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ArribaAbajo- XV -

Canelón, naturalmente, se indignó muchísimo y trató de devolver la ofensa en el acto; allí mismo donde la recibió. Pero intervinieron varios amigos y, es claro, el agresor se fue tranquilamente, riéndose, como si hubiera hecho una gracia. Esto era lo que más le indignaba, y tanto, que salió por la noche, armado hasta los dientes, de café en café y de plaza en plaza, busca, buscando por todas partes a Luis Acosta, que no aparecía por ninguna.

La resolución y la ira se pintaban con tales muestras de seguridad en su acardenalado rostro, que muchos de sus admiradores, a quienes comunicó el sanguinario pensamiento de matar a Luis aquella noche, previendo una espantosa catástrofe, decidieron, para evitarla, arreglar el asunto con un duelo, cosa que no le había pasado por las mientes al mantecoso Arturo.

Alguien cree, en consecuencia, que no le cayó bien la idea del desafío; pero Teodoro Cuevas,   —125→   que era del grupo y que no cabía de gozo ante la perspectiva de un duelo... visto de lejos, habló de «lavatorios de honra», y no hubo más remedio que batirse, tanto más cuanto que muchos engomados y perfumados jóvenes de la buena sociedad habían presenciado la escena de los tremendos latigazos.

La noticia tuvo pronta divulgación y dio vuelta en redondo a la famosa ciudad, donde era cosa poco menos que imposible ocultar ni verificar un desafío formalmente.

Los desafíos en Villabrava resultan portentosos de puro ridículos; o se verifican a medias después de cien idas y venidas, de conferencias y padrinos, o se realizan a noventa pases de distancia, con revólver y sin consecuencias.

Nadie sabe allí por dónde van tablas en punto a lances de honor, ni falta que hace, pues lo corriente es «batirse» en la calle, a través de las puertas de las confiterías, o escudados por los árboles de la Plaza principal y bien cerca del cuartel de Policía, para que la autoridad llegue a tiempo. Por lo general no salen muertos ni heridos de estos lances, en plena calle los combatientes, sino algún inofensivo transeúnte.

Mas Canelón, cumpliendo con sus sagrados deberes de caballero, nombró representantes suyos a Teodoro de la Cueva y a Florindo Álvarez, que no conocían el código de honor ni a tuertas ni a derechas. Luis Acosta, siempre expeditivo   —126→   y violento, quería arreglar aquello en seguida, al machete o al cañón; pero los padrinos de éste se negaron a aceptar tan bárbaro procedimiento, manifestando que sólo a los testigos les tocaba elegir las armas de combate; y en consecuencia, Luis se vio obligado a salir en busca del general Tasajo y del abogado Jorge Sucre; éstos aceptaron con júbilo el delicado encargo.

Se convino en guardar la mayor reserva sobre la hora y el sitio donde debía realizarse la espeluznante escena; pero Luis, que no podía hacer nada sin decírselo a Julián, le faltó tiempo para ir a contárselo todo, con sus más menudos pormenores, lo que provocó entre ambos una acaloradísima disputa, porque, según Julián, siendo él el ofendido en el artículo publicado, era él y no Luis quien debía romperse el bautismo con Canelón.

Para la protesta ya era tarde, no obstante la contundente lógica expuesta por Julián. El duelo se realizaría al día siguiente a las seis de la mañana, en el valle de los Aparecidos: un valle cercano a la ciudad y no muy lejos de un proyecto de río, célebre por las melancólicas endechas con que lo habían calumniado todas las generaciones de poetas villabravenses.

Y a las seis menos cuarto, dando no pocos rodeos y tras infinitos saltos y tropiezos, subía Julián Hidalgo, apoyado en un grueso bastón, la colina que cerraba por aquella parte el vallecito   —127→   mencionado. Al ganar la cumbre del tortuoso cerro, se detuvo un instante y cobró los alientos perdidos en la trabajosa ascensión...

Minutos después percibió confuso murmullo, de voces al pie de la colina, y apenas sí tuvo tiempo de bajar precipitadamente hacia el valle, donde consiguió ocultarse detrás de una espesa arboleda. El murmullo se fue haciendo cada vez más intenso, y muy pronto llegaron a sus oídos, claras y vibrantes, las voces del general Tasajo, de Florindo y del abogado Sucre.

Venían empeñados en acalorada polémica sobre cuestión de «revólveres». Julián, atisbando por entre las ramas de los árboles, vio a Luis que se alejaba de ellos para dejarlos con entera libertad, y un poco más atrás, a Canelón y Teodoro, que llegaban de bracete, con sendas gardenias en los ojales de la americana, aparentando gran serenidad. Dijérase, no obstante, que Canelón no las llevaba todas consigo: se apoyaba demasiado en el brazo de su amigo.

Más que por miedo, creemos que este apoyo obedecía a la falta de alimento, porque Arturo llevaba en el estómago, en vez de desayuno, una respetable dosis de bromuro.

Decidido el asunto de las armas, que se llevó un buen rato de disputas y manoteos, se preparó, el terreno. Sucre y Tasajo colocaron a Luis en el sitio que le correspondía, entregándole un revólver atestado de cápsulas. Florindo y Teodoro   —128→   hicieron lo mismo con Arturo, llevándole lo más lejos posible de su adversario; pero con tan mala suerte, que fueron a colocarlo casi al frente del grupo de árboles donde se ocultaba Julián.

Acto continuo, los cuatro testigos se retiraron a honesta y respetabilísima distancia.

A estas alturas había llegado el solemnísimo acto, y ya se disponía a dar el general las señales de combate, cuando salió, inopinadamente, Julián de su escondite.

Lo que entonces pasó no debería ni mencionarse. Es un punto negro en la historia de nuestro héroe, que ofrecerá de fijo a los criminalistas ancho campo para muchas transcendentales investigaciones.

El solo hecho de relatarlo fiel y cumplidamente como ocurrió estremece la pluma en las manos del novelista y le pone los cabellos de punta. Porque fue aquel un instante de verdadera consternación: de consternación y sorpresa para combatientes y testigos.

La inesperada salida de Julián, su actitud amenazadora, hostil, y, sobre todo esto, lo insólito del caso, infundieron allí tal pavor, que en algún tiempo nadie se atrevió a moverse. Julián se dirigió sin vacilar, con paso firme, al sitio donde permanecía, pálido e inmóvil, Canelón.

-Oye, tú. No es con ése -le dijo, señalando a Acosta, y revelando en su tembloroso acento   —129→   la ira que lo embargaba- sino conmigo con quien te vas a batir.

-¿Ahora? -exclamó Arturo, retrocediendo un paso.

-¡Ahora mismo, ahora!

-¡Julián, Julián! -le gritó desde su puesto, agitando los brazos, Luis Acosta-. No seas loco. ¡Apártate!...

El ofuscado joven no oía. Debió de perder la razón en aquel momento, porque de un salto furioso salvó la distancia que lo separaba de Canelón y rugiendo más que diciendo: «¡Es conmigo... conmigo, que te vas a matar!», le descargó un tremendo garrotazo en la cabeza.

El desprevenido duelista trató de rehuir el primer golpe; pero detrás del primero vino el segundo, y el tercero, y la acometida fue entonces tan violenta, tan recia, tan brutal, para decirlo de una vez, que el atropellado Arturo dejó caer el revólver, cuyo gatillo, levantado ya, se disparó al chocar contra el suelo, yendo a aplastarse la bala en una piedra que estaba cerca.

En vano corrieron voceando, precipitadamente, los testigos, para evitar el furibundo ataque. Hasta el mismo Acosta intentó detener al impetuoso agresor. Todo fue en vano: el muchacho acababa de satisfacer su cólera sobre el ensangrentado cuerpo de Arturo, quien rodó por el césped sin sentido.

León Tasajo, que andaba reñido con todo   —130→   aquello que no fuese correcto en punto a cuestiones de honor, se indignó mucho y dijo que era la primera vez que en la ya larga serie de duelos villabravenses acontecía semejante iniquidad. Florindo derramó dos lágrimas como avellanas sobre el pálido rostro de su amigo, y es de justicia consignar que Luis Acosta se conmovió y estuvo a punto de reñir a Julián por aquel acto incalificable.

El único que no tomó parte en la desastrosa escena fue Teodoro, porque asustado al oír el tiro, y sobre el tiro los gritos que resonaban por todos lados, se dio a correr de tan prodigiosa y desatentada manera, que muy pronto llegó al río, y queriendo salvarlo de un salto, cayó entre un pozo, produciendo su caída un estrépito «terrorífico».

Unas lavanderas que acertaron a pasar, compadecidas de su desgracia, le ayudaron a salir de allí, hecho una lástima. La gran flor que llevaba Teodorito en el ojal de la americana quedó flotando entre los remolinos del agua.

En tanto, Arturo Canelón, bañado en su gloriosísima sangre, fue trasladado en brazos de sus amigos a Villabrava, donde no se sabe cómo ni por qué misteriosa vía telefónica se tuvo conocimiento del hecho antes que el herido llegase.

El padre de Arturito, que gozaba de grandes y decisivas influencias en las esferas oficiales, dio parte a la autoridad competente, y Julián Hidalgo   —131→   fue reducido a prisión antes de entrar a la ciudad. Los periódicos callejeros, que aún recordaban su famosa conferencia, se agarraron del suceso para echar los pies por el aire, y lo que en un principio pudo pasar como caso de violencia disculpable, se elevó muy pronto a la categoría de «crimen».

De tal suerte se explotó tan pérfida «insinuación», que extraviado ya el público criterio, hasta el distraído jefe del Gobierno tomó cartas en el asunto. A él le tenían muy sin cuidado los horrores villabravenses, por lo cual andaba allí todo a manga por hombro; pero en tratándose del hijo de un señor que era el más firme sostén de su política, ya era harina de otro costal. Ofreció a Canelón padre tener al joven Hidalgo en la cárcel mientras él presidiese la República; y fue inflexible en aquel asunto trivial, como fue débil, fatalmente, en otros de suma transcendencia. Ni la misma madre de Julián Hidalgo consiguió doblegar su voluntad.




ArribaAbajo- XVI -

A través de los numerosos grupos de hombres que charlaban en el vestíbulo de la residencia presidencial, un edecán condujo a Susana hasta el «salón de espera».

En este salón espacioso, sin alfombras, mal decorado y peor dispuesto, con pocos muebles y muchos cuadros de un gusto artístico verdaderamente detestable, aguardaban también algunos otros hombres pegados a las paredes, humildes, taciturnos, como avergonzados de encontrarse en aquel sitio; firmes en sus asientos, espiando el instante en que el oficial de guardia dijera: «¡El general!», para ponerse de pie y echarse a temblar en su presencia.

Los privilegiados, como si dijéramos los de casa, los que entraban y salían allí con sus sombreros puestos y con aire desenfadado y de confianza, miraban a los infelices del salón de espera por encima del hombro.

En su mayoría eran los favorecidos pretendientes,   —133→   empleados, militares, comerciantes, algunos clérigos aspirantes a obispos, amigos particulares, diputados, magnates, muchos lumbreras de la política al uso y muchos «salvadores del país» que en Villabrava abundan de manera prodigiosa. Estos representantes de la politiquería villabraveña, que tenían la dignidad por apariencia y el servilismo por culto, y cuyo único oficio era el de mentirse y engañarse a todas horas, formaban frecuentemente corros en el comedor y en el patio: hablaban mil majaderías y se dispensaban mil demostraciones de afecto, odiándose, en el fondo, todos ellos.

Si a la casualidad pasaba «el general» y les repartía unos cuantos apretones de manos, y les preguntaba por la familia, se volvían locos de contento, y dándose por satisfechos, desfilaban hinchados, radiantes, mirando con orgullo a los demás, como diciéndoles: «¡Eh, qué os parece! ¿Habéis visto cómo me apretó la mano el general?»

El espectáculo era desconsolador, pero cierto, rigurosamente cierto.

Hacía poco menos de diez minutos que Susana esperaba, y ya se sentía humillada, en términos que le costó hacer un grande esfuerzo para no levantarse y salir sin ver al presidente. Pero en este momento llegaron, obstruyendo las puertas, varios generales: ¡como veinte! Entre ellos venia uno a quien llamaban «Maquiavelo», porque   —134→   era hombre de mucha trastienda y mucha mano izquierda, como dicen los españoles de los toreros prácticos.

Al ver a Susana este Maquiavelo tropical, cuya finura y melosidad con las damas no se compadecía de sus trasteos políticos, se ofreció espontáneamente a anunciar su visita al jefe del Estado, no sin condolerse en alta voz, y con cierto énfasis, de que a señora tan distinguida y tan hermosa no la hubieran hecho pasar al salón que le correspondía.

Así fue como al poco rato, acompañado del invicto Maquiavelo, apareció el general a la puerta de su estancia e invitó a Susana a entrar a su despacho.

El general era un hombre moreno, rollizo, de recio aspecto, de gigantesco porte. Se encontraba en toda la fuerza de su edad y descubríase a primera vista, en su cara fresca y lustrosa, redondeada por una barba negra y abundante, al hombre sano de cuerpo, quitado de placeres y agitaciones mundanas.

Tenía fama de reservado y receloso; y no era bien querido en Villabrava porque, habiendo llegado al Poder con gran prestigio, gracias a su legendario valor y a sus triunfos de militar afortunado, fue harto débil y complaciente con una chusma de amigos que, manejando el Tesoro público a la diabla, entre este fraude y aquel contrato leonino, en tal combinación y en cual negocio   —135→   fraudulento, la dejaron limpia y maltrecha en menos de dos años. Pero en punto a política rural, sabía el presidente más que todos sus colaboradores juntos.

Tenía un profundo conocimiento de los hombres que lo rodeaban, y aprovechaba de ellos lo que mejor le parecía, dejándoles luego todas las responsabilidades a cuestas.

Necesitando un día redondear un importantísimo negocio, nombró administrador de Aduanas a don Anselmo Espinosa, cuyo prestigio de banquero le facilitó llegar al fin que se proponía.

Le interesaba, por ejemplo, desarrollar una intriga: pues nadie mejor que «Maquiavelo», sujeto hábil en enredos, flexible, dúctil, jesuita y gitano en una sola pieza, hombre necesario a casi todos los gobiernos.

Poseía un don absolutamente felino: cual era el caerse al suelo del alero de un tejado y caer siempre de pie.

Por aquellos días el viejo Canelón era el personaje en alza. Sin convicción ni creencia algunas, y aunque era emprendedor y animoso, no sabía como Maquiavelo cuándo debía arrodillarse ni cuándo debía levantarse de tan triste postura.

Una combinación arriesgada le dio acceso en el Gobierno, y por ende gozaba a la sazón de grandes «facultades» y extensos privilegios.

  —136→  

De aquí que las súplicas de Susana no hicieran mella en el corazón del general, que no quería disgustar, por ningún respecto, al viejo Canelón.

La pobre mujer habló como hablan las mujeres que abogan por sus hijos: con esos acentos tiernos impregnados de amor y de lágrimas, que ablandaban las piedras; con esa expresión única y sublime que pone Dios en los labios de las madres que suplican.

El general le negó de manera terminante, y sin réplica, sin excusa, la libertad del hijo.

Precisamente cuando formulaba tan rotunda negativa asomó por entre el espeso cortinaje de la puerta principal del despacho la desgreñada cabeza de un chalán:

-General, ahí traen el caballo negro que usted encargó.

Y el general, que se olvidaba de los más transcendentales problemas políticos y de los asuntos más urgentes en cuanto le hablaban de un animal, o cosa así, dejó a la madre con la sollozante súplica en los labios y se fue con el chalán a ver el caballo.

Susana se inmutó primero, se puso luego roja de vergüenza y estuvo a punto de desmayarse.

Mas por un movimiento de reacción súbita, de la cual ella misma no se daba cuenta, se levantó sin pronunciar una palabra y salió digna, majestuosa,   —137→   con paso firme, pero con los ojos llenos de lágrimas, por entre los grupos de hombres que, taciturnos y encorvados, esperaban en el vestíbulo la hora de echarse a temblar en presencia del general.




ArribaAbajo- XVII -

A consecuencia de esta desgraciada entrevista, unida a las muchas otras desazones que embargaban su ánimo apocado, Susana enfermó y estuvo algunas horas como atontada y pasó muchas noches sin dormir.

Días negros, días tristes, días espantosos, días pródigos en sufrimientos fueron aquellos de la prisión de Julián para la infeliz madre. Bien sabía ella que en Villabrava ocurrían cosas muy originales en punto a prisiones.

