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Tres tiempos en un poema de Antonio Machado (reminiscencia, reviviscencia, conciencia en acto)

Ángel L. Prieto de Paula

El 1 de agosto de 1912, apenas un mes después de que hubiera salido al público Campos de Castilla, moría en Soria Leonor, la esposa niña de Antonio Machado. No permaneció el poeta más de una semana en la alta ciudad castellana, y, al cabo de una breve estancia en Madrid, a finales de octubre se encontraba ya en Baeza, en cuyo Instituto General y Técnico profesaría unos años centrales de su vida. Tras la fortuna de su segundo libro, Machado compartiría su dedicación poética y sus clases en el Instituto de Baeza -profesor a su pesar- con las lecturas filosóficas, la reflexión política sobre los muy tópicos males de la patria, los paseos por los alrededores de «la ciudad moruna». El aislamiento que debió de padecer en esa ciudad puede colegirse de la carta, estremecedora por varios conceptos, que escribió a su admirado Unamuno en 1913, cuando ya llevaba varios meses asentado en ella. En dicha carta, además de la confesión de su estado tras la muerte de Leonor, se lamenta de la incultura, sequedad intelectual, conservadurismo recalcitrante de Baeza, que sale perdiendo en el cotejo que Machado hace de ella con su añorada Soria: «En Soria fundamos un periodiquillo para aficionar a las gentes a la lectura y allí tiene V. algunos lectores. Aquí no se puede hacer nada. Las gentes de esta tierra -lo digo con tristeza porque, al fin, son de mi familia- tienen el alma absolutamente impermeable»; y, casi inmediatamente: «reconozco la superioridad espiritual de las tierras pobres del alto Duero».1 Pero no se olvide que don Antonio también había zaherido crudamente a Castilla en un libro en que tan vivos como sus elogios son sus vituperios. Baeza o Soria, Andalucía o Castilla, importan sobre todo como estímulo para una suerte de patriotismo activo acotado entre la geografía, la tipología social y la moral colectiva. En las pequeñas ciudades donde residió reconoce la representatividad nacional -«esto es España más que el Ateneo de Madrid»,2 dice en otro momento a don Miguel, a propósito de Baeza-, como un crisol en que se juntaran, miniados, los signos de la postración española, cuyo diagnóstico y tratamiento ocuparán a Machado muy particularmente a partir de Campos de Castilla.

El año en que hace esas confesiones a Unamuno, 1913, es también el de la rumia de un dolor aniquilante que en algunos momentos lo llevó a considerar la posibilidad del suicidio: «Cuando perdí a mi mujer pensé pegarme un tiro», había escrito en una carta de 1912 a Juan Ramón Jiménez;3 aunque luego ese dolor lancinante iría aposentándose, apaciguado, en los pliegues de su interioridad, de donde ya nunca saldría del todo, convertido en el sustrato sobre el que construyó el resto de su obra, así como Leonor fue también el sustrato que se transparentaba en la superficie de otros amores tardíos. Según confesión propia, el éxito de Campos de Castilla actuó en el poeta vitalmente desmoronado como un reclamo externo de responsabilidad moral, orientada ahora principalmente a la tarea de ayudar a nacer una nueva España sobre el yermo ocupado por la inercia y la barbarie: de ahí la entidad de Baeza como símbolo. Pero la crisis fue tan fuerte que requirió algo más que el lenitivo del tiempo, del que decimos que todo lo cura: en la obra de hacia 1913 se observa una casi violenta remoción de los formantes espirituales de don Antonio, que acaso yacían amortecidos en el fondo de su sensibilidad y de su cultura, por ver de abandonar una melancolía casi letal.

