poco más larga y más fina que las que antes había gastado, y la pública murmuración no callaba un instante: que morral, que «señor mal acomparao», que talego de pesetas, que si debió o no debió soñar en verse tan alto, que burro, que pollino y que marrano.

Un servicio que se presta gratis entre convecinos, les costaba a ellos un dineral, y una riña escandalosa, amén de una indemnización arbitraria y enorme, el menor desliz cometido fuera de casa por el gato o por el perro.

Sabíase en todo el pueblo lo que comían, lo que bebían, las horas que pasaban en la cama y las que destinaban a sus sencillos recreos; los planes que les preocupaban y las cantidades que recibían, siendo cada uno de estos asuntos un incentivo para la incansable maledicencia del vecindario.

Dos meses se necesitaron para que Blas y Paula se enteraran de esta guerra cruel que la mayoría de sus convecinos les habían declarado. Eran inofensivos, y sólo deseaban al prójimo bienes y felicidad. ¿Cómo habían de suponer que hubiera una sola persona en el pueblo que se doliese del fortunón que se les había entrado por las puertas?

Cuando Blas conoció la amarga verdad, estuvo un cuarto de hora haciéndose cruces, y exclamó después, hablando con Paula:

-¿Pero quién ha dicho a esa gente que yo no soy el Blas de siempre y que no eres tú la Paula de ayer? ¿No damos lo que se nos pide y algo más, mientras lo tenemos? ¿No es justo que se nos devuelva cuando lo necesitamos? ¿Salimos al camino con un trabuco a robar la riqueza que tenemos? ¿No fue la voluntad de Dios la que nos la trajo a casa? ¿La hemos pintao nosotros de señores finos en ninguna parte? Si hemos dejao la labranza y vestimos y comemos mejor que endeantes, ¿lo hacemos a costa de naide? Luego ¿qué mil demonios de rézpede tiene esa gente contra nusotros?

Paula lo echaba todo por el amor de Dios, y no sabía qué contestar a su marido.

El señor cura y los pocos buenos vecinos que se alegraban de la prosperidad de estas dos sencillas criaturas, les aconsejaron que se hiciesen sordos a las murmuraciones de los malévolos, que se apartasen de todo trato con ellos y que les hiciesen todo el bien que pudieran.

Blas y Paula tomaron el consejo al pie de la letra y cerraron con doble vuelta la portalada de la casona, que sólo se abría cuando la verdadera necesidad llamaba a ella.

Pero, ¡ay! no era bastante este recurso contra el mal que les amenazaba, porque no era el mayor enemigo de la felicidad de Blas y Paula la maledicencia de algunos envidiosos. El demonio que había de perturbar la ventura de su soñado paraíso le llevaban ellos consigo, encarnado en su excesiva sencillez y casi primitiva inexperiencia.

Pensaban Blas y Paula, como piensan muchos en el mundo, que el mayor mal de todos los males conocidos es ser pobre, y, por consiguiente, que tener mucho dinero es el supremo bien de la tierra; con esta errada máxima por norte, acogieron con frenética alegría las talegas del indiano y se desprendieron con ingrato desdén de su antigua honrada pobreza, sin pararse a considerar una sola vez siquiera, que ésta satisfacía todas sus cortísimas necesidades, y que con ella habían sido completamente felices muchos años; es decir, que era punto menos que imposible que todo el rico tesoro de la herencia del indiano les proporcionase vida más placentera que la que les habían proporcionado hasta allí cuatro terrones y una casuca.

Pero lejos de pensar así, porque a gentes que calzan más puntos que nuestros personajes les sucede lo mismo, diéronse Blas y Paula a satisfacer los más ardientes deseos de toda su vida.

Ya sabemos cuáles eran estos deseos. Paula hizo abundante provisión de azucarillos y bizcochos, y Blas de vino blanco y de colchones. Sustituyeron la olla de berzas y la borona de antaño con un puchero bien provisto de carne y garbanzos, y con pan de trigo; hiciéronse un traje fino para cada uno, y pare usted de contar. Para aquellas dos almas benditas no había más que apetecer en el mundo.

Paula usaba el agua azucarada y los bizcochos hasta en la comida, en lugar del agua natural y del pan.

Al levantarse de la cama, agua con azucarillo; si el calor de la cocina la molestaba un poco, agua con azucarillo; si el sol picaba, agua con azucarillo; para salir a la calle, agua con azucarillo; al volver a su casa, agua con azucarillo, y agua con azucarillo al acostarse, y al despertar, y al volver a dormirse. El cuerpo de Paula era una tinaja que no se llenaba nunca, y lejos de eso, más agua pedía cuanto más agua se le daba.

De un abuso semejante resultó lo que era indispensable que resultase. Pervertido aquel estómago con tanto y tanto jarabe, lo mismo era darle alimentos sólidos y suculentos, que enviarlos enhoramala con la fuerza de una catapulta. A los quince días, el alimento de Paula estaba reducido a dos docenas de azucarillos, a media libra de bizcochos y a un cuarterón de chocolate cada veinticuatro horas; tenía una sed insaciable, y comenzó a palidecer y a perder su buen humor.

Blas, que se pasaba el día comiendo cada tajada que metía miedo, bebiendo a pasto vino blanco y roncando sobre una pila de colchones, notó la alteración física que había experimentado su mujer, y no pudo menos que decirle:

-¿Qué mil demonches de ruinera es esa que te come de un tiempo acá, y no paece sino que te dan la ración en dinero?

-Yo no sé lo que es esto, Blas -replicó Paula con acento triste-; pero harto será que algún mal querer no me persiga. Porque, si no, ¿por qué no había de estar yo partiendo de gorda?

-Pué que no te siente bien lo que comes.

-¡Que no me siente bien, y estoy comiendo dulce todo el santo día de Dios!

-Verdá es.

Y entrambos quedaron conformes en que no podía ser el alimento la causa de la ruinera de Paula.

Un día le dijo su marido:

-Parece mentira; pero los días se me hacen años, y si no fuera por el qué dirán, me largaba al monte a hacer un carro de leña, o a levantar un vallao, o a segar media ocena de lombíos. Y el demonches es que cuando éramos probes no me sucedía nada de esto: ahora con el ganao, dempués en el campo y más tarde en el avío de los trastos de la labranza, se me iba el tiempo en un periquete. ¿Cómo diaños se las arreglarán esos señores de la villa pa estar siempre contentos y entreteníos? Pus a fe a fe que nusotros tenemos tanto dinero como ellos, comemos de lo bien que se pué comer, y vestimos lo que nos da la gana. ¿Qué te paece a ti, Paula?

Y Paula, que aún tenía el ánimo más aplanado que su marido, no pudiendo explicarse la causa de ello, achacábalo, como todo lo malo que le sucedía, a los malos quereres, y echábalo por el amor de Dios.

Pretendió Blas en una ocasión aprender a escribir, o, cuando menos, a leer, pues no se le ocultaba lo necesario que esto le era en su nueva posición. Llamó a don Canuto; participóle su proyecto y hasta recibió del dómine las primeras lecciones. Un mes necesitó para llegar a conocer las letras del abecedario; y como le fuese de todo punto imposible aprender a formar sílabas, tiró el libro por la ventana y renunció a su proyecto, fundándose en que le iba a costar muchos malos ratos y no estaba dispuesto a pasarlos, ya que sus medios le permitían vivir sin penas ni cuidados.

Entre tanto, iba engordándole el pescuezo más y más, y coloreándosele los ojos y las narices, y aumentaba cada día su ración de vino blanco y las horas de reposo sobre el montón de colchohes. Paula, por el contrario, enflaquecía visiblemente y perdía por horas el sano color de su cara; pero también aumentaba sus raciones de bizcochos y agua azucarada.

Al criado zurdo se le iba el día en escanciar vino a Blas y agua fresca a Paula.

Ni las observaciones del señor cura ni las de don Canuto, únicas personas que penetraban en la casona, pudieron convencerlos de que se estaban matando con semejante método de vida; que había otros goces muy distintos del dulce y del vino blanco, al alcance de su fortuna, si querían reformar su educación, y, por último, que treinta mil duros, disfrutados como ellos los disfrutaban, lejos de ser una fortuna, eran una calamidad.

Hacía ya un mes que Paula no hablaba más que lo puramente preciso, por lo cual no contestaba jamás a estas observaciones. En cuanto a Blas, sostenía, y sostenía desgraciadamente la verdad, que Dios le había hecho así y que le era imposible amoldarse a otras costumbres más refinadas.

Y pasábanse los días, y Paula no se saciaba de bizcochos y agua con azucarillo, y bajaba el color de su cara, y enflaquecía su cuerpo y se abatía su ánimo; engordaba el morrillo de Blas, y subía el color rojo de sus narices, ojos y mejillas; crecía su afición al blanco y a las siestas sobre los colchones, enronquecíasele la voz y se iba haciendo su paso más lento y más inseguro. Llegó el caso de no cruzarse en todo un día una sola palabra entre ambos esposos, que apenas salían el uno de la solana y el otro de la alcoba, en los cuales sitios se entregaban, con la fiebre de la pasión, a sus respectivas devociones.

Dejaron de visitarlos el cura y don Canuto, porque al entrar en la casona no hallaban con quién hablar; continuaron en el pueblo criticándolos y calumniándolos unos, compadeciéndolos otros y conviniendo el resto en que la herencia del indiano había sido para los herederos como una maldición de Dios, lo cual era la pura verdad.

Y aquí tiene el lector explicada la causa de la situación física y moral en que hemos visto a nuestros personajes al comenzar este capítulo.

El médico del partido se propuso algunas veces poner en cura a la pobre Paula, que indudablemente caminaba a un fin desastroso; pero siempre tuvo que desistir de su noble plan, porque para llevarle a cabo era preciso empezar por proscribir de la casona los bizcochos y los azucarillos, y Paula no creía, aunque se lo jurase la ciencia de curar, que el dulce hiciese mal a ningún cuerpo humano.

Blas opinaba lo mismo respecto del vino blanco, y ambos atajaban los razonamientos del médico que quería ponerlos en cura, con el siguiente argumento que no dejaba de ser lógico, a la cerril usanza:

-¿No dice usté que un poco de dulce y un poco de vino hacen provecho, no digo a un sano, sino a un moribundo? Según esto, mucho vino y mucho dulce deben hacerle mucho más.

Y de aquí no salían estos majaderos, ni a palos.

Con muchísima frecuencia recordaba Blas aquellos felices días pasados entre las faenas agrícolas de sus tiempos de pobre, y hasta el alma le retozaba de placer cuando se imaginaba que tenía una pareja de cuarenta doblones, con anchas colleras de campanillas, y una carreta ligera y bien claveteada, con pértiga de armadura vizcaína; que él iba con la aguijada al hombro por el camino real al lado de sus bueyes, echando un cantar al son de las campanillas; que tenía además una cabaña de vacas gordas y relucientes, y un cierro de doscientos carros de tierra con pared de cal y canto, y que iba al corro los domingos con un puñado de siemprevivas en el sombrero, al lado de Paula, que relinchaba de contenta.

Pero el muy zopenco, en lugar de agarrarse a tan sencillo y placentero goce, que estaba a dos deditos de su mano, apresurábase a darle al olvido como una mala tentación, empeñado en que, ya que era rico, debía vivir «como un señor».

Y para remachar más y más el clavo de su majadería, dábase al blanco con mayor empeño, y engordaba, es decir, se abotargaba más y más cada día; tanto, que entorpecidas sus fuerzas y debilitada en extremo su cabeza, y no atreviéndose a trepar por la escalera de su cama, se había visto precisado a ir quitándole colchones para hacer menos expuesta la subida.

Cinco tenía solamente cuando Paula, que ya no pensaba porque estaba hecha un madero seco, le llamó un día desde la solana, donde estaba encogida como un ovillo y bebe que te bebe agua dulce.

Acercósele Blas con mucho trabajo y con gran sorpresa, porque su mujer hacía dos meses no pronunciaba otra palabra que «agua».

-¿Qué quieres? -le dijo cuando se halló a su lado. Paula, sin levantar la vista del suelo y manoteando al aire, contestó con voz débil y cavernosa:

-Quítame estos azucarillos que están cayendo alreguedor de mí.

Blas se hacía todo ojos, y así veía azucarillos como mamelucos.

-¡Uf! -exclamó Paula-; ahora me ha caído en la cabeza uno que pesa media arroba... Y también tengo un bizcocho atravesao en el pasa-pan...

Blas se restregaba los ojos para ver más claro; pero ni por esas.

Paula continuó.

-Mira hacia el corral: too está lleno de azucarillos que caen de las nubes como si granizara... ¡Uy! otro me ha caído en metá en metá del testú: mira a ver si sangro... Y ahora se me ensancha el bizcocho del pasa-pan, y caa vez más... ¡Ayyy!...

Y Paula, al decir esto, encandiló los ojos, estiró una pata, y luego la otra, y fue a digerir el bizcocho al otro mundo.




Epílogo

La última vez que yo vi a Blas estaba tumbado en la cama, que no tenía ya más que tres colchones.

Las manchas rojas de su cara se habían vuelto cárdenas, y tenía la nariz lo mismo que un tomate podrido. Apenas abría los ojos y no podía mover las piernas, que eran dos postes por lo abultadas.

Costóle mucho trabajo reconocerme, y a las palabras que le dirigí lamentándome de su estado, me replicó, con voz ronca y pausada, estas otras:

-Yo me tengo la culpa de too lo que me pasa. Quise echámela de señor, sólo porque tenía rentas, y no hice caso de lo que tantas veces le oí al señor cura hablando del alcalde, que fachendeaba mucho: Para ser buen arriero, hay que ser hijo de rocín. Yo tengo mucho dinero; pero por no saber gastarlo he reventao con ello... y que no vale mentir. Paula se murió atracá de azúcara, y yo me voy a morir hinchao de vino blanco... ¡Permita Dios que a ningún probe le caiga encima de repente, como a mí, una herencia tan grande como la de mi tío!

En su vida había estado Blas tan cuerdo como lo estuvo al proferir esta jaculatoria.

Tengo para mí que si los herederos del indiano hubieran hecho lo que pensaba hacer el labrador de Castilla en el caso de que le tocara la lotería, es decir, aprovechar la herencia para poder ir a caballo a labrar la tierra, hubieran sido muy felices.

¡Era más cuerdo de lo que parecía a primera vista el rancio castellano!

Recomiendo su consejo a los que, siendo felices en la pobreza, reciban una visita de la caprichosa fortuna; en la inteligencia de que es más difícil que adquirir grandes riquezas, el saber gastarlas.






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El buen paño en el arca se vende

Tengo el gusto de presentar a ustedes a la señora doña Calixta Vendaval y Chumacera, de Guerrilla y Somatén, mujer de cincuenta eneros cumpliditos, enjunta de carnes, pálida de cutis, sutil y hasta punzante de mirada, y bajita de estatura.

Dice a cuantos se lo preguntan, y a muchos más, que su marido es coronel retirado del ejército de la Isla de Cuba, en donde ganó el grado rechazando la invasión del filibustero López; pero yo sé de buena tinta que el señor Guerrilla y Somatén no pasó jamás de teniente con grado de capitán, carrera, en mi concepto, brillante para un hombre que, como el marido de doña Calixta, procede de la clase de tropa y es además muy bruto y muy feo. Pero doña Calixta no es de esta opinión; y lejos de ello, es capaz de arañarse con cualquiera que se atreva a poner en duda que su marido es un hermoso y bizarro militar que tiene tres galones como tres luceros. Sírvales a ustedes de gobierno esta circunstancia, especialmente en este instante en que van a ser presentados por mí a la simpática familia de aquella señora.

Tres hijas y un hijo tiene doña Calixta. La mayor de las primeras pasó ya de los treinta abriles, aunque ella, como es de rigor, lo niega a pie juntillo: es rubia, bastante flaca y sobradamente marchita; se llama Pilar y hace doce años está en relaciones con un teniente de infantería que desde que era alférez espera el empleo de capitán para casarse con ella. La segunda, Trinidad, Trini, llamada, por apócope, entre sus amigas y su familia, es trigueña, también enjuta, y frisa en los veintisiete. Ésta muda de adoradores con más frecuencia que su hermana: en cinco años ha recorrido casi todas las clases de servidores del Estado: últimamente ama desesperadamente a un auxiliar de aduanas que, por no alcanzarle el mezquino sueldo para cubrir las exigencias de su pasión, negocia más empréstitos que el Gobierno y tiene más ingleses que Gibraltar. La tercera se llama Leonor: es más bonita y más fresca que sus hermanas, de quienes ha conseguido hacerse llamar Leonora. Delira por Il Trovattore... y por un escribiente sin sueldo, sólo porque lleva por nombre Manrique. El cuarto vástago de doña Calixta es un gaznápiro de doce años, destrozón, sucio y díscolo: hace seis años que va a la escuela y todavía no sabe leer; pero es capaz de beberse, sin resollar, dos copas de ron, si se las pagan, y se fuma cuantas colillas encuentra en la calle: se le educa para militar, y es mucho más bruto y más feo que su padre; se llama Augusto, y jamás se ha visto un nombre peor colocado.

Doña Calixta tiene algunas posesiones en la Montaña, heredadas de su tío, cura párroco que fue de un pueblecito de Trasmiera, y bajo cuyo amparo estaba dicha señora cuando se casó con Guerrilla, que era entonces sargento con grado de oficial. Con lo que estas haciendas producen, que es bien poco, y el retiro de Guerrilla, vive en Santander la familia de doña Calixta, feliz y satisfecha... si hemos de juzgar por lo que se ve.

