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ArribaAbajoTercera parte


ArribaAbajo- I -

Con revulsivos enérgicos pudieron conseguir que de nuevo anduviera la desvencijada máquina fisiológica del gran tacaño de Madrid; pero aún pasó toda la noche y parte del otro día antes de que recobrara la memoria y el conocimiento de su situación. Hallose, pues, a la tarde siguiente, en relativa mejoría, y así se consignó en las listas, que rápidamente se cubrieron de centenares de firmas ilustres en la política y en la banca. No fue necesaria la indicación del médico de cabecera para traer al doctor Miquis, pues el mismo paciente pidió que viniera, al recobrar el sentido y la palabra. Ordenó el célebre doctor un plan expectante, y un régimen de exploración, por no tener aún seguridad del mal que había de combatir. La diátesis era obscura, y los síntomas no acusaban con claridad el carácter morboso de la profunda alteración orgánica. En sus conversaciones reservadas con   —226→   Quevedito, Miquis habló algo de enteroptose, algo de cáncer de píloro; pero nada podía afirmarse aún, como no fuera la gravedad, y casi la inutilidad final de los esfuerzos de la ciencia.

En su resurrección, que así puede llamarse, salió el pobre D. Francisco por el registro patético y de la ternura, que tan bien armonizaba con su debilidad física y con el desmayo de sus facultades. Dio en la flor de pedir perdón a todo quisque, de emocionarse por la menor cosa, y de expresar vehementes afectos a cuantas personas se acercaban a su lecho para consolarle. Con Rufinita era un almíbar: le apretaba la mano, llamándola su ángel, su esperanza, su gloria. Con Cruz estaba a partir un piñón, y no cesaba de elogiar su talento y dotes de gobernar, y a Gamborena y Donoso los llamó columnas de la casa, amigos incomparables, de los que son nones en el mundo.

Al través de todas estas manifestaciones sentimentales, advertíase en el ánimo del enfermo un miedo intensísimo. Su amor propio quería disimularlo; pero lo delataban el suspirar hondo y frecuente, la profunda atención a todo cuchicheo que en la alcoba sonase, la expresión de alarma en sus ojos al verse interrogado. Gustaba extraordinariamente de que le animasen con anuncios de mejoría, y a todos   —227→   preguntaba la opinión propia y la ajena sobre su enfermedad. Una mañana, hallándose solo con el doctor Miquis, le tomó la mano, y gravemente le dijo:

«Querido D. Augusto, usted es hombre de mucha ciencia y de respetabilidad, y no ha de engañarme. Yo soy algo científico, quiero decir que, en mi natural, lo científico domina a lo poético, ya usted me entiende..., y por tanto, merezco que se me diga la verdad. ¿Es cierto que usted cree que me curaré?».

-¿Pues no he de creerlo? Sí señor, tenga confianza, sométase al régimen, y...

-¿Será cosa de...? ¿Como cuánto, mi señor don Augusto? ¿Tardará un mes en darme de alta, o tendré que esperar algo más?

-No es fácil precisarlo... Pero ello será pronto. Mucha tranquilidad, y no se preocupe de volver a los negocios.

-¿No?... -dijo el tacaño con profundo desconsuelo-. Pues si la Facultad quiere que me anime, déjeme pensar en mis negocios, y contar los días que me faltan para volver a meterme en ellos de hoz y de coz... ¡Ay, amigo mío, y sapientísimo médico, yo le suplico a usted, por lo que más quiera en el mundo, que haga un esfuerzo, y afine bien su ciencia para curarme pronto, pronto! Lea cuanto hay que leer, estudie cuanto hay que estudiar,   —228→   y no dude, el emolumento será tal que no tenga usted queja de mí. Ya sé lo que me responde: que ya lo sabe todo, y no tiene nada que aprender. ¡Ah! La ciencia es infinita: nunca se la posee completa. Se me ocurre que en el archivo de esta su casa podrá haber algún papelote antiguo, que traiga tales o cuales recetas para curar esta gaita que yo tengo, recetas que los médicos de ahora no conocen... ¡Por vida de...! ¿Quién me asegura que los antiguos no conocieron algún zumo de hierbas, unto, o cosa tal, que los modernos ignoran? Piénselo, y ya sabe que tiene el archivo a su disposición. Me costó un ojo de la cara, y es lástima que no hallemos en él mi remedio.

-¡Quién sabe! -dijo benévolamente el médico por consolarle-. Puede que entre los papeles de Nápoles y Sicilia, haya algún récipe de antiguo alquimista, o curandero nigromante.

-No se ría usted de la magia, ni de aquellos tipos que echaban la buenaventura, mirando las estrellas. La ciencia es cosa que no tiene fin..., ni principio... Y ya que habíamos de ciencia, dígame: ¿qué demonios es esto que tengo? Porque yo, pensando en ello estos días, creo... se me ha metido en la cabeza que mi mal es filfa, una indisposición ligera, y que ustedes los señores médicos creen lo mismo;   —229→   pero que por guardar la etiqueta... científica, me tienen aquí con todo este aparato escénico de cama, y régimen, y biblias. Yo me siento ahora bien, muy bien. ¿Me confiesa usted, sí o no, que no tengo nada?

-Poco a poco. Su enfermedad no será muy grave; pero tampoco es una desazón leve. Cuidándola, la venceremos.

-¿De modo que puedo confiar...? ¿Usted me asegura?... -interrogó el de San Eloy con viva ansiedad.

-Tranquilícese, y tenga confianza en mí, y en Dios, en Dios primero.

-Ya la tengo... ¿Pues qué, el Señor Dios me había de dejar en la estacada, sin dar yo motivo para ello? Como usted le ayude con los recursos de la Facultad, el Señor no tendrá inconveniente en que yo vuelva a mis ocupaciones habituales. Sí, mi querido don Augusto, hará usted un bien a la humanidad, dándome de alta. ¡Tengo un proyecto! ¡Ay, qué proyecto! Es una idea que a nadie se le ocurre más que a este cura. Usted no entiende de esto, ni yo le fastidiaré explicándoselo. Cada uno tiene su ciencia, y en la mía, doy yo quince y raya al lucero del alba. Póngame bueno, y temblará el mundo de los negocios con esa combinación que traigo entre ceja y ceja... Tal importancia tiene la cosa, que   —230→   me conformo con estar bueno el tiempo necesario para mover las fichas en el tablero, y hacer la gran jugada... Y después, no me importaría caer malo otra vez... Un paréntesis, Sr. D. Augusto, un paréntesis de salud... Pero no: sería una lástima que después de realizada la operación, reventase yo, sí, para que se quedaran riendo los que vienen detrás. Esto no es justo: confiéseme usted que esto no es justo.

Tan vivamente posesionado de su idea le vio Miquis, y tanto le alarmó el brillo de sus ojos y la inquietud de sus manos, que creyó prudente cortar la conversación. Y como para calmarle no había mejor camino que halagar sus deseos, despidiose el doctor dándole seguridades de restablecimiento. Claro: este vendría más pronto o más tarde, según que el enfermo lo acelerase con su quietud de cuerpo y espíritu, o lo retrasara con su impaciencia. Y mientras menos pensase en combinaciones financieras mejor. Tiempo había...

Ello es que el hombre quedó gozoso de la visita, y las esperanzas le daban ánimos para sobrellevar las tristezas del régimen dietético y de la encerrona entre sábanas. Hablando con Cruz, le dijo: «Ese D. Augusto es un gran hombre. Me asegura que es todo cuestión de unos días... Y bien pudieran   —231→   darme ustedes algún más alimento; que yo respondo de digerirlo velis nolis. ¡No faltaba más sino que el señor estómago volviera a las andadas! Los dolores del vientre ya no son tan agudos, y lo que es calentura no la tengo... Lo único que recomiendo a usted es que vigile a los cocineros y marmitones, porque... podría írseles la mano en el condimento, y resultar algo que me envenenara... en principio, por decirlo así. No, no digo yo que me envenenen de motu propio, como aquel pillo de Matías Vallejo, y los gansos de sus amigos, que a la fuerza me atracaron de mil porquerías... No, si ya sé que usted vigilará... Yo abrigo la convicción de que con usted no hay cuidado... En fin, arreglárselas entre todos para que yo esté bueno dentro de unos días, porque, sépalo usted, importa mucho para la familia, y casi, casi estoy por decir para la nación y para todita la humanidad, si me apuran. Que si este condenado fenómeno patológico, se agarra más, no sé a dónde irá a parar la fortunita reunida con tanto trabajo, y hasta podría suceder que mis hijos, el día de mañana, si yo continúo enclenque, no tuvieran qué comer».

Echose a reír Cruz, y olvidándose por un momento de que en aquel caso debía sobreponerse la piedad mentirosa a la verdad que, como inteligencia suprema de la familia, profesaba   —232→   siempre, le amonestó en forma autoritaria: «No piense tanto, no piense tanto en los intereses que han de quedarse por aquí; pues aunque no está en peligro de muerte, ni lo quiera Dios, su situación es de las que deben considerarse como avisos providenciales, y por tanto, hay que volver los ojos a los intereses de allá, a los eternos, aunque no sea más que para irse acostumbrando. Vamos a ver: ¿todavía le parece a usted que tiene poco dinero, o es que piensa llevárselo al otro mundo, para fundar un banco o sociedad de crédito en las regiones de la Bienaventuranza Eterna?».

-Si fundo o no fundo sociedades de crédito en la Gloria divina, eso no es cuenta de usted. Haré lo que me dé la gana, señora mía -dijo, y con gesto de chiquillo castigado se zambulló en el lecho, y se tapó el rostro con la sábana.




ArribaAbajo- II -

Por mañana o tarde, Gamborena no dejaba de visitarle un solo día, mostrándose cariñosísimo con el pobre enfermo, a quien hablaba en lenguaje de amigo más que de director espiritual. Lo que con este carácter le dijo alguna vez, fue tan delicado, y tan bien   —233→   envuelto iba en conceptos generales, o de salud, que el otro recibía la indicación sin alarmarse. Cuando D. Francisco tuvo su cabeza firme, Gamborena le entretenía, contándole casos y pasajes interesantísimos de las misiones, que el otro escuchaba con tanto deleite como si le leyeran libros de novela o de viajes. Tan de su gusto era, que más de una vez le mandó llamar antes de la hora en que acostumbraba visitarle, y le pedía un cuento, como los niños enfermitos al ama o niñera que les cuida. Y creyendo Gamborena que, aprisionada la imaginación del enfermo, fácil le sería cautivar su voluntad, referíale estupendos episodios de su poema evangélico: sus trabajos en el vicariato de Oubangui, África ecuatorial, y en pleno país de caníbales, cuando los sacerdotes, después de oficiar, se despojaban de sus vestiduras, y trabajaban como albañiles o carpinteros en la construcción de la modesta catedral de Brazzaville; la peligrosísima misión en el país de los Banziris, la tribu africana más feroz, donde algunos padres sufrieron martirio, y él pudo escapar por milagro de Dios, con ayuda de su sutil ingenio; y por último, la conmovedora odisea de los trabajos en las islas remotas del Pacífico central, el archipiélago de Fidji, donde fueron en breve tiempo fundadas setenta iglesias, y   —234→   convertidos a la fe católica diez mil canacas.

Por supuesto, el que Torquemada oyera con viva atención y profundo interés tales narraciones, no significaba que las creyese, o que por hechos reales y positivos las estimase. Pensaba más bien que todo aquello había ocurrido en otro planeta, y que Gamborena era un ser excepcional, historiador, que no inventor, de tan sublimes patrañas. Teníales por cuentos para niños grandes o para ancianos enfermos.

No se sabe cómo fue rodando la conversación al terreno en que el sacerdote deseaba encontrarse con su amigo; pero ello es que una tarde en que vio a Torquemada relativamente tranquilo, se insinuó en esta forma:

«Paréceme, señor mío, que ya no debemos aplazar por más tiempo nuestro asunto. Hace días, me dijo usted que tenía la cabeza muy débil; hoy la tiene usted fuerte, por lo que veo, y en su interés está que hablemos».

