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Torquemada en la hoguera; El artículo de fondo; La mula y el buey; La pluma en el viento; La conjuración de las palabras; Un tribunal literario; La princesa y el granuja; Junio

Benito Pérez Galdós

Reproduzco en este tomo, a continuación de la novela Torquemada en la hoguera, recientemente escrita, varias composiciones hace tiempo publicadas, y que no me atrevo a clasificar ahora, pues, no pudiendo en rigor de verdad llamarlas novelas, no sé qué nombre darles. Algunas podrían nombrarse cuentos, más que por su brevedad, por el sello de infancia que sus páginas llevan; otras son como ensayos narrativos o descriptivos, con un desarrollo artificioso que oculta la escasez de asunto real; en otras resulta una tendencia crítica, que hoy parece falsa, pero que sin duda respondía, aunque vagamente, a ideas o preocupaciones del tiempo en que fueron escritas, y en todas ellas el estudio de la realidad apenas se manifiesta en contados pasajes, como tentativa realizada con desconfianza y timidez.

Fue mi propósito durante mucho tiempo no sacar nuevamente a luz estas primicias, anticuadas ya y fastidiosas; pero he tenido que hacerlo al fin, cediendo al ruego de cariñosos amigos míos. Al incluirlas en el presente tomo, declaro que no está mi conciencia tranquila, y que me acuso de no haber tenido suficiente energía de carácter para seguir rechazando las sugestiones de indulgencia en favor de estas obrillas. Temo mucho que el juicio del público concuerde con el que yo tenía formado, y que mis lectores las sentencien a volver a la región del olvido, de donde imprudentemente las saco, y que las manden allá otra vez, por tránsitos de la guardia crítica. Si así resultase, a mí y a mis amigos nos estará la lección bien merecida.

Lo único que deba hacer, en descargo de mi conciencia, es marcar al pie de cada una de estas composiciones la fecha en que fueron escritas; y no porque yo quiera darlas un valor documental, a falta del literario; sino para atenuar, hasta donde conseguirlo pueda, el desaliño, trivialidad, escasez de observación e inconsistencia de ideas que en ellas han de encontrar aun los que las lean con intención más benévola.

B. P. G.

Madrid, Junio de 1880.

—1→

Torquemada en la hoguera

Voy a contar cómo fue al quemadero el inhumano que tantas vidas infelices consumió en llamas; que a unos les traspasó los hígados con un hierro candente; a otros les puso en cazuela bien mechados, y a los demás los achicharró por partes, a fuego lento, con rebuscada y metódica saña. Voy a contar cómo vino el fiero sayón a ser víctima; cómo los odios que provocó se le volvieron lástima, y las nubes de maldiciones arrojaron sobre él lluvia de piedad; caso patético, caso muy ejemplar, señores, digno de contarse para enseñanza de todos, aviso de condenados y escarmiento de inquisidores.

Mis amigos conocen ya, por lo que de él se me antojó referirles, a D. Francisco Torquemada, a quien algunos historiadores inéditos —2→ de estos tiempos llaman Torquemada el Peor. ¡Ay de mis buenos lectores si conocen al implacable fogonero de vidas y haciendas por tratos de otra clase, no tan sin malicia, no tan desinteresados como estas inocentes relaciones entre narrador y lector! Porque si han tenido algo que ver con él en cosa de más cuenta; si le han ido a pedir socorro en las pataletas de la agonía pecuniaria, más les valiera encomendarse a Dios y dejarse morir. Es Torquemada el habilitado de aquel infierno en que fenecen desnudos y fritos los deudores; hombres de más necesidades que posibles; empleados con más hijos que sueldo; otros ávidos de la nómina tras larga cesantía; militares trasladados de residencia, con familión y suegra por añadidura; personajes de flaco espíritu, poseedores de un buen destino, pero con la carcoma de una mujercita que da tés y empeña el verbo para comprar las pastas; viudas lloronas que cobran el Montepío civil o militar y se ven en mil apuros; sujetos diversos que no aciertan a resolver el problema aritmético en que se funda la existencia social, y otros muy perdidos, muy faltones, muy destornillados de cabeza o rasos de moral, tramposos y embusteros.

—3→

Pues todos estos, el bueno y el malo, el desgraciado y el pillo, cada uno por su arte propio, pero siempre con su sangre y sus huesos, le amasaron al sucio de Torquemada una fortunita que ya la quisieran muchos que se dan lustre en Madrid, muy estirados de guantes, estrenando ropa en todas las estaciones y preguntando como quien no pregunta nada: «Diga usted, ¿a cómo han quedado hoy los fondos?»

El año de la Revolución, compró Torquemada una casa de corredor en la calle de San Blas, con vuelta a la de la Leche; finca bien aprovechada, con veinticuatro habitacioncitas, que daban, descontando insolvencias inevitables, reparaciones, contribución, etc., una renta de mil trescientos reales al mes, equivalente a un siete o siete y medio por ciento del capital. Todos los domingos se personaba en ella mi D. Francisco para hacer la cobranza, los recibos en una mano, en otra el bastón con puño de asta de ciervo, y los pobres inquilinos que tenían la desgracia de no poder ser puntuales andaban desde el sábado por la tarde con el estómago descompuesto, porque la adusta cara, el carácter férreo del propietario, no concordaban con la idea que tenemos del día de fiesta, —4→ del día del Señor, todo descanso y alegría. El año de la Restauración ya había duplicado Torquemada la pella con que le cogió la gloriosa, y el radical cambio político proporcionole bonitos préstamos y anticipos. Situación nueva, nómina fresca, pagas saneadas, negocio limpio. Los gobernadores flamantes que tenían que hacerse ropa, los funcionarios diversos que salían de la obscuridad famélicos le hicieron un buen agosto. Toda la época de los conservadores fue regularcita, como que éstos le daban juego con las esplendideces propias de la dominación, y los liberales también, con sus ansias y necesidades no satisfechos. Al entrar en el Gobierno, en 1881, los que tanto tiempo estuvieron sin catarlo, otra vez Torquemada en alza: préstamos de lo fino, adelantos de lo gordo, y vamos viviendo. Total, que ya le estaba echando el ojo a otra casa, no de corredor, sino de buena vecindad, casi nueva, bien acondicionada para inquilinos modestos, y que si no rentaba más que un tres y medio a todo tirar, en cambio su administración y cobranza no darían las jaquecas de la cansada finca dominguera.

Todo iba como una seda para aquella feroz hormiga, cuando de súbito le afligió el —5→ cielo con tremenda desgracia: se murió su mujer. Perdónenme mis lectores si les doy la noticia sin la preparación conveniente, pues sé que apreciaban a doña Silvia, como la apreciábamos todos los que tuvimos el honor de tratarla y conocíamos sus excelentes prendas y circunstancias. Falleció de cólico miserere, y he de decir, en aplauso a Torquemada, que no se omitió gasto de médico y botica para salvarle la vida a la pobre señora. Esta pérdida fue un golpe cruel para D. Francisco, pues habiendo vivido el matrimonio en santa y laboriosa paz durante más de cuatro lustros, los caracteres de ambos cónyuges se habían compenetrado de un modo perfecto, llegando a ser ella otro él, y él como cifra y refundición de ambos. Doña Silvia no sólo gobernaba la casa con magistral economía, sino que asesoraba a su pariente en los negocios difíciles, auxiliándole con sus luces y su experiencia para el préstamo. Ella defendiendo el céntimo en casa para que no se fuera a la calle, y él barriendo para adentro a fin de traer todo lo que pasara, formaron un matrimonio sin desperdicio, pareja que podría servir de modelo a cuantas hormigas hay debajo de la tierra y encima de ella.

—6→

Estuvo Torquemada el Peor, los primeros días de su viudez sin saber lo que le pasaba, dudando que pudiera sobrevivir a su cara mitad. Púsose más amarillo de lo que comúnmente estaba, y le salieron algunas canas en el pelo y en la perilla. Pero el tiempo cumplió, como suele cumplir siempre, endulzando lo amargo, limando con insensible diente las asperezas de la vida, y aunque el recuerdo de su esposa no se extinguió en el alma del usurero, el dolor hubo de calmarse; los días fueron perdiendo lentamente su fúnebre tristeza; despejose el sol del alma, iluminando de nuevo las variadas combinaciones numéricas que en ella había, los negocios distrajeron al aburrido negociante, y a los dos años, Torquemada parecía consolado; pero, entiéndase bien y repítase en honor suyo, sin malditas ganas de volver a casarse.