Ni la sediciente coronela ni sus hijos han salido jamás de la capital de la Montaña, no sé si por apego de la primera a la tierruca, o por razones de economía: lo cierto es que Guerrilla, con quien parece haberse complacido el Gobierno haciéndole correr toda la Península y provincias ultramarinas, no ha llevado consigo en sus largas peregrinaciones más familia que el asistente y la Ordenanza, ni ha gustado los placeres del hogar doméstico, en cuarenta años de carrera, más que durante cinco meses, tiempo de otras tantas licencias temporales que pudo obtener. De aquí que las hijas de este buen señor sean conocidas siempre en los círculos santanderienses por las de doña Calixta, y jamás por las de Guerrilla. Y me alegro de haber hablado de este asunto, porque no faltan lenguas que aseguren que el no citarse nunca con el nombre de Guerrilla a su familia, consiste en que ésta se preocupa muy poco del pobre retirado, y hasta que es ella también la causa de que el teniente con grado de capitán se pase los once meses del año en las haciendas de su mujer entregado al cultivo del repollo y de algunos frutales, y al cobro de las rentas que producen unos cuantos prados de regadío y dos casitas de labranza.

Estas mismas lenguas, que pertenecen a ese grupo heterogéneo y multiforme que se llama público, son las que más consumen la paciencia de doña Calixta, que no es sorda, con ciertas voces que hacen correr, interpretando maliciosamente hasta los actos más triviales de la familia de la coronela. Hay que convenir en que con ciertas «gentes» no hay tranquilidad posible. Estas «gentes» son las que en todo pueblo, grande o pequeño, pero especialmente en los que son ilustradas medianías, entre corte y cortijo, llevan a cada vecino una cuenta corriente, en la cual aparecen consignados los más insignificantes gastos al frente de los más mezquinos ingresos; y, como si ellas lo pagaran, alcanzan el cielo con las manos en cuanto exceden en un céntimo los primeros a los segundos. Pues bien; estas gentes son las que más muerden a todas horas a las de doña Calixta, porque a pesar de sus cortísimos recursos habitan una gran casa, dan reuniones de vez en cuando, visten siempre a la moda, frecuentan bailes y espectáculos, y se pasan todo el santo día de Dios visitando tiendas y recorriendo calles. ¡El diablo son estas «gentes»!

Un deber de amistad me obliga a tomar cartas en este juego, si no para vindicar completamente ante el público a la familia del buen Guerrilla, para dejar, al menos, las cosas en su verdadero terreno. Vamos por partes.

Cobra doña Calixta por rentas de sus haciendas y retiro de Guerrilla, diez mil reales, pico más o menos.

Esto lo saben «las gentes» tan bien como ella, y, en su consecuencia, se escandalizan de que no viva en una casa retiradita para que sea barata. Y aquí me cumple a mí decir que la gente apunta bien, pero no da.

Es verdad que la casa que habitan las de doña Calixta está en una de las calles principales, y ostenta gran balconaje y ancho y lustroso portal; mas lo que no saben «las gentes» es que la tal habitación sólo consta de una salita con dos alcobas, de otra oscura en el carrejo y de un reducidísimo comedor junto a una exigua cocina con sus aún más exiguas dependencias: total, que el cuarto que habitan las de doña Calixta no tiene más que fachada, razón por la que sólo les cuesta cinco realitos diarios. También es cierto que por este mismo precio se podía hallar en las calles excéntricas de la población una casa mucho más desahogada y cómoda y saludable; pero las de doña Calixta prefieren la que habitan por cuestión de lustre, que al cabo es un gusto tan respetable como el que más.

Y continúan «las gentes»: «El lujo y los moños que gasta esa familia, planchado, fregado y servidumbre que esto exige, requieren gastos que no pueden cubrirse con lo que resta de los diez mil reales después de satisfechas las atenciones indispensables de una casa...».

Otra exageración que vamos a demostrar. Consideren ustedes que en casa de doña Calixta no hay siquiera una mala criada, pues allí se arreglan todos con la aguadora, para lo más esencial, merced a un cortísimo sobresueldo que se le da. Ella hace la compra diaria de plaza, enciende el hogar, pone al fuego el sencillísimo puchero, friega por la tarde la vasija y hace los recados. El resto queda a cargo de doña Calixta y sus hijas: y el resto se reduce simplemente a que se dé la primera una vuelta por la cocina, al sonar la una, para sazonar el puchero y hacer la sopa, poner en seguida la mesa y servir de un solo viaje toda la comida, compuesta de sota, caballo y rey, como decían los estudiantes de tricornio y cuchara de palo; y al avío de la casa, que es de cuenta de las chicas. Esta operación se despacha en un cuarto de hora. Ya he dicho que en la tal casa no hay más que tres alcobas; debo añadir ahora que en éstas sólo hay dos camas: en la una duermen las tres chicas, y en la otra doña Calixta y Augusto. Por lo que hace a Guerrilla, las pocas noches al año que pasa con su familia se arregla como puede en un catre de tijera que se habilita en el cuarto oscuro. De manera que se reduce el avío a mullir dos camas, barrer los suelos y quitar los polvos. La ropa blanca da poquísimo que hacer, pues no hay más que la que está en uso y otro tanto que se llevó la lavandera. En cuanto al planchado de las enaguas, ocurre una vez cada semana y le hacen las chicas, que no quieren privarse ni de sus paseos ni de sus otros placeres cotidianos, a las altas horas de la noche del sábado. ¿Qué despilfarro... de dinero encontrará en todo esto el más roñoso fiscal? Pues pasemos ahora al ramo de vestidos y moños.

El menos avezado a examinar los caracteres del lujo podrá notar, si se fija un poco en los trajes que usan generalmente las de doña Calixta, que éstos son de género marchito y de color enfermizo; que les falta esa tersura fresca y rechispeante que distingue los de las verdaderas elegantes, cualidad que es la voz, digámoslo así, que va pregonando por calles y paseos: «Estos trapos nuevecitos acaban de salir del taller de la modista, y están cortados y sazonados con arreglo a los preceptos más severos de la última moda».

Las hijas de Guerrilla, sépanlo ustedes, dan treinta vueltas a sus trajes y prendidos: ora les ponen lo de abajo arriba, ora lo de arriba abajo, ora atrás lo de delante, ora lo de dentro afuera; para las cuales operaciones tienen una costurera baratita, que posee además la gracia de darlas exacta noticia de lo poquísimo que ellas ignoran en cuanto a crónica local: verbigracia, matrimonios en ciernes, idem en crisis; «jóvenes» recién llegados a la población, con qué figura, empleo y sueldo; si dejan novia en el punto de su procedencia, etc., etc.; si se proyecta algún baile; si se fueron o no los forasteros que pasaron por su calle más de tres veces el día anterior; dónde se han hecho y cuánto valen los vestidos que llevaron al paseo el domingo último las de X o las de Z; si se pagaron o si se deben, etc., etc... Tal es el misterio que envuelve el lujo de las de doña Calixta; misterio que deben tener en cuenta las gentes que se escandalizan de verlas, lo menos una vez cada día, revolviendo géneros en las tiendas de modas. Harto se deja comprender, después de lo dicho, que si bien son la desesperación de los horteras, por lo que les hacen plegar y desplegar, en cambio, de higos a brevas compran algo; de lo cual, sin que yo se lo demostrara, debían estar convencidas «las gentes», si se tomaran la molestia de observar cómo estas chicas se despiden en los establecimientos que frecuentan: «Conque dice usted que el último precio de este corte es tal, y el de este otro cual, y que nos dará en tanto las mangas y en cuanto los pañuelos... Corriente. Pues en consultándolo con mamá nos decidiremos y le pasaremos a usted el recado por la muchacha». Así se despiden generalmente las de doña Calixta en las tiendas de modas; y sabido es en toda tierra de cristianos lo que semejante despedida quiere decir.

Que doña Calixta da reuniones: convenido; pero vamos a ver cómo las da. Invita una vez cada semana, durante el invierno, a todos sus conocimientos íntimos, que están reducidos a tres o cuatro familias de la índole de la suya, y a una porción de empleados de cortísimo sueldo, jóvenes imberbes los más de ellos que hacen alguno que otro soneto por Semana Santa o alguna décima por Pascua de Navidad. Como la sala es pequeñísima, fuera ocioso convidar a más personas. Las que en ellas se reúnen la llenan de bote en bote. Empieza la «soaré» a las ocho de la noche, y son los primeros que a ella asisten los dos futuros yernos de doña Calixta; y digo los dos, porque el teniente muy rara vez se halla en la ciudad. Excuso decir que en la «soaré» se baila mucho; pero como en la casa no hay piano, ni siquiera una mala guitarra, se ha convenido en que los mismos que bailan tarareen el aire, en el cual ejercicio se ha captado el joven Manrique la honrosa calificación de «ruiseñor». Por eso es muy frecuente oír entre la confusión de estos bailes éstas o parecidas exclamaciones: «No apriete usted mucho, no me haga usted reír, no me distraiga usted, porque voy a desafinar».

La sala está alumbrada por un quinqué que consume un cuarterón de aceite, y en el comedor arde una bujía de estearina; junto a la bujía hay una bandeja, y en la bandeja un paquete de azucarillos y media docena de vasos llenos de agua. A esto se reduce todo el gasto que hace doña Calixta en cada reunión que da a sus conocimientos.

Y ya que de estas reuniones se trata, creo que estoy en el deber de citar el rasgo que más las distingue. Éste consiste en alguna barbaridad de Augusto. Augusto, cuando ha pasado el día corriéndola fuera de la ciudad, vuelve a casa rendido y jadeante, y se acuesta al anochecer. Cuando esto sucede en noche de reunión, es segurísimo que al darse la primera vuelta en la cama, a eso de las nueve y media o las diez, es decir, cuando la tertulia está más en punto de caramelo, arma el gran escándalo, comenzando a gritar de improviso desde el fondo de la alcoba, junto a la cual se entretienen tal vez algunas parejas en dulces y sentidos conceptos amorosos.

-¡Ayyyrrr... re San Bruno!!... ¡Mamá!!

Doña Calixta palidece y entra corriendo en la alcoba, cerrando apresuradamente la puerta.

-¡Calla, condenado! -dice muy bajito, pero con mucha rabia, al energúmeno-. ¿Qué mil diablos te pasa?

-¡Que me comen vivo! -responde Augusto, gritando mucho más alto.

-Pero, ¿quién te come, alma de Lucifer?

-¡Las pulgas!... ¡las chinches!!...

-¡Hijo de los demonios! -exclama doña Calixta, tapando la boca a Augusto, que cada vez grita más-; ¿no ves que está la sala llena de gente?

-Que se vaya al infierno esa gente; yo no tengo nada que ver con ellas... i Hambrones, que vienen aquí a llenar la tripa de azucarillos!...

Doña Calixta, en el colmo de la ansiedad, pone una almohada sobre la boca de su hijo y le sacude un par de puñetazos. Pero el gaznápiro se desprende con rabia de la blanda mordaza, y grita mucho más recio:

-¡Esto no es cama!... ¡Esto es un bardal! ¡y la culpa de ello la tienen esas pingolondangas de mis hermanas, que son capaces de vender las sábanas por un moño!

La coronela, no sabiendo ya cómo tapar el resuello a aquel ganso, le echa encima toda la ropa del colgador y hasta las sillas, y se vuelve a la sala; pero su hijo, derribando al suelo de un respingo todos los trastos que le sofocaban, coge una bota, tira con ella a su madre y la pega en el occipucio, en el instante en que esta atribulada mujer abría la puerta de la alcoba. Doña Calixta aparece en la sala haciendo que se ríe con las bromas de su hijo; pero la tertulia se ha comido la partida, a pesar de los esfuerzos que han hecho para desorientarla las chicas de la casa durante la refriega, y no acepta de todo corazón la sonrisa de la mamá.

Si Augusto no está en la cama cuando hay reunión, todavía son más temibles sus inconveniencias. A lo mejor se presenta descalzo, o en camisa, en medio de la sala, pidiendo, por ejemplo, el cordel de su trompa, empeñándose en que alguna de sus hermanas se le ha cogido para amarrarse las enaguas; trata a sus tertulianos a la baqueta; les dice que se larguen a la calle porque quiere cenar; les cuenta que la cena no tiene arte ni sustancia, y que sus hermanas no piensan más que en emperejilarse, y que no tienen más camisa que la puesta y otra, y que a veces andan a la greña porque se disputan el único refajo decente que hay en casa, y que rabian por casarse, y que por algo su papá no quiere parar en casa... ¡qué sé yo! porque aquel bárbaro, en cuanto se enfada, no tiene atadero y cuenta lo que sabe y hasta lo que presume. Los tertulianos de doña Calixta, con estas escenas que tienen lugar infaliblemente en todas las reuniones que da la coronela, sudan la gota gorda de pura vergüenza... pero siguen asistiendo a ellas a pesar de todo.

Y demostrando ya que estas reuniones, si bien originales, no son caras, pasemos al asunto de los espectáculos.

Al decir «las gentes» que las chicas de Guerrilla asisten a todos los de pago, las calumnian. Yo sé que los frecuentan poquísimo, y esto con su cuenta y razón. Por ejemplo: sabe doña Calixta que una familia muy conocida suya se dispone a ir al teatro; pues pasa un recado a la señora, concebido en estas palabras, que la aguadora que le lleva va repitiendo por el camino:

«De parte de doña Calixta, que tome usted otra luneta para la señorita Pilar, que ella le abonará a usted el importe mañana, y que cuando ustedes vayan al teatro, que se pasen por su casa para acompañarla».

La luneta se compra, y la hija de doña Calixta va a ocuparla. Pero, ¿con qué cara le pide a la coronela al día siguiente la familia pagana un par de pesetas, a pesar de las instancias de aquélla?

-Me quita usted la libertad, con este desaire, para incomodarlas otra vez -dice, como si realmente estuviera ofendida, doña Calixta.

Y con esta moneda paga de ordinario el teatro a sus hijas: razón por la que siempre las verán ustedes en los espectáculos de pago dispersas y agregadas a otras familias; jamás reunidas y en un solo grupo con su mamá.

Su fuerte son los espectáculos gratis y al aire libre. Ellas son las que inauguran los paseos nocturnos de verano en la Alameda Primera, y las que los cierran en octubre. Si hay música en la Plaza Vieja, allí están ellas, con un pañuelo de seda echado sobre la cabeza, rompiendo las masas para examinar hasta la última cara de los circunstantes y el último escondrijo de la plaza. Que por casualidad llegó un batallón que se embarca en este puerto para otro cualquiera del reino: allá van ellas junto a la plana mayor, a misa y a la revista. ¿Hay procesión? A los balcones de la carrera. ¿Suena el tamboril? A la calle, que por algo sonará. ¿Entra en el puerto un buque de guerra? A visitarle tres veces al día. Para probar a ustedes hasta qué extremo adoran estas chicas el aire de la libertad y lo que suene a broma y espectáculos, básteles saber (y esto me consta por una indiscreción de Augusto) que llevan un libro en el cual tienen anotadas todas las serenatas de rúbrica del año; todas las procesiones, con la demarcación de las calles que recorren y balcones con que pueden contar para verlas; épocas probables de cambio de guarnición; bailes campestres; chicos aceptables, con expresión de sus edades, carácter, posición y figura; funciones religiosas solemnes, etc., etc.

Merced a esta pasión de publicidad que las embriaga, las chicas de doña Calixta son conocidas hasta de la última fregona de Santander, y no hay un ser que respire en este pueblo de quien ellas no puedan dar más pormenores que un agente de policía. Si ellas faltaran una sola vez de un paseo, de una serenata o de un espectáculo cualquiera, el público lo notaría, sin darse cuenta de ello, como nota el derribo de una casa en una calle, o de un árbol robusto en la Alameda. «Yo no sé lo que es», diría, «pero aquí falta algo».

Y ahora que conocen ustedes la vida y milagros de la familia de doña Calixta, díganme, desprovistos de toda pasión, si no son unas embusteras «las gentes» que aseguran que las hijas de Guerrilla gastan mucho más de lo que importan las rentas de su madre y el retiro de su padre. ¡Bonito es el genio de doña Calixta para tolerar despilfarros en su casa!

Desengáñense «las gentes»: el gusanillo que roe la tranquilidad de la coronela no es la pasión del lujo por el lujo mismo: es única y exclusivamente el deseo vivísimo, ardiente, voraz, de casar pronto a sus hijas. Doña Calixta es de las madres que creen, como artículo de fe, que los hombres, cuando tratan de casarse, no se fijan en las mujeres si éstas no se les meten a todas horas por los ojos; que prefieren una chica pizpireta y vana, muy emperejilada y compuesta en la calle, aunque en casa no tenga pan que comer ni camisa que ponerse, a una joven modesta, que sepa coser y no salga a la calle más que lo puramente preciso. La señora de Guerrilla cree a puño cerrado que el paño más exquisito no se vende jamás si el pregonero no lo saca a la plaza más orlado y laureado que una colineta; y no hay quien convenza a la infeliz de que, si algo perjudica hasta a los géneros que son buenos, es el pregón incesante de su misma bondad. Por eso no comprenden, aunque la maten, que si algo repugna al hombre que desea casarse, es la mujer que le echa memoriales de galas y cintajos por toda recomendación, para que la elija, y prodiga en calles y paseos una belleza que le fascinaría brillando entre las santas paredes del hogar doméstico junto al costurero, detrás de unas cortinillas blancas como los ampos de la nieve. Doña Calixta, en fin, y sus hijas no se persuadirán jamás de que hoy, como nunca, atestiguan los hechos, en la historia de los buenos matrimonios, la infalibilidad del antiguo proverbio que dice: «el buen paño en el arca se vende».




