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Tipos y paisajes criollos

Serie IV

Godofredo Daireaux



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ArribaAbajo- I -

El domador


El cisne mal sabe caminar en tierra, pero es hermoso, cuando, sin esfuerzo, hiende las aguas.

El domador, con sus piernas arqueadas, sus botas de potro y sus espuelas enormes que, a cada paso, hacen criss, criss, en el suelo, hace acordar, cuando camina, al pesado cisne; pero también al cisne nadando hace acordar el domador, cuando, pegado en el lomo del potro, resiste, sin esfuerzo aparente, las feroces defensas del animal, y lo deja vencido, sometido, doblegado, admirado de la fuerza humana.

El domador necesita tener, y tiene inconscientemente, un conjunto de cualidades que, menos especializadas, aplicadas a otros objetos y desarrolladas en formas variadas, bastan para   —8→   colocar al hombre culto que las tiene, en el rango más elevado de la humanidad.

Sin saberlo, por la costumbre nata y casi atávica que de ello tiene, da prueba cotidiana del dote viril por excelencia: el valor sereno, que busca y afrenta el peligro, y lo domina con sangre fría y energía paciente, secundadas por una fuerza física, una agilidad, una flexibilidad de cuerpo sin rival.

El domador de profesión habla poco, en general, y en la alegre rueda que, alrededor del fogón, hace el personal de la estancia, es un compañero casi mudo. Demasiado afianza con hechos su indiscutible superioridad, para necesitar afirmarla con palabras, y su orgullo ligeramente protector con el gauchaje corriente, fácilmente se vuelve desdén para con el labrador que no doma más que la tierra, víctima mansa que no corcovea.

Profesor de primeras letras para bestias analfabetas, el domador tiene que ser, a la vez, indulgente para terquedades de novicios, inexorable para mañas de resabios. Trata primero de hacer comprender al discípulo lo que de él exige, pero al rebelde se le tiene que imponer por la fuerza.

¡Oh! los modales del domador no son de los más finos, y sus argumentos que, generalmente,   —9→   rematan en rebencazos, no se pueden citar como modelos pedagógicos; pero es que se trata para él de dejar incólume su fama de jinete impecable, de quien ningún caballo pueda decir que su maestro le ha enseñado a voltearlo, y también, en una sola lección, tiene que enseñarle tantas cosas nuevas y diferentes, que no podría hacerlas entrar sin una elocuencia contundente.

*  *  *

Todo está listo; el potro, encerrado en el corral con la manada, por el peón apadrinador, apenas se acuerda, después de la vida ociosa y libre que ha llevado durante tres años, que ya lo voltearon dos veces, una para quemarle la pierna, otra para infundirle juicio. No le ha quedado más que el temor instintivo al hombre, delante del cual huye despavorido, ya que se le acerca.

De repente, en medio de una disparada, el lazo traicionero, de un pial certero, le ligó las manos y lo volteó brutalmente de cabeza. En un abrir y cerrar de ojos, tiene atadas juntas las dos manos y una pata. Con la que le queda libre, cocea desesperadamente; levanta penosamente la cabeza y la deja caer.

Pronto la tiene encerrada en el bozal; a la   —10→   fuerza, le abren la boca y le atan el bocado en los asientos.

-«¿Te gusta más el pasto, verdad, goloso?» Le dice el peón, mientras el domador le pega con las riendas dos o tres tirones bárbaros: ¡pobre boca, pobres dientes! Y con las riendas y el cabestro atados en el pescuezo, prendido de la argolla del bozal un lazo, lo hacen levantar y caminar, con las patas maneadas, y salido del corral, tambaleando, tembloroso, furioso y violentamente asustado, se encuentra cara a cara con el hombre. Echa bufidos, se sienta, mira al domador con espanto:

-«¿Seré tan feo?, dice éste, ¡che!, no me pises, que tengo callos».

Para sosegarlo, el peón apadrinador le acaricia el hocico, la frente, acercándole despacio la mano a las orejas, hablándole con ese modo cariñosamente irónico que consuela a la vez que hiere. Cada vez que la mano roza la oreja, son saltos, enojos, miradas relampagueantes, como si la oreja fuera el paladio de su libertad, el rinconcito sagrado, inviolable, de su persona infamemente manoseada.

Y de repente, se la oprime resueltamente y con toda su fuerza, el peón, colgado de la argolla del bozal, y tapándole el ojo con el brazo. Se rebela el potro contra esa nueva brutalidad;   —11→   pero, maneado, como está, casi ciego, casi sordo, poco le luce la resistencia. Tiene que sufrir, en su rabia impotente, las caricias del domador que, una por una, le va amontonando en el lomo, sin perdonar una, las innumerables prendas del recado pampeano.

Y empieza el suplicio de la cincha; la cincha que hace crujir las costillas y aplasta en el lomo, el peso del recado. El animal hincha la panza, como para reventar la cincha o reventar él; inútil esfuerzo. Lo han desmaneado; trotea, hinchando ahora el lomo, como gato enojado, y desesperado, se deja caer al suelo y trata de revolcarse. «¡No me ensucies las pilchas!» le dice el hombre, y lo hace levantar; y mientras el peón lo vuelve a agarrar de la oreja, en un santiamén, el domador está sentado encima, concentradas todas las fuerzas de su cuerpo y las energías de su voluntad, en las rodillas, pegadas, clavadas, atornilladas en el recado. Ese es el momento de la lucha recia, no sólo de las fuerzas físicas, sino también de los dos orgullos en pugna. -«Te voltearé. -No me voltearás». En esto se resume el diálogo entre la bestia y el hombre.

El potro, a pesar de los manoseos ya sufridos, algo sorprendido por esa suprema audacia, vacila un rato, y vuelto en sí, se encabrita, se   —12→   abalanza, se para enterito, bate el aire con las manos, hasta se bolea a veces, o se deja caer pesadamente. El hombre, sereno, o queda en él, inconmovible, o lo deja levantarse, desdeñosamente parado, y vuelve a montar.

Reculó el animal, volvió adelante, galopó algunos pasos, se paró de golpe y saltó cinco veces seguidas, en las manos tiesas, haciendo un derroche inútil y desesperado de fuerzas, en ese corcoveo rabioso, última y verdadera prueba del jinete. Ya está vencido. Llueven en su cuerpo tremendos azotes; le tironean la boca a sacudidas; el apadrinador lo empuja con el caballo; hasta que busca en la disparada el supremo recurso, sin pensar que esto es justamente lo que quieren de él, el objeto verdadero de la primera lección.

Y volvieron al corral, sino muy buenos amigos, algo menos distanciados; el potro, fatigado, impotente ya para resistir; el domador, sino con la sonrisa radiante del triunfo definitivo, por lo menos con una mueca satisfecha, aunque de labios apretados y de ojos apenas abiertos, gaje de victoria incompleta aún, y penosamente lograda, pero segura, ya.

-«Tuviste que ceder, zainito; pero peleaste lindo, y vas a ser una gran cosa, si te amansan bien».

  —13→  

¿Y no creen Vds. que también podrán ser una gran cosa los descendientes del audaz y enérgico domador, una vez pulidos por la civilización, y agregadas a las dotes heredadas, las que se pueden adquirir por la instrucción? No lo duden; y cuando desde mucho tiempo, se habrá dejado de domar a lo pampa, se conocerán todavía claramente los hijos del lazo de los hijos del arado.



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ArribaAbajo- II -

Caudillos


-«Sírvase, don Florencio», dijo don Narciso, alcanzándole un soberbio mate de plata a su vecino Urtubey, que con pretexto de pedir rodeo para apartar unos cuantos animales extraviados, había venido a visitar en su lujosa estancia, al señor intendente municipal, senador provincial, dispensador, en el partido, de los favores fiscales bajo todas sus formas: indulgencia suma en la avaluación de los impuestos, apertura de tranqueras y compostura de caminos, exenciones del servicio militar, autorización tácita para establecer, bajo la protección de la vista gorda de la policía, casas de recreativa extorsión. De su pasiva benevolencia dependían también ciertas facilidades para escurrir, sin peligro de inoportuna revisión, en   —15→   una partida de frutos, cueros comprados a precios demasiado bajos para ser de propiedad del vendedor, y su recomendación bastaba para el descuento fácil, en el banco de la localidad, de firmas algo averiadas, dulce maná, todo esto, que del ciclo político cae, sin ruido, rocío benéfico y engordador, sobre los que sin ser nada graciosos, muchas veces, -han sabido caer en gracia.

Don Florencio Urtubey, modesto hacendado, adicto al partido que, en el pueblito, acaudillaba don Narciso, porque sus inquebrantables convicciones políticas siempre lo llevaban hacia el que le parecía de base más sólida, hizo los debidos cumplimientos para aceptar el mate, y contestó, como lo manda la más elemental urbanidad:

-«Está en buenas manos.

-Sírvase, sírvase, don....», insistió don Narciso.

Y don Florencio, salvados sus escrúpulos, empezó a chupar la bombilla con una solemnidad verdaderamente linsonjera para el huésped, a quien dejaba ver en qué precio estimaba el envidiable honor al cual se encontraba llamado.

No tenía, por el momento, ningún favor que pedir, pero sabía que siempre es malo dejarse olvidar, y que más vale ser un yuyo al sol que   —16→   planta fina en la sombra. Comprendía que la política de aldea, exacerbada por la misma estrechez del cuadro en cuyos rincones se golpea las alas, no admite indiferentes; que inspira desconfianza a todos, el que con nadie se mete, y que, de ambas partes, le caerán, con cualquier pretexto.

Y así, durante un tiempo, les sucedió sin cesar a los hermanos Sánchez, estancieros y comerciantes recién establecidos en el partido. Tenían por vecino al otro caudillo local, don Pedro Costas, el temible contrario de don Narciso, protector nato de cuanto gaucho malo se le presentase, confesando que necesitaba de quién lo compusiera con la justicia. A todos, los admitía en su estancia, a título de peones; los mantenía y hasta les pasaba algunos pesos, teniéndolos de haraganes, la mayor parte del tiempo, y ocupándolos o dejándolos ocuparse en expediciones misteriosas, que poblaban el campo de hacienda, y de cueros, los galpones.

A las elecciones iban, como en cuerpo de ejército, dispuestos a pelear y a matar.

¡El patrón era tan bueno! ¿y no debe el hombre débil o pobre obedecer al protector, sin preguntar demasiado al sol con qué derecho le quema los huesos, en verano, por tal de que se los siga calentando, en invierno?

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Por supuesto que a los hermanos Sánchez, como linderos de la pandilla, a menudo les faltaban animales. Reclamaron a las autoridades del pueblo; pero, si Costas era contrario, los Sánchez no votaban, y tuvieron que contentarse con buenas palabras; y pronto, la manga de los amigos de don Narciso empezó también a caerles, como moscas en carne mal guardada.

Un estanciero les cerró el camino; el recaudador es avaluó la patente en el doble de la de su competidor; con o sin motivo, sus pedidos de guías siempre demoraban en las oficinas; no podían mandar a plaza un vagón de cueros, sin que se los revisaran uno por uno, buscándoles camorra por una oreja comida por los gatos o cualquier otro zoncera, pinchazos de alfiler que si no matan, exasperan.

Don Narciso, personalmente, tenía fama universal de hombre muy bueno, servicial y de honradez acrisolada, verdadera virtud de lujo, esa, con que, sin perjuicio, le permitía adornarse su gran fortuna. Claro que él no robaba, pero no impedía robar, y entregaba como presa a sus fieles hambrientos, los contrarios mal protegidos y los indiferentes sin resguardo; y aquellos les buscaban el lado flaco, con ese olfato de fiera cobarde que no yerra, y adivina dónde se puede morder, y dónde no.

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¡Terrible tiranía, la de la aldea! El tirano poderoso, en sus momentos de peor crueldad, conserva, a veces, rasgos de generosidad; en la inmensa red del más tiránico de los gobiernos, siempre fallan algunas mallas, por donde puede escapar el humilde, desconocido. En la aldea, no; y no hay en ella víctima tan pequeña a la que no puedan sacar algo, por astucia o por violencia, los secuaces del caudillo.

*  *  *

En las inmensas soledades de la llanura, deslizándose sin ruido entre los fachinales espesos, vagaba el tigre feroz; vencía los toros bravos, y saciaba su sed de sangre, degollando baguales.

La población ha cundido, los fachinales han desaparecido y tan sólo quedan, en los pajonales diminutos, gatos monteses, matadores de perdices miedosas y de gallinas mansas.

También han desaparecido los caudillos sanguinarios y los tiranos de antaño, tigres que mataban y degollaban, y sólo quedan ahora, en los pueblos de la Pampa, como gatos monteses cobardes, entre las pajas, caudillos, encubridores de ladrones, o politiqueros imbéciles; hombres excelentes, serviciales y de acrisolada   —19→   honradez, pero que con sólo dejar que sus amigos embrollen y roben impunemente, por tal de conservarles la poltrona de legislador, donde tan lindo se duerme, acobardan al trabajador, espantan al inmigrante, atajan el progreso, y detienen, por un tiempo, en su marcha adelante, al país entero, peñascos inertes y molestos, caídos en medio del torrente.



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ArribaAbajo- III -

Paradas cosmopolitas


-«Mire, don Anacleto; ¿por qué no se retira? Mejor que se vaya para su casa, hombre, a dormir. ¡Mañana será otro día!» decía, con tono persuasivo, don Juan Antonio a un gaucho algo entrado en años y bastante mamado, que empezaba a meter bulla.

Pero, en este mismo momento, entró en la casa el hijo mayor de don Anacleto, hombre ya, y conocido por guapo, que venía en busca del padre; y el gaucho viejo, sintiéndose con resguardo seguro, se afirmó en el mostrador y echó a compadrear más fuerte que antes.

Pidió otra copa, a pesar de la discreta exhortación del hijo, que le aseguraba que su mamá los esperaba para comer; y empezó a explicar, sin que nadie lo hubiera provocado,   —21→   y a repetir con insistencia tenaz y cargosa: «Que él no tenía miedo a nadie, y que quien lo buscaba lo encontraba, y que a nadie le sabía mezquinar el cuerpo; que bien sabía que hay hombres que lo quieren embromar a uno, y ponerlo en compromisos, pero que él era pobre y honrado y no se dejaba pisar, y que todavía sabría enseñarles, a esos compadritos lampiños, que el viejo Anacleto era capaz de ponerlos a raya; y que no, por unos mocosos, aunque fueran extranjeros, iba a dejar el sitio; que él era buen criollo, y que sólo a los ingleses los respetaba, porque había tenido un patrón inglés, que si no lo hubiera echado, todavía estaría con él; y que mientras habría un gancho para pelear, ahí estaría Anacleto».

¡Parada! ¡Pura parada!, pero parada de gaucho borracho, fastidiosa como el ruido de la lluvia tormentosa en techo de fierro; enervante, porque nunca se sabe si no traerá alguna manga de piedra, o -si dura-, algún desastre.

Hay paradas más inofensivas. Miren el tordillo viejo, si supiera todo el miedo que le tiene el maturrango a quien lleva de jinete, capaz sería de erguir la cabeza, y acordándose de otros tiempos, de echar a corcovear. Y seguramente, en ese caso, el pobre Nicolás Guazzalone, venido, hace poco, de Nápoles, no demoraría   —22→   ni un minuto en comprar terreno. Pero el tordillo es sumamente pacífico, y sólo extraña que su jinete lo sujete de la rienda, como si fuera redomón, y lo haga trotear corto y seco, en vez de dejarlo galopar como acostumbra.

El amigo Nicolás, con las piernas medio descuartizadas por lo ancho del recado que le han prestado, con los pies fuera de los estribos, y abiertos como hojas de guadaña, suda a mares y salta como mano de mortero pisando mazamorra.

Su pantalón está ya a la altura de las rodillas, el sombrero bambolea; la mano derecha, armada del rebenque, busca, inquieta, donde prenderse, en las pilchas del recado, y la catástrofe final le parece tan cercana al imprudente, que ya encomienda sus huesos a la Santa Madona, cuando, de repente, en movimiento involuntario, afloja la rienda, y el tordillo echa a galopar, con el ritmo suave del caballo pampeano.

El susto fue rudo, pero breve; el mismo galope restableció el equilibrio físico y moral del jinete; y Nicolás Guazzalone, cuando vuelve a pasar por delante de la puerta de la casa de negocio, donde le había parecido oír, momentos antes, un concierto de risas burlonas, aunque siempre tenga los pies abiertos, el sombrero en la   —23→   nuca, y el pantalón arremangado, lleva ya inscripta en la mirada orgullosa, la conciencia de su valor como amansador de animales ariscos, y hasta se atreve a castigar el tordillo, arriesgada parada, ésta, que casi descompone las cosas.

Con todo, el napolitano, a los pocos meses, se ha vuelto tan compadre, que podría ser peligroso, a ratos, expresar dudas demasiado acentuadas sobre alguna de las inauditas proezas de que se alaba, pues lleva en la cintura tamaña cuchilla, mal afilada, es cierto, pero sospechosa de traicionera, y un tremendo «ribólbere», como lo llama él.

Dios los cría y ellos se juntan: al airoso hijo del Vesubio, de palabra redundante y de mirada torva, que a fuerza de paradas y de jeringonza gesticulante, ha logrado criar fama de malo, dándoles a los gauchos del pago las ganas de probarle las costillas, a la vez que cierto recelo para empezar, se ha pegado como garrapata, Ramón Olivares, español, acopiador de frutos, de boca más zafada que un juramento, y más guapo,-en palabras-, que el mismo Matamoros.

Es un dúo lindo, cuando cuentan sus hazañas los dos compañeros; si de peleas hablan, puras victorias han sido; y si de negocios, pichinchas   —24→   resultan todas las compras, y cada venta, una fortuna.

Lo que sí, un día que subía de punto el interés, al articular enfáticamente Olivares, que «al ver el peligro, ¡había salido como un rayo!» un gaucho, medio divertido, agregó: «por la puerta del fondo»; y no rectificó el narrador.

Puede ser que haya sido porque, justamente, en ese momento, discutía, elevando la voz, un oficial albañil, francés de nacionalidad, con un peoncito que le quería ayudar a transportar una escalera pesadísima.

«¡Oh! ¡Decate de ambromar!» le dijo el francés, hombre de poca estatura, pero de anchas espaldas y de aspecto nervioso, vestido de blusa azul y de pantalón ancho de corderoy.

Y, alzando sólo la escalera, la llevó, erguido, concentrando toda su energía en no aflojar más, bajo su peso, que si hubiera sido de pluma, para él.

Esfuerzo bárbaro, reventador, inútil y gratuito, pero debidamente compensado, para el buen francés que era, y que, como tal, no sospechaba que toda admiración encierra una levadurita de envidia y por consiguiente de odio, por el aplauso, criollamente pasivo y mudo, de los concurrentes.

Entre estos estaba Mr. Goldenclaw, medio   —25→   ingeniero del ferrocarril, hombre fornido y fuerte, de pelo rubio como el sol y de cara colorada, que fumando tranquilamente en su pito de madera, apoyado de espaldas en el mostrador, y vaciando y volviendo a llenar su copa de whisky, consideraba con desdeñoso interés, el instructivo espectáculo de todo este latinaje, que se desgastaba en palabras vanas y gestos improductivos.

Él, no; gracias al irresistible poder de las libras esterlinas, sus atrevidas, frías y proficuas compatriotas, paulatinas conquistadoras de la Pampa y de todo lo que en ella se vende, almas y cosas, no tenía más que dirigir, descansado, y con sueldo gordo, los trabajos rudos hechos por esos mismos latinos, pobres, flacos, harapientos y bochincheros, que siempre tiran inútilmente la plata, o la amontonan sin usarla.