Dos hijos le quedaron: Rufinita, cuyo nombre no es nuevo para mis amigos, y Valentinito, que ahora sale por primera vez. Entre la edad de uno y otro hallamos diez años de diferencia, pues a mi doña Silvia se le malograron más o menos prematuramente todas las crías intermedios, quedándole sólo la primera y la última. En la —7→ época en que cae lo que voy a referir, Rufinita había cumplido los veintidós, y Valentín andaba al ras de los doce. Y para que se vea la buena estrella de aquel animal de D. Francisco, sus dos hijos eran, cada cual por su estilo, verdaderas joyas o como bendiciones de Dios que llovían sobre él para consolarle en su soledad. Rufina había sacado todas las capacidades domésticas de su madre, y gobernaba el hogar casi tan bien como ella. Claro que no tenía el alto tino de los negocios, ni la consumada trastienda, ni el golpe de vista, ni otras aptitudes entre molares y olfativas de aquella insigne matrona; pero en formalidad, en modesta compostura y buen parecer, ninguna chica de su edad le echaba el pie adelante. No era presumida, ni tampoco descuidada en su persona; no se la podía tachar de desenvuelta, ni tampoco de huraña. Coqueterías, jamás en ella se conocieron. Un solo novio tuvo desde la edad en que apunta el querer hasta los días en que la presento, el cual, después de mucho rondar y suspiretear, mostrando por mil medios la rectitud de sus fines, fue admitido en la casa en los últimos tiempos de doña Silvia, y siguió después, con asentimiento del papá, en la —8→ misma honrada y amorosa costumbre. Era un chico de medicina, chico en toda la extensión de la palabra, pues levantaba del suelo lo menos que puede levantar un hombre; estudiosillo, inocente, bonísimo y manchego por más señas. Desde el cuarto año empezaron aquellas castas relaciones, y en los días de este relato, concluida ya la carrera y lanzado Quevedito (que así se llamaba) a la práctica de la facultad, tocaban ya a casarse. Satisfecho el Peor de la elección de la niña, alababa su discreción, su desprecio de vanas apariencias para atender sólo a lo sólido y práctico.

Pues digo, si de Rufina volvemos los ojos al tierno vástago de Torquemada, encontraremos mejor explicación de la vanidad que le infundía su prole, porque (lo digo sinceramente) no he conocido criatura más mona que aquel Valentín, ni preciosidad tan extraordinaria como la suya. ¡Cosa tan rara! No obstante el parecido con su antipático papá, era el chiquillo guapísimo, con tal expresión de inteligencia en aquella cara, que se quedaba uno embobado mirándole; con tales encantos en su persona y carácter, y rasgos de conducta tan superiores a su edad, que verle, hablarle y quererle —9→ vivamente era todo uno. ¡Y qué hechicera gravedad la suya, no incompatible con la inquietud propia de la infancia! ¡Qué gracia mezclada de no sé qué aplomo inexplicable a sus años! ¡Qué rayo divino en sus ojos algunas veces, y otras qué misteriosa y dulce tristeza! Espigadillo de cuerpo, tenía las piernas delgadas, pero de buena forma; la cabeza, más grande de lo regular, con alguna deformidad en el cráneo. En cuanto a su aptitud para el estudio llamémosla verdadero prodigio, asombro de la escuela y orgullo y gala de los maestros. De esto hablaré más adelante. Sólo he de afirmar ahora que el Peor no merecía tal joya, ¡qué había de merecerla!, y que si fuese hombre capaz de alabar a Dios por los bienes con que le agraciaba, motivos tenía el muy tuno para estarse, como Moisés, tantísimas horas con los brazos levantados al cielo. No los levantaba, porque sabía que del cielo no había de caerle ninguna breve de las que a él le gustaban.

Vamos a otra cosa. Torquemada no era de esos usureros que se pasan la vida multiplicando —10→ caudales por el gustazo platónico de poseerlos, que viven sórdidamente para no gastarlos, y al morirse quisieran, o bien llevárselos consigo a la tierra, o esconderlos donde alma viviente no los pueda encontrar. No; D. Francisco habría sido así en otra época; pero no pudo eximirse de la influencia de esta segunda mitad del siglo XIX, que casi ha hecho una religión de las materialidades decorosas de la existencia. Aquellos avaros de antiguo cuño, que afanaban riquezas y vivían como mendigos y se morían como perros en un camastro lleno de pulgas y de billetes de Banco metidos entre la paja, eran los místicos o metafísicos de la usura; su egoísmo se sutilizaba en la idea pura del negocio; adoraban la santísima, la inefable cantidad, sacrificando a ella su material existencia, las necesidades del cuerpo y de la vida, como el místico lo pospone todo a la absorbente idea de salvarse. Viviendo el Peor en una época que arranca de la desamortización, sufrió, sin comprenderlo, la metamorfosis que ha desnaturalizado la usura metafísica, convirtiéndolo en positivista, y si bien es cierto, como lo acredita la Historia, que desde el 51 al 68, su verdadera época de aprendizaje, andaba muy mal trajeado —11→ y con afectación de pobreza, la cara y las manos sin lavar, rascándose a cada instante en brazos y piernas, cual si llevase miseria; el sombrero con grasa, la capa deshilachada; si bien consta también en las crónicas de la vecindad que en su casa se comía de vigilia casi todo el año y que la señora salía a sus negocios con una toquilla agujereada y unas botas viejas de su marido, no es menos cierto que alrededor del 70 la casa estaba ya en otro pie; que mi doña Silvia se ponía muy maja en ciertos días; que don Francisco se mudaba de camisa más de una vez por quincena; que en la comida había menos carnero que vaca y los domingos se añadía al cocido un despojito de gallina; que aquello de judías a todo pasto y algunos días pan seco y salchicha cruda fue pasando a la historia; que el estofado de contra apareció en determinadas fechas por las noches, y también pescados, sobre todo en tiempo de blandura, que iban baratos; que se iniciaron en aquella mesa las chuletas de ternera y la cabeza de cerdo, salada en casa por el propio Torquemada, el cual era un famoso salador, que, en suma y para no cansar, la familia toda empezaba a tratarse como Dios manda.

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Pues en los últimos años de doña Silvia, la transformación acentuose más. Por aquella época cató la familia los colchones de muelles; Torquemada empezó a usar chistera de cincuenta reales; disfrutaba dos capas, una muy buena, con embozos colorados; los hijos iban bien apañaditos; Rufina tenía un lavabo de los de mírame y no me toques, con jofaina y jarro de cristal azul, que no se usaba nunca por no estropearlo; doña Silvia se engalanó con un abrigo de pieles que parecían de conejo, y dejaba bizca a toda la calle de Tudescos y callejón del Perro cuando salía con la visita guarnecida de abalorio; en fin, que pasito a paso y a codazo limpio, se habían ido metiendo en la clase media, en nuestra bonachona clase media, toda necesidades y pretensiones, y que crece tanto, tanto, ¡ay dolor!, que nos estamos quedando sin pueblo.

Pues, señor: revienta doña Silvia, y empuñadas por Rufina las riendas del gobierno de la casa, la metamorfosis se marca mucho más. A reinados nuevos, principios nuevos. Comparando lo pequeño con lo grande y lo privado con lo público, diré que aquello se me parecía a la entrada de los liberales, con su poquito de sentido revolucionario en lo —13→ que hacen y dicen. Torquemada representaba la idea conservadora; pero transigía, ¡pues no había de transigir!, doblegándose a la lógica de los tiempos. Apechugó con la camisa limpia cada media semana; con el abandono de la capa número dos para de día, relegándola al servicio nocturno; con el destierro absoluto del bongo número tres, que no podía ya con más sebo; aceptó, sin viva protesta, la renovación de manteles entre semana, el vino a pasto, el cordero con guisantes (en su tiempo), los pescados finos en Cuaresma y el pavo en Navidad; toleró la vajilla nueva para ciertos días; el chaquet con trencilla, que en él era un refinamiento de etiqueta, y no tuvo nada que decir de las modestas galas de Rufina y de su hermanito, ni de la alfombra del gabinete, ni de otros muchos progresos que se fueron metiendo en casa a modo de contrabando.

Y vio muy pronto D. Francisco que aquellas novedades eran buenas y que su hija tenía mucho talento, porque... vamos, parecía cosa del otro jueves... echábase mi hombre a la calle y se sentía, con la buena ropa, más persona que antes; hasta le salían mejores negocios, más amigos útiles y explotables. —14→ Pisaba más fuerte, tosía más recio, hablaba más alto y atrevíase a levantar el gallo en la tertulia del café, notándose con bríos para sustentar una opinión cualquiera, cuando antes, por efecto, sin duda, del mal pelaje y de su rutinaria afectación de pobreza, siempre era de la opinión de los demás. Poco a poco llegó a advertir en sí los alientos propios de su capacidad social y financiera; se tocaba, y el sonido le advertía que era propietario y rentista. Pero la vanidad no le cegó nunca. Hombre de composición homogénea, compacta y dura, no podía incurrir en la tontería de estirar el pie más del largo de la sábana. En su carácter había algo resistente a las mudanzas de formas impuestas por la época, y así como no varió nunca su manera de hablar, tampoco ciertas ideas y prácticas del oficio se modificaron. Prevaleció el amaneramiento de decir siempre que los tiempos eran muy malos, pero muy malos; el lamentarse de la desproporción entre sus míseras ganancias y su mucho trabajar; subsistió aquella melosidad de dicción y aquella costumbre de preguntar por la familia siempre que saludaba a alguien, y el decir que no andaba bien de salud, haciendo un mohín de hastío de la vida. Tenía —15→ ya la perilla amarillenta, el bigote más negro que blanco, ambos adornos de la cara tan recortaditos, que antes parecían pegados que nacidos allí. Fuera de la ropa, mejorada en calidad, si no en la manera de llevarla era el mismo que conocimos en casa de doña Lupe la de los pavos; en su cara la propia confusión extraña de lo militar y lo eclesiástico, el color bilioso, los ojos negros y algo soñadores, el gesto y los modales expresando lo mismo afeminación que hipocresía, la calva más despoblada y más limpia, y todo él craso, resbaladizo y repulsivo, muy pronto siempre cuando se le saludaba a dar la mano, por cierto bastante sudada.