Por ahora se inclina el poeta hacia la intervención educativa, en línea con las preocupaciones institucionistas de espíritu krausista, procedentes de Giner de los Ríos, su maestro en la ILE. Este es el inicio del período más intenso en la formación de su pensamiento filosófico -de base autodidáctica, aunque cursó estudios libres de Filosofía en la Universidad de Madrid, por la que se licenció en 1918-, que fue posándose sobre ese mantillo de una sentimentalidad alimentada por el dolor de la ausencia. El aura de la esposa muerta aparece como plasmación espiritual de los paisajes sorianos y aun como uno de sus elementos constituyentes, en estampas en las que Soria frecuentemente contrasta con esos otros paisajes baezanos desde los que comienzan a rezumar los recuerdos. Años más tarde, cuando el dolor de esos recuerdos se había remansado, resurge el contraste no resuelto nunca, en poemas como uno de «Los sueños dialogados», de Nuevas canciones (CLXIV, XV, II): «¿Por qué, decisme, hacia los altos llanos / huye mi corazón de esta ribera, / y en tierra labradora y marinera / suspiro por los yermos castellanos?». La muerte de su mujer, que coincidió con el cierre de un ciclo poético, pareció haberlo dejado un instante mudo, en un estado vivencial cuya intensidad suele resultar incompatible con la poesía. Pero la asimilación de los cambios que vive en su nueva situación, y el propio choque con una tierra que le insta a saltar sobre su experiencia inmediata y retrotraerse hasta la niñez andaluza -no obstante la diversidad entre la Andalucía sevillana y esta otra Andalucía-, ponen de nuevo en su mano la pluma, de la que salen algunos de sus poemas más intensos. Entre ellos, destacan sobremanera los compuestos para recuperar a Leonor de su desaparición absoluta, en un ejercicio doliente y elegíaco que responde a la actitud psíquica de quien, en la citada carta a Unamuno, confesaba:

La muerte de mi mujer dejó mi espíritu desgarrado. Mi mujer era una criatura angelical segada por la muerte cruelmente. Yo tenía adoración por ella; pero sobre el amor está la piedad. Yo hubiera preferido mil veces morirme a verla morir, hubiera dado mil vidas por la suya. No creo que haya nada extraordinario en este sentimiento mío. Algo inmortal hay en nosotros que quisiera morir con lo que muere. Tal vez por esto viniera Dios al mundo. Pensando en esto, me consuelo algo. Tengo a veces esperanza. Una fe negativa es también absurda. Sin embargo, el golpe fue terrible y no creo haberme repuesto. Mientras luché a su lado contra lo irremediable me sostenía mi conciencia de sufrir mucho más que ella, pues ella, al fin, no pensó nunca en morirse y su enfermedad no era dolorosa. En fin, hoy vive en mí más que nunca y algunas veces creo firmemente que la he de recobrar. Paciencia y humildad.4


Las recuperaciones evocatorias de Leonor, bien como sustancia única de los versos, bien como núcleo recubierto de otros motivos, paisajísticos fundamentalmente -alusivos a Soria y a Baeza-, ocupan toda una serie de poemas que, aunque destinados a integrar un volumen independiente, terminaron formando parte de la edición ampliada de Campos de Castilla, tal como figuró en las Poesías completas de 1917. Se trata de un ciclo poético de la muerte y la rememoración de Leonor desde Baeza, que se extiende entre las composiciones CXVIII y CXXVII, y en el que Machado alcanza uno de los momentos más elevados de su poesía; aunque hay una anterior, la CXVI, en que se adivina el fantasma de Leonor aun sin llegar a plasmarse explícitamente en el poema, que refiere la despedida del poeta de Soria:

¡Adiós, tierras de Soria; adiós el alto llano

cercado de colinas y crestas militares,

alcores y roquedas del yermo castellano,

fantasmas de robledos y sombras de encinares!

En la desesperanza y en la melancolía

de tu recuerdo, Soria, mi corazón se abreva.

Tierra de alma, toda, hacia la tierra mía,

por los floridos valles, mi corazón te lleva.5



Es este uno de los varios poemas «sorianos» de Antonio Machado, que por su entonación de despedida está impregnado de la tristeza de una pérdida personal, aunque sin volcarse en el tema específico de la muerte. Sin embargo, no corresponde con nitidez a los poemas de esta secuencia; de hecho, va seguido de otra composición castellanista en la que tampoco hay referencias evidentes a Leonor («Al maestro «Azorín» por su libro Castilla»), aunque sí indirectas, dado el protagonista enlutado que escribe, espera el correo y termina llorando ante el fuego en el que borbolla una marmita. A partir de ahí, todas las composiciones de la serie acotada tienen notas explícitas de ausencia de la amada, y un par de ellas, la CXIX y la CXXIII, están concentradas con exclusividad en su muerte; aunque el resto combina los dos componentes que conforman el canon: paisaje soriano (bien presentado con exclusividad, bien en su contraste con el de Baeza, desde donde se inicia el remonte retrospectivo del recuerdo) y tribulación por la pérdida amorosa.