Impasible, pensaba, con razón, que pueden quedar callados ciertos orgullos, de tamaño suficiente para que todos los vean, sin que necesiten gritar: «¡Aquí estoy!»

Y parecía ser de la misma opinión, un alemán, vendedor, ambulante todavía, pero con aspiraciones a establecerse pronto, «te basdelidos y te una borción de odras gozas», que con su canasta del brazo, miraba con atención al inglés, pensando ya que también esto se puede imitar.



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ArribaAbajo- IV -

Cementerio de aldea


Entre los llantos desgarradores de la señora y de sus hijos, se colocó el modesto ataúd en un carro de trabajo, ingenuamente adornado con improvisados atavíos de luto, y la fúnebre comitiva emprendió, a trote y tranco, el viaje al pueblito, distante seis leguas de la estancia. Y la ondeante faja de aquellos treinta a cuarenta jinetes, más o menos enlutados, según su grado de parentesco con el finado, y su estado de fortuna, -pues no pueden todos comprar, así no más, un chiripá de paño negro, o una pechera de merino-, entristecía, al pasar, con su larga mancha de duelo, todo el horizonte primaveral de la Pampa verde.

Por mucho que viva, siempre tiene el hombre que dejar sin concluir algunas de las tareas   —27→   que, en sus sueños siempre renacientes y siempre vanos, había creído poderse asignar; y, aunque el que vive cuidando rebaños, demasiado sepa que la muerte siempre anda a la par de la vida, también se había figurado don Gerónimo, ser tan indispensable en esta tierra, que, cuando, en sus momentos de reflexión, consentía en admitir la remota posibilidad de su propio fin, se preguntaba con terror lo que sería entonces de su estancia, de su cabaña, de su mujer y de sus hijos, acabando por rechazar la importuna suposición de que la muerte se pudiera atrever a faltarle de respeto.

Así había sucedido, sin embargo. Pero, al cruzar el acompañamiento por este mismo campo que le había pertenecido, ya se podía tranquilizar para el porvenir, su alma inquieta, al ver pacer, tan indiferentes, sus propias ovejas, gozando de la vida, saboreando el pasto tierno en la pradera sin fin, y disgustadas tan sólo por la molestia que les diera la comitiva, al removerlas, para poder pasar.

Es que la muerte no borra la vida, sino que sólo la enmienda, para que pueda perfeccionar su obra.

Pocas tumbas había en el pequeño y desnudo campo santo, término del fúnebre viaje, simple retacito de Pampa inculta, cercado por un   —28→   tapial, con un portón de madera, pintado de negro, sin un árbol, sin una planta que corrigiese con una verde nota de vegetación vivaz, la tristeza de la muerte, el horror de la nada.

El sol requemaba y grietaba a sus anchas la tierra amarilla, esa tierra greda, pegajosa, del suelo removido de los cementerios, que húmeda, parece querer detener al transeúnte, y, seca, corre en torbellinos, de tumba en tumba, como para mezclar en polvo impalpable y hacer definitivamente impersonales las cenizas humanas.

Si pobres son las chozas de los primeros habitantes del pueblo nuevo, más pobre tiene que ser la morada de sus muertos: pero en este cementerio pampeano, donde se iban a depositar los restos del finado, a más de los siempre banales y siempre conmovedores epitafios que enternecen al visitante sobre las jóvenes esposas arrancadas en la flor de su vida feliz, o sobre la suerte de las blancas novias sacrificadas por el destino envidioso, o sobre la tumba de inocentes criaturas, víctimas prematuras de las irreparables torpezas de la muerte, otra cosa había, capaz de distraer, por un momento, la atención, hasta de los más devotos amigos de don Gerónimo.

Muy cerca de la misma tumba que le era   —29→   destinada, bajo una sencilla cruz de madera, descansaban, juntados después de muchos años, los restos de las últimas víctimas de los indios, mártires olvidados de la civilización, defensores del pueblito, cuando, apenas naciente, había sido destruido por el salvaje. Se elevarán ahí, con el tiempo, cuando la aldea se haya vuelto ciudad, sepulcros pomposos, ridículo homenaje de la riqueza engreída a la vanidad necia, pero pocos merecerán ser honrados a la par de esa humilde cruz de palo.

Al lado, otra cruz: otros precursores del adelanto del pueblo, muertos también en la brecha. Tres eran: un inglés y dos italianos; el primero, ingeniero, los otros, peones, empleados todos en la construcción de la vía férrea, que hoy empieza a traer, cada día, al pueblo creciente, su paulatino aluvión de pobladores.

Y, al volver lentamente, con aire compungido, hacia la puerta del cementerio, para despedirse de los deudos del nuevo habitante que allí dejaban, los de la comitiva podían, de reojo, leer a ambos lados de la calle principal, en modestas cruces, o en lapidas toscamente esculpidas, con fechas cada vez más recientes, entre apellidos de consonancia bien criolla, o, por lo menos, ibérica, muchos otros, como ser: Huhuequil, Garibotti, Martini, Wilson, Baurin, Ibarturuá,   —30→   Zimmermann; nombres que claramente indicaban que lo mismo que de la Pampa cristianizada, ciudadanos de los países más distintos y más lejanos, habían ya venido a traer a ese rinconcito, todavía ignorado, de la patria argentina, el grano de arena de su buena voluntad.

Seguramente, cada uno de estos muertos, durante su vida, había creído trabajar para sí; los más, con la esperanza de llevar a su patria la fortuna conquistada por su trabajo, en tierra extranjera, sin acordarse, que, quiera o no quiera, el hombre, aun el más egoísta, no trabaja más, al fin, que para aumentar la herencia común de la humanidad.

Estancieros y peones, negociantes y obreros, ingenieros y albañiles, ricos y pobres, todos duermen allí, al lado uno de otro, después de haber dado a la tierra argentina, en pago de su hospitalidad,-en menor grado quizás, los pocos que han dejado capital, que los mil anónimos que, toda su vida, sólo han conseguido, a duras penas, el pan cuotidiano-, lo mejor de su vida: el sudor de su frente, la fuerza de sus brazos, la habilidad de sus manos, los esfuerzos de su ingenio, las palpitaciones de su corazón; mezclándose la cosmopolita sangre europea con la de los hijos del suelo; injertándose, moral y físicamente,   —31→   las razas del Viejo Mundo en el vigoroso y silvestre tronco de este país nuevo; elaborándose, con él y para él, una nacionalidad única en el mundo, amalgama de elementos tan diversos, que -según el soplo que lo vivifique-, todo se puede temer, y todo también se puede esperar, de este formidable amasijo, de misteriosa complicación, cuya intrincada incógnita sólo despejará el porvenir.



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ArribaAbajo- V -

La libreta


La pulpería de don Juan Antonio Martínez, poéticamente denominada por su dueño: «La Nueva Esperanza», quizá en homenaje a anteriores descalabros, era la más acreditada de todas las casas de negocio brotadas o por brotar, a veinte leguas al rededor.

Muchos eran los bolicheros, y bastantes también los comerciantes de regular capital, que se habían gastado las uñas en la infecunda tarea de hacerle competencia. Don Juan Antonio, regordetón y risueño, hijo de las costas cantábricas, se reía de esos inútiles esfuerzos, conteniendo con admirable diplomacia a los clientes buenos que hubieran podido tener veleidades de saldar definitivamente sus cuentas, y dejando irse, sin un gesto, a los clientes dudosos   —33→   a quienes La Verde de Espinosa, o La Blanca de Lissagaray, o La Colorada de Fulanez ofrecían libreta...

¡Tener libreta!, es decir, cuenta abierta en la casa de negocio; poder, sin dar un peso en efectivo, y durante todo el año, de esquila a esquila, sacar de la casa todo lo necesario a la manutención de la familia y a la administración del rebaño: comestibles y maderas, vicios, ropa, calzado, remedios, muebles y utensilios, y el antisárnico para curar las ovejas, y las tijeras para esquilarlas, o las herramientas para mover la tierra, y los aperos y monturas, todo en fin; y hasta, de cuando en cuando, poder girar contra la casa un valecito por algunos pesos: sueldo de algún peón conchabado en un momento de apuro, o platita destinada a satisfacer algún capricho de la patrona, loca por comprar al mercachifle, al napolitano o turco ambulante, despreciado y temido competidor de la casa establecida, algún cachivache de lata niquelada, o cinco metros de algún género estrambótico.

¡Si lo viniera a saber don Juan Antonio!...

-¡Vaya!, venirle a pedir plata prestada para gastarla con mercachifles: capaz de cerrar la libreta y de dejarlos plantados, y, entonces ¿con qué hacemos la esquila? Pues, en tiempo de   —34→   esquila, la pulpería es banco, y adelanta dinero para todos los gastos.

¡No tengan ese cuidado! Don Juan Antonio Martínez, puede ser que se haga el enojado; pero no es tan tonto como para cerrar una libreta segura, en medio del año, cuando ya le deben mucho, y que se viene acercando la esquila; pues sería lindo que, por una nimiedad, permitiese que viniera otro a quedarse con el cliente, teniendo él, después, que correr detrás de su plata. No; él sabe que hay que dejarle soga al redomón, para que no corte, y que, si el nudo es bueno, la huasca fuerte, y el poste seguro, no hay peligro.

Y el palenque de don Juan Antonio es seguro, pues es el de la necesidad. La soga es la libreta.

*  *  *

En el patio interior de la pulpería, se ha parado un carrito; lo maneja el hijo mayor de misia Tomasa, buen muchacho, trabajador, que recién ha dejado sus estudios en la escuela del pueblito; ha aprendido a leer, y ya puede escribir, -orgullo de sus padres-, unas cartas que, por lo claro, parecen una conversación por gestos. Algo se ha olvidado del lazo, pero pronto lo volverá a conocer.

  —35→  

Don Juan Antonio se precipita; a gritos, llama a los dependientes; pide un banco, un cajón, para que se bajen del carrito misia Tomasa, una señora muy gorda, y dos de sus hijas: Ceferina, en toda la flor de sus diez y siete años, cuyos morenos encantos no sufren de la ausencia de corsé, siéndoles, sí, fatales, el corte tosco del vestido de percal muy relavado, las medias mal estiradas en los botines a la crimea, enormes y sin lustrar, y el pañuelo de algodón floreado que le tapa toda la cabeza, y deja apenas pasar el relampagueo de sus ojos; y Concepción, una niña de trece años, pintona, como dicen entre dientes, allá en un rincón, dos viejos gauchos mirones.

Trabajoso, el desembarco de doña Tomasa, mientras los perros que han venido con ella, empeñan con los de la pulpería una conversación a rezongos y ladridos roncos, precursores de cercanas luchas.

Don Juan Antonio, con amable sonrisa, remite a misia. Tomasa una libreta nueva, que lleva, para no desperdiciar nada, su propio precio en el primer renglón, y al haber, una bonita cantidad de pesos: sobrante del importe de la lana que compró él y ya realizó.

Y empieza el delicado trabajo de volver a atar   —36→   nuevamente la soga al bozal, sin hacer corcovear al cliente.

- «¿A cómo me vende el azúcar?, pregunta, antes de todo, doña Tomasa, instalada en una silla, cerca del mostrador.

-Se la pondremos a 0.45 el kilo, este año, señora. Hacemos este nuevo sacrificio para nuestros clientes».

Y aunque parezca mentira, es un sacrificio; pero, en trampa sin cebo, no se caza pajarito.

Y después de conquistada así la buena voluntad de doña Tomasa, le hace bajar los artículos que pide, y otros que no necesita; le llena los ojos con el relumbrón de las piezas de percal y de los fulares de seda, la abomba con incesante palabreo, y le hace rebajas, y galante, le regala un abanico japonés de diez centavos, y otro a Ceferina, y a Concepción un paquetito de caramelos, y apunta, apunta, apunta.

Ahora, cada dos o tres días, vendrá el muchacho, con las maletas, a buscar las mil cosas que, para comer y vestirse, necesita la familia.

El marido de doña Tomasa no dejará de venir, él también, de vez en cuando, a jugar un partido y convidar a los amigos; y en la duda de cuántas copas son, siempre se apuntan algunas más, y la libreta se va llenando de garabatos, de manchas grasientas, y de sumas cada   —37→   vez más abultadas; hasta que al mismo pulpero le entre el susto, por poco que pinte mal el año; pues el cliente, él, no se asusta por tan poca cosa.

Cada mes, el carro de la pulpería pasa por el rancho, a alzar los cueros o la cerda, y también se apuntan en la libreta; pero don Juan Antonio apunta entonces lo menos posible, ya que es al haber; y como el muchacho, aunque diga, no revisa nada, los cueros resultan todos de epidemia o pelados.

La libreta se ha hinchado. Los pulperos competidores ofrecen al esposo de doña Tomasa precios altos por la lana; y don Juan Antonio, para no perder un cliente que, al fin, no está todavía fundido del todo, paga por la lana cualquier precio.

Queda, así mismo, en la libreta, una cola que sólo se podrá liquidar con la venta hipotética de novillos o capones que, quizás, engorden; hasta que, poco a poco, la libreta se vaya comiendo, después de lo gordo, los animales al corte; después del rédito, el capital, y que llegue el momento oportuno del ahorcamiento final; pues, siempre se debe degollar con tiempo la oveja moribunda, para que siquiera el cuero salga un poco mejor.

  —38→  

Y, cuando el cliente arruinado, humilde, vendrá a decirle a don Juan Antonio:

«¿Podremos seguir con la libretita, patrón?

-Amigo, vea, contestará don Juan Antonio Martínez. ¿Por qué no lo ve a Fulanez?»



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ArribaAbajo- VI -

Funeraria


-«¡Ave María!», gritó desde el palenque el muchacho; y antes que don Agustín hubiera tenido tiempo de espantar los perros y de invitarlo a apearse:

-«Don Agustín, -le dijo-, manda decir mi tío si V. puede venir hasta casa, para hacer un cajón.

-¿Un cajón? ¿Para qué?

-Para el finado Patricio.

-¿Cómo? ¿Murió Patricio?

-¡Sí señor!

-¿Y de qué?

-Lo mató Suárez.

-¡Hombre! ¿Y cómo fue la cosa? Bajate pues, hombre, y mientras me visto, me contas».

El caso era muy sencillo. Patricio era un   —40→   mestizo inglés, compadrón y chocante como él solo, cuando estaba mamado, cosa que le sucedía, en término medio, cinco días por semana, y en su calidad de compositor de los dos parejeros de la pulpería, admitido, como tal, detrás del mostrador, se daba mucho tono con los clientes, doctoreando de conocedor en caballos y carrerista, sin admitir réplicas.

Más de una vez, había suscitado camorras, y sacado el revólver o hecho relucir la cuchilla; pero no había pasado de compadradas de que nadie había hecho caso.

Este día, estaba entre la concurrencia un gauchito, bajo de estatura, delgado, medio lampiño, de ojos chiquitos; con una de estas caras que nadie piensa en mirar; que, instintivamente, se disimulan detrás de espaldas más altas, y cuya vista inspira al que, por casualidad, las ve, la misma repulsión que la de una víbora, con la misma intuición de destrucción necesaria, aunque sea con asco.

Se llamaba Suárez; era hijo de una vieja puestera del pago, mala, ella también, como la hiel, y todos le tenían... recelo, por lo menos.

Se armó lo de siempre, entre él y Patricio, y después de un cambio de palabras algo fuertes, saltó el inglés enfadado por encima del mostrador, rebenque en mano; pero antes que   —41→   hubiera puesto el pie en el suelo, quedó tendido de espaldas en el mostrador, pataleando en medio de las copas volcadas, con una herida bárbara en el costado.

Suárez limpió el cuchillo en el umbral, y conservandolo en la mano, con la mirada circular, torva, humildemente desafiadora de la fiera acorralada, se retiró hasta el palenque, montó a caballo, y pronto se perdió en el pajonal, sin que nadie hiciera un gesto para detenerlo.

Cuando llegó don Agustín con el muchacho, el alcalde estaba allí, conversando con el dueño de la pulpería, cerca del catre donde descansaba el cadáver de Patricio.

Lo único que quedaba que hacer era preparar todo para velarlo y llevarlo, el día siguiente, al pueblo; -catorce leguas de caminos deshechos y pantanosos, donde se daría cuenta a la autoridad, se haría reconocer el cuerpo y se le daría sepultura.

Primero, se necesitaba un cajón. Don Agustín se puso a disposición del pulpero: no era, a decir la verdad, carpintero de oficio, pero tenía cierta afición y era bastante vaqueano para enderezar a martillazos los clavos torcidos y enmohecidos que nunca faltan en una casa de negocio, serruchar medio derecho tablas de   —42→   cajones vacíos y de barricas, y pegarlas juntas, sin ofenderse por demás los dedos.

Bien se hubiera podido,-y algunos viejos habían emitido la indicación-, envolver al difunto en un cuero de potro y llevarlo así, a la moda antigua, de cuando una tabla era un lujo, y que había que hacer seis leguas para pedir un serrucho prestado. Pero nadie los escuchó; ¿para qué? Si había de todo en la casa, y el pulpero indicó a don Agustín un montón de cajones vacíos, autorizándolo con una liberalidad que hacía honor a sus sentimientos de caridad cristiana, a tomar todo lo que necesitase.

Una hora después, apenas, de haberle don Agustín tomado medida de su último traje, se encontraba Patricio descansando en un féretro artísticamente trabajado; dando la casualidad que en el sitio de los pies, se pudiera leer: «Bitter de los Vascos», mientras se juntaba en la cabecera, un letrero de coñac con uno de ajenjo, y derramada en los costados y en todas partes, la lista completa de las bebidas con que suele ponerse alegre la gente del campo: vermouth francés y vermouth cinzano, ginebra, whisky, anís de carabanchel, aguardiente de uva y algunas otras. Ningún honor fúnebre le podía haber sido rendido con más exquisito tacto al finado Patricio.

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Lo velaron muchos vecinos, atraídos por la curiosidad, y por las ganas de oír los detalles del suceso; fumaron una gran cantidad de cigarros, se tomaron bastantes copas; dicen que se arreglaron dos carreras para el domingo siguiente, y no hay duda que, si el dueño de casa lo hubiera permitido, hubiera sollozado la guitarra algún canto más o menos fúnebre.

Al amanecer, se ató un carrito con tres buenos caballos, se cargó en él el pintoresco ataúd, y se marcharon, en medio del silencio de la concurrencia, más atontada por una noche sin sueño que respetuosa de la muerte, don Agustín, sentado en el carro, y el viejo don Anselmo, a caballo, para cuartear, en caso de apuro.

Y en las brumas matutinas, fue extinguiéndose poco a poco, el rumor vago, salpicado de notas claras, producido por el sonido de las ruedas en el eje, los tumbos del carro en los huecos de las huellas, el trote de los caballos en los charcos de agua y la conversación a gritos de los dos viajeros, medio excitados por la emoción involuntaria que les infundía la presencia algo solemne, con todo, del mudo, compañero, por la agitación del viaje, y, quizás también, por la copiosa mañana tomada antes de salir.

Ocho horas después, llegaban frente a la policía   —44→   del pueblito, y bajaban ambos del carro; pues el viejo Anselmo, en las seis paradas que habían hecho, en los boliches del camino, para dar resuello a los caballos y contar el suceso, con amplios detalles, se había tragado tantos anises con ginebra, que don Agustín, algo bastante punteado también, le había hecho atar el mancarrón a la par de un ladero y ofrecido un asiento en el carro.

Y cuando hubieron entregado al oficial de guardia el parte del alcalde, y recibido la orden de bajar el difunto, vieron, atónitos, que la puerta del carro, desprovista de sus clavijas, colgaba, avergonzada, de las bisagras, y que el muerto había desaparecido.