Que hasta un criminal digno de los más negros castigos, por estas o por aquellas combinaciones políticas, saldría de la cárcel hecho jefe, reivindicado y respetado por todo el mundo, antes que su hijo, a quien se sacrificaba en cambio de un beneficio momentáneo, a quien la sociedad señalaba y distanciaba de su seno como a un apestado; a quien un hombre negaba el derecho de amar y un pueblo entero el derecho de vivir.

Para una madre como Susana, la prisión indefinida   —139→   del hijo era poco menos que la muerte. Su desesperación no tenía límites: era inmensa. Contribuían a aumentar esta desesperación la soledad espantosa de su casa y la vista constante de la habitación de Julián, adonde ella iba con frecuencia a meditar y a llorar su desgracia.

Allí se sentaba frente al escritorio donde un montón de pequeñeces, de detalles, de cosas íntimas adquirían dolorosas proporciones a sus ojos. Cada cosa adquiría para ella algún significado triste, porque en cada sitio de aquel escritorio, que heredó Julián de José Andrés, había algo de éste y algo de ella y alguno que otro regalo de Isabel; la pluma y la carpeta, el tintero y el sello, el lacre y las papeleras y los libros; todo, todo la acongojaba, la martirizaba, le traía a la memoria el amor inmenso de su hijo...

Aguijoneada y acosada por su recuerdo, se sentía desfallecer y salía de allí a llenar toda la casa de quejas, acusando a todo el mundo de su desgracia, hasta que caía de bruces, rendida sobre la cama, bañando las almohadas de copioso llanto, como si Julián se hubiese muerto.

Mientras los días corrían unos tras otros y ni una esperanza remota venía a calmar sus ansias.

Una tarde salió desesperada, como una loca, de ministerio en ministerio, de la Gobernación a la Prefectura, de la Prefectura a todas partes donde creía hallar un personaje, una influencia, un hombre que la ayudase a conseguir la libertad,   —140→   con tanta vehemencia y con tanto dolor solicitada. Regresó a casa desfallecida, sin alientos, llorando casi a gritos. El desengaño le produjo, como siempre que alcanzaba el grado máximo su pena, un desgarrador estrago físico y moral.

Sin despojarse de la mantilla ni quitarse los guantes, retorciendo el pañuelo entre las manos, se sentó en el sofá del gabinete, de espaldas al retrato de José Andrés.

El agudo dolor, reviviendo en ella, la anonadó nuevamente, y sus angustias aumentaron a medida que la tarde avanzaba hacia esa hora inapreciable, melancólica, en que el espíritu se entrega sin defensa a sus preocupaciones más siniestras. No pidió luz ni llamó a nadie, y allí se estuvo sin saber cuánto tiempo, postrada, casi sin vida, sin más voluntad que para sufrir.

De tal suerte, que no le impresionó la entrada de Espinosa al gabinete. Dijérase que lo esperaba, que se resignaba a oírlo. Y en aquel prolongado silencio, en aquel recogimiento doloroso, en aquella inmovilidad de estatua, Susana no tuvo ni valor para el enojo; la protesta no subía ya a sus labios.

Don Anselmo le dio la mano sin hablarle, se sentó y la dejó tranquila; la dejó que meditase, que sufriese, que llorase mucho... Pero, al sentarse, retenía aún la mano de Susana entre las suyas.

Susana continuó inmóvil, y después de un largo   —141→   rato, un ligero estremecimiento circuló por todo su cuerpo: desfallecía... Se abandonaba, sin darse cuenta, a una de esas somnolencias tan habituales en ella, semejantes a uno de esos minutos horribles en que la vida toda, empujada por la fatalidad, va dócilmente al sacrificio, cansada de la lucha.

Y en medio de su aniquilamiento, de su postración y de su pena, creyó que la fatalidad era un abismo donde debía hundirse al fin, y adonde, apenas asomada, sintió el alma temblorosa, suspendida en el aire como en un vértigo, queriendo caer y sustrayéndose al mismo tiempo a la caída.




ArribaAbajo- XVIII -

Pero la caída de Susana, en esta ocasión, fue violenta, ignominiosa, estúpida.

Se entregó sin batallar, por manera débil y cobarde, deshonrando sus veinte años de virtud en un segundo de inconsecuencia, rodando, rodando hasta el fondo de aquel abismo que presintió momentos antes, sin detenerse, fatalmente.

Tuvo, no obstante, un momento de miedo, miedo horrible al silencio de la casa, a los muebles3, a las paredes, al sofá, que crujió bajo su peso de hembra, y sobre todo ese miedo un pavor espantoso que le acometió al fijarse en el retrato de José Andrés, que la miraba. La figura severa del marido parecía desprenderse del lienzo en el instante de aquella suprema falta, y Susana sintió flotar como una maldición, sobre su cabeza, el espíritu indignado de aquel hombre.

Desasiéndose entonces bruscamente de los brazos de Espinosa, se incorporó, quedando inmóvil en medio de la semiobscuridad de la habitación,   —143→   dominada por el pánico, clavada allí, sin poder dar un paso ni proferir una palabra... La vulgar, la innoble frase de Espinosa: «Esto es un hecho», aquella frase, que en sus labios fue una injuria lanzada a través de una esperanza, se había convertido al fin en realidad y en sacrilegio.




ArribaAbajo- XIX -

Las puertas de la inmunda cárcel de Villabrava se abrieron al fin para Julián Hidalgo.

Portadora de la inesperada orden de libertad, fue la misma Isabel en coche con su padre hasta «la penitenciaría». Julián, en el primer momento, no supo lo que le pasaba; no se atrevió a creer aquello. Lo palpaba, lo veía; era un hecho y aún se le antojaba un sueño.

No, no era un sueño. Isabel se lo explicó todo. Ella, Isabelita, se moría de pena; Susana se moría de dolor; Juana, su mamá, se moría también: todo el mundo se moría... Y su papaíto, que no era tan malo -¿verdad que no?-, tan malo como él se figuraba, fue quien se empeñó con el viejo Canelón, con el general... con todo el mundo.

Lo que había hecho papaíto por ella, por él, por los dos, no había con qué pagárselo. ¡El pobre era tan bueno a veces, tan bueno! Además él   —145→   deseaba más que nadie que se terminasen los disgustos: al fin eran parientes. Y no estaba bien vista en la sociedad aquella desavenencia. «Ya que os queréis tanto -le había dicho esta misma mañana-, yo no me opongo». Luego, en voz baja y acercándose mucho a Julián. «Verás tú qué felices vamos a ser; tú verás».

Y decía todo esto Isabelita en términos tan conmovedores, tan tiernos, y estaba tan hermosa, tan insinuante, tan linda, que Julián, desconcertado, ni siquiera se dio cuenta de la presencia de don Anselmo, que un poco lejos del sitio en que los dos jóvenes formaban el interesante grupo, esperaba, visiblemente inquieto, su inmediato resultado.

Julián no tenía ojos ni oídos más que para Isabel: viéndola, se embelesaba como un tonto, y oyéndola, oyéndola, la alegría se le subió de un golpe al corazón y le llenó la boca de frases sin sentido.

Y es que estos hombres irrefrenables, heridos por el fracaso, o asustados por la felicidad que se les entra de repente en el alma, sin pedirles permiso, no ven nada, absolutamente nada más allá del mundo que se forma a su alrededor.

Por otra parte, Julián, a pesar de sus ímpetus y a pesar de su altivez, poseía un espíritu infantil, algo incauto.

Y lo más lamentable era que, con su aspecto   —146→   de observador profundo, fue a todas horas un hombre distraído, sin penetración y sin malicia. Una mirada escrutadora lo ponía fuera de sí; una pequeñez lo alteraba hasta lo indecible.

Un asunto grave, empero, pasaba por su lado rozándole y pasaba sin que él se diese cuenta de su gravedad. Aquello que debió causarle una profunda impresión, apenas le causó asombro. Y así se explica que a su libertad, alcanzada bajo la fianza de don Anselmo, no le diese verdadera importancia: al fin don Anselmo era el padre de la mujer que él amaba y que tanto sufría por él.

En cambio le alteró, le ofuscó, le indignó saber que el viejo Canelón había exigido al general, en «pago» de su libertad, el nombramiento de cónsul de Villabrava en París para su hijo Arturo. ¡Oh! «Aquello era inicuo, estúpido, vergonzoso. A un país así tenía que llevárselo el demonio...»

Mas no fue a él solo a quien «ofuscó» el nombramiento de Arturo Canelón. A los amigos de éste, a Florindo Álvarez y a Paquito Berza, que andaban locos detrás de aquel Consulado, los puso furiosos la distinción dispensada al compañero.

¿Cómo no? Todos los Paquitos y Florindos literatos y poéticos de Villabrava se creían merecedores de un cargo diplomático, por el solo   —147→   hecho de dar a luz cada nueve meses unos cuantos folletos de versos áureos y artículos dislocantes.

Era lo que él, el pindárico poeta decía: «Hasta Angelito Marmelado quiere ser cónsul». Lo cual fue una inaudita irreverencia de Florindo. Porque Angelito Marmelado, impecable, genial y azucarado prosista, especie de Juan Valera en el decir y de Gabriel d'Annunzio en el crear, era acreedor como éste a la admiración y al respeto de sus compatriotas, y digno, a su vez, como don Juan, de ser llevado entre ángeles y mariposas y perfumes al quinto cielo de la diplomacia villabraveña.

Un sentimiento parecido al de la envidia llevaba al irritado poeta a no permitir o a no querer que Canelón, su «hermanito» en letras, se fuese solo a viajar por esos mundos sin su amorosa compañía.

Pero Florindo no tenía el padre alcalde, y por más que intrigó y supo en juego los ardides y artimañas del caso, maleando de paso en el Ministerio la reputación antropológica de Berza, que aspiraba a una Legación, o cosa así, no pudo conseguir su deseo.

Y entonces era de oírlo en la Plaza Central poniendo de vuelta y media al presidente, al ministro, al Gobierno todo entero. Sin embargo, fue a despedir muy compungido a su adorado compañero al puerto vecino; le dio un beso en la   —148→   frente «luminosa», derramó una lagrimita y le ofreció ir a París en aquella misma primavera, acompañando a las Pérez Linaza, que partían muy en breve para la «capital del mundo civilizado».

Por la noche se leían en letras tamañas como puños, los siguientes sueltos en un periódico importante de la localidad:

«Cumbres altas. -Nuestro insigne y aurórico tribuno don Arturo Canelón partió hoy para Europa, honrado con el nombramiento de cónsul general de la República en París.

Demás está decir que la literatura, la ciencia, el arte, la política y todo cuanto encierra nuestra sociedad de cultura, belleza y elegancia, acudió a la estación a despedir al joven orador, cuya voz robusta y milagrosa parece que aún resuena en nuestros coliseos. Los amigos casi no lo dejaban subir al coche.

Todos estaban conmovidos, trémulos, emocionados... al par que llenos de satisfacción al ver cómo se premia al mérito intrínseco en esta tierra de genios. Baste decir que las damas bañaron de copioso llanto las ventanillas de los carros y que fueron tantas y tan espontáneas las lágrimas derramadas que formaron arroyos, ríos y torrentes que se llevaban los corazones, los rails, el andén y la marquesina de nuestra estación».

Y a renglón seguido, el otro sueltecito:

  —149→  

«Ayer noche fue puesto en libertad el señor Julián Hidalgo, bajo la fianza del honorable banquero don Anselmo Espinosa. Deseamos que el señor Hidalgo sepa corresponder a tan hermoso rasgo de nobleza».




ArribaAbajo- XX -

Hace ya bastantes días que Isabelita Espinosa es feliz, muy feliz. Esa felicidad la pregonan el extraño, risueño fulgor que irradian sus ojos, el encendido color de sus mejillas, la risa que retoza en sus labios y cierto delicioso e inocente coqueteo que ha adquirido ya su esbelta y bellísima persona.

Mirad con qué presteza ha convertido Isabel el elegante comedor de su casa en gabinete de costura: la mesa está totalmente cubierta de cestillos, hilos, agujas, dedales y alfileteros de todos tamaños y colores.

No muy lejos de estos enseres, apoyado en un almohadón, hay un bastidor, en cuya prensada tela de raso azul se ve a medio hacer un complicado y caprichosísimo bordado.

Se dispone, de fijo, a trabajar mucho aquella tarde Isabelita; mas antes de emprender su tarea, hace algunos viajes a las habitaciones interiores, y de paso se detiene frente a una gran pajarera   —151→   erguida en todo el centro del jardín contiguo, para enviar a través de los alambres de la jaula sendos besos a dos de sus predilectos canarios.

Cumplido este último imprescindible deber de cariño, la joven regresa al sitio donde la esperan los enseres de bordar; coge una silla, echa mano al bastidor y se pone a la obra con inusitado brío.

Gracias a la destreza de sus manos van surgiendo, como por vía de encantamiento, del fondo de la tela multitud de relieves tan delicados y artísticos, que la vuelven loca de alegría; y aquella alegría se traduce en canciones, en palabras de satisfacción y en esos movimientos, desembarazos y donaires que se permiten generalmente las mujeres cuando se sienten solas.

Mas no está sola ya, como cree la gentil bordadora.

Detrás de su silla, en pie, observándola y sonriéndose maliciosamente está Julián, que ha entrado allí furtivamente, aprovechando su distracción, tomando las necesarias precauciones para no ser visto, ni oído, es decir, andando a tientas y de puntillas hasta colocarse junto a ella. Y en aquella actitud permanece largo rato, acariciando y madurando, tal vez con regocijo, la fechoría que va a poner en práctica.

Juzgando, al fin, llegada la hora de llevarla a   —152→   cabo, Julián se inclina sobre la desprevenida joven, la aprisiona por ambos brazos... y le da un beso en el cuello.

La sorpresa de Isabelita es grande, extraordinaria; pero no tan extraordinaria ni tan grande que le impida adivinar quién es el autor de la inconcebible audacia, porque, en vez de lanzar un grito terrorífico como lo requiere el susto, o como lo hubiera improvisado cualquier otro novelista de más trágicos empujes, la muchacha se contenta con volver la cabeza; y luego, mostrando un enfado mayor aún que la sorpresa, exclama:

-¡Traidor!

El traidor quiere hacer un mohín gracioso y le resulta una mueca.

Por más esfuerzos que hace la muchacha, no consigue librarse de sus manos.

-¡Ay, Julián, por Dios, que me haces daño!

-No te hago más daño si me dejas que te bese otra vez.

-¡Ah!, no, eso sí que no.

-¿Por qué no?

-¡Porque no, vamos!... porque no quiero...

Mas él, impasible, como si no oyese, trata de besarle no sólo el cuello, sino toda la espléndida cabellera, que a la muchacha se le ha desbordado por la espalda, entre las últimas sacudidas.

-No quiero... no quiero -añade, dando unas   —153→   cuantas furiosas pataditas en el suelo-. ¡Mire usted qué demonio... a que grito!...

-¡A que no!

La respuesta no se hace esperar. Un par de «horribles» y oportunos chillidos que suelta la vengativa joven, bastan para que Julián, asustado, abandone su presa, quedándose por un instante confuso, sin saber qué decir ni dónde poner la vista.

Mientras, ella emprende, o finge emprender, de nuevo, su labor, mirando a hurtadillas una que otra vez al azorado mancebo. Al fin y a la postre los ojos de ambos se encuentran y se ríen.

¡Desgraciado reformador! ¡Quién te había de decir que todas aquellas rebeldías tuyas iban a caer como por encantamiento en estas redes, tejidas por las manos de un ángel! ¡Qué desprestigio para ti! ¡Tonto, romántico, embustero! ¿Adónde han ido a esconderse tus energías? ¿Dónde fue a parar tu fortaleza? ¿Tu valor, de indómito, dónde está? ¡Ah, conque todo era mentira, conque al fin venimos a saber que posees un corazón tan tierno y tan endeble que se estremece al halago de una mano menuda y cariñosa!...

-¡Tú tienes la culpa!

-¡No, tú!

-¡Eres tú!

-¡Pues bien, los dos!

  —154→  

-Ahora, siéntate y seamos formales, porque estoy atareadísima y deseo concluir este dibujo para una colcha de papaíto. Mira, me falta seda y tengo que devanar en seguida. Pero no estés de pies, hombre, siéntate y dame esa madeja... Esa no, la verde... Las tijeras no, gracioso... No, Julián, por Dios, que me estás revolviendo todo... ¡Parece que estás en el limbo!

En el limbo, no; no, el cielo era donde estaba Julián, contemplando los magníficos humanos encantos de su novia. Su fervorosa admiración es más que natural, lógica, de una lógica tal y tan abrumadora, que no da motivo alguno a la censura.