-Como usted guste -replicó Torquemada, mascullando las palabras y tomando un ligero acento infantil-. Pero si he de serle franco, no veo tanta prisa. Para mí es indudable que escapo de esta: me siento bien; espero ponerme bueno muy pronto...

-Tanto mejor. ¿Y qué, hemos de esperar   —235→   a las últimas horas para preparamos, cuando ya no haya tiempo, y llegue tarde la medicina? Vamos, señor mío, ya no aguardo más. Yo cumplo mi deber.

-¡Pero si yo no tengo pecados, diantre! -manifestó D. Francisco entre bromas y veras-. El único que tenía se lo dije la otra tarde. Que me asaltó la idea de que Cruz quería envenenarme... De un mal pensamiento nadie está libre.

-Ya... ¿Y no hay más? Busque bien, busque.

-No, no hay más. Aunque usted se enoje, Sr. Gamborena de mis pecados... de mis pecados no, porque no los tengo..., Sr. Gamborena de mis virtudes..., aunque usted se escandalice, tengo que decirle que soy un santo.

-¡Un santo!... Sea enhorabuena. A poco más, me pide que sea yo su penitente, y usted mi confesor.

-No, porque yo no soy cura... Ser santo es otra cosa... dígome santo, porque yo no hago mal a nadie.

-¿Está seguro de ello? No dejaré yo de reconocer como verdad lo que acaba de decirme si me lo demuestra. Ea, ya estoy esperando la demostración... ¿Quiere que le abra camino? Pues allá va. Usted no tiene más que un vicio, uno solo, que es la avaricia. Convénzame   —236→   de que puede ser santo un hombre avariento y codicioso en grado máximo, un hombre que no conoce más amor que el dinero, ni más afán que traer a casa todo lo que encuentra por ahí; convénzame de esto, y yo seré el primero que pida su canonización, Sr. D. Francisco.

-¡Bah, bah!... ¡cuerno!... ¿Ya sale usted con la tecla de la avaricia... y del tanto más cuanto? Palabras, palabras, palabras. Ustedes los clérigos, vulgo ministros del altar, entenderán de teologías, pero de negocios no entienden una patata. Vamos a ver: ¿qué mal hay en que yo traiga dinero a casa, si el dinero se deja traer? Y esta gran operación que proyecto, ¿por qué ha de ser pecado? ¡Pecado que yo proponga al Gobierno la conversión de la Deuda exterior en Deuda interior! A ver, amiguito: ¿dicen algo de esto el Concilio de Trento, los Santos Padres, o el que redactó la Biblia, que parece fue Moisés? ¡Demonio, si la conversión del exterior en interior es un gran bien para el país! Dígame usted, señor San Pedro, ¿qué va ganando Dios con que los cambios estén tan altos? Pues si yo consigo bajarlos, y beneficio al país y a toda la humanidad, ¿en qué peco, santísimas biblias?... Pero ya, ya sé lo que va a decirme el señor ministro del altar. Que yo no verifico esta operación   —237→   por beneficio de la humanidad, sino por provecho mío, y que lo que busco es la comisión que apandamos yo y los demás banqueros que entran en el ajo... Pero a esa objeción le contesto con una pregunta: ¿en qué tablas de la ley, o en qué misal, o en qué doctrina cristiana o mahometana se dice que el obrero no debe cobrar nada por su trabajo? ¿Es justo que yo arriesgue mis fondos, y ande por esas calles como un azacán, de ministerio en ministerio, sin percibir un tanto correspondiente a la cuantía de la operación? Y dígame: hacer un bien al Estado, ¿no es también caridad? ¿Qué es el Estado más que un prójimo grande? Y si se admite que a mí me gusta que hagan por mí lo que yo hago por el Estado, ¿no tenemos aquí claro y patente lo de al prójimo como a ti mismo?

-¡Santo, santo, santo... hosanna!... -exclamó Gamborena riendo, pues ¿qué habría de hacer el padrito sino tomarlo a risa?-. Vamos, que la enfermedad le ha hecho a usted gracioso. Confieso que me ha entretenido su explicación. Pero, mire usted, no he acabado de convencerme, y me temo mucho que con tales conversiones de deudas, y tanto sacrificio por el Estado y los cambios y la humanidad, vaya a parar mi D. Francisco a los profundos infiernos, donde acabarán de ajustarle las cuentas   —238→   de comisión los tenedores de libros de Satanás, que allí están encargados de esas y otras liquidaciones. ¡El infierno, sí! Hay que decirlo en seco, aunque usted se me asuste. Allí caen de cabeza los que en vida no supieron ni quisieron hacer otra cosa que acumular riquezas, los que no practicaron ninguna de las obras de misericordia, los que no tuvieron compasión de la miseria, ni consolaron a ningún afligido. ¡El infierno, sí señor! No espere usted de mí más que la verdad desnuda, y con todo el rigor de la doctrina. Las ofensas hechas a Dios, que es el bien eterno, son las penas eternas que se han de pagar.

-Bah... ya viene usted de malas -dijo Torquemada con fingido humor de bromas, y completamente acobardado-. ¿Y qué?, ¿no tengo más remedio que creer en la existencia de ese centro todo lleno de lumbre, y en los diablos, y en que todo ello debe durar eternidades?

-Pues claro que tiene que creerlo.

-Corriente... Se creerá, si es obligación. ¿De modo que ni siquiera puedo ponerlo en tela de juicio... sino creer a raja tabla, quiero decir... creerlo con los ojos cerrados? (El misionero afirmaba con la cabeza.) Bueno: pues a creer tocan. Quedamos en que hay Infierno; pero en que yo no voy a él.

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-No irá, siempre que lo procure por los medios que le propongo, y que son lo más elemental de la doctrina que profeso y quiero inculcarle.

-Pues inculque cuanto crea necesario, que aquí me tiene dispuesto a todo -dijo D. Francisco con una conformidad, que al misionero le pareció de bonísimo augurio-. ¿Qué tengo que hacer para salvarme? Explíquese pronto, y con la claridad que debe emplearse en los negocios. Yo, como buen cristiano que soy, quiero y necesito la salvación. Hasta por mi decoro debo solicitarla. ¡No está bien que digan...! Pues a salvarnos, Sr. Gamborena: ahora dígame qué tengo que hacer, o qué tengo que dar para obtener ese resultado.




ArribaAbajo- III -

-«¡Qué tengo que hacer..., qué tengo que dar!» -repitió Gamborena frunciendo el ceño-. Siempre ha de tratar usted este asunto, como si fuera una operación mercantil. ¡Cuánto más le valdría olvidar sus hábitos y hasta su lenguaje de negociante! Lo que tiene usted que hacer, señor mío, es purificar su alma de toda esa lepra de la codicia, ser bueno y humano, mirar más a las innumerables desdichas que le rodean para remediarlas, y persuadirse   —240→   de que no es justo que uno solo posea lo que a tantos falta.

-Total, que hay muchos, muchísimos pobres. Yo también he sido pobre. Si ahora soy rico, a mí mismo me lo debo. Yo no he fracturado cajas de nadie, ni he salido a un camino, con trabuco... Y otra cosa: todos esos pobres que pululan por ahí, yo no los he hecho. ¿Pero no dicen ustedes que es muy bonito ser pobre? Dejarlos, dejarlos, y no nos metamos a quitarles su divina miseria. Lo cual no es óbice para que yo, en mi testamento, mande repartir socorros, aunque, la verdad, nunca me ha gustado dar pábulo a la holgazanería. Pero algo dejaré para ayuda de un hospital, o de lo que quieran, ¡ñales!... dispénseme, se me escapó... Y al santo clero, también le dejaré para misas por mí, y por mis dos esposas queridas; que justo es que el cleriguicio coma... La verdad, hay mucha miseria en el sacerdocio parroquial.

-Bueno es eso -dijo Gamborena con dulzura-, pero no es todo lo que yo quiero... No veo que salgan del corazón esas ofrendas. Paréceme que usted las dispone como un acto de cumplido, como pagar una visita, como dejar una tarjeta en el momento de salir para un viaje. ¡Ay, amigo mío! Cuando usted parta para el viaje supremo, ha de llevar tanto   —241→   peso en su alma, que le ha de costar trabajillo remontar el vuelo.

-¿Peso... peso? -murmuró el tacaño con tristeza-. ¡Si nada de lo que tengo he de llevarme, y todito se ha de quedar por acá!

-Eso es lo que usted siente, que las riquezas aquí se quedan, y no hay que pensar en su transporte a la eternidad, donde maldita la falta que hacen. Allí, las riquezas que se cotizan, tienen otro nombre: llámanse buenas acciones.

-¡Buenas acciones! ¿Y con buenas acciones tengo segura la...? -dijo Torquemada, dando de mano a su marrullería.

-Pero esas buenas acciones no las veo en usted, que es todo sequedad de corazón, egoísmo, codicia.

-¿Sequedad de corazón? Me parece que no está usted en lo cierto. Sr. Gamborena, yo quiero a mis hijos, al primero sobre todo, le adoraba; yo quise a mis dos señoras, a mi Silvia, y a la que he perdido este año.

-¡Vaya un mérito! ¡Querer a los hijos!... ¡Si hasta los animales los quieren! Si de sentimiento tan primordial estuviese privado el señor Marqués de San Eloy, sería un monstruo más o menos eximio... ¡Querer a su esposa, a la compañera de su vida, a la que le daba posición social, un nombre ilustre!...   —242→   ¿Pues qué menos? Y cuando Dios se la llevó, usted se afligía, es cierto; pero también rabiaba, protestando de que no se hubiera muerto Cruz, en vez de morirse Fidela. Es decir, que se habría alegrado de ver morir a su hermana política.

-¡Hombre, tanto como alegrarme!... Pero planteado el dilema entre los dos, no podía dudar un momento.

-Déjese de dilemas. Usted me ha confesado que deseaba la muerte de Cruz.

-Bueno, pues sí, yo...

-La sequedad de corazón está bien demostrada. Y la sordidez, la codicia... ciego será quien no las vea, y usted mismo debe reconocer esas horribles llagas de su ser, y confesarlas.

-Confesado... Arreando. Uno es como es, y no puede ser de otra manera. Sólo cuando se acerca el fin, ve uno más claro, y como ya no tiene intereses acá, naturalmente, llama por lo de allá... Y lo peor es que nos salen con esa matraca de las buenas acciones cuando ya no tenemos tiempo de... verificarlas ni malas ni buenas.

-Tiempo tiene usted todavía.

-Lo mismo pienso -dijo el Marqués con cierto brillo en los ojos-, porque de esta no caigo. Tengo tiempo, ¿verdad?

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-Seguramente, y lo aprovecharemos en seguida.

-¿Cómo?

-Dándome usted su capa.

-¡Ah!... ¿con que quiere usted la capita?, ja, ja...

-Sí, sí; pero entendámonos: quiero la nueva.

-Hola, hola... ¿la nueva?

-La nuevecita, la número uno. En aquella ocasión, pase que me diera usted un guiñapo que no le servía para nada. Hoy me tiene que dar la prenda que más estime...

-¡Caramba!

-Y además, quiero también su levita, su gabán, chaleco, en fin, la mejor ropa que el excelentísimo señor Marqués posea.

-Me va usted a dejar en cueros vivos.

-Así andará más ligero.

-¡Pues no estará poco majo el hombre con toda mi ropa..., ni poco abrigado en gracia de Dios!

-No, si no quiero esas prendas para mí. Ya ve: estoy bien vestido, y no carezco de nada. Las pido para otros que están desnudos.

-Total, que tengo que vestir a mucha gente.

-Y abrigarles el estómago, darles lo que a usted ninguna falta le hace ya. Pero ello ha de ser con efusión del alma, como me dio la capa vieja el D. Francisco de marras.

  —244→  

-Bueno, pues formule, formule usted su proposición.

-La formularé, descuide. Que si yo no le facilitara la solución, ya sé que el astuto negociante que me escucha haría de su capa un sayo, y...

-Venga esa fórmula.

-¡Ah!, no es puñalada de pícaro. Déjeme pensarla bien. Pero luego, no se me vuelva atrás. La capa que pretendo es de un paño tan superior, que con su importe en venta se han de remediar muchas miserias, muchas. Ya están de enhorabuena los pobres, un sinnúmero de pobres, media humanidad.