De la citada serie de poemas, el CXVIII es de esencia paisajística sobre los alrededores de Baeza, la tierra nueva y vieja en que desea integrarse el autor tras su desventura biográfica cancelada en 1912. La espesura de sus descripciones muestra aquí el universo baezano presente en los poemas añadidos a Campos de Castilla (como también en los de Nuevas canciones), para quebrarse abruptamente en un verso, el final («¡Ay, ya no puedo caminar con ella!»), que obliga a releer las referencias geográficas anteriores a la luz de este quejido. El CXIX, extraordinario en su concisión y lirismo, se compone de cuatro alejandrinos que recogen el monólogo del autor, con Dios como interlocutor apartado y al que se invoca expresamente en cada uno de los versos. Tras la expresión taxativa de la ausencia provocada por la muerte («Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería»), se alza la soledad del poeta, reducido por sinécdoque a su corazón amante, frente a la vastedad oceánica de lo incognoscible: «Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar». El CXX, también muy breve, expone la oscilación, entre esperanza y desesperanza, sobre la posibilidad a que se refería en la carta a Unamuno de recuperar algún día a su esposa muerta. Dejamos de momento el CXXI, del que me ocuparé luego. El CXXII es muy parejo temáticamente al CXXI, aunque menos denso que él, por cuanto el motivo de ambos -la ensoñación de un paseo por los campos sorianos, de la mano de la esposa desaparecida- en este se reviste de ciertas expresiones sobre el sueño por parte del sujeto, que se sitúa fuera de él («¡Eran tu voz y tu mano, / en sueños, tan verdaderas!...»), de modo que rompen la credulidad en el milagro de la reviviscencia. Al final, y en eco del remate del poema CXX («Late, corazón... No todo / se lo ha tragado la tierra»), surge la expresión ambigua de esa oscilación entre esperanza y desesperanza a que me he referido antes («Vive, esperanza, ¡quién sabe / lo que se traga la tierra!»). Una de las cumbres de la serie es el poema CXXIII, que relata la visita de la muerte («Una noche de verano»). La intensidad del contenido parece no conciliarse con lo alado de su formulación poética. En él no figura la muerte destruyendo a uno de los amantes, sino desconectando el vínculo entre ambos:

¡Ay, lo que la muerte ha roto

era un hilo entre los dos!



La misma alusión a la muerte de la amada como la quiebra de la conexión entre los amantes, resurge en otros poemas de Antonio Machado, y de este ciclo en concreto. Otra vez en una realidad reminiscente, el poema CXXIV describe el paisaje soriano, aun sin identificarlo explícitamente, tal como aparece en diversas composiciones machadianas. Aquí hasta incluye versos que coinciden en fórmulas y expresiones con el CXXVI -el conocidísimo dedicado a José María Palacio-, para cerrarse con una referencia al autorreconocimiento esperanzado en la ausencia de la amada, al cabo de un proceso de divinización, de raíces trovadorescas y stilnovistas, que explican la mayúscula inicial así como la antonomasia («esta amargura que me ahoga fluye / en esperanza de Ella...») y el oxímoron (la amargura que fluye en esperanza).

Quizá el poema más extraño temáticamente de toda la serie sea el CXXV, que muestra una tensión agramatical en la forma de las oraciones iniciales debida, supongo, a la falta de ajuste en la contraposición sentimental de los paisajes castellano y andaluz, respectivamente (el verso 2 tiene una difícil inserción sintáctica en el contexto oracional; un caso similar en verso 31). Comienza el poema con una descripción del paisaje de su tierra andaluza, que se ve interrumpida por la confesión de su patriotismo soriano: «yo tuve patria donde corre el Duero / por entre grises peñas / y fantasmas de viejos encinares...»; con él contrasta la imposibilidad de arraigo del poeta en la materia del recuerdo andaluz («mas falta el hilo que el recuerdo anuda / al corazón, el ancla en su ribera, / o estas memorias no son alma»), sin duda por la interferencia a que lo someten las vivísimas estampas de la perdida felicidad soriana.