Porque Isabelita sin corsé, dejando adivinar a través de su vaporoso traje las más gloriosas líneas de su cuerpo, las más juveniles tentaciones de su seno firme y redondo, que palpita y tiembla al menor de sus movimientos, tiene que producir, por fuerza, extraordinario efecto en la imaginación menos exaltada.

¿Qué mucho que Julián se embelese contemplándola? Así es como en esta muda contemplación de curvas y contornos, el infeliz va; y ¿qué hace?

Volcar con el brazo, sin advertirlo, ni quererlo, un canastillo de hilos que está cerca, produciendo en la labor un verdadero e irreparable desastre.

La bordadora, enfurecida, recoge entonces el   —155→   canastillo desgraciado, lo enarbola y amenaza dejarlo caer sobre la cabeza del criminal ayudante; pero éste atrapa en el aire aquella mano menuda, dispuesta a castigarlo, y la cubre de apasionados besos.

Tal vez, y sin tal vez, compadecida de tanta humildad, a usanza de las diosas de fantásticas leyendas que templaban sus rigores y sus cóleras al ver a los héroes que habían incurrido en su enojo, arrodillados ante ellas, la joven se siente sin fuerzas para rechazar estas nuevas vehementes pruebas de adoración irresistible, y las corresponde también con la misma vehemencia.

Minutos después la rubia y adorable cabecita de Isabel reposa sobre el pecho de Julián, y las agujas, los alfileres y las revueltas madejas son allí mudos impasibles testigos del más hermoso, melancólico y encantador idilio que, cerca de una mesa de labor, se ha desarrollado entre dos enamorados que se adoran y están solos...

Y para complemento, aquellos dos canarios predilectos de Isabel, que contemplan la sugestiva escena desde el patio, aturdidos, gozosos y un tanto indiscretos, se posan de un salto sobre el último palillo de la jaula, se yerguen, se sacuden el dorado plumaje, vuelven a uno y otro lado sus blondas y picarescas cabecitas y comienzan un rítmico y atolondrado diálogo de   —156→   gorjeos, como si quisieran publicar por medio de su armonioso lenguaje, el poema que una pareja dichosa murmuraba allá en el comedor, entre suspiros y ósculos y juramentos de amor.




ArribaAbajo- XXI -

Formando lúbrico contraste con este legítimo goce de la vida, con esta gran ternura de dos almas jóvenes, sonrientes y dichosas, un amor maldito, un amor súbito, inexplicable, amor de zozobra, de iniquidad y de dolor, entraba como un huracán, arrollándolo todo -virtud, abnegación y honestidad- en aquel que hasta entonces fue inexpugnable y sagrado hogar de los Hidalgo.

Aquello que en Susana pudo pasar por vez primera como una debilidad, o mejor aún, como una falta hasta cierto punto disculpable tratándose de su hijo, a cuya libertad sacrificó toda una existencia egregia, acabó desgraciadamente por ser una cobardía.

Para ludibrio de su naturaleza humana, el acto que rechazó indignada en un principio, lo aceptó muy luego, horrorizada acaso; mas lo aceptó al fin por costumbre. Y la costumbre se hizo ley.

  —158→  

A veces, en medio de sus horas de inmensa soledad, tenía sublevaciones bruscas de honradez; su antigua virtud reaparecía y formaba a su alrededor uno como baluarte de orgullo y de vergüenza. El recuerdo de su hijo amante y la memoria dolorosa de su marido muerto se levantaban ante ella, y entonces, desesperada, se increpaba a sí misma, con crueldad, con saña, aunque en voz baja, como si temiera oír su propio acento:

-¡Esto es infame!... ¡Esto es inicuo! ¡Dios mío, que hice! ¡Dios mío, perdóname!

Y se dejaba caer de rodillas frente a la imagen de Jesús, colocada sobre la cabecera de su cama. Allí permanecía muchas horas, llena de terror, sollozando, profiriendo frases incoherentes en medio del rezo tembloroso; pidiendo siempre perdón para el pecado cometido, sin pensar en el pecado que cometería al día siguiente...

Porque, a no dudar, en Susana se produjo, desde su primera falta, un triste caso fisiológico. Luchaba, se indignaba, le producía asco «aquello»; aborrecía en el fondo a don Anselmo, pero no se sentía con bastante valor para rechazar al hombre.

En don Anselmo, el deseo y el goce y todo era distinto. Antes de poseer a Susana, la había desflorado con el pensamiento. Adivinó, como todo libertino, a través del amplio vestir de la mujer, a la hembra de formas portentosas; y la   —159→   hembra superó a todo cuanto su depravada imaginación soñara. Sobre los ojos lánguidos y las mejillas encendidas y la boca jugosa e incitante que él había visto, triunfaron los ocultos y juveniles contornos de la viuda: palidecieron ante la criatura ideal de seno todavía sólido, que el tiempo jamás ultrajó; ante la criolla de talle ondulante y hechicero, de caderas opulentas, magníficas, tornátiles; caderas de belleza absoluta, de atracción casi diabólica...

El apetito de Espinosa, como el de la fiera a quien dan a probar una sola gota de sangre, se excitó al primer sabor, creció hasta lo indecible, y como fiera humana al fin, fue insaciable, encarnizado, brutal, salvaje... Desde aquel punto y hora le entregó a Susana, juntamente con sus sentidos, su alma entera. No sólo la libertad de Julián, la honra de su hija Isabel hubiera consagrado aquel hombre en aras de su frenética pasión. Pero en Espinosa la lujuria tenía atenuaciones.

En Susana, no. Su caída, es verdad, tuvo una excusa: el hijo. La reincidencia tuvo su castigo inmediato: la sociedad. La sociedad de Villabrava, que se vengó de haberla respetado tanto tiempo, pregonando ahora por todas partes su deshonra.

  —160→  

Porque faltos de esos consoladores placeres que en otras ciudades constituyen la alegría del vivir y distancian de la maldad y de la calumnia, los moradores de aquel pueblón sin alicientes para el espíritu y sin sanos regocijos para la inteligencia, vivían en un continuo tejer y destejer enredos, chismes y anécdotas, poniendo en cada reputación una sospecha y en cada sospecha una injuria.

Se olfateaban mutuamente las existencias; se sabían al dedillo sus costumbres; se echaban unos a otros en cara sus vicios, no para corregírselos, sino para aumentárselos; las mujeres se atisbaban a través de las celosías, y los hombres se escudriñaban, se abofeteaban, se herían de muerte a través de la indumentaria.

Había señora que se lanzaba a la calle por la mañana, no regresando a su casa hasta muy entrada la noche, después de haber recorrido todas sus relaciones, almorzando aquí, comiendo más allá, siempre en busca del hilo de una intriga, para forjar dramas que chorrearan sangre...

Y lo que no descubrían, lo adivinaban.

No de otra suerte adivinó, o descubrió, una de esas almas caritativas, las relaciones de Susana y Espinosa.

Las husmeó a distancia, siguió la pista a la pareja y publicó el hallazgo. Desde aquel mismo instante, todas las narices se hincharon, todos los ojos se abrieron llenos de espanto, todos los   —161→   labios se prepararon para verter especies y todas las orejas para recogerlas.

Descubierto el pecado, las más castas y pudorosas familias de la villa pusieron el grito en el cielo, y entonces se vio, rojo, como nunca se había visto en la ciudad, el color de la vergüenza subir a las mejillas de cien damas que se alborotaron en nombre de la moral.

Y en nombre de aquella moral excitada hasta la rabia se pusieron también las Pérez Linaza en movimiento, aunque en movimiento inusitado se encontraban preparando el equipaje para irse a París, dos días después de tan extraordinario suceso.

Mas no fue obstáculo este para impedir una larga y fogosa deliberación en la sala de lo criminal, donde hicieron de comentaristas, acusadores, fiscales, juececillos y jurado, juntamente con las Pérez, las Tasajo y otra multitud de señoras en cuyos pechos ardía de igual modo el santo fuego de la indignación.

Las representantes más o menos legítimas de la oratoria chismográfica desplegaron allí sus mujeriles derechos, y en arrebatado vuelo fue la fantasía hasta las apartadas regiones de la inventiva a forjar de la debilidad de una infeliz la historia más atroz y canallesca que haya elaborado la infamia, no sólo a costa de una viuda indefensa, sino en descrédito de su hijo Julián, señalado por la villanía de complicidad insólita; en agravio   —162→   de Isabel, vilmente sospechada de consentimientos impúdicos, y en mengua de la reputación del mismo don Anselmo, odiado y destrozado por la envidia de los que no podían alcanzar los favores de la mujer que él tan indebidamente poseía.




ArribaAbajo- XXII -

Y era de ver cómo al día siguiente de aquella sesión abominable volaba con dirección a la casa de Espinosa la intrépida y ajamonada Providencia Pérez.

Nunca ocasión más propicia encontró ella para visitar y despedirse de Isabel, de su querida Isabel.

¡Qué manera de entrar! ¡Qué torbellino! ¡Qué mujer!

No dio tiempo a nada; ni siquiera a salirle al encuentro. Ella no iba más que un minuto, uno solo, a darle un millón de besos a su adorada amiguita...

No quería molestias; que la recibiesen sin cumplidos, sin ninguno. Como era de confianza, en la misma alcoba podían hablar.

Porque la esperaban en su casa sus hermanos y otras muchachas, para terminar el equipaje: doce baúles que llevaban entre las tres. ¡Y eso   —164→   que las pelmas de las Tasajo no las dejaban ni beber un vaso de agua!...

-Allá siempre metidas, hija, ¿qué quieres tú? Hay que dejarlas, para que luego no hablen. Son unas envidiosas. Lo mismo que las Mendes. En cuanto supieron que nos íbamos a París, ya estaban inventando viaje; y eso que no tienen en qué caerse muertas... Deben cinco meses de casa, figúrate... Ayer fueron a hacernos una visita las Gonzalito; unas tísicas locas, chica, unas marisabidillas embusteras. ¡Lo que dijeron!

Y sin saber cómo, sin querer, la atropellada Providencia, dando rienda suelta a la lengua, de noticia en noticia, de expansión en expansión, de enredo en enredo, fue y soltó todo aquel cúmulo de infamias que se hablaron en sus salones la noche anterior.

-¡Mentira! ¡Eso es una mentira! -gritó Isabel, sofocada ya, pálida, temblando de ira, creyendo que no se acababa nunca la historia vergonzosa que le contaba aquella desaforada-. Repito que es una mentira, una infamia, una calumnia.

-¡Si era lo que yo decía!

-¡También mentira! ¡Tú decías lo contrario. Te conozco!

-¡Isabel!

-Sí, te conozco: eres una hipócrita -repuso la airada joven, poniéndose en pie. Y luego, con voz brusca, impropia de ella, en la que   —165→   delataba una cólera largo rato contenida, añadió-: Tú lo has dicho, pero no lo repitas, ¿oyes? No lo repitas, porque sería capaz de matarte.

Inmutose Providencia ante la resucita actitud de aquella niña, a quien juzgó siempre tímida y resignada doncella.

Más diestra en el arte de fingir asombros y sorpresas, dijo muy alarmada y con esa vocecita4 indefinible que usan las actrices para salir bien de las situaciones difíciles:

-Parece imposible, Isabel, que a mí, a tu mejor amiga, la trates de ese modo. ¿Me crees tú capaz de semejantes habladurías? Si me hubieras oído anoche, no pensaras hoy esas cosas tan malas. ¡Si saqué la cara por ti, mujer; y por ti hubiera puesto la mano en el fuego! Figúrate que me volví un Canelón de elocuente. A cierta señora que tiene la lengua muy larga... ¡muy larga!, la aturdí a insultos; y a Teodorito Cuevas, que hacía muchos aspavientos, lo puse verde.

-¡Infames! -decía la desesperada Isabel, retorciéndose las manos, paseando desatentada y furiosa por la ancha galería-. ¡Infames!... ¡Infames!...

Mientras la habladora Providencia continuaba malurdiendo protestas, y excusas y defensas, escandalizada, indignada a la par que Isabel, no comprendiendo aún cómo tuvo el suficiente valor para oír con calma tantos horrores juntos. ¡Horrores!   —166→   Porque nada más que horrores se dijeron allí.

En su vida escuchó ella una sarta de dislates semejantes. -¡Mire usted que decir así, brutalmente, sin rodeos ni atenciones de ningún género, que Julián negociaba con la honra de Susana; que ésta, en perspectiva de una posición monetaria que le permitiese sacar los pies del barro, se entregaba a don Anselmo como una cualquiera; y que don Anselmo, echando a un lado todo escrúpulo, por satisfacer un capricho libidinoso, sacrificaba a Julián la encantadora existencia de su hija!... ¡Que monstruosidad!... ¡Si es que no le cabía en la cabeza que pudiera haber gentes tan malas!- ¡Y qué bravura mostró Providencia en la defensa de Isabelita! Buena, buena era ella para dejar que pusieran en tela de juicio el honor de su amiga más querida.

Y ensanchando aún más su hidrópica persona, muy regocijada y satisfecha de este pérfido desahogo, se reclinó en el diván, tapándose media cara con el abanico, pero con el rabillo del ojo alerta, temiendo algún nuevo exabrupto de la cuitada.

Ya podía estar tranquila Providencia Pérez.

Aquel primer «rugido» que puso la indignación en la garganta de Isabel, ya no tenía fuerzas para brotar de nuevo bruscamente de sus labios. La pobre muchacha reconcentró en él de una sola vez todo el empuje de su alma, y ahora se sentía   —167→   abatida, insensible casi a las mañosas frases de la intrigante.

La cólera cedió a la pena, y la pena le doblegó la voluntad.

Cuanto le quedaba de resolución, de energía, de coraje, fue desapareciendo, muriendo en ella bajo la dolorosa convicción de su desgracia, de su impotencia para acallar todos los precoces labios que hacían del honor de Susana, del nombre de su padre, de la dignidad de Julián y de su amor, toda una tragedia de escarnio.

Sólo la realidad, la horrible realidad de un presente sombrío, se ofreció de pronto a sus ojos acrecida por la sospecha; y de allá, de lo más hondo de sus entrañas, se le escapó una queja inmensa -signo inequívoco de su debilidad para la lucha- y cayó casi desvanecida, presa de mortal congoja, en los brazos de la Perfidia, es decir, de Providencia.

Cuando ésta regresó a su casa, con la faz encendida, los ojos echando chispas, sudorosa y jadeante, moviendo sus enormes caderas de yegua normanda al compás de su inmenso abanico japonés, no dio abasto a todas las preguntas hechas a un tiempo.

Las Tasajo, las Mendes, las Gonzalito, todas interrogaban, manoteaban, se reían, hasta que Providencia se desató, echó y vomitó lo que llevaba dentro del cuerpo:

  —168→  

-Hase visto la hipócrita, y decirme a mí que no sabía nada. ¡Con sus ojos de histérica!... Si la hubierais visto... ¡Qué convulsiones, qué lamentos! ¡Qué modo de tirarse encima de una! ¡Mira, «niña» mira cómo me ha puesto el traje la muy sinvergüenza!...




ArribaAbajo- XXIII -

¡Qué bella, qué trágicamente bella es la figura de Isabel de Espinosa! Bajo su linda y doble envoltura de ángel y mujer, aquella niña ocultaba un carácter, un alma de raras y sorprendentes energías, alma de heroína y mártir a un tiempo mismo.

Para su inmenso dolor no buscó apoyo en nadie, ni acudió al consuelo de las lágrimas. Fue un dolor seco, silencioso, reconcentrado, altivo.

La noche que siguió al cínico relato de Providencia, la valerosa Isabelita entró a la alcoba de su madre, le dio un prolongado beso en la frente y se fue a su cuarto sin proferir una palabra.

El cuarto estaba a obscuras. Isabel buscó los fósforos, dio luz a una lamparilla y se tendió a medias en el lecho, vestida, apoyándose enérgicamente con un brazo sobre las almohadas y reclinando   —170→   en la palma de la mano su rubia, adorable cabecita, agobiada de pensamientos lúgubres.

¿Cuánto tiempo permaneció en aquella postura? No lo sabe, no lo supo jamás. Al melancólico azulado reflejo de la lámpara -que apenas tenía fuerzas para esclarecer la estancia- se estuvo muchas horas... ¡muchas!, contemplando fijamente una fotografía de Espinosa que se destapaba5 sobre un trípode de plata en medio de las pequeñeces artísticas de su tocador. Su misma intensa dolorosa contemplación le comunicó una como lucidez extranatural.