-Eh... poco a poco -dijo el de San Eloy vivamente alarmado-. No hay que correrse tanto, señor misionero. Soy enemigo de las exageraciones de escuela, y si me extralimito, entonces no seré santo, sino loco, y los locos no van a la Gloria, sino al Limbo.

-Usted irá... a donde merezca ir. Delante verá todos los caminos. Escoja el que le cuadre, pues para eso tiene su libre albedrío. Con la pureza del corazón, con el amor del prójimo, con la caridad, irá fácilmente para arriba... Con lo contrario, abajo sin remedio. Y no crea que por darme la capa está segura su salvación, si con aquel pedazo de paño no me entrega el alma.

  —245→  

-¿Entonces...?

-Pero aunque la efusión debe preceder al acto, hay casos en que el acto produce la efusión, o por lo menos la ayuda. De modo que siempre va usted ganando... Y no me detengo más, amigo mío.

-Pero no se vaya sin que nos pongamos de acuerdo siquiera en las bases...

-Déjeme a mí, que yo me encargo de las bases. Por ahora, no le conviene más conversación. Bastante hemos hablado. A descansar y a tener calma y confianza en la voluntad de Dios. Esta noche, si usted se encuentra bien, entraré otro ratito. Adiós.

Quedose D. Francisco muy caviloso con aquello de dar la capa, y en verdad, no llegaba a comprender qué demonios entendía por capa el beato Gamborena. Y bien pudiera ser que, estimada la prenda en un valor fabuloso, no hubiese manera de arreglarse con él. Deseaba que llegara la noche para conferenciar nuevamente con el clérigo sobre aquel asunto, y fijar por sí mismo las consabidas bases. Por su desgracia, al anochecer fue acometido de violentísimos dolores en el vientre, de arcadas y angustias tales, que el hombre llegó a creer que se moría; y el miedo le duplicaba el mal, y sus temores y sus bascas, formando un conjunto imponente, hicieron creer a toda   —246→   la familia que llegaba la última hora del señor Marqués de San Eloy. Acudió Miquis presuroso, y ordenó inyecciones de morfina y atropina. A eso de las diez amainó la tormenta; pero el enfermo se hallaba destroncado, aturdido, tembloroso de pies y manos, y tan descompuesto de rostro como de espíritu, sin dar pie con bola en nada de lo que decía. Ansiaba tomar alimento, y le horrorizaba lo mismo que apetecía. En vista de la gravedad del mal, la familia obtuvo de Miquis que se quedase allí toda la noche. Rufinita y Cruz resolvieron velar, y Donoso, como el más abonado para ello, se encargó de preparar a su amigo para aquellos actos y disposiciones que, por lo apretado de la situación, no debían prorrogarse más. Antes de dar este paso, hubo de conferenciar con el buen doctor, que prometió abrirle camino en la primera ocasión que se le presentara.

En efecto, llamado a su cabecera por don Francisco, que animarse quería con la presencia del médico eminente, Augusto le dijo:

«Señor Marqués, no hay que amilanarse. Hemos tenido un retroceso. Pero ya echaremos otra vez el carro para adelante».

-No aludirá usted al carro fúnebre...

-¡Oh!, no.

-Porque yo, aunque me siento muy mal   —247→   esta noche, no creo que... Usted, ¿qué opina? Con franqueza...

-Opino que, sin haber peligro por el momento, podría suceder que tardase usted algunos días en reponerse. El sábado convinimos en aguardar la mejoría para que usted pudiese satisfacer tranquilamente su... su noble deseo de cumplir... vamos, de cumplir con su conciencia, como buen cristiano. Ahora pienso que, en vez de esperar la mejoría... mejoría segura; pero que tardará quizás dos, tres días... debemos realizar ese acto, pues... ese acto que, según dice la experiencia, es tan provechoso para el cuerpo como para el alma... Digo, si a usted le parece...

-Ya, ya... -murmuró D. Francisco, que se había quedado sin aliento, y sintió un frío mortal que hasta los huesos le penetraba. Por un instante creyó que el techo se le caía encima como una losa, y que la estancia se quedaba en profunda obscuridad... Su inmenso pánico le dejó sin palabra y hasta sin ideas.




ArribaAbajo- IV -

«Eso quiere decir -balbució a los diez minutos de oír a su médico-, que... vamos, ya me lo barruntaba yo al verle a usted aquí tan tarde. ¿Qué hora es? No, no quiero saberlo.   —248→   El quedarse aquí el médico toda la noche, señal es de que esto va medianillo. ¿No es eso? ¡Y ahora, con lo que me ha dicho...!».

Donoso intervino con toda su diplomacia, corroborando las aseveraciones del doctor. «Si se le propone a usted, mi querido amigo, que no retrase lo que hace días pensó... un acto de piedad tan hermoso, tan dulce, tan consolador; si se le propone anticiparlo, digo, es porque en la conciencia de todos está que tantas ventajas proporciona al espíritu como a la materia. Los enfermos, después de cumplir con esos deberes elementales, se animan, se alegran, se entonan y cobran grandes ánimos, con lo cual, la dolencia, en la casi totalidad de los casos, se calma, cede, y en más de una ocasión desaparece por completo. Yo profeso la teoría de que debemos cumplir, cuando estamos bien, o siquiera regular, para no tener que hacerlo atropelladamente, y de mala manera».

-Corriente -dijo D. Francisco suspirando fuerte-, y yo también he oído que muchos enfermos graves hallaron mejoría sólo con cumplir el mandamiento, y hasta hubo alguno, desahuciado... ahora lo recuerdo..., el tahonero de la Cava Baja, que ya estaba medio muerto, y el santo Viático fue para él la resurrección. Por ahí anda tan campante.

  —249→  

-Hay miles de casos, miles.

-Pues será casualidad -indicó el enfermo, sonriendo melancólico-; pero ello es que sólo de hablar de eso parece que estoy un poquitín mejor. Si tuviera sueño, dormiría un rato antes de... Pero no es fácil que yo pueda dormir. Quiero hablar con Cruz. Avisarle.

-Si estoy aquí -dijo la dama, adelantándose desde la penumbra en que se escondía-. Hablemos todo lo que usted quiera.

Retirándose los demás, y Cruz, sentada junto al lecho, se dispuso a oír lo que su ilustre cuñado tenía que decirle. Mas como pasase un rato y otro sin formular concepto alguno, ni dar más señal de conocimiento que algún suspiro que a duras penas echaba de su angustiado pecho, levantose la dama para mirarle de cerca el rostro, y poniendo su mano sobre la de él, le dijo cariñosamente:

«Ánimo, D. Francisco. No pensar más que en Dios, créame a mí. Cualquiera que sea el resultado de esta crisis, dé usted por concluido todo lo que pertenece a este mundo miserable. ¿Que mejora usted? Sea para bien de Dios, y para rendirle homenaje en los últimos días».

-Ya pienso, ya pienso en Él -replicó don Francisco, articulando las palabras con dificultad-. Y usted, Crucita, que tiene tanto talento, ¿cree que el Señor hará caso de mí?

  —250→  

-¡Dudar de la Misericordia Divina! ¡Qué aberración! Un arrepentimiento sincero borra todas las culpas. La humillación es el antídoto de la soberbia; la abnegación, la generosidad lo son del egoísmo. Pensar en Dios, pedirle la gracia... y la gracia vendrá. La conciencia se ilumina, el alma se transforma, se abrasa en un amor ardiente, y con el deseo ardiente de ser perdonado basta...

-Ha dicho usted abnegación, generosidad -murmuró Torquemada, con voz que apenas se oía-. Sepa que el padre Gamborena me pedía la capa... ¿Sabe usted lo que es la capa? Pues se la he dado... Estoy aquí esperando a que formule las bases... Luego hablaré con Donoso sobre las disposiciones testamentarias, y dejaré... ¿Usted qué opina? ¿Debo dejar mucho para los pobres? ¿En qué forma, en qué condiciones? No olvide usted, que a veces, todo lo que se les da va a parar a las tabernas, y si se les da ropa, va a parar a las casas de empeño.

-No empequeñezca usted la cuestión. ¿Quiere saber lo que pienso?

-Sí, lo quiero, y pronto.

-Ya sabe usted que yo todo lo pienso en grande, muy en grande.

-En grande, sí.

-Ha reunido usted un capital enorme; con   —251→   su ingenio, ha sabido traer a su casa dinerales cuantiosos... que en su mayoría debieron quedarse en otras partes; pero los ha traído no sé cómo, forzando un poco la máquina sin duda. Caudal tan inmenso no debe ser de una sola persona: así lo pienso, así lo creo, y así lo digo. Desde la muerte de mi hermana, han variado mis ideas sobre este particular; he meditado mucho en las cosas de este mundo, en los caminos para encontrar la salud eterna en el otro, y he visto claro lo que antes no veía...

-¿Qué...?, ya.

-Que la posesión de riquezas exorbitantes es contra la ley divina, y contra la equidad humana, malísima carga para nuestro espíritu; pésima levadura para nuestro cuerpo.

-¿Entonces, usted...?

-¿Yo? Hoy consagro a socorrer miserias todo lo que me sobra después de atendidas mis necesidades. Pienso reducirlas a los límites de la mayor modestia, en lo que me quede de vida, y cuando esto haga, destinaré mayor cantidad a fines piadosos. En mi testamento dejo todo a los pobres.

-¡Todo!

La estupefacción de D. Francisco se manifestaba repitiendo la palabra todo con intervalos de una precisión lúgubre, como los que   —252→   median entre los dobles de campanas tocando a funeral.

«¡Todo!».

-Sí señor. Ya sabe usted que en mis ideas, en mi manera personal de ver las cosas, no caben partijas, ni mezquindades, ni términos medios. He dado todo a la sociedad, cuando no tenía yo más mira que el decoro de la familia, de su nombre de usted y del mío. Ahora, que las grandezas adquiridas se vuelven humo, lo doy todo a Dios.

-¡Todo!

-Lo devuelvo a su legítimo dueño.

-¡Todo!

-Ya hemos hablado de mí más de lo que yo merezco. Hablemos ahora de usted, que es lo más importante por ahora. Me pide mi opinión, y yo se la doy como se la he dado siempre, con absoluta franqueza, si me lo permite, con la autoridad un tanto arrogante, que usted llamaba despotismo, y que era tan sólo el convencimiento de poseer la verdad en todo lo concerniente a los intereses de la familia. Antes miré por su dignidad, por su elevación, por ponerle en condiciones de acrecentar su fortuna. Ahora, en estos días de desengaño y tristeza, miro por la salvación de su alma. Antes, me empeñé en guiarle a las alturas sociales, sirviéndole de lazarillo;   —253→   ahora, todo mi afán es conducirle a la mansión de los justos...

-Diga pronto... ¿Qué debo yo hacer?... ¡Todo!

-Creo en conciencia -dijo Cruz con ceremoniosa voz, acercándose más, y recibiendo de lleno en sus ojos la mirada mortecina de los ojos del tacaño-, creo en conciencia que, después de reservar a sus hijos los dos tercios que marca el código, dando partes iguales a cada uno, debe usted entregar el resto, o sea el tercio disponible..., íntegramente... a la Iglesia.

-A la Iglesia -repitió D. Francisco, sin hacer el menor movimiento-. Para que cuide de repartirlo... ¡Todo!... ¡a la Iglesia...!

Alzando los dos brazos con cierta solemnidad sacerdotal, los dejó caer pesadamente sobre las sábanas.

«¡Todo!... a la Iglesia... el tercio disponible... ¿Y de este modo, me aseguran que...?».