El poema CXXVI, otra de las cumbres de la serie, es un envío a su amigo el periodista José María Palacio, con la solicitud de que suba al Espino, el cementerio donde descansa Leonor, en cuanto apunten los primeros signos de la rezagada primavera soriana. A medida que se avanza en la lectura, el poema va amontonando los rasgos que conforman la tópica de esas tierras castellanas apenas salidas del invierno: acacias y chopos aún desnudos, olmos viejos, sierras nevadas, Moncayo blanco y rosa, peñas grises, campanarios con las primeras cigüeñas, trigales verdeantes, zarzas y ciruelos que comienzan a florear... La precisión y sensibilidad descriptivas no salvan por sí solas el poema -hasta aquí, solo un muestrario de calidad-, cuya grandeza emotiva aparece, turbadora y casi violenta, en los dos últimos versos: el anteúltimo («en una tarde azul, sube al Espino») dota de intensidad conativa a las discretas descripciones paisajísticas anteriores; y el último («al alto Espino donde está su tierra...») especifica casi elusivamente la condición del Espino, el cementerio donde -y aquí la elusión se une a la antonomasia- descansa Leonor. Esta propensión escamoteadora al referirse al cementerio soriano se mantiene en otras ocasiones en que el poeta vuelve a ello; así en el poema perteneciente a «Los sueños dialogados», de Nuevas canciones (CLXIV, XV, II), ya citado, cuyo final explicita la segregación espiritual del poeta respecto a las tierras del sur, donde nació, y su atracción por los «altos llanos», mediante los vocativos que ocupan el endecasílabo final: «¡El muro blanco y el ciprés erguido!».

La serie se cierra con el CXXVII, que describe uno de los viajes en tren por los campos jiennenses. En él existe también una clara referencia al pasado con Leonor, cuando el poeta viajaba en compañía; pero ya no aparece como remate de la composición, en cuya cima necesariamente ha de detenerse la atención sentimental del lector, sino que está incrustada en ella a modo de paréntesis. Una nueva referencia al hilo roto entre los amantes («¡Y la unión / que ha roto la muerte un día!») enlaza este con los poemas CXXIII y, en una aplicación distinta, CXXV. Tras el injerto del pasado, el espíritu tocado por la retrospección ya no logra remontar el vuelo en el resto del poema, y desprenderse de la tristeza sobrevenida en el paréntesis rememorativo. En ese punto del poema, tras el nudo en la garganta que ha supuesto la invasión de los recuerdos, se produce una inflexión: el poema continúa, el viaje continúa («Tren, camina, silba, humea, / acarrea / tu ejército de vagones, / ajetrea / maletas y corazones»), la vida también continúa. En lo sucesivo, la experiencia amorosa soriana quedará debidamente protegida en el relicario de la intimidad.

He hablado ya de dos cimas de la serie, las constituidas por las composiciones CXXIII y CXXVI. La tercera es el poema CXXI,6 bajo cuya llaneza elocutiva se esconde una construcción que armoniza la complejidad estructural y la intensidad sentimental, según me dispongo a comentar:

Allá, en las tierras altas,

por donde traza el Duero

su curva de ballesta

en torno a Soria, entre plomizos cerros

y manchas de raídos encinares,

mi corazón está vagando, en sueños...

   ¿No ves, Leonor, los álamos del río

   con sus ramajes yertos?

   Mira el Moncayo azul y blanco; dame

   tu mano y paseemos.

   Por estos campos de la tierra mía,

   bordados de olivares polvorientos,

   voy caminando solo,

   triste, cansado, pensativo y viejo.