Ante sus ojos extáticos pasaron en aciago desfile los personajes de aquel drama de familia, cuyo protagonista era su padre, y en su cerebro estalló entonces un gran ir y venir de pensamientos, de recuerdos, de cosas y escenas que antes no se explicaba.

Comprendió por qué su padre se había interesado tanto en la libertad de Julián y por qué permitía que éste la amase, sin oponerse, como antes, tenazmente a su deseo. Su padre la canjeaba, y así como la canjeaba, quién sabe si hubiera sido capaz de venderla.

Al hacerse cargo de esta monstruosidad, un sentimiento parecido al del odio se agitó dentro del pecho de Isabel. Tuvo una idea ingrata, horrible, espantosa: la de decirle a Julián todo lo que pasaba, todo...

  —171→  

Pero, ¿cómo y con qué derecho amargaba ella para siempre la existencia de su novio? ¿Qué frases usaría para decirle que Susana, su madre -¡su madre, a quien él juzgaba santa!- era la querida de Espinosa?... No, no, no podía ser. No se necesitaba más que una víctima. ¡Qué le importaba a ella el sacrificio de su juventud si su felicidad estaba ya rota y su esperanza perdida para siempre!...

Y sus ideas tumultuosas, esparcidas, locas, volando en distintas direcciones, empezaron a flotar como puntos negros en medio de una bruma que se alejaba lentamente. Su agobiada cabeza se reclinó por completo sobre la almohada; el brazo en que se apoyaba descolgose lánguido sobre su apretado seno y, después de un ligero temblor, se abatieron sus párpados y se quedó dormida...

Se despertó asustada, como si la hubieran llamado a gritos; pero no se extrañó de encontrarse allí, vestida sobre la cama, con el cuarto medio alumbrado todavía por la moribunda luz de la lámpara.

Un segundo le bastó para coordinar sus ideas: reconstituyó los hechos, pensó en ellos de nuevo con fija obstinación, volvió a clavar la mirada insistente en la fotografía de su padre; se levantó y abrió la ventana, por cuyas rendijas se filtraba la clara luz de la mañana.

Cuando aquella luz la bañó violentamente,   —172→   su rostro resplandeció como el rostro de los mártires.

De su gran sufrimiento tío quedó más que esa palidez lívida que delata lo supremo del espanto o las supremas resoluciones de la vida.




ArribaAbajo- XXIV -

La ruptura fue violenta, inesperada, atroz, casi brutal. La inició Isabel; la aceptó Julián, entre asombrado y colérico, después de pedir explicaciones terminantes, claras, precisas.

Ni claras, ni terminantes, ni precisas quiso ella darlas. «No podían seguir amándose.» «¿Por qué?» «que no... porque el amor era un crimen.»

¿Un crimen el amor? ¡Si estaría loca! ¿Qué quería decirle con aquella frase enigmática de novela sentimental? Él necesitaba saber el motivo de semejante «terquedad»: lo exigía, lo imponía.

Todo inútil. Isabelita fue inflexible, impenetrable. Estaba, como en la noche anterior, muy seria y muy pálida, y tenía un poco ronca y un mucho trémula la voz cuando le manifestó su resolución. Y ante esta resolución, cediendo a su temperamento levantisco, en uno de sus habituales, irreflexivos arrebatos, Julián la insultó despiadadamente, la llamó «coqueta», «pérfida»,   —174→   «mujer, al fin». ¡Sabe Dios con qué Teodoro Cuevas lo iba a sustituir!

Esta cobarde suposición del hombre a quien adoraba le hizo daño; sintió una angustia horrible; se le saltaron las lágrimas y estuvo a punto de confesarlo todo. Vaciló un segundo, quiso detenerle, pero ya él se había levantado del asiento; se iba... Se fue, al fin, furioso, ahogándose de ira resuelto a no volver. «¡Oh, sí... no volverá!» Isabel lo conocía; pero la atormentaba la idea de que se llevase en el alma aquella disparatada sospecha.

Julián salió medio aturdido. Ya en la calle vaciló entre tomar la derecha o la izquierda de la Plaza; no sabía adónde iba ni qué iba a hacer. Irresoluto aún, echó a andar precipitadamente por la Vía Ancha.

Después volvió una esquina y otra, siempre de prisa, acometido de creciente impaciencia, impulsado por una imperiosa necesidad de huir, de no ver a nadie, de hablar a solas con el espacio, como si el espacio fuera a darle inmediatamente solución a sus dudas, respuesta definitiva a sus terrores. Y mientras andaba de esta suerte, su pensamiento andaba también, mejor dicho, volaba exasperado, loco, por el campo abierto de los recuerdos.

La hora era propicia para las tristes remembranzas.

El último rayo de una tarde cálida, sucia, polvorienta,   —175→   se hundía en el horizonte. Allá, en el fondo de la vía, alzábase en esbozo fantástico, surgiendo de una grotesca masa de techumbres desiguales, la vieja catedral, en cuya cúpula el sol había dejado un retazo de luz rojiza que parecía una mancha de sangre; algunos raquíticos mecheros de gas empezaban a pestañear en la penumbra, y sobre un cielo gris, ennegrecido casi, destacábanse vigorosamente, semejando las protuberancias de un dromedario monstruoso, los cerros deformes y retorcidos donde se apoyaba la ciudad confusa, bruscamente ensanchada a los ojos de Julián.

Continuó andando, andando, tropezando con los transeúntes, cruzando torpemente de una acera a otra con el corazón apretado... Hubo un minuto en que toda su desesperación se le subió a la boca, y sin darse cuenta, con un acento en que había lágrimas de despecho y de furor, llenó el inmenso espacio de blasfemias.

¡Ah!, en el oleaje tumultuoso de su existencia, la melancólica mirada de Isabel proyectó un reflejo de dicha. Fue aquello como un paréntesis de luz en la negrura de su vida, y esa vida tuvo un mes de rubores, de sonrisas y de éxtasis.

El día que se entregó al idilio, como un poeta en los brazos de su musa, se olvidó momentáneamente de todo.

Acariciando con mano trémula la rubia cabellera de su amada, oyendo su voz que le entraba   —176→   en el alma como una música del cielo, bebiendo en sus labios el deleite hasta embriagarse, el mundo se le antojó nuevo, como alumbrado por un sol de rayos de oro; las ventanas de su espíritu se abrieron y dejaron paso a aquel intenso resplandor que le parecía mezclado de perfume de flores, de gorjeos de pájaros, de ráfagas de aire puro...

Pero esta felicidad, apenas comenzada se ensombreció de repente, se llenó de temblores súbitos, de miedos inexplicables, de presentimientos, de sobresaltos, de dudas, que tuvieron al cabo y al fin dolorosa y cumplida confirmación aquel nefasto día.

Ya se le ha visto tropezando aquí, vacilando más allá, andando siempre sin rumbo fijo. En la desatentada excursión se llevó más de cinco horas callejeando y maldiciendo lo existente. Entró a un café y bebió; tenía sed; bebió mucho... Pagó, se marchó y, otra vez fuera, volvió a quedarse atónito en el medio de la calle.

Era ya muy tarde. No se había dado cuenta del tiempo transcurrido. Se sorprendió al oír las once de la noche que daba un reloj lejano. La ciudad se disponía a dormir. Sólo algunos cafetuchos poco concurridos arrojaban resplandores de amarillenta luz sobre las sombras del arroyo; los últimos tranvías, al trote de sus escuálidos y cansados caballejos, se cruzaban en los desvíos, chirriando ásperamente sobre los rieles; los pasos   —177→   precipitados de tal cual transeúnte se iban perdiendo, perdiéndose a lo lejos. Y de entre un montón de nubes grises empezó a surgir la luna lentamente.

A su tenue claridad se iluminó a medias el espacio. Julián alzó la vista y vio negrear allá, en el fondo, detrás de la vieja catedral, casi tocando las nubes, los contornos de la montaña, que a sus ojos volvían a adquirir las fantásticas deformidades de un monstruo que se le echaba encima.

Un estremecimiento singular recorrió todo su cuerpo; mil ideas encontradas y angustiosas se acumularon de nuevo en su imaginación. Y diez minutos después, sin saber por qué calles había caminado, se encontró en su casa, arriba, en su habitación; frente al escritorio, con la pluma suspendida sobre un blanco pliego de papel, donde, a guisa de comienzo de carta, sólo había escrito, con rasgos acentuados y violentos, el nombre de ISABEL...




ArribaAbajo- XXV -

Tras la primera excitación vino para Julián un período de profundo abatimiento. Al arrebato breve y terrible sucedió la calma sombría y dolorosa. Luego ésta sufrió una transformación violenta, a la cual siguieron, sin interrupción, día por día, muchos altibajos y alternativas de carácter.

Un suceso, al parecer de poca monta, pero digno de especialísima mención por sus inesperadas consecuencias, señaló una nueva etapa a su angustiosa existencia.

Ocurrió el tercer día de Carnaval.

Las más gentiles damas y los más apuestos caballeros de la high-life villabravense inauguran el Carnaval por modo solemne en todos los fiacres, victorias, carrozas, landós y otros vehículos de más o menos lujo, o más o menos desvencijados con que cuenta el servicio diario de la ciudad.

Ésta se engalana lo mejor que puede con sus   —179→   mismos farolillos y banderolas, cintas y lazos, arcos y gallardetes que usa para los onomásticos de sus héroes.

Durante los tres días, las señoras y señoritas se vuelven locas de contento, armando encantadoras algarabías en las ventanas. Por frente a ellas pasan los coches cargados de jóvenes que, a puñados, les arrojan confettis, flores y dulces, acompañados de los gestos, signos y sonrisas propios de tan reñidas y galanas batallas.

Pero allá el último día degenera la batalla civilizadora en batalla de salvajes, porque en la llamada calle Real se amontonan los jóvenes más graciosos de la población y, confundiéndose con la astrosa golfería, formando filas y murallas inexpugnables y gozando de la inmunidad del número, empiezan a tirar, en medio de relinchos, carcajadas y pateos, pelotas de almidón, frutas, cascos y hasta piedras, a los que se atreven a desafiar las populares iras atravesando por el revuelto sitio en coche descubierto.

De esta guisa salieron Julián Hidalgo y Luis Acosta aquella tarde, y no una, sino dos veces cometieron la imprudencia de pasar por la alborotada calle Real. La primera vez, una tímida bolita de papel cayó a los pies de Luis; pero la segunda, ya preparados los grupos, «por si volvían», como volvieron, no una inofensiva pelota de papel, sino mil pelotas de fango, lluvias de arena, de cal y de tierra, granizadas, en fin, de   —180→   piedras y cascotes, cayeron sobre los dos jóvenes.

Luis, indignado, tapándose como podía con las manos, para evitar el golpe de los inmundos proyectiles, quiso arrojarse del coche. Julián lo detuvo; Luis forcejeaba. En este instante, del emborrascado grupo de la calle salió una voz canallesca, portadora de una injuria horrible en que iba envuelto el nombre de Susana.

Entonces Julián perdió el juicio: él no entendió bien lo que dijo aquella voz de infamia, pero oyó el nombre de Susana y soltó a Luis; pasó por encima de su cuerpo de un salto y cayó ciego, desesperado, sobre el grupo, rugiendo y dando locas puñadas. Detrás de él saltó su violento compañero y se armó, naturalmente, una bronca fenomenal.

Un guardián del público llegó a tiempo, y ayudado de otros más, sujetó a los dos locos, a quienes la multitud hubiera hecho trizas, encorajinada como estaba.

De este vulgar incidente se enteró Susana y fue presa de extraños síncopes, que a la larga se hicieron crónicos, degenerando, con todos sus horrores convulsivos y con todos sus morales desgarramientos, en un verdadero casó de histerismo.

Julián atribuyó estos últimos ataques de su madre, no sólo a la gran y fatal impresión que el suceso le ocasionara, sino, entre otros muchos   —181→   disgustos íntimos, a la muerte repentina de Juana Méndez, la mujer de don Anselmo Espinosa.

Jamás se atrevió Julián a manchar la existencia de Susana con una duda. ¿Con qué derecho? Susana era su madre, ¡impecable, inmaculada, santa! Una sola vez pasó una idea horrible, rozándole con sus alas negras la conciencia, y se quedó aterrado.

Mas al punto, su inmenso amor de hijo se irguió sobre la ingrata sospecha y la aventó de un golpe. Al día siguiente, por vía de expiación, corrió anhelante y casi lloroso al lecho donde Susana dormía y le cubrió el rostro de besos.

Él médico consultado sobre el mal de la enferma no le dio gran importancia, y opinó por el cambio de aires. No había por qué alarmarse: desórdenes del organismo, cuestión de nervios, neurastenia, casi nada. Bastarían los baños fríos, mucha tranquilidad, buena alimentación.

Y ya vería él cómo terminaban los síncopes, los llantos sin motivo y las repentinas angustias de la señora. Estaba él por el cambio de aires: aires nuevos, aires de montaña...

-¡Aires de montaña! -exclamó, resueltamente, Julián.

Se agarró a esto como un náufrago a una tabla.

¡Ya era tiempo!

Ya empezaba él a presentir que algo extraordinario y fatal iba a ocurrir, trastornando de nuevo   —182→   su existencia. Al sufrimiento del amor de Isabel se unía el mal de su madre; y a estos dos grandes pesares, la hostilidad creciente de todos. Aquella hostilidad, mayor cada día, la vio en el rostro de las gentes, en las miradas, en las sonrisas enigmáticas, en la actitud de los grupos que, apostados en las esquinas, se abrían en dos alas para dejarle paso y luego señalarle con el dedo.

¡Ah! sí; él sentía que a sus espaldas flotaba siempre el insulto; el insulto silencioso de los cobardes. Y sentía además un grande escozor, un grande, inexplicable, desasosiego; él estaba allí estorbando, y estaba solo. Hasta Luis Acosta lo abandonaba para irse a formar parte de una revolución regeneradora que había estallado, no se sabía dónde, en el interior de la República.

Necesitaba salir de allí, y se marchó al fin con Susana.

Hicieron el viaje, hasta el puerto vecino de La Guaita, en un tren cuyos rieles van tendidos por sobre abismos, y de allí hasta el balneario de Amacuto en un tranvía de vapor que goza de honores de sud-express en toda la comarca.

Amacuto es una parodia ridícula de los grandes balnearios europeos. Los periodistas tontos de Villabrava lo comparan a Biarritz, Ostende, New-Port, etc. A veces, juzgando harto pobre la   —183→   comparación, exclaman muy frescamente: ¡De Amacuto, al cielo!, es decir, a Villabrava. Y Amacuto es sencillamente una playa en semicírculo, con una especie de malecón que barre el mar a temporadas.

Visto de lejos, desde la cubierta de un buque, por ejemplo, con sus casuchas blancas, rojas, azules, amarillas, dispersas unas y amontonadas otras sobre los cerros, agarradas a los peñascos, para no caerse ladera abajo, Amacuto es de un aspecto desconsolador. Pero, ya en tierra, es otra cosa.

Ofrece, para solaz de viajeros aburridos, un parque nutrido de árboles hermosos, una iglesia moresca, tres hoteles, varios baños de tablas, un cerro pedregoso y un río muy simpático y bullanguero, cuyos estratégicos recodos, estanques y caídas, medio ocultos por las peñas, aprovechaban en sus buenos tiempos, cuando Amacuto no era Biarritz, las antiguas familias villabravenses para bañarse animosamente al aire libre.

Ahora aquello ha cambiado completamente y sirve de refugio a lo más granado de la sociedad mencionada.

Cuando Susana y Julián llegaron a Amacuto, éste se hallaba lleno de bañistas. Julián quería permanecer allí dos días, pero la madre se resistió. Al entrar en el Nuevo Hotel, amplio y hermoso edificio de madera, donde las damas y los clubmen elegantes, para distraer sus ocios, bailan,   —184→   cantan, ríen y se descuartizan de lo lindo, moviendo la lengua con sin igual destreza alrededor de sus respectivas reputaciones. Susana comprendió al punto que caía mal. Hubo rumores y cuchicheos y conciliábulos secretos, y se decretó «cordón sanitario» para los recién llegados, como si apestasen.

Susana insistía para que continuasen inmediatamente el viaje. Julián, atascado, se opuso. La ascensión de la montaña era fatigosa: tenían que hacerla a caballo, en los caballos que ya había traído el viejo Mateo de la finca, desde la víspera; pero eran siete horas de camino cuesta arriba por el ribazo peligroso, y luego cinco horas más a través de malezas espesísimas, de murallas de juncos, muy difíciles de atravesar.

Lo que hubiera que pasar lo pasaría; no le arredraba nada. ¡Vamos, Julián, vamos pronto! Y lo dijo con tanto anhelo y tan resueltamente, que Julián cedió.