Sin parar mientes en lo que expresaba el último concepto, Cruz siguió desarrollando su idea en esta forma:

«Piénselo bien, y verá que en cierto modo es una restitución. Esos cuantiosísimos bienes, de la Iglesia han sido, y usted no hace más que devolverlos a su dueño. ¿No entiende? Oiga una palabrita. La llamada desamortización,   —254→   que debiera llamarse despojo, arrancó su propiedad a la Iglesia, para entregarla a los particulares, a la burguesía, por medio de ventas que no eran sino verdaderos regalos. De esa riqueza distribuida en el estado llano, ha nacido todo este mundo de los negocios, de las contratas, de las obras públicas, mundo en el cual ha traficado usted, absorbiendo dinerales, que unas veces estaban en estas manos, otras en aquellas, y que al fin han venido a parar, en gran parte, a las de usted. La corriente varía muy a menudo de dirección; pero la riqueza que lleva y trae siempre es la misma, la que se quitó a la Iglesia. ¡Feliz aquel que, poseyéndola temporalmente por los caprichos de la fortuna, tiene virtud para devolverla a su legítimo dueño!... Con que ya sabe lo que opino. Sobre la forma de hacer la devolución, Donoso le informará mejor que yo. Hay mil maneras de ordenarlo y distribuirlo entre los distintos institutos religiosos... ¿Qué contesta?».

Hizo Cruz esta pregunta, porque D. Francisco había enmudecido. Pero el temor de que hubiera perdido el conocimiento era infundado; que bien claras oyó el enfermo las opiniones de su hermana política. Sólo que su espíritu se recogió de tal modo en sí, que no tenía fuerza para echar al exterior ninguna   —255→   manifestación. Había cerrado los ojos; su semblante imitaba la muerte. Mirando para su interior, se decía: «Ya no hay duda; me muero. Cuando esta sale por ese registro, no hay esperanza. ¡Todo a la Iglesia!... Bueno, Señor, me conformo, con tal que me salve. Lo que es ahora, o me salvo, o no hay justicia en el cielo, como no la hay en la tierra».

«¿Qué contesta? -repitió Cruz-. ¿Se ha dormido?».

-No, hija, no duermo -dijo el pobre señor con voz tan desmayada que parecía salir de lo profundo, y sin abrir los ojos-. Es que medito, es que pido a Dios que me lleve a su seno, y me perdone mis pecados. El Señor es muy bueno, ¿verdad?

-¡Tan bueno, que...!

La emoción que la noble dama sentía ahogó su voz. Abrió al fin Torquemada sus ojuelos, y ella y él se contemplaron mudos un instante, confirmando en aquel cambio de miradas su respectivo convencimiento acerca de la bondad infinita.




ArribaAbajo- V -

Diéronle champagne helado, consommé helado, único alimento posible, y pasó tranquilo como una hora, hablando a ratos con voz   —256→   cavernosa y empañada. Llamando a su lado a Gamborena, le dijo en secreto:

«¡La capa!... todo... todo lo disponible... para usted, señor San Pedro de mi alma. Ya Donoso tiene instrucciones...».

-Para mí no. No quiero dejar de hacer una aclaración. Cruz aconsejó a usted, por sí y ante sí, lo que acaba de decirme el Sr. Donoso. Yo nada tengo que ver en eso. Predico la moral salvadora, amonesto a las almas, les indico el camino de la salud; pero no intervengo en el reparto de los bienes materiales. Al pedir a usted la capa, le signifiqué que no olvidara en sus disposiciones a los menesterosos, a los hambrientos, a los desnudos. Nunca pensé que mi petición se interpretara como un propósito, como un deseo de que la capa, o el valor de la capa, viniese a mis manos, para rasgarla y distribuir sus pedazos. Estas manos no tocaron jamás dinero de nadie, ni han recibido de ningún moribundo manda, ni legado. Delo usted a quien quiera. Otra cosa diré, que ya he manifestado al Sr. Donoso. Mi Congregación no admite donativos testamentarios, ni cosa alguna en concepto de herencia; mi Congregación vive de la limosna, y tiene fijadas, para poder percibirla, cifras mínimas que en ningún caso pueden alterarse.

-¿Según eso -dijo D. Francisco, recobrando   —257→   por un instante la viveza de su espíritu-, usted no quiere...? Pues ya lo acordé... Todo a la Iglesia, y usted, mi señor San Pedro, será quien...

-Yo no. Otros hay más abonados que yo para esa comisión. Ni yo ni mis hermanos podemos recibir encargos de esa especie. Alabo su resolución, la creo utilísima para su alma; pero allá otros recibirán la ofrenda, y sabrán aplicarla al bien de la cristiandad.

-¿De modo que... no quiere?... Pues yo accedí, pensando en usted, en su Congregación, que es toda de santos... ¿Qué dice Donoso? ¿Qué dice Cruz?... Pero usted no me abandonará. Usted me dirá que me salvo.

-Se lo diré cuando sepa que puedo decírselo.

-¿Pues a cuándo espera, santo varón? -replicó Torquemada con impaciencia, revolviéndose entre las sábanas-. Ahora, ahora, después del sacrificio que acabo de hacer... ¡todo, Señor, todo!... ahora, ¿no merezco yo que se me diga, que se me asegure...?

-¿Ha tomado usted esa resolución con miras de caridad, con ardiente amor del prójimo y ansia verdadera de aliviar las miserias de sus semejantes?

-Sí señor...

-¿Lo ha hecho con el alma puesta en Dios,   —258→   y creyéndose indigno de que se le perdonen sus culpas?

-Claro que sí.

-Mire, señor Marqués, que a mí puede engañarme, a Dios no, porque todo lo ve. ¿Está usted bien seguro de lo que dice?, ¿habla con la conciencia?

-Soy muy verídico en mis tratos.

-Esto no es un trato.

-Bueno, pues lo que sea. Yo me he propuesto salvarme. Naturalmente, creo todo lo que manda Dios que se crea. ¡Pues estaría bueno que viéndome tan cerca del fin, saliéramos ahora con que no creo tal o cual punto...! Fuera dudas, para que se vayan también fuera los temores. Yo tengo fe, yo deseo salvarme, y me parece que lo demuestro dando el tercio disponible a la santa Iglesia. Ella lo administrará bien: hay en las distintas religiones hombres muy celosos y muy buenos administradores... ¡Oh, mi dinero estará en muy buenas manos! ¡Cuánto mejor que en las de un heredero pródigo y mala cabeza, que lo gaste en porquerías y estupideces! Ya veo que se harán capillas y catedrales, hospitales magníficos, y que la posteridad no dirá: «¡ah, el tacaño!... ¡ah, el avariento!... ¡ah, el judío!...» sino que dirá: «¡oh, el magnífico!... ¡oh, el generoso prócer!... ¡oh, el sostenedor   —259→   del Cristianismo!...». Mejor está el tercio disponible en manos eclesiásticas, que en manos seglares, de gente rumbosa y desarreglada. No apurarse, señor San Pedro; nombraré una junta de personas idóneas, presidida por el señor Obispo de Andrinópolis. Y en tanto, cuento con usted: no me abandone, ni me ponga peros para la entrada en el reino celestial.

-No hay tales peros -díjole Gamborena con exquisita bondad y dulzura-. Tenga usted juicio, y entréguese a mí con entera confianza. Lo que digo es que su resolución, mi Sr. D. Francisco, con ser buena, bonísima... no basta, no basta. Se necesita algo más.

-¡Pero, Señor, más todavía!

-No vaya a creer que regateo la cantidad. Aunque ese tercio disponible fuera una cifra de millones tan alta como la que representan todas las arenas del mar, no bastaría si el acto no significara, al propio tiempo, un movimiento espontáneo del corazón, si no lo acompañase la ofrenda de la conciencia purificada. Esto es muy claro.

-Sí, muy claro... Abundo en esas ideas.

-Porque, amigo mío -añadió el sacerdote con mucha gracia, incorporándose para verle de cerca el rostro-, no me atrevo a sospechar que usted piense en conseguir su entrada en el Cielo sobornándome a mí, al guardián de la   —260→   puerta. Si tal creyese mi señor Marqués de San Eloy, no sería el primero. Muchos creen que dando una propinilla al Santo... Pero no, usted no es de esos, usted ha vuelto ya los ojos a Dios, apartándolos para siempre de la vileza de los bienes temporales y caducos; usted tiene ya la divina luz en su conciencia, lo veo, lo conozco; esta noche, en un ratito de descanso, hemos de quedar muy amigos, muy conformes en todo, usted muy consolado, con el alma serena, libre, llena de confianza y amor, yo satisfecho, y más contento que unas pascuas.

Torquemada había cerrado los ojos, mirando para dentro de sí, y no contestaba más que con ligeros movimientos de cabeza a las sentidas amonestaciones de su amigo y padre espiritual. Aprovechó este la buena ocasión que la relativa tranquilidad del enfermo le ofrecía, y exhortándole con su palabra persuasiva y cariñosa, hecha a la domesticación de las fieras humanas más rebeldes que cabe imaginar, a la media hora le había puesto tan blando que nadie le conocía, ni él mismo se conociera, si pudiera verse desde su ser antiguo.

Descansó después algunas horas, y a la madrugada volvió el padrito a cogerle por su cuenta, temeroso de que se le fuera de entre las manos. Pero no: bien asegurado estaba,   —261→   humilde y con timidez mimosa de niño enfermo, descompuesto el carácter, del cual sólo quedaban escorias, destruida su salvaje independencia. La certidumbre de su próximo fin le transformaba sin duda, obraba en su espíritu como la enfermedad en su organismo, devorándolo, con efectos semejantes a los del fuego, y reduciéndolo a cenizas. Su voz quejumbrosa despertaba en cuantos le oían una emoción profunda. El genio quisquilloso y las expresiones groseras y disonantes, ya no atormentaban a la familia y servidumbre. Todo era concordia, lástima, perdón, cariño. Tal beneficio había hecho la muerte, con sólo llamar a la puerta del pecador. Agobiado este por el mal, que de hora en hora le iba consumiendo, apenas tenía fuerzas para articular palabras breves, de ternura para su hija y para Cruz, de bondad paternal para las demás personas que le rodeaban. No se movía; su cara terrosa hundíase en las almohadas, y en la cara los ojos, con los cuales hablaba más que con la lengua. Creyérase que con ellos imploraba el perdón de su egoísmo. Y con ellos parecía decir también: «Os lo entrego todo, mi alma y mis riquezas, mi conciencia y mi carácter, para que hagáis de ello lo que queráis. Ya no soy nada, ya no valgo nada. Heme vuelto polvo, y como polvo os   —262→   pido que sopléis en mí para lanzarme al viento y difundirme por los espacios».

Lleváronle el Señor ya muy avanzada la mañana, sin pompa, con asistencia tan sólo de las personas de mayor intimidad. Más hermosa que nunca pareció aquel día la mansión ducal, sirviendo de marco espléndido a la patética ceremonia, y al concurso grave que desfiló por el vestíbulo y galerías espaciosas, pobladas de representaciones de la humana belleza. La servidumbre, muy mermada desde el modus vivendi, asistió de rigurosa etiqueta. La capilla, que con tanta cera encendida era un ascua de oro, se llenó de monjitas blancas y azules, de señoras con mantilla negra. En la alcoba del enfermo púsose un altar, con el tríptico de Juan Eyck, que había presidido la capilla ardiente de Fidela. La entrada del Viático produjo en todo cuanto contenía la cavidad de aquella morada de príncipes, en todo absolutamente, lo vivo y lo figurado, personas y cosas, arte y humanidad, una emoción profunda. Al penetrar la Majestad Divina en la alcoba, la emoción total fue más intensa, realzada por el silencio que dentro y fuera envolvía el solemne acto. La voz del sacerdote sonó con placidez amorosa en medio de aquella paz. Las llamas movibles de los hachones teñían de   —263→   un amarillo de oro viejo la escena y sus figuras. Al recibir a Dios, D. Francisco Torquemada, Marqués de San Eloy, parecía otro. No era el mismo de antes, ni tampoco el mismo de la noche anterior, con la cara terrosa y los ojos apagados. Fuese por el reflejo de las luces o por alguna causa interna, ello es que la piel de su rostro recobró los colores de la vida, y su mirada la vivez de sus mejores tiempos. Expresaba un respeto hondo, una cortedad de genio que rayaba en pueril timidez, una compunción indefinible, que lo mismo podía significar todas las ternezas del alma que todos los terrores del instinto.