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La romería del Carmen


- I -

Yo deploro ese espíritu inquieto y ambicioso que viene, años hace, apoderándose del hombre; yo abomino ese monstruo de pulmones de hierro que, devorando distancias y taladrando el corazón de las montañas, ha arrojado de nuestros pacíficos solares las tradiciones risueñas y el inocente bienestar de los patriarcas.

Me apresuro a advertir que esto no lo digo yo. Quien lo dice, y mucho más, a todas las horas del día, es mi respetable amigo el señor don Anacleto Remanso.

Necesito decir a ustedes quién es y de dónde viene este apreciable sujeto.

Don Anacleto era allá por el año 15 un mozo perfectamente reputado en el comercio de esta plaza. Tenía excelente letra y manejaba los libros con rara inteligencia. Merced a estas cualidades, su principal le aumentó el modestísimo sueldo que había estado ganando durante doce años, y cuando hubieron pasado seis más, le interesó en los negocios de la casa. Con este pie de fortuna, y gracias a no sé qué plaga que llovió sobre los trigos extranjeros tiempo andando, don Anacleto se encontró de la noche a la mañana con un capital neto de veinte mil duros. Entonces se plantó, contrajo matrimonio con una honesta doncella, su contemporánea; y libre de las penas y zozobras que torturan el alma de los que fían su bienestar en el acrecentamiento de la fortuna, comenzó a gustar las delicias de la paz del hogar, tras una sabrosísima luna de miel.

No hace a mi propósito seguir a este buen señor paso a paso en todos los de su vida hasta el año 48, época en que yo le conocí.

Era entonces don Anacleto un tanto obeso, calvo de occipucio, y sufría de vez en cuando dolores reumáticos, ya en las cuerdas, como él decía, del brazo derecho, ya en la paletilla. Su señora doña Escolástica, aún más gruesa que él, aseguraba que esa dolencia no acababa de curársele radicalmente porque no podía la buena señora conseguir que su marido conservara puesta durante el verano la almilla de bayeta que gastaba sobre la carne durante el invierno. A este remedio debía ella, según decía, la modificación que notaba últimamente en sus periódicos accesos histéricos. Pero esto no nos importa gran cosa, y vuelvo al asunto. Don Anacleto y doña Escolástica tenían una hija y un hijo. La primera gozaba en la vecindad fama, bien adquirida por cierto, de «guapa muchacha»; y aquí, en confianza, debo decir que no tenía otra cualidad que digna de notar fuese. El segundo, más joven y más feo que su hermana, se prometía un buen porvenir en la casa de comercio en que se hallaba colocado, seis años hacía, por amistad de su principal con don Anacleto.

Esta familia vivía en un piso segundo de la calle de Atarazanas, y tenía en la sala sillería de cerezo con asiento de tejido de cerda negra sobre mullido de pelote; alfombras catalanas junto al sofá y la consola; sobre ésta, dos floreros, cuyos ramilletes eran de obleas y hechos por «la chica»; un espejito sobre ellos, de vara en cuadro, con marco dorado; un estuche con incrustaciones de nácar, debajo del espejo; delante de los fanales de los floreros, dos candeleros de planta sobre redondeles de estambre azul y rojo, de la misma procedencia que los ramilletes de obleas; y por último, en las paredes, media docena de cuadros bordados en seda, representando uno de ellos un perro de lanas, trasquilado de medio atrás, con una cestita llena de flores colgada de la boca. Todos estos cuadros tenían en el fondo el siguiente letrero, bordado también en seda:

«Lo hizo en Santander, en la enseñanza de doña Sempronia Dobladillo, Joaquina Remanso y Resconorio. Año de 1845».

Tenía para su servicio (hablo siempre de la familia de don Anacleto) criada y aguadora, comía principio todos los días, y asistía al teatro tres veces al año: el día de los Inocentes, el de Año Nuevo y el de los Santos Reyes.

Don Anacleto se levantaba poco después de amanecer, se arreglaba, tomaba chocolate, cogía su caña de roten y se iba a oír la misa de nueve a San Francisco. Se daba una vuelta por las calles, leía El Eco del Comercio en el café Español, y se volvía a su casa para comer a la una en punto. Por la tarde salía a dar un largo paseo con sus amigos; a la vuelta, después de ponerse unas zapatillas de cintos en los pies y un gorro de terciopelo azul en la cabeza, tomaba chocolate y agua de naranja, y ya no salía a la calle hasta el día siguiente. En los de fiesta, si no llovía, después de oír la misa primera en San Francisco, se iba con un par de amigos a cazar pajaritos, disponiendo de tal suerte la campaña, que al dar las doce llegaban a la venta de Rocandial, donde les esperaba un puchero bien provisto, media azumbre de chacolí y una buena tajada de queso pasiego para dejar boca. Tomado este refrigerio, se echaban poco a poco camino de Santander, disparaban de vez en cuando sobre tal cual gorrión o calandria que se les metiese por el cañón de la escopeta, y llegaban a casa, en paz y en gracia de Dios, al anochecer. Si en los días festivos llovía, en lugar de irse a Rocandial tomaban dos horas de movimiento en los Mercados del Muelle o en los claustros de la Catedral.

De higos a brevas don Anacleto dejaba la sociedad de sus amigos para acompañar a su familia a comer una empanadita o unas tajadas frías de merluza, sobre las brañas de la Magdalena o detrás de un bardal de Pronillo.

Tal era ordinariamente el personaje que nos ocupa, tales sus aficiones y placeres, sin otro misterio, ni otro repliegue, ni otra solapa; tal era, digo, ordinariamente, porque este hombre, que bien pudiera tomarse por la personificación de la clase media de Santander en la época citada, tenía una semana cada año en que se transfiguraba física y moralmente hasta el extremo de que él mismo se desconocía.

Ocho días antes del domingo siguiente al 16 de julio, comenzaba a salir de casa a horas inusitadas; el sombrero, que siempre llevaba a plomo sobre su cabeza, se le retiraba poco a poco de la frente, y como si huyera de la ebullición que debajo de ella notase, se echaba hacia la coronilla. Sus ojos, siempre fruncidos y dormilones, se abrían desmesuradamente y brillaban como ascuas en la oscuridad; los ángulos de su boca se iban arrimando más y más a las orejas, y el arco de las cejas se elevaba, frente arriba, como si éstas quisieran alargar el pelo que les sobraba a la cabeza que no le tenía; daba, al andar, grandes golpes de regatón con el de su caña sobre las losas de la calle; se detenía delante de todas las tiendas donde se vendían cintajos, cascabeles, plumas de color o corbatas de fantasía; examinaba con afán estos artículos, compraba algunos y dejaba con pena los demás; miraba a las chicas guapas con ojos tiernos; detenía a todos los amigos que encontraba, y echándoles las manos sobre los hombros, les decía: «Supongo que no faltarás; cuento allá contigo»; a lo cual el interpelado, si no tenía un luto reciente o no le esperaba de un momento a otro, contestaba con el tono más solemne que podía: «Eso no se pregunta a ninguna persona de gusto: primero faltaría la ermita que yo». A los jóvenes, aunque solo los conociera de vista, los detenía también para encargarles que fuesen bien animados y que, a ser posible, llevaran su cachito de orquesta. Pero a los que no dejaba sosegar era a los marinos. «¿Cree usted que estamos seguros? ¿Traerá malicia este airecillo? ¿Lloverá el domingo?». A las cuales preguntas, los marinos, que deseaban tanto como el interpelante la llegada del día cuyo recuerdo traía a éste desconcertado, contestaban prometiéndole un sol africano. Nada le quemaba tanto como que, al preguntar si llovería el domingo, le contestaran: «El lunes se lo diré a usted». «Parece mentira -replicaba don Anacleto, bufando de indignación-, que en un asunto tan serio se permita usted semejantes bromas».

Cada nube que se formaba en el horizonte le costaba un disgusto, y la seguía en todas sus formas y colores sin perderla un minuto de vista, hasta que anochecía. Desde entonces hasta que se acostaba, salía al balcón doscientas veces para ver si corría el nublado del vendaval o del nordeste, y si tenía cerco la luna. Ya acostado, tenía el oído siempre atento a la voz del sereno. Si éste cantaba... «y nublado», se apenaba; pero si decía... «y lloviendo», echaba con furia su cabeza sobre la almohada y le faltaba muy poco para llorar; lo mismo que le sucedía si el reúma le amagaba o le dolían los callos.

Mientras don Anacleto corría estos temporales, que, como he dicho, te sacaban de quicio, su mujer, doña Escolástica tampoco vivía un momento de reposo. Encargaba pollos bien gordos a la lechera; solemnizaba contratos en la plaza del pescado y en los Mercados para que no le faltasen el sábado al mediodía seis libras de merluza y cuatro de ternera; encargaba en la mejor confitería una colineta de almendra, y rebuscaba las tiendas de comestibles hasta dar con un jamón de Liébana «que le llenara el ojo».

Entre tanto, la joven Joaquina revolvía el ropero y el colgador, y aviaba los trajes de hilo de su padre y de su hermano, y repasaba, fruncía y planchaba los vestidos de indiana y los pañuelos de seda que ella y su madre habían de ponerse en el anhelado día.

Y, para que todos los miembros de la familia tuvieran su faena correspondiente, el aprendiz de comerciante corría la ceca y la meca para hallar un carro del país que estuviera al amanecer del domingo a las órdenes de don Anacleto.

En medio de tantas y tales fatigas, llegaba la noche del sábado... ¡y entonces sí que tenía que ver la casa de don Anacleto!

Doña Escolástica, recogida la falda de su vestido sobre la atadura del delantal, descubiertos hasta el codo sus brazos, luciendo unas enaguas de muletón bajo las cuales asomaban un par de rollizas pantorrillas envueltas en unas medias caseras de mezclilla de algodón; abierta, a guisa de pantalla, delante de la cara, la mano izquierda, y con una cuchara de palo en la derecha, se hallaba en la cocina delante del fogón. Ora daba una voltereta a un par de pollos en la tartera en que se asaban; ora revolvía, dentro de una enorme cazuela, un trozo de carne mechada, porque se le antojaba que olía a chamusquina; ora sacaba de la sartén, cuyo mango sostenía la criada, una tajada de merluza rebozada y ponía en su lugar otra chorreando huevo batido; ora destapaba la cacerola en que se sazonaba la menestra; ora pateaba porque presumía que «se pegaba» el asado; ora gritaba a la muchacha para que añadiera el guisado que le estaba dando en las narices, y a la vez reía, canturriaba, bufaba, iba, venía y sudaba la gota gorda.

Cerca de la cocina, en el gabinete del comedor y a la luz de una vela de sebo, daba Joaquinita la última mano a los trajes de campo y colocaba sobre dos enormes sombreros de paja sendas cintas que había planchado poco antes, de color verde esmeralda.

Don Anacleto y su hijo andaban como autómatas, de la sala al comedor y del comedor a la cocina: se probaban los sombreros, pellizcaban la merluza y levantaban las coberteras, olían los guisotes y examinaban las piezas de sus respectivos trajes de campaña.

A las diez se cenaba mal y sin orden un poco de lo mucho que se guisaba en la cocina. Pero ni las ratas se retiraban a descansar mientras no estuviesen perfectamente colocados en sus respectivas cacerolas de latón y cazuelas de barro los diversos guisotes que había preparado con una pulcritud admirable la señora doña Escolástica.

Por supuesto que al acostarse la familia había la de Dios es Cristo sobre quién había de despertar a quién antes de amanecer, pues nadie tenía en sí mismo bastante confianza para comprometerse a desempeñar lucidamente un cargo tan delicado.

Pero este afán era excusado, porque ni entonces ni en tiempos anteriores hubo necesidad de despertadores en la noche que precede al día del Carmen, porque durante ella se encargaban de ahuyentar el sueño de la población las cuadrillas de romeros que recorrían las calles desde el sábado por la tarde.

Pues señor, que llegaba el anhelado día tras una noche de parranderas, de trompadas y de toda clase de expansiones populares. Y aquí vamos a seguir paso a paso a la familia de don Anacleto en una de las expediciones que hizo a la famosa romería; y por aquello de ab uno disce omnes, yo me ahorraré algunas digresiones y ustedes se fastidiarán menos asistiendo a la fiesta popular que les describo.




- II -

Aún no habían asomado por encima de San Martín los primeros rayos del sol, cuando paró a la puerta de don Anacleto un mal carro del país, arrastrado por dos bueyes remolones. Este carro llevaba, fijo en su armadura, el esqueleto de un toldo, y sobre las tablas de la pértiga, yerba desparramada. Antes que el carretero enrabase a la puerta, bajó al portal la criada de don Anacleto con un par de colchones arrollados sobre la cabeza y plegada al hombro una colcha de indiana con grandes ramos verdes, amarillos y encarnados. Extendió los primeros sobre la yerba de la pértiga y la segunda sobre los arcos del toldo, sujetándola bien a éstos con tiras de hiladillo azul. En seguida volvió a la habitación, y bajó de ella dos grandes cestas que colocó con mucho cuidado en la parte delantera del carro. De estas cestas, la una contenía guisados y frituras, y la otra, pan, cubiertos, vino, cacharros y una colineta.

Arreglados ya todos estos preliminares, bajó la familia. Iba delante don Anacleto con tuina, pantalón y chaleco de hilo crudo, zapato descotado, de castor amarillo con lazos encarnados, corbata clara, sin armadura, y sombrero de paja con anchas alas y cinta verde esmeralda.

El chico vestía un traje casi igual al de su padre, con la sola diferencia de que no llevaba chaleco y se había arrollado a la cintura una faja de seda púrpura, entre la cual y la camisa se perdía el extremo de una cadena de similor, que no sujetaba, como el mozalbete quería aparentar, el anillo de su reloj, sino el de la roñosa llave de su baúl.

Doña Escolástica y su hija llevaban vestidos de percal rayado, pañoletas de espumilla a la garganta y pañuelos de seda cruda con grandes lunares sobre la cabeza y anudados bajo la barbilla.

Entraron estas señoras y la criada en el carro, y se colocaron a la rabera don Anacleto y su hijo, que, para ir más en carácter, se sentaron de espaldas a los bueyes, dejando colgar las piernas fuera de la pértiga.

-Cuando quieras -dijo el marido de doña Escolástica al carretero.

Y éste, con un ¡arre! y dos castañeteos de lengua, puso en movimiento a las dos entumecidas bestias.

Sobábase las manos don Anacleto y se revolvía en su asiento a cada tumbo que daba el carro, como si tales bamboleos fueran lo más sabroso del viaje que empezaba.

-¡Esto es magnífico! -exclamaba el buen señor al recibir un golpe que a otra persona más imparcial le hubiera arrancado lágrimas de dolor.

Y tras esto, volvía a sobarse las manos y saludaba risueño a cuanta gente pasaba junto al carro con el mismo rumbo que él, y se despedía de los barrenderos y polizontes, a quienes compadecía porque quizá eran las únicas personas sanas de la población que no iban al Carmen aquel día.

Ya en el camino real, sacaba a cada instante la cabeza por encima del toldo y buscaba con la vista algo que no le gustaba encontrar.

-Ya sé lo que busca usted, señor don Cleto -le dijo en una de estas ocasiones el carretero acercándosele con la aguijada bajo el brazo, un papelillo pegado por un ángulo al labio inferior y picando entre los dedos de la mano izquierda, parte de dos cigarros de a cuarto con una navaja que empuñaba en su derecha-; pero también este año hay quien ha madrugado más que nosotros.

-Amigo -respondió don Anacleto-, yo no sé cómo se me componen las cosas, que ningún año logro ser el primero... Mira, mira, allá por la cuesta de San Justo... Uno, dos, cinco, siete. ¡Ave María Purísima!

Lo que don Anacleto contaba eran carros entoldados que precedían al suyo.

-Pero es lo más raro -añadió este buen señor-, que no hay nadie que se atreva a decir «yo llegué el primero»: aunque vaya a amanecer a la romería, se encuentra con dos docenas de carros que están ya cansados de descansar en ella. Pero todo tiene su compensación: si yo cogiera la delantera a los demás, no podría ir gozando, como voy ahora, en la contemplación del cuadro que presenta la carretera. ¡Vaya una animación! ¡Uf! ahí viene esa gavilla de locos galopando... ¡Agur, caballeros!... Sí, échales un galgo. Mira esos cuatro pobres marineros, descalzos y con los remos al hombro: irán a cumplir la promesa que harían a la Virgen del Carmen durante alguna borrasca. Me gusta esa fe. No tendrán tanta esos botarates que van delante de nosotros retozando con las mozas que los acompañan... Arrima un poco a la derecha, Antón, que viene un coche echando demonios sobre nosotros... ¡Tengo un miedo a estas máquinas diabólicas!... Se me figura que va dentro la familia de don Geroncio... La misma es. Beso a usted la mano... saludo a ustedes, señoras... ¡hasta luego!... Como si callaras. Sospecho que ni siquiera me han visto... ¡Pero si pasó el coche como un rayo!... ¡Magnífico está esto hoy, caramba! Lástima que no se pudiera ver de una sola ojeada, con la gente que va por la carretera, otro tanto que va por el atajo de las Presas y embarcada por la bahía... ¡Y que haya mentecatos que se atrevan a decir que a la romería del Carmen le quedan pocos años de vida!