Así emprendieron la marcha, sin descansar, aprisa y corriendo, con atropellamiento de gente perseguida...

Al obscurecer se les vio, desde la playa, ascendiendo, ascendiendo por la abrupta cordillera, encorvados sobre sus jadeantes cabalgaduras, como si los agobiase aún el odio de la sociedad que los arrojaba de su seno. Y ellos también se detuvieron arriba, a mirar al pueblo retorcido   —185→   como un caracol en el fondo y en los áridos regazos del cerro.

Y más allá, el pueblón de Villabrava negreando entre las siluetas de sus torres; y luego, luego más bruma, más bruma aún: la bruma del mar, la lejanía, y en la grisácea lejanía destacándose la espesa columna de humo de un vapor que se acercaba al puerto.




ArribaAbajo- XXVI -

Por un lado despedía el rencor villabravense a Julián Hidalgo y a su madre, y por otro lado, ese mismo rencor, transformado de pronto en regocijo, se dispuso a recibir en La Guaita a las afrancesadas y semidesquiciadas hijas del doctor Pérez Linaza, que regresaban a la patria después de tres meses de ausencia, precedidas de veinte baúles monstruos y otros tantos paniers, maletas, sombreros y paquetes que espantaron por su volumen, peso y contenido, a los mismos empleados de la Aduana.

¡Lo que derrocharon, lo que hicieron aquellas locas en París! ¡Santo Cristo de Villabrava, qué alboroto de mujeres: qué furia de paseos, de excursiones, de idas y venidas al Bosque, a Versailles, a Saint-Germain y a Fontainebleau! ¡Qué desbordamiento de cintas, encajes y enaguas de seda; qué abrigos de pieles, qué colas más «ruidosas» para los bailes de la gran ópera; qué arremetidas a las joyerías de la calle de la Paix,   —187→   a los almacenes del Louvre, y qué noches, ¡ay!, ¡qué noches aquellas del boulevard y de los Campos Elíseos en verano!

A la sazón asombraba a París con sus excesos, sus desnudeces, su hermosura y su histerismo, la ex ilustre y ex princesa de Caraman Chimay. Providencia Pérez empezó, como todo el mundo, por admirar a la descocada señora y acabó por calcarle los trajes hasta el punto de presentarse a la Renaissance a ver a la Duse con los pezones de sus redondos pechos montados sobre los bordes del escote.

Esta inaudita desfachatez de Providencia se comentó mucho en los alborotados círculos de la colonia, porque había allí por entonces muchas empingorotadas familias villabravenses, de esas que hacen por temporadas su habitual peregrinación a París, según la altura a que se encuentran en sus pródigos países, el café, el bacalao... y la política.

Representaban unas el elemento snob y, si se quiere, aristocrático, y otras el rastacuerismo incurable; pero lamentando casi todas con anticipación el regreso a la polvorienta y desdichada patria, donde la tierra generosa cosechaba en un año lo que habían de consumir sus vanidades en un mes.

A su vez representaban en Europa a Villabrava algunos eminentes, egregios y anonadantes jóvenes a la moda, entre los que se contaban Teodoro   —188→   Cuevas; dos o tres personajes políticos al uso, que se vestían de máscara para hacer conquistas de hembras fáciles en las revueltas del bulevar; varios comerciantes ricos, de los que gastan más dinero del que consumen en los restaurantes de lujo, y donde los camareros de diez años de práctica adivinan sus procedencias a través de sus billetes de mil francos, y media docena de cónsules escapados de sus puestos que iban con harta frecuencia a compartir sus ímprobas labores al patio del Gran Hotel, con el nunca bien ponderado y luminoso cónsul general don Arturito Canelón.

En el susodicho patio discutían a voces, todas las tardes, estos señores sobre los destinos de Villabrava. Y cuando los concurrentes al Hotel los miraban formando grupitos deliciosos, gesticulando, manoteando, desgañitándose, moviéndose entre sus enormes fenomenales levitas de color que, llegándoles a los talones, les daban un no lejano aspecto de cocheros de casa grande condecorados, se sonreían con sonrisa indefinible o los señalaban con el dedo, murmurando por lo bajo: Ce sont des rastas... a veces, las discusiones subían de punto y tomaban aspecto de furiosos altercados, y la gente, creyendo que iban a matarse los del coro, llamaban al concierge y salía éste todo sobresaltado a poner paz, diciendo con cierta, ironía, no exenta de desprecio: Ne prenez pas toute la place, monsieur le décoré...

  —189→  

Una tarde, la consabida disputa degeneró en contienda, porque un periodista americano fue de guapo y dijo que casi todos los villabravenses que visitaban París eran unos «títeres».

-Más títere será usted -respondió Arturo, dándole un empujón, sin poder reprimir su patriótico coraje.

El periodista disidente, al verse agredido, tiró un manotazo al azar y se encontró con la cara de Teodoro Cuevas, adonde iban a parar casi todas las bofetadas que se perdían en París.

A este manotazo contestó por el elegante joven un doctor de los del grupo. Y sintiéndose héroe un general, sacó un revólver como un trabuco; otro desnudó un estoque que parecía una lanza y se armó una bronca descomunal.

Al día siguiente dijo Rochefort en L'Intransigeant que del Gran Hotel habían sido arrojados por escandalosos unos salvajes de levita, sin recordar que él es el más escandaloso y salvaje de los periodistas europeos.

También escribió sobre este asunto, y sobre otros no menos curiosos, el flamante Arturito, una despampanante misiva para una revista de su pueblo. Un mes después de publicada se recibió en Villabrava la noticia de su muerte, debida a un ataque de apoplejía fulminante.

Su poético amigo Florindo Álvarez, que era muy mala persona, al saberlo, fue y dijo en el Club que el fallecimiento del esplendoroso cónsul   —190→   tuvo por verdadera causa aquel flamante y retórico parto de su numen fecundísimo.

La muerte del inofensivo orador villabravense produjo -¿por qué no confesarlo?- silenciosa alegría entre sus queridos compañeros: dejaba un hueco cerúleo en la literatura excelsa del país, un hueco que todos, o casi todos, querían llenar, empezando por Florindo que, en el fondo, envidiaba sus glorias y hacía mofa de su desaparición inesperada.

La risa de Florindo saludaba de lejos aquel cadáver, porque Florindo Álvarez no era, como decían, un poeta de sentimientos nobles: era un poeta que había nacido asesino; o, mejor dicho, un asesino que nació poeta por casualidad.




ArribaAbajo- XXVII -

Una vez instaladas en la caliente tierruca, las Pérez Linaza acabaron por perder el poco juicio que tenían.

Se mudaban de traje a todas horas y se echaban a la calle, deseosas de lucir los deslumbrantes trajes que llevaron, sintiendo muy de veras que en Villabrava no se pudiera, como en París, recoger y ceñir bien las faldas sobre las caderas, para enseñar mejor los encajes de las historiadas enaguas.

Providencia, sobre todo, se puso insoportable. Ella hubiera querido enseñar muchas cosas más, entre ellas, el desnudo Caraman-Chimay, con el cual daría golpe, concitando la envidia de las Mendes y dejando bizcos a muchos hombres.

A fuerza de darle vueltas a la imaginación, encontró un pretexto, una idea. La idea, en realidad, fue de su novio; porque eso sí, para ideas sugestionables y estupendas, el fértil y despreocupado Florindo. ¡Pues no se le ocurrió solemnizar   —192→   o hacer que solemnizase ruidosamente el doctor Linaza su «feliz arribo», aunque fuera al mes de su llegada, satisfaciendo de este modo el ardiente deseo de Providencia!

Aquello de solemnizar «ruidosamente» su vuelta a la patria no le cayó muy en gracia al jefe de la atolondrada familia.

-No está la Magdalena para tafetanes -decía-. Las niñitas han gastado muchísimo en este pavoroso viaje a París.

Pero entre Florindo, las Tasajo y otra multitud de denodadas e intrépidas damas, que contribuyeron con sus luces y prestigios al éxito de la empresa proyectada, convencieron al arruinado viejo, y quedó desde aquel momento decidida la fiesta.

Y puestas a inventar aquellas gentes, a vuelta de mil disputas y opiniones encontradas, y otras tantas interminables conferencias, arreglaron un programa magno, original y raro de festejos. Comenzaron los preparativos, y en seguida los ensayos de cuadrillas, minués, rigodones, trozos de ópera y tarantelas al piano, amén de un poema simbólico-representable, que para el caso escribió el fecundo Florindo.

Los ensayos de este poema dieron margen a nuevas disputas, porque los apuestos mancebos y distinguidas damas que se prestaron a desempeñarlo, querían hacerse los trajes a capricho. Por fortuna, Florindo, como jefe dictatorial que   —193→   era y creador que era de la obra, se negó a tan locas pretensiones e impuso la indumentaria; por lo cual los mejores sastres y las más renombradas modistas de Villabrava trabajaron desesperadamente sobre los terciopelos, rasos, cintas y lentejuelas que la elegante juventud debía lucir aquella memorable noche.

También sirvieron de pretexto los ruidosos nocturnos ensayos para que la casa del magnánimo doctor se convirtiera en un Cabaret du Ciel donde si el sacrilegio no tenía cabida, en cambio el amor, la coquetería y la confianza desplegaron todos sus derechos de miradas, sonrisas, tuteos, apreturas y tiroteos de frases equívocas, que daban una no lejana idea de las grandes facultades que para todo género de combates poseía aquella muchedumbre distinguida. Algunas escrupulosas señoras se enfadaron, y dijeron que se iban, y fueron, sin embargo, las primeras que se presentaron el día de la fiesta.

Jamás una gran solemnidad despampanante entre las muchas que realizó la esplendorosa burguesía villabravense, obtuvo más ruidoso y extraordinario éxito. Sólo el numen delirante de un Monte-Cristo literario sería capaz de salir victorioso de aquel torbellino de flores, de aquella deslumbradora iluminación, de aquel oleaje de volantes, colas, cintas y corpiños, cuya aglomeración producía vértigos.

¡Ah!, si el pobre Arturo Canelón se hubiese   —194→   encontrado allí, nadie como él para describir el aspecto de los corredores hechos prodigios de arte; del jardín, que era una maravilla, un panorama, un bosque de estrellas de colores, donde se levantó un esbelto teatrito para representar el simbólico poema.

Con motivo de la representación, ellas y ellos circulaban atolondradamente por toda la casa; entraban y salían por las habitaciones interiores, y llegaron muchas veces a invadir en tumulto los cuartos de las criadas, siempre en solicitud de los enseres indispensables que sus respectivas indumentarias requerían.

Y merced a estas alegres excursiones, se armaban en los dichos cuartos unos líos de jóvenes desenfadados y de aturdidas cuanto pudorosas doncellas, que a tener de ellos conocimiento las mamás, ¡sabe Dios qué habría pasado!

Concluido y aplaudido convenientemente el monumental poema, donde todos se excedieron en trajes ligeros de ninfas y ninfos adorables, comenzó el concierto wagneriano y mágico de Pattis, Tetrazzinis, Massinis, Tamagnos y Marconis criollos.

Y luego, allá a las once, en medio de un barullo infernal, se abrieron los salones de baile y apareció radiante en todo su esplendor, ese mundo villabravense que bulle y brilla en las grandes fiestas: la espuma, la high-life, lo más bello, dorado y engomado de la sociedad, confundido con   —195→   una no escasa multitud de personas sin nombre y sin prestigio.

Porque en Villabrava, a pesar de sus rangos aristocráticos y sus divinas procedencias, casi todas las familias andan emparentadas o liadas con muchas gentes sin puesto determinado; y aunque sospechadas, comentadas y despellejadas a diario en todas las tertulias, lo mismo las Linaza que otras de su jaez, no podían dejar de invitarlas a sus fiestas rumbosas, ya por su posición monetaria, ya por sus ocasionales influencias políticas; ya, en suma, por multitud de circunstancias extraordinarias a que se veía esclavizada la espuma, o lo que allí calificaban de espuma por mal nombre.

Apenas apareció este híbrido resplandeciente mundo a las puertas del salón, el revuelto y curioso público de afuera que llenaba las ocho grandes ventanas de la casa estalló en un ¡ah! inmenso, donde iba mezclada la admiración con la envidia.

En los primeros momentos todo fue muy bien. Hubo paseo solemne de hombros desnudos y de fracs que se rozaban con los hombros por todo el largo de la sala; las damas ondeando las colas de los trajes por la aterciopelada alfombra y los engomados caballeros inclinándose mucho sobre los escotes de ellas, para que los demás creyesen que gozaban de privilegios envidiables.

Al cruzar Providencia por el medio del salón llevando a Florindo casi a rastras, una segunda   —196→   exclamación, más atronadora e incivil que la primera, brotó de la muchedumbre de las ventanas. La monumental señorita lucía su escote audacísimo, sin importarle un bledo la opinión de sus amigas; estaba completamente desnuda de los senos, como en París, con los pezones apenas ocultos por un ligero volante de encajes.

Desde aquel instante, la concurrencia que sudaba, se estrujaba y pateaba en la calle, dejó como siempre paso franco a sus instintos y empezó por poner motes a las parejas, acabando por gritar y dar golpes furiosos sobre los balaustres. Un verdadero escándalo, en que señoras dignas de respeto fueron injuriadas por el anónimo montón, y caballeros de reputación intachable castigados con las más horribles frases de la canallería andante. Y lo que es más triste aún: a medida que degeneraba en insolencia la algarabía de afuera, el señorío de adentro perdía también algunas de esas fórmulas que exige en todo baile la cultura.

Por ejemplo: cuando se abrió el buffet, allá después de media noche, declarose entre los hombres la grosería sin rodeos. A codazos y empujones se abrían paso en el comedor. Daba vergüenza aquella desaforada acometida a los sandwichs, pasteles, trozos de pollo y rajas de salchichón, sin contar los dulces, vinos, frutas y sorbetes que abundaban en los aparadores.

Cien brazos se extendían, cien mangas se engrasaban   —197→   al pasar por sobre los manjares, cien manos arañaban otras ciento para coger una tajada. Un joven elegante que no había hecho más que pasearse por los corredores en toda la noche, la emprendió con una pierna de pavo, arrancándola fiera y denodadamente sin trinchete, y otro señor se robó una botella de vino Borgogne.

Las señoras que llegaban del brazo de hombres un poco más correctos, fueron casi atropelladas por media docena de barbilindos que traían los chalecos atestados de comestibles.

Francisco Berza, el sabio, no quiso comer sino después de obsequiar a una multitud de damas; pero apenas las sirvió se lanzó él también, como los demás, a la invasión, y arrasó con todas las fuentes de pepinos, rábanos y aceitunas que había escondido detrás de una vajilla.

Y Florindo, el insigne Florindo, no pudiendo resistir al entusiasmo que la fiesta aquella le producía, tomó la determinación de beberse íntegra una botella de Champagne.

Media hora después se daba en los corredores de bofetadas con Teodoro Cuevas, porque encontró a éste comiéndose con Providencia unos sandwichs, en uno de los bosquecillos más retirados del jardín.

Los apaciguadores espontáneos, que nunca faltan en esta clase de reyertas, trataron de separar a los encorajinados rivales. Y es claro: aumentose   —198→   el escándalo en vez de calmarse. A los apagados rumores de la lucha se mezclaron las voces de los intermediarios, y con aire de borrasca y de tumulto llegó el ruido de la inoportuna bronca hasta el salón, donde la juventud, descuidada y feliz, ondulaba al compás de un vals de Strauss. Cesó inmediatamente el baile y salió la gente muy alborotada a ver lo que ocurría.

Cuando el doctor Pérez Linaza se enteró del suceso llevose con trágico ademán las manos a la cabeza y pidió que se lo tragara la tierra. En su carácter de heroína, protagonista y causa del desastre, Providencia se desmayó, y una hija del general Tasajo, que andaba en dares y tomares con el perfumado Teodorito, al tener conocimiento de la escena del jardín se creyó también en el deber de caer privada de sentido, al par de Providencia.

Y así, con este ridículo espectáculo, y con aquel escándalo inaudito, terminó esa rumbosa y resonante fiesta, que dio por inmediatos resultados la ruina de un padre de familia y el rompimiento de los amores de una tonta y de un poeta majadero.




ArribaAbajo- XXVIII -

Apoyada, erguida sobre dos altos peñascos, formando un atrevido puente en el corazón mismo de la selva, se veía desde lo más hondo del valle Guajiral, la vetusta casa de los Hidalgo.