Terminado el acto, prodújose el ruido de la salida, las pisadas, los rezos, el tilín de la campana: la procesión descendió la escalera, y recorriendo de nuevo la gran galería, salió a la calle, volviendo todas las cosas del palacio a su ser natural. En la capilla se aglomeró mucha gente; unos entraron ávidos de oración, otros de admirar las preciosidades artísticas que adornaban el altar. Y el enfermo, en tanto, después de hablar poco y bueno con Gamborena, Cruz y Donoso, en lenguaje afectuoso, cándido, sencillo, congratulándose de todo corazón de lo que había hecho, y recibiendo con alegría los parabienes, sintió viva necesidad de descanso, como si el acto religioso   —264→   determinara en su fatigado organismo una sedación intensísima. Cerrando los párpados, durmió tan sosegada y profundamente, que al pronto le creyeron muerto. Pero no: dormía como un bendito.




ArribaAbajo- VI -

La familia y amigos vieron con regocijo aquel descanso del pobre enfermo, aunque tenían por inevitable el término funesto del mal. En la estancia próxima a la alcoba, hallábanse todos, esperando a ver en qué pararía sueño tan largo, y si Donoso y Cruz manifestaron cierto recelo, no tardó en tranquilizarles Augusto Miquis diciéndoles que aquel dormir era de los que traen el descanso y la reparación del organismo, fenómeno lisonjero en el proceso de la enfermedad, sin que por ello disminuyera el peligro inminente e irremediable. Convenía, pues, no turbar aquel sueño, precursor de un alivio seguro, aunque de corta duración. Esperaron, no sin cierta desconfianza de lo que el doctor les dijo, y por fin, ya muy avanzada la tarde, oyendo que don Francisco daba una gran voz, acudieron presurosos allá, y le vieron desperezándose y bostezando. Estiró los brazos todo lo que pudo, y luego, con semblante risueño, les dijo:   —265→   «Estoy mejor... Pero muy mejor... Probad a darme algo de comer, que... maldita sea mi suerte si no tengo un poquitín de hambre».

Oyose en torno al lecho un coro de plácemes y alabanzas, y pronto le trajeron un consommé riquísimo, del cual tomó algunas cucharadas, y encima un trago de Jerez. «Pues miren, mucho tiempo hace que no paso el alimento con tan buena disposición. Tengo lo que se llama apetito. Y me parece que esta sustancia me caerá bien...».

-¿Qué tiene usted que decir ahora? -le preguntó Cruz gozosa y triunfante-. ¿Es o no cosa probada que el cumplir nuestros deberes de cristianos católicos nos trae siempre bienes, sin contar los del alma?

-Sí, tiene usted razón -replicó D. Francisco, sintiendo que se le comunicaba el júbilo de su familia y amigo-. Yo también lo creía... y por eso me apresuré a recibir al Señor. ¡Bendito sea el Ser Supremo que me ha dado esta mejoría, esta resurrección, por decirlo así, pues si esto no es resucitar, que venga Dios y lo vea! Y yo había oído contar casos verdaderamente milagrosos... enfermos desahuciados que sólo con la visita de Su Divina Majestad volvieron a la vida y a la salud. Casos hay, y bien podría suceder que yo fuera uno de los más sonados.

  —266→  

-Pero por lo mismo que tenemos mejoría -díjole Donoso, que no quería verle tan parlanchín-, conviene guardar quietud, y no hablar demasiado.

-¿Ya sale usted, amigo Donoso, con sus parsimonias y sus camaldulerías? Pues, si me apuran, soy capaz de... ¿Qué apuestan a que me levanto y voy a mi despacho, y...?

-Eso de ninguna manera.

-¡Jesús, qué desatino!

Y las manos de todos se extendieron sobre él como para sujetarle, por si realmente intentaba llevar a cabo su insana idea.

«No, no asustarse -dijo el enfermo afectando docilidad-. Ya saben que no obro nunca con precipitación. En la camita estaré hasta que acabe de reponerme. Y crean, como yo creo en Dios y le reverencio, que me siento mejor, muy mejor, y que estoy en vías de curación».

-Opino, mi Sr. D. Francisco -le dijo Gamborena muy cariñoso-, que la mejor manera de expresar su gratitud al Dios Omnipotente, que hoy se ha dignado visitarle y ser con usted en cuerpo y sangre, consiste en la conformidad con lo que Él determine, cualquiera que su fallo sea.

-Tiene razón, mi buen amigo y maestro -replicó Torquemada, llamándole a sus brazos-.   —267→   A usted, a usted le debo la salud, digo, este alivio. Yo me avengo a todo lo que el Señor quiera disponer respecto a mí. Si quiere matarme, que me mate; no me opongo. Si quiere sanarme, mejor, mucho mejor. Tampoco debo hacer ascos a la vida, si el bendito Señor quiere dármela por muchos años más... ¡Oh, padrito, qué bueno es estar bien con Dios, decirle todos los pecados, reconocer uno los puntos negros de su carácter, acordarse de que nunca ha sido uno blando de corazón, y en fin, llenarse de buena voluntad y de amor divino! Por que, sin ir más lejos, Dios hizo el mundo, después padeció por nosotros... esto es obvio. Luego debemos amarle, y hacer, y sentir, y pensar todo lo que nos diga el bueno del padrito. Conforme, conforme; deme usted otro abrazo, Sr. Gamborena, y tú, Rufinita, abrázame también, y abrácenme Cruz y Donoso. Bien, ya estoy contento, porque me reconozco muy cristiano, y juntos damos gracias al Todopoderoso por haberme curado, digo, aliviado... Sea lo que Él quiera, y cúmplase su voluntad.

-Bien, bien.

-¡Qué bueno es el Señor! Y yo qué malo hasta ahora por no haberlo declarado y reconocido a priori. Pero no viene tarde quien a casa llega, ¿verdad?

  —268→  

-Verdad.

-¡Que viva Cristo y su Santa Madre! ¡Y yo, miserable de mí, que desconfiaba de la infinita misericordia! Pero ahora no desconfío; que bien clara la veo. Y no me vuelvo atrás, ¡cuidado!, de nada de lo que concedí y determiné. El Señor me ha iluminado, y ahora he de seguir una línea de conducta diametralmente opuesta...

A ninguno de los presentes le pareció bien que hablase tanto; ni les gustaba verle tan avispado. Diéronle otro poco de caldo y de vino, que le cayó tan bien como la dosis que había tomado anteriormente, y previo acuerdo de la familia, dejáronle solo con Donoso, que aprovechar quiso la mejoría para hablarle de las disposiciones testamentarias, y acordar los últimos detalles, a fin de que todo quedase hecho aquel mismo día. Hablaron sosegadamente, y Torquemada confirmó sus resoluciones respecto a la manera de distribuir sus cuantiosas riquezas. El buen amigo le propuso algunos extremos, que el otro aceptó sin vacilar. Como era hombre que nunca dejaba de poner reparos a lo que no había discurrido él mismo, Donoso veía con recelo tanta mansedumbre. «Todo, todo lo que usted quiera -le dijo Torquemada-. Hágase el testamento, concebido en los términos que usted   —269→   crea oportunos... En todo caso, las disposiciones testamentarias pueden modificarse el día de mañana, o cuando a uno le acomode».

Donoso se calló, y siguió tomando nota.

«No quiere decir que yo piense modificarlas -añadió D. Francisco, que por el desahogo con que hablaba parecía completamente restablecido-. Soy hombre de palabra; y cuando digo ¡hecho!, la operación queda cerrada. No, no quiero en manera alguna romper mis buenas relaciones con el señor Dios, que tan bien se ha portado conmigo... ¡No faltaba más! Soy quien soy, y Francisco Torquemada no se vuelve atrás de lo dicho. El tercio enterito para la santa Iglesia, repartido entre los distintos institutos religiosos que se dedican a la enseñanza y a la caridad... Se entiende que eso será después de mi fallecimiento... Claro».

Trataron de otros extremos que al nombramiento de albaceas se contraía, y Donoso, con todos los datos bien seguros, le incitó a la quietud, al silencio, y casi estuvo por decir a la oración mental; pero no lo dijo.

«Conforme, mi querido D. José María -replicó el enfermo-; pero al sentirme bien, no puede desmentirse en mí el hombre de actividad. Confiéseme usted que yo tengo siete vidas como los gatos. Vamos, que de esta escapo. No, si estoy muy agradecido a Su Divina   —270→   Majestad, pues la salud que recobraré, ¿a quién se la debo? Verdad que yo puse de mi parte cuanto se me exigió, y estoy muy contento, pero muy contento de ser buen cristiano».

-Digo lo que Gamborena: que hay que conformarse con la voluntad de Dios, y aceptar de Él lo que quiera mandarnos, la vida o la muerte.

-Justamente, lo que yo digo y sostengo también, de motu propio; y la voluntad de Dios es ahora que yo viva. Lo siento en mi alma, en mi corazón, en toda mi economía, que me dice: «vivirás para que puedas realizar tu magno proyecto».

-¿Qué proyecto?

-Pues al abrir los ojos después de aquel sueño reparador, me sentí con las energías de siempre en el pensamiento y en la voluntad. Desde que volví a la vida, mi querido D. José, se me llenó la cabeza de las ideas que hace tiempo vengo acariciando, y hace poco, mientras abrazaba a toda la familia, pensaba en las combinaciones que han de hacer factible el negocio.

-¿Qué negocio?

-¡Hágase usted el tonto! ¿Pues no lo sabe? El proyecto que presentaré al Gobierno para convertir el Exterior en Interior... Con ello se   —271→   salda la deuda flotante del Tesoro, y se llegará a la unificación de la deuda del Estado, bajo la base de Renta única perpetua Interior, rebajando el interés a tres por ciento. Ya sabe usted que en la conversión se incluyen los Billetes Hipotecarios de Cuba.

-¡Oh!... sí, gran proyecto -dijo Donoso alarmado de la excitación cerebral de su amigo-; pero tiempo hay de pensarlo. Para eso el Gobierno tiene que pedir autorización a las Cortes.

Se pedirá, hombre, se pedirá, y las Cortes la concederán. No se apure usted.

-Yo no me apuro, digo que no debemos, por el momento, pensar en esas cosas.

-Pero venga usted acá. Al sentirme aliviado y en vías de curación, veo yo la voluntad de Dios tan clara, que más no puede ser. Y el Señor, dígase lo que se quiera, me devuelve la vida, a fin de que yo realice un proyecto tan beneficioso para la humanidad, o, sin ir tan lejos, para nuestra querida España, nación a quien Dios tiene mucho cariño. Vamos a ver: ¿no es España la nación católica por excelencia?

-Sí, señor.

-¿No es justo y natural que Dios, o sea la Divina Providencia, quiera hacerle un gran favor?

  —272→  

-Seguramente.

-Pues ahí lo tiene usted; ahí tiene por qué el Sumo Hacedor no quiere que yo me muera.

-¿Pero usted cree que Dios se va a ocupar ahora de si se hace o no se hace la conversión del Exterior en Interior?

-Dios todo lo mueve, todo lo dirige, lo mismo lo pequeño que lo grande. Lo ha dicho Gamborena. Dios da el mal y el bien, según convenga, a los individuos y a las naciones. A los pájaros les da el granito o la pajita de que se alimentan, y a las colectividades... o un palo cuando lo merecen, verbigracia, el Diluvio Universal, las pestes y calamidades, o un beneficio, para que vivan y medren. ¿Le parece a usted que Dios puede ver con indiferencia los males de esta pobre nación, y que tengamos los cambios a veintitrés? ¡Pobrecito comercio, pobrecita industria, y pobrecitas clases trabajadoras!

-Sí, muy bien, muy bien. Me gusta esa lógica -díjole Donoso, creyendo que era peor contrariarle-. No hay duda de que el Autor de todos las cosas desea favorecer a la católica España, y para esto, ¿qué medio mejor que arreglarle su Hacienda?

-Justo... -agregó Torquemada con énfasis-. No sé por qué razón no ha de mirar Su Divina Majestad las cosas financieras, como   —273→   mira un buen padre los trabajos diferentes a que se dedican sus hijos. Es muy raro esto, señores beatos: que en cuanto se habla de dinero, del santo dinero, habéis de poner la cara muy compungida. ¡Biblias! O el Señor tira de la cuerda para todos, o para ninguno. Ahí tiene usted a los militares, cuyo oficio es matar gente, y nos hablan del Dios de las Batallas. Pues ¿por qué, ¡por vida de los ñales!, no hemos de tener también el Dios de las Haciendas, el Dios de los Presupuestos, de los Negocios o del Tanto más cuanto?