-¿Quien dice eso, don Cleto?

-Hazte cuenta que nadie, hombre: cuatro peleles que se la echan de gente a la moderna.

-¿Pero al auto de qué creen eso?

-Dicen que después que se construya el ferrocarril de cuyo proyecto empieza a hablarse ahora, la ida y la vuelta de la romería serán un soplo, y por consiguiente ésta no tendrá chiste y acabaremos por ir abandonándola.

-¿Y usté cree, señor don Cleto, que ese ferril se hará?

-Como ahora llueven tocinos. Mas aunque, por un momento, conceda que el proyecto se realice, y lleguemos a ver un rosario de coches penetrar por las aguas de la bahía, pues por ella dicen que ha de ir el camino, ¿cómo es posible que ese infernal invento mate nunca entre nosotros al carro de bueyes para todo lo que sea comodidad?

-Y ello, don Cleto, ¿a manera de qué es ese demonches de laberiento? Dicen que es tou fierro po acá y fierro po allá, y que rueda po encima del carril como si el diablo le llevara.

-Como no soy competente en la materia, no puedo decirte lo que es el ferrocarril detalladamente; pero sí me atrevo a asegurar que no ha de tardar en convertirse esta invención en castigo providencial de la soberbia del hombre. Parecíanos molesto un viaje en carromato que tardaba quince días a Madrid desde Santander, y le sustituyeron en seguida las galeras aceleradas, que echaban semana y media en recorrer la misma distancia. íbamos en estos carruajes como en nuestra propia casa, pues en ellos dormía usted, comía, se mudaba la camisa, se quedaba en zapatillas, bajaba usted, se estiraba las piernas, se deleitaba en la contemplación de los paisajes que recorría; y llegó todo esto a parecernos poco, y se inventaron las diligencias que van en tres días a Madrid, poniendo en constante peligro de muerte la vida de los viajeros. Parecía mentira que se pudiera correr más en menos tiempo; que hubiera un vehículo más veloz que las diligencias, que sólo de verlas devorar distancias sobre la carretera me mareo yo, y el orgullo del hombre ha querido más y ha inventado el ferrocarril, que marcha con la velocidad del pensamiento.

-Pero ¿tanto corre, don Cleto?

-Hombre, lo que yo puedo decirte, por lo que me ha contado mi amigo don Jorge Pedregales, que ha visto un ferrocarril que hay en Barcelona, es que si, cuando va marchando un tren, dejas caer una manzana desde la ventanilla de un coche, antes que la manzana llegue al suelo ha corrido el tren media legua.

-¡María Santísima! Pero ¿tan alta está la ventana?

-No, señor; tanto es lo que corre el tren... ¡Toma! como que si sacas la cabeza por la ventanilla, te mareas y apenas alcanzas respiración.

-¡Buenos caballos llevarán los coches!

-¡Qué caballos, bolonio, si toda aquella batahola la mueve el vapor!...

-¡Ah, ya! conque el vapor...

-Pero no es la velocidad lo más espantoso: figúrate que, a lo mejor, se encuentra el tren con una montaña. Lo natural era que la faldeara poco a poco y con mucho tiento para no despeñarse: pues no, señor; como esta precaución exige tiempo, arremete con la montaña, y ¡plaf! la pasa de parte a parte en un decir Jesús...

-¡Santísima misericordia de Dios!

-Te dije que eso es atroz. Pues bien: yo tengo para mí que en el ferrocarril hay algo de amenaza a la omnipotencia de Dios, que el mejor día va a hacer una que sea sonada, ofendido de tanta temeridad.

-¿Y to esto es lo que nos van a traer a Santander?

-Eso de traer tendrá sus más y sus menos; pero de traerlo es la intención.

-¿Y tendrá buen aquel ese demonches de diablura en esta tierra? ¿Servirá pa algo?

-Te diré: para la materialidad de las mercancías, podrá ser útil el ferrocarril en este país; mas no para la población, que no se mete en un tren a tres tirones... ¡Bah!, ¡pues no faltaba más! Y esto tratándose de viajes de urgencia; porque en cuanto a expediciones de placer, a baños y otras por el estilo, desengáñate, Antón, siempre dirá el carro de bueyes: «aquí estoy yo para in sécula seculorum».

-¿Y cuánto tiempo cree usté que se tardará en hacer el ferril en Santander, caso que se haga?

-Pues hombre, por de pronto, para resolver si ha de ir por aquí o por allá, échate un par de años; después otro tanto para ventilar dimes y diretes, deslindes y otras dificultades de cajón... cuatro años hasta empezar las obras.

-¿Y para acabarla?

-¿Para acabarla?... No me atrevo a decírtelo; pero si encuentras quien te fíe medio millón de reales a pagar en esa fecha, tómale sin reparo...

-¡Y a Cachorru! ¡que te duermes, condenao!

-No los apresures, que a tiempo llegamos.

-Es que va calentando el sol, y además no me gusta que se me duerma el ganao. Ello es cierto que las probes bestias están toa la semana jalando en el Muelle.

-Pues tanto más para que no las hostigues... Mira, ponte a tu derecha, que va a pasar otro coche... y cuidado que no atropelles a alguna persona, porque está el camino real cuajadito de gente.

Y en ésta y otras pláticas llegaron nuestros conocidos a Peñacastillo, donde se hallaron con un preludio de romería en la famosa taberna de Gómez, y siguieron andando, andando hasta la Venta de Cacicedo. Allí se detuvieron un instante para confortar el estómago con un bocadillo y un trago de las provisiones que llevaban, y de otro tirón se plantaron en Revilla de Camargo, sitio de la romería, a las tres horas de haber salido de casa, tiempo que hubiera podido reducirse a la mitad si entonces hubiera estado hecha la rectificación de la carretera de Burgos por Muriedas, que se hizo años después.




- III -

No hablemos del aspecto que presentaba la romería en el acto de entrar en ella la familia de don Anacleto; ni de la misa que se dijo en la capilla de la Virgen; ni del sermón que se predicó desde un púlpito al aire libre; ni de los ofrecidos que llegaron al santuario descalzos unos, de rodillas otros y extenuados de fatiga y achicharrados por el sol todos; ni de que a las doce de la mañana se pusieron nuestros amigos a comer en el santo suelo, a la escasa sombra que proyectaba el carro; prescindamos, en obsequio a la brevedad, de todos estos pormenores, y examinemos el cuadro en que don Anacleto y sus adjuntos entraban como figuras de primer orden, a las cuatro de la tarde.

Imagínense ustedes todos los colores conocidos en la química, y todos los instrumentos músicos portátiles asequibles a toda clase de aficionados y ciegos de profesión, y todos los sonidos que pueden aturdir al humano oído, y todos los olores de figón que pueden aspirarse sin llorar... y llorando, y todos los brincos y contracciones de que es susceptible la musculatura del hombre, y todos los caracteres que caben en una chispa, y todas las chispas que caben en una agrupación de quince mil personas de ambos sexos y de todas edades y condiciones, de quince mil personas entregadas a una alegría carnavalesca; imagínense ustedes estas pequeñeces, más algunos centenares de escuálidas caballerías, de parejas de bueyes, de carros del país y coches de varias formas; imagínense, repito, todo esto, revuélvanlo a su antojo, bátanlo, agítenlo y sacúdanlo a placer; viertan en seguida «a la volea» el potaje que resulte sobre una pradera extensísima interrumpida a trechos por peñascos y bardales, y tendrán una ligera idea de la romería del Carmen en la época a que me refiero.

De las quince mil almas que, como he indicado, concurrían a ella, las tres cuartas partes procedían de Santander, que por esta razón aquel día tenía sus calles desiertas y silenciosas, y más se asemejaba a una fúnebre necrópolis, que a lo que era ordinariamente, una ciudad laboriosa, llena de movimiento y de vida.

La romería del Carmen era entonces el punto de mira de todos los hijos de esta capital: los que viajaban por placer o por negocios... hasta los marinos arreglaban sus expediciones de manera que éstas pudieran emprenderse después del Carmen o terminarse antes del Carmen: lo esencial era encontrarse en la capital en el famoso día.

Jamás he podido comprender este entusiasmo.

La Montaña tiene casi tantas romerías como festividades; el sitio más malo donde se celebra la más insignificante de las primeras, es mucho más pintoresco y más cómodo que el de la del Carmen de Revilla de Camargo, y, no obstante, ninguna se ha captado tanta popularidad ni tantas simpatías en toda la provincia...

Cuestión de gustos, y volvamos a don Anacleto, que es lo que más nos importa.

Este señor, después que acabó de comer y de beber, y cuando se encontró un tantico avispado, ya por los vapores del añejo, ya por la impresión que le causaba la efervescencia de la romería, dejando al cuidado de su chico, que ya estaba rendido de correr por la pradera, las mujeres, y prometiendo a éstas volver a la media hora, marchó en busca de su amigo íntimo y su contemporáneo, y casi su retrato físico y moral, don Timoteo Morcajo, a quien había guipado a lo lejos momentos antes.

Pues, señor, reuniéronse los dos veteranos camaradas, cogiéronse del brazo, aflojáronse el leve nudo de la corbata, echáronse el sombrero hacia atrás, miráronse con una sonrisita muy expresiva, y dijo don Anacleto a don Timoteo:

-Amigo, estoy atroz: esta tarde la voy a armar.

-Anacleto, no seas temerario, y considera que tienes a Escolástica a dos pasos de ti.

-Timoteo, en un día como hoy a cualquiera se le permite un resbaloncillo... Y no te me hagas el santo, que ya te he visto yo en otras más gordas.

-Concedido; pero... en fin, chico, cuenta conmigo para cuanto se te ocurra.

-Pues vamos a aquel rincón, que allí creo que se trabaja por lo fino.

Y en esto, se dirigieron los dos amigos apresuradamente a un corro donde se bailaba a lo largo al son de dos guitarras y una flauta.

-Aquí va a ser, Timoteo... y con esa resaladísima morena que baila enfrente de nosotros con un macarenito que me carga -exclamó don Anacleto, piafando de inquietud.

-Mira lo que haces, Anacleto, que hay en el baile gente conocida...

-Nada, Timoteo, no te canses... yo la hago... y va a ser ahora mismo; verás qué luego echo fuera a ese mocoso...

Y al decir esto don Anacleto, se quitó la tuina, se la echó sobre la espalda amarrando las mangas al pescuezo, dejó caer hacia la oreja derecha el sombrero, en cuya copa se levantaba erguida una rama de laurel, aprovechó la ocasión en que la moza morena daba una vuelta, metióse por debajo de los enarcados brazos del mozo que la acompañaba, y diciéndole «perdone, hermano», comenzó a jalearse de lo lindo aguantando resignado dos cales que le pegó el desalojado mancebo.

Al ver esto don Timoteo, sintió que la boca se le hacía agua; largóle al mismo tiempo su amigo un «¡anímate, muchacho!», y ya no pudo contenerse.

«Echó fuera» al bailador inmediato a don Anacleto, y se lanzó, como éste, en medio del furor del jaleo.

Y no se rían ustedes de la calaverada de estos dos rancios camaradas; que a dos varas de ellos bailaban otros de su misma edad y de su propio carácter, y más allá dos señoritas de lo más encopetado de Santander, y lo mismo sucedía en cada corro de baile de los infinitos de la romería. Entonces era esto una costumbre y como tal se respetaba.

No me parece necesario seguir a don Anacleto y a su amigo en cada lance de los que tuvo el baile a que tan furiosamente se lanzaron. Dejémoslos entregarse con toda libertad a esa calaveradilla, ya que para cometerla han logrado burlar la vigilancia de sus respectivas familias.

Cuando los dos amigos se encontraron satisfechos de la danza, y, más que satisfechos, rendidos, compusieron el traje lo mejor que les fue posible, se dieron aire con los sombreros para refrescarse la cara que les relucía de puro encendida, y se separaron. No sé lo que hizo después don Timoteo; pero me consta que don Anacleto fue a reunirse con su familia y la acompañó a dar la quincuagésima vuelta por la pradera, y compraron escapularios y fruta, y la comieron sin gana, y bostezaron de hartura, de dolor de cabeza y de cansancio (que tal es, en sustancia, lo que se saca de las romerías), y volvieron a presenciar las escenas de todo el día y que yo no debo detallar aquí. Porque que se peguen de linternazos cuatro borrachos acá; que dos docenas de señoritos, porque tienen gorro de terciopelo con borla de oro en la cabeza y manchas de vino tinto en la camisa, pantalón sin tirantes y levita al hombro, se crean más allá unos calaveras irresistibles; que un señor cura de aldea más o menos gordo marche más o menos recto; que aquí se vendan cerezas y allí manzanas, y cazuelas de bacalao en este figón; que bailen mazourkas en un lado las costuderas y en otro coman callos las señoritas, cosas son a la verdad que con citarlas simplemente se les hace todo el favor que merecen.

Bastante más digno de consideración es el episodio que hizo desternillarse de risa a don Anacleto y a su familia cuando se retiraban en busca del carro para volverse a casa; episodio que voy a referir yo con todos sus pormenores, no porque espere que a ustedes le haga la misma gracia que a aquellos señores, sino porque omitirle sería lo mismo que robar al Carmen de entonces una de las galas con que más se honraba la célebre romería.

Entre un corrillo de aldeanos se hallaba subido encima de una mesa un hombre alto, delgado, rubio, con las puntas de su largo bigote caídas a la chinesca. Este hombre estaba en pelo, en mangas de camisa, sin chaleco ni corbata, y vestía de medio abajo un ligero pantalón de lienzo, mal sujeto a la cintura.

-Ea, muchachos -decía gesticulando como un energúmeno-; llegó la ocasión en que se van a ver aquí cosas tremendas. Yo, por la gracia de aquél que resuella debajo de siete estados de tierra y de donde vienen por línea recta todas las poligamias de la preposición y los círculos viciosos del raquis y el peroné, Micifuz, Juan Callejo y la Sandalia; yo, digo, pudiera dejaros ahora mismo en cueros vivos si me diera la gana, sólo con echar un rezo que yo sé; pero no tembléis, que no lo haré porque no se resienta la moral y todo el aquel de la jerigonza pirotécnica del espolique encefálico: me contentaré por hoy, gandules y marimachos, con algunos excesos híspidos que os dejarán estúpidos y contrahechos de pura satisfacción y congruencia.

A la cual parrafada se quedó el auditorio como aquel que ve visiones, no tanto por lo que le marearon los conceptos, cuanto por la boca que los escupía; porque aquel hombre era el pasmo de los aldeanos montañeses, tan conocido en las romerías como sus santuarios mismos. Concurría a todas, y no se presentaba en dos de ellas del mismo modo y como la demás gente. Aparecía por el camino más desusado, ya cabalgando al revés sobre una burra, ya a lomos de un novillo; ora vestido de muerte en cueros, ora con tres brazos o dos cabezas.

Se le conocía igualmente en Santander, de donde era y donde se le veía de continuo tan pronto vestido con elegancia y paseando con los más elegantes, como bailando en Cajo al uso de la tierra con las aldeanas de Peñacastillo. Era hasta pueril en su tenacidad para chasquear a los sencillos campesinos que llegaban a la capital; y tan benéfico al mismo tiempo, que muchas veces terminaba una broma dando de comer al embromado, o vistiéndole, o socorriéndole con dinero si lo necesitaba. Conservó su carácter alegre aprueba de adversidades hasta el último instante de su vida, que se extinguió muy poco tiempo ha.

Este hombre, en fin, cuya memoria me complazco en evocar aquí, porque cuento que con ello no la ofendo, pues si no no la evocara, era Almiñaque.

Pasmados, repito, escucharon los aldeanos el discurso que éste les espetó como introducción a las maravillas que se proponía hacer.

-Aquí tenemos tres perojos -continuó Almiñaque sacándolos del bolsillo del pantalón-, y voy a hacérselos comer por el cogote al primero que se presente.

En esto se le acercó un peine, que así era parte del inocente público, como chino. Almiñaque le aceptó como si le viera entonces por primera vez, le hizo subir a su lado, enseñó al público uno de los tres perojos, púsole sobre el cogote del recién llegado, hizo luego como que le apretaba con la mano, y retirándola en seguida dijo a aquél:

-Abre la boca.

Y el hombre la abrió, dejando ver en ella un perojo que se apresuró a comer.

La concurrencia prorrumpió en una tempestad de admiraciones.

-Pero ¿cómo mil diaños será esto? -decía una pobre mujer aldeana a un su convecino.

-Pues esto -replicó dándose importancia el aldeano-, tien too el aquel en los mengues que lleva Almiñaque en un anfilitero.

-¿Y qué son los mengues?

-Pus aticuenta que a manera de ujanos: unos ujanos que se cogen debajo de los jalechos en lo alto de un monte, a mea-noche, cuando haiga güena luna. Y paece ser que a estos ujanos hay que darles dos libras de carne toos los días, sopena de que coman al que los tiene, porque resulta que estos ujanos son los enemigos malos.

-¡Jesús y el Señor nos valgan!

-Con estos mengues se puen hacer los imposibles que se quieran, menos delante del que tenga rézpede de culiebra; porque paece ser que con éste no tienen ellos poder.

