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Un fragmento de Alfonso Sastre


(1954-1960)

Domingo Miras Molina





Hace poco, Alfonso Sastre anunció públicamente su decisión de abandonar la escritura dramática. Una grave decisión que afecta directamente a la vida cultural de este país. Yo que siempre he pensado que los textos dramáticos no estrenados -y los estrenados con mayor motivo- constituyen una riqueza espiritual, un caudal literario de hecho y teatral en potencia que está ahí, que se lee o puede ser leído, y desde esa oscura existencia de teatro escrito influye en el que se ha de escribir e incluso se ha de representar, es tenido en cuenta por aquel que lo conoce, y se supone que lo debe o debiera conocer (naturalmente, cuando se trata de textos mínimamente serios) todo aquel que se tenga por culturalmente inquieto o profesionalmente respetable, aunque pueda requerir alguna especial pesquisa el acceso a una edición minúscula o, en su defecto, al propio manuscrito.

Ese teatro de estanterías y cajones es, ciertamente, poco gratificante para el autor, que suele considerarlo frustrado en la medida en que permanece recluido en esos silenciosos espacios, pero su existencia es importante en tanto que constituye un patrimonio de la cultura colectiva, algo que pertenece a todos, incluso a aquellos que ignoran que tales textos han sido alguna vez escritos.

Es evidente que Alfonso Sastre tiene escritos textos que se hallan pendientes de estreno, y otros que han sido estrenados, más o menos a su tiempo, con más o menos retraso, en unas u otras condiciones. Cabe pensar que son los textos sin estrenar los que han provocado el desánimo de su autor, que los ve tal vez como a criaturas no acabadas de nacer, estériles embriones de espectáculos jamás producido, estériles conatos de comunicación simultánea con toda una eventual asamblea ciudadana cálida y atenta, nunca convocada; inútiles esfuerzos, trabajos baldíos que no llegaron a su previsto término ni produjeron fruto porque un medio ambiental hostil o indiferente no les propició el cumplimiento de su natural destino.

Bien puede estar ahí el origen del desánimo de Sastre, pero sin duda existen otras causas que han contribuido a ello. Por desgracia, no faltan hoy motivos para que un autor teatral se desanime. Junto a la falta de estrenos, están también los estrenos: ¿en qué condiciones se estrena?, ¿con qué medios, en qué fechas, en qué circunstancias? El autor dramático se siente con frecuencia ajeno al resultado del montaje, en el que en absoluto se reconoce, y preferiría que el público accediese a él a través de la lectura del texto y no por la asistencia a la representación. Y, entonces, piensa con envidia en los cultivadores de otros géneros literarios, esos afortunados narradores por ejemplo, que se comunican con el destinatario de sus obras sin la interposición de terceros que supriman, complementen o corrijan palabras o imágenes en tanto que responsables del espectáculo, sus artífices y demiurgos con frecuentes pretensiones de mágicos prodigiosos.

¿Ha sido éste el caso de Sastre? Personalmente, no lo creo. Aunque de todo haya habido en la viña del Señor, lo cierto es que sus montajes han sido casi siempre respetuosos e inteligentes, no se puede decir que, en general, los directores de escena lo hayan maltratado. Así que, excluida la calidad de las direcciones gozadas o sufridas como causa o motivo de su abandono de la escritura teatral, tendríamos que volver a la anterior, la falta de estrenos, lo que tampoco resulta convincente puesto que, en primer lugar, harto tiempo se pasó sin estrenar en un determinado período de su vida, con lo que bien avezado está el hombre y hecho al aguante de este endémico mal de los dramaturgos españoles vivos; y, por otra parte, se da la circunstancia de que en los últimos años se ha corregido esa situación y los estrenos han llegado, no a raudales pero han llegado al fin, y con montajes coherentes y lúcidos, con éxito de crítica y de público, y hasta, y esto es lo más milagroso en nuestros días, con larga memoria y permanente recuerdo en unos espectadores que ahora suelen olvidar en un día lo que aplaudieron el anterior.

