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Las fuentes de sus primeros poemas también son diversas, más allá de los versos de su amigo de la adolescencia oriolana, Pepito Marín -Ramón Sijé- y de la prosa de Gabriel Miró. Juan Ramón Jiménez reverbera en «Eternidad», mientras Darío se hace omnipresente en «Lección de armonía». Pero más allá de la tradición canónica, en los poemas juveniles de Miguel aflora una inusitada novedad.

La preocupación social y el tono conversacional de la poesía hispánica de la segunda mitad del siglo veinte ya figuran con fuerza en un poema de 1930, «¡En mi barraquica!».

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La afortunada frase que alude a la estrategia del poeta autodidacta para superar su rusticidad aldeana es de Agustín Sánchez Vidal, en su Introducción a la admirable edición crítica de la Obra completa de Miguel Hernández preparada por él y José Carlos Rovira, con la colaboración de Carmen Alemany (vol. I, Poesía, Madrid, Espasa-Calpe, 1992, pág. 32). A lo largo de este ensayo citaremos al poeta por dicho volumen de esta edición, poniendo entre guiones sus iniciales -MH- y el número de la página correspondiente.

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13

Ibid., vol. III, Prosas/Correspondencia, pág. 2307.

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14

Ibid., vol. I, pág. 36.

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15

En Austral, Madrid. Luce López-Baralt ha notado esta posible influencia (Op. cit., pág. 77).

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16

Miguel Hernández, op. cit., vol. I, pág. 33.

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17

Ver Carlos Bousoño, Teoría de la expresión poética, Madrid, Gredos, 1998.

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18

Pocos años después, en «Me sobra el corazón», Miguel escribirá versos que podría haber firmado el Cholo peruano: «Hoy estoy sin saber yo no sé cómo, / hoy estoy para penas solamente, / hoy no tengo amistad, / hoy sólo tengo ansias / de arrancarme de cuajo el corazón / y ponerlo debajo de un zapato» (MH, 531).

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19

Miguel Hernández, op. cit., notas, vol. I, pág. 788.

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20

San Juan de la Cruz, Obra completa, edición de Luce López-Baralt y Eulogio Pacho, Madrid, Alianza Editorial, vol. I, 1991, pág. 61.

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