«¡Ahijuna! Se nos fue!» exclamó Anselmo.

Pero don Agustín que era hombre formal, lo hizo trepar otra vez en el carro, a su lado, y sobre la marcha, sin decir nada a nadie, agarró por donde habían venido, registrando cuidadosamente el camino recorrido, hasta que, a una legua, más o menos, del pueblito, encontró al pobre Patricio, que esperaba tranquilo, con el cajón boca abajo, en un charco, que lo viniesen a buscar.



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ArribaAbajo- VII -

Arreo


La hacienda comprada ha sido contada y entregada: corren ya por cuenta del comprador todos los riesgos y los gastos, y el capataz encargado de la tropa, conoce demasiado la responsabilidad que pesa sobre él, para no vigilar estrechamente los intereses que le han sido confiados.

En un grupo, cortado de un rodeo de cuatro mil vacas, ahí están las mil cabezas al corte, de ganado medio arisco, que tiene que llevar a setenta leguas de distancia.

La hacienda, -toros, novillos, vacas de todas edades, vaquillonas regordetas y terneros retozones-, está rodeada por los ocho hombres que constituyen su guardia; ya se formó la tropa   —46→   en son de marcha, caminando despacio, en su orden definitivo.

Por delante, dos hombres arrean al trotecito, juntas todas, las tropillas de los peones y del capataz, en medio del alegre campanilleo de los cencerros que las madrinas llevan colgados en el pescuezo. Al frente del trozo de hacienda, tres jinetes la sujetan constantemente, para oponerse, desde un principio, a las veleidades que podría tener, de emprender una de estas disparadas locas, que pronto desparraman por el campo, en todas direcciones, puntitas de vacas que se precipitan, seguidas, a todo correr, por gauchos que gritan y alzan los ponchos, cansan los caballos, y acaban, muchas veces, por no poder sujetar nada.

Todos los esfuerzos de la gente se concretan en evitar ese desastre; y hasta que la hacienda no se haya alejado bastante de la querencia, en vez de apurarla de atrás, la sujetan, al contrario, por delante y en los costados, haciéndola caminar, como encerrada, entre sus guardianes atentos.

Al salir de la querencia, las vacas miran para el campo, donde adivinan a las compañeras. Una que otra se para, estira la cabeza, y deja oír un balido quejoso, como si supiera que es un adiós eterno al campo donde nació, a los hijos   —47→   que ahí deja, a las compañeras que, a media legua, pacen, indiferentes.

«¡Fuera vaca!» y el rebenque rabioso y brutal de un peón la obliga a seguir camino.

Poco a poco, van desapareciendo los amagos de fuga: las cabezas aspudas no se acuerdan ya de mirar por atrás. Resignados, caminan los animales, y para que se olviden más pronto de la querencia, de cuando en cuando, los llevan al trotecito.

Y las astas suben y bajan, golpeándose unas con otras, las grandes de los novillos con las finitas de las vaquillonas, en un movimiento continuo de olitas cortas y pequeñas, como las que produce la marejada de un río; las pezuñas se chocan con un ruido seco, y las panzas vacías suenan, como trapos mojados agitados por el viento.

Los novillos y las vacas grandes, personas serias que quieren saber adónde las llevan, trotean por delante, como divisando, siempre sujetadas por los peones, mientras que por detrás vienen los animales de menos edad, siempre dispuestos a chacotear, trepándose uno encima de otro, sembrando el desorden entre las filas.

«¡Vaaaca!»

  —48→  

*  *  *

Pero ya la querencia ha quedado lejos; los animales, agitados, algo cansados, muy hambrientos, poco se acuerdan de ella, y el capataz, eligiendo un buen retazo de campo, con buena aguada, manda parar.

Rodeados siempre por los peones, los animales comen un buen rato, pero sin que los dejen extenderse; los hombres, ellos, no descansarán hasta más tarde, y sólo comerán, a la oración.

¡Fuera bueeey!... Se vuelve a emprender la marcha. Se estrecha otra vez el círculo, y la tropa sigue su camino. Dará trabajo para pasar en la manga de una tranquera. Hacienda, como es, mal educada, que poco sabe lo que son puertas, se abalanza, se echa atrás, remolinea, atropella los postes, se enrieda en los alambres; y llueven los rebencazos, y los gritos ensordecen, y los balidos les contestan; y las risas dominan, al ver una vaca enojada darse vuelta y perseguir al capataz, con las astas bajas. «¡Él es! ¡Él es!», gritan todos; y enceguecida, agachada, la vaca sigue, rápida, la media vuelta que de repente, dio el jinete, encontrándose sin saber cómo, súbitamente calmaba, con el hocico entre las colas de las compañeras.

-«¡Ah! ¡Mancarrón lindo! ¡Si tiene una boca como miel!»

  —49→  

*  *  *

El sol se apagó; en la noche serena y clara, los guardianes de la tropa, medio dormidos en sus caballos, llevan por delante los animales soñolientos.

Un silencio, lleno de ruidos misteriosos que lo turban sin quebrarlo, lo mismo que alumbra la luz vacilante de las estrellas, sin disipar la obscuridad, se extiende sobre el campo sombreado, mientras pasa lentamente el arreo, agregando su nota peculiar al concierto nocturno de la Pampa.

Los cencerros de la tropilla, el continuo cliqueteo de las pezuñas, un balido, un relinche, la crepitación de un fósforo, el grito lento de los peones: «¡Vaaca!» interrumpen, por un rato, el canto de las ranas o el gruñido sordo de la vizcacha, dando lugar al clamoreo vibrante del tero, a la protesta enojada, diez veces repetida, con tono agrio, de la lechuza quisquillosa.

-«La hacienda va bien; está sosegada. Mauricio, cántanos algo», dice el capataz.

Y el interpelado, sin hacerse rogar, echa al cielo, en un grito agudo, una lastimosa queja de su corazón dolorido, diluida en seis versos.

-«¡Pobrecito!» dice un compañero, medio   —50→   riéndose, medio convencido; y el cantor sigue con otra copla que, lagrimeando, cuenta, el abandono de la traidora.

-«¡Adiós mi plata!» murmura el chusco. Y todos los peones, sin dejar sus puestos de guardia en el arreo, tienden el oído para no perder una palabra del canto.

Mauricio, ahora, con voz gangosa y ronca, le reprocha a la infiel su crueldad, y deja entrever en el último verso, la ira, naciendo ya del despecho.

-«¡Esa máula!» dijo uno, y alzando el rebenque: «¡Vaaaca!» gritó fuerte, mientras el cantor, con un trino como pito, apagado paulatinamente, en voz más sorda, concluía, enjugando sus lágrimas y afilando el facón, en versos ávidos de venganza y de sangre vertida.

-«¡Mirá con el tigre!» exclamó la voz.

-«Tomá un cigarro, Mauricio», dijo el capataz.

-«¡Está lindo!» aprobó otro.

Y el silencio se hizo más profundo.

*  *  *

Los peligros no faltarán, ni las fatigas, en la larga jornada de diez a doce días que tienen que hacer. Habrá días de sol ardiente y noches de   —51→   lluvia fría, horas de tormenta, durante las cuales la ronda se hace a ciegas; horas que parecen años al capataz, hombre de vergüenza, que tiene el sentido de su responsabilidad.

Pero, también, al entregar la tropa sin que falte un animal, ¡qué satisfacción del amor propio, y que pronto se olvidarán las malas noches al raso, las privaciones y los sustos!



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ArribaAbajo- VIII -

El tirador


-«¡A ver, mozo! un tirador».

El mozo era un galleguito recién llegado, cuyo espíritu crítico no había tenido todavía tiempo de desarrollarse bastante para que pudiera hacer la diferencia entre un cliente y otro cliente, y ya que le pedían un tirador, y que los tiradores colgaban de las vigas del techo, agarró una caña larga, armada de un gancho en la punta, y empezó a descolgar y a depositar en el mostrador todos los tiradores de la casa.

Si hubiera echado primero una ojeada en el parroquiano, se habría dado cuenta de que éste no era más que un gaucho cualquiera, un peón, y que era inútil deslumbrar con semejante profusión de muestras a quien sólo era capaz   —53→   de comprar un pobre tirador de carpincho, de los más baratos.

Tentador era, por cierto, el surtido: tiradores de toda laya, y de todos precios, anchos y angostos, con bolsillo para el revólver o sin él; con hebilla de acero o con ojales para botones de plata; de carpincho y de vaqueta, de imitación de cuero de cocodrilo, de tafilete y de gamuza; alguno; bordados con flores de todos colores, otros, con magnífico escudo patrio en perlas, que por poco lo hubiera hecho parecer al que lo llevara, todo un presidente de la República, y más, teniendo el mismo emblema en las botas acartonadas, con arrugas artificiales, último grito de la moda de entonces, en la Pampa: ¡y qué grito!

Claro es que, en este mundo, cada hombre necesita un tirador; para el gaucho andariego, es la caja de seguridad, donde conserva todo lo que posee de mayor precio: es el cinturón que detiene las puntas del chiripá y sirve de asiento al cuchillo; en sus tres o cuatro bolsillos, se resguarda el boleto de la marca, para evitar tropiezos en el camino, cuando se va de viaje, arreando la tropilla; y el boleto de la señal de las ovejas, con la papeleta de guardia nacional, el papel de pitar y los pesitos que, por casualidad, y por poco tiempo, hay que encerrar. La   —54→   cartera los acompaña, con sus hojas grasientas y su lápiz, para pintar marcas de animales perdidos o apuntar algún dato.

Otras cosas habrá todavía, pues cada uno es dueño de sus bolsillos, ¿no es cierto?, y mientras algo quepa, le puede echar, no más, cualquiera cosa.

Hay tiradores especiales para los trabajos de a pie, con lazo; pues no es todo pialar un animal a enlazarlo; es preciso detenerlo hasta que lo volteen; para esto es el culero, delantal de cuero que cuelga de la parte posterior del tirador y permite hacer fuerza con todo el cuerpo, y apoyar en las piernas así garantidas, el lazo, antes que resbale en las manos, quemándolas, cruelmente, a veces. El que usa culero es gaucho guapo siempre, y fortacho; ¿de qué le serviría a un flojo? De parada, no más; pues, con culero o sin él, lo mismo se dejará arrastrar por el animal enlazado, hasta que lo suelte, esputándole ajos, porque se lleva el lazo.

Es el antípodo del tirador angosto, de gamuza, de hebillas de acero relucientes, cuyos bolsillos sólo pueden servir para guardar plata en billetes grandes, y que lleva el joven estanciero, cuando viene a pasar una temporada en el campo y trata de dar a su persona el aspecto pintoresco que requiere la situación: bombachas   —55→   anchas y botas cortas, el sombrero gauchito lindamente puesto, y en la cintura, el revólver, discretamente amenazador y cuya boca sugestiva infunde respeto.

El ancho y sólido tirador de carpincho ciñe la musculosa cintura de los trabajadores, de los vascos ovejeros, de los que necesitan bolsillos grandes para amontonar los pesos, ganados de a uno, con el sudor de su frente. No es elegante, y se vuelve con el tiempo y el uso, mugriento y ajado, dejando bostezar los bolsillos cansados.

Es cierto que este mismo tirador sencillo, modesto y sin pretensión, suele, a veces, ensancharse en la opulenta panza de algún resero cargado de pesos, o en el talle elegante de algún gaucho compadre, en vena de prosperidad, con un lujo de adornos y de monedas de plata, capaz de tentar a algún pobre.

La hebilla, toda de plata, es la misma marca del envidiado dueño de tanta maravilla, y alrededor, resplandece todo un mosaico de monedas de todo tamaño y de toda procedencia: patacones españoles, de columnas, gastados, pero de buena ley, y piezas de cinco trancos, con la cara olvidada de Luis Felipe; dolares americanos, de águila y estrellas; piezas chilenas, con el cóndor, rapiñador hambriento, y bolivianos   —56→   humildes, con la palmera achatada, mal acuñadas y de valor mermado; soles peruanos, algo borrados y águilas mejicanas, tragándose víboras.

El tirador de flores bordadas sienta a la juventud amorosa, y sucede que la bordadora, en un arrebato de imaginación, -quizás era joven también, y soñaba de besos dados y devueltos-, ha pintado dos corazones unidos, atravesados por una flecha.

¡Bendito sea Dios! ¡Y también le hizo bolsillos! ¿Para qué, si su dueño todavía no posee más que su bigote naciente y su buena figura? ¿O sólo será para alojar, lo que en todas partes cabe, alguna risueña esperanza?

El viejo Zuviría, él, ya no tiene esperanza que alojar, ni tirador para ello; hace años que nunca se ha juntado con bastante plata para no poder chupársela toda, y nunca le ha quedado para comprar tirador. Se contenta con una faja; no la faja ancha y larga, de lana azul o colorada, en la cual algunos extranjeros suelen envolverse tres o cuatro veces el cuerpo, sino una pobre, miserable fajita, angosta, de algodón, descolorida y sucia, torcida por el uso como el hilo de acarreto, y que cuelga desatada, cuando está mamado, haciendo acordar, a pesar de la gran flacura de su dueño: que al que nace barrigón, es al ñudo que lo fajen.



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ArribaAbajo- IX -

Feudalismo


Por calzadas anchas, de declive suave, baja del castillo feudal, cuya masa sombría de torres altas y macizas se diseña en la cima del cerro, la brillante comitiva del señor y dueño de las diez cuadradas de campos cultivados, bosques y llanuras, que rodean la soberbia mansión.

En caballos magníficos, suntuosamente enjaezados, desfilan, caracoleando, los caballos y gentilhombres, cubiertos de ricas armaduras o de túnicas de seda, con su numeroso séquito de palafreneros, escuderos y pajes, en el derroche chillón de los mil colores de sus trajes llamativos.

Las trompas suenan, los galgos, heráldicos, ladran impacientes; gallardetes y banderas   —58→   flamean al viento matutino, con chasquidos alegres. El pueblo aclama a su señor, y desde las gradas de piedra de la escalera monumental, saludan, en gestos elegantes, las nobles damas, regiamente ataviadas, con sus vestidos de brocatela y sus birretes altos, envueltos en una nube de gasa. Los ojos están de fiesta.

Vasallo de algún rey, pero tan rey, en su tierra, como el rey en su reino, el señor, ocupado sólo en cazar o guerrear, aprovecha, de padre en hijo, la riqueza creada en sus dominios, por el trabajo de generaciones de paisanos, atados al suelo también, de padre en hijo; y seguirán haciendo lo mismo los hijos del señor como los hijos del paisano.

Así lo permite el régimen feudal de la Edad Media, y diez leguas cuadradas de campos cultivados, de bosques y llanuras, inagotable fuente de recursos, bastan para costear la guerra o embellecer la paz, al señor feudal europeo de hace dos mil años...

Diez leguas cuadradas de campo pelado, sin población, cultivo, ni bosques, simple tajada de desierto crudo, rodean el rancho de barro y paja, castillo del señor moderno, en el dominio pampeano.

Montado en un mancarrón overo, modestamente aperado, sale del palenque de la estancia,   —59→   para el campo, a parar rodeo o a repuntar la hacienda, el señor, con su séquito. Con el lazo en el anca, lo acompañan los peones, capataces y puesteros, luciendo sus sombreros sucios y sus boinas descoloridas; los corceles llevan recados más o menos descompaginados, y el único objeto de lujo que, en el desfile, pueda llamar la atención, es la tricota nueva, de lana, que, por primera vez, endosó hoy el patrón; y este anda al tranquito, prendiendo el cigarrillo, rodeado de una perrada que parece bandada de lobos. Pasa cerca de una hilera de calzoncillos y camisas, recién lavados, que flamean al viento matutino, hinchándose y deshinchándose, en medio de chasquidos húmedos y sin alegría: y la dama, su esposa, ocupada en aumentar el número de banderas y gallardetes, un pañuelo atado en la cabeza, el vestido de percal arremangado, lo saluda a la pasada:

-«¡Ché! José; no te olvides que el almuerzo es a las doce».

Y don José López y González, señor y dueño de las diez leguas cuadradas de campo pelado, sin población, cultivo ni bosques, que rodean su rancho de barro y paja, azota al caballo para irse ajuntar con su gente, y apurar el trabajo, deseoso de hacerle el gusto a la señora, con quien comparte el odio que, cocinera puntual,   —60→   le tiene al puchero recocido y al asado reseco...

En los vastos dominios de don José, pacen, a millares, ovejas y vacas; humildes y sumisos vasallos que trabajan y producen, de generación en generación, para enriquecer al amo y permitirle cambiar su rancho por una casa decente y su tricota por traje de saco.

Y don José López y González, campesino español inmigrado, enriquecido en la cría de ovejas, sin haber visto jamás en los libros, como trataban en el año mil, al rebaño de sus siervos, los señores feudales, perfectamente sabe exprimir, con su mano de plebeyo, corta, vigorosa y repleta, el jugo del trabajo ajeno, sin proporcionar a sus inferiores estrujados, arrendatarios, peones y puesteros, la protección que, siquiera, los de antaño daban a sus vasallos.



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ArribaAbajo- X -

El cuchillo y la guitarra


Serio como una lechuza, muy tieso en su camisita, y descalzo, Román caminaba en el patio lentamente, y con un aire de importancia que contrastaba con su alegre modo de ser habitual y con su talla de criatura de tres años escasos. Es que en cada una de sus manos, cruzadas por detrás, tenía, bien agarrada, una cuchilla de veinte a veinte y cinco centímetros de largo, aguda y cortante. Las había encontrado encima del banco de la cocina, y parecía concentrar el pensamiento de su cabecita rubia en lo que iba a hacer con ellas.

Cuando la madre lo vio, echó un grito de terror. Extranjera, no se había acostumbrado todavía a ver cuchillos en manos de criaturas, ignorando que si bien en Europa, los niños   —62→   se contentan con armas de fuego que sólo hacen ruido, ningún criollito consentiría en manejar un cuchillo de lata.

Boleadoras de carne, pasa; lazo de hilo de acarreto, todavía está bueno, por un tiempo; pero el cuchillo no admite ser juguete, y llevar un cuchillo que ni pincha, ni corta, ¿para qué?, más bien no llevar ninguno, lo que, de veras, por otra parte, a nadie se le puede ocurrir.

¿No evoca la sola palabra «gaucho» la idea de cuchillo? ¿Y cuando puede haber gaucho sin cuchillo? Este es el amigo fiel, el útil y valiente compañero, siempre listo para el trabajo, siempre listo para la pelea.

Modesto, sencillo, con su cabo de madera y su hoja tosca, de buena gana se presta a las humildes tareas domésticas y ayuda en todos los trabajos de campo. Con él, el gaucho, lo mismo cortará una huasca, emparejará los vasos de su caballo, partirá la carne, se escarbará las uñas y también los dientes, como degollará un animal y lo desollará, o podará una planta, hará las tarjas del recuento, sangrará su caballo y lo tuzará; de un tajo, partirá la jugosa sandía, y la punta del cuchillo será el tenedor; con el cuchillo, se señala los animales y se pica el tabaco, y también se corta los mazos de paja para techar la choza. Es el   —63→   gran obrero, cuando, como moscas, mueren los animales y que hay que cuerear; y el salvador, a veces, en los trabajos del rodeo, cuando un lazo enredado y tirante pone en peligro alguna vida.

Y también sabe relumbrar, punzante como lengua de víbora, cuando sale, rabiosamente amenazador, de su pacífica y grasienta vaina de cuero.

¡Cuidado con él, entonces!