El poema apareció publicado en La Lectura, y formaba parte de la serie Cantares y proverbios a la que se refirió Machado como libro independiente; y luego en Poesías completas de 1917, dentro de Campos de Castilla, donde finalmente debe leerse. Pertenece, así pues, al ámbito descriptivo de los poemas castellanos del libro en el que finalmente se integró; pero su lectura está tamizada por la luz elegíaca de una pérdida, o mejor de dos -paisaje y figura, Soria y Leonor-, simultáneas en el tiempo. Esta circunstancia no es intrascendente: cuando Machado cierra el ciclo del primer Campos de Castilla, se encuentra ya decididamente alejado de la estética dominante en Soledades, al menos en su intención; así lo expresa en una «Biografía» que pergeña a comienzos de 1913, apenas asentado en Baeza: «Recibí alguna influencia de los simbolistas franceses, pero ya hace tiempo que reacciono contra ella».7 Incluso en el «Retrato» que abre Campos de Castilla se mostraba ya renuente, si no exactamente al simbolismo de procedencia francesa, sí a la conversión de este en las maneras de la «moderna estética» heredera de Rubén. Su reacción antisimbolista parece algo más que mera prolongación de esa caprichosa «gran aversión a todo lo francés, con excepción de algunos deformadores del ideal francés».8 producida, entre otras razones menos anecdóticas, porque fue en Francia donde se le manifestó violentamente a Leonor la hemoptisis que señalaba su grave enfermedad. Más allá de aversiones de escaso fundamento estético, Machado se había distanciado de una poesía que él entendía como excesivamente intimista e históricamente descontextualizada. Es el momento en que se orienta hacia la referencialidad de que da testimonio «La tierra de Alvargonzález», por ejemplo, y también hacia la condensación aforística, próxima en su sintetismo al haikú que va dejando una estela del Modernismo a la Vanguardia, pero también peligrosamente cercana a la charada criptológica y al acartonamiento campoamorino, cuyo prosaísmo no siempre acierta a evitar Antonio Machado. La necesidad de evocar la etapa soriana -encuentro y pérdida de la felicidad, que en la memoria del poeta aparecen casi siempre fundidos en una sola entidad reminiscente-, magnificada y seguramente también mistificada por la memoria retrospectiva, explica el regreso del poeta a ciertas galerías anímicas de su primer libro, al simbolismo en suma, con los contenidos de esa intimidad cuya presencia termina por empañar de subjetivismo la realidad poetizada. Así que, cuando leemos uno de los poemas de la sección a que me refiero, no es extraño percibir la confluencia de dos líneas que caracterizan por separado la poesía del autor -la intimista de cariz simbolista, por un lado; la referencial descriptiva por otro-, solo que ahora coexistiendo, machihembradas, en la misma composición.

Pues bien, el poema CXXI, uno de los más sinópticos de la serie, es también de los más densos y laboriosamente trabados. No sabemos a ciencia cierta si su trabazón obedece a una morosa y tenaz tarea compositiva, o si es fruto gracioso de algunos momentos de inspiración; pero, en cualquiera de los dos casos, resulta admirable la concatenación de unos tramos anecdóticos cuya independencia no desaparece ni siquiera ante la unidad mayor del poema. Superficialmente, este permite una lectura referencialista, que conecta notas paisajísticas castellanas y andaluzas; pero los rasgos descriptivos contienen, junto a la información geográfica, un apunte introspectivo de rara agudeza. He aquí la causa de que un poema tan breve sea, al tiempo, objetivo y subjetivo, denotativo y sugeridor, y de que sus referencias paisajísticas a Castilla y a Andalucía contribuyan a canalizar un discurso rememorativo (aunque también, y si se me permite el término, presentista): notas que, al conjuntarse simultáneamente dentro del poema, le otorgan la condición de indispensable incluso para la más restrictiva selección poética de Antonio Machado.

El poema manifiesta cierta discordancia entre su estructura exterior y la sucesión de los contenidos. Mientras que el texto se dispone estructuralmente en dos unidades, la sucesión de los tramos tópicos, con su correlación psíquica, tiene tres. Métricamente, adopta la forma del romance silva, con rima asonantada en e-o, y con versos de siete y de once sílabas. Desde el verso 1 hasta el 6 se extiende la primera serie métrica. Un sangrado en el verso 7, precedido de los puntos suspensivos al final del anterior, señala la inflexión a partir de la cual se inicia otra serie de versos. La segunda serie, homogénea en su exterior, responde en realidad a dos referencias tópicas, y a dos instancias psíquicas, bien distintas la primera respecto de la segunda, cada una de las cuales ocupa simétricamente cuatro versos: del 7 al 10 una, del 11 al 14 otra. Así las cosas, cabe preguntarse por qué, siendo tres las partes de contenido perfectamente delimitadas en el poema, este se estructura en dos. Es más: estando externamente fundidas la segunda y la tercera partes, sin embargo desde el punto de vista de la contigüidad semántica y anímica está más conectada la primera con la segunda que la segunda con la tercera, de modo que, al menos en una primera vista, parece que la marca de separación -aquí, el sangrado- habría de estar en el verso 11 en vez de en el 7.