-De modo y manera es -dijo pasmada la aldeana-, que si ese hombre quiere ahora mismo mil onzas, enseguida se le van al bolsillo.

-Te diré: lo que icen que pasa es que con los mengues se beldan los ojos a los demás y se les hace ver lo que no hay. Y contaréte al auto de esto lo que le pasó en Vitoria a Roque el mi hijo que, como sabes, venu la semana pasá de servir al rey. Iba un día a la comedia onde estaba un comediante hiciendo de estas demoniuras, y va y dícele un compañero: «Roque, si vas a la comedia y quieres ver la cosa en toa regla, échate esto en la faldriquera». Y va y le da un papelucu. Va Roque y le abre, y va y encuentra engüelto en el papel un rézpede de culiebra. Pos, amiga de Dios, que le quiero, que no le quiero, guarda el papelucu y vase a la comedia, que diz que estaba cuajá de señorío prencipal. Y évate que sale un gallo andando, andando por la comedia, y da en decir a la gente que el gallo llevaba una viga en la boca. «¡Cómo que viga!» diz el mi hijo, muy arrecio; «si lo que lleva el gallo en el pico es una paja». Amiga, óyelo el comediante, manda a buscar al mi hijo, y le ice estas palabras- «Melitar, usté tien rézpede, y yo le doy a usté too el dinero que quiera porque se marche de aquí». Y, amiga de Dios, dempués de muchas güeltas y pedriques, se ajustaron en dos reales y medio y se golvió el mi muchacho al cuartel. Con que ¿te paez que la cosa tien que ver?

Mientras éstos y otros comentarios se hacían entre los sencillos espectadores, Almiñaque siguió obrando prodigios como los del perojo. De todos ellos sólo citaré el último. Tomó entre sus manos una manzana muy gorda, levantóla en alto y dijo:

-¿Veis este conejo?

-Hombre, así de pronto paez una manzana -murmuraban en el corro-; pero, mirándola bien, no deja de darse un aire...

-¿Veis este conejo, gaznápiros?

-¡Sí! -contestaron todos a coro, con la mayor fe, pues la influencia que en sus ánimos ejercía Almiñaque era capaz de obligarles a confesar, si éste se empeñaba, que andaban en cuatro pies.

Pues bueno... pero veo que algunos dudan todavía. ¡Eh, paisano! -añadió Almiñaque dirigiéndose a un sujeto que pasaba cerca del corro, como por casualidad- ¿Qué es esto que yo tengo en la mano?

-Un conejo de Indias -respondió el interpelado, siguiendo muy serio su camino.

-Ya lo habéis oído. Pues bueno: este conejo se va a convertir en un becerro de dos años y medio, que voy a regalar al que me ayude en la suerte.

En seguida salieron al frente varias personas. Escogió Almiñaque entre ellas a un mocetón como un trinquete, y le dijo:

-Túmbate en el suelo, boca abajo.

El mozo obedeció.

-Más pegado al suelo, más: mete bien los morros en la yerba: así. Ahora berra todo lo que puedas hasta que el becerro te conteste... ¡Vamos, hombre!... ¡Ajajá!... Otra vez... ¡Más fuerte!... Bueno. Ustedes, todos, miren hacia el Oriente, que está allí, y levanten los brazos al cielo, porque el becerro va a venir por Occidente. Muy bien: así vamos a estar dos minutos; yo avisaré.

Y cuando Almiñaque tuvo el cuadro a su gusto, y cuando estaba berrando a más y mejor y sorbiendo polvo el mocetón, escapóse de puntillas y se escondió entre la gente de otro corro inmediato para reír la broma con sus camaradas.




- IV -

Y ahora sí que nos es de todo punto indispensable salir de la romería, porque don Anacleto, riéndose aún de la broma de Almiñaque, ha mandado al carretero que unza los bueyes y ha colocado alrededor del toldo, por la parte exterior, unas cuantas ramas de cajiga, señales infalibles de que se dispone a marchar.

Otros muchos carros, igualmente adornados, han tomado al suyo la delantera y caminan, entre multitud de personas a pie, hacia Santander.

Una hora después de haber entrado nuestro amigo en la carretera, anocheció, razón por la cual me es imposible referir a ustedes los detalles del viaje ni hallar cronista que se los refiera, pues la vuelta de la romería del Carmen, perdida siempre entre las tinieblas de la noche y bajo las aún más oscuras bóvedas de los toldos, ni el diablo es capaz de describirla en todos sus detalles.

Tengo para mí que sólo Dios sabe a punto fijo lo que hay sobre el particular.

Por el ruido que se oía cuando volvió don Anacleto, sospecho yo que debía reinar grande animación entre los romeros; y sé, porque esto se veía a la luz de las tabernas, que se detuvo el carro en Cacicedo, en Peñacastillo y en Cajo, puntos en los cuales había otras tantas romerías; y sé, por último, que al llegar a Santander se apeó la familia de nuestro amigo, y que, dando éste un brazo a su mujer y otro a su hija y ordenando al chico que anduviera delante con un ramo enarbolado, entraron todos por la Alameda de Becedo tarareando un pasodoble al que hacían coro un centenar de chiquillos y cigarreras, atropellando a la gente que había concurrido al paseo con el solo objeto de ver a la que volvía del Carmen.




- V -

Por espacio de diez años continuó aún don Anacleto concurriendo a esta romería con el mismo entusiasmo que en la ocasión en que se le he presentado al lector. Pero al cabo de ese tiempo se inauguró el trozo de ferrocarril de Santander a los Corrales... y ¡adiós tradiciones!

Contra la opinión de mi respetable amigo, la gente dejó el carro de bueyes y aceptó los trenes de placer; la pradera del Carmen se llenó de romeros trashumantes, digámoslo así, y se armaron en Boo, punto en que se deja y se toma el tren para ir a la romería y volver de ella, esas tumultuosas reuniones de gente de todos pelajes, tan fecundas en borracheras y cachetinas.

El número de concurrentes a la célebre fiesta, lejos de ser hoy menor que en la época en que la honraba don Anacleto con su presencia, es mucho mayor; pero típicamente vale mucho menos. El pito de la locomotora ha espantado de allí el entusiasmo característico de los antiguos romeros. Se baila, se come, se bebe mucho todavía; pero en insípido desorden y casi a la fuerza. El antiguo camino por Cacicedo feneció con el nuevo de Muriedas, y éste, a su vez, y el de las Presas y hasta la bahía, se encuentran punto menos que desiertos el día del Carmen desde que la gente optó por el ferrocarril. Convengamos en que ha habido un poco de ingratitud hacia los viejos usos, de parte del pueblo de Santander, aquí donde no nos oye don Anacleto.

El cual, desde que observó la gran traición, como él llama a este cambio de costumbre, juró dos cosas que va cumpliendo estrictamente: no volver más a la romería, y un odio a muerte al ferrocarril.

Muchos de sus amigos y contemporáneos, uno de ellos don Timoteo, han sufrido con más resignación el contratiempo. Verdad es que odian tanto como don Anacleto el ferrocarril; pero forjándose la ilusión de que no existe, van todavía en carro al Carmen a hacer que se divierten, y a tomar baños a las Caldas, y eso que pasa el tren por la puerta del establecimiento.

-Yo no estoy por esos términos medios -dice furioso don Anacleto al verlos marchar todos los años-, y bien sabe Dios la falta que me hace los baños termales para el reúma. Pero o todo o nada. Quiero el carro íntegro, como el de mis abuelos; quiero las Caldas sin estación y el Carmen por Cacicedo. Mientras esto no exista, no me habléis de moverme de casa, en la cual espero, mirando cara a cara a ese tráfago diabólico de trenes y telégrafos, a que la sociedad vuelva a enquiciarse. Y si yo no lo veo, me consolará al morir la esperanza de que lo vean mis nietos, pues casi tan viejo como el orgullo del hombre es el infalible proverbio español que dice que «al cabo de los años mil, vuelven las aguas por donde solían ir».






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Las brujas


- I -

Con decir que el paisaje que el teatro representa en este cuadro es montañés, está dicho que es bello, en el sentido más poético de la palabra. De los detalles de él, sólo nos importa conocer un grupo o barriada de ocho o diez casas cortadas por otros tantos patrones diferentes; pero todos del carácter peculiar a la arquitectura rural del país. Tampoco nos importa conocer toda la barriada. Para la necesaria orientación del lector, basta que éste se fije en dos casas de ella: una con portalada, solana de madera y ancho portal, y otra enfrente, separada de la primera por un campillo o plazoleta rústica, tapizada de hierba fina, malvas, juncias y poleos. Esta casa, que apenas merece los honores de choza, sólo descubre el lado o fachada principal correspondiente a la plazuela; los otros tres quedan dentro de un huertecillo protegido por un alto seto de espinos, zarzas y saúco. Los tesoros que guarda este cercado son una parra achacosa, verde, de un solo miembro; dos manzanos tísicos y algunos posarmos, o berza arbórea, diseminados por el huerto, que apenas mide medio carro de tierra.

En el momento en que le contemplamos, la parra tiene media docena de racimos negros; los manzanos están en cueros vivos, y los posarmos en todo su vigor; la puerta de la casuca permanece herméticamente cerrada, y, agrupados junto a la parte más transparente del seto, hay hasta cinco chicuelos mirando al interior del huerto, todos descalzos y en pelo, con un tirante solo los más, y los calzones íntegros los menos.

El más alto es mellado; el más bajo es rubio, como el pelo de una panoja; otro es gordinflón, con unos ojazos como los del buey más grande de su padre; el cuarto tiene un enorme lunar blanco en medio del cogote, y el quinto las cejas corridas y un ojo extraviado.

-¡Madre del devino Dios! -exclama el rojillo-. ¡Qué grande es aquel que cuelga cancia el suelo!

-No, pus el otro que está a la banda de acá -objeta el del lunar-, puei que pese tres cuarterones.

A todo esto el gordinflón, que está en la última fila, se pone de puntillas y, relamiéndose los hocicos, dice con fruición:

-Y bien maduros que deben de estar... ¡Me valga, cómo negrean las uvas! ¡Paicerán las puras mieles!...

-Puei que saban a pez -observa el rojillo.

-Sí, a pez...; ¡como no saban a pez!... -replica el grandullón.

-Pus ello -dice el del lunar-, yo no las comía.

-Tocante a eso, puei que yo tampoco -añade el rojillo-; pero puei que sí por otro lao, que a Andrés el de la Junquera bien le sabieron el otro día, que saltó el huerto y apandó un rucimo.

-Pero, ¡contra! -observa el mellado-, ello tamién semos bien güeis; ¿por qué mos han de saber a pez esos rucimos?

-Porque es bruja el ama -responde el gordinflón con cierta solemnidad.

-Y como que es bruja -añade el rojillo-, tiene los mengues y tuviendo los mengues, tóo lo que es suyo sabe a azufre, y supiendo a azufre, tóos los cristianos que lo comen revientan de contao.

-Y también parece ser que los que son miraos con enquina por las brujas -dice el del lunar.

-De eso se murió el otro día la hija del tío Juan Bardales -replica el rojillo-. Y jué y la encontró allá abajo la bruja, adjunto casa del señor cura, y jué y no dio a la bruja güenos días, y jué la bruja y la miró así, así, así..., no, más arrevesao entovía...: así, así, así; y jué y entráronle unas tercianas a la otra; conque, hijos de Dios, antayer la dieron tierra.

-Y tamién le entró solengua al güey de la viuda, porque la bruja le tocó con el palo...

-Y dice que la otra noche apaició amontá encima del campanario, dimpués de haberse chupao el aceite de la lámpara del altar mayor, y al dir el campanero a tocar al alba viola allí agarrá al mango de la escoba; y quisiendo espantarla, hizo la señal de la cruz, dijiendo al mesmo tiempo «¡Jesús!», y la bruja se comirtió en un cárabo y tresponió los aires y se jué al monte. Dicen que enestonces golvía de Cerneula de bailar con el enemigo malo.

-¿De modo y manera que en hiciendo la señal de la cruz se va?

-O tuviendo ajos y acebache al piscuezo, como tengo yo -dice el rojillo-, y por eso no se ha metío conmigo como con mi madre, que toas las mañanas se levanta con el cuerpo amoratao, de pura dentellá que le ha dao la bruja por la noche.

-Pus a tu hermana -repone el gordinflón dirigiéndose al rojillo- no le han valío los acebaches, que bien la ha chumpao la bruja.

-Eso fue endenantes, cuando no sabíamos la melecina; pero desde enestonces acá no ha dío a más la ruinera.

-Y si no le ven a uno las brujas -pegunta el bizco, hasta ahora silencioso, aunque atento observador de todo lo que hacen y dicen sus camaradas-, ¿no pueden hacerle mal?

-Creo que no -responde el rubio.

-Pus enestonces, ahora que no está ella en casa, bien podíamos saltarle el huerto.

-Eso digo yo tamién.

-Pus sáltale tú, que en tóo caso tienes amenículo1 -propone el grandullón.

-Cóntrales!...; no me atrivo con tóo y con eso.

-¡Devino Dios! -exclama al mismo tiempo el gordinflón metiendo los ojazos por el bardal-, si paece que los rucimos le están dijiendo a uno que los arranque.

-Anda, hombre, entra por un ver...

-Cóntrales, no matentéis la cubicia... -dice el rubio, a quien le bailan ya las piernas.

-¡Cudiao que aquel de allá lantrón es manífico!...

-¿Saberá ese a pez, tú?

-Tocante a eso -observa el rubio, con un pie ya en el seto-, podíamos cogerle, y dimpués pipiabas una uva, ¿eh?; y dimpués escopías, dijiendo «Jesús»; y dimpués pipiabas otra uva, ¿eh?, y escopías y decías «Jesús», y escopías; y si no sabían a pez las pipiabas toas dijiendo «Jesús». ¿No verdá?

Como se ve, el rubio necesitaba muy poco para decidirse a entrar en el huerto; y como lo conocían también perfectamente su camaradas, no les fue difícil arrancarle sus últimos escrúpulos.

-Pero ¡contra! -observó todavía el travieso rapaz mirando con gran avidez a la portalada de enfrente y rascándose la cabeza a dos manos-; si me guipa mi madre, va a ser pior que si me cogiera la bruja mesma.

También este recelo supieron desvanecerle sus amigos, prometiéndole una vigilancia escrupulosa. En seguida le ayudaron a elevarse sobre el seto, y desde aquella altura, no sin santiguarse antes y besar el amuleto de ajos y azabache que llevaba al cuello, se dejó caer en el huerto.

-No me aceleréis ahora, ¿eh? -dijo desde adentro.

-No tengas cuidao.

-¿Viene anguno?

-No vien delguno. No ta-celeres por eso.

Pasaron escasos cinco minutos de anhelosa emoción para los de afuera, y al cabo de este tiempo apareció en el aire, y sobre el seto, un racimo como un lebrato, que fue a caer a los pies de los cuatro muchachos.

-No pipiar, ¿eh? -dijo el de adentro.

-No pipiamos, no -respondieron los de afuera, recogiendo uno el racimo y los otros las uvas dispersas.

Tomábanlas entre los dedos, como si quemaran, y entre escupitinas y conjuros las llevaban a los labios, probando apenas su provocativo licor.

-Pus no me saben a pez -se aventuró a decir uno, muy por lo bajo.

-Tampoco a mí -añadió otro.

-No vos engoloséis mucho tovía, pusiacaso -advirtió el gordinflón, que no se atrevía a chupar una mala uva.

Otro racimo cayó del huerto.

-No pipiar, ¿eh? -volvió a decir el de adentro.

-¡Que no pipiamos, contra!... ¡Me valga, qué hombre más confiao!...

Y mientras el rojillo andaba bregando en la parra con el tercer racimo y sus camaradas probando y escupiendo las uvas de los otros dos, se abrió la puerta de la casuca y apareció en el hueco una viejecita encorvada sobre un palo, con una alcuza en la mano, cubierto el tronco con una raída saya de estameña parda, y dejando asomar por la abertura superior una carilla macilenta, compuesta de una nariz y una barbilla que se juntaban sobre la boca, no permitiendo ver de ésta más que las dos extremidades, de dos agujeros en que apenas oscilaba un rayo de luz mortecina, y de una tercia escasa de arrugado pergamino para revestirlo.

La vieja volvió a trancar con una llave roñosa la insegura puerta que acababa de abrir para salir por ella, y, renqueando, se dirigió a la parte de la plazoleta en que estaban los chicuelos, para buscar la calleja con que lindaba por aquel extremo.

Verla los chicos, hacer la señal de la cruz, dejar los racimos en el suelo y desaparecer como una bandada de palomas a la vista del milano, fue todo uno.

Al mismo tiempo aparecía sobre el seto el rojillo con el tercer racimo entre las manos. No sé si la vieja le vio; pero tan clara vio él a la vieja y tal horror se apoderó de su ánimo, que, vacilando entre la idea de volverse al huerto o de saltar a la otra parte, enredáronsele los pies entre las zarzas, perdió el equilibrio y cayó junto a los dos racimos abandonados y a los pies de la anciana, hiriéndose las narices contra un morrillo.

Detúvose sobrecogida la mujer al verle en tal estado, y tratando de incorporarle.

-Hijo mío -le dijo con cariño-, te pudiste haber matado... Y todo ¿por qué? -añadió reparando en los racimos-: por coger de prisa y corriendo unas uvas que yo te hubiera dado por la puerta si me las hubieras pedido.

-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! -gritó tres veces el rojillo al reparar a un tiempo en la presencia de la vieja y en la sangre que le brotaba de las narices.