Cuando la mano estremecida pasa, rápida, por detrás, y lo busca en la cintura, ¡cuidado!, que los tajos vuelan y son ligeros; y tardíos para sanar, pues el cuchillo del gaucho es vaqueano y no yerra.

Y no son tajos pequeños; no se contenta con pinchar: corta, desgarra, se hunde. El cuchillo del gaucho, cuando se vuelve arma, mata sin piedad, grosero como herramienta enfurecida que es, ignorante de los aristocráticos escrúpulos de la esgrima.

El gaucho que lleva en la cintura el facón, ridícula espada demasiado corta, falsificación ruin del cuchillo convertido en odioso puñal, parece llevar consigo patente de matador y de guapo: nunca pasa, en realidad, de un cobarde, que sólo se atrevería a desafiar a los que tuvieran hojas más pequeñas, tratando por su   —64→   oportuna actitud de parada, de asustar peligros que no sería capaz de afrontar.

Por lo largo del cuchillo no se mide el coraje.

Así mismo, para trabajar a gusto, tampoco tiene que ser el cuchillo de los más chicos, y el gaucho desprecia el cuchillo de bolsillo; no le parece valer la piedra que se gasta en afilarlo; y también se ríe del cuchillo que, por moda, el extranjero lleva en la cintura, sin haberlo nunca afilado bien, y cuyas hazañas nunca requerirán, para ser celebradas, que se temple la guitarra.

¡La guitarra!, símbolo del arte en la Pampa; síntesis de su música y de su poesía: música triste como el viento que gime, de noche, en la paja de los techos, y a la cual no consigue alegrar, aun cuando lo quiera, el canto del gaucho. Las mismas notas altas del instrumento lloran más de lo que cantan, y cuando el payador, cansado de conmover a sus oyentes por la lúgubre narración de proezas sanguinarias o por quejas gangosamente agudas, sobre la desgracia de su infeliz madre y la infidelidad de su amante, se quiere empeñar en ponerse risueño, y que, sordamente, entona: «Soy el gaucho alegre...» casi se hacen invencibles las ganas que dio de llorar.

Así mismo, la guitarra es de todas las fiestas,   —65→   como el cuchillo de todos los trabajos. No se concibe una reunión de gauchos sin que, en algún rincón, bordonee una guitarra; y el canto, y el baile, al compás de ese zumbido, a la vez brincoteador y melancólico, personifican a las mil maravillas la alegría tan poco expansiva y tan poco sonriente, peculiar del hijo de la Pampa.

No solamente en las reuniones, desempeña el papel principal la guitarra, sino que bien miserable sería el rancho que no la tuviera, colgada en la pared, para, en los días de ocio, apurar con ella el vuelo de las horas, o, de noche, confiar a las estrellas, quebrando el silencio majestuoso de la llanura, las alegrías y las penas que puede contener un corazón de solitario. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Ese día, se encontraron ambos en la pulpería, y maliciosamente, los presentes, acordándose que un viejo rencor los distanciaba, les pidieron, -pues cantaban con primor-, que echaran unas coplas.

Poco se hicieron rogar, templaron las guitarras, sin rechazar las copas ofrecidas, y empezó el canto. Llenos, primero, los versos, de saludos amables y de alabanzas excesivas, pronto resbalaron en alusiones irritantes, contestadas con enojo contenido, en ese lenguaje pintoresco   —66→   que para el que lo entiende, hace más hirientes las agudezas; hasta que subiendo de tono, se cruzaron desafíos insultantes...

En medio del tumulto, de repente hubo un grito ronco, ahogado por la sangre, como el «cruach» del carnero, cuando lo degüellan; y mientras que en un chiripá se enjugaba el cuchillo homicida, el cantor, con un anatema supremo a la madre que lo crió, cayó derrumbado, en la guitarra destrozada.

«Ceci a tué cela».



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ArribaAbajo- XI -

Carne ajena


-«Señor, venía a ver si Vd. me podría dar licencia para hacer un ranchito en el fondo de su campo, allá, en la orilla del cañadón. No lo estorbaría en nada, señor, pues, fuera de unas lecheritas, no tengo hacienda ninguna.

-Mire, amigo Montoya; no puedo, porque como Vd. tiene mucha familia y poca hacienda, siempre estaría yo con la pesadilla de que carnea de la mía, y viviría intranquilo. Es mejor que busque su comodidad en otra parte».

Y Montoya se fue, medio pasmado de tamaña verdad, expresada con tanta frescura.

*  *  *

«¡Oh! ¡Señor!, denos hoy nuestra carne cotidiana».

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El pan es todavía un artículo de lujo en muchas partes de la Pampa; la misma galleta tiene que ser excluida de muchos hogares; y pedir a Dios el pan cotidiano sería, de parte del gaucho, casi tan osado, como para los pobres de las ciudades, pedirle manteca. Pero algo tiene que comer; lo que gana en changuitas se va en vicios: yerba, tabaco y otras cositas, y aunque tuviera pesos de sobra, no le vendría seguramente la idea de ir a comprar carne. ¿Ir a pedirla en la vecindad?, esto está bueno una vez por casualidad; y por lo que es de carnear de los cincuenta guachos que forman su majada, o de las diez lecheras que componen su rodeo, ni pensarlo.

Pero estos pocos animalitos son la pantalla bendita que tapa los misterios de la milagrosa multiplicación de la carne gorda, siempre colgada de la cumbrera del rancho. Quien tiene ovejas, bien puede carnear un capón para su consumo; y no puede extrañar nadie que, teniendo vacas, mate una, de vez en cuando, para comer a su gusto y mandar a los amigos un cuarto o un costillar. El hombre tiene su marca bien registrada, y el boleto de señal de sus ovejas; ¿por qué no tendría, como cualquier otro hacendado, cueros para vender... y para cortar?

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Lo único, quizás, que podría parecer extraño, es que, con tan poco capital, no sólo viva bien una familia tan numerosa, sino que también aumente el rebaño, a pesar de la gran cantidad de cueros vendidos al pulpero y acreditados en la libreta.

¿Será que como la familia es numerosa, y que todos sus miembros, grandes y chicos, no se ocupan más que en cuidar sus haberes, la hacienda tiene que prosperar a la fuerza, mucho más que la del estanciero vecino, que hace cuidar la suya por peones a sueldo? No hay duda que así sea; y ¡qué diferencia en todo! El estanciero, por economía, come puras ovejas y vacas viejas, muchas veces no muy gordas; mientras que el que le dije siempre carnea gordo. ¡Lo que es, amigo, el trabajo personal!

*  *  *

La carne va tomando valor, con el incremento de la exportación; pero todavía es, y por algún tiempo, será, para el paisano, a la vez que el alimento primordial, un objeto de liberal desperdicio: ¿y no se dejaba antes podrir en el campo, las osamentas a millares, cuando se trataba sólo de recoger cueros?

Lo que abunda no vale, y el gaucho hambriento   —70→   muy bien volteará una res por el solo placer de llevar para su casa un matambre, echando a perder un valor -ajeno es cierto- de treinta o cuarenta pesos, para conseguir un bocado que no vale ni cuarenta centavos, y que le hubieran regalado, si lo hubiera querido pedir.

¡Ah!, pero es que el atractivo de la carne ajena es atávico en la Pampa. El pobre que carnea ajeno para evitar el hambre, merece, por cierto, indulgencia, cuando no se vuelve por demás dañino y no mata por matar, como el puma; pero, ¿qué diremos del hacendado rico que no puede ver un animal ajeno en su rodeo o en su majada, sin que le venga el agua a la boca; para quien es amarga la carne de las vacas de su marca y sabrosa la del vecino?

Y no es una excepción; la excepción está del otro lado; es cosa corriente, en los campos de afuera, por lo menos; y, entre vecinos, hasta objeto de espirituales chanzas:

-«¡Qué rica, amigo, la carne de la marca del candelero!

-No tan rica como la de la llave; ¡jugosa la vaquillona colorada que carneamos, el otro día!

-¿De veras? ¡Caramba!, me hubieran convidado.

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-¡Qué esperanza!, no ve que esa carne no le hubiera sentado, por la poca costumbre que tiene de comer de ella!»

Y como lo ajeno poco cuesta, se tira la carne, se malgasta el cuero, se desperdician bienes materiales, y se perpetúa la desmoralización.

Si Dios hubiera ubicado en la Pampa el paraíso terrestre, el Espíritu del mal, no encontrando manzana para tentar al hombre, se hubiera contentado con deslizar en la majada de Adán, una borrega gorda de la señal del Señor, o en su rodeo, una vaquillona apetitosa de la hacienda celeste. El éxito hubiera sido seguro, aun sin necesitar a Eva para nada.



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ArribaAbajo- XII -

Noches pampeanas


Estar acurrucado en la blandura espesa de las pilchas del recado, cuidadosamente colocadas unas encima de otras, en un rincón abrigado de la cocina caliente, bien tapado con toda la ropa de abrigo que uno pueda tener, ponchos, mantas y chiripás de paño, y, antes de cerrar los ojos y de dejarse resbalar al sueño completo, fumar un cigarro, oyendo llover, esto es sencillamente la suma de la felicidad.

Así, por lo menos, pensaba Mauricio, cierta noche de temporal, que asentado en su caballo, con paciencia, hacía frente al agua fría que le azotaba la cara, entrándole, a pesar de lo que podía hacer para evitarlo, un poco por todas partes. Y tenía que hacerle frente no más, al agua fría, pues, de otro modo, ella hubiera   —73→   arreado quién sabe hasta dónde, la hacienda que se iba conduciendo para los corrales de abasto de la ciudad.

Poder fumar un cigarro, siquiera, hubiera sido un consuelo en ese fastidioso trance, pero prender un fósforo, con hacienda tan arisca, era dar la señal de una disparada que nadie hubiera sido capaz de atajar. No, por cierto, no se puede, que de sólo pensarlo, quién sabes si no se asusta la hacienda.

Realmente, estar acurrucado en las blandas pilchas del recado, en un rincón abrigado de la cocina caliente, bien tapado, fumando, y oyendo llover, es la suma de la felicidad en este mundo.

*  *  *

Las ovejas encerradas en el corral, mojadas hasta los huesos, paradas en el barro, con el vellón empapado, no aspiran, ellas, a dormir a galpón, como los carneros finos y sus esposas elegidas, pero no dejan de pensar que también en la vida de los animales, hay ciertas desigualdades por demás abusivas. Y mientras así cavilan, su amo también duerme mal, aunque él esté muy si señor en su cama, pues calcula que si dura esta lluvia, se le va a llenar de   —74→   agua el campo, y no deja de ser una broma que nunca pueda llover con moderación, y sólo cuando se necesita. Y así son las cosas, en este mundo; lo que a uno, un día, lo llena de gozo, otra vez, lo perjudica.¡Paciencia! Y dejar llover.

Y también dejar que hiele. ¡Son largas, las noches de invierno! Caído el viento, a la oración, prendidas las estrellas en el firmamento, todavía no se siente mucho el frío, pero desde ya, lo envuelve a uno la sensación penetrante de que va a caer una helada recia; y todo el que puede busca el rinconcito donde encontrará calor y reparo. No todos lo pueden, y el mancarrón atado al palenque, sin abrigo de ninguna clase, tiene que ser dotado de buena fuerza de resistencia para soportar, inmóvil, sin morir, el frío siempre creciente de la inacabable noche. Eriza el pelo, encoge el pescuezo y sufre.

En las noches de helada, a pesar de la gloriosa claridad de las estrellas que refulgen intensamente, en la transparencia del aire límpido, pocas ganas tienen de moverse, y quedan en sus cuevas o entre las pajas, todos los bichos y las aves de la Pampa.

El hambre los obligará, a veces, a salir del escondite, pero sólo por un momento, pues lo que más quieren es calor. Puede ser que salga   —75→   a merodear algún cuatrero o algún bicho dañino, pero seguramente no se arriesgará ningún enamorado.

Y a medida que se aproxima la hora de los primeros rayos del sol, el frío se hace más cruel. Apenas aclara, se pone de pie el hombre, entumecido; pues ni la pobre cama del gaucho, ni su pobre vivienda alcanzan a mitigar la temperatura terrible de la mañana, y tapado lo mejor que puede, a veces bien poco y miserablemente, la cabeza envuelta en pañuelos, tiene que zapatear fuerte y tomar mucho mate para restablecer la circulación de su sangre helada. Poco mérito tiene en madrugar.

Todo blanquea afuera. Los techos parecen de plata pulida; la tierra, el pasto, el lomo de los animales, todo está cubierto de una capa blanca que hace centellear el sol. Los rebaños quedan encerrados hasta que se derrita la escarcha; pues, con su pisoteo, echarían a perder el pasto, hecho quebradizo por la helada.

Por fin, resplandece el astro del día; renace el calor, y el pasto reverdece; alivio de pocas horas; ¡Son tan cortos los días del invierno!

Y pasarán todavía muchos días cortos y muchas noches largas y glaciales, antes que vuelva la primavera a lustrar el pelo de los animales, a forrar con carnes nuevas sus cuerpos enflaquecidos,   —76→   a darles las ganas y la fuerza de vivir, a hacer hervir en su sangre los deseos de la generación.

Pero entonces, en la serenidad calurosa de las noches cortas del verano, se llenará la Pampa de mil ruidos, discretos hasta el misterio, murmullo de la llanura desierta, ávida de ver nacer, de su prolíficoseno, seres innumerables; sin elegir, en su ansiedad, dejando, lo mismo, pulular las alimañas nocivas, como la hacienda fecunda; el yuyo venenoso, como el grano de trigo; contenta con sólo oír el divino concierto de voces que tan hermosamente cantan,-en medio de la luz plateada de las estrellas y del calor de la tierra arrancada de su letargo-, el espléndido poema del amor victorioso y de la vida renaciente.



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ArribaAbajo- XIII -

Cosas de antaño


¿De antaño?... no tan viejas: apenas treinta años. ¡Pero Chivilcoy,-y todo, en la República Argentina-, ha cambiado y crecido tan rápidamente! A más, en la vida de un hombre,-y aunque le parezca poco, cuando mira por atrás-, treinta años es un tirón; y de antaño, pues, bien le podemos decir al Chivilcoy de entonces, pobre pueblito de cuatro calles mal pobladas.

Pueblo glorioso ya, sin embargo, no por haber visto, como tantos otros, su suelo regado por la sangre derramada en alguna batalla célebre, sino por haber inspirado palabras entusiastas y proféticas a Sarmiento, quien, en los campos de oro del trigo colonizador, acariciados por el pampero asombrado, veía, con   —78→   razón, la más poderosa barrera contra las incursiones del salvaje.

En aquellos días fue, nos contaba el viejo Simeón Montes, cuando conoció él a Carpio Caro. Era todo un tipo lindo: hombre alto y fuerte, hábil en todas las faenas del campo, luciendo siempre ricas prendas de plata; un gaucho elegante, hermoso y simpático. Cuando en Chivilcoy se empezó a sembrar trigo, se empleó en la trilla, con su hijo mayor, y las yeguas que tenía: eran pocas, una manada o dos, que cuidaba en un puesto donde vivía con la familia. De año en año, aumentando la producción, Carpio Caro aumentó también el número de sus animales y llegó a tener dos mil yeguas, y a ganarse ampliamente la vida.

Pero tanta yeguada ya necesitaba mucha extensión, y no la podía tener en el puesto, pues se tupía mucho la población, allí; por suerte, el campo era lo que menos faltaba, y pastoreaba su inmensa manada en plena Pampa desierta, llevándola, con toda osadía, hasta donde merodeaban continuamente los indios. A estos no les tenía miedo; era amigo de ellos, casi compañero; hablaba su idioma, les prestaba servicios; más de una vez, les había servido de lenguaraz, y por sus buenos oficios, había desviado malones a punto de largarse, haciendo   —79→   dar oportunamente a los indios dos o tres centenares de vacas por los hacendados más expuestos. Nunca tampoco les negaba algunas yeguas, cuando los apuraba el hambre, y todos lo respetaban, llamándolo con sinceridad: «cristiano amigo».

Terminada la trilla, se llevaba despacio las yeguas, cansadas y enflaquecidas, hasta cien leguas y más, en pequeñas jornadas, haciéndoles desflorar los pastos otoñales de la Pampa. Se internaba, hasta llegar donde, hoy, se juntan, en un punto común, rebosando de vida, las tres provincias de Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires, en la llanura más llana con que se pueda soñar. ¡Qué triste, entonces, y qué solitaria debía ser!, únicamente animada, a veces, por la disparada rápida de los pocos avestruces, venados y baguales que en ella se buscaban la vida, asustados por algún movimiento inusitado. Allí pasaba el invierno, en una cueva cavada en cualquier parte, esperando que la primavera volviese a hacer engordar las yeguas y a devolverles las fuerzas necesarias para emprender de nuevo el trabajo anual de la trilla del trigo.

Nunca faltaba; y los agricultores de Chivilcoy, una vez sus trigos emparvados, lo   —80→   esperaban con la misma confianza con que habían esperado el verano y la siega.

Un año, pasaron los días, pasaron los meses, sin que apareciera en el horizonte, creciendo con rapidez, al acercarse galopando, el gran arreo de las yeguas de Carpio Caro. Los colonos tuvieron que ocupar a otros trilladores, y, mal que mal, se hizo el trabajo; pero muchos se perjudicaron por la demora, y, el año siguiente, empezaron a traer algunas trilladoras a vapor.

De Carpio Caro, de su ausencia, de su desaparición, durante algún tiempo, se habló, por supuesto. La familia trató de conseguir noticias, pero todo fue en vano, y ni de él, ni de su hijo, ni de sus dos mil yeguas se volvió a saber nada; hasta que todo cayó en el silencio, en el olvido.

Ocho años después, se empezaron a poblar los campos extensos y desiertos, desalojados ya definitivamente por los indios, y el dueño de un gran retazo de Pampa, al recorrerlo, encontró por casualidad, cerca de una laguna grande, dos esqueletos humanos, cubiertos todavía de ciertas prendas de plata, que hicieron conocer estos restos por los de Carpio Caro y de su hijo.

¿Cómo habían muerto?, nunca se supo. Crimen, no fue: no los habían despojado; algún   —81→   descuido, quizás; los caballos que disparan o desaparecen; ¿o alguna fiera? Puede ser; ¿la viruela? ¿un rayo? No se sabe, ni se ha sabido nunca, ni se sabrá jamás. Hay tantos medios de morir.

*  *  *

Y Simeón Montes, con la vista fija, como si mirase en el pasado todo lo que había visto desaparecer, agregó:

-«Habría quizás comprendido que ya era tiempo que cediesen el paso las yeguas a las trilladoras, lo mismo que había hecho la hoz a la, segadora.

¿Y no tuvimos que hacer lo mismo, nosotros, dijo, cuando se extendió el ferrocarril, con nuestras inacabables tropas de treinta y cuarenta carretas tucumanas, que iban en fila, tiradas por ocho, diez, veinte bueyes, haciendo rechinar sobre sus ejes, las toscas ruedas de madera maciza; formando el cuadro, en las paradas, para rechazar los ataques de los indios?

¿Y con nuestras arrias de centenares de mulas, que bajaban de San Juan y Mendoza, cargadas de lanas y de semilla de alfalfa, para volver, meses después, con mercaderías de todas clases?»

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Nos contó también, el viejo Simeón, los sustos que, cuando tropero, había pasado, y las pérdidas sufridas, cuando, para salvarse de los indios, no había más remedio que de arrear, disparando, las mulas desnudas, dejando tirada toda la carga.