De la precoz inteligencia de Valentinito estaba tan orgulloso, que no cabía en su pellejo. A medida que el chico avanzaba en sus estudios, don Francisco sentía crecer el amor paterno, hasta llegar a la ciega pasión. En honor del tacaño, debe decirse que, si se conceptuaba reproducido físicamente en aquel pedazo de su propia naturaleza, sentía la superioridad del hijo, y por esto se congratulaba más de haberle dado el ser. Porque Valentinito era el prodigio de los prodigios, un girón excelso de la divinidad caído en la tierra. Y Torquemada, pensando —16→ en el porvenir, en lo que su hijo había de ser, si viviera, no se conceptuaba digno de haberlo engendrado, y sentía ante él la ingénita cortedad de lo que es materia frente a lo que es espíritu.

En lo que digo que las inauditas dotes intelectuales de aquella criatura no se crea que hay la más mínima exageración. Afirmo con toda ingenuidad que el chico era de lo más estupendo que se puede ver, y que se presentó en el campo de la enseñanza como esos extraordinarios ingenios que nacen de tarde en tarde destinados a abrir nuevos caminos a la humanidad. A más de la inteligencia, que en edad temprana despuntaba en él como aurora de un día espléndido, poseía todos los encantos de la infancia, dulzura, gracejo y amabilidad. El chiquillo, en suma, enamoraba, y no es de extrañar que D. Francisco y su hija estuvieran loquitos con él. Pasados los primeros años, no fue preciso castigarle nunca, ni aun siquiera reprenderle. Aprendió a leer por arte milagroso, en pocos días, como si lo trajera sabido ya del claustro materno. A los cinco años sabía muchas cosas que otros chicos aprenden difícilmente a los doce. Un día me hablaron de él dos profesores amigos míos que tienen —17→ colegio de primera y segunda enseñanza, lleváronme a verle y me quedé asombrado. Jamás vi precocidad semejante ni un apuntar de inteligencia tan maravilloso. Porque si algunas respuestas las endilgó de tarabilla, demostrando el vigor y riqueza de su memoria, en el tono con que decía otras se echaba de ver cómo comprendía y apreciaba el sentido.

La gramática la sabía de carretilla; pero la Geografía la dominaba como un hombre. Fuera del terreno escolar, pasmaba ver la seguridad de sus respuestas y observaciones, sin asomos de arrogancia pueril. Tímido y discreto, no parecía comprender que hubiese mérito en las habilidades que lucía, y se asombraba de que se las ponderasen y aplaudiesen tanto. Contáronme que en su casa daba muy poco que hacer. Estudiaba las lecciones con tal rapidez y facilidad, que le sobraba tiempo para sus juegos, siempre muy sosos e inocentes. No le hablaran a él de bajar a la calle para enredar con los chiquillos de la vecindad. Sus travesuras eran pacíficas, y consistieron, hasta los cinco años, en llenar de monigotes y letras el papel de las habitaciones o arrancarle algún cacho; en echar desde el balcón a la calle una cuerda —18→ muy larga, con la tapa de una cafetera, arriándola hasta tocar el sombrero de un transeúnte y recogiéndola después a toda prisa. A obediente y humilde no le ganaba ningún niño, y por tener todas las perfecciones, hasta maltrataba la ropa lo menos que maltratarse puede.

Pero sus inauditas facultades no se habían mostrado todavía; iniciáronse cuando estudió la Aritmética, y se revelaron más adelante en la segunda enseñanza. Ya desde sus primeros años, al recibir las nociones elementales de la ciencia de la cantidad, sumaba y restaba de memoria decenas altas y aun centenas. Calculaba con tino infalible, y su padre mismo, que era un águila para hacer en el filo de la imaginación cuentas por la regla de interés, le consultaba no pocas veces. Comenzar Valentín el estudio de las matemáticas de instituto y revelar de golpe toda la grandeza de su numen aritmético fue todo uno. No aprendía las cosas, las sabía ya, y el libro no hacía más que despertarle las ideas, abrírselas, digámoslo así, como si fueran capullos que al calor primaveral se despliegan en flores. Para él no había nada difícil ni problema que le causara miedo. Un día fue el profesor a su padre —19→ y le dijo: «Ese niño es cosa inexplicable, Sr. Torquemada: o tiene el diablo en el cuerpo o es el pedazo de divinidad más hermoso que ha caído en la tierra. Dentro de poco no tendré nada que enseñarle. Es Newton resucitado, Sr. D. Francisco; una organización excepcional para las matemáticas, un genio que sin duda se trae fórmulas nuevas debajo del brazo para ensanchar el campo de la ciencia. Acuérdese usted de lo que digo: cuando este chico sea hombre asombrará y trastornará el mundo.

Cómo se quedó Torquemada al oír esto se comprenderá fácilmente. Abrazó al profesor, y la satisfacción le rebosaba por ojos y boca en forma de lágrimas y babas. Desde aquel día, el hombre no cabía en sí: trataba a su hijo no ya con amor, sino con cierto respeto supersticioso. Cuidaba de él como de un ser sobrenatural, puesto en sus manos por especial privilegio. Vigilaba sus comidas, asustándose mucho si no mostraba apetito; al verle estudiando recorría las ventanas para que no entrase aire, se enteraba de la temperatura exterior antes de dejarle salir para determinar si debía ponerse bufanda o el carric1 gordo, o las botas de agua; cuando dormía, andaba de puntillas; le llevaba —20→ a paseo los domingos o al teatro; y si el angelito hubiese mostrado afición a juguetes extraños y costosos, Torquemada, vencida su sordidez, se los hubiera comprado. Pero el fenómeno aquel no mostraba afición sino a los libros: leía rápidamente y como por magia, enterándose de cada página en un abrir y cerrar de ojos. Su papá le compró una obra de viajes con mucha estampa de ciudades europeas y de comarcas salvajes. La seriedad del chico pasmaba a todos los amigos de la casa, y no faltó quien dijera de él que parecía un viejo. En cosas de malicia era de una pureza excepcional; no aprendía ningún dicho ni acto feo de los que saben a su edad los retoños desvergonzados de la presente generación. Su inocencia y celestial donosura casi nos permitían conocer a los ángeles como si los hubiéramos tratado, y su reflexión rayaba en lo maravilloso. Otros niños, cuando les preguntan lo que quieren ser, responden que obispos o generales si despuntan por la vanidad; los que pican por la destreza corporal dicen que cocheros, atletas o payasos de circo; los inclinados a la imitación, actores, pintores... Valentinito, al oír la pregunta, alzaba los hombros y no respondía nada. Cuando más decía —21→ «No sé»; y al decirlo clavaba en su interlocutor una mirada luminosa y penetrante, vago destello del sinfín de ideas que tenía en aquel cerebrazo, y que en su día habían de iluminar toda la tierra.

Mas el Peor, aun reconociendo que no había carrera a la altura de su milagroso niño, pensaba dedicarlo a ingeniero, porque la abogacía es cosa de charlatanes. Ingeniero; pero ¿de qué? ¿civil o militar? Pronto notó que a Valentín no le entusiasmaba la tropa, y que, contra la ley general de las aficiones infantiles, veía con indiferencia los uniformes. Pues ingeniero de Caminos. Por dictamen del profesor del colegio, fue puesto Valentín antes de concluir los años de bachillerato en manos de un profesor de estudios preparatorios para carreras especiales, el cual, luego que tanteó su colosal inteligencia, quedose atónito, y un día salió asustado, con las manos en la cabeza, y corriendo en busca de otros maestros de matemáticas superiores, les dijo: «voy a presentarles a ustedes el monstruo de la edad presente»; y le presentó y se maravillaron, pues fue el chico a la pizarra, y como quien garabatea por enredar y gastar tiza, resolvió problemas dificilísimos. Luego hizo de —22→ memoria diferentes cálculos y operaciones, que aun para los más peritos no son coser y cantar. Uno de aquellos maestrazos, queriendo apurarle, le echó el cálculo de radicales numéricos, y como si le hubieran echado almendras. Lo mismo era para él la raíz enésima que para otros dar un par de brincos. Los tíos aquellos, tan sabios, se miraron absortos, declarando no haber visto caso ni remotamente parecido.