ArribaAbajo- VII -

-Por mí -replicó Donoso-, que haya ese Dios y cuantos a usted le acomoden. De la conversión hablaremos despacio, y ahora, calma, calma, hasta recobrar la salud por entero. Hablar poquito, y no discurrir más que lo absolutamente necesario... Y yo me voy a casa del notario a llevar estos apuntes. Todo podrá quedar concluido esta noche, y lo leeremos y firmaremos cuando usted disponga.

-Bien, mi querido amigo. Todo se hará según lo resolvimos ayer... o anteayer: ya no me acuerdo. Ya se sabe: mi palabra es sagrada, sacratísima, como quien dice...

Fuese Donoso, no sin advertir a la familia   —274→   la hiperemia cerebral que D. Francisco revelaba; para que procurasen todos no dar pábulo a un síntoma tan peligroso. Así lo prometieron; mas cuando pasaron a la cabecera del enfermo, halláronle calmado. No les habló de negocios, sino de su conformidad con la voluntad del Señor. En verdad que el hombre estaba edificante. Sus ojuelos resplandecían febriles, y sus manos acompañaban con gesto expresivo la palabra. Hablole Cruz de cosas místicas, de la infinita misericordia de Dios, de lo preciosa que es la eternidad, y él contestaba con breves frases, mostrándose en todo conforme con su ilustre hermana, y añadiendo que Dios castiga o premia a los individuos y a las nacionalidades, según los merecimientos de cada cual. «Naturalmente, a la nación que profesa la verdad, y es buena católica, la protege y hasta la mima. Esto es obvio».

Continuó toda la prima noche en relativa tranquilidad, y a eso de las nueve y media llegaron los testigos para el testamento, cuya lectura y firma no quiso diferir Donoso, pues si era muy probable que D. Francisco continuase en buena disposición al siguiente día, también podría suceder lo contrario, y que su cabeza no rigiese. La misma opinión sostuvo Gamborena: cuanto más pronto se quitase de   —275→   en medio aquel trámite del testamento, mejor. Reunidos en el salón los testigos, mientras aguardaban al notario, Donoso les dio una idea, a grandes rasgos, de la estructura y contenido de aquel documento. Empezaba el testador con la declaración solemne de sus creencias religiosas, y con su acatamiento a la santa Iglesia. Ordenaba que fuesen modestísimas sus honras fúnebres, y que se le diese sepultura junto a su segunda esposa la Excelentísima... etc... Dejaba a sus hijos, Rufina y Valentín, los dos tercios de su fortuna, designando para cada uno partes iguales, o sea el tercio justo. Esta igualdad entre la legítima de los dos hijos, el de la primera y la segunda esposa, fue idea de Cruz, que todos alabaron, como una prueba más de la grandeza de alma de la ilustre señora. Si se hacía la liquidación de gananciales, la parte de Valentín habría de ser mayor que la de Rufinita. Más sencillo y más generoso era partir por igual, fijando bien los términos de la disposición para evitar cuestiones ulteriores entre los herederos. En otra cláusula era nombrado el Sr. Donoso tutor de Valentín, y se tomaban las precauciones oportunas para que la voluntad del testador fuera puntualmente cumplida.

Y, por fin, el tercio del capital se destinaba   —276→   íntegro a obras de piedad, nombrándose una junta que con los señores testamentarios procediese a distribuirlo entre los institutos religiosos que el testador designaba. Enterados de las bases, disertaron luego los señores testigos sobre la cuantía del caudal que se dejaba por acá el Sr. D. Francisco al partir para el otro mundo. Las opiniones eran diversas: quién se dejaba correr a cifras más que fabulosas; quién opinaba que más era el ruido que las nueces. El buen amigo de la casa, orgulloso de poder dar en aquel asunto los informes más cercanos a la verdad, afirmó que el capital del señor Marqués viudo de San Eloy no bajaría de treinta millones de pesetas, oído lo cual por los otros, abrieron un palmo de boca, y cuando el estupor les permitió hablar, ensalzaron la constancia, la astucia y la suerte, fundamento de aquel desmedido montón de oro.

Llegado el notario, procediose a la lectura, durante la cual mostró el testador serenidad, sin hacer observación alguna, como no fuera un par de frasecillas alusivas a la desmesurada longitud del documento. Pero todo tiene su término en este mundo: la última palabra del testamento fue leída, y firmaron todos, Torquemada con mano un tanto trémula. Donoso no ocultaba su satisfacción por ver   —277→   felizmente realizado un acto de tantísima trascendencia. El enfermo fue congratulado por su mejoría, que él corroboró de palabra, atribuyéndola a la infinita misericordia de Dios, y a sus inescrutables designios, y le dejaron descansar, que bien se lo merecía después de tan larga y no muy amena lectura.

Tras el notario, el médico, que incitó a D. Francisco al reposo, prohibiéndole toda cavilación, y asegurándole que cuanto menos pensara en negocios más pronto se curaría. Dispuso algunas cosillas para el caso, no improbable, de que se presentasen fenómenos de extremada gravedad, y se fue, indicando a la familia su propósito de volver a cualquier hora que se le llamase, y añadiendo su escasa confianza en aquel alivio engañoso y traicionero. Con tales augurios, quedáronse a velar Rufinita, Cruz y el sacerdote. Muy sosegado en apariencia seguía Torquemada, pero sin sueño, y con ganas de que le acompañaran y le dieran conversación. Repetía las seguridades de su restablecimiento próximo, y satisfecho de haber hecho las paces con Dios y con los hombres. fundaba en aquella cordialidad de relaciones mil proyectos risueños. «Ahora que marchamos de acuerdo, hemos de hacer algo que sea muy sonado».

Poco le duraron estas bonitas esperanzas,   —278→   porque a la madrugada, después de un letargo brevísimo, se sintió mal. Viva inquietud, picazones en la epidermis tuviéronle largo rato dando vueltas en la cama y tomando las más extrañas posturas. Maldecía y renegaba, olvidado de su flamante cristianismo, culpando a la familia, al ayuda de cámara, que le había echado pica-pica en las sábanas, para impedirle dormir. De improviso presentáronse vivos dolores en el vientre, que le hicieron prorrumpir en gritos descompasados, y encorvarse, y retorcerse, cerrando los puños y desgarrando las sábanas. «Pues esto -decía, con espumarajos de ira-, no es más que debilidad... El estómago que se subleva contra el no comer... ¡Maldito médico!, me está matando. ¡Y yo que, ahora mismo, me comería medio cabrito!...».

Aplicole Quevedo algunas inyecciones, y diéronle caldo helado. Pero no había concluido de tragarlo, cuando las horribles arcadas y mortales angustias demostraron la incapacidad de aquel infeliz estómago para recibir alimento. «¿Pero qué demonios me habéis dado aquí? -decía en medio de sus ansias-. Esto sabe a infierno... Se empeñan en matarme, y han de salirse con ella, por no tener yo a nadie que mire por mí. ¡Señor, Señor, confúndeles, confunde a nuestros enemigos!».

  —279→  

Desde aquel momento cesó en él toda tranquilidad de cuerpo y de espíritu, sus ojos se desencajaron, su boca no supo pronunciar una palabra cariñosa. «¡Vaya, que este retroceso de ñales...! Aquí hay engaño... No, pues lo que es yo no me entrego... Que llamen a Miquis... ¡Menuda cuenta me va a poner ese danzante! Pero como no me cure, ya verá él... Ahí es nada lo del ojo... ¡Qué dirá la nación, qué la humanidad, qué el mismísimo Ser Supremo!... Vaya, que no le pago, si no me cura... Eh, Cruz, ya lo sabe usted. Si por casualidad me muero, la cuenta del médico no hay que abonarla... Que coja un trabuco y se vaya a Sierra Morena... ¡Oh, Dios mío, qué malo me he puesto!... Heme aquí con ganas de comer, y sin poder meter en mi cuerpo ni un buche de agua, por que lo mismo es tragarlo, que toda la economía se me subleva, y se arma dentro de mí la de Dios es Cristo».

Sentado en la cama, ya elevaba los brazos, echando la cabeza para atrás, ya se encorvaba, quedándose como un ovillo, la cara entre las manos, los codos tocando a las rodillas. Gamborena se acercó para recomendarle la paciencia y la conformidad. Encarose con él D. Francisco y le habló así: «¿Y qué me dice usted de esto, señor fraile, señor ministro del altar o de la biblia en pasta?... ¿qué me cuenta   —280→   usted ahora? Pues nos hemos lucido usted y yo... ¡Tan bien como iba! Y de repente, Cristo me valga, de repente me da este achuchón, que... cualquiera diría que me ronda la muerte. Esto es un engaño, una verdadera estafa, sí señor... no me callo, no... Me da la gana de decirlo: yo soy muy claro... ¡Ay, ay! El alma se me quiere arrancar... ¡bribona!... ya sé lo que tú quieres, largarte volando, y dejarme aquí hecho un montón de basura. Pues te fastidias, que no te suelto... ¡No faltaba más sino que usted, señora alma, voluntariosa, hi de tal, pendanga, se fuera de picos pardos por esos mundos!... No, no... fastidiarse. Yo mando en mi santísimo yo, y todas esas arrogancias de usted, me las paso yo por las narices, so tía... ¿Qué dice usted, señor Gamborena, mi particular amigo?... ¿Por qué me pone esa cara? ¿También usted es de los que creen que me muero? Pues el Señor, su amo de usted propiamente, me ha dicho a mí que no, y que se fastidie usted y todos los curánganos que ya se están relamiendo con la idea del sin fin de misas que van a decir por mí... Aliviarse, señores, y espérenme sentados».

En verdad que el buen misionero no sabía qué decirle, pues si al principio fue su intención reprenderle por aquel ridículo y bestial lenguaje, luego entendió que, estando su mente   —281→   trastornada, no tenía conciencia ni responsabilidad de tan atroces conceptos.

«Hermano mío -le dijo apretándole las manos-, piense en Dios, en su Santísima Madre; confórmese con la voluntad divina, y se le disiparán esas tinieblas que quieren invadirle el entendimiento. La oración le devolverá la tranquilidad».

-Déjeme, déjeme, señor misionero -replicó el tacaño airado, descompuesto, fuera de sí-, y váyase a donde fue el padre Padilla... ¿Y mi capa, dónde está? Bien puede devolvérmela... La necesito, tengo frío, y no he trabajado yo toda la vida para el obispo, ni para que cuatro holgazanes se abriguen con mi paño.

Consternados le oían todos, sin saber qué decirle ni por qué procedimientos traerle al reposo y a la conformidad. Como había rechazado a Gamborena, rechazó a Rufinita, diciéndole: «Quita allá, espíritu de la golosina. ¿Crees que me engatusas con tus arrumacos de gata ladrona? ¡Te relames, preparando las uñitas! Todo para cazar el tercio... Pues no hay tercio. Límpiate los hocicos, que los tienes de huevo. Lo mismo que esa otra, esa que antes se ponía moños conmigo, y ahora me quiere camelar, la hipócrita, la excelentísima señora cernícala, más que águila, que desde que caí malo está tocando el cielo con las uñas. ¡Cazarme un tercio   —282→   para los de misa y olla!... esa engarza-rosarios, ama de San Pedro».