Entre sus historias, hubo una, bastante enredada, de cierta sorpresa y del consiguiente pánico, que tuvo por teatro la travesía de La Carlota a San Luis, en la cual, una tropa, según él, abandonó, para huir, su carga de artículos de almacén y de botica, llegando después otra, que cargó con los restos del saqueo. Nunca pudimos aclarar muy bien qué tropa conducía don Simeón; si la que fue pillada o la que recogió el botín; prefería, al parecer, esquivar las preguntas al respecto; ignoraba los detalles; no sabía si los indios habían sido de la gente de tal o cual cacique, o si sólo, gauchos malos; pero sus ojitos de zorro viejo brillaban tanto que quedaba uno pensando, al oírlo, que el desierto debió conocer y guardar para sí, curiosas y tremendas historias, a veces.



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ArribaAbajo- XIV -

El arado


Antes de que el sol ardiente de Enero asome en el horizonte su faz de fuego, a las cuatro de la mañana, cuando todavía puede uno creer que dura la primavera, al sentirse rozar la cara por el fresco hálito del alba, los arados de don Giuseppe ya rajan la tierra virgen de la Pampa. A cierta distancia del rancho, en medio de los confusos rumores del despertar de la naturaleza, retumban gritos enérgicos, llamadas imperativas, nombres raros, como apodos de esclavos, incesantemente atropellados por un amo gritón y exigente.

Pero la voz es juvenil, los nombres son de benévola sonoridad, y los gritos, no parece que sean de enojo:

«¡Machete! ¡Zarco! ¡Pepito!» Detrás del arado,   —84→   caminan, apurados, los hijos de don Giuseppe, la picana en la mano, tropezando entre los terrones, manejando como hombres vigorosos, muchachos que son, de doce y trece años, ocho bueyes, cada uno, y trazando, cada uno, su doble surco de cinco cuadras de largo, obligando a la tierra ignorante a pasar del pasto puna al trigo.

-«¡Remolón! ¡Azucena!» y mientras que, entre risas, por el nombre tan florido que ha dado el muchacho a un buey, vuela una bandada de mixtos locos, la picana tanto cae en Azucena como en Remolón. Es que hay que andar ligero: hay que aprovechar la madrugada, pues apenas salido el sol, se pone insufrible, y lo que por la mañana no se haga, menos se hará por la tarde.

-«¡Indio! ¡Palomo!», y en el pelaje blanco del Palomo, asoma una manchita colorada; mientras el Indio se encoje y pega un tirón, como si quisiera llevarse todo por delante, para remediar quizás, en lo que pueda, la torpeza secular de los gobiernos tacaños, que con mezquinar, en su criminal avaricia, la tierra al agricultor, han demorado tanto la conquista del desierto y el progreso del país; ¡necios! ¡como si valiese algo la tierra sin el arado, la herramienta sin el obrero!

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- «¡Casero!» grita el muchacho, y cimbra la pica.

Casero, sí, será el labrador, dueño del retacito de suelo patrio que cultiva con sus manos y que con su sudor riega. El pastor vive solo, errante, con su rebaño; recorre la llanura; dispara del peligro; no le puede hacer frente; el labrador, lo mismo que el árbol que plantó, echa raíces y queda firme; el cultivo de la tierra agrupa a los hombres, y resisten, formando, para defender lo que es suyo, la muralla de pechos humanos, ¡que sólo hace invencible a la patria!

-«¡Chingolo! ¡Porteño!» y llueven los puntazos. La tierra es dura; opone al arado vencedor la resistencia de las mil raíces enmarañadas en su seno, desde las edades remotas en que ha podido germinar en ella la semilla llevada por el viento o traída por el pájaro. Resiste -y los mismos chingolos, santafecinos, cordobeses o porteños, si no fuera más que por ella, nunca habrían sabido lo que es un granó de trigo. Pero tiene que ceder al arado.

-«¡Ginebra! ¡Gaucho! ¡Haragán!» gritan los muchachos, picaneando; y da la casualidad que justamente, en este momento, pasan frente a la casa, en cuyo umbral, sentado descansadamente, un gaucho andariego, sin trabajo y sin   —86→   ganas de hallarlo, está por echarse un trago al buche; y, medio sorprendido, endereza el porrón y mira, frunciendo las cejas, a don Giuseppe, su huésped, que sonriente, y sin dejar la herramienta que está afilando, le dice.

-«¿Qué le parece, amigo, esos bueyes?»

-¡Lindos!, contesta el gaucho, y empina largamente el frasco, murmurando no se sabe bien que fórmula de... agradecimiento.

Ya pasaron los dos arados, con su larga fila de diez y seis bueyes, dejando abierto al calor del sol naciente el ancho surco que humea; y se va achicando, a lo lejos, el grupo compacto, donde relampaguea, a ratos, el acero gastado de las rejas.

Apenas ya se oyen los gritos a los bueyes:

«¡Mestizo! ¡Guapo! ¡Bandera!» Claro: no podían faltar esos nombres en la boyada de don Giuseppe, casado con una criolla, cuyos hijos, labradores guapos, sienten para la bandera de su tierra nativa todo un orgulloso amor de prosélito.

Y la misma tierra se admira de verse tan fecunda, cubierta, en pocos meses, de alfalfares que siempre retoñan, y de trigales dorados que caen, tupidos, bajo la cuchilla, mientras que las hermosas plantas de los maizales extienden hasta el horizonte, sus verdes líneas.

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Giuseppe, don José -el pobre Giuseppe de antaño-, no tiene las manos ni la cara mucho más lavadas que en otros tiempos; fuma siempre en el mismo pito hediondo, pero el hombre está muy forrado: tiene campos y hacienda, y casas, y plata; y sigue trabajando, produciendo, ganando, porque es su placer, y su vida. Manda y paga a un ejército de peones, y, lo mismo que a sus hijos, ha enseñado a muchos de ellos como se trabaja: su ejemplo los instruye, y cuando, durante la trilla, bajo los ardores de un sol sin piedad, echan incansablemente a las ruidosas fauces de la máquina las gavillas, su presencia los alienta.

A otros también abre su obra, a veces, nuevos horizontes: y un corredor con quien acababa de recorrer sus innumerables parvas de trigo, después de quedar pensativo un rato, le dijo:

-«Mire, señor; si hubiera en la campaña tantos don Giuseppe como hay de corredores en la Bolsa de Buenos Aires, el oro pronto estaría a la par».



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ArribaAbajo- XV -

Rodados pampeanos


Don Ambrosio ya se iba haciendo medio pesado para el caballo. Para dar una vuelta a la majada, revisar el rodeo, ir hasta la esquina o a lo de su compadre don Anacleto, a pasar un rato, no se cansaba, por supuesto; pero cuando tenía que dar un galope algo serio, para alguna diligencia en el pueblo, más de una vez, había pensado en lo lindo que sería poder hacer el viaje, cómodamente sentado y suavemente hamacado en una volantita, como su vecino don Julián, que ya casi nunca ensillaba, se puede decir.

La volanta de don Julián era efectivamente una gran cosa; liviana, aunque de cuatro ruedas y de seis asientos, pudiendo usarse con o sin capota, con dos caballos o con uno solo;   —89→   de ruedas altas, para desafiar las grandes crecientes en los cañadones, y de elásticos reforzados, «de patente», para resistir, en tiempo de sequía, los más rudos socotrocos y los tumbos más traicioneros, en los caminos endurecidos. ¡Qué volanta linda!

Sí, pero debía costar un platal, y don Ambrosio no era capitalista. Vivía, a gatas, con la libreta siempre a medio saldar, y realmente, soñar con tener una americana como la de don Julián, hubiera sido, en su situación, descabellado.

¿Por qué no hubiera pensado, también, en tener un breque, como el Sr. don Nicolás Rivas, el estanciero más rico del partido, que cuando iba a su otra estancia, la de afuera, desdeñaba de tomar el tren, y se iba, solo o con la familia, haciendo arrear por delante veinte caballos gordos, para mudar por el camino, atándolos de a cinco por turno: uno en las varas, dos a los lados, con balancines, y dos por delante? ¿Para qué pensar en lo que no se puede?

Empeñándose, quizás hubiera podido don Ambrosio, comprar uno de esos sulkies que empezaban a entrar en moda; pero son medio peligrosos, para cortar campo; sólo son buenos para muchachos que tienen pocos pesos y se quieren   —90→   dar corte en las calles del pueblo, o para acopiadores que tienen que andar siempre apurados, que son gente liviana, y a quienes el afán perpetuo en que viven de ganar plata, hace olvidar que los huesos son quebradizos. Para un viejo, no sirven; a más que con ellos, si se les antoja a la patrona o a los niños dar un paseíto, no se puede.

Le llamaba también la atención a don Ambrosio un vagón, con que cruzaban a veces unos ingleses, cerca de su casa; un día, los veía llevar en él carga para la estación; otro día, venían con un cargamento de visitas, hombres y mujeres, como en la mejor volanta. Pero cuando supo que se llamaba el vagón ese, quinientos pesos, ni se quiso acordar más.

Sin hablar de las carretas de bueyes, ya desaparecidas, y de los carros de caballos, cada vez más monumentales, que sólo tienen por humilde misión de acarrear cargas pesadas, ruedan por la Pampa, muchos vehículos, destinados a transportar gente, que bien merecerían un lugarcito en los museos de antigüedades.

¡Qué lástima! ¡Que no se dispute con más ahínco a la destrucción final, a la dilución paulatina producida por las lluvias y el sol, la humedad y la sequía, los golpes y las composturas, la putrefacción que los desmenuza y las   —91→   rajaduras que de ellos hacen saltar pedazos enteros, ciertos rodados, de construcción ingeniosa: galeras irremediablemente volcadoras, majestuosas berlinas y venerables carretelas, tílburies y birlochos, de todas formas y alturas, recuerdos de las generaciones pasadas, que los han ostentado con orgullo, cuando nuevos, en las calles mal empedradas,-o sin empedrar-, de la capital!

Fue entre esas reliquias del pasado, todavía militantes, no se sabe por qué milagro, que acabó don Ambrosio por encontrar el carricoche ideal, con el cual, sin mayor sacrificio, pudo, por fin, materializar su sueño dorado.

Pudo comprarlo,-condición para él especialmente favorable-, sin sacar del bolsillo un solo peso. El que se lo cedió,-un vecino nuevo que, después de haber andado mucho, rodando por la Pampa, haciendo mil pequeños comercios de buscavida, se había fijado por ahí con una majada-, se lo cambió por ciento cincuenta ovejas al corte.

El no lo había comprado nuevo; ¡oh! ¡no!, y no le había perdonado, durante muchos años, ni una de las penalidades a que puede someterse y someter a los demás, el que, pobre, tenazmente persigue a la fortuna. Su cuerpo era lleno de cicatrices; la caja, la capota, las   —92→   ruedas, la lanza, los ejes, todo había sufrido mucho y acusaba las mil peripecias de los largos y penosos viajes por la Pampa; pero a don Ambrosio no le importaba el lujo; el rodado era bueno, y tenía la huella, es decir, la distancia de rueda a rueda que permite seguir, en el campo, por cualquier parte, el camino que serpea, caprichosamente trazado por las tropas de carros; y esto le bastaba.

Como al carricoche, el nombre de volanta mal le hubiera sentado, pues no era tílbury, americana, breque, ni nada parecido, don Ambrosio, en la duda, lo llamó modestamente una jardinera, a pesar de sus cuatro ruedas.

Por detrás, tenía una especie de plataforma, sumamente cómoda para colocar un baúl... y perderlo también, por el camino, si no está muy bien asegurado. Las ruedas, de llanta ancha, se hundían poco en el suelo; los elásticos, fuertes y macizos, estaban todavía reforzados por un enrollamiento de tiras de cuero crudo, de tal resistencia que, en alguna sacudida imprevista, saltarían primero, despedidos del asiento, los pasajeros, antes que se rompiesen aquellos.

Desde que la tiene en su poder, don Ambrosio le ha pegado fuerte a la jardinera, y cada año, cuando no cada mes, tiene que cambiarle   —93→   alguna pieza rota o gastada, por una nueva; de tal modo que casi ha desaparecido la volanta primitiva. Pero, para él, siempre es la misma, y por todos lados, anda con ella, cruzando campo, sin reparar en vizcacheras, blandiendo en galopes y trotes atrevidos, su blanca capota, hecha, hoy, de lona, lo que le da, cuando voga en la inmensidad de la llanura, el aspecto de una vela en el mar; y los muchachos, por esto, le han dado al vehículo el poético nombre de «la paloma», que si bien de lejos es adecuado, desdice con el sonajeo terrible de herrajes destornillados, con que, de cerca, anuncia su presencia.



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ArribaAbajo- XVI -

Lo criollo


Don Victoriano Ortiz, al tranco sosegado de su crédito, penetró con don José, el resero, en el rodeo de sus vacas,-unas mil cabezas-, parado en una loma medanosa, y caminaron ambos, despacio, entre el oleaje de grupas y de astas, tratando, el resero de no pisarse en sus cálculos y de darse buena cuenta del estado de los animales y de su valor; y Ortiz, de remover delante él los novillos más grandes y gordos.

-«¿Qué le parece, don José, la novillada?, van tres años que no vendo; se puede cortar de a puntas.

-Sí, cierto; contestó el resero. Hay bastante novillada grande; pero es muy criolla.

-¿Le parece?» Y quedó Ortiz todo desconsolado,   —95→   y como quien pierde la ilusión de un gran esfuerzo inútil, al acordarse que había podido conservar, hacía tres años, en su rodeo, durante unos meses, un torito mestizo, de la estancia vecina, creyendo asegurado así el refinamiento rápido de su hacienda.

Barrosas y chorreadas, hoscas y bayas, overas y yaguanés, con astas largas y amenazadoras, en sus cabezas grandes; las ancas estrechas y salientes; puro pecho, poco cuarto, y con unas patas largas que más les hubieran hecho ganar un premio en las carreras que en una exposición rural, las vacas del amigo Ortiz eran, como él, de pura sangre criolla.

Pero lo que puede, para el hombre, ser un mérito relativo, no lo es para los animales, y los reseros de hoy ya no tienen más ojos que para las mestizas. Si Ortiz no vendía novillos desde tres años, y si de los que llevó don José, no sacó más que un precio irrisorio, es que lo criollo ya no tiene aceptación. ¿Qué le vamos a hacer?

Pero él difícilmente podía entender esa moda, como decía, y seguía resistiéndose a invertir plata en esos toritos ingleses que todos ponderaban, y que, por fin, no le parecían tan buenos.

Lo mismo con las ovejas. Tenía una gran   —96→   majada de criollas, altas, delgadas, con una lana más fiera que la peluca de Mandinga, y esto sólo en el lomo; y a los que le indicaban la necesidad de mejorar su rebaño, contestaba que las ovejas criollas eran las únicas en que tenía fe; que ellas no sabían lo que era sarna, ni lombriz, ni mancura, ni nada; que eran sanas y fuertes, que criaban lindamente sus corderos, y que no quería saber nada de línca ni de rambullé.

-«Demasiado se me van mestizando con las mixturas», decía; aunque más miedo todavía le tenían los vecinos a la majada de él, siempre llena de carneros, en toda estación; y ¡qué carneros!, tan emprendedores, e indómitos como fieras: «criollos lindos», decía don Victoriano.

El animal criollo es el que, de un estado doméstico anterior, va retrocediendo al estado silvestre; el criollo, por otro lado, es el hombre que se va acercando al refinamiento: se encuentran ambos por el camino, y mientras no sean mayores las necesidades del último, quedan juntos y se acompañan, en ese estado de transición. El criollo se contenta con conservar la propiedad de sus animales; observa sus mañas, sus costumbres y les opone su vigilante astucia, salvando su dominio por medios primitivos   —97→   de coerción. Todavía no piensa en mejorar su propia condición; ¿cómo pensaría en mejorar la de su hacienda?, ella vive y se multiplica; ¿qué más quiere?, también está apropiada a lo poco que le pide y se contenta con vivir de ella.

La ambición de enriquecerse no ha nacido todavía en él; ni trata de producir más de lo que necesita, ni menos, de conservar lo que le podría sobrar.

Fácilmente se comprende que con semejante ideal, nunca se hubiera acordado Ortiz de comprar campo. Primero había andado vagando por tierras sin dueño conocido, o en campos del estado, y sólo cuando aumentaron sus intereses y se empezó a poblar la campaña, pensó en arrendar. Bien veía que, por todas partes, se formaban estancias, grandes y pequeñas, y la mayor parte de propiedad de extranjeros; pero acostumbrado a ver que el pesebre y la rasqueta sólo servían para el caballo importado, y que la intemperie y el campo pelado bastaban para el criollo, no se le ocurría que pudiera, él, nacido acá, aspirar algún día a ser también dueño de algún retazo del suelo patrio y a radicarse en él.

Se dejó estar, pues, durante mucho tiempo, hasta que aconsejado por su amigo don José, el resero, logró un campito a precio regular.

  —98→  

Con la inesperada posesión de la tierra, cambiaron sus ideas.

No tener ya que pensar en el pago del arrendamiento, esa terrible pesadilla anual, ni en la próxima mudanza, ese trastorno periódico que, muchas veces, es la ruina, que siempre es un atraso, esto basta para que se borren de la mente del criollo los vestigios del instinto nómada, heredado de sus antepasados.

Y pronto, aunque ya viejo, dejó Ortiz de ser el criollo empedernido que siempre había sido. Fue vendiendo poco a poco las barrosas y yaguanés; y los toros mestizos de buena cría anduvieron haciendo la ley en el rodeo, mientras que la ovejas criollas, cruzadas con buenos carneros, daban crías que quizás hubieran renegado de sus madres, por ordinarias, si hubieran sido gente.

Hubo por cierto, desconsuelos pasajeros; la tierra había quedado pampa, y los mestizos son delicados. El pasto puna, que basta para mantener ovejas y vacas criollas, enferma a aquellas; pero, después de maldecir, en más de una ocasión, las mestizaciones, y de insistir, a veces, en que «no hay como los animales criollos», Ortiz tuvo por fin que aplaudir a sus hijos haciendo oficio de gringos y siguiendo a pie el arado que hace mestiza la tierra, y arraiga en ella al hombre.

  —99→  

Fue por aquel entonces, cuando el resero don José, vino un día, muy paquete, a visitar a la familia de Ortiz, con el solemne objeto de pedir, para su hijo, la mano de la joven Zulema. Y como el viejo Ortiz, muy halagado por el pedido, por previsto que fuese, le preguntaba al resero, con aire socarrón, si no tenía recelo de que le saliera muy criolla la hacienda, don José, galante, contestó que, tratándose de flores, cambiaba de especie la cosa, y que hay violetas del país y rosas criollas que pueden competir con las mejores flores importadas.



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ArribaAbajo- XVII -

El alcalde


Una de las preocupaciones mayores del juez de paz del partido «Sargento Cabral» era de encontrar y de conservar alcaldes para los nueve cuarteles de su jurisdicción. Ser alcalde, es un honor, no hay duda; pero también es un hueso pelado que no da para puchero; y pocos eran los vecinos bastante valientes, tontos, vanidosos o abnegados para aceptar el puesto, o para no tirarlo como ascua, cuando en un descuido se lo habían dejado colar.

El juez de paz tiene mil modos de sacar provecho de su posición oficial; el comandante militar consigue con facilidad peones, de ojito, para su estancia; al comisario, siempre se le queda pegado en el fondo del cajón, una que otra multa olvidada en los apuntes oficiales; el   —101→   secretario de la Municipalidad no deja de percibir su comisioncita para apurar el despacho de alguna guía; para el médico amigo del juez de paz, hay visitas obligatorias y bien remuneradas; y el recaudador de rentas, si es vivo, sabe crear pretextos para cobrar multas de las cuales le toca la mitad.