Era en verdad interesante aquel cuadro y digno de figurar en los anales de la ciencia: cuatro varones de más de cincuenta años, calvos y medio ciegos de tanto estudiar, maestros de maestros, congregábanse delante de aquel mocoso, que tenía que hacer sus cálculos en la parte baja del encerado, y la admiración los tenía mudos y perplejos, pues ya le podían echar dificultades al angelito, que se las bebía como agua. Otro de los examinadores propuso las homologías, creyendo que Valentín estaba raso de ellas, y cuando vieron que no, los tales no pudieron contener su entusiasmo: uno le llamó el Anticristo; otro le cogió en brazos y se lo puso a la pela, y todos se disputaban sobre quién se le llevaría, ansiosos de completar la educación del primer matemático —23→ del siglo. Valentín los miraba sin orgullo ni cortedad, inocente y dueño de sí, como Cristo niño entre los doctores.

Basta de matemáticas, digo yo ahora, pues me urge apuntar que Torquemada vivía en la misma casa de la calle de Tudescos donde le conocimos cuando fue a verle la de Bringas para pedirle no recuerdo qué favor, allá por el 68; y tengo prisa por presentar a cierto sujeto que conozco hace tiempo y que hasta ahora nunca menté para nada: un D. José Bailón, que iba todas las noches a la casa de nuestro D. Francisco a jugar con él la partida de damas o de mus, y cuya intervención en mi cuento es necesaria ya para que se desarrolle con lógica. Este Sr. Bailón es un clérigo que ahorcó los hábitos el 69, en Málaga, echándose a revolucionario y a librecultista con tan furibundo ardor, que ya no pudo volver al rebaño, ni aunque quisiera le habían de admitir. Lo primero que hizo el condenado fue dejarse crecer las barbas, despotricarse en los clubs, escribir tremendas catilinarias —24→ contra los de su oficio, y, por fin, operando verbo et gladio, se lanzó a las barricadas con un trabuco naranjero que tenía la boca lo mismo que una trompeta. Vencido y dado a los demonios, le catequizaron los protestantes, ajustándole para predicar y dar lecciones en la capilla, lo que él hacía de malísima gana y sólo por el arrastrado garbanzo. A Madrid vino cuando aquella gentil pareja, don Horacio y doña Malvina, puso su establecimiento evangélico en Chamberí. Por un regular estipendio, Bailón los ayudaba en los oficios, echando unos sermones agridulces, estrafalarios y fastidiosos. Pero al año de estos tratos, yo no sé lo que pasó... ello fue cosa de algún atrevimiento apostólico de Bailón con las neófitas; lo cierto es que doña Malvina, que era persona muy mirada, le dijo en mal español cuatro frescas; intervino D. Horacio, denostando también a su coadjutor, y entonces Bailón, que era hombre de muchísima sal para tales casos, sacó una navaja tamaña como hoy y mañana, y se dejó decir que si no se quitaban de delante les echaba fuera el mondongo. Fue tal el pánico de los pobres ingleses, que echaron a correr pegando gritos y no pararon hasta el tejado. Resumen: que tuvo que abandonar Bailón aquel acomodo, y después —25→ de rodar por ahí dando sablazos, fue a parar a la redacción de un periódico muy atrevidillo; como que su misión era echar chinitas de fuego a toda autoridad, a los curas, a los obispos y al mismo Papa. Esto ocurría el 73, y de aquella época datan los opúsculos políticos de actualidad que publicó el clerizonte en el folletín, y de los cuales hizo tiraditas aparte; bobadas escritas en estilo bíblico y que tuvieron, aunque parezca mentira, sus días de éxito. Como que se vendían bien y sacaron a su endiablado autor de más de un apuro.

Pero todo aquello pasó; la fiebre revolucionaria, los folletos de Bailón tuvieron que esconderse, afeitándose para disfrazarse y poder huir al extranjero. A los dos años asomó por aquí otra vez, de bigotes larguísimos, aumentados con parte de la barba, como los que gastaba Víctor Manuel, y por si traía o no traía chismes y mensajes de los emigrados, metiéronle mano y le tuvieron en el Saladero tres meses. Al año siguiente, sobreseída la causa, vivía el hombre en Chamberí, y según la cháchara del barrio, muy a lo bíblico, amancebado con una viuda rica que tenía rebaño de cabras, y además un establecimiento de burras de leche. Cuento todo —26→ esto como me lo contaron, reconociendo que en esta parte de la historia patriarcal de Bailón hay gran obscuridad. Lo público y notorio es que la viuda aquella cascó, y que Bailón apareció al poco tiempo con dinero. El establecimiento y las burras y cabras le pertenecían. Arrendolo todo; se fue a vivir al centro de Madrid, dedicándose a inglés, y no necesito decir más para que se comprenda de dónde vinieron su conocimiento y tratos con Torquemada; porque bien se ve que éste fue su maestro, le inició en los misterios del oficio, y le manejó parte de sus capitales como había manejado los de Doña Lupe, la Magnífica, más conocida por la de los pavos.

Eran D. José Bailón un animalote de gran alzada, atlético, de formas robustas y muy recalcado de facciones, verdadero y vivo estudio anatómico por su riqueza muscular. Últimamente había dado otra vez en afeitarse; pero no tenía cara de cura, ni de fraile, ni de torero. Era más bien un Dante echado a perder. Dice un amigo mío que por sus pecados ha tenido que vérselas con Bailón, que éste es el vivo retrato de la sibila de Cumas, pintada por Miguel Ángel, con las demás señoras sibilas y los profetas, en el —27→ maravilloso techo de la Capilla Sixtina. Parece, en efecto, una vieja de raza titánica que lleva en su ceño todas las iras celestiales. El perfil de Bailón y el brazo y pierna, como troncos añosos; el forzudo tórax y las posturas que sabía tomar, alzando una pataza y enarcando el brazo, le asemejaban a esos figurones que andan por los techos de las catedrales, despatarrados sobre una nube. Lástima que no fuera moda que anduviéramos en cueros para que luciese en toda su gallardía académica este ángel de cornisa. En la época en que lo presento ahora pasaba de los cincuenta años.

Torquemada le estimaba mucho, porque, en sus relaciones de negocios, Bailón hacía gala de gran formalidad y aun de delicadeza. Y como el clérigo renegado tenía una historia tan variadita y dramática, y sabía contarla con mucho aquél, adornándola con mentiras, D. Francisco se embelesaba oyéndole, y en todas las cuestiones de un orden elevado le tenía por oráculo. D. José era de los que con cuatro ideas y pocas más palabras se las componen para aparentar que saben lo que ignoran y deslumbrar a los ignorantes sin malicia. El más deslumbrado era D. Francisco, y además el único mortal —28→ que leía los folletos babilónicos a los diez años de publicarse; literatura envejecida casi al nacer, y cuyo fugaz éxito no comprendemos sino recordando que la democracia sentimental, a estilo de Jeremías, tuvo también sus quince.

Escribía Bailón aquellas necedades en parrafitos cortos, y a veces rompía con una cosa muy santa, verbigracia: «Gloria a Dios en las alturas y paz, etc.», para salir luego por este registro:

«Los tiempos se acercan, tiempos de redención, en que el Hijo del Hombre será dueño de la tierra.

»El Verbo depositó hace dieciocho siglos la semilla divina. En noche tenebrosa fructificó. He aquí las flores.

»¿Cómo se llaman? Los derechos del pueblo».

Y a lo mejor, cuando el lector estaba más descuidado, le soltaba ésta:

«He aquí al tirano. ¡Maldito sea!

»Aplicad el oído y decidme de dónde viene ese rumor vago, confuso, extraño.

»Posad la mano en la tierra decidme por qué se ha estremecido.

»Es el Hijo del Hombre que avanza, decidido a recobrar su primogenitura.

—29→

»¿Por qué palidece la faz del tirano? ¡Ah! El tirano ve que sus horas están contadas...».

Otras veces empezaba diciendo aquello de: «Joven soldado, ¿adónde vas?» Y por fin, después de mucho marear, quedábase el lector sin saber a dónde iba el soldadito, como no fueran todos, autor y público, a Leganés.