-Vaya, ángel de Dios, que esto no vale nada -añadía la pobre mujer con el fin de tranquilizarle y después de convencerse de que la sangre procedía de un ligero rasguño.

-¡Madre, madre mía! ¡Jesús de mis entrañas! -gritaba el chico con el mayor desconsuelo.

-¡Pero inocente, si no es nada lo que tienes!

-¡Si no es por eso...; es que..., es que tengo miedo!...

Y el infeliz daba diente con diente.

-Es verdad... ya no me acordaba -murmuró con pena la anciana.

Y requiriendo el báculo y la alcuza, continuó su camino a lentos, cortos e inseguros pasos, como los de la humana vida bajo el peso de los años y a media vara del sepulcro.

Iba a doblar el ángulo de la plazoleta para entrar en la calleja, cuando salió de la portalada una mujer desgreñada y mal ceñida de refajo, que acudía a los gritos del descalabrado muchacho. Vio la sangre que bañaba el rostro, reparó en la vieja y sin más averiguaciones, rugiendo como una pantera, cogió un morrillo tan grande como su cabeza y se le arrojó a la pobre mujer que, aunque le recibió de rebote y en la espalda, hubiera caído de pechos sobre las piedras a no recogerla en sus brazos el señor cura, que providencialmente iba a cruzarse con ella, siguiendo su diario y acostumbrado paseo.

El discreto sacerdote abarcó con una sola mirada todo el cuadro, y casi con lágrimas en los ojos dijo con voz conmovida, pero solemne, a la mujer que había arrojado la piedra, y sin dejar de sostener a la anciana:

-¡Teresa, eso no lo manda Dios!

Mucho contuvo a Teresa la presencia del señor cura, sin la cual Dios sabe lo que hubiera hecho; pero no tanto que la impidiera responder con ira:

-Lo que no manda Dios es que ande suelto el demonio por la tierra acabando con las familias honradas.

Y levantando del suelo al muchacho:

-Ven acá, hijo mío -le dijo con voz cariñosa.

Pero no había llegado con él a la portalada, cuando, cambiando de tono y dándole media docena en cada nalga, comenzó a gritar:

-¡Si tú has de morir como las cabras, lambión! ¿A qué te metes en hacienda de naide? ¿A qué juistes a tentar la paciencia de ese mal enemigo de mujer? ¿No sabías lo que te esperaba de ella?

Estas últimas palabras se perdieron dentro de la portalada, que cerró Teresa con estrépito.

Entretanto la pobre vieja perdía el conocimiento en brazos del señor cura, que la prodigaba las mayores atenciones; pero tan pronto como volvió en sí, se empeñó en continuar su camino, sin exhalar una queja siquiera contra el proceder de su vecina.

El señor cura, después de verla caminar algún trecho, se dirigió presuroso a la portalada y entró en el corral de Teresa.

Hallábase ésta ya en el ancho soportal de su casa lavando la cara al rojillo, y junto a los dos, una joven, como de veinte años, pálida como la cera, envuelta en un refajo de bayeta amarilla y acurrucada en el suelo. Sus ojos, yertos y desanimados, parecían no fijarse en lo que delante tenía.

-¡Maldita sea ella por siempre jamás amén, que se empeñó en acabar con mi casa y ya lo va consiguiendo! -gritaba Teresa mientras restañaba la sangre de su hijo.

Y a cada exclamación de éstas se santiguaba el chicuelo, y la joven pálida bajaba la vista y escarbaba el suelo con un dedo trémulo y tan descolorido como la tierra que tocaba.

Así continuó la escena un corto rato, y ya parecía calmarse la furia de Teresa, cuando al ver que, por haberse arañado la herida, volvía a sangrar su hijo, gritó más iracunda que nunca, precisamente en el instante en que entraba el cura en el corral.

-Pero, Señor, ¿ya no hay justicia en la tierra?

-En la tierra, no, Teresa -respondió el cura-; en el cielo, sí; y ésa es la que has de temer, porque nunca falta ni se tuerce.

-Eso es: tras de cuernos, con perdón de usté, penitencia... ¡Ay, señor cura!, no es lo mesmo pedricar que ser infeliz.

-No hay verdadera desgracia, Teresa, cuando se llevan todas con resignación... ¿Tú sabes lo que acabas de hacer?...

-Sí, señor; y también lo que no hice, porque algún ángel le puso a usté delante.

-Tú lo has dicho, Teresa: algún ángel protegió a esa pobre anciana; luego tú no obrabas bien cuando la...

-Lo que yo sé, don Prefeuto, es que estoy acabándome y que está feneciendo toa mi casta por los malos amaños de esa endina.

-Calla, calla, y no difames a quien ni siquiera conoces.

-¡Que no conozco yo a la Miruella, señor cura!

-No, yo te lo aseguro.

-¿No ve usté a esta infeliz de hija que tengo aquí con un pie en la sepoltura? ¿No ve usté a esta criatura de Dios medio atontecía de un golpe que le vino sin saber por ónde ni por ónde no?... ¿No sabe usté que mi marido, el hombre más de bien de tóo el mundo, y el labrador más atropao, es hoy un borracho que se va bebiendo el pan de sus hijos?... ¿No sabe usté que una cabaña de reses que yo tenía?...

-Óyeme, Teresa... Pero antes, tú, Juana, y tú, Andrés, entrad en casa un momento, que vamos a tratar nosotros un punto muy importante.

Los dos aludidos hijos de Teresa obedecieron dócilmente; y con trabajo la joven y lloriqueando Andrés, se metieron en casa, cerrando la puerta en seguida.

Solos en el portal el señor cura y Teresa, tomó asiento el primero en el poyo y comenzó así su diálogo con la segunda:

-Ya que eres la única persona razonable de tu casa, aunque no el jefe por la ley, contigo debo entenderme en el importante asunto que aquí me trae ahora, porque tu marido... ¿En dónde está tu marido, Teresa?

-En la taberna, señor.

-Como siempre... Conque, vamos a cuentas, y a cuentas claras. ¿En qué te fundas tú para creer que esa pobre mujer es capaz de ocasionarte todas las desdichas de que te quejas?

-En que es bruja... ¡bruja! Créalo usté por...

-Corriente. ¿Y qué pruebas tienes de que es bruja?

-¡Otra sí qué! Tóo el pueblo lo sabe, señor, como usté mesmo.

-Poco a poco: yo no solamente no lo sé, sino que niego que lo sea; y en cuanto al pueblo, puede equivocarse como tú. Lo que yo quiero saber son los motivos particulares que tú tienes para tratar a esa mujer como la has tratado hace poco.

-¡María Santísima!... Si yo fuera a retaporcionarle a usté tóo los itimenejes que esa endina trae contra mí... ¡Me valga el divino misterio!

-Pues mira, Teresa: para mí es hasta un deber de conciencia arrancarte esas preocupaciones funestas; conque así, no me ocultes ni una sola de tus razones.

-Espenzando por lo más gordo, dígame, señor don Prefeuto, ¿qué tiene la mi Juana que se me va consumiendo como un sospiro?

-Una enfermedad como otra cualquiera.

-Y entonces, ¿por qué en cuanto se le alcuerda la Miruella le entra un temblío que se pone a morir, y un lloriqueo que se va en lágrimas?

-Mera casualidad; y cosa muy natural si te empeñas tú en hacerla creer que esa mujer es la causa de todos sus males.

-Y si eso juera, ¿por qué el otro día hablando la Miruella de la mi hija con la mi sobrina Anestasia, le decía: «se empeñan en sanar a Juana curándola de la palotilla, y no es esa la melecina que la conviene»? Es decir, señor don Prefeuto, que la Miruella sabe la enfermedá de Juana, y conoce la melecina tiene satisfación en verla morir, porque ni quiere descobrir la enfermedá, ni decir «éste es el remedio».

-Lo que eso quiere decir, Teresa, es que tía Bernarda tiene más sentido que tú, y conoce que es una barbaridad descoyuntar los huesos a las jóvenes porque están pálidas y macilentas, y ve claro que así no pueden sanar.

-Segundamente, y perdone, Juana era una moza robusta como un castaño siete meses hace, como usté se alcordará, hasta el instante mesmo en dir una tarde al molino, porque así lo quiso, que en verdá no hacía mucha falta aquel día, porque harina teníamos tovía pa una semana. Pos señor, diéndose al molino, estuvimos en casa siete días y medio espera que espera, y mi Juana no golvía. Al cabo del tiempo voy yo mesma a preguntar por ella, y díceme el molinero que por allí no se ha visto a Juana. Güélvome desafligía como una Magalena a casa, y me la encuentro aquí mesmo gimoteando y tapujá con la saya. Dígola que ónde ha andao metía, y respóndeme que en el molino ha estao, y que se güelve sin moler porque la presa está seca... Alviértole, don Prefeuto, que yo mesma vi el molino arreguñao2, motivao a lo mucho que había llovido. A tóo esto, le faltaba el saco de maíz, y no sabía decirme ónde le había dejao, ni saberlo pude nunca. Con éstas y otras, pregunto de acá y de allá, y adquiero que a la muchacha la vieron salir aquella mañana mesma de la casa de la Miruella. Añada usté a tóo esto, y perdone, que dende aquel día Juana no ha limpiao la ruinera, y dígame si no es la cosa pa que yo reniegue de esa bruja y crea como los Avangelios que el enemigo malo le anda en el cuerpo, y que me destravió y atonteció a la hija al dir al molino pa acabar dimpués con ella.

Pensativo dejó por unos instantes este relato al bondadoso don Perfecto; pero como no era por las hechicerías de tía Bernarda, en las cuales empezase a creer, ni mucho menos, disimuló discretamente su curiosidad y se limitó a responder a Teresa:

-Todo eso no prueba sino que el día en que tu hija se puso mala entró en casa de la Miruella, suponiendo que esa noticia sea cierta.

-¿Y la vaca que se murió de solengua por tocarla con el palo esa mujer, cuando la alcontró en la calleja?

-Esa mujer tocó con el palo a tu vaca para que no la atropellara en la calleja, precisamente el día mismo en que tu vaca, por causas que no conocemos, se puso enferma y se murió.

-¿Y por qué cuando habla de las borracheras del mi hombre dice que yo me he de ver sin manta que echar en la cama, porque me la ha de sacar la josticia si el diablo no la lleva antes, y tóo se va complicando, porque yo he visto salir de mi casa, hoy pa el tabernero y mañana pa la contrebución, hasta la caldera de la cocina, dempués de haber consomío el ropal de sábanas que yo tenía hilás y cosías por estas manos, a más de haber tenío que vender en dos años toa la propiedad terrentorial? ¿No ha estao dos veces la josticia esta semana a sacarme prenda porque no se pagó una contrebución nueva, motivao a no tener un mal ochavo en mi casa, ni de ónde sacarle? ¿Y no es tóo esto una maldición de esa bruja, que me va caendo encima?

-¿Crees tú que yo soy brujo?

-¡Jesús, señor cura!...

-Pues mira, yo te he pronosticado las mismas desgracias que tía Bernarda; y cualquiera que desee tu bien y tenga dos dedos de frente te hará el mismo pronóstico, porque no puede dar otro resultado la conducta de tu marido.

-Sí, sí; lo que es para usté tóo tiene güena explicativa... ¿Y el golpe que acaba de llevar el mi Andrés por haberle visto la bruja salir de su güerto?

-Si haciendo lo que manda Dios y la buena educación, no se hubiera metido Andrés en el cercado ajeno, no se habría descalabrado al salir de él con el fruto robado.

-Y estos mordiscos (Teresa se descubre un brazo lleno de cardenales), ¿de quién son sino de esa condená de bruja mientras que yo duermo?

-Eso que tú llamas mordiscos, son cardenales, Teresa, hijos legítimos de la paliza que te pegó tu marido anteayer.

-Y aunque tóo eso fuera verdá, ¿me negará usté que el domingo se le olvidó a usté cerrar el misal al acabar la misa?

-Efectivamente, me sucedió eso; pero, ¿y qué?

-Que motivao a ello la bruja se quedó clavá de rodillas en la iglesia, y que no hubiera salío de allí si a la mego-día no va el campanaro a tocar y ve asina el misal y le cierra.

-¿Y qué tiene que ver el misal abierto con toda esa monserga?

-¡Esta sí qué! ¿Pues usté no sabe que las brujas, cuando entran a misa, no pueden salir de la iglesia si se queda el misal abierto?

El bendito sacerdote no pudo contener la risa al oír semejante desatino, y eso que no ignoraba que era versión aceptada en la Montaña como artículo de fe.

-En el presente caso -dijo formalizándose otra vez don Perfecto-, el acto de quedarse tía Bernarda en la iglesia cuando sus convecinos salen de ella, no significa sino que se queda a rezar mientras vosotras vais acaso a murmurar y a maldecir de ella; y si tú frecuentaras la iglesia tanto como esa bruja, la verías, como la he visto yo, permanecer allí muy a menudo las horas enteras sin que a mí se me haya olvidado cerrar el misal... Y ahora te digo que es ofender a Dios creer supercherías semejantes, y mucho más con relación a determinadas personas.

-Tamién la han visto encultar debajo del llar de la cocina el puchero del unto que se da pa dir a Cernuela...

-Lo que le habrán visto, sin duda alguna, ocultar son hasta los mendrugos de borona que recoge de limosna, para que no se los roben los que, a título de bruja, se creen con derecho a atropellarle todos los días el pobre hogar...

Aquí llegaba el diálogo cuando se abrió con estrépito la portalada y cayó de hocicos en el corral un hombre.

-¡El Señor me dé paciencia! -exclamó Teresa juntando las manos al reconocer a su marido.

El primer impulso de don Perfecto fue correr a levantar al caído; pero éste no tuvo necesidad de su auxilio, porque, apenas besó el suelo, volvió a incorporarse, aunque no sin perder más de dos veces el equilibrio. Puesto ya de pie, con las greñas encima de los ojos, tirado el sombrero sobre el cogote, negros los labios, mal sujetos a la cintura los pantalones, medio vestida la chaqueta, los brazos al desgaire y desgarrada y tinta de vino la pechera de la camisa, comenzó a mirar en derredor de sí con esa vaguedad de vista propia de los borrachos.

El señor cura y Teresa le observaban en silencio.

-Ssssufffrrrsss... sschsis -masculló el beodo fijándose más obstinadamente en don Perfecto-. ¿Un carranclán en mi casa? Hombre, hombre, ¿que me cuenta usté?... Conque en mi casa... ¡Ssssangrrre va a corrrrrer aquí!...

Y se acercó más al portal.

-Dios te ilumine, Gorio -le dijo con suavidad el señor cura.

El borracho se fijó entonces con más empeño en don Perfecto; se restregó los ojos en seguida, y derribando perezosamente de un revés el oscilante sombrero de la coronilla:

-Perdone usté, señor dd... ddiácono -tartamudeó-; creí que eras... ¡Me valga Dios, que juriacán sopla de esta banda!...

-Pero, hombre, ¡si está una tarde magnífica!

-¿Mosolina dice usté, señor a... cólito? Mosolina no... La cogí con... ¡brrrrumbssh!... con rioja... Un hombre como yo no gasta menos... Oye, Teresona, tarascona, dame... ¡aachhhis! dame... los...

-¿Qué es lo que quieres, hombre de Dios? -respondió Teresa casi llorando.

-Quiero las... ¡Menuda paliza te vas a chumpar esta tarde! Cuando te digo que te vas a relamber de gusto... Misté, don prisbítero, cuando yo echo la mano por salva la parte a Teresona, y le aministro un par de morrás a mi gusto, vamos, no me cambio por...

-Pues eso es muy mal hecho, Gorio, y de ello tienes que dar cuenta a Dios.

-¿A Dios?...; ¿a Dios... padre... sssuddiácono? Verá usté quién es Dios ahora mesmo. «¿Quién es Dios, niño? -Respondo: la cosa más... más...» ¡Por vida de!... Y ahora que me alcuerdo, ¿qué haces tú en mi casa con ese camisolín de seda y ese futifraque?... ¿Te debo yo algo?... Vamos a ver, ¿te debo yo algo?

-Nada me debes, Gorio.

-Sin andróminas, hombre, ni pitismiquis, ¿te debo algo?... Porque si te debo algo, yo soy muy auto para pagarlo ahora mesmo... Conque, pide por ese piquito, hermoso.

Al decir esto Gorio, metió su diestra en el bolsillo del chaleco, y sacó, entre puntas de cigarro, papelillos arrugados y pedazos de hojas de maíz, hasta dos reales y medio en piezas de cobre.

-Miá tú -dijo a Teresa- si yo soy hacendoso y atrapao...; como no tenía ya para beber esta semana, he vendío hoy al jándalo del Regatón la novilla que nos queda, y me ha dao de señal och... ochh... ochhh... riales.

-¡Jesús me ampare! -exclamó Teresa llorando al oír esto-. ¿Lo oye usté, don Prefeuto? ¡Lo único que nos quedaba!

-Eso no, divinidá de mis entrañas -repuso el borracho con una horrible mueca que quería hacer pasar por sonrisa-. ¿Y este cuerpecito, salero? ¿No te queda para tu sussstento y alegría?... Y si hay algún guapo que lo niegue, que salga al frente...; náaa, vamos, que salga... ¿Lo niega usted, padre... prifacio?... ¡Calla!; ¿si vendrán a negarlo esos dos sandifesios?