ArribaAbajo- VIII -

En cuanto Miquis le vio, túvole en su interior por hombre acabado. Un día, hora más, hora menos, le separaba de la insondable eternidad. Y como le ordenasen paliativos, sin más objeto que hacer menos dolorosos sus últimos instantes, díjole Torquemada con aspereza:

«¿Pero en qué piensa usted, señor doctor, que no me quita esta birria de enfermedad? Veo que o no saben ustedes una patata, o que no quieren curar de veras más que a los pobres de los hospitales, que maldita la falta que hacen a la humanidad. ¿Les cae un rico por delante? Pues a partirlo por el eje... Eso, eso; a dividir la riqueza, para que las naciones se debiliten, y no haya jamás un presupuesto verdad. Yo digo: 'vivamos para nivelar', y ustedes, los de la Facultad, dicen: 'nivelemos matando'. Ya se lo dirán a ustedes de misas... Y a otra cosa: si alguien quisiera salvarme de veras, procedería a ponerme reparos en la boca del estómago. Porque, lo que yo digo, ¿no hay más modo de alimentarse que comiendo? En mi sentir, bien se puede vivir sin comer. Y voy más allá: ¿a qué obedece el   —283→   comer? A fomentar un vicio, la gula. Aplíquenme los reparos, y verán cómo me alimento por el rezumo de los líquidos, vulgo absorción. Nada se les ocurre: yo tengo que pensarlo todo, y si no fuera por mi talento natural, era hombre perdido, y al menor descuidillo ya tenía usted a la loquinaria del alma echándose a volar, y dejándome aquí con dos palmos de narices».

Pusiéronle los reparos, aunque sólo eran remedio sugestivo, y el hombre se calmó un poco, sin parar por eso en su desatinada palabrería.

«Óigame usted, padre -dijo a Gamborena cogiéndole una mano-, aquí no hay más persona decente que mi hijo, el pobre Valentín, que por lo mismo que no discurre, es incapaz de hacerme daño, ni de desear mi fallecimiento. Para él ha de ser todo, el día en que el Señor se sirva disponer que yo suba al Cielo, día que está lejos aún, digan lo que quieran. Se hará la liquidación de gananciales, para que esa sanguijuela de Rufina no se chupe lo que no le pertenece; y en cuanto a la capa, o sea el tercio libre, le digo a usted que vuelve a mi poder, sin que esto quiera decir que no dé algo, una cosa prudencial, verbigracia, un chaleco en buen uso».

Y a Donoso, que también acudió a su llamamiento,   —284→   le dijo: «No hay nada de lo tratado, y tiempo de sobra tenemos para revocarlo. Todo lo que la ley permita, y algo más que yo agencie con mis combinaciones, para Valentín, ese pedazo de ángel bárbaro y en estado de salvajismo bruto, pero sin malicia. ¡Y que no quiere poco a su padre el borriquito de Dios! Ayer me decía: pa pa ca ja la pa, que quiere decir: 'verás qué bien te lo guardo todo'. Claro, con un buen consejo de familia, que cuide de alimentar al niño y tenerlo aseado, se pueden ir acumulando los intereses, y aumentar el capital. Y luego, en la mayor edad, el hombrecito mío ha de ser todo lo que se quiera, menos pródigo, pues de eso sí que no tiene trazas. Será cazador, y no comerá más que legumbres. Ni tendrá afición al teatro, ni a la poesía, que es por donde se pierden los hombres, y esconderá el dinero en una olla para que no lo vea ni Dios... ¡Oh, qué hijo tengo, y qué gusto trabajar todavía unos cuantos años, muchos años, para llenarle bien su hucha!».

Ya de día se contuvo el desorden cerebral; pero los fenómenos gástricos y nerviosos tomaron ya un carácter de franca insurrección, que anunciaba el término de la vida. Pronunciada por el médico la fatal sentencia, la Facultad se declaraba vencida. Sólo Dios podía   —285→   salvarle, si tal era su santa voluntad; mas para ello tenía que hacer un milagro, en opinión de Miquis. Milagro o favor, la testaruda Cruz no desesperaba de obtenerlo, y allí fue el discurrir y poner en práctica cuantos medios inspiraba la fe para impetrar de la Misericordia Divina la salud del excelentísimo señor Marqués viudo de San Eloy, y demás hierbas. Se repartieron limosnas en cantidad considerable, misas sin número fueron dichas en diferentes iglesias y oratorios, pidiose por telégrafo a Roma la bendición Papal, y en fin, como suprema efusión de la piedad, se determinó, previa licencia del señor Obispo, poner de Manifiesto al Santísimo en la capilla del palacio. Dicha la misa por Gamborena, quedó después expuesta Su Divina Majestad en magnífica custodia con viril de oro guarnecido de piedras preciosas que, con otras alhajas del culto, procedían, como el palacio, de la liquidación y saldo de Gravelinas. Sacerdotes y hermanitas en regular número, velaban el Santísimo, turnando de dos en dos en la guardia. Adornose la capilla con las mejores preseas, y fueron encendidas multitud de luces. Todo era recogimiento y devoción en la suntuosa morada: las visitas entraban en ella como en la iglesia, pues desde que ponían el pie en el vestíbulo, notaban todos algo de   —286→   patético y solemne, y les daba en la nariz el ambiente de catedral. Ocurría lo que se cuenta, en la primera quincena de Mayo, próxima ya la festividad de San Isidro, día grande de Madrid.

Gamborena, instalado provisionalmente en la casa, pasaba en la alcoba del paciente todo el tiempo que el servicio de la capilla le permitía. Sentado junto a la cama, leía su breviario, sin desatender al enfermo; y si este rezongaba o pedía de beber, dejaba el libro encima de la colcha para responderle o servirle. Por la mañana, el abatimiento y taciturnidad de D. Francisco eran tan grandes como su excitación en la noche precedente. Sólo contestaba con monosílabos que más bien parecían gruñidos, y cerraba los párpados, como vencido de un sopor o cansancio invencibles. Era el agotamiento de la energía muscular y nerviosa, el desgaste total de la máquina, cuyas piezas no engranaban ya, y apenas se movían. En cambio, las facultades mentales aparecían más despejadas, cuando por breve instante el sueño les permitía manifestarse.

«Amigo del alma, hermano mío -díjole Gamborena, acariciando sus manos-, ¿se siente usted mejor? ¿Tiene conciencia de sí?».

Con la cabeza contestó Torquemada afirmativamente.

  —287→  

«¿Se ratifica en lo que me declaró ayer, se somete a la voluntad de Dios, y cree en Él y en su divina misericordia?».

Nueva contestación afirmativa con el mismo lenguaje mímico.

«¿Renuncia a todas las vanidades, se despoja de su egoísmo como de una vestidura pestilente, y humilde, pobre, desnudo, pide el perdón de sus culpas, y anhela ser admitido en la morada celestial?».

No habiendo obtenido respuesta, repitió el misionero la pregunta, agregando conceptos muy del caso. De improviso abrió el infeliz Torquemada los ojos, y como si nada hubiera oído de lo que su confesor le decía, salió por otro registro, con voz cavernosa, tomando aliento cada cuatro palabras:

«Estoy muy débil... pero con los reparos saldré adelante, y no me muero, no me muero. Ya tengo bien calculadas las combinaciones de la conversión...».

-¡Por Dios, déjese de eso!... Piense en Jesús y en su Santísima Madre.

-Jesús y Santísima Madre... ¡Qué buenos son y con qué gusto les rezo yo para que me concedan la vida!

-Pídales que le concedan la inmortal, la verdadera salud, que jamás se pierde.

-Ya lo he pedido... y mis oraciones y las   —288→   de usted, padrito, y las de Cruz... y las de todos han llegado al cielo..., donde se tiene muy en cuenta lo que piden las personas formales... Yo rezo, pero me distraigo alguna vez... porque me vienen al pensamiento cosas de mi juventud, que ya tenía olvidadas... ¡Esto sí que es raro! Ahora me acordaba de un sucedido... allá... cuando yo era muchacho... y lo veía tan claro como si me encontrase en aquel momento histórico.

Animándose poco a poco, prosiguió así:

«Ocurrió esto el día que llegué a Madrid. Tenía yo dieciséis años. Vinimos juntos yo y otro chico, que... le llamaban Perico Moratilla, y después fue militar y murió en la guerra de África... ¡Guapo chico! Pues como le digo, llegamos a la Cava Baja con lo puesto, y sin una mota. ¿Qué comeríamos? ¿Dónde pasaríamos la noche? Allá conseguimos de una vieja pollera, viuda de un maragato, unos mendrugos de pan... Moratilla tenía en su morral un pedazo grande de jabón, que le dieron más acá de Galapagar. Quisimos venderlo; no pudimos. Llegó la noche, y velay que hicimos nuestra alcoba arrimados a los cajones de la Plazuela de San Miguel... Dormimos como unos canónigos hasta la madrugada, y al despertar, a entrambos se nos antojó tomar venganza de la puerquísima humanidad   —289→   que en aquel desamparo nos tenía. Antes de que Dios amaneciera, nos fuimos a la escalerilla de la Plaza Mayor, y untamos de jabón todos los escalones de la mitad para arriba... Luego nos pusimos abajo, a ver caer la gente. Tempranito empezaron a pasar hombres y mujeres, y a resbalar, ¡zas! Era una diversión. Bajaban como balas, y algunos iban disparados hasta la calle de Cuchilleros... Este se rompía una pierna, aquel se descalabraba, y mujer hubo que rodó con las enaguas envueltas en la cabeza. En mi vida me he reído más. Ya que no comíamos, nos alimentábamos con la alegría. ¡Cosas de muchachos...! Fue una maldad. Pues tome nota, y ahí tiene un pecado que no le dije porque de él no me acordaba».




ArribaAbajo- IX -

Gamborena no le contestó. Le afligía la falta de unción religiosa que el enfermo mostraba, y la rebeldía de su espíritu ante el inevitable tránsito. O no creía en él, o creyéndolo, se rebelaba contra la divina sentencia, poseído de furor diabólico. Testarudo era el misionero, y no se dejaría quitar tan fácilmente la presa. Observole el rostro, queriendo penetrar con sagaz mirada en su pensamiento,   —290→   y ver qué ideas bullían bajo el amarillo cráneo, qué imágenes bajo los párpados abatidos. Hombre de mucha práctica en aquellos negocios, y expertísimo en catequizar sanos y moribundos, recelaba que el espíritu maligno, burlando las precauciones tomadas contra él, hubiese ganado solapadamente la voluntad del desdichado Marqués de San Eloy, y le tuviese ya cogido para llevársele. El buen sacerdote se preparó a luchar como un león; examinado el terreno y elegidas las armas, se trazó un plan, cuya estructura lógica se comprenderá por el siguiente razonamiento.

«Este desdichado es todo egoísmo, con su poco de orgullo, y desmedido amor a las riquezas. En el egoísmo, enorme peso, monstruoso bulto, hace presa el maldito Satán; la codicia le infunde su ardiente anhelo de vivir. Adora su yo, su personalidad viva, y mientras tenga esperanza de conservarse en sí, como es, no se conformará con la muerte, no dará entrada en su alma a la compunción ni a la gracia divina. Que pierda la esperanza, y el egoísmo se debilitará. Duro es, y a veces inhumano, quitar a los moribundos la última esperanza, cortar la hebra tenue con que el instinto se agarra a las materialidades de este mundo. Pero hay casos en que conviene cortarla, y yo la corto, sí, porque en ello veo,   —291→   en conciencia, el único medio de arrancar al demonio maldito lo que no debe ser suyo, no y no mil veces... no lo será».

Pensando esto, se dispuso a obrar con presteza. «Sr. D. Francisco» -le dijo, sacudiéndole por un brazo.

No respondió hasta la tercera vez.

«Sr. D. Francisco, óigame un instante».

-Déjeme ahora... Estaba pensando... Vamos, que me veía en aquellas fechas..., cuando entré en el Real Cuerpo de Alabarderos, y me puse por primera vez el uniforme.

-¿Por ventura no tenemos ahora cosa de más provecho en qué pensar?

-Sí... me siento bien, y pienso en mis cosas.

-¿Y no teme que pronto puede sentirse mal?

-Usted me ha dicho que me restableceré.

-Eso se dice siempre para consolar a los pobres enfermos. Pero a un hombre de carácter entero y de inteligencia superior, no se le debe ocultar la verdad.

-¿No me salvaré? -preguntó de súbito don Francisco, abriendo mucho los ojos.

-¿Qué entiende usted por salvarse?

-Vivir.

-No estamos de acuerdo: salvarse no es eso.

  —292→  

-¿Quiere usted decir que debo morirme?

-Yo no digo que usted debe morirse, sino que el término de la vida ha llegado, y que es urgente prepararse.

La estupefacción paralizó la lengua de Torquemada, que por un mediano rato tuvo clavados sus ojos en el rostro del confesor.

«¿De modo que... no hay remedio?».