Todo esto le parecía de perlas a D. Francisco, hombre de escasa lectura. Algunas tardes se iban a pasear juntos los dos tacaños, charla que te charla; y si en negocios era Torquemada la sibila, en otra clase de conocimientos no había más sibila que el señor de Bailón. En política, sobre todo, el ex-clérigo se las echaba de muy entendido, principiando por decir que ya no le daba la gana de conspirar; como que tenía la olla asegurada y no quería exponer su pelleja para hacer el caldo gordo a cuatro silbantes. Luego pintaba a todos los políticos, desde el más alto al más obscuro, como un atajo de pilletes, y les sacaba la cuenta al céntimo de cuanto habían rapiñado... Platicaba mucho también de reformas urbanas, y como Bailón había estado en París y Londres, podía comparar. La higiene pública les preocupaba a entrambos: el clérigo le echaba la culpa de todo a los miasmas, y —30→ formulaba unas teorías biológicas que eran lo que había que oír. De astronomía y música también se le alcanzaba algo; no era lego en botánica, ni en veterinaria, ni en el arte de escoger melones. Pero en nada lucía tanto su enciclopédico saber como en cosas de religión. Sus meditaciones y estudios le habían permitido sondear el grande y temerario problema de nuestro destino total. «¿A dónde vamos a parar cuando nos morimos? Pues volvemos a nacer: esto es claro como el agua. Yo me acuerdo -decía mirando fijamente a su amigo y turbándole con el tono solemne que daba a sus palabras-, yo me acuerdo de haber vivido antes de ahora. He tenido en mi mocedad un recuerdo vago de aquella vida, y ahora, a fuerza de meditar, puedo verla clara. Yo fui sacerdote en Egipto, ¿se entera usted?, allá por los años de qué sé yo cuántos... Sí, señor, sacerdote en Egipto. Me parece que me estoy viendo con una sotana o vestimenta de color de azafrán, y unas al modo de orejeras que me caían por los lados de la cara. Me quemaron vivo, porque... verá usted... había en aquella iglesia, digo templo, una sacerdotisita que me gustaba... de lo más barbián, ¿se entera usted?... ¡y con unos ojos... así, y un golpe de —31→ caderas, Sr. D. Francisco...! En fin, que aquello se enredó y la diosa Isis y el buey Apis lo llevaron muy a mal. Alborotose todo aquel cleriguicio, y nos quemaron vivos a la chavala y a mí... Lo que le cuento es verdad, como ése es sol. Fíjese usted bien, amigo, revuelva en su memoria; rebusque bien en el sótano y en los desvanes de su ser, y encontrará la certeza de que también usted ha vivido en tiempos lejanos. Su niño de usted, ese prodigio, debe de haber sido antes el propio Newton o Galileo o Euclides. Y por lo que hace a otras cosas, mis ideas son bien claras. Infierno y cielo no existen: papas simbólicas y nada más. Infierno y cielo están aquí. Aquí pagamos tarde o temprano todas las que hemos hecho; aquí recibimos, si no hoy, mañana, nuestro premio, si lo merecemos, y quien dice mañana, dice el siglo que viene... Dios, ¡oh!, la idea de Dios tiene mucho busilis... y para comprenderla hay que devanarse los sesos, como me los he devanado yo, dale que dale sobre los libros, y meditando luego. Pues Dios... (poniendo unos ojazos muy reventones y haciendo con ambas manos el gesto expresivo de abarcar un grande espacio) es la Humanidad, la Humanidad, ¿se entera usted?, lo —32→ cual no quiere decir que deje de ser personal... ¿Qué cosa es personal? Fíjese bien. Personal es lo que es uno. Y el gran Conjunto, amigo D. Francisco, el gran Conjunto... es uno, porque no hay más, y tiene los atributos de un ser infinitamente infinito. Nosotros en montón, componemos la Humanidad, somos los átomos que forman el gran todo; somos parte mínima de Dios, parte minúscula, y nos renovamos como en nuestro cuerpo se renuevan los átomos de la cochina materia... ¿se va usted enterando?...

Torquemada no se iba enterando ni poco ni mucho; pero el otro se metía en un laberinto del cual no salía sino callándose. Lo único que D. Francisco sacaba de toda aquella monserga era que Dios es la Humanidad, y que la Humanidad es la que nos hace pagar nuestras picardías o nos premia por nuestras buenas obras. Lo demás no lo entendía así le ahorcaran. El sentimiento católico de Torquemada no había sido nunca muy vivo. Cierto que en tiempos de doña Silvia iban los dos a misa, por rutina; pero nada más. Pues después de viudo, las pocas ideas del Catecismo que el Peor conservaba en su mente, como papeles o apuntes inútiles, las barajó con todo aquel fárrago de la —33→ Humanidad-Dios, haciendo un lío de mil demonios.

A decir verdad, ninguna de estas teorías ocupaba largo tiempo el magín del tacaño, siempre atento a la baja realidad de sus negocios. Pero llegó un día, mejor dicho, una noche, en que tales ideas hubieron de posesionarse de su mente con cierta tenacidad, por lo que ahorita mismo voy a referir. Entraba mi hombre en su casa al caer de una tarde del mes de febrero, evacuadas mil diligencias con diverso éxito, discurriendo los pasos que daría al día siguiente, cuando su hija, que le abrió la puerta, le dijo estas palabras: «No te asustes papá, no es nada... Valentín ha venido malo de la escuela».

Las desazones del monstruo ponían a D. Francisco en gran sobresalto. La que se le anunciaba podía ser insignificante, como otras. No obstante, en la voz de Rufina había cierto temblor, una veladura, un timbre extraño, que dejaron a Torquemada frío y suspenso.

«Yo creo que no es cosa mayor -prosiguió la señorita-. Parece que le dio un vahído. El maestro fue quien lo trajo en brazos.

—34→

El Peor seguía clavado en el recibimiento, sin acertar a decir nada ni a dar un paso.

«Le acosté en seguida, y mandé un recado a Quevedo para que viniera a escape».

Don Francisco, saliendo de su estupor, como si le hubiesen dado un latigazo, corrió al cuarto del chico, a quien vio en el lecho con tanto abrigo encima, que parecía sofocado. Tenía la cara encendida, los ojos dormilones. Su quietud más era de modorra dolorosa que de sueño tranquilo. El padre aplicó su mano a las sienes del inocente monstruo, que abrasaban.

-Pero ese trasto de Quevedillo... Así reventara... No sé en qué piensa... Mira, mejor será llamar otro médico que sepa más.

Su hija procuraba tranquilizarle; pero él se resistía al consuelo. Aquel hijo no era un hijo cualquiera, y no podía enfermar sin que alterara el orden del universo. No probó el afligido padre la comida; no hacía más que dar vueltas por la casa, esperando al maldito médico, y sin cesar iba de su cuarto al del niño, y de aquí al comedor, donde se le presentaba ante los ojos, oprimiéndole el corazón, el encerado en que Valentín trazaba con tiza sus problemas —35→ matemáticos. Aún subsistía lo pintado por la mañana: garabatos que Torquemada no entendió, pero que casi le hicieron llorar como una música triste: el signo de raíz, letras por arriba y por abajo, y en otra parte una red de líneas, formando como una estrella de muchos picos con numeritos en las puntas.

Por fin, alabado sea Dios, llegó el dichoso Quevedito, y D. Francisco le echó la correspondiente chillería, pues ya le trataba como a yerno. Visto y examinado el niño, no puso el médico muy buena cara. A Torquemada se le podía ahogar con un cabello cuando el doctorcillo, arrimándole contra la pared y poniéndole ambas manos en los hombros, le dijo: «No me gusta nada esto; pero hay que esperar a mañana, a ver si brota alguna erupción. La fiebre es bastante alta. Ya le he dicho a usted que tuviera mucho cuidado con este fenómeno del chico. ¡Tanto estudiar, tanto saber, un desarrollo cerebral disparatado! Lo que hay que hacer con Valentín es ponerle un cencerro al pescuezo, soltarle en el campo en medio de un ganado y no traerle a Madrid hasta que esté bien bruto».

Torquemada odiaba el campo y no podía —36→ comprender que en él hubiese nada bueno. Pero hizo propósito, si el niño se curaba, de llevarle a una dehesa a que bebiera leche a pasto y respirase aires puros. Los aires puros, bien lo decía Bailón, eran cosa muy buena. ¡Ah! Los malditos miasmas tenían la culpa de lo que estaba pasando. Tanta rabia sintió D. Francisco, que si coge un miasma en aquel momento lo parte por el eje. Fue la sibila aquella noche a pasar un rato con su amigo, y mira por dónde se repitió la matraca de la Humanidad, pareciéndole a Torquemada el clérigo más enigmático y latero que nunca, sus brazos más largos, su cara más dura y temerosa. Al quedarse solo, el usurero no se acostó. Puesto que Rufina y Quevedo se quedaban a velar, él también velaría. Contigua a la alcoba del padre estaba la de los hijos, y en ésta, el lecho de Valentín, que pasó la noche inquietísimo, sofocado, echando lumbre de su piel, los ojos atónitos y chispeantes, el habla insegura, las ideas desenhebradas, como cuentas de un rosario cuyo hilo se rompe.

—37→

El día siguiente fue todo sobresalto y amargura. Quevedo opinó que la enfermedad era inflamación de las meninges, y que el chico estaba en peligro de muerte. Esto no se lo dijo al padre, sino a Bailón, para que le fuese preparando. Torquemada y él se encerraron, y de la conferencia resultó que por poco se pegan, pues D. Francisco, trastornado por el dolor, llamó a su amigo embustero y farsante. El desasosiego, la inquietud nerviosa, el desvarío del tacaño sin ventura, no se pueden describir. Tuvo que salir a varias diligencias de su penoso oficio, y a cada instante tornaba a casa jadeante, con medio palmo de lengua fuera, el hongo echado hacia atrás. Entraba, daba un vistazo, vuelta a salir. El mismo traía las medicinas, y en la botica contaba toda la historia: «Un vahído estando en clase; después calentura horrible... ¿Para qué sirven los médicos?» Por consejo del mismo Quevedito mandó venir a uno de los más eminentes, el cual calificó el caso de meningitis aguda.