Allí, en las épocas de la conquista, debió de ser algún monstruoso barracón de paja y barro que sirviera de guarida inexpugnable a toda aquella raza de levantiscos guaicaipuros, que preferían su salvaje independencia a los estrépitos de una civilización arrolladora. Aún quedaba como señal del poderío de los Hidalgo, cuando los Hidalgo se llamaban Marañones, Peonías, Taupolicanes y Atahualpas, algunos troncos de árboles gigantescos, vestigios y baluarte de una gran terraza que precedía al reedificado barracón. Troncos misteriosos, viejos, casi secos; seculares nudos, testigos de luchas épicas que representaban para Julián toda la historia del heroísmo de sus mayores. José Andrés los veneraba; se los enseñó a venerar a él; y aquella veneración, aun entre los Hidalgo   —200→   civilizados, se transmitía religiosamente de padres a hijos, junto con el honor y la dignidad que llevaban en la masa de la sangre.

Daba acceso al hermoso recinto una empinada y tosca escalinata, por cuyos extremos, apoyándose en las grietas y en los desnudos peldaños, trepaban vigorosas, y enredándose, las plantas, hasta formar nutridos y pintorescos encajes de verdura sobre los barandales del vestíbulo. Con su atmósfera de tradición seguía la casa, amplia, severa, silenciosa. A sus espaldas se veía un jardín con salida a la montaña, y surgiendo del fondo de ésta, un torrente que atronaba la finca entera con el estrépito de sus caídas.

Julián no pudo contener un sentimiento de orgullo al entrar de nuevo en aquel refugio santo donde los esperaban a él y a Susana, amontonados al pie de la escalinata, los viejos y leales criados que tanto le querían: aquellas bravas y rudas gentes, cuyos acentuados rasgos de indios le hacían recordar a la brava, a la heroica tribu vencida en los laberintos mismos de la selva...

¡Solo, al fin solo!

Volvía a respirar con ansia el hálito fecundo que brotaba de las entrañas del bosque: de aquel bosque inmenso, soberano y suyo; donde todo era grande y poderoso: poderoso y grande, como la aspiración inmensa de su vida.

  —201→  

No se abrió de súbito su alma a la regeneración, como la vez primera que fue a la selva. El mal había ahondado mucho y era difícil hacer desaparecer tan pronto la huella de su devastadora invasión.

Al principio, la solemnidad del bosque le produjo miedo. Y comenzó otra lucha en las profundidades de su cerebro: la lucha feroz, la épica lucha del atropellado de la vida contra los temores imaginarios; la lucha a brazo con el desaliento, con el disgusto, con las penas del pasado, con las angustias del insomnio; con las tribulaciones físicas y morales de la enfermedad de su madre, que acabó por triunfar de sus males en pocas semanas de sosiego.

También él necesitaba vencer, y venció al fin en aquella riña encarnizada de su imaginación y de su alma. La fe y el vigor renacieron juntos en su espíritu; se sintió otro hombre y hasta adquirió su aspecto, su ademán, y todo él, en suma, un brío inesperado que arrollaba sus angustias, sus tormentas y sus dudas.

Tormentas, dudas y angustias fueron sepultadas por multitud de aspiraciones y proyectos que se complacía en combinar a solas y juntamente. Con ellos invadió su alma un vehementísimo deseo: el deseo de escribir una obra colosal, «tiránica», eminentemente revolucionaria y nueva, exenta de pasiones, limpia de rutina, con gallardías hermosas de lenguaje, con altivez de miras,   —202→   con puntos de vista culminantes. ¡El ideal encarnado en un libro!... Comenzó a trabajar, lleno de entusiasmo.

Se cansó pronto; abandonó el trabajo intelectual y se dedicó a los ejercicios gimnásticos y a las grandes excursiones a pie, por los más intrincados laberintos de la montaña, con su magnífica escopeta de caza al hombro y su gran cuchillo al cinto, adiestrándose en el tiro y ganando en fuerzas lo que había perdido en luchas inútiles.

Volvió a asimilarse al bosque. Ya podía tender los brazos y decirle: «¡Soy el mismo, aquel que respiró tu ambiente y adquirió tu fuerza y tuvo mucho de tu selvático poder!»

Pero aquella selva hermosa y deforme, cruzada de torrentes, llena de barrancos hondos, de sendas retorcidas sobre rocas gigantescas, guardianes taciturnos de la casa secular, en medio de su frondosidad que se derramaba triunfalmente por llanuras inmensas y por regazos de montañas atrevidas, dijérase que esperaba alguna nueva prueba de la fidelidad de Julián, antes de contestar, rugiendo de gozo, como la primera vez, a sus promesas.




ArribaAbajo- XXIX -

También ejerció su rápida y decisiva influencia en el alterado organismo de Susana el hálito fecundo que brotaba sin cesar de las entrañas del bosque.

La naturaleza triunfaba sola, sin ayuda del régimen facultativo, sin el apoyo, más o menos eficaz, de los farmacéuticos menjurjes con que pretendieron combatir, en la ciudad, los terribles achaques de la enferma.

La salud acudió pronto, y con la salud del cuerpo vino la animación del espíritu; y a la habitual pereza de Susana, sucedió una actividad extraordinaria, desbordante, ruidosa... La finca entera se estremecía cuando ella entonaba como un pájaro alegre sus cantos de felicidad reconquistada.

Levantábase temprano, al rayar el alba, y en vistiéndose íbase al establo con el muchacho que cuidaba las vacas, a darse trazas de ordeñadora,   —204→   soltando las crías, recogiéndolas, luchando con ellas para arrancarlas de las ubres de la madre y obtener al fin, con no poco trabajo, algún jarro de espumosa leche, que bebía con ansia.

Luego, regaba el jardín, que era poco menos que un bosque en pequeño; surtía de agua el abrevadero de las aves; arreglaba los tiestos de las plantas del vestíbulo, y terminada esta faena, se salía al campo a corretear, como una chiquilla, por los cercanos prados, hasta caer rendida de gozoso cansancio sobre el musgo.

Regresaba a las diez, cargada de montones de florecillas húmedas, de manojos de olientes hierbas, de frutas maduras; y en seguida volvía al trabajo, ayudando a la limpieza de la casa o metiendo mano diligente en los preparativos del almuerzo de Julián.

Y como éste se fuera de caza ella aprovechaba la soledad durmiendo reparadoras siestas en su hamaca, tendida a lo largo del corredor. Después salía al camino a esperarlo, y esperándolo, muchas veces la sorprendía la hora del crepúsculo, y se sentaba en un ribazo a contemplar con deleitosa fruición el sugestivo, melancólico espectáculo que ofrece toda selva a la caída de la tarde. Por la noche, ayudada del viejo Mateo, desencadenaba los dos grandes y fieros mastines que guardaban la finca. Llamaba a Julián para jugar a los naipes, y con Julián solía acercarse la servidumbre a formar corro, a mirar lo que hacían los   —205→   señores, a entablar franca y regocijada plática con ellos, como en familia.

Dos meses llevaban en esta vida apacible, dos meses de regalada, dulcísima existencia, sin que una zozobra viniese a turbar la encantadora paz de que gozaban. Pero estaba de Dios que esta encantadora paz se interrumpiese.

Cierta tarde, echándose ya la noche encima, el formidable ladrido de los perros anunció la presencia de un extraño en la terraza. Era un posta que venía de Villabrava. Sin saber por qué, Susana se echó a temblar. El posta traía una carta, y la carta era de don Anselmo Espinosa.

Madre e hijo se miraron con extrañeza. ¡Una carta de Espinosa! Ninguno de los dos se atrevía a abrirla. Le dieron vueltas y más vueltas; la examinaron una y otra vez, como si bajo su endeble envoltura se ocultara la próxima ignorada desgracia.

Al fin Julián rasgó el sobre.

Noticiaba Espinosa una gran pena suya, un gran dolor... Su pobrecita hija Isabel estaba anémica, y la anemia amenazaba degenerar en tisis. Y a vuelta de la triste noticia, venía una reseña quejosa de sus zozobras de padre amantísimo, de padre solitario; sin saber qué partido tomar, vacilaba en enviarles la muchacha a ver si se curaba. Él no podía atenderla ni dejarla al cuidado de una familia extraña.

Al fin ellos eran parientes, y a ellos acudía; sobre   —206→   todo necesitando la anemia de Isabel atmósfera sana, hálitos de montañas confortantes como las del Guajiral. La pobre chica, ignorando el mal que la destruía, se empeñaba en quedarse en la ciudad; pero él, antes que todo, era padre, y consideraba aquello como caso de conciencia. De suerte que, sin pensarlo más, sin darle vueltas, decidía llevarla a la finca... ¿Le negarían ellos un rincón, un refugio a su querida enfermita?...

Susana y Julián se quedaron perplejos, no sabiendo qué contestar al pronto, mirándose, interrogándose en silencio. Diríase que algo muy extraordinario y penoso, algo que tenían miedo de saber o de explicarse, les paralizaba el pensamiento y la expresión.

Tres días después del repentino aviso, don Anselmo se presentó con Isabel en la posesión de los Hidalgo.




ArribaAbajo- XXX -

La enfermedad de aquella muchacha era una insigne mentira, una argucia, de las muchas burdas argucias que venía poniendo en práctica Espinosa para acercarse a Susana. Exasperado por su repentina ausencia, creyendo tener sobre ella inalienables derechos de marido, con miedo al olvido, y con el sinsabor de la sospecha, porque preveía, adivinaba de lejos el arrepentimiento de Susana, don Anselmo no se paró en pequeñeces, y convirtiendo la inmensa tristeza de la hija en enfermedad angustiosa, se sirvió de ella para llegar más pronto al regazo de la amante.

Mas advertida de la infamia, Isabel se resistió a obedecer. No iría a la finca. ¡Nunca! ¡Aunque la mataran, no iría! ¿Que no iba? Pues no faltaba más. Él era su padre. Allí todo el mundo tenía que marchar sumiso, o se vería en el caso de mostrar su carácter enérgicamente, como él sabía.

-¡No voy!... -gritó Isabel, resueltamente.

Entonces él, enfurecido por la respuesta, y   —208→   viendo cómo la rebelde «chiquilla» le trastornaba todos sus planes, se desató en injurias de villano, y a la villanía de las injurias añadió la vileza aún más humillante de los golpes... Le pegó brutalmente, como pegan los padres canallas a sus hijas de veinte años: con las manos, con los pies, hasta saciarse.

Pero, en esta ocasión, la acometida de don Anselmo fue harto bárbara. Se echó encima de Isabel rugiendo como una fiera. A su empuje, la muchacha cayó al suelo aturdida, y en el suelo le descargó nuevos golpes, hasta el punto de ensangrentarle la cara. Al fin se desahogó toda su cólera, y la atropellada joven pudo levantarse a duras penas, tambaleándose, con el traje hecho jirones, con la vista extraviada, con los cabellos sueltos, con la cara roja de ira y de vergüenza.

Su orgullo de mujer ofendida pudo entonces más que su resignación de hija castigada. El hecho de ser su padre no le autorizaba a ser un verdugo. ¡Lo odiaba!... Se lo dijo al fin. ¡Lo odiaba con toda su alma!... Como no tengo madre, porque me la ha matado usted -añadió, llorando-, cedo a su voluntad. No puedo hacer otra cosa. Iré. ¡Pero tenga usted cuidado, papá, que ya estoy harta!...

Cuando llegaron a la finca, el primero en verlos desde la escalinata fue Julián.

  —209→  

Es verdad que el sufrimiento había puesto en Isabel esa palidez mate que se confunde con la anemia, y que había adelgazado un poco; pero era la misma muchacha admirablemente bien formada, acaso más gentil, más airosa, con su talle esbelto, con sus caderas pronunciadas, redondas, con su seno firme y alto. Sólo en sus grandes ojos garzos se podía notar algo extraño, algo así como un fulgor siniestro que despedían las pupilas, algo de esos reflejos que guardan los rencores errantes.

Julián se adelantó a recibir a los viajeros, bajando hasta el ancho terraplén, apresurado y solícito. Saludó con aparente alegría a don Anselmo, y luego ofreció galante apoyo a Isabel para que desmontase. Y aunque ambos demostraban grande aplomo, sus manos se estremecieron simultáneamente al estrecharse.

Al lado de Espinosa volvió Julián, disimulando la emoción que el involuntario temblor de la mano de Isabel le produjera, mientras ésta ascendía por la empinada escalinata que daba acceso al vestíbulo de la casa. Arriba la recibió Susana, y le tendió los brazos; pero, antes de abrazarse, las dos mujeres se miraron fija y detenidamente. Con esta mirada se escudriñaron el alma. Y holgaron las palabras: Susana comprendió al instante que Isabel se había enterado al fin de lo que ella juzgaba «su secreto», y sintió que la cara se le encendía de vergüenza.

  —210→  

Don Anselmo entró precedido de Julián; pero en él nadie notó el menor embarazo: entró como siempre, hablando mucho, con el sombrero puesto, demostrando su «tradicional» vulgarísima confianza de pariente adinerado. No quiso quedarse aquella tarde en la finca, ni a comer siquiera.

Solicitado por sus grandes negociaciones bursátiles, tenía que regresar inmediatamente a Villabrava. Julián le dijo que era peligroso repasar la montaña después de las seis; pero él no hizo caso. Llevaba su revólver. Ofreció volver en una de las próximas semanas. El mejor día se presentaba allí.

Y les dijo adiós, llamándoles a todos juntos muy cariñosamente: «Queridos hijos; hijos míos, adiós» -repitió, montando a caballo, con más arrojo que garbo de práctico jinete.

Y se alejó al trote largo, a través del bosque, apareciendo y reapareciendo en los claros y revueltas del camino, hasta que se perdió bruscamente en un recodo, en medio de una espesa masa de sombras.




ArribaAbajo- XXXI -

Si bien entre Susana e Isabel las relaciones fueron, durante los primeros días, un tanto desabridas y tocadas de reserva, acabaron al fin por suavizarlas, temerosas ambas de despertar las sospechas de Julián.

Tal maña y habilidad se dieron, y de tal guisa extremaron la prudencia para hacer mejor y más llevadera la vida en familia, que sus hondos y silenciosos desasosiegos pasaron en absoluto inadvertidos a las observaciones del mozo.

La actitud de éste era, a su vez, bastante falsa. Condenado por la fatalidad a vivir temporalmente cerca de la mujer que fue su novia, experimentó en un principio grandes desazones. Se sentía cohibido y apenas la dirigía la palabra; usaba en la mesa una corrección que movía a risa, sin regatearle por esto las atenciones y galanterías   —212→   que creyó lícito y decoroso emplear con ella, a título de amigo.

Pero a veces su temperamento bravío se soliviantaba, originándose en su espíritu bruscas tempestades de indignación, recuerdos coléricos de amante desdeñado, reminiscencias penosas de aquella inaudita despedida que trastornó en parte su existencia.

Y sintiendo que cóleras, y recuerdos, y amarguras juntamente se le subían a los labios a modo de brutal protesta, salíase impaciente de la casa, y a campo traviesa, por dédalos de sendas retorcidas y de incultos parajes, se iba lejos, en lo más hondo o intrincado de la serranía.

Allí se pasaba las horas muertas, echado sobre la hierba, mirando al cielo, inmóvil, sin osar nada contra su pensamiento, viajero de alas temblorosas que iba tras la lejanía de aquel amor que fue un idilio, por entre las nieblas impenetrables de aquella ruptura, que era un misterio.

Al súbito despertar de sus mal dormidas sensaciones, evocando días bellos y sonrientes noches voluptuosas, tibias, impregnadas de tentadores deleites, por su imaginación soñadora pasaba en esbozo fantástico la pálida y suspirante figura de Isabel, que le envolvía de nuevo en un ambiente de felicidad inefable, y a fuerza de soñar, la figura intangible se iba transformando a sus ojos lentamente, materializándose, adquiriendo forma humana, haciéndose carne.

  —213→  

El espíritu de Julián se turbaba entonces, su corazón latía con inusitada violencia; sentía como alientos tibios de mujer flotando sobre sus labios; su frente se bañaba de sudor, y al llamamiento poderoso del deseo vibraban todos sus nervios, vacilando su cabeza como en un vértigo.

Para ocultar tal vez estos impetuosos llamamientos se dedicó con más ardor que nunca a la cacería, y apenas salía de la cama ya estaba calzándose las polainas, poniéndose el sombrero de alas anchas, ciñéndose al cinto las pistolas y el cuchillo de monte y echándose la escopeta al hombro.

Si en una de esas furiosas salidas, antes de salvar los linderos de la finca, se le ocurriese volver la cabeza, quedárase de fijo suspenso, indeciso, en seguir o tornar a casa. Porque desde allá, desde lo alto del mirador, al través de las copas de los árboles, alguien le veía y le llamaba, entre súplicas y congojas y rítmicos arrobos de alondra abandonada.