-No.

Pronunció este no el sacerdote con la calculada energía que el caso, a su parecer, demandaba, creyendo cumplir con un deber de conciencia, dentro de las atribuciones de su alto ministerio. Fue como un hachazo. Creyó que debía darlo, y lo dio sin consideración alguna. Para Torquemada fue como si una mano de formidable fuerza le apretara el cuello. Puso los ojos en blanco, soltó de su boca un sordo mugido, y cuerpo y cabeza se hundieron más en las blanduras del lecho, o al menos pareció que se hundían.

«Hermano mío -le dijo Gamborena-, más propia de un buen cristiano es en estos instantes la alegría que la aflicción. Considere que abandona las miserias de este mundo execrable, y entra a gozar de la presencia de Dios y de la bienaventuranza, premio glorioso de los que mueren en el aborrecimiento del pecado y en el amor de la virtud. Basta con que   —293→   dirija todos sus pensamientos, todas sus facultades a Jesús divino, y le ofrezca su alma. Ánimo, hijo mío, ánimo para renunciar a los bienes caducos y a toda esta putrefacción terrenal; y fervor, amor, fuego del alma para remontarse al seno de Nuestro Padre, que amoroso ha de recibirle en sus brazos».

Nada dijo D. Francisco, y el confesor temió que hubiera perdido el conocimiento. Abatidos los párpados, fruncido el entrecejo, la boca fuertemente cerrada, chafando un labio contra otro, el enfermo se desfiguró visiblemente en breve tiempo. Su piel era como papel de estraza, y despedía un olor ratonil, síntoma comúnmente observado en la muerte por hambre. ¿Dormía o había caído en un colapso profundo, precursor del sueño eterno? Fuera lo que fuese, ello es que al meterse en sí como caracol asustado que se esconde dentro de su cáscara, percibió vagas imágenes, y sintió emociones que conturbaron su alma casi desligada ya de la materia. Creyose andando por un camino, a término del cual había una puerta no muy grande. Más bien era pequeña; pero ¡qué bonita!... el marco de plata, y la hoja (porque no tenía más que una hoja) de oro con clavos de diamantes; diamantes también en las bisagras, en el llamador, y en el escudillo de la cerradura. Y los   —294→   constructores de la tal puerta habíanla hecho con monedas, no fundidas, sino claveteadas unas sobre otras, o pegadas no se sabía cómo. Vio claramente el cuño de Carlos III en las pálidas peluconas, duros americanos y españoles, y entre ellos preciosas moneditas de las de veintiuno y cuartillo. Miraba el tacaño la puerta sin atreverse a poner su trémula mano en el aldabón, cuando oyó rechinar la cerradura. La puerta se abría desde dentro por la mano del beatísimo Gamborena; pero no se abría lo suficiente para que pudiera entrar una persona, aunque sí lo bastante para ver que el buen misionero vestía como el San Pedro de la cofradía de prestamistas, en la cual él (D. Francisco) había sido mayordomo. La calva reluciente, los ojuelos dulces no se le despintaron desde fuera. Observó que estaba descalzo, y que llevaba sobre los hombros una capa con embozos colorados, bastante vieja.

Mirole el portero sonriendo, y él se sonrió también, movido de temor y esperanza, diciendo:

«¿Puedo entrar, Maestro?».



  —295→  

Arriba- X -

Tantas veces le llamó Gamborena, hablándole con la boca casi pegada a la oreja, que al fin respondió, como despertando:

«Sí, Maestro, sí. Me he quedado con las ganas de saber...».

-¿Qué?

-Si me dejaba entrar o no. A ver... ¿tiene ahí las llaves?

-No piense en las llaves, y dígame con brevedad si son sinceros sus deseos de entrar, si ama a Jesucristo y anhela ser con Él, si reconoce sus pecados, el vicio infame de la avaricia, la crueldad con los inferiores, la falta absoluta de piedad para con el prójimo, la tibieza de sus creencias.

-Reconozco -dijo Torquemada con sorda voz que apenas se oía-. Reconozco..., y confieso.

-Y ahora, todos sus pensamientos son para Jesús, y si alguna idea o algún afán de los que le extraviaron en vida viene a turbar esa paz, esa resignación dulce con que aguarda su fin, usted lo rechazará, usted rechazará ese sentimiento, esa idea...

-La rechazo... sí...: Jesús... -murmuró el enfermo-. ¿Pero usted abre?... dígame si   —296→   abre. Porque si no..., aquí me quedo, y... A bien que no es floja empresa..., convertir el Exterior y las Cubas en Interior...

-Hijo mío, desprecie toda esa inmundicia.

-¡Inmundicia!, ¿lo llama inmundicia?...

Siguió rezongando muy por lo bajo. No se le entendía. Su habla era como el gorgoteo profundo de un manantial en el fondo de una caverna.

Desconsolado y lleno de inquietud, Gamborena tuvo por cierto que la lucha seguía empeñada entre él y Satanás, disputándose la posesión de un alma próxima a lanzarse a lo infinito. ¿Quién vencería? Dotado de facultades poéticas, la mente del clérigo vio representada en imágenes la formidable batalla. Del otro lado del lecho, por la parte de la pared, estaba el Demonio, tanto más traidor cuanto más invisible. El sacerdote cristiano sugería por la izquierda, el enemigo de todo bien por la derecha. Gamborena tenía por su lado el corazón. Puso sobre él la mano, y apenas le sentía latir. Probó llamar al entendimiento, con esperanza de que aún respondiera; pero el entendimiento no quiso darse por entendido, o ya no ejercía autoridad sobre la palabra. Los gemidos inarticulados, las rudas expresiones irónicas que moduló el frío labio del moribundo, sonaron en el oído del sacerdote   —297→   como inspiradas por el enemigo que de la otra parte luchaba encarnizadamente.

Anochecía, y el misionero hubo de abandonar por un rato su puesto de combate, para acudir a la capilla a Reservar el Santísimo. En esta imponente ceremonia, a la que asistieron la familia, la servidumbre, y muchos amigos de la casa, elevó el buen padrito su espíritu con ardiente fervor a la Majestad Omnipotente, implorando sostén y auxilio para salir victorioso en la tremenda lucha. Encomendó con plegaria dolorida el alma del triste pecador, y pidió para él la gracia por los maravillosos medios que sólo Dios sabe y emplea, supliendo la ineficacia de los medios humanos. La emoción del buen sacerdote se traslucía en su semblante grave y en la dulzura de sus ojos. Cuando terminó el acto, pudo observar que muchos de los presentes tenían el rostro encendido de llorar.

Y otra vez allá, al campo de batalla. En el breve tiempo que duró la Reserva, habíase desfigurado tanto el rostro del pobre enfermo, que Gamborena le hubiera desconocido, si no estuviese acostumbrado a tales mudanzas del humano semblante en trances como aquel. Si cada transformación de las facciones pudiera expresarse por espacios de tiempo, y la descomposición fisonómica se   —298→   representara por edades, D. Francisco Torquemada tenía ya novecientos años, como Matusalén.

Por acuerdo entre la familia y el doctor, se suprimió la medicación de última hora, que no sirve más que para disputar algunos instantes a la muerte, atormentando inútilmente al enfermo. La ciencia nada tenía que hacer allí: bien lo demostró la salida de Miquis y su paso por la gran galería hacia afuera, paso en el cual pudiera verse cierta tristeza, pero también resolución, como de un hombre que siente no haber triunfado allí, y que se dirige a otra parte donde triunfar espera. Despedida la Ciencia, a la Religión correspondía lo restante, que era mucho, a juicio de todos. Gamborena y una hermana de la Caridad ocuparon los dos costados del lecho que pronto sería mortuorio. La familia se retiró al próximo gabinete.

Don Francisco abría con ansia su boca, en demanda de agua, que le daba la monjita. Angustiosa era su respiración, con un pausado ritmo que desesperaba. Llegó un momento en que la suspensión casi instantánea del estertor, les hizo creer que había muerto, y ya se disponían a la prueba del espejillo, cuando Torquemada respiró de nuevo con relativa fuerza, y dijo algunas palabras.

  —299→  

«Exterior y Cubas... mi alma... la puerta».

Los miró. Pero sin duda no los conocía. Volviéndose hacia la monja, le dijo: «¿Abre usted, o no abre? Quiero entrar...».

Gamborena suspiraba. Su intranquilidad subió de punto, observando en la mirada del moribundo la expresión irónica que en él era común cuando hablaba de cosas de ultratumba. Díjole el misionero palabras muy sentidas; pero él no pareció comprenderlas. Sus ojos, que allá en lo profundo de las cuencas amoratadas apenas brillaban ya, no se fijaban en objeto alguno, y se movían inciertos, buscando... Dios sabe qué. Gamborena vio en ellos la desconfianza, que casi era la base de aquella personalidad próxima a extinguirse.

Por el otro lado, la monjita le decía con ferviente anhelo que invocase a Jesús, y mostrándole un crucifijo de bronce, lo aplicó a sus labios para que lo besara. No se pudo asegurar que lo hiciera, porque el movimiento de los labios fue imperceptible. Cuando le administraron la Extremaunción, no se dio cuenta de ello el enfermo. Poco después tuvo otro momento de relativa lucidez, y a las exhortaciones de la monjita, respondió, quizás de un modo inconsciente: «Jesús, Jesús, y yo... buenos amigos... Quiero salvarme».

Cobró esperanzas Gamborena, y lo que lograr   —300→   no podía dirigiéndose a un alma casi desligada ya del cuerpo, intentábalo invocando fervorosamente al Divino Juez que pronto había de juzgarla. Estrechó la mano del moribundo; creyó sentir ligera presión de los dedos glaciales. A lo que el misionero le decía aproximando mucho su rostro, respondía Torquemada con estremecimientos de la mano, que bien podían ser un lenguaje. Algunas expresiones, mugidos, o simples fenómenos acústicos del aliento resbalando entre los labios, o del aire en la laringe, los tradujo Gamborena con vario criterio. Unas veces confiado y optimista, traducía: «Jesús..., salvación... perdón...». Otras, pesimista y desesperanzado, tradujo: «La llave... venga la llave... Exterior... mi capa... tres por ciento».

Dos horas, o poco más, se prolongó esta situación tristísima. A la madrugada, seguros ya los dos religiosos de que se acercaba el fin, redoblaron su celo de agonizantes, y cuando la monjita le exhortaba con gran vehemencia a repetir los nombres de Jesús y María, y a besar el santo crucifijo, el pobre tacaño se despidió de este mundo, diciendo con voz muy perceptible: «conversión». Algunos minutos después de decirlo, volvió aquella alma su rostro hacia la eternidad.

«¡Ha dicho conversión! -observó la monjita   —301→   con alegría, cruzando las manos-. Ha querido decir que se convierte, que...».

Palpando la frente del muerto, Gamborena daba fríamente esta respuesta:

«¡Conversión! ¿Es la de su alma, o la de la Deuda?».

La monjita no comprendió bien el concepto, y ambos de rodillas, se pusieron a rezar. Lo que pensaba el bravo misionero de Indias, al propio tiempo que elevaba sus oraciones al Cielo, él no había de decirlo nunca, ni el profano puede penetrarlo.

Ante el arcano que cubre, como nube sombría, las fronteras entre lo finito y lo infinito, conténtese el profano con decir que, en el momento aquel solemnísimo, el alma del señor Marqués de San Eloy se aproximó a la puerta, cuyas llaves tiene... quien las tiene. Nada se veía; oyose, sí, rechinar de metales en la cerradura. Después el golpe seco, el formidable portazo que hace estremecer los orbes. Pero aquí entra la inmensa duda. ¿Cerraron después que pasara el alma, o cerraron dejándola fuera?

De esta duda, ni el mismo Gamborena, San Pedro de acá, con saber tanto, nos puede sacar. El profano, deteniéndose medroso ante el velo impenetrable que oculta el más temido y al propio tiempo el más hermoso misterio   —302→   de la existencia humana, se abstiene de expresar un fallo que sería irrespetuoso, y se limita a decir:

«Bien pudo Torquemada salvarse».

«Bien pudo condenarse».

Pero no afirma ni una cosa ni otra... ¡cuidado!