Al decir esto, señalaba Gorio a dos hombres que acababan de entrar en el corral. Teresa palideció al verlos. El señor cura levantó los ojos al cielo murmurando apenas:

-¡Desdichada familia!

-¡Toma! -dijo el borracho-, sí es el sacamantas.

Con este nombre se conoce en muchos pueblos rurales de la Montaña al alguacil del concejo, y nunca mejor que en este caso mereció el mote. Casualmente traía al hombro una de dormir y un caldero en cada mano. El hombre que le acompañaba era el alcalde pedáneo: llevaba colgado de un ojal de la chaqueta un tintero de cuerno, y una tira de papel en la mano.

-Ya sabes a lo que vengo, Teresa -dijo éste al llegar al portal-, Buenas tardes, señor cura... Dios te mate, borracho -añadió encarándose respectivamente con los aludidos.

-Buenas y santas, señores -dijo por su parte el alguacil.

-El os ampare -contestó don Perfecto-. Y ¿qué os trae por acá?

-Poca cosa, don Perfecto -respondió el pedáneo-. Hemos estado otras dos veces a pedir a Teresa el reparto, y como nada nos ha dado, y a la tercera es la vencida, vuelvo hoy con el portero, para que cargue con la prenda, como carga con las que ya trae encima, si no me dan dinero.

-¿Y qué reparto es ese? -preguntó el cura.

-Pues el de la campana.

-¡El de la campana!

-Cabal. El de la campana que se hizo el año pasado, y que todavía está sin pagar.

-Pero, hombre, ¿no se cobró un impuesto seis meses hace para pagar esa campana dichosa?

-Sí, señor; pero paece ser que el secretario echó entonces mal las cuentas, y no alcanzó el dinero que se cobró del primer reparto, y por eso se hizo otro.

-¡Ya! ¿Conque no alcanzó?... ¡Vea usted qué atrasadillo anda en contabilidad el señor secretario! -observó don Perfecto con cierto retintín.

-Y velay -dijo la afligida Teresa-; porque no he querido..., porque no he podido pagar ese segundo reparto, me vienen a sacar prenda...

-¡Y vaya si te la sacaré!...; como éstas que ves aquí -recalcó el pedáneo con aire de importancia.

-¡Dichosa campana! -exclamó Teresa afligida.

A todo esto, Gorio, que se había recostado contra el poyo, comenzó a canturrear con voz chillona y destemplada:


Tocan las campanitas
por la mañana;
tocan las campanitas,
tocan al alba.

-¿Y cuánto te corresponde pagar, Teresa? -preguntó don Perfecto.

-Una barbaridá de dinero, señor.

-¡Taday, moquitona! -gruñó el pedáneo, desplegando la tira de papel- Verá usté, señor cura... «Gregorio Pajares... cuatro reales y medio...» Conque dígame usté si eso vale la pena de...

-Sí: para el que no tiene pan que llevar a la boca, como si fueran mil duros -respondió Teresa anegada en lágrimas.

-Con lo que ese mata en la taberna -añadió el alguacil- había sobrado pa comer arroz con leche todo el año.

-Si no hubiera pícaros en el mundo -replicó con cierta intención Teresa-, no se harían borrachos los hombres de bien como el mi marido... Y de toas maneras, yo no tengo hoy con qué pagarvos: así, tirar por onde queráis...

Entretanto, el señor cura, vuelto de espaldas a todos los del portal, se palpaba a dos manos los bolsillos con febril impaciencia.

-¡Por vida del ocho de bastos! -murmuraba- No salen más que veintiséis cuartos...

Luego, como si le hubiera cruzado una idea por la mente, se dirigió a Gorio, le sacudió un hombro y

-Oye, Gorio -le dijo-, ¿me prestas doce cuartos?

-¿Para beber a escote? -preguntó a su vez el borracho.

-Cabal -respondió el cura, deseando acertar el deseo de Gorio.

-Pues para eso no presto: lo que hago es jugarlos a la brisca a tres juegos hechos... mano a mano.

-No puedo jugar ahora; pero te prometo devolverte por ellos mañana... veinticuatro.

-Me conviene el ajuste..., y allá van esos intereses.

El borracho desocupó su bolsillo en las manos de don Perfecto.

Al mismo tiempo, apremiada por el pedáneo, decía la infeliz Teresa:

-No tengo más prenda que dar que la manta de la cama: todo lo demás se lo han ido llevando entre la justicia y la taberna.

-Pues venga la manta de la cama -decía el alguacil.

-¡Dios mío! ¿Lo oye usté, señor cura, cómo se cumple la maldición de la Miruella?

-¿Quién dijo Miruella? -interrumpió Gorio.

-No se cumplirá esta vez -exclamó con alegría don Perfecto-. Ahí van -añadió, poniendo las monedas en manos del pedáneo- los cuatro reales y medio de esta infeliz. Y quiera Dios que esta nueva exacción sea tan legítima como las lágrimas que cuesta.

Teresa se anegaba en las suyas; Gorio miraba la escena con aire estúpido, y el pedáneo, mientras destornillaba el tintero y ponía una P enfrente del nombre de Gregorio en la lista, contestaba a la indirecta de don Perfecto:

-Pues por vida mía, señor cura, que la campana no fue para la torre de mi casa; otros sacan de ella más raja que yo, probe.

-Pues mira, hijo -respondió con sorna don Perfecto-, si lo de la raja lo dices por mí, sírvate de gobierno que yo no mandé hacer la campana ni en la iglesia la hubiera puesto al prever lo que está sucediendo, porque no le gustan a Dios en su casa campanas que suenen tanto como esa... Conque ve en paz, ya que te han pagado.

-¿Quién dijo Miruella aquí? -insistió Gorio-. Miruella, Miruella... Señor, ¿qué tenía yo que decir de la Miruella?

-A propósito de la Miruella, señor cura -añadió el pedáneo cuando se disponía a marcharse-: el portero y yo la hemos encontrado junto a la abacería sin sentido y por caridad la hemos llevado a su casa al venir acá: Yo creo que de ésta va a dar al diablo lo que es suyo. Conque a la par de Dios.

Y se fueron el pedáneo y el alguacil.

-¡Ajajá!; ¡eso era! -tartamudeó Gorio volviendo a recostarse contra el poyo.

Teresa se quedó como petrificada al oír la noticia. Don Perfecto, olvidándose de todo cuanto le rodeaba y pensando sólo en que su presencia sería necesaria al lado de la moribunda, si era cierto que en tal estado se hallaba la Miruella, salid precipitadamente del portal; pero no había dado tres pasos cuando le detuvo Teresa, y entre anhelosa y acongojada, le preguntó:

-Y diga, usté, señor cura, ¿de qué se habrá puesto así la Miruella?

-¿De qué?... Acaso de algún golpe -respondió don Perfecto con notoria intención, desprendiéndose de Teresa y saliendo apresuradamente del corral.

-¡No lo permita el señor! -exclamó la atribulada mujer, cubriéndose la cara con las manos, como si quisiera huir de algún remordimiento.

Al levantar después la cabeza y abrir los ojos, vio a su marido que comenzaba a roncar tendido como un cerdo sobre el poyo. Al mismo tiempo aparecía en la puerta de la casa la escuálida figura de su hija, que sin duda se cansaba de esperar adentro.

-¡Devino Dios! -exclamó entonces la pobre madre, elevando la vista al cielo-, ¡mándame un poco de fuerza, porque no puedo ya con esta carga!




- II -

La pedrada que recibió en las espaldas tía Bernarda, ustedes quieren, la Miruella, o la Bruja, si más les agrada, necesita una explicación que, ya que no justifique, disculpe en parte el atentado de Teresa. Debo a la mujer de Gorio esta reparación en buena justicia, toda vez que del relato precedente, por sí solo, no se saca el necesario acopio de razones en favor de la conducta de aquélla.

Que hay brujas, lo creen todos los aldeanos, y muchos que no lo son, así montañeses como no montañeses. Hasta qué punto creen en ellas y las temen mis paisanos, y cómo son las brujas montañesas, es lo que vamos a ver ante todo.

Cuál es el primer hecho del cual nace la fama de una bruja, nunca se supo: me inclino a creer que esa fama procede de su mismo tipo, porque he observado que están cortadas por idéntico patrón todas las mujeres que he conocido y conozco calificadas de brujas en este país; todas se parecen a la Miruella, y como ésta, han vivido o viven solas, generalmente sin familia conocida ni procedencia claramente averiguada.

La bruja de la Montaña no es la hechicera, ni la encantadora, ni la adivina: se cree también en estos tres fenómenos, pero no se los odia; al contrario, se los respeta y se les consulta, porque aunque son también familiares del demonio, con frecuencia son benéficas sus artes: dan la salud a un enfermo, descubren tesoros ocultos y dicen adónde han ido a parar una res extraviada o un bolsillo robado.

La bruja no da más que disgustos, chupa la sangre a los jóvenes, muerde por la noche a sus aborrecidos, hace mal de ojo a los niños, da maldao a las embarazadas, atizalos incendios, provoca las tronadas, agosta las mieses y enciende la guerra civil en las familias.

Que montada en una escoba va por los aires a los aquelarres los sábados a medía noche, es la leyenda aceptada por todas las brujas.

La de la Montaña tiene su punto de reunión en Cernégula, pueblo de la provincia de Burgos. Allí se juntan todas las congregadas, alrededor de un espino, bajo la presidencia del diablo en figura de macho cabrío. El vehículo de que se sirve para el viaje es también una escoba; la fuerza misteriosa que la empuja se compone de dos elementos: una untura, negra como la pez, que guarda bajo las losas del llar de la cocina y se da sobre las carnes, y unas palabras que dice después de darse la untura. La receta de ésta es el secreto infernal de la bruja; las palabras que pronuncia son las siguientes:


    Sin Dios y sin Santa María,
¡por la chimenea arriba!

Y parte como un cohete por los aires.

Redúcese el congreso de Cernégula a mucho bailoteo alrededor del espino, a algunos excesos amorosos del presidente, que, por cierto, no le acreditan gran cosa de persona de gusto, y, sobre todo, a la exposición de necesidades, cuenta y razón de hechos, y consultas del cónclave al cornudo dueño y señor. Tal bruja refiere las fechorías que ha cometido durante la semana; otra pregunta cómo se las arreglará para acabar en pocos días con esta hacienda o con aquella salud; otra manifiesta que la familia de aquí o de allí goza de una alegría y un bienestar escandalosos, y que, en su concepto, debe hacérsela algún daño, etc., etc., etc... A todo lo cual provee el demonio en el acto, en unos casos dando consejos, en otros echando la maldición que saca lumbres; proporcionando a esa bruja ciertos polvos para que se los haga tomar a Petra, a Antonia o a Joaquina, con los cuales es segura la jaldía a las pocas horas; indicando a otra la necesidad de que el vecino X o Z le chupe un par de reses, o haga malparir a su mujer; y, en fin, ilustrando y auxiliando con toda clase de luces y medios materiales al numeroso congreso, para la mayor honra del demonio y desesperación de los pueblos. Estas soirées duran desde las doce de la noche hasta que el alba asoma sus primeros tornasoles sobre las cumbres más altas.

Aceptando esta versión el vulgo como artículo de fe, no bien la fama califica de bruja a una mujer, ya se pone aquél en guardia contra ella. Nadie pasa de noche junto a su casa; no se toca cosa que le pertenezca; se le da en todas partes el mejor sitio, y en cuanto vuelve la espalda, se le hace la señal de la cruz. En la calle se la saluda desde media legua, y las mujeres encinta huyen de su presencia como de la peste; las que ya son madres separan a sus niños del alcance de su vista para que no les haga mal de ojo. Si a un labrador se le suelta una noche el ganado en el establo y se acornea, es porque la bruja se ha metido entre las reses, por lo cual al día siguiente llena de cruces pintadas los pesebres. Si un perro aúlla junto al cementerio, es la bruja que llama a la sepultura a cierta persona del barrio; si vuela una lechuza alrededor del campanario, es la bruja que va a sorber el aceite de la lámpara o a fulminar sobre el pueblo alguna maldición. En una palabra, todo lo triste, todo lo desgraciado, todo lo calamitoso que ocurre en la jurisdicción de una bruja, se atribuye por el vulgo a las malas artes de ésta.

Acontece que las llamadas brujas son mujeres de la misma piel del diablo, es decir, enredadoras, chismosas, borrachas y algo más, en el cual caso explotan en beneficio de sus malos instintos la necia credulidad de sus convecinos; o son como otra persona cualquiera, y acaban por ser completos demonios, acosadas, escarnecidas y vejadas por el fanatismo popular; o son, en fin, mujeres virtuosas y honradas a carta cabal, y entonces viven, las desdichadas, mártires de la más estúpida persecución.

De los tres grupos he conocido brujas en la Montaña. La Miruella pertenecía al último.

Había venido al pueblo bajo los auspicios de una vieja viuda sin hijos que al morir le dejó la casita y el huerto. Era la Miruella3 (que así se la bautizó al llegar al pueblo por su pequeñez de cuerpo y afición a vestirse de negro) más discreta que el vulgo que la rodeaba, y ésta fue su perdición.

Sus atinadas sentencias, sus sesudos pareceres, dejaban boquiabiertos a los aldeanos; y como además era amiga del retiro, o por lo menos, enemiga de murmuraciones, corrillos y tabernas, diose en decir que tenía pacto con el diablo.

La Miruella notó al asomar sus primeras arrugas y al perder el último diente, que comenzaba a cundir la fama de sus brujerías. De este modo vio pasar toda su larga ancianidad entre el horror y la repugnancia de sus convecinos. No le fue dado en todo este tiempo ni siquiera el placer de hacer un beneficio, porque al conocer su procedencia todos le rehusaban.

Una vez comenzó a arder su casa y no hubo una mano caritativa que le ayudara a apagarla.

Era el verdadero paria a quien se negaba la hospitalidad y hasta la sal y el fuego. Para ella jamás había conmiseración, porque se le atribuían todos los infortunios que sufrían sus convecinos, y si no se le daba cada día una paliza no era por repugnancia al acto en sí, sino por miedo a la venganza de la apaleada, que podía no morir de las resultas.

Teresa, que sobre ser la vecina más desgraciada del barrio, era la más propensa a la superstición, amén de ser la que más cerca vivía de la bruja, fue, por consiguiente la que se creyó más perseguida por ella y más castigada; no la olvidaba un solo instante, y en todos los de su vida el odio que le profesaba era sólo comparable al horror que hacia ella sentía. De aquí su convicción, al arrojarle la piedra cuando la creyó causante también de la descalabradura del rojillo, de que, matando a la bruja, libraba a su familia de la perdición y de una calamidad al pueblo.

Un solo corazón había en él que no fuera insensible a los tormentos que sufría la Miruella; una sola mano que para ella no se cerrara; una sola lengua que no la maldijera: el corazón, la mano y la lengua del señor cura. Este santo varón no se cansaba de consolar ni de socorrer, en cuanto podía, el amargo infortunio de tía Bernarda.

Don Perfecto no era uno de esos sacerdotes ideales que se ven a menudo en el teatro y en las láminas de las entregas de a cuarto, con los ojos vueltos al cielo y los brazos en cruz, que hablan en sonetos y van seguidos de un enjambre de niños a quienes enseña la doctrina y regalan castañas: era un tipo bastante más terrenal, así en figura como en estilo, sin que por ello fuera menos virtuoso. Predicaba el Evangelio del día todos los festivos, y si en su elocuencia no era un pico de oro, en los efectos de sus pláticas podía apostárselas al más inspirado, porque conocía, como las suyas propias, hasta la más liviana flaqueza de sus feligreses, y siempre les hería en lo vivo. Dar al pobre lo que le sobraba a él y vivir con lo más indispensable, le parecía un deber social, cuanto más de conciencia para un sacerdote; sacrificar hasta su vida por la del prójimo, la cosa más natural del mundo, y conquistar al demonio un alma para Dios, el colmo de sus ambiciones. Por lo demás, le gustaba hablar de vez en cuando con sus feligreses de los azares de la cosecha de éstos; oírles discurrir sobre análogas cuestiones; corregirles más de cuatro desatinos, y hasta atufarse un poco con los más díscolos. En cambio todos le querían bien; y eso que nunca le hallaron en la taberna, ni recorriendo las ferias o los mercados de las inmediaciones.

Como a su larga experiencia y natural penetración no se había ocultado la guerra implacable que se venía haciendo a la Miruella, creyéndola bruja el pueblo con la mayor buena fue, a cada paso estaba predicando contra ésta y otras preocupaciones semejantes, tan ocasionadas a excesos de imposible remedio y de incalculables consecuencias. No le gustaba que le tildasen de entremetido, por lo cual prefería este sistema de amonestación indirecta al de acometer de frente al objeto de sus excitaciones, que le era bien conocido; esperaba que los sucesos le proporcionasen una disculpa notoria para adoptar el segundo método que juzgaba más eficaz que el primero, y por eso le hemos visto entrar tan resuelto en casa de Teresa, después de haber presenciado la agresión brutal de ésta sobre la infeliz anciana.

Lo que le dijo durante el diálogo que con ella tuvo y queda consignado más atrás, no era más que el introito de lo que pensaba decirle después; pero habiendo oído la noticia que le dio el pedáneo, creyó de su deber acudir a lo más urgente; y para él no había nada que reclamase su presencia con mayor derecho que un feligrés en peligro de muerte.