Como se ve, la materia del poema se reparte en tres bloques de sentido, formación que no casa con su desarrollo rítmico: la rima arromanzada se opone, por su encadenamiento regular y sucesivo, a los encajonamientos estrictos en bloques de significado. El talante discursivo se intensifica en las dos primeras partes por los encabalgamientos, alguno de ellos bastante violento: de los seis versos de la primera parte, los cinco iniciales constituyen una larga proposición circunstancial de lugar, que desemboca en la oración principal del verso 6, donde se remansa sintáctica y métricamente el poema; a partir de ahí, entre los versos 7 y 10 se mantiene el despeñamiento de los encabalgamientos, solo que más sincopadamente, al introducir frases conativas breves y cortantes, con profusión de verbos frente a su escasez en la sección anterior. Todo lo contrario sucede en la sección final, que adopta una entonación epifonemática en que prevalece la esticomitia, la grave serenidad elocutiva y la monocorde reiteración de adjetivos semánticamente afines.

El momento de máxima implicación del lector se consigue, sin duda, en el contundente final. Pero la enunciación alcanza tal intensidad precisamente porque no está anunciada en los versos anteriores. El poema atraviesa, en su breve desarrollo, ámbitos relacionados con la emoción amorosa y la del paisaje, que no conducen inexorablemente al final conmovedor expresado en esos dos últimos versos; por el contrario, a lo largo de él se produce por dos veces, lo hemos apuntado atrás, la discontinuidad interna, sin que la secuencia de los versos anule totalmente la sorpresa. El poema parece haber quedado a un paso de fragmentarse internamente, muy cerca de su dislocación: así como entre el verso 6 y el 7 el enlace es relativamente fácil, aun cuando no sea previsible y por lo tanto estéticamente neutro, el que se establece entre el verso 10 y el 11 es, además de imprevisible, abrupto, sin nexos que preparen la transición.

Acudiendo ya a la secuencia de los contenidos poéticos en los tres tiempos psíquicos aludidos, el primero refiere una ensoñación vaporosa del sujeto, identificado con un «corazón» -como en la composición CXIX, a la que nos hemos referido atrás-, que deambula por el entorno soriano: la «curva de ballesta» del Duero, los cerros, las encinas. Si las imágenes subliman o radicalizan el tenor literal al que se aplican, aquí ese tenor, el paisaje soriano, no requiere de revestimientos o idealizaciones: la sobriedad tropológica de estos versos casi solo conoce la excepción de la «curva de ballesta» del Duero, por lo demás una imagen que no es nueva en Machado, dado que el contexto en que está inserta es idéntico al de la composición CXIII (VII): «cárdenas roquedas / por donde traza el Duero / su curva de ballesta / en torno a Soria, obscuros encinares»;9 y algo muy parecido puede leerse en el poema XCVIII, perteneciente a Campos de Castilla: «por donde tuerce el Duero / para formar la corva ballesta de un arquero / en torno a Soria».10 No hay ninguna pretensión de novedad, sino más bien lo que podría considerarse sequía imaginativa: el poeta ha utilizado versos ya conocidos, que en su descripción del paisaje soriano han llegado a ser arquetípicos, y por ello mismo inhábiles para sacarnos de la rutina lectora. Nótese, además, que la adjetivación en las cláusulas formadas por sustantivo y adjetivo, o al revés, es absolutamente convencional en el poeta, casi opaca: «tierras altas», «plomizos cerros», «raídos encinares». Toda esta masa de convenciones adolece, sí, de atonía expresiva; pero es esta atonía la que empuja el interés lector hacia los versos primero y último de la serie. En el primero, destaca el adverbio locativo «Allá». La circunstancia adverbial, que se desarrolla en los versos siguientes hasta el sexto, subvierte el orden lógico de la oración para dirigir la atención a los territorios sorianos, tan lejanos físicamente como afectivamente próximos. No ahorra el poeta ni siquiera la violencia sintáctica, a un paso de la incorrección gramatical («Mi corazón está vagando [por] allá»). Pero la situación oracional del adverbio, con ser destacada al constituir el arranque del poema, adquiere su completa relevancia en el contraste con el inicio de los últimos cuatro versos («Por estos campos de la tierra mía»): el demostrativo deíctico «estos» actúa como signo del aquí y del ahora, marca del presente y de su amargura; lejos en el tiempo y en el espacio queda el «allá», seña de una felicidad embarrancada en el pasado.