Y cual si fuese ley la afinidad entre amantes separados y señuelo poderoso la distancia no acortada estando juntos, mientras allá en un rincón del bosque, con el pensamiento incendiado de deseos, él rehacía su melancólica figura hasta el extremo de sentirla junto a sí hecha hembra de turbadores contornos, ella también fantaseaba alrededor del nostálgico deliquio, entornando   —214→   los párpados, para imaginarse mejor aún el tipo varonil y semibrusco, pero fascinador, de Julián.

Y pensando en su orfandad, pensando en que estaba sola, sola en el mundo, sin más familia que la de un padre brutal que la ultrajaba de palabra y de hecho, y a cuyas indignas relaciones venía a servir en la finca de pretexto, sin poder protestar ante la triste evidencia de los hechos, tendía Isabelita los brazos temblorosos de angustia hacia el espacio radiante, hacia el punto donde acaba de desaparecer la silueta de Julián, sintiendo desesperante necesidad de gritarlo, de llamarlo, de decirle que volviera; y le espiaba, le seguía con la vista ansiosa, hasta ver cómo se perdía su silueta allá en el fondo azulado de los campos lejanos.

Él lo ignoraba, ignoraba que allí hubiera un ser que también sufría, acaso más, mucho más que él, y que, como él, sentía humanos estremecimientos, palpitaciones de dichas incompletas, soplos de felicidad remota. Pues turbada por la aproximación del hombre, tuvo Isabel, al igual de Julián, sus transportes voluptuosos; imaginábase reclinada sobre su pecho, acariciada por sus manos ardientes, besada por sus labios trémulos.

Hubo instantes que, en medio de su pasión exasperada, deseó que Julián se la llevara lejos, muy lejos, donde nadie supiera de ellos, donde   —215→   nadie fuera a pedirles cuenta de sus acciones, donde nadie estorbara sus goces de amor, de aquel amor silencioso, más silencioso cada día, cada día más triste, cada día más grande y más intenso.




ArribaAbajo- XXXII -

Fue una verdadera sorpresa para los descuidados moradores de la finca la vuelta de don Anselmo Espinosa. No lo esperaban, lo habían olvidado tal vez; tal vez se habían forjado la peregrina idea de vivir los tres muy solos, eternamente solos, en aquel inmenso selvático refugio. Extrañaban mucho la inopinada visita, y, en medio de la contrariedad que ésta les produjo, no acertaban a formular bien sus exclamaciones y preguntas: -¿Cómo él allí? De veras que no lo esperaban. Y ¿por qué no avisó antes?

-¡Qué iba a avisar, si en Villabrava no le dieron tiempo para nada! ¿No sabían ellos lo que pasaba allá abajo? Pues él traía noticias muy graves de la emborrascada ciudad. Venía un poco mal y un mucho fatigado con sus pesares a cuestas y con vivísimos deseos de ver a su adorada Isabelita. Por de pronto necesitaba descansar, sacudirse el polvo del camino, lavarse. Después hablarían.

  —217→  

A pesar de su mal disimulada inquietud, Isabel y Susana empezaron por preparar alojamiento al inesperado huésped.

Era sábado, y don Anselmo quería pasar el domingo en familia. Para el caso, como hombre prevenido al fin, se trajo una maleta de viaje con ropa suficiente.

La habitación que le destinaron miraba al jardín, comunicándose con la de Julián por un largo pasillo. Para dirigirse a ella tuvo Espinosa que pasar por frente a la alcoba de Susana, atravesando luego una obscura galería, sobre cuyas amarillentas y desconchadas paredes se veían, entre retratos antiguos, unas cuantas panoplias cruzadas de armas raras, casi todas primitivas, todas evocando memorias de aquella numerosa raza de indios bravos, de los cuales sólo quedaban escasos, pero enérgicos vestigios, en la figura de Julián. Cuando Espinosa entró en esta galería experimentó un miedo inexplicable y pueril y apresuró el paso, volviendo dos o tres veces la cabeza.

Una hora después, radiante, satisfecho, remozado casi, merced a un regenerador y oportuno lavatorio, se presentó en el comedor.

La mesa estaba ya lista, engalanada como para una fiesta, con muchos requilorios, ramos de flores, gran diversidad de frutas de la huerta, pastas y vinos de varias clases, de los vinos añejos de la gran bodega de la finca.

  —218→  

Antes de sentarse, don Anselmo propuso el aperitivo de ley -costumbre muy arraigada, entre villabravenses de buenas tragaderas-, algo fuerte, whiskey o cosa así, lo que bebían los hombres para sentarse a la mesa; porque él era de los que se echaban, uno tras de otro, cuatro o cinco coktailes y se quedaba tan fresco.

Así fue cómo en el curso de la comida, con la mezcla de vinos y la charla, se puso un poco alegre; su misma vulgar y ruidosa franqueza dio margen a expansiones que no solían allí reinar durante las comidas.

Ésta se prolongó y hubo que traer lámparas; el vivo resplandor de las luces contribuyó a la animación, y, de plática en plática, llegaron a los postres, cayendo de pronto la conversación en Villabrava.

Julián, que parecía distraído, con la vista algo extraviada y el pensamiento no sabía dónde, volvió la cabeza vivamente. Susana e Isabel no ocultaron su disgusto. Les hacía daño el recuerdo de la ciudad. No querían oír hablar de ella.

-¡Cómo no! Si era precisamente punto de transcendencia a la sazón. Ya él, Espinosa, lo había dicho. Allá abajo estaban ocurriendo cosas intolerables, grandes y terribles acontecimientos. La patria se iba a ahogar en sangre, o, por lo menos, la iban a arrojar a pedazos por la ventana sus malos hijos; unos bribones disfrazados de apóstoles   —219→   redentores que, so pretexto del profundo malestar en que se hallaba el país, se erigieron por su cuenta y riesgo en jueces, árbitros y dueños de la conciencia pública, y fundaron un Congreso aparte con pujos de Asamblea demagógica. Querían repetir la etapa sangrienta del 93. Y al pronunciar con terrorífico acento la pavorosa frase, a don Anselmo se le erizaban los cabellos.

Quedose atónito Julián, con los ojos muy abiertos, costándole gran trabajo creer en las noticias que les daba Espinosa.

-Y ahí es nada -continuó éste, haciendo un sinnúmero de horrorosos visajes-: la Asamblea redentora organizó comités, juntas, circunscripciones, jefaturas en los Estados, inaugurándose solemnemente en nombre de la Moral, bajo la presidencia del general Sablete. Sablete, ¡chico!, ese vagabundo que, como ha dicho alguien, está más abajo del vilipendio.

-¡Qué barbaridad! -exclamó Julián, sonriéndose y recordando con cierto regocijo que cuando Sablete fue gobernador de Villabrava, le pidió más de una vez grandes sumas de dinero a Espinosa, dejando burlado al fin al hábil capitalista. Pero no queriéndolo distraer de su relato, el impaciente mozo lo trajo de nuevo al punto de partida. ¡A ver, a ver, en suma, qué era lo que pasaba allá abajo!

-Figúrate -continuó don Anselmo, a vuelta   —220→   de mil rodeos- que en sus discursos inaugurales los titulados redentores creían poner una pica en Flandes señalando, entre gritos de semitrágico terror, espantosas crisis económicas, desventuras de pueblo, abominables tiranías, escándalos monumentales, peculados, monopolios... ¡Patrañas, mentiras todas! Hablaron de medianías que reinaban; que con las medianías había venido el desbarajuste, siendo éste tanto más extraordinario cuanto mayor era la nulidad de los hombres. ¡Qué te parece! Y que como no había gobierno, ni orden, ni leyes, y que hasta el mismo patrio-honor -palabras que él había oído al más elocuente diputado de la acalorada Asamblea- era a la razón presa de las garras de la imbecilidad entronizada, traído y llevado, con sello de ludibrio, por el medio de la calle... ¡Que ellos arreglarían el país!

-Tendrán que quemarlo entonces por los cuatro costados -interrumpió Julián-. Es la única manera de arreglar aquello.

-¡Ahí fueron a parar! Los tales redentores fomentaron, con sus furibundos programas, el desorden; desencadenáronse los odios; todo el mundo se armó hasta los dientes; no se veían más que revólveres y trabucos por todas partes; hasta los pacíficos y elegantes smarts hacían alardes de gastar puñales como facas y bastones como viguetas. La ciudad parecía un campamento; menudearon las broncas de cantina; recrudecieron   —221→   los asesinatos; la calumnia fue idioma de caballeros en política, y el anónimo, canallesca y diaria correspondencia entre gentes que hablaban de honor, entre literatos que parecían personas decentes. ¡Los literatos también metiéndose en estos líos! Florindo, García Fernández...

-No los nombre usted. Los conozco; los conozco a todos. ¡Pobres gentes! En vez de hacerse necesarios, se inutilizan, pasándose el tiempo y la vida en morderse en privado y en elogiarse públicamente sin tasa ni recato, llamándose unos a otros maestros: maestros áureos, maestros ígneos, liliálicos, neuróticos, rítmicos, pirotécnicos, nostálgicos. Montones de fuerzas jóvenes, de inteligencias nuevas, propicias a todas las reivindicaciones, mozos, en fin, que abandonan labores y profesiones honrosas para cruzarse de brazos en la plaza pública, a esperar ministerios, a esperar diputaciones, presidencias y títulos académicos, ¡porque saben llenar cuatro cuartillas!...

¡Y el resto de la República que pague!

-Eso mismo querían los redentores, y por quererlo todo de una vez han hecho fiasco. Tiró el diablo de la manta, y se tiraron ellos los trastos a la cabeza, dividiéndose en dos bandos; y mientras unos empezaron por pedir enmiendas y trazar líneas de luz y marcar declives, como los ingenieros, para encauzar el río de la moralidad,   —222→   los otros, los expeditivos, se echaron a la calle. Y así fue cómo unidos a los descamisados, convertidos ya en vociferantes turbas, los redentores incendiaron el Banco, destruyeron ferrocarriles, invadieron varias casas respetables y dejaron en las fachadas del Palacio de Gobierno las señales del motín. ¡Pero lo que más me indigna -decía Espinosa, alzando la voz a medida que narraba- es que semejantes bandoleros se hayan atrevido a hacer llamamientos a las puertas de los hombres honrados, para que los ayudemos a destruir, a incendiar, a demoler todo lo grande, todo lo santo que existe en Villabrava!

Y moviose tanto y de tal modo don Anselmo para decir esto, que en uno de sus bruscos ademanes se salió del bolsillo trasero y cayó de piano al suelo el revólver que había olvidado dejar en su cuarto, y el cual revólver usaba a todas horas, esclavo él también de las malas costumbres de su pendenciero pueblo.

La calda del mortífero aditamento asustó mucho a las dos mujeres y produjo tan expresivo gesto de desagrado en Julián, que don Anselmo se turbó un poco y se apresuró a recogerlo.

A partir de este instante6, la sobremesa se hizo penosa y la conversación quedó por completo cortada.

Julián hizo ademán de levantarse, e Isabel, como obedeciendo a un deseo largo tiempo contenido,   —223→   tomó de pronto una mano de Julián y le dijo casi en voz baja y rápidamente:

-Ven, Julián, vámonos fuera.

Y él se dejó arrastrar, sin voluntad y sin fuerzas para negarse al cariñoso llamamiento.




ArribaAbajo- XXXIII -

De bruces sobre el rústico barandaje del vestíbulo permanecieron juntos, pensativos largo rato, con las manos fuertemente entrelazadas, como si quisieren protegerse de un peligro cercano, con las miradas sumergidas en la obscuridad de la noche augusta del bosque, tan sólo turbada por el impetuoso rugir del torrente que se rompía entre su cauce de peñascos, detrás de los jardines de la casa.

Isabel y Julián continuaban absortos en la muda solemne poesía que brotaba del fondo de la selva. En medio de este gran silencio podía oírse el simultáneo y violento latir de sus corazones asustados. Tenían los labios cargados de frases, de congojas, de suspiros, de interrogaciones y respuestas tumultuosas. Se iban a decir tantas cosas, tantas, que la emoción misma que sentían les embargaba la voz... ¡Y nada se dijeron!

  —225→  

Se miraron entonces de hito en hito, anhelantes, trémulos, con honda y penetrante fijeza, con ansia de leerse a través de las pupilas sus más escondidos pensamientos, adivinándose al fin, en la palidez de sus semblantes, todas sus tristezas, todas sus esperanzas, todos los nostálgicos deseos de su pasado, todas las carnales melancolías de un presente lleno de vehemencias y desesperaciones invencibles.

De pronto Julián se incorporó y, retirando el brazo con que se apoyaba en el barandal, rodeó la cintura de Isabel, atrayéndola dulcemente. Y ella, trémula, palpitante de dicha, se acercó, se abandonó, se volvió con todo el busto, irguiéndose a su vez, y quedáronse ambos de esta guisa frente a frente, en pie sin hablarse.

Y sin tomar precauciones, sin que ella sintiese una ola de rubor subirle a las mejillas ni él juzgase pecado imperdonable la reconciliación en aquella forma, como si obedeciese a un mandato divino, como si ejercieran legítimo derecho de desposados, se abrazaron con un abrazo inmenso, allí, en pleno vestíbulo, fundiéndose sus vidas en un solo beso, en un beso prolongado, en un beso ardiente, en un beso profundo...

Aquello debió ser largo, muy largo y muy hermoso. No se dieron cuenta del tiempo transcurrido.

La voz de Susana, que parecía venir de muy lejos, los sacó de su éxtasis. «Ya es tarde, Isabel;   —226→   nos vamos a acostar.» Lo dijo desde un ángulo del extenso vestíbulo, donde, arrellanada y lánguida, como siempre, en un sillón, sostenía discreta y al parecer indiferente plática con Espinosa.

Sin perder su reposado continente, don Anselmo retiró su silla al ver acercarse a los jóvenes. Pero éstos no se fijaron en la rápida maniobra. ¡Qué sabían ellos lo que a su alrededor pasaba! ¡Eran demasiado felices para ocuparse de la existencia de los demás!

Cuando Julián se dirigió a su habitación, serían sobre poco más o menos las once de la noche. Marchaba a pasos lentos, casi vacilantes, como si estuviese aún agobiado por el peso de la felicidad.

A tientas cogió la vela que solía colocar sobre el velador junto a la cabecera de su cama; y cerca de ésta puso luego el reloj, un libro, los cigarros y una pistola de dos cañones, que sacó de un armario.

Después dio unas cuantas vueltas por el cuarto, cerró la ventana que daba al jardín, descorrió una cortina, arregló las ropas del lecho y empezó a desvestirse con gran pereza. De la misma suerte entró en la cama, mató la luz de un soplo y se dispuso a dormir.

Los ruidosos detalles de los que se disponían a hacer lo mismo en las otras habitaciones, embargaron no obstante su atención, y oyó a su   —227→   madre, que antes de acostarse, cruzó varias veces de un lado a otro en zapatillas; oyó sucesivamente el rodar de un mueble, el golpe brusco de unas botas que cayeron al suelo, el roce áspero de un pasador que aseguraba una puerta.

También oyó un lavatorio feroz en el cuarto de Espinosa; voces apagadas y mal reprimidas en el de las criadas y, por último, allá en la alcoba de Isabel, percibió un rumor de ropas. Después, nada: un gran silencio reinó en toda la casa.

Pero Julián sentía un vago, inexplicable malestar: el reposo no acudía a su espíritu tan pronto como él deseaba, y empezó a revolcarse, intranquilo y febril, como un condenado, entre las sábanas.

Ya no pudo conciliar el sueño. Sonaban roncas, tristes, las horas, unas tras otras, en el viejo reloj del comedor, y el angustiado mozo, víctima del insomnio, hacía esfuerzos inauditos por refrenar su imaginación que, incorregible y al azar, errante y loca, se empeñaba en perderse por un dédalo de reflexiones inquietantes.

De súbito, cual si despertase de un sueño profundo, como si lo hubiesen sacudido bruscamente en medio de ese sueño, Julián se sentó repentinamente en la cama. Acababa de oír un ruido extraño, un rumor levísimo de pasos y el roce de una mano que iba a tientas a lo largo de las paredes.

  —228→  

Conteniendo el aliento, queriendo ahogar hasta los latidos de su corazón, con el oído alerta, se mantuvo en aquella actitud más de un cuarto de hora.