La noche del segundo día, Torquemada, rendido de cansancio, se embutió en uno de —38→ los sillones de la sala, y allí se estuvo como media horita, dando vueltas a una pícara idea, ¡ay!, dura y con muchas esquinas, que se le había metido en el cerebro. «He faltado a la Humanidad, y esa muy tal y cual me las cobra ahora con los réditos atrasados... No: pues si Dios, o quienquiera que sea, me lleva mi hijo, ¡me voy a volver más malo, más perro...! Ya verán entonces lo que es canela fina. Pues no faltaba otra cosa... Conmigo no juegan... Pero no, ¡qué disparates digo! No me le quitará, porque yo... Eso que dicen de que no he hecho bien a nadie es mentira. Que me lo prueben... porque no basta decirlo. ¿Y los tantísimos a quien he sacado de apuros?... Pues ¿y eso? Porque si a la Humanidad le han ido con cuentos de mí: que si aprieto, que si no aprieto... yo probaré... Ea, que ya me voy cargando; si no he hecho ningún bien, ahora lo haré; ahora, pues por algo se ha dicho que nunca para el bien es tarde. Vamos a ver: ¿y si yo me pusiera ahora a rezar, qué dirían allá arriba? Bailón me parece a mí que está equivocado, y la Humanidad no debe de ser Dios, sino la Virgen... Claro, es hembra, señora... No, no, no... no nos fijemos en el materialismo de la palabra. La Humanidad es Dios, la Virgen —39→ y todos los santos juntos... Tente, hombre, tente, que te vuelves loco... Tan sólo saco en limpio que no habiendo buenas obras, todo es, como si dijéramos, basura... ¡Ay Dios, qué pena, qué pena...! Si me pones bueno a mi hijo, yo no sé qué cosas haría; pero ¡qué cosas tan magníficas y tan...! ¿Pero quién es el sinvergüenza que dice que no tengo apuntada ninguna buena obra? Es que me quieren perder, me quieren quitar a mi hijo, al que ha nacido para enseñar a todos los sabios y dejarlos tamañitos. Y me tienen envidia, porque soy su padre, porque de estos huesos y de esta sangre salió aquella gloria del mundo... Envidia; pero ¡qué envidiosa es esta puerca Humanidad! Digo, la Humanidad no, porque es Dios... los hombres, los prójimos, nosotros, que somos todos muy pillos, y por eso nos pasa lo que nos pasa... Bien merecido nos está... bien merecido nos está.»

Acordose entonces de que al día siguiente era domingo y no había extendido los recibos para cobrar los alquileres de su casa. Después de dedicar a esta operación una media hora descansó algunos ratos, estirándose en el sofá de la sala. Por la mañana, entre nueve y diez, fue a la cobranza —40→ dominguera. Con el no comer y el mal dormir y la acerbísima pena que le destrozaba el alma estaba el hombre mismamente del color de una aceituna. Su andar era vacilante, y sus miradas vagaban inciertas, perdidas, tan pronto barriendo el suelo como disparándose a las alturas. Cuando el remendón que en el sucio portal tenía su taller vio entrar al casero y reparó en su cara descompuesta y en aquel andar de beodo, asustose tanto, que se le cayó el martillo con que clavaba las tachuelas. La presencia de Torquemada en el patio, que todos los domingos era una desagradabilísima aparición, produjo aquel día verdadero pánico; y mientras algunas mujeres corrieron a refugiarse en sus respectivos aposentos, otras, que debían de ser malas pagadoras y que observaron la cara que traía la fiera, se fueron a la calle. La cobranza empezó por los cuartos bajos y pagaron sin chistar el albañil y las dos pitilleras, deseando que se les quitase de delante la aborrecida estampa de don Francisco. Algo desusado y anormal notaron en él, pues tomaba el dinero maquinalmente y sin examinarlo con roñosa nimiedad, como otras veces, cual si tuviera el pensamiento a cien leguas del acto importantísimo —41→ que estaba realizando; no se le oían aquellos refunfuños de perro mordelón, ni inspeccionó las habitaciones buscando el baldosín roto o el pedazo de revoco caído para echar los tiempos a la inquilina.

Al llegar al cuarto de la Rumalda, planchadora, viuda, con su madre enferma en un camastro y tres niños menores que andaban en el patio enseñando las carnes por los agujeros de la ropa, Torquemada soltó el gruñido de ordenanza, y la pobre mujer, con afligida y trémula voz, cual si tuviera que confesar ante el juez un negro delito, soltó la frase de reglamento: «D. Francisco, por hoy no se puede. Otro día cumpliré». No puedo dar idea del estupor de aquella mujer y de las dos vecinas que presentes estaban cuando vieron que el tacaño no escupió por aquella boca ninguna maldición ni herejía, cuando le oyeron decir con la voz más empañada y llorosa del mundo: «No, hija; si no te digo nada... si no te apuro... si no se me ha pasado por la cabeza reñirte... ¡Qué le hemos de hacer si no puedes!...

-Don Francisco, es que... -murmuró la otra, creyendo que la fiera se expresaba con sarcasmo, y que tras el sarcasmo vendría la mordida.

—42→

-No, hija, si no he chistado... ¿Cómo se han de decir las cosas? Es que a ustedes no hay quien las apee de que soy un hombre, como quien dice, tirano... ¿De dónde sacáis que no hay en mí compasión, ni... ni caridad? En vez de agradecerme lo que hago por vosotras, me calumniáis... No, no; entendámonos. Tú, Rumalda, estate tranquila: sé que tienes necesidades, que los tiempos están malos, hijas, ¿qué hemos de hacer sino ayudamos los unos a los otros?

Siguió adelante, y en el principal dio con una inquilina muy mal pagadora, pero de muchísimo corazón para afrontar a la fiera, y así que le vio llegar, juzgando por el cariz que venía más enfurruñado que nunca, salió al encuentro de su aspereza con estas arrogantes expresiones:

«Oiga usted, a mí no me venga con apreturas. Ya sabe que no lo hay. Ése está sin trabajo. ¿Quiere que salga a un camino? ¿No ve la casa sin muebles, como un hospital prestao? ¿De dónde quiere que lo saque?...Maldita sea su alma...

-¿Y quién te dice a ti, grandísima tal, deslenguada y bocona, que yo vengo a sofocarte? A ver si hay alguna tarasca de éstas —43→ que sostenga que yo no tengo humanidad. Atrévase a decírmelo...

Enarboló el garrote, símbolo de su autoridad y de su mal genio, y en el corrillo que se había formado sólo se veían bocas abiertas y miradas de estupefacción.

«Pues a ti y a todas les digo que no me importa un rábano que no me paguéis hoy. ¡Vaya! ¿Cómo lo he de decir para que lo entiendan?... ¡Conque estando tu marido sin trabajar te iba yo a poner el dogal al cuello!...Yo sé que me pagarás cuando puedas, ¿verdad? Porque lo que es intención de pagar, tú la tienes. Pues entonces, ¿a qué tanto enfurruñarse?... ¡Tontas, malas cabezas! (esforzándose en producir una sonrisa). ¡Vosotras creyéndome a mí más duro que las peñas y yo dejándooslo creer, porque me convenía, porque me convenía, claro, pues Dios manda que no echemos facha con nuestra humanidad! Vaya, que sois todas unos grandísimos peines... Abur, tú, no te sofoques. Y no creas que hago esto para que me eches bendiciones. Pero conste que no te ahogo, y para que veas lo bueno que soy...

Se detuvo y meditó un momento, llevándose la mano al bolsillo y mirando al suelo.

—44→

«Nada, nada... Quédate con Dios.

Y a otra. Cobró en las tres puertas siguientes sin ninguna dificultad. «Don Francisco, que me ponga usted piedra nueva en la hornilla, que aquí no se puede guisar...». En otras circunstancias, esta reclamación habría sido el principio de una chillería tremenda; verbigracia: «Pon el traspontín en la hornilla, sinvergüenza, y arma el fuego encima». -«Miren el tío manguitillas; así se le vuelvan veneno los cuartos». Pero aquel día todo era paz y concordia, y Torquemada concedía cuanto le demandaban.

-¡Ay, D. Francisco! -le dijo otra en el número 11- tenga los jeringados cincuenta reales. Para poderlos juntar no hemos comido más que dos cuartos de gallineja y otros dos de hígado con pan seco... Pero por no verle el carácter de esa cara y no oírle, me mantendría yo con puntas de París.

-Pues mira, eso es un insulto, una injusticia, porque si las he sofocado otras veces, no ha sido por el materialismo del dinero, sino porque me gusta ver cumplir a la gente... para que no se diga... Debe haber dignidad en todos... ¡A fe que tienes buena idea de mí!... ¿Iba yo a consentir que tus —45→ hijos, estos borregos de Dios, tuviesen hambre?... Deja, déjate el dinero... O mejor, para que no lo tomes a desaire, partámoslo y quédate con veinticinco reales... Ya me los darás otro día... ¡Bribonazas, cuando debíais confesar que soy para vosotras como un padre, me tacháis de inhumano y de qué sé yo qué! No, yo les aseguro a todas que respeto a la Humanidad, que la considero, que la estimo, que ahora y siempre haré todo el bien que pueda y un poquito más... ¡Hala!