Pero el alcalde, ¿de dónde sacaría sebo? Vive en el campo, lejos del foco luminoso que irradia sus favores sobre los felices mortales acurrucados en rededor de él; tiene que atender sus propios intereses o los que le han sido confiados. De poquísima instrucción, apenas le alcanzan los medios para verificar una señal o una marca, y descifrar los jeroglíficos certificados de venta de hacienda, en los cuales tiene que poner su visto bueno; y si, a veces, podría ser muy capaz de apropiarse una vaca ajena, no tiene ni la más remota noción de como se puede, por medio del papel y de la pluma, trampear al prójimo.

Sí, sí; es un puesto honorífico el de alcalde; pero a más de las pocas utilidades que proporciona al titular, lo hace candidato a sufrir eventualidades, que, por honoríficas que sean, suelen ser poco sabrosas.

De repente llega del pueblo una comisión que le entrega un imponente oficio, mandándole   —102→   constituya inmediatamente en el domicilio de Fulano de Tal (un bandido de siete suelas que vive entre los juncales y capaz de matar al propio padre), para intimarle orden de prisión, y tiene el alcalde, si quiere cumplir con su deber, que dejar sin acabar el pacífico trabajo que estaba haciendo, para ir a correr el riesgo de que le sacuda el otro algún balazo o un buen pinchazo.

Hay alcaldes que, sin vacilar, ensillan y van; y los hay que, también sin vacilar, se quedan en su casa, y ya que el juez no se sirvió acompañarla, mandan a la comisión a arrostrar sola a la fiera.

De los primeros era don Dionisio Sayago, hombre reposado, de edad algo más que madura, hacendado, de buena raza criolla, quien fue una vez, así, con tres milicos y un sargento, a prender a un cuatrero famoso que se había refugiado en su cuartel. Al llegar al rancho, lo vieron muy sí señor, parado en la puerta, y tomando mate, con el parejero ensillado en el palenque, listo para la disparada.

Don Dionisio, sin bajarse, y dejando a retaguardia a sus acompañantes, le dio la voz de preso. La contestación fue breve y expresiva: el gaucho alzó un trabuco, que tenía a mano, cargado hasta la boca, y como manga de piedra   —103→   con trueno, silbaron las balas y los recortes, en una detonación formidable. Cuando se disipó el humo, se veían desde el rancho, cinco grupas de caballos huyendo a todo correr, y el bandido, con una sonrisa sarcástica, se golpeaba la boca.

Uno de los jinetes, entonces, sujetó de golpe, y dándose vuelta, se acercó otra vez al palenque.

Don Dionisio había sentido, al oír la risa del criminal, una nube de vergüenza invadirle el rostro, y se volvía, solo, resuelto, sereno, a cumplir con su deber.

Se apeó con toda tranquilidad, ató su caballo, se aproximó al rancho, sin decir palabra, y cuando estuvo a cinco pasos del gaucho, que atónito de tanta audacia, había dejado caer el trabuco descargado, para empuñar el facón, don Dionisio sacó ligero del cinto el revólver, y apuntándolo, le dijo con calma:

-«Tire las armas, amigo, y dese preso».

El cuatrero cedió, abochornado, al instinto de la propia conservación, y quedó temblando de rabia, pero paralizado. Quiso, no hay duda, atropellar al atrevido; tuvo, por cierto, la idea de abalanzársele; de darle vuelta rápida por un lado y de herirlo; calculó también la distancia que lo separaba del parejero salvador; se   —104→   acordó con sentimiento del trabuco yacente, inútil, en el suelo; casi dio un paso adelante, al comparar su ligereza y su fuerza con la pesadez y la relativa debilidad de ese hombre ya casi viejo; pero se quedó inmóvil, como clavado en el suelo, pálido, febriciento, avergonzado de verse tan cobarde que ni se atrevía a mover la mano, siquiera para secarse el sudor de la frente; casi rugió, casi lloró. Vio cerrarse las puertas de la cárcel; oyó las risas...; quiso moverse, erizado.

-«¡Una!» dijo don Dionisio.

Y se sobresaltó el gaucho, como si hubiera oído hablar la misma boquita del revólver, redonda, negra, reluciente, que guiada por un ojo agrandado de todo el esfuerzo de mantener cerrado el otro, y con agudeza de visión duplicada por la ceguera del compañero, espiaba cualquier gesto, cualquier movimiento que hubiese tentado hacer.

No hizo ninguno.

-«¡Dos!» dijo la voz: y todo lo que le permitió la parálisis de que era presa, fue de abrir la mano para dejar caer el facón; ¡malvado, cobarde, flojo!

Seguido siempre por la enervante amenaza de la boquita redonda, muda elocuente, tuvo que marchar, reculando, hasta el palenque, montar   —105→   en el caballo de don Dionisio, mientras éste saltaba en el parejero, y llegar, así conducido, al puesto del alcalde, donde encontraron a los milicos rodeando el fogón y floreándose con contar, entre dos mates, con todos los detalles, por supuesto, la pelea tremenda, en la cual, a pesar de la bravura por ellos desplegada para salvarlo, don Dionisio había seguramente encontrado su fin.

-«¡Pobre don Dionisio!» empezaba uno, cuando el alcalde lo interrumpió:

-«¡Sargento! dijo, asegure a este preso; y mande uno de sus hombres a alzar el facón y el trabuco que el señor ha dejado olvidados en el patio».

Luego, corrigió: « Pueden ir dos, si uno les parece poco».



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ArribaAbajo- XVIII -

Juegos de azar


El muchacho remitió a Fulanez un papelito todo arrugado y borroneado con lápiz, que decía: «Don Manuel, sírvase Vd. remitirme un kilo yerba, un kilo azúcar, una docena fósforos, cuarto kilo tabaco alemán, del bueno, si hay, un atado papel Duc, un litro vino francés y veinte pesos en efectivo».

-«Me gusta esta gente, rezongó don Manuel; mandan pedir fiado por tres pesos de mercadería, y lo pechan a uno por veinte pesos. ¿Para qué necesitará veinte pesos don Agustín?»

Y discretamente lo iba a indagar del muchacho, cuando se acordó que, al día siguiente, que era domingo, había reunión en su casa, y comprendió que los veinte pesos, siendo destinados a ser perdidos por su dueño, y gastados ahí mismo   —107→   por el que los ganara, ningún interés podía tener en negárselos.

Hizo, pues, despachar lo que pedía don Agustín, y le entregó los veinte pesos al niño, prendidos de la libreta, con un alfiler.

Apenas se había dado vuelta que entró don Benjamín, cuya libreta, ya muy pesada, le daba pocas ganas de seguir sirviéndolo, y cuando después de haberlo saludado y pedido la copa, para darse una postura, el hombre lo llamó aparte con la frase consagrada: «Me permite una palabra, don Manuel», no pudo este hacer menos que murmurar: «Pechada, a la fija».

Efectivamente era: el paisano le venía a pedir, por favor, que le prestara diez pesos, porque tenía a la suegra muy enferma, y que la iba a tener que llevar al pueblo para hacerla ver, pues doña Simona la desahuciaba. Se resistió Fulanez y sólo fue después de un largo debate que le aflojó cinco pesos, haciéndole sentir toda la magnitud del sacrificio, la magnificencia de su munificencia, y lo profundo que tenía que ser, desde ya, su agradecimiento.

«Si estos diablos, para pedir plata son tremendos», decía entre sí Fulanez; siempre tienen alguna suegra enferma, o la mujer por morirse, o una criatura que enterrar, cuando le toman el olor a la taba».

  —108→  

Don Benjamín se iba, mientras tanto, con los cinco pesos en el tirador, calculando que si le favorecía la suerte, lo primero que haría sería de saldarle la libreta a Fulanez, para no pisar más en la casa de ese sin vergüenza que, desde tantos años, lo venía explotando.

Y todos los vecinos de por allá, cercanos y lejanos, pequeños hacendados y pobres peones, gauchos jornaleros y nómades, o puesteros de estancias y mensuales, todos se iban preparando para la fiesta del día siguiente. Carreras debía haber, como siempre, y no faltarían parejeros improvisados para hacer correr. Pero las carreras no eran más que el pretexto, siendo más bien el objeto verdadero de los preparativos, el buen partido de taba, durante el día, y de choclón, a la noche, en que todos se prometían de tomar parte.

En lo de Fulanez, no había peligro de sorpresa, como en otras partes: se sabía que él era muy amigo con el comisario. Algunos decían, -en todas partes, hay malas lenguas- que a éste se le daba parte de la coima.

Lo cierto es que, aunque estuviese presente la comisión, y por tal que no hubiese bochinche, ahí se jugaba con la misma libertad que en cualquier ruleta de pueblo veraniego.

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Y los preparativos, por consiguiente, consistían, para todos, en juntar pesos.

Los peones y los puesteros pedían a sus patrones algún valecito para la esquina, y con los patrones, encontraban pichinchas fáciles los acopiadores de frutos que consentían en dar alguna seña buena por cueros a recibir.

Pobres pesos, ganados sin mucho trabajo, quizás, pero tan escasos, tan necesarios, que da lástima de verlos condenados al matadero, cuando tan bien se podrían emplear en mejorar la precaria vida de la familia.

Bastante gente se juntó en la rueda, cuando el coimero, de su alcancía de lata, sacó las fichas, y las empezó a repartir, en cambio de buenos pesos.

Mozo serio, el coimero; muy ponderado entre el gauchaje, como formal y recto. Con él, nunca había discusiones; no se sabía equivocar en las cuentas, y siempre, a cada uno, daba lo que le correspondía. Por lo menos, así lo decían todos, y tan bien lo creían, que su mirada fría y su palabra algo cortante convencían pronto al que dudaba, que él era que no sabía contar.

Tampoco jugaba nunca; ¿por qué habría jugado, si, con la coima, ganaba sin riesgo? Sin contar que, entre los jugadores, estaban unos   —110→   hermanos de él que siempre se retiraban con el tirador forrado.

Entre la concurrencia estaba don Benjamín, y cuando Fulanez le preguntó por la suegra, no extrañó que le contestase que andaba muy mejorada.

Parados, sentados en el suelo, en cuclillas, todos seguían con ojos ansiosos los movimientos de la taba. Poco a poco, se iban retirando los a quienes la suerte adversa había dejado pelados. Eran los pobres imprudentes que, teniendo poca galleta, se la habían tragado de un bocado: en la rueda quedaban los más ricos, a quienes no podían voltear, así no más, algunas paradas desgraciadas, y los pobres prudentes o suertudos, que sabían manejar sus pesitos para, siquiera, hacerlos durar más tiempo.

Don Benjamín no era de estos; no era hombre vivo, ni suertudo, y pronto se tuvo que ir al mostrador, donde se le vino a juntar don Agustín, y pronto se empezaron a consolar con algunas copas.

Y cuando don Agustín se hubo retirado, don Benjamín trató en vano de conseguir de Fulanez otros cinco pesos, para volver a jugar, con la esperanza, siempre, de ganar la cantidad bastante crecida que necesitaba para saldarle de   —111→   una vez la libreta y no pisar más la casa de ese sin vergüenza que, desde tantos años, lo explotaba.

Fulanez se los negó y don Benjamín entonces, con la tranca, le dijo, con franqueza, porque los quería, y se lo dijo en los mismos términos que tenía grabados en la cabeza. Pero Fulanez, por tan poca cosa, no se formalizaba, y riéndose, se fue a preparar el billar para el choclón nocturno, el gran recurso para hacer salir los últimos pesos de los tiradores recalcitrantes.



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ArribaAbajo- XIX -

Apodos


Mal muchacho no era el amigo Baldomero; bastante buen trabajador; esquilador asiduo, conchabándose por día para trabajos de corral, cada vez que lo podía; experto en el manejo del lazo jinete cual el mejor.

Hubiera podido, por cierto, tener muchos amigos, pues era de figura simpática, liberal y generoso; pero tenía la maldita costumbre de nunca dar a nadie el nombre o apellido que, por ley o casualidad, le hubiera caído en suerte, y hasta a los animales los designaba por apodos. Esto, por supuesto, lo hacía mirar de rabo de ojo por todos los compañeros: Uno, porque ya sabía qué apodo le había metido, otro, porque sospechando que no podría escapar, le tenía miedo. Con razón; pues, no tratándose de reyes,   —113→   poco suelen los apodos alabar las cualidades, y más bien, al contrario, tratan de poner de relieve los defectos físicos o morales de la víctima.

Menos trabajo cuesta conocer de qué pierna cojea un hombre, que penetrar en su pensamiento, y fácilmente cree uno que, con señalar la tara que rebaja al prójimo, aumenta el peso de su propio valor; algo se consuela el pobre, el inferior, el ignorante, de su pobreza, de su inferioridad, de su ignorancia, con llamar al rico «Galgo bayo» si es un inglés flaco, o al patrón «el Zapallo» si es gordo, o «el Pelado» al que se ha vuelto calvo.

Pero para Baldomero, cualquiera servía de blanco, pobres y ricos; no perdía ocasión de pegarle a cada cual el mote que, según él, le podía convenir, y cuando, sentado en medio de los demás peones, exclamaba: «¡Ché! ¡Susto! Mirá quien viene»; y que, sin enojarse, conviniendo así, tácitamente, que su fealdad nativa merecía ser castigada con las bromas de Baldomero, Pedro, dándose vuelta para ver, contestaba con sencillez: «Nariz de porongo», todos sabían que en el palenque se apeaba el viejo Cipriano, dotado por la naturaleza, ayudada por el sol y copiosas libaciones, de voluminoso apéndice nasal.

A otro, que en vez de tener una nariz abultada,   —114→   la tenía delgada y larga, Baldomero lo llamaba: «Picana», y por «Tres pelos» era conocido Epifanio, a quien nunca le había salido barba. Ireneo, que cuando se reía, abría un horno que daba miedo, se llamaba «Pichón de golondrina» y su hermano Lucio, que era bizco, no pudo evitar de ser bautizado «Lechuza».

«Toronja» sirvió para designar un desgraciado a quien la viruela había dejado completamente desfigurado, poniéndole la cara tan abotagada y plagada de costurones, que ni los ojos casi se le veían; varios «chuecos», como fácilmente se comprende, había en este surtido de jinetes natos; ni faltaban, entre tantos hombres de lazo, los «rengos», y sobraban los «mancos». Ya se sabía que «Una vela» era el tuerto Gregorio; que «Guaycurú» era Martín, con su tipo de indio mal desbastado; que «Pelo de invierno» designaba a José, por su costumbre de siempre llevar el poncho puesto.

«Rotoso» merecidamente se le había pegado a Hilario, por el desaseo en que se mantenía, y «el Delicado», al contrario, lo pintaba a Gervasio que siempre, andaba bien empilchado, con ribetes de paquetería.

«Maíz frito» lo había llamado Baldomero un compañero que siempre, por lo listo, parecía   —115→   andar chisporroteando, y «Palomo» a un muchacho que se enamoraba de cuanta china lo rozaba; «Charabón» le decía a otro, por lo descuajaringado; y «Flauta», «Petizo», «Pata larga», «Bacaray» y mil otros, a todos, a cualquiera, a los del pago y a los forasteros; en voz baja, muchas veces, o por detrás del interesado, para que no supiera que ya le había cambiado, el nombre, o en voz alta y en medio de las risas, por tal que del recién bautizado no se pudiera temer alguna peligrosa explosión de mal humor, muy natural, por lo demás, pues hieren los apodos.

En varias ocasiones, lo pudo comprobar Baldomero. Había estado, una vez, a punto de casarse con una buena moza, hija de un hacendado regularmente acomodado, lo que, para él, hubiera sido, además de lo escogida que era la prenda, un fin feliz a su vida algo nómada de peón por día, y de acarreador de hacienda. Todo estaba arreglado; consentían los padres; la niña no pedía otra cosa; y quien sabe si ya no habrían cambiado, en la propicia penumbra tan paternalmente proporcionada al patio de la casa por el hermoso sauce que ahí estaba, uno que otro beso furtivo, para afianzar mejor las palabras dadas.

  —116→  

Pero Baldomero no había podido resistir el intenso placer de darle a la misma novia un apodo; ya que lo atormentaba esa manía, la hubiera podido dar siquiera el nombre de una flor, de lo que seguramente la niña no se hubiera resentido; no pudo. El apodo, para ser apodo, tiene que ser burlón, un poquito siquiera; y como la joven era de un morocho algo subido, y tenía ciertos airecitos amodorrados, hizo alusión a ella con los compañeros, llamándola «Gata negra». No le faltaban envidiosos al amigo Baldomero, y pronto supo la niña que apodo le habían dado, y quien se lo había dado; y como no era de genio paciente, le hizo cerrar la puerta paterna.

Baldomero, no por esto se corrigió: necesitó otra lección. Un día que, en la pulpería, había mucha gente, vio a un gaucho forastero muy barbudo, que, a cada rato, escupía; y de modo que éste lo pudiera oír, dijo él a otro, a pesar de no poder tener porra el guanaco, por no tener cola:

-«Mirá el guanaco porrudo».

El gaucho lo miró bien y le dijo:

-«Y Vd. ¿cómo se llama?

-A mí, contestó Baldomero, no me han dado todavía nombre; estoy orejano.

-Por bagual, será, dijo el otro».

  —117→  

Y como Baldomero hacía el gesto de sacar el cuchillo, el otro, rápido como relámpago, hizo relucir el suyo, y cortándolo en la oreja, le dijo:

-«Pues ahora, quedaste patria».

Y le quedó desde entonces, al pobre Baldomero, a pesar de no usar señales los baguales, el doble apodo de «Bagual patria».



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ArribaAbajo- XX -

Pueblo amodorrado


Cien años han pasado, desde la toma de posesión definitiva del suelo por Garay.

En los inmensos dominios pampeanos del poderoso propietario colonial, quedan agrupados en un solo punto, atados al yugo y laboriosos a la fuerza, los indios sometidos y los negros esclavos; y diseminados en la llanura, viven los criollos, despreciados y temidos a la vez por el amo español, que sólo los ocupa en la salvaje faena de la cuereada, medio nómadas, pobres, haraposos, manteniéndose de los animales que roban, si robar se puede llamar el tomar su parte de bienes proporcionados al hombre por la naturaleza, en demasía tal que no sabe que hacer con ellos.

Independientes y altaneros, se ven, con impaciencia   —119→   creciente, excluídos de la posesión de la tierra en la cual han nacido y donde no les es permitido tener más que una miserable choza, tan inestable como el toldo del indio.

Y pasan los tiempos; y setenta años más han transcurrido, desde aquellos brumosos albores de la conquista, cuando los descendientes del rudo aventurero de ultramar sienten la imperiosa necesidad de afirmar organizándolo, su dominio sobre el suelo, cuya propiedad legitiman, más y más, los años que pasan, agregando el peso de la duración al derecho del primer ocupante; y también sobre sus habitantes, indios sometidos, negros esclavos y gauchos independientes.

Es menester, antes que todo, formar un centro de población, en el cual se junten y se arraiguen las familias diseminadas en el campo, vasallos errantes e inseguros; y por esto fue que se fundó, allá por los 1750, el pueblo que todavía hoy existe, edificándose primero una capilla y algunas casas, trazándose calles, nombrándose autoridades, sometidas estas a la voluntad suprema del amo poderoso y rapaz.

Y sobre la pequeña población, así formada en medio de la Pampa, ha pasado siglo y medio, lleno de revoluciones inauditas, en las ideas y en los hechos. El edificio vetusto del coloniaje   —120→   se derrumbó, dejando sólo vestigios que, poco a poco, van deshaciéndose, cayendo en polvo y desapareciendo bajo la vegetación hermosa de la civilización invasora.