El poema arranca, pues, con un ejercicio de ensoñación reminiscente: el corazón del poeta deambula nebulosamente por la otra orilla de su particular Leteo, allí donde ha quedado la memoria de su amor, una vez que él ha sido desgajado del mismo, y del paisaje con que aparece conectado en su recuerdo. Y aunque la enunciación especifica que el corazón «está vagando en sueños», acaso habría que matizar que se trata de un caminar sumergido no en el sueño sino más bien en el ensueño, pues para la conciencia de quien recuerda no se ha cortado el hilo que une la mente -o el corazón- con el objeto del recuerdo: lo recordado o lo soñado aparecen para el sujeto como recordado o soñado: quien sueña sabe que está soñando. Al paseo por las altas tierras sorianas se accede desde otro lugar, justamente desde un acá que solo se manifiesta lingüísticamente en la tercera serie (v. 11).

Al final de los seis primeros versos, unos puntos suspensivos cumplen la función de enlazar un estado con otro: quien se imaginaba paseando por los oteros y los campos de encinas, seguramente acompañado de la esposa amada, es succionado por la espesura de su ensoñación. Al igual que alguien se recrea mentalmente, antes de dormir, en una estampa idílica o dichosa, y termina sumiéndose en un sueño y poblando su propia ficción, vivida como una realidad plena y excluyente, ahora el poeta ha caído dentro del sueño, convertido por tanto en un habitante del mismo: ese personaje que solicita la mano de Leonor, como tantas veces hiciera en el particular pretérito perfecto -pues es perfecto por cerrado definitivamente, pero también por encumbrado y cenital-. Dado que, ahora, quien sueña no sabe que sueña, y toma como real lo que es solo una construcción onírica, el sueño no se dice, nadie lo enuncia; es el sujeto quien opera según sus propias leyes. Lo que hubiera podido aparecer, versos atrás, como una pregunta dependiente de un verbo dicendi, ahora es oración principal, monólogo que emana de ese sujeto que vive en presente. Interrogaciones -«¿No ves, Leonor...?»- o verbos en imperativo -«Mira», «dame», «paseemos»- son señal de que la reminiscencia se ha convertido en reviviscencia, y de que ese pasado entresoñado de la primera serie de versos se vive psíquicamente en presente.

El verso 11 supone no ya una regresión del sueño que contenía en su seno al propio soñador, sino incluso del estado descrito al comenzar el poema, cuando aún no se había producido la sumersión del sujeto en la irrealidad soñada. El adverbio deíctico del arranque («Allá...»), que acotaba el territorio de la felicidad, da súbitamente paso a «Por estos campos de la tierra mía», por los que camina, ahora de verdad, el soñador caído del sueño, devuelto a una realidad grávida de la que estuvo liberado un momento, debido a la intensidad de su rememoración. Si el cenit de la felicidad se halla en la plenitud de la ficción, desarrollada aquí en la segunda sección del poema, y el ascenso a la misma se encuentra en la primera serie, la tercera muestra desnudamente lo precario de la dicha, incluso si se trata de esa dicha inventada por la nostalgia que no se resigna a la pérdida definitiva: «Por estos campos de la tierra mía, [...] voy caminando solo, / triste, cansado, pensativo y viejo». La brusquedad con que se registra el tránsito se corresponde con el metafórico costalazo que ha dado con el sujeto en tierra; cabe decir: que lo ha arrancado del sueño para devolverlo al suelo de la realidad.