Cuando la Miruella, pasado el primer efecto de la pedrada, se empeñó en continuar su camino, no calculó bien la infeliz todas las consecuencias del golpe. Así fue que pocos pasos antes de llegar a la abacería adonde iba a comprar tres ochavos de aceite, volvió a perder el sentido y cayó como un tronco seco sobre los morrillos de la calleja. Viéronla en tal estado el pedáneo y el alguacil, y Gorio que, aunque borracho, no dejó de enterarse del suceso; y ya que no como prójimos los dos primeros, como miembros de la justicia se creyeron en el deber de conducir a la vieja a su casa.

Al entrar en ella don Perfecto, halló a tía Bernarda tendida sobre un jergón que le servía de lecho, con todo el aspecto de un cadáver. Que a su lado no había un alma caritativa que la cuidase, no hay para qué decirlo.

Largo rato pasó sin que la enferma diera señales de vida, durante el cual don Perfecto no cesó de rociarle la cara con agua fresca y de darle a oler un poco de vinagre que halló en un pocillo desportillado. Al cabo abrió los ojos la Miruella y balbució algunas palabras ininteligibles. Cuando su mirada fue algo más firme y pudo conocer distintamente al señor cura, que no se separaba de su lado.

-Siempre es usted mi providencia, don Perfecto -dijo con voz lenta y apagada.

-Es mi deber, tía Bernarda, consolar a los afligidos y auxiliar a los menesterosos -contestó con acento cariñoso el sacerdote- ¿Padece usted mucho? -añadió en seguida, viendo la angustia con que respiraba la anciana.

-No, señor..., al contrario...; ahora que veo que el Señor me llama a sí, me siento muy animada...; porque yo, a no haber ofendido a Dios en ello, muchas veces hubiera deseado la muerte.

-¡Tía Bernarda!...

-Sí, señor cura... Usted sabe muy bien que mi vida... ha sido una pasión... sin tregua ni descanso.

-Más dolorosa fue la de Jesús y era un justo.

-Sí, señor...; y por eso le alabo en mis penas... y bendigo la mano que me azota..., por eso... Pero, padre mío... siento que se me apaga la vida poco a poco... y necesito aprovechar el tiempo que me queda... Quisiera que después de morir yo no fuera mi fama tan aborrecible a mis convecinos... como ha sido mi vida..., y quisiera también, de paso..., volver a alguno... la que está perdiendo por miedo a una falta, que yo sola conozco..., y debo, en conciencia, descubrir a usted, para que devuelva la paz a una familia... y el honor a un muerto.

-¿Y qué puedo hacer yo en beneficio de tan santos propósitos?

-Oírme, si a bien lo tiene... Una noche entró por esa puerta una moza hecha un mar de lágrimas... buscando en el miedo que da esta choza a los demás, el secreto que su estado necesitaba... Engañada por un hombre... con promesas muy formales..., estaba a pique de echar al mundo... el fruto de su falta, que hasta entonces... había podido ocultar... a la poca malicia de su madre... Dolida de su desgracia, le presté toda la ayuda que podía... Siete días estuvo oculta en esta casa.

-Y al cabo de ellos -interrumpió don Perfecto, no sé si por economizar fuerzas a la enfermera o por seguir mejor la pista a alguna sospecha que acababa de adquirir-, quizá su familia comenzó a alarmarse por su ausencia.

-Justamente...; porque ella... según me dijo, para su familia se hallaba en el molino..., a legua y media de aquí...

-Y esa muchacha, como es natural, hoy vivirá llena de inquietudes...

-Y acabando por instantes la vida que le queda... si vida puede llamarse... la pesada cruz que arrastra la infeliz...

-Y probablemente se atribuirá su enfermedad...

-A mis hechizos..., señor.

-Vea usted..., ¡lo que es obra de un remordimiento!

-Y del abandono en que la tiene el desalmado que la perdió.

-Tía Bernarda, la misericordia de Dios es infinita y su justicia infalible.

-En esto confío..., por ella... y por mí también.

-¡Y usted ha sufrido con resignación el odio de esa familia, cuando con una palabra...!

-Antes que decirla... me hubiera arrancado la lengua... La honra del prójimo es para mí más sagrada que la mía... Por eso le descubro este secreto a usted, que sabrá hacer con él lo que se debe..., sin que padezca el honor... de esa desgraciada; que, a tanta cosa, no quiero que valga lo que le he dicho...

-Yo sabré respetar tanta lealtad, tía Bernarda... Pero ¿qué fue del fruto de ese pecado?

-A eso iba, y ello le baste por toda señal... Recibió de mis manos el agua de socorro... y se volvió al cielo... el ángel de Dios... De lo demás... creo que está usted más enterado que yo... Y ahora, padre mío, que dejo arreglada esta última cuenta con el mundo..., pensemos en la que voy a darle a Dios dentro de poco..., y para ello, óigame en confesión.




- III -

Felipe (a) Fantesía, era un mozalbete presumido, con humos y tal cual prueba de seductor. Últimamente se hallaba en matrimoniales proyectos con una huérfana que tenía doce carros de tierra y media casa, aunque en manos de su tutor y tío, gran pleitista y enredador, con quien vivía.

En el momento en que aparece en escena Felipe, a la ventana del cuarto que ocupaba en el portal, especie de lobanillo característico de la mayor parte de las casas de aldea montañesas, la cual habitación se le había cedido porque no molestara a la familia en las altas horas de la noche al volver de sus frecuentes galanteos y francachelas, mirándose la cara en medio palmo de vidrio azogado, aprovecha los últimos fulgores del crepúsculo para atusarse el pelo sobre las sienes, mojando los dedos en su propia saliva.

Antes se había calzado sus zapatos amarillos con lazos verdes y encarnados, y vestido su chaleco de pana con profusión de galones de color en las orejillas de la espalda. Cuando acabó su peinado echó la chaqueta sobre el hombro izquierdo, se colocó un calañés en la cabeza, muy tirado a la derecha, y se dispuso a salir. Aquella noche iba a cantar a su novia, y esperaba que ésta le recibiría después en la cocina. Por eso se pulía tan esmeradamente. En esto oyó sonar la campana grande de la iglesia, con un tañido especial.

-Tocan a administrar4 -dijo para sí- ¿A quién será?

-Al mismo tiempo oyó llamar a la puerta de su cuarto.

-¡Ave María!

-¡Sin pecado concebida! -respondió abriéndola de par en par.

Y se halló frente a frente con don Perfecto.

-Buenas noches, Felipe.

-Buenas las tenga, señor cura -contestó Felipe muy sorprendido.

-¿Te extraña mi visita?

-A la verdá que... no sé qué pueda traer a usté por aquí a estas horas.

-La cosa más natural del mundo, hijo -replicó don Perfecto entrando en el cuarto y cerrando la puerta-. Cuando el prójimo no viene a nosotros en las grandes ocasiones, hay que ir a buscar al prójimo adondequiera que se encuentre.

-Y, si a mano viene, ¿en qué puedo servir a usté?

-En mucho, hijo, en mucho... Pero ¿estamos solos?

-No hay en casa más que mi padre, y ese anda en la corte arreglando el ganao.

-Corriente; y si me viera, no faltaría una disculpilla que darle... Ahora, óyeme. Hace siete meses fuiste una noche a despertarme y me pediste, por la honra de una mujer, que diera sepultura sagrada al cadáver de un niño recién nacido que traías debajo de la capa... Como me aseguraste que el niño había recibido agua antes de morir, y yo respeté el misterio en que querías envolver el asunto, y mucho más la honra aquélla de que tanto me hablaste, sin meterme en más averiguaciones, que, en todo caso, competían a Dios en el cielo y a la humana justicia en la tierra, di sepultura al cadáver, sagrada como era debido.

-Y Dios le pagará a usté la buena obra- dijo con notoria emoción Felipe.

No se trata de eso ahora, sino de que la madre de ese niño se está muriendo de vergüenza y de pesar; de que esa agonía espantosa se atribuye a otras causas inventadas, que perjudican a la buena fama de una inocente, y por último, de que el único que puede devolver la salud y la paz a esa madre y la honra a la culpada, es el padre del niño que tú llevaste a enterrar aquella noche.

-¿Y qué tengo que ver yo?... -tartamudeó Felipe, más pálido que su camisa.

-Mucho -respondió don Perfecto en tono decidido-; mucho, Felipe; porque tú eres el padre de ese niño y el seductor de su madre.

-¡Bah, bah!..., señor cura -repuso el mozalbete, desconcertado ante aquella estocada a fondo-. Y aunque eso fuera verdá, ¿qué había de hacer yo al auto de...?

-Cumplir una palabra que comprometiste a cambio de una honra que quitaste. Pagar lo que debes a Dios, si eres cristiano, y al mundo si eres honrado.

-Señor cura -observó tímidamente el jaque-, yo... Y, por último, ya hablaremos de eso.

-No, hijo mío, no; tenemos muy poco tiempo que perder, y por eso vengo ahora a tu casa.

-Además, hay otros compromisos para mí de mucho... de mucho aquel, que...

-No hay mayores compromisos que los de la conciencia, Felipe... Y te advierto que si tratas de realizar proyectos que se opongan a lo que hiciste con esa infeliz, que se muere de vergüenza, no te perdonará Dios, ni en el mundo habrá paz para ti.

No era Felipe malo de corazón, pero le tiraban mucho los doce carros de tierra y la media casa de la huérfana; mucho más que los compromisos contraídos en momentos de vértigo amoroso, sin que por eso dejaran éstos de morderle un poco la conciencia a cada seguidilla que echaba a la ventana de su nueva amada: así fue que en el largo rato que duró su conversación con don Perfecto, nada pudo éste conseguir de él sino evasivas más o menos respetuosas.

Entonces fue cuando el cura se resolvió a echar mano del recurso en que había pensado, por lo cual había ido a aquella hora y en aquellas circunstancias a ver a Felipe.

-Ya que no me concedes este favor, que al cabo había de redundar en tu bien -continuó don Perfecto-, no me negarás otro que también vengo a pedirte.

-Hable usté, señor cura -dijo más animado por su supuesta victoria el mozalbete-, que en siendo cosa que yo pueda...

-¿Quieres acompañarme a llevar el Santo Viático a un enfermo?... No tengo quien me ayude, si no es un chico que por caridad se ha prestado a tocar la campana que estás oyendo.

-Eso para mí es una obligación, don Perfecto, y siempre que puedo lo hago, cuanto más ahora que usté me lo pide... ¿Y quién se muere?

-La Miruella, hijo.

-¡La Miruella! ¿Y de qué?... ¡Si la he visto esta mañana!

-¿De qué? De vieja; y además de... de un golpe.

-¡De un golpe!...

-Sí, hijo, de un golpe. Una madre que la tiene odio porque cree que su hija se muere embrujada, ayudada de la ira que la cegó, la tiró con una piedra y...

-Y esa hija... ¿es verdá que se muere?

-Sí; pero se muere de vergüenza, porque a título de casamiento...

-¡Vamos, vamos, don Perfecto, a llevar el Señor a tía Bernarda!... -exclamó aturdido Felipe, como si no quisiera oír más de aquellas palabras que caían sobre su conciencia como gotas de plomo derretido.

Un cuarto de hora después salía de la iglesia el Rey de los Reyes en manos del digno sacerdote. Iban delante Felipe, con un farol y un Crucifijo, y un muchacho que hacía sonar acompasadamente una campanilla; detrás, casi todo el barrio y parte de los más próximos a la iglesia, descubiertos los hombres, y las mujeres con un refajo sobre la cabeza, llevando una luz en la mano cuantas habían podido hallar en casa un mal cabo de vela.

Cuando la imponente comitiva llegó a la plazoleta que conocemos, se vieron, al escaso resplandor de las luces, arrodillados fuera de la portalada, a Teresa, que lloraba; a Juana, que parecía ser ella la que necesitaba el consuelo de la religión; al rojillo, que tiritaba de miedo, y a Gorio que, disipada ya su borrachera, hundía la cara en el pecho como si se avergonzara de exponer tanta abyección y tanta miseria delante de tanta majestad y tanta pureza. Estos personajes se agregaron luego a la comitiva y entraron con ella en casa de la Miruella, no sin grandes apreturas, por la excesiva estrechez de aquélla. Teresa y Gorio no se contentaron con entrar, sino que se pusieron cerca del altar que se había improvisado sobre una vieja mesa cerca del lecho de la enferma. El señor cura había cuidado también de revestir las paredes inmediatas con dos colchas suyas de percal, para hacer aquella pobre morada menos indigna del Huésped que iba a honrarla5.

Al verle tan cerca de sí, la moribunda anciana quiso incorporarse, pero sus fuerzas no se lo permitieron.

-Teresa... Gorio... Juana... Antonia... Felipe... -dijo en seguida, y a medida que iba distinguiendo las personas que la rodeaban, con una voz que, aunque débil, se dejaba oír de todos, por la pequeñez del recinto y el silencio que en él reinaba-: ¿tenéis algún resentimiento contra mí?

-No -contestaron vigorosamente todos aquéllos que, una hora antes, hubieran dado de buena gana un tizón cada uno para quemarla viva.

-¿Me perdonáis cualquier agravio, cualquier ofensa que en vida os haya podido hacer?

-Sí perdonamos.

-Yo, en cambio, os juro... en presencia de Dios, que voy a recibir... que jamás mi lengua se movió para infamaros, ni mis manos para ofenderos, ni mi corazón para odiaros...; que os hice todo el bien que pude, y que no pagué... con deseos de venganza el mal... que de vosotros recibí...

Teresa, a quien ahogaban los sollozos, no pudiendo contenerse más, avanzó hasta el lecho, y cogiendo entre las suyas las manos de la anciana, exclamó besándoselas al propio tiempo:

-Y yo que tanto la he ofendido a usté, ¿cómo he de esperar que me perdone?

-Hija mía -respondió la moribunda-, si Dios murió por salvar a los que le crucificaban, ¿cómo yo, miserable criatura... no he de perdonarte la falta... de haberme querido mal... porque creías... que así obrabas bien?...

Lo patético de este cuadro conmovía a todos. Felipe, aquel fachendoso que oía la misa de pie en el altar mayor, atusándose el pelo y mirando a las muchachas, clavaba sus rodillas en el suelo, y su vista, turbada por el llanto, en el Crucifijo. El mismo Gorio se mordía los labios, como si en su obstinada dureza quisiera protestar contra los impulsos de su corazón; retiraba de su frente los ásperos mechones de su salvaje cabellera, y se afanaba por ocultar con disimulo debajo de la chaqueta las manchas de vino que afrentaban su camisa. Era la primera vez que sentía asco y repugnancia de sus propios vicios.

El sacerdote, con la Hostia en la mano, brillando en sus ojos las lágrimas como perlas de purísimo rocío al reflejo de la luz que levantaba Felipe en un brazo trémulo, tenía en su semblante algo de sobrehumano, poseído como estaba de la sublime grandeza de su augusto ministerio; más sublime entonces que nunca; entonces, al dar la vida espiritual a un moribundo y acabando de convertir en suave y benéfico rocío de amorosas lágrimas un torrente de malas pasiones.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Después de comulgar, la anciana pasó algunos minutos en el recogimiento más profundo, observándose en su semblante, cada vez más determinados, los signos de la muerte.

El cura volvió a aproximarse a ella, dirigiéndola fervorosas exhortaciones.

-No me acerco a Dios -dijo la moribunda con voz más débil, pero con evidente deseo de ser oída de los circunstantes-; no me acerco a Dios... con la serenidad del justo...; pero sí con la esperanza del que... no le ha ofendido... ni con blasfemias..., ni con difamaciones..., ni con escándalos... No estoy... tan firme... que no tiemble... cerca ya... de la divina presencia..., porque pecadora soy..., pero... ¡bendito sea el Señor... por tanta gracia!...; libre me veo... del espantoso... tormento... que pasar deben... en este mismo trance... los que dejan... en el mundo... por señal... de sus vicios... hijos sin pan..., familias sin sosiego..., vidas sin honra... ¡Dios mío!..., perdón para... ellos... y para... mí... también...

Y expiró.

-Su alma está ya en presencia de Dios -dijo entonces conmovido el sacerdote, levantando sus ojos al cielo.

En seguida, tomando tema de aquel ejemplo, predicó grandes verdades y muy al caso. El terreno no podía estar mejor dispuesto para recibir la semilla.

Antes de volver a la iglesia el religioso cortejo todos se brindaron a porfía a velar el cadáver durante la noche

-Eso me corresponde a mí -dijo el buen cura-: la acompañé en vida, y no debo abandonarla hasta el sepulcro.




- IV -

La muerte edificante de la Miruella produjo en la casa de la portalada los efectos más maravillosos. Juana volvió a ser la moza robusta y fuerte, porque Felipe se casó con ella enseguida, sin más excitaciones nuevas que las de su conciencia. Teresa no volvió a tener cardenales en el cuerpo ni amarguras en el alma, porque Gorio, libre de la pasión del vino, no la pegaba jamás; y como éste reconquistó su antigua condición de labrador activo e inteligente, supo recuperar parte de la hacienda malvendida en azarosos días, y con ella el bienestar de toda la familia que, como ya no creía en brujas, arrojó por las bardas del corral los azabaches del rojillo, con lo cual no quedó éste tan tranquilo como deseara.

Pero ¿querrán ustedes creer que antes de cumplirse un año de la muerte de tía Bernarda, ya había en el mismo pueblo, si no en el mismo barrio, otra bruja tan odiada, tan temida y tan bruja como la Miruella?





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