La tierra pampeana, explotada por los españoles como mera conquista que, para ellos, era, vino a ser saludada, un día, por los criollos, del nombre de patria; retumbó en ella el fragor de las batallas, hubo luchas intestinas y guerras civiles, crueldades y tiranías, hundimientos de potentados efímeros, sacudimientos terribles, gritos hermosos de entusiasmo y lágrimas de desolación, y, se sucedieron las generaciones, y con ellas, los progresos.

El pueblito ha dejado pasar todo esto en medio de la mayor calma, casi con indiferencia; perdido en la llanura, se ha hecho el dormido, protegido por su ancha faja de grandes propiedades que, a pesar de algunas particiones, han quedado todavía tan extensas y tan despobladas.

La misma llegada del ferrocarril no lo ha despertado. Como respetuoso de su sueño, la vía lo ha dejado a tres kilómetros, y sus habitantes, que apenas perciben el lejano silbido de la locomotora, todavía no piensan en aprovechar las facilidades de transporte que les viene a ofrecer, para empuñar el arado y cambiar en trigales y alfalfares sus campos incultos. No   —121→   dejan de ser orgullosos de la feracidad natural de su suelo, pero no ha nacido en ellos la ambición de hacerlo más fecundo por el trabajo.

Las calles, en ciento cincuenta años, apenas se han alargado; la capilla se ha vuelto iglesia, pero de modestísima arquitectura; los árboles de la plaza han crecido; pero las veredas denotan una dejadez enteramente colonial; las calles son apenas transitables, y ningún jardinero cuida de embellecer la plaza. En 1875, recién se acordó una municipalidad patriota, de que, en 1810, había habido un cambio de gobierno digno de ser conmemorado, y mandó edificar una pirámide adornada con una estatua de la Libertad.

No habiendo agricultura, sino sólo ganadería, en los establecimientos que rodean al pueblo, el comercio carece de alimento; no hay casi tráfico en las calles silenciosas. El mate en la mano, parados en el umbral de la puerta, los vecinos miran a la calle, esperando que pase gente, para curiosear, pero nadie pasa. ¿Quién va a pasar? ¿para ir a dónde? Se habían abierto dos humildes fondas; una tuvo que cerrar pronto sus puertas, pues, con la otra, sobra.

No hay movimiento alguno de edificación; casas viejas, destruidas y musgosas, y tapiales medio derrumbados bajan de la loma en que se   —122→   levanta el pueblo, como majada de ovejas sarnosas. Donde no hay fortunas, no puede haber casas lujosas; y ¿quién haría fortuna en medio de semejante inacción? Los propietarios ricos de los alrededores, sucesores aristocráticos, aunque criollos, de los desdeñosos españoles de la conquista, viven en la capital, y se acuerdan lo menos posible del triste pueblito, adormecido en medio de sus latifundia inertes, dejándolo envuelto en su fastidiosa quietud, apenas turbada por las politiquerías de caudillos imbéciles, y los cantos alegres de los gorriones, en los árboles de la plaza...

Se acabó la siesta larga; de la casa parroquial sale un presbítero; es el señor el cura. Con gestos amplios y majestuosos de su fina y elegante mano manca, de ocioso profesional, indica a los obreros ocupados en blanquear las paredes de la iglesia, lo que deben hacer.

Es español; y su actitud imperativa, llena de orgullo sacerdotal, en este ambiente de aspecto tan anticuado, por un momento, evoca el recuerdo de aquellos tiempos en que los clérigos de ultramar eran omnipotentes, en esas buenas tierras indianas, creadas por Dios, al parecer, para ser estrujadas eternamente por los parásitos de la metrópoli.



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ArribaAbajo- XXI -

Huascas


Entró en la casa de negocio un joven de dieciocho a veinte años, de cara más rosada que tostada, de bigote naciente, retorcido para arriba, y que no dejaba de tener buena figura, con su boina azul, su chiripá y sus alpargatas, su tirador bordado y el fular floreado de seda, medio suelto en el pescuezo.

-«¡Gauchito lindo!» murmuró, al verlo, un criollo viejo, recostado en el mostrador, acordándose de los tiempos en que también él solía lucir su elegancia; y se quedó mirándolo con interés.

El muchacho, carrero de oficio, compró algunas chucherías, chacoteando alegremente con el mozo; y divisando, colgado de un estante, un cabestro que por lo muy flamante, y lo   —124→   demasiado pulido, olía, a pesar de ser de cuero crudo, a talabartería de poblado, pidió al mozo que se lo alcanzara.

-«Te lo vendo, dijo éste; cuatro pesos». El joven había desatado y desarrollado el cabestro; lo estiraba, lo miraba, tentado, y acabó por ofrecer tres pesos. La discusión fue corta, y se lo dejó el mozo por el precio ofrecido, asegurandole que era pichincha.

-«Te lo tomo porque es bueno, contestó el criollito, en tono de conocedor; siempre tengo que atar animales ariscos y necesito buenas huascas».

Esa palabra quichúa: huasca, -cadena-, evocadora de Huáscar, último poseedor de la legendaria cadena de oro, emblema de la omnipotencia de los Incas, antes de la conquista española, sólo designa,-ahora que de sus montañas fértiles en oro, ha bajado a la llanura-, todas las sogas de cuero crudo usadas por el hijo de la Pampa en sus faenas. Fácilmente se comprende que prolijidad exige la fabricación de estas sogas, de cuya solidez pueden depender, a menudo, el éxito de un trabajo, la seguridad de un animal, y hasta la vida, de un hombre; y por esto, se volvió extrañeza, y casi desprecio, el interés con que el gaucho viejo miraba al carrerito, al ver que compraba cabestros cortos y delgados,   —125→   hechos, quién sabe por quién, y con qué cuero.

-«Pues amigo, pensaba: ¡cómo serán de ariscos los redomones para semejantes maneadores!»

    Y casi se quedó atónito, al ver que, a más del cabestro, compraba el otro diez metros de cabo de manila, para completar el surtido.

¡Miren! ¡Cabos de manila para atar caballos!, y el viejo, atorrante y matrero mal domado, volvía a los años de su juventud, cuando para hacerse de una buena cincha, ancha y sin defectos, se elegía una res de poca marca, y se mataba, nada más que para esto.

No faltaban entonces huascas, en las estancias; pues en campos abiertos, como lo eran todos, nunca faltan en los rodeos animales ajenos; y de los cueros ajenos salen las huascas más fuertes... porque se cortan más anchas. Pero, como el rico siempre es algo mezquino, porque sabe que es el mejor medio de conservarse rico, mientras que para el pobre, todo animal es ajeno, tenía cualquier gaucho, en algún rincón del rancho, a más del apero corriente, un surtido completo de maneas y cabestros, lazos y boleadoras, cinchones y bozales, maneadores y cinchas, riendas y rebenques, y de todo.

¡Qué ocurrencia hubiera parecido entonces   —126→   atar un caballo con cabo de manila! ¡ni los napolitanos!

Tampoco se necesitaba talabartero para trabajar huascas. Cualquier gaucho lo era: con el cuchillo para cortar, la lesna para coser, la maceta para ablandar, y la horqueta para sobar; grasa de potro, en invierno, de vaca, en verano, un rollito de lonja de potrillo para tientos, saliva para remojarlos y larga paciencia, el taller estaba armado. Esa sí que era industria nacional; y sin pedir protección a nadie. Por tal que la policía hiciera la vista gorda, no había peligro que se importasen huascas trabajadas en Europa; sobraban las de acá; y como los milicos también necesitaban riendas, cabestros y cinchas, se surtían en cualquier parte. ¿Cuándo va a faltar un bozal para asegurar a un amigo?

Este arte tan criollo de trabajar lindamente las huascas de uso corriente, que era cosa común en la campaña, hace veinte años, se va perdiendo bastante. El gaucho tiene pocos cueros a su disposición, y menos ocios, y ya pasó el tiempo de voracear con las huascas. Un lazo trenzado es, hoy, objeto de lujo que se conserva con cuidado; y un maneador de tres dedos de ancho y de algunos metros de largo en manos de un peón, hace sospechar que lo   —127→   ha de haber comprado en noche obscura y sin pedir certificado.

La bota de potro se ha vuelto prenda de museo, y los hijos de Martín Fierro van a la escuela, de alpargatas, conversando, algunos de ellos, de los caballos... vapor de la trilladora, montados en sillas, con cinchas de algodón trensado y sobrecinchas de género.

Y cuando se fue el mocito, llevándose su cabestro tan pueblero y su cabo de manila, el gaucho viejo, acabando de un trago su copa de ginebra, rezongó: «Los criollos de hoy, amigo, son lonjas de otro cuero que los de ayer».

*  *  *

Mucho antes que los criollos, hubo quien supo de un cuero sacar lonjas bien cortadas, pues cuentan que la reina de Tiro, Dido, al llegar, fugitiva, en las costas africanas, después de conseguir de los habitantes la concesión -según su pedido- de la tierra que podría encerrar en un cuero de vaca, cortó el cuero en lonjitas largas y delgadas, abarcando así una extensión de terreno tal que pudo, en ella, fundar la ciudad de Cartago, y tarde vieron los incautos africanos que se habían pisado la huasca. Fue   —128→   el estreno de la fe púnica. Los cartagineses modernos reemplazan, en América, el cuero de vaca y las lonjas, con rieles de ferrocarril.



  —129→  

ArribaAbajo- XXII -

Lomas y cañadones


Muchos años hacía que el viejo ya no andaba más a caballo y que, postrado en su silla, pesaroso, fumando y tomando mate, se lo pasaba contemplando el dilatado horizonte; percibía apenas, en el entorpecimiento del ocaso, el vuelo silencioso, el misterioso roce de las fugitivas horas postreras de su vida; vida forzosamente ociosa, pero no inútil, ya que era ella el centro de atracción que conservaba compacta a toda la numerosa familia.

De la pequeña loma en la cual estaba la casa, se perdía la vista, por todos lados, en inacabables cañadones, apenas cortados, de trecho en trecho, por ondulaciones amplias y de poca elevación. En los albardones así formados, abundaban los pastos tiernos, el trébol y el   —130→   cardo, contrastando con la pobreza relativa de los bajos anegadizos; y al mirar esas lomas fértiles, pero tan poco extensas, se acordaba el viejo de los pagos del norte, de las espléndidas costas del Paraná, de donde había emigrado, en 1832, cuando, joven aún, había arreado su hacienda, hacia el sur ignoto, en busca de pasto, «por esa gran seca que hubo».

Y «esa gran seca que hubo», era el eterno refrán, el inevitable punto de comparación, el recuerdo imborrable; el hito que separaba, en dos partes su vida; la indicación fatal que, a medio camino, le había hecho el dedo del destino.

Había tenido que dejar, huyendo, las comarcas fértiles donde se había criado, llevándose por delante sus animales envueltos en espesa polvareda; pues esta tierra negra, tan rica y siempre fecunda, va despojada de toda vegetación, parecía negarse a mantener por más tiempo las haciendas.

En el sur, no había encontrado más que pastos duros y pajonales, pero pasto por fin, y agua en abundancia.

Había salvado sus vacas, y con los años, aprovechando la inmensa extensión, casi desierta, de estos campos todavía despreciados, había prosperado bastante. El espectro de la sequía   —131→   no era más que un recuerdo de pesadilla; en el sud, más bien sobraba el agua, pero ¡había tanto campo!

Casi todos los hacendados del norte, emigrados con él, poco a poco, se habían vuelto para sus pagos, encontrando, con todo, que más fácil era la vida en aquellos campos de pura loma, de tierra negra profunda, de pastos tiernos y tupidos, y que el riesgo de la sequía era compensado por la asombrosa riqueza del suelo y también por no haber allá, como en el sur, el peligro continuo de las crecientes.

Él se había quedado; con el tiempo, compró el campo que ocupaba, formó ahí su familia y se dejó estar, cuidando su hacienda en los cañadones, con el agua, a veces, hasta el encuentro, entre los juncos y las pajas.

No dejó de tener, de vez en cuando, noticias de la querencia vieja, y no le faltaron ganas de volver allá; pues sabía que sus compañeros de otros tiempos, sus vecinos, se habían enriquecido casi todos, dejando poco a poco la hacienda vacuna para criar ovejas que daban, en esas regiones privilegiadas, resultados magníficos.

Pero ya estaba arraigado, en campo propio, aunque bastante fiero, y con familia; y se quedó, acordándose, no sin amargura, cuando veía la   —132→   campaña toda cubierta de agua, de la «gran seca que hubo».

Sus hijos quisieron, como la gente del norte, tener también ovejas, y mientras quedaba la Pampa poco poblada, pudieron criar majadas con bastante éxito. Alcanzaban las lomas para salvarlas, en el invierno, y los cañadones, durante el rigor del verano, conservaban pastos que resistían a cualquier sequía. Pero, a medida que se fue tupiendo la población en la llanura, cada vecino mezquinó más su retazo de loma, y se sintió entonces toda la diferencia que hay entre los campos anegadizos del sur Y los campos altos, hermosos y feraces del norte. En los primeros, el más hábil criollo, por mucho que haga, quedará siempre pobre, con sus tres o cuatro mil ovejas por legua, mientras que cualquier irlandés recién venido criará fortuna y fama de buen pastor, en aquellas lomas, capaces de mantener treinta mil.

Y todo esto, más que nadie, lo sentía el viejo, al ver a sus hijos empeñados en el ingrato trabajo de cuidar, en estrechos retazos de campo alto rodeados de agua, sus ovejas enfermizas, sin poder casi reservar nada para sembrar un poco de maíz o de alfalfa. La inutilidad desalentadora de tantos esfuerzos vanos, con razón, le hacía acordar ahora como de una maldición   —133→   de «esa gran seca» que lo había arrebatado para siempre de los campos ricos donde había nacido, y donde su descendencia de trabajadores empeñosos, siempre arruinada, hoy, por las crecientes, hubiera conseguido con menos esfuerzo la suerte merecida, en vez de luchar sin esperanza contra la naturaleza rebelde, chapaleando, toda la vida, en la sonoridad triste del agua tendida por los cañadones anegados de la Pampa del sur, en vez de pisar, en alegre galope, la tierra firme y fecunda, tapizada de opulentos pastos, de los campos del norte.

-«Sí, sí, es cierto, tata, contestaba el hijo; pero, ¿qué quiere?, estos cañadones son tan aquerenciadores, que por mi parte, seguiré lidiando con ellos. También, -agregó-, los están por canalizar, dicen...

-Sí, dicen; suspiró el viejo: desde veinte años».



  —134→  

ArribaAbajo- XXIII -

Buen peón


Una noche, pidió licencia el hombre para desensillar, y el día siguiente, pronto ya para la marcha, preguntó al patrón si no tendría algún trabajito para él, explicándole que era nativo de la provincia de Córdoba, que se había venido disgustado con la familia, y que buscaba colocación.

-«¿Qué es lo que sabe hacer?, le preguntó el patrón.

-Un poco de todo, señor; entiendo bastante de campo y algo también de agricultura.

-¿Cuánto quiere ganar?

-Lo que usted disponga, señor. Usted verá mi trabajo».

Y Ciriaco se había quedado en la estancia,   —135→   sin mayor compromiso, sin sueldo fijo, sin saber si lo guardarían o no.

El primer día, lo ocuparon en desgranar maíz con una máquina de mano, ayudado por un muchacho, y a la tarde, pudo ver el patrón que jamás ningún peón le había llenado tantas bolsas en el día. Y sin embargo, el hombre no parecía muy fuerte; era más bien bajo, delgado, menudito; no metía ruido ni con la lengua, ni con los pies, y si caminaba ligero, era sin demostrar apuro y como resbalando.

Al poco tiempo, no había necesidad de decirle lo que tenía que hacer. El establecimiento era modesto, de pequeña área, pero bien montado en animales de precio y en rebaños finos. La hacienda vacuna no formaba rodeo muy numeroso, pero, entre las vacas, había muchas lecheras, y se aprovechaba la leche en fabricar quesos.

De modo que no faltaba que hacer para el hombre empeñoso. No había capataz, y el mismo patrón manejaba todo de por sí, dando sus órdenes a cada peón.

Ciriaco vio que en la manada había unos potros en edad de ser amansados y, con asentimiento del patrón, domó él mismo algunos para andar; amansó uno para la silla de la señora, y una yunta para la volanta: todo sin bulla,   —136→   como en momentos perdidos, y bien, sin tropiezo, sin accidente, sin cortar una huasca, se puede decir, y saliendo todos los animales sin una lastimadura, sin mañas, y tan mansos que parecían agradecidos de que los hubieran tratado con buen modo.

Ciriaco no dejaba tiempo a la sarna de invadir las ovejas, ni ocasión a los malvados de dar sus golpes en la estancia.

Sin ser del pago, no sólo ya conocía del campo cada mata de pasto y cada charco de agua, sino el nombre, apellido y filiación de cuanto bicho dañino había en la vecindad, sus mañas, sus costumbres, el número y el pelo de sus caballos; y, cosa rara, cada vez que alguno había querido pegar malón, había topado, en el momento de desatar el alambrado, o de hacerlo franquear por el caballo, con perros de la estancia, que amenazándole de cerca las pantorrillas y esquivando los tajos, le habían ladrado hasta que, de entre la obscuridad de la noche, los llamase una voz tranquila, algo irónica, con un despreciativo: «¡Déjalo, hijo!»

Pronto la conocieron todos, esta voz, por ser la de Ciriaco, aunque nunca se dejase ver, y empezó a criar fama de brujo. Aseguraban algunos que los postes del alambrado para él   —137→   se volvían gente y lo tenían al corriente de todo lo que pasaba en el campo.

Tampoco faltaba, por supuesto, quien, en la misma estancia, lo llamara espía, hipócrita, y otras cosas. Es verdad que el patrón le tenía mucha fe y no dejaba de consultarlo, en muchos casos. Pero ¿cómo hubiera sido de otro modo? Si ese hombre todo lo sabía o lo adivinaba.

En un aparte, ningún animal, por peludo que fuera, escapaba a su ojo certero, y conocía la madre de cada ternero y el ternero de cada vaca. Apenas aparecía un bulto en el horizonte que ya lo tenía filiado: vaca, yegua, caballo solo o montado, y el color del animal y quien era el jinete, y de donde venía, y adonde iba.

No necesitaba mirar los dientes del animal para decir su edad, ni manosear un capón para saber si era gordo. Le bastaba una ojeada para saber de cuantas ovejas se componía una majada; y esto, que la viese extendida en el campo, muy suelta en pastos ralos, o muy tupida en un trebolar, o bien encerrada en el corral, echada o parada.

También sabía decir, en un momento y a ciencia cierta, cuantos animales se podía sacar de ella para tropa, y de cuantos kilos saldría ésta, por cabeza, en término medio.

Lo mismo, en un rodeo, las vacas parecían   —138→   haberle divulgado de antemano, sus secretos: cuantas eran, cuantas vacas viejas y cuantas vaquillonas, y cuantos novillos, y cuantas había de preñadas entre estas y que peso darían los últimos; y si faltaba algún animal, era como si hubiera encargado a los demás de avisarle a Ciriaco, tanta era la prontitud con que notaba su ausencia.

Y cuando dos o tres gauchos no atinaban en cortar del rodeo algún animal porfiado y lo estropeaban a golpes, sin poderlo sacar, se acercaba él despacio, con su caballo mansito, despachaba dos de los peones a otra tarea, y con el que quedaba, sin mayores gritos ni rebencazos, sin más aparato que una voluntad enérgica, dominaba al bruto, y como por persuasión, lo llevaba hasta el señuelo. Sabía que la pericia del hombre de campo consiste en vencer sin violencia resistencias violentas, y que, más que su fuerza, debe lucir su astucia y su paciencia.