Asombro, confusión. Tras él iba el parlero grupo chismorreando así: «A ese condenado le ha pasado algún desavío... D. Francisco no está bueno de la cafetera. Mirad qué cara de patíbulo se ha traído. ¡Don Francisco con humanidad! Ahí tenéis por qué está saliendo todas las noches en el cielo esa estrella con rabo. Es que el mundo se va a acabar.

En el número 16:

-Pero, hija de mi alma, so tunanta, ¿tenías a tu niña mala y no me habías dicho nada? ¿Pues para qué estoy yo en el mundo? Francamente, esto es un agravio que no te perdono, no te lo perdono. Eres una indecente; y en prueba de que no tienes ni —46→ pizca de sentido, ¿apostamos a que no adivinas lo que voy a hacer? ¿Cuánto va a que no lo adivinas?... Pues voy a darte para que pongas un puchero... ¡ea! Toma, y di ahora que yo no tengo humanidad. Pero sois tan mal agradecidas, que me pondréis como chupa de dómine, y hasta puede que me echéis alguna maldición. Abur.

En el cuarto de la señá Casiana, una vecina se aventuró a decirle: «Don Francisco, a nosotras no nos la da usted... A usted le pasa algo. ¿Qué demonios tiene en esa cabeza o en ese corazón de cal y canto?»

Dejose el afligido casero caer en una silla, y quitándose el hongo se paso la mano por la amarilla frente y la calva sebosa, diciendo tan sólo entre suspiros: «¡No es de cal y canto, puñales, no es de cal y canto!

Como observasen que sus ojos se humedecían, y que, mirando al suelo y apoyando con ambas manos en el bastón, cargaba sobre éste todo el peso del cuerpo, meciéndose, le instaron para que se desahogara; pero él no debió creerlas dignas de ser confidentes de su inmensa, desgarradora pena. Tomando el dinero, dijo con voz cavernosa: «Si no lo tuvieras, Casiana, lo mismo sería. Repito que yo no ahogo al pobre... como que —47→ yo también soy pobre... Quien dijese -levantándose con zozobra y enfado- que soy inhumano, miente más que la Gaceta. Yo soy humano; yo compadezco a los desgraciados; yo les ayudo en lo que puedo, porque así nos lo manda la Humanidad; y bien sabéis todas que como faltéis a la Humanidad, lo pagaréis tarde o temprano, y que si sois buenas, tendréis vuestra recompensa. Yo juro por esa imagen de la Virgen de las Angustias con el Hijo muerto en los brazos -señalando una lámina-, yo os juro que si no os he parecido caritativo y bueno, no quiere esto decir que no lo sea, ¡puñales!, y que si son menester pruebas, pruebas se darán. Dale, que no lo creen... pues váyanse todas con doscientos mil pares de demonios, que a mí, con ser bueno me basta... No necesito que nadie me dé bombo... Piojosas, para nada quiero vuestras gratitudes... Me paso por las narices vuestras bendiciones.

Dicho esto salió de estampía. Todas le miraban por la escalera abajo, y por el patio adelante, y por el portal afuera, haciendo unos gestos tales que parecía el mismo demonio persignándose.

—48→

Corrió hacia su casa, y contra su costumbre (pues era hombre que comúnmente prefería despernarse a gastar una peseta), tomó un coche para llegar más pronto. El corazón dio en decirle que encontraría buenas noticias, el enfermo aliviado, la cara de Rufina sonriente al abrir la puerta; y en su impaciencia loca, parecíale que el carruaje no se movía, que el caballo cojeaba y que el cochero no sacudía bastantes palos al pobre animal... «Arrea, hombre. ¡Maldito jaco! Leña con él -le gritaba-. Mira que tengo mucha prisa».

Llegó, por fin; y al subir jadeante la escalera de su casa razonaba sus esperanzas de esta manera: «No salgan ahora diciendo que es por mis maldades, pues de todo hay...». ¡Qué desengaño al ver la cara de Rufina tan triste, y al oír aquel lo mismo, papá, que sonó en sus oídos como fúnebre campanada! Acercose de puntillas al enfermo y le examinó. Como el pobre niño se hallara en aquel momento amodorrado, pudo D. Francisco observarle con relativa calma, pues cuando deliraba y quería echarse del lecho, revolviendo —49→ en torno los espantados ojos, el padre no tenía valor para presenciar tan doloroso espectáculo y huía de la alcoba trémulo y despavorido. Era hombre que carecía de valor para afrontar penas de tal magnitud, sin duda por causa de su deficiencia moral; se sentía medroso, consternado, y como responsable de tanta desventura y dolor tan grande. Seguro de la esmeradísima asistencia de Rufina, ninguna falta hacía el afligido padre junto al lecho de Valentín: al contrario, más bien era estorbo, pues si le asistiera, de fijo, en su turbación, equivocaría las medicinas, dándole a beber algo que acelerara su muerte. Lo que hacía era vigilar sin descanso, acercarse a menudo a la puerta de la alcoba, y ver lo que ocurría, oír la voz del niño delirando o quejándose; pero si los ayes eran muy lastimeros y el delirar muy fuerte, lo que sentía Torquemada era un deseo instintivo de echar a correr y ocultarse con su dolor en el último rincón del mundo.

Aquella tarde le acompañaron un rato Bailón, el carnicero de abajo, el sastre del principal y el fotógrafo de arriba, esforzándose todos en consolarle con las frases de reglamento; mas no acertando Torquemada —50→ a sostener la conversación sobre tema tan triste, les daba las gracias con desatenta sequedad. Todo se le volvía suspirar con bramidos, pasearse a trancos, beber buches de agua y dar algún puñetazo en la pared. ¡Tremendo caso aquél! ¡Cuántas esperanzas desvanecidas!... ¡Aquella flor del mundo segada y marchita! Esto era para volverse loco. Más natural sería el desquiciamiento universal que la muerte del portentoso niño que había venido a la tierra para iluminarla con el fanal de su talento... ¡Bonitas cosas hacía Dios, la Humanidad, o quien quiera que fuese el muy tal y cual que inventó el mundo y nos puso en él! Porque si habían de llevarse a Valentín, ¿para qué le trajeron acá, dándole a él, al buen Torquemada, el privilegio de engendrar tamaño prodigio? ¡Bonito negocio hacía la Providencia, la Humanidad o el arrastrado Conjunto, como decía Bailón! ¡Llevarse al niño aquel, lumbrera de la ciencia, y dejar acá todos los tontos! ¿Tenía esto sentido común? ¿No había motivo para rebelarse contra los de arriba, ponerles como ropa de pascua y mandarlos a paseo?... Si Valentín se moría, ¿qué quedaba en el mundo? Obscuridad, ignorancia. Y para el padre, ¡qué golpe! ¡Porque figurémonos —51→ todos lo que sería D. Francisco cuando su hijo, ya hombre, empezase a figurar, a confundir a todos los sabios, a volver patas arriba la ciencia toda!... Torquemada sería en tal caso la segunda persona de la Humanidad; y sólo por la gloria de haber engendrado al gran matemático sería cosa de plantarle en un trono. ¡Vaya un ingeniero que sería Valentín si viviese! Como que había de haber unos ferrocarriles que irían de aquí a Pekín en cinco minutos, y globos para navegar por los aires y barcos para andar por debajito del agua, y otras cosas nunca vistas ni siquiera soñadas. ¡Y el planeta se iba a perder estas gangas por una estúpida sentencia de los que dan y quitan la vida!... Nada, nada, envidia, pura envidia. Allá arriba, en las invisibles cavidades de los altos cielos, alguien se había propuesto fastidiar a Torquemada. Pero... pero... ¿y si no fuese envidia, sino castigo? ¿Si se había dispuesto así para anonadar al tacaño cruel, al casero tiránico, al prestamista sin entrañas? ¡Ah! Cuando esta idea entraba en turno, Torquemada sentía impulsos de correr hacía la pared más próxima y estrellarse contra ella. Pronto reaccionaba y volvía en sí. No, no podía ser castigo, porque él no —52→ era malo, y si lo fue, ya se enmendaría. Era envidia, tirria y malquerencia que le tenían, por ser autor de tan soberana eminencia. Querían truncarle su porvenir y arrebatarle aquella alegría y fortuna inmensa de sus últimos años... Porque su hijo, si viviese, había de ganar muchísimo dinero, pero muchísimo, y de aquí la celestial intriga. Pero él (lo pensaba lealmente) renunciaría a las ganancias pecuniarias del hijo, con tal que le dejaran la gloria, ¡la gloria!, pues para negocios le bastaba con los suyos propios... El último paroxismo de su exaltada mente fue renunciar a todo el materialismo de la ciencia del niño, con tal que le dejasen la gloria.