El poema vertebra una experiencia elegíaca en tres tiempos -y entiendo «tiempo» tanto en lo referido a la ubicación cronológica del sujeto respecto a la acción nuclear del recuerdo y la imaginación, como en cuanto parte compositiva que se ajusta a unos requerimientos psíquicos específicos-, que quedan dispuestos así: 1) recuerdo del tiempo ido desde el tiempo actual; 2) regreso vivencial hacia un pasado vivido como presente (o sea: vivido en el pasado); y 3) recuperación de la conciencia del presente en cuanto tal presente. Más sucintamente: pasado desde el presente (reminiscencia), pasado desde el pasado (reviviscencia), presente desde el presente (conciencia en acto).

Cabría preguntarse cuál de estos tiempos prepondera aquí. Aunque un paraíso perdido es, en lo sustantivo y de manera nuclear, un paraíso, independientemente de que sus rasgos edénicos contribuyan a intensificar la sensación de pérdida, a veces la evocación termina desplazada por las notas negativas del presente. El poema, en cuanto realidad discursiva, se estructura sucesivamente, y su carga sentimental no está contenida en una sola de las unidades de su devenir, sino en la entonación dominante a lo largo de las mismas; pero aquí existen, como creo haber mostrado en las páginas de atrás, tramos perfectamente identificables que lo vertebran como totalidad aunque sin diluirse en ella. He ahí la razón de la rareza de este poema; incluso de su relativa descompostura o inarmonía, que impiden la caída en la previsibilidad. En tal caso -o sea: dada la autonomía de los tres tiempos aludidos-, sí puede hablarse de un segmento predominante dentro de la secuencia compendiosa de la composición: es el de la epifanía del ahora, el del presente en acto. La cima de la felicidad queda radicada definitivamente «allá, en las tierras altas», blanca de nieve y azul de firmamento como los picos del Moncayo, escoltada por cerros de plomo y por manchas de encinas: en un tiempo pasado, o si se quiere en un tiempo fuera del tiempo del autor. La evidencia del hic et nunc, por encima de la nostalgia de la felicidad perdida, se asienta en la conciencia del presente baezano, marcada lingüísticamente por la aflictiva sarta de adjetivos a horcajadas entre los dos versos finales: el poeta va caminando, ahora por tierras baezanas, «solo, / triste, cansado, pensativo y viejo». No se da aquí, como en algunos célebres poemas a los que nos remite esta serie de adjetivos, una gradación descendente; sino, más bien, una concatenación de estados negativos sin jerarquizar: a la vejez se llega desde la soledad de quien ha quedado sin amarre en la tierra. En el poema CXLI -otro de los incorporados en segunda instancia a Campos de Castilla-, dedicado a Xavier Valcarce, alude exactamente a esta falta de arraigo que le produce la abolición de su unión con Leonor: «¿Será porque se ha ido / quien asentó mis pasos en la tierra, / y en este nuevo ejido / sin rubia mies, la soledad me aterra?».11

El autor ha forzado, consciente o subconscientemente, la construcción, eliminando o reduciendo al máximo los elementos de conexión o inferencia. Hay, sin embargo, diversas marcas que funcionan en el poema como hilo que ensarta los tres momentos psíquicos, y sus realidades estructurales correlativas. Por una parte tenemos el motivo del caminar, que se da en la primera sección («está vagando...»), en la segunda («paseemos») y en la tercera («voy caminando»). De la inconcreción de la primera referencia se pasa a la precisión de esa forma de perífrasis continuativa de la tercera, que actualiza aún más la idea del deambular del solitario y meditativo poeta, abismado en su melancolía. Una misión parecida cumple el motivo de los árboles: en el centro, y al lado de la exaltación de la idealidad paradisíaca -pureza y edén, Moncayo «blanco y azul»-, se alzan los álamos, árboles de hoja caduca, signos de una vida que muere y resurge, asociados además al río heraclitáneo que se suma al curso cíclico de los árboles ribereños que le sirven de escolta. Antes y después, árboles de hoja persistente, respectivamente encinas y olivos, emblemas unas y otros de las tierras castellanas y de las de Andalucía oriental. El mantenimiento de estas marcas a lo largo del breve poema impide la dilaceración y el desmembramiento de la composición concebida como un todo estructural y psíquico; pero no evita una violenta distensión, que acentúa dolorosamente las fisuras en el alma rememorativa del poeta entre los tres estadios que compendian su historia de amor y de pérdida: melancolía del recuerdo, ventura de lo vivido, desamparo del momento presente.