El ruido había cesado. Por un instante creyó que en realidad se había dormido y que aún era presa de una extraña alucinación de sus sentidos. Y en esta persuasión iba a reclinar de nuevo la turbada cabeza sobre las almohadas, cuando percibió, claro y distinto, el gemir de una puerta que se abría. ¡Ahora sí estaba bien despierto!

Separó de un tirón las sábanas, saltó impetuosamente de la cama y, echando mano de la pistola, salió del cuarto, descalzo. Avanzó por el pasillo sin luz, con los brazos extendidos, con los ojos muy abiertos, como si a través de la obscuridad fuera a descubrir y a encontrar lo que buscaba.

Llegó hasta el comedor como un loco, sin saber adónde iba. En el extravío de su marcha a obscuras, impelido por la imperiosa necesidad de descubrir, de saber el motivo de aquel ruido que la sobresaltara, tropezó con varios muebles, produciéndose un estrépito infernal en toda la casa. A este estrépito siguió el ladrido hostil, repetido, furioso, atronador, de los perros, que despertaron fuera.

Julián se detuvo entonces, asustado de lo que acababa de hacer. Por un instante perdió la serenidad,   —229→   vaciló, sintiose el alma sobrecogida de angustia y estuvo a punto de retroceder de nuevo hacia su cuarto.

No se movió, sin embargo.

Resignado y resuelto a averiguar lo que ocurría a aquellas horas en su casa, se mantuvo a pie firme suspenso, ahogando su jadeante respiración, apretando con mano convulsa el arma que llevaba.

Pero los perros continuaron en el vestíbulo, aporreando furiosamente las puertas de la sala, como si quisieran franquearlas, desgarrando el silencio de la noche con sus feroces ladridos, conmoviendo y alarmando la finca. Julián se impacientó; el que iba a sorprender exponíase a ser sorprendido como un ladrón si la servidumbre se despertaba y salía; y justamente en el cuarto de los criados había ya grande agitación, movimientos de personas que se levantaran en desorden; en medio de este desorden resonó una voz áspera, seca, voz de mando, la voz del viejo Mateo, que metía prisa, lanzando interjecciones enérgicas.

Desorientado aún, pero siempre a tientas y de puntillas, Julián se apresuró a ganar la galería, o lo que a él, envuelto en aquella obscuridad, se le figuró la galería. Casi al mismo tiempo, dejando escapar un agudo chirrido, idéntico al que él oyera un momento antes desde su cama, abriose violentamente una puerta, y la trémula luz de una   —230→   palmatoria, sostenida por una mano que temblaba al par de la luz, proyectó sus vacilantes resplandores sobre las paredes, iluminando de plano a Julián. En seguida de la mano salió un brazo desnudo, luego un hombro cubierto por una manta, y por fin la figura de una mujer: la de Susana.

Salía de su aposento, sí, pero salía con la faz desencajada horriblemente, pálida, como si acabara de cometer un delito. Parecía una muerta.

¡Su madre! Él no la esperaba. Perdió por completo el aplomo; se quedó inmóvil, pegado a la pared, con los brazos caídos, con la boca entreabierta: iba a hacer una pregunta atroz, horrible, espantosa... Pero no pudo; se le anudó la voz en la garganta, balbuceó una excusa... Y confundido, lleno de vergüenza, por la situación singularísima en que se hallaba allí, en ropas menores, atolondrado, tropezando otra vez con los muebles, a pesar de la claridad que arrojaba la palmatoria, se volvió a su habitación.

Y apenas salió Julián del comedor, apareció Isabel a la puerta de su cuarto.

Al reconocerla, Susana no pudo reprimir una exclamación que se acercaba al espanto mucho más que a la sorpresa, y por un movimiento instintivo retrocedió dos pasos hasta el umbral y entró rápidamente en su alcoba, perseguida siempre por la anonadante y colérica mirada de la   —231→   joven. Isabel lo había oído todo, lo había sospechado todo.

Aquellos pasos cautelosos que sobresaltaron a Julián no podían ser otros que los de su padre, que se dirigía al cuarto de Susana.




Arriba- XXXIV -

Azuleó la mañana en el Oriente, y el bosque despertó, despertó de improviso, rompiendo con su enérgico y vigoroso desperezo de monstruo la niebla que como inmensa sábana de encajes lo envolvía.

Entre la vaga claridad del alba destacaron los perfiles de sus crestas las montañas, y detrás de éstas asomó su radiante disco el sol y comenzó su marcha victoriosa hacia la tierra. De la tierra brotó entonces uno como rumor de vida nueva, el rumor de la vida de los campos, que ascendía en prolongados estremecimientos de júbilo al espacio, y de todos los escondrijos de la selva salieron en tropel los pájaros, entonando himnos de alegría.

En tanto el sol, que alumbraba ya por todos sus flancos la montaña, envolvía en fulgurante luz las cabeceras del torrente, y el torrente parecía un espléndido penacho de oro y púrpura, que   —233→   azotaba furiosamente las rocas en su fantástica caída.

No obstante estas alegres irrupciones de la Naturaleza despertada, en el viejo caserón todo era triste. Hasta los pasos de la gente que dentro se movía, levantándose y aliñándose sin prisa, revelaban ese rumor de abrumadora pena que se adivina a través del recinto donde acaba de ocurrir un gran disgusto.

Y así fue cómo, contrariadas, mohínas, reflejando en sus rostros las tristezas del insomnio, salieron de sus respectivas habitaciones Susana e Isabel. Un poco más tarde salió también Espinosa, y esquivando el encuentro con ellas, se fue directamente a la terraza, donde se entregó a la lectura de los periódicos que trajo de la ciudad.

El único que permaneció en su cuarto fue Julián; no quiso salir de él en toda la mañana. Allá a las doce, cuando lo llamaron a almorzar, dijo que no tenía apetito, que se había desayunado tarde, acabando por pedir algo de fiambre para llevarse al campo, porque se iba de caza y pasaría la tarde fuera.

Y con efecto, al cabo de una hora apareció a la puerta de su cuarto, listo de un todo, como para una gran batida; con sus botas altas hasta las rodillas, el pañuelo de seda al cuello, la amplia blusa sujeta a la cintura por una faja de cuero, en la faja un gran cuchillo de monte; y al   —234→   hombro, ya cargada, limpia y reluciente, su magnífica escopeta.

Huyendo del contacto de los demás, trató de ganar el bosque por el jardín; pero Isabel estaba al cuidado; lo vio, corrió tras él, lo alcanzó, se agarró silenciosamente a su brazo y lo acompañó hasta el comienzo de la montaña.

Aunque el trayecto era breve, como marcharon aprisa, acosados por un sol que incendiaba la pradera, se detuvieron jadeantes bajo uno de los frondosos y amenos bosquecillos que daban acceso a la selva, y en él permanecieron largo rato, vacilando mucho antes de dirigirse la palabra: tal era el estado de sus almas.

Al fin habló Isabel; habló con aquella voz trémula que salía medio envuelta en lágrimas de su garganta, cuando pretendía ocultar alguna pena muy honda. No tardaría, ¿verdad que no tardaría? Lo esperaba... Esperaba que regresase pronto, antes de obscurecer.

Mientras más pronto, mejor. Porque ella sentía una angustia horrible que no sabía explicarse; y además una tristeza tan grande, tan grande... que hubiera preferido que se quedase en casa. Si es cierto que me quieres -agregó-, no te alejes mucho, Julián, no te alejes. Vuelve pronto. Y lo decía de tal modo, con tal súplica en la mirada, con tales balbuceos en la expresión, que sus palabras, temblorosas y torpes, produjeron en el mozo el efecto de una revelación.

  —235→  

La oyó, sin contestar, y mientras la oyó no apartó de ella los ojos escrutadores y profundos. Ante la insistencia de estos ojos, en donde brillaba, como una pregunta, el reflejo de su desesperación, Isabel se turbó y bajó la vista, a arrepentida de haber dicho demasiado.

Hubo un nuevo silencio, que rompió Julián, como si temiera adivinar más de lo que sabía, despidiéndose, al fin, con un «adiós» breve y doloroso. Y se lanzó en carrera desatentada a través de la selva imponente, enmarañada y bravía, cuyas oleadas de levantisco follaje, derramándose por las faldas de los cerros e invadiendo la pradera, formaban en todas7 partes bóvedas, pirámides, túneles y verdaderas catedrales de verdura, por donde apenas podía filtrarse, avergonzado de su impotencia, uno que otro rayo del sol que incendiaba la llanura.

Al ruido de los pasos de Julián, los pájaros volaban asustados, y algunos inmundos reptiles corrían a armarse para el ataque y la traición en sus obscuras guaridas; pero él, embebido en su indefinible angustia, sin cuidado, sin miedo a los peligros, se internaba, se internaba en el augusto bosque, siempre a la ventura, penetrando por laberintos de juncos y retorcidos chaparrales, salvando barrancos que producían vértigos, venciendo repechos, trepando por altos ribazos, por sendas trazadas en peligrosos zig-zags, sobre los mismos peñascos.

  —236→  

Después de mil revueltas y rodeos llegó a cierta altura de la montaña donde las rocas, aglomeradas al borde de un abismo, servían de nido a las águilas soberanas del espacio.

Al borde de este abismo, menos insondable que su inmenso dolor, lloró Julián Hidalgo su deshonra...

Fue aquella una agonía silenciosa, de muchas horas largas: una agonía muda, una agonía desesperante, que se prolongó toda la tarde. Cuando se levantó, sucumbiendo a la desgracia, sangrando el corazón, aturdido por las lágrimas, aturdido por el recuerdo, aturdido por el pensamiento, en poco estuvo qua no cayese rodando de cabeza por el profundo barranco.

Declinaba la tarde. Por encima de los blancuzcos cerros de Cocuyo, enviaba el sol sus últimos adioses a la selva, y la selva parecía que se ensanchaba y se erguía, vigorosa y triunfante, para contestar con su misterioso lenguaje de rumores al adiós del luminoso viajero.

Julián, en pie sobre el peñasco, contempló asombrado el fulgurante espectáculo que ofrecía la Naturaleza, y envuelto en su inmenso esplendor el caserón de sus mayores, empequeñecido por la distancia; pero siempre con su aspecto patriarcal, severo, silencioso.

A la vista de la finca experimentó una nueva extraña turbación, y violenta sacudida estremeció todo su ser. Sintió como si una mano inexorable   —237→   lo arrastrase hacia ella, y asaltado de súbita sospecha, acometido de irresistible deseo, atormentado aún por el tropel de reflexiones que lo turbaban, se decidió a regresar.

Bajó aprisa y corriendo, espoleado por la impaciencia, el estrecho caminejo que en peligrosos culebreos conducía al comienzo del valle. Bajó atropellándolo todo, casi rodando: parecía que lo empujaban. En menos de media hora venció el descenso, los despeñaderos, los zarzales, donde dejaba el traje a jirones y se arañaba las manos y se rompía los pies.

En un remolino de juncos estuvo a punto de perder la escopeta. Al entrar por fin en el túnel que daba comienzo a la pradera recibió en pleno rostro las húmedas emanaciones que de su fondo surgían, y juntamente con esta caricia de frescura, cuando de allí salía, encorvándose y apartando las ramas que le hacían daño, llegó hasta él un susurro de voces.

Al principio no supo de dónde partían éstas, algo confusas y apagadas: mas púsose al punto en acecho, y merced al aire que entró en ráfagas violentas por la boca del túnel, las percibió cada vez más claras.

Entre ellas venía mezclado uno como rumor de lucha. Se acercó entonces cautelosamente, escudándose con la maleza crecida a su antojo en aquel sitio; y como aún estaba distante y no podía ver bien, dio un rodeo al matorral que   —238→   le estorbaba y adelantó otros cuantos pasos. Crujieron bajo sus pies las hojas secas, produciendo inoportuno ruido, y se detuvo. El corazón le latía con violencia, lo ahogaba, quería salírsele del pecho al escuchar mejor y con más precisión lo que cerca se hablaba.

-¡No, por Dios, aquí no!

Fue la voz de Susana, que rasgó, trémula, angustiada, el silencio de la selva.

Aquellas palabras atronaron los oídos de Julián. No esperó más. Abriose una brecha con los brazos, con las piernas, con todo el cuerpo, a través del follaje que le cerraba el paso, y se quedó helado de espanto, sin fuerzas para gritar, sin voluntad para tomar una resolución instantánea.

¡Eran ellos! Sí, ellos: Susana y Espinosa forcejeando; protestando ella, suplicando él, riéndose los dos en medio de las protestas y súplicas. Susana luchaba débilmente, y Espinosa, adivinándola, no se dio por vencido: la abrazó y la besó.

Temblando de lujuria, sus manos impacientes le tentaron el seno, buscando a tientas los botones de la chambra: ésta se abrió al fin, y brotaron por entre los encajes de la camisa los opulentos pechos de la viuda, que no supo defenderse.

En el primer momento, Julián quiso huir por donde mismo había venido; pero los pies le echaron raíces y se quedó como petrificado, rígido.   —239→   Después se tambaleó como un ebrio y se agarró a un árbol para no caer. Fue sólo un minuto. Iba a rodar al suelo como herido por un rayo. En aquel instante mismo Susana volvió la cabeza..., extendió los brazos, y un gemido desgarrador, como el gemido de una persona estrangulada, se escapó de su garganta. Espinosa se volvió a su vez rápidamente, y quedaron los dos hombres mirándose cara a cara.

En los ojos de Julián brilló un relámpago de ira, se estremeció todo su cuerpo, y palideció intensamente, con esa palidez que pone el odio en el semblante de los indios de raza.

Don Anselmo comprendió al punto que aquel muchacho era capaz de todo en aquel instante, y por un movimiento instintivo, que, desgraciadamente, no advirtió la espantada Susana, sacó del bolsillo aquel revólver compañero inseparable de su vida.

Pero mudo y resuelto, con increíble rapidez, Julián se echó la escopeta a la cara, y, sin darle tiempo al miserable, apuntó, oprimió el gatillo del arma, sonó un disparo en la inmensa selva, una explosión de humo quedó flotando entre los árboles, y cayó en tierra Espinosa: cayó de rodillas, buscando apoyo.

Por encima de él, loca, desmelenada, pasó Susana de un salto, y corrió despavorida bosque adentro.

Mientras tanto, ayudándose con las manos, en   —240→   las angustias de la muerte, el herido hizo un esfuerzo; se incorporó a medias en el musgo y disparó dos veces seguidas sobre Julián.

La fiera despertó entonces. Se tanteó el cuerpo. No había herida ni sangre; pero la sangre de sus levantiscos abuelos subió a su rostro, le invadió el alma. Se sintió salvaje como ellos. Recogió su vida entera en un solo minuto: la primera injusticia del colegio y el primer dolor de su juventud, la muerte misteriosa de su padre y la caída ignominiosa de Susana; el sacrificio de su novia y la actitud agresiva de aquel pueblo que celebraba con insolentes risotadas su deshonra -lo que él llamaba su deshonra-, y, ciego y desatentado, se lanzó sobre Espinosa blandiendo el cuchillo de monte, cuya limpia hoja relampagueó por modo siniestro en el espacio.

Un grito trágico, uno de esos gritos que erizan los cabellos y ponen miedo en el corazón de los hombres más osados, lo retuvo. Aquel grito partía del alma de Isabel que llegaba desatentada, pero magnífica y engrandecida por el dolor, tendiéndole los brazos.

Julián hizo ademán de detenerla a distancia, como si quisiera decirle con el ademán, con el gesto: «¡No, no te acerques! ¿No ves que he sido yo quien lo ha matado?»

Pero Isabel no hizo caso; continuó marchando decidida en la misma actitud trágica, sublime; y cerca ya, protegiendo con su cuerpo el cuerpo   —241→   del moribundo que se retorcía sobre la hierba ensangrentada, echó los tendidos brazos al cuello del indio colérico, y se colgó a él y le vertió en los labios toda su alma empapada en lágrimas.

Y en tanto que el último rayo del crepúsculo, filtrándose por el tupido follaje, caía sobre la limpia hoja del cuchillo, sobre el lívido rostro de Espinosa y sobre el grupo amante, dijérase que rugía de satisfacción el bosque entero; y que, como la vez primera en que Julián entró en él, hubo extraños rumores en los hondos barrancos, estremecimientos de árboles, seculares testigos de horrores no olvidados; y águilas gigantescas que, extendiendo sus alas enormes, cruzaron con poderoso vuelo por las cabeceras del torrente y fueron a cantarle en su épico idioma de graznidos al abierto espacio, la hazaña de un Hidalgo que acababa de cobrarse en sangre la injuria hecha a su tribu por el representante de aquella sociedad infatuada que le había arrojado de su seno.

FIN