Cuando se quedó solo con él, Bailón le dijo que era preciso tuviese filosofía; y como Torquemada no entendiese bien el significado y aplicación de tal palabra, explanó la sibila su idea en esta forma: «Conviene resignarse, considerando nuestra pequeñez ante estas grandes evoluciones de la materia... pues, o sustancia vital. Somos átomos, amigo D. Francisco; nada más que unos tontos de átomos. Respetemos las disposiciones del grandísimo Todo a que pertenecemos, y vengan penas. Para eso está la filosofía, —53→ o, si se quiere, religión: para hacer pecho a la adversidad. Pues si no fuera así, no podríamos vivir». Todo lo aceptaba Torquemada menos resignarse. No tenía en su alma la fuente de donde tal consuelo pudiera salir, y ni siquiera lo comprendía. Como el otro, después de haber comido bien, insistiera en aquellas ideas, a D. Francisco se le pasaron ganas de darle un par de trompadas, destruyendo en un punto el perfil más enérgico que dibujara Miguel Ángel. Pero no hizo más que mirarle con ojos terroríficos, y el otro se asustó y puso punto en sus teologías.

A prima noche, Quevedito y el otro médico hablaron a Torquemada en términos desconsoladores. Tenían poca o ninguna esperanza, aunque no se atrevían a decir en absoluto que la habían perdido, y dejaban abierta la puerta a las reparaciones de la Naturaleza y a la misericordia de Dios. Noche horrible fue aquélla. El pobre Valentín se abrasaba en invisible fuego. Su cara encendida y seca, sus ojos iluminados por esplendor siniestro, su inquietud ansiosa, sus bruscos saltos en el lecho, cual si quisiera huir de algo que le asustaba, eran espectáculo tristísimo que oprimía el corazón. Cuando —54→ D. Francisco, transido de dolor, se acercaba a la abertura de las entornadas batientes de la puerta y echaba hacia dentro una mirada tímida, creía escuchar, con la respiración premiosa del niño, algo como el chirrido de su carne tostándose en el fuego de la calentura. Puso atención a las expresiones incoherentes del delirio, y le oyó decir: «Equis elevado al cuadrado menos uno partido por dos, más cinco equis menos dos, partido por cuatro, igual equis por equis más dos, partido por doce... Papá, papá, la característica del logaritmo de un entero tiene tantas unidades menos una como...». Ningún tormento de la Inquisición iguala al que sufría Torquemada oyendo estas cosas. Eran las pavesas del asombroso entendimiento de su hijo revolando sobre las llamas en que éste se consumía. Huyó de allí por no oír la dulce vocecita, y estuvo más de media hora echado en el sofá de la sala, agarrándose con ambas manos la cabeza como si se le quisiese escapar. De improviso se levantó, sacudido por una idea; fue al escritorio, donde tenía el dinero; sacó un cartucho de monedas que debían de ser calderilla, y vaciándoselo en el bolsillo del pantalón, púsose capa y sombrero, cogió el llavín, y a la calle.

—55→

Salió como si fuera en persecución de un deudor. Después de mucho andar, parábase en una esquina, miraba con azoramiento a una parte y otra, y vuelta a correr calle adelante, con paso de inglés tras de su víctima. Al compás de la marcha, sonaba en la pierna derecha el retintín de las monedas... Grandes eran su impaciencia y desazón por no encontrar aquella noche lo que otras le salía tan a menudo al paso, molestándole y aburriéndole. Por fin... gracias a Dios... acercósele un pobre. «Toma, hombre, toma: ¿dónde diablos os metéis esta noche? Cuando no hacéis falta salís como moscas, y cuando se os busca para socorreros, nada...». Apareció luego uno de esos mendigos decentes que piden, sombrero en mano, con lacrimosa cortesía. «Señor, un pobre cesante. -Tenga; tenga más. Aquí estamos los hombres caritativos para acudir a las miserias... Dígame: ¿no me pidió usted noches pasadas? Pues sepa que no le di porque iba muy de prisa. Y la otra noche, y la otra, tampoco le di porque no llevaba suelto: lo que es voluntad la tuve, bien que la tuve». Claro es que el cesante pordiosero se quedaba viendo visiones, y no sabía cómo expresar su gratitud. Más allá salió de un callejón la fantasma. —56→ Era una mujer que pide en la parte baja de la calle de la Salud, vestida de negro, con un velo espesísimo que le tapa la cara. «Tome, tome, señora... Y que me digan ahora que yo jamás he dado una limosna. ¿Le parece a usted qué calumnia? Vaya, que ya habrá usted reunido bastantes cuartos esta noche. Como que hay quien dice que pidiendo así y con ese velo por la cara, ha reunido usted un capitalito. Retírese ya, que hace mucho frío... y ruegue a Dios por mí». En la calle del Carmen, en la de Preciados y Puerta del Sol a todos los chiquillos que salían dio su perro por barba. «¡Eh!, niño, ¿tú pides o qué haces ahí como un bobo? Esto se lo dijo a un chicuelo que estaba arrimado a la pared, con las manos a la espalda, descalzos los pies, el pescuezo envuelto en una bufanda. El muchacho alargó la mano aterida. «Toma... Pues qué, ¿no te decía el corazón que yo había de venir a socorrerte? ¿Tienes frío y hambre? Toma más, y lárgate a tu casa, si la tienes. Aquí estoy yo para sacarte de un apuro; digo, para partir contigo un pedazo de pan, porque yo también soy pobre y más desgraciado que tú, ¿sabes?, porque el frío, el hambre, se soportan; pero, ¡ay!, otras cosas...». Apretó el paso —57→ sin reparar en la cara burlona de su favorecido, y siguió dando, dando, hasta que le quedaron pocas piezas en el bolsillo. Corriendo hacia su casa, en retirada, miraba al cielo, cosa en él muy contraria a la costumbre, pues si alguna vez lo miró para enterarse del tiempo, jamás, hasta aquella noche, lo había contemplado. ¡Cuantísima estrella! Y qué claras y resplandecientes, cada una en su sitio, hermosas y graves millones de millones de miradas que no aciertan a ver nuestra pequeñez. Lo que más suspendía el ánimo del tacaño era la idea de que todo aquel cielo estuviese indiferente a su gran dolor, o más bien ignorante de él. Por lo demás, como bonitas, ¡vaya si eran bonitas las estrellas! Las había chicas, medianas y grandes; algo así como pesetas, medios duros y duros. Al insigne prestamista le pasó por la cabeza lo siguiente: «Como se ponga bueno, me ha de ajustar esta cuenta: si acuñáramos todas las estrellas del cielo, ¿cuánto producirían al 5 por 100 de interés compuesto en los siglos que van desde que todo eso existe?»

Entró en su casa cerca de la una, sintiendo algún alivio en las congojas de su alma; se adormeció vestido, y a la mañana —58→ del día siguiente la fiebre de Valentín había remitido bastante. ¿Habría esperanzas? Los médicos no las daban sino muy vagas, y subordinado su fallo al recargo de la tarde. El usurero, excitadísimo, se abrazó a tan débil esperanza como el náufrago se agarra a. la flotante astilla. Viviría, ¡pues no había de vivir!

-Papá -le dijo Rufina llorando-, pídeselo a la Virgen del Carmen, y déjate de humanidades.

-¿Crees tú?... Por mí no ha de quedar. Pero te advierto que no haciendo buenas obras no hay que fiarse de la Virgen. Y acciones cristianas habrá, cueste lo que cueste: yo te lo aseguro. En las obras de misericordia está todo el intríngulis. Yo vestiré desnudos, visitaré enfermos, consolaré tristes... Bien sabe Dios que ésa es mi voluntad, bien lo sabe... No salgamos después con la peripecia de que no lo sabía... Digo, como saberlo, lo sabe... Falta que quiera.

Vino por la noche el recargo, muy fuerte. Los calomelanos y revulsivos no daban resultado alguno. Tenía el pobre niño las piernas abrasadas a sinapismos, y la cabeza hecha una lástima con las embrocaciones para obtener la erupción artificial. Cuando —59→ Rufina le cortó el pelito por la tarde, con objeto de despejar el cráneo, Torquemada oía los tijeretazos como si se los dieran a él en el corazón. Fue preciso comprar más hielo para ponérselo en vejigas en la cabeza y después hubo que traer el yodoformo; recados que el Peor desempeñaba con ardiente actividad, saliendo y entrando cada poco tiempo. De vuelta a casa, ya anochecido, encontró, al doblar la esquina de la calle de Hita, un anciano mendigo y haraposo, con pantalones de soldado, la cabeza al aire, un andrajo de chaqueta por los hombros, y mostrando el pecho desnudo. Cara más venerable no se podía encontrar sino en las estampas del Año Cristiano. Tenía la barba erizada y la frente llena de arrugas, como San Pedro; el cráneo terso y dos rizados mechones blancos en las sienes. «Señor, señor -decía con el temblor de un frío intenso-, mire cómo estoy, míreme». Torquemada pasó de largo, y se detuvo a poca distancia; volvió hacia atrás, estuvo un rato vacilando, y al fin siguió su camino. En el cerebro le fulguró esta idea: «Si conforme traigo la capa nueva, trajera la vieja...».

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