Aunque, ni con viento pampero, supiera errar el tiro, no era de aquellos que, porque porfía un poco un animal, al momento, desprenden la presilla y con grandes gestos, para llamar la atención sobre su destreza, arrollan el lazo o revolean las tres hermanas.

Era como manía, en ese hombre, hacerlo todo   —139→   sin cascabel. No era mayordomo, ni siquiera capataz; y sin embargo, todos le obedecían y el mismo patrón seguía sus indicaciones, hechas humildemente, pero siempre tan justas. Mandarlo a él era inútil.

-«Ciriaco, el toro quebró un palo, ayer tarde, en el potrero uno; sería bueno componerlo o cambiarlo.

-Ya está, patrón.

-¡Ya!, y ¿cuando lo hizo?

-Esta madrugada, señor; fuimos con José.

-¡Ah!, bien. ¡Diga! Murió la ternera esa, entecada, ¿sabe? Mándela cuerear.

-Ya lo mandé a Maximito, patrón. Pronto traerá el cuero».

Y así todo; y no sólo esto: el honor y la fama de su patrón eran para él tan sagrados como los propios, tan bien que no vaciló, una vez que había oído cuentos que no le gustaban, en salir de su reserva, y sin decir nada a nadie, en cantarle la cartilla a un vecino, de tal modo que este, para siempre, se acordó que en boca cerrada no entran moscas.

Aunque fuera hombre de pocos amigos, muchos de afuera lo venían a consultar, pues entendía como nadie de remedios caseros para curar los animales enfermos.

Entre los que así venían, don Fermín era el   —140→   más asiduo. No le faltaba pretexto para largarse a conversar con Ciriaco, recibir sus consejos y también darle los de él, que tampoco eran malos.

-«Eres muy bueno, le decía, amigo Ciriaco; y pocos hombres he conocido tan buenos como tú. Pero de bueno ya vas rayano a sonso. Aquí, te estás dejando explotar; y sin embargo, tu patrón también será bueno; pero, como no le pides nada, nada te da, y sigues trabajando sin saber ni cuanto ganas, ni si sólo ganas algo.

Así nunca vas a adelantar; y toda la vida, quedarás un pobre gaucho, lo mismo que si fueras un haragán; es preciso hacerse valer, amigo; trabajar no es todo, y también se necesita en este mundo: SABER TRABAJAR.



  —141→  

ArribaAbajo- XXIV -

Saber trabajar


Y don Fermín, él, había sabido trabajar. Peón de confianza en un establecimiento de regular extensión, había llegado a desempeñar las funciones de capataz, sin tener el título de tal. Pero si el sueldo no era más que el de cualquier otro peón, había sabido conseguir de su patrón ciertas ventajas que le podían facilitar la tarea de ir levantándose, poco a poco, hacia el ideal soñado: dejar de ser, toda la vida, el gaucho pobre y despreciado, cuyas condiciones tristes cantan en sus versos los poetas, sin poderlas mejorar; cuyos vicios, -hijos de la ignorancia en la cual lo han tenido sumido, a pesar de su viveza natural, los que han manejado los destinos del pueblo-, sirven de pretexto para mantenerlo en humilde sujeción; cuyas reconocidas   —142→   cualidades de voluntaria fidelidad al amo, de resistencia sufrida, de noble arrojo, de vigor, de destreza, de amor al suelo patrio, son el inagotable tema de mil obras literarias, sin haber sugerido jamás a los gobernantes la idea práctica de hacer con él el verdadero núcleo de una nación valiosa y valiente; cuya suerte, en fin, corre parejas con la del caballo criollo, su compañero, siempre alabado y maltratado, siempre ponderado y mal comido.

Don Fermín había nacido con la idea, poco común entre los gauchos, de mejorar su suerte por el buen manejo de sus fuerzas y de la platita que podría producir su trabajo. Por cierto, en sus aspiraciones, no podía ser muy ambicioso; pero siquiera soñaba con poseer en propiedad, algo más que un sombrero grasiento, un poncho roto y un chiripá descolorido; quería llegar a tener algunos animales que llevasen su marca; algunas ovejas que le diesen su lana, y también algunas lecheras.

Su prolijidad en cuidar los animales finos, le había valido la simpatía de su patrón, y una vez parado el crédito, no se le había echado a dormir. Pero no quería que el patrón fuese solo en aprovechar su trabajo.

Sabía que, por bueno que sea un hombre, raras veces se adelanta a hacer prosperar a un inferior,   —143→   a pesar de su mérito, y que si el mérito debe ser modesto, no debe serlo tanto que pueda creer, el que lo aprovecha, que ignora su propio valor.

Sin levantar nunca pretensiones que le hubieran podido resultar contraproducentes, Fermín no perdía ocasión de hacerse valer discretamente.

Sabiendo que «el que no llora no mama», algo siempre pedía al patrón, y como lo que pedía, nunca era gran cosa, siempre lo conseguía. Pero siempre pedía cosas de provecho futuro, que si valen poco de por sí, valdrán con el tiempo, por lo que puedan atraer o producir.

El establecimiento necesitaba huascas y había que cortar un cuero. Fermín pedía permiso para sacar un maneador. «Tome, tome», decía el patrón, y el maneador salía tan ancho y tan largo que de él, Fermín podía, con el tiempo, sacar un surtido completo de huascas de todas clases.

En la hierra, nunca dejaba de hacerse regalar un potrillo; un potrillo ¿qué es para un estanciero?, y le chantaba la marca con la idea que, algún día, sería un lindo caballo, de valor, cuidándolo bien. Y cuando, habiendo formado tropilla, pidió al patrón una yegua para madrina, la consiguió preñada del   —144→   padrillo fino que él tan amorosamente cuidaba. El patrón necesitó un puestero para una majada, y de tal modo se manejó Fermín, que se la hizo dar a un interés moderado, estableciendo en el puesto a su madre y a sus hermanitos, en edad ya de cuidar la majada, bajo su vigilancia.

La majada no era muy grande, ni de muy buena calidad, ni muy fuerte el interés; pero el puesto estaba en la orilla del campo, y con el pretexto de que los muchachos no sabían, siempre estaban pastoreando las ovejas en el campo del vecino, dándoles así mucha extensión.

Siendo Fermín el encargado de cuidar los carneros y de repartirlos entre los puesteros, elegía de antemano los mejores y los mandaba para su majada. Su parición, así siempre superaba a la de los demás puestos, y su rebaño mejoraba rápidamente.

Animales gordos para vender, tenía siempre también, porque de la estancia mandaba carne al puesto y no necesitaban carnear.

Las lecheritas de su mamá no tenían toro; pero eran tan pocas que el patrón cerró los ojos, y los mesticitos que nacieron de ellas, eran lindos animales.

Si los caballos de la estancia siempre estaban gordos, es que Fermín los cuidaba mucho,   —145→   y con dejar comer maíz a dos o tres de los de él, en el pesebre, a la par de ellos, no les causaba gran perjuicio.

No era él hombre de reuniones y carreras, pero lo solicitaba don Juan Antonio, cada vez que en su pulpería se organizaba una partida algo seria y se necesitaba coimero; y no podía despreciar los buenos pesitos que siempre deja el oficio.

Tampoco impedían sus ocupaciones en la estancia, que, durante la esquila, pudiera atarla lana del establecimiento, trabajo que también le valía bastante dinero.

Y poco a poco, aprovechando las migas que él mismo hacía así caer de la mesa de otros más ricos que él, y haciéndolas fructificar, llegó a poder realizar su sueño: dejar de ser un gaucho pobre, para trabajar por cuenta propia.



  —146→  

ArribaAbajo- XXV -

Latifundia


-«¿Y esos pobres guachos, de quien serán?» exclamó, riéndose, uno de los estancieros ahí reunidos, al ver entrar en la feria un lotecito de vacas tan éticas y raquíticas, criollas, flacas y deshechas, que más parecían perros con aspas que animales vacunos.

-«Cállate, le dijo un amigo; si son de...» Se perdió el nombre en el tumulto de la reunión, y agregó el hombre: «¡Pobre! No le alcanzará para comprar un torito. Dice el rematador que les ha puesto base, para que no se las vayan a sacrificar.

-¡Qué vergüenza!, mandar semejantes animales; yo, que él, los cuereo, más bien. ¡Mire la gente progresista, con sus millones!»

Estos hombres hablaban, de envidiosos, y por   —147→   hablar, no más. Ellos que tenían apenas, en algunas leguas de campo, unos cuantos centenares de vacas, que las tuvieran muy refinadas, de muy buena raza, de gran cuerpo, de poca asta, de fácil engorde, se comprende, pues así lo necesitaban; pero a la persona de quien se ocupaban, ¿qué le podía importar que sus animales fuesen, -como eran, en realidad-, los últimos en clase, que se pudieran encontrar en la República Argentina?

Al cruzar la provincia en la cual estaba radicada la familia cuyo nombre había sido pronunciado, el viajero se cansaba de preguntar a su vaqueano: «¿De quién es este campo que atravesamos?» pues la contestación era casi siempre la misma, y el mismo apellido caía de la boca del interpelado.

Y todos estos campos, -extensos todos-, presentaban el mismo aspecto de abandono que si no hubieran sido de nadie. Uno que otro ranchito de mala muerte, perdido entre fachinales, abrigaba algún miserable puestero, encargado de cuidar a la de Dios es grande, rebaños bastante grandes de ovejas sarnosas, entre las cuales a ningún Tesco se le hubiera ocurrido buscar la del vellón de oro. Entre los pajonales, que era bien prohibido quemar, andaban vagando inmensos rodeos de vacas   —148→   ariscas, fiambrera de los gauchos que vivían en el establecimiento, de los vecinos y de las fieras que todavía se guarecían en el pajonal, y que el patrón había prohibido también de perseguir.

Nunca, por supuesto, había tenido la curiosidad de dar una recorrida general a sus campos ¿para qué? Hubiera sido un viaje muy penoso, largo y aburrido. Pero quería que supiesen bien, los que en ellos pasaban la vida, que él era el dueño, y que sólo él tenía derecho de mandar, aunque fueran disparates. Por supuesto que no tenía afición particular a los tigres y a los pumas, pero bastó que un mayordomo le escribiese que hacían mucho daño en la hacienda y que lo mejor sería de ir quemando los fachinales, para que pasase a todos sus mayordomos una orden general, prohibiéndoles terminantemente de quemar campo y de matar fieras.

A otro mayordomo que se permitía indicarle la conveniencia de mudar de campo una hacienda para evitar que se siguiera muriendo, con la seca, le contestó que sacase los cueros no más, y se dejase de consejos: que las osamentas mejoraban el campo. Y a otro que le pedía semilla para sembrar un poco de alfalfa, lo echó, por trompeta.

  —149→  

Tenía razón, el hombre. ¿De qué serviría la riqueza, si fuera para dar trabajo? Que se molesten los pobres; que codeen fuerte los del populacho, para llegar a ser los primeros en la senda del progreso; santo y bueno; pero, en la procesión, ¿no camina siempre por detrás, el obispo?

¡Miren!, si fuera preciso que el dueño de centenares de leguas, las convirtiese en buenas estancias, divididas, alambradas, pobladas, cultivadas, con mayordomos instruídos, personal numeroso, animales refinados, ¡la mar! Ya no valdría la pena ser dueño de una extensión de tierra tal que, de por sí, sin trabajo, le da a uno más pesos de renta por minuto, que los que gasta en un mes un hombre regularmente acomodado.

No; nada de administración. Los mayordomos: que sólo sepan escribir lo suficiente para saludar al patrón y remitirle guía de cueros y lana; los puesteros: que ahí estén, sin sueldo, por la tumba, no más, y como con licencia. Que el Pueblito que, en un descuido, ha dejado que se formase, quede encerrado entre las estancias y no tenga chacras, ni siquiera quintas, pues el arado trae consigo mucha gente; y, menos bulto, más claridad.

En caso de decidirse el patrón a alambrar   —150→   alguna gran extensión, dejaba sólo un camino todo alrededor, y una que otra tranquera, siempre cerrada con candado, como para hacer comprender bien al viajero que, por estas puertas, hubiera podido pasar, si tal hubiera sido la voluntad de él, -dueño-, pero que él,-dueño-, no quería que se cruzase su campo, ni que le pisoteasen la paja de embarrar, ni el pasto puna.

Y con todo, aumentaba su fortuna; a pesar de esta resistencia pasiva, se volvía colosal; por debajo, por encima de la muralla china de su orgullo inerte, por infiltración continua, invadía sus campos la marejada de la población, del trabajo y del progreso, dándoles un valor cada día creciente, obligándole, a veces, por la exageración de las ofertas, a arrendar algunos retazos. Pero era rezongando; de lo que había arrendado, le parecía ser un poco menos dueño, y su orgullo sufría.

Como no ostentaba más lujo que el de chupar yerba paraguaya y de fumar tabaco negro de la «Hija del Toro», que su vida era modesta, su casa sencilla, sus muebles vulgares, y su mesa, de una sólida abundancia y nada más, no necesitaba aumentar sus entradas; pero, sí, tenía la vanidad de poseer tierra, mucha tierra,   —151→   demasiada; quizás para que nadie se atreviera a decir que no tenía en que caerse muerto.

Y esto de caerse muerto, le sucedió como a cualquier hijo de vecino, bastando para su sepulcro, diez metros cuadrados de las inmensas áreas, cuya posesión efímera había hecho famoso su nombre, durante el corto período de una vida humana.

¿Fue sentida su muerte? No. No era malo el hombre, pero estorbaba. El progreso, impaciente, esperaba que se quitase del camino, pues no le gustan los campos extensos, flotantes mantos de reyes haraganes, en los cuales anhela cortar vestidos de menor amplitud, pero más fáciles de engalanar con todas las maravillosas prendas de la naturaleza generosa.

Se abalanzó en su ayuda, para corregir la injusta suerte del trabajador que pena y ahorra, la misma locura de los hijos del potentado. El había sacado su gozo de la sola e inútil posesión de tierras inmensas; sus hijos buscaron su gloria en la vanidosa ostentación de sus riquezas, lumbre fatal que resplandece menos de lo que, sin vuelta, consume. Quebradas sus tierras en pedacitos por el martillo del rematador, volvieron a ser parte de la herencia de la humanidad productora. El pueblito se ciñó de un opulento y verde cinturón de chacras,   —152→   y en los modestos hogares allí surgidos, hubo una suma de felicidad incomparablemente mayor que en la desdeñosa morada del primer poseedor.



  —153→  

ArribaAbajo- XXVI -

El maestro de escuela


Gallarda, elegante, de corte airoso, blanco el velamen, nítida la pintura, brillantes los cobres, por la primera vez sale la nave del puerto, y más saluda las olas, en su balanceo, como condescendiente vencedora, que como luchadora inexperta.

Así sale de su tierra, por la primera vez, lleno de las ilusiones de los veinte años, el joven inmigrante, de buena familia, a campear, por la América lejana, la fortuna fugitiva.

Y después de muchas campañas, de travesías penosas y sin número, después de haber sufrido mil tempestades, la nave, muchas veces, desgarrado el velamen, el casco hecho una ruina, con el timón roto, viene -errando el puerto-   —154→   a encallar y zozobrar en los escollos de la costa.

Y también, a menudo, sucede al joven inmigrante, de buena familia, demasiado confiado en la superioridad relativa de su instrucción, de venir, después de muchas tempestades, a encallar y zozobrar en los escollos de la vida americana, con las ilusiones hechas añicos y el timón roto.

Hacía muchos años ya que había perdido el timón, don Anselmo, cuando apareció en la estancia de don Tomás, una tarde, miedosamente colocado en un mancarrón mal aperado, prestado en la pulpería, donde había llegado a pie, desde el pueblito, distante de tres leguas, objeto de la burlona curiosidad de los paisanos, con sus harapos de pueblero, mestizados de prendas campestres, sus alpargatas nuevas y su galerita aboyada, su levita remendada, recuerdo de grandezas pasadas, sus pantalones arremangados en las medias sucias, y sus manos sin ampollas.

Don Tomás había pedido a un amigo que le mandara un buen maestro de escuela, y habiendo caído don Anselmo, astro errante, en la órbita del comisionado, éste se lo había dirigido.

¿Errante? ¡Oh! Sí; pues no había hecho otra   —155→   cosa en la vida, que de cambiar de oficio, de sitio, creyendo siempre mejorar su condición, neciamente desdeñoso, en una sociedad puramente ocupada todavía en llenar imperiosas necesidades materiales, de todo trabajo que no fuese, a su parecer, intelectual; persiguiendo sin cesar la imposible realización de los irrealizables sueños de su ambición mal ponderada y mal adecuada al ambiente. Hasta que viejo, y cansado de verse siempre más pequeño que tantos otros que juzgaba serle inferiores, se resignó a ir a esconder en la campaña la humillación de su orgullo vencido, listo ya, en el abandono de su desaliento final, para hundirse en el remanso sin fondo de la derrota moral y física, dispuesto a todas las concesiones, presa de todos los vicios.

Y don Anselmo empezó, sin ganas, a desasnar a los tres hijos de don Tomás, paisanitos de fecunda e ingeniosa travesura, y a tratar de hacerles comprender, a razón de tres horas por día y de veinte pesos al mes, y la tumba, las complicadas reglas de la aritmética y las arduas bellezas de la cartilla primera.

Así mismo, y a pesar de lo que puedan pensar los grandes escritores de la antigüedad, en cuyo noble comercio no se olvida que ha sido criado, las horas de clase son, para él, las mejores del   —156→   día; pues entonces, siquiera, y aunque bien se dé cuenta de que si el terreno en que siembra no está muy preparado, tampoco la semilla está muy fresca, se siente útil, mientras que fuera de ellas, se ahoga en desesperante fastidio, incapaz, como lo es, de ayudar en ningún trabajo, pasando el tiempo en fumar y tomar mate... y caña, cuando hay.

El domingo, a la noche, don Anselmo, a veces, prende una vela en la pieza que le sirve de escuela y de dormitorio, y, al rato, suenan, en el silencio crepuscular, en medio de inhábil zangarreada de guitarra, los acentos de su trémula voz de viejo aguardentoso.

Después de comer, cualquier ruido es música, y todo el personal de la estancia, abandonando la cocina, se viene a juntar en la puerta; poco a poco, de a uno, entran todos de puntillas y le hacen rueda al cantor.

Don Anselmo, agachando la corona sin honor de sus canas desgreñadas, sentado en un pupitre, con las piernas cruzadas, a nadie mira. Ha pasado parte del día en la pulpería, tomando solo, sin hablar con nadie, tampoco; pues el gaucho le parece poco digno de su conversación, y éste, cuya miseria siquiera tiene el consuelo de poder fraternizar con la del prójimo, le devuelve con usura su desprecio.

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Y por esto mismo es que, cediendo a la invencible necesidad de desahogo que siempre acaba por apoderarse del que sufre, acostumbra don Anselmo, confiar a la guitarra sus penas.

Sus décimas son bien pobres, su música bien destemplada, y su voz bien ronca, pero su canto improvisado, aunque no alcance, por cierto, a expresar como lo quisiera, su desconsuelo, deja traslucir tan resignado pesar por las decepciones y los desengaños sufridos, en su larga vida mal aprovechada; y tanto rebosa la amargura de su vejez miserable y sin hogar, que su auditorio lo escucha con cierta compasión, y que los mismos niños, sus discípulos, siempre dispuestos a hacerlo víctima de alguna travesura, por un momento perdonan, indulgentes, al hombre que, cantando, casi llora, su tiranía inofensiva de maestro atorrante.



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