Son razones para estar satisfecho, así lo piensan todos y así lo piensa el propio Sastre, él mismo me lo dijo hace poco en el Congreso de Autores de Teatro de San Sebastián: tiene razones para estar satisfecho y, sin embargo, no lo está. Por eso lo deja. Ha saboreado un éxito extraordinario con La taberna fantástica, ha gustado de las mieles del Centro Dramático Nacional con Los últimos años de Emmanuel Kant, ha sido programado para la Expo de Sevilla con El viaje infinito de Sancho Panza... En las actuales circunstancias no es posible pedir más, nada más se puede tener, y sin embargo la sensación de frustración persiste.

Por mi parte, entiendo perfectamente esa sensación de Alfonso. O, al menos, creo entenderla. Hace ya unos años, en el número 7 de la II época -primavera 1982- de la Revista Leviatán, publiqué un pequeño trabajo al que llamé «La nómina de autores», en el que exponía las ideas que entonces tenía y ahora sigo teniendo para una normalización del teatro español con la plena incorporación al mismo de sus autores contemporáneos, los que están escribiendo y los que empiezan a escribir. Una incorporación que no consistía simplemente en estrenar, sino en estrenar habitualmente, en estrenar periódicamente, en ejercer un oficio con asiduidad y confianza, en permanente contacto con un público que conoce a sus autores, que sigue su trayectoria, que asiste con idéntico interés a sus cimas y a sus baches, que conoce su pensamiento y su forma de expresarlo, que espera su próximo texto con una cierta impaciencia. Hubo un tiempo en que esto ocurría en nuestro teatro, pero pensar que pueda darse hoy es delirante. Y, sin embargo, la utopía no debe ser tan inalcanzable, puesto que, en no escasa medida, ese fenómeno se está produciendo en nuestra narrativa. Los Mendoza, Muñoz Molina, Merino, Mateo, Puértolas, Moix, Torrente, Ayala, Delibes, Cela, Sampedro, Torneo y tantos otros son leídos, seguidos, esperados por un público conocedor y atento, y eso es justamente lo que, desde el Siglo de Oro, ocurrió siempre con nuestros autores fueran buenos o malos, llamáranse Lope, Calderón, Zamora, Cañizares, Comella, Martínez de la Rosa. Echegaray, Benavente y tantos otros que huelga mencionar, hasta llegar a Buero y Sastre en unos años de postguerra en que la tradición se rompe por bien conocidas causas, y, cuando éstas desaparecen, se priman modas superfluas en vez de esforzarse en recuperar lo perdido; así, mientras los editores consiguen levantar una narrativa española conectada con el público, los gestores teatrales, en vez de arreglar los destrozos perpetrados por el régimen precedente, permiten que se consume la ruina de la dramaturgia nacional. Qué vergüenza.

En estas circunstancias, los estrenos no son la constante, tranquila, predecible salida al público del escritor dramático de oficio, sino aventuras inconexas entre sí, golpes de fortuna que vienen por un capricho de los dioses y que en absoluto tienen porqué repetirse; el fracaso garantiza el hundimiento, pero el éxito no garantiza lo contrario, pues nadie está seguro en esa especie de cucaña de grasiento y resbaladizo poste que es ahora el teatro para el autor español vivo. Se procura subir, no hay manera de llegar, y si por casualidad se alcanza y atrapa un feliz suceso, se resbala hacia abajo a toda prisa con el trofeo en la mano, y ay de ti si aspiras a otro, tendrá que volver a empezar con las estúpidas intentonas. Nada se consigue sin que sea por puro azar, por una chamba afortunada... Con un excelente montaje y una inolvidable interpretación, pero estrenada en una sala marginal y tras la suerte de una reposición que propició una mayor difusión pública, el éxito de La taberna fantástica no tuvo inmediatas consecuencias para el montaje de nuevos textos del autor; la representación de su Kant en el Centro Dramático Nacional vino a ser una especie de pago, una oscura indemnización a que el Estado se consideró obligado por pasadas felonías, cuando lo cierto es que a esas alturas ya debiera haberle hecho no uno, sino varios montajes el Centro de referencia; y la programación en la Expo sevillana para tres gloriosos días, ¿qué duda cabe de que es una pedrea venida de las alturas por voluntad del cielo, igual que un meteorito?

Golpes de lotería, irrepetibles regalos del destino que muy poco tienen que ver con la tranquila labor del escritor dramático que sabe que los estrenos se producirán irremediablemente con la misma regularidad con que escribe, que el éxito no es una obligación ni el fracaso es un desastre, sino que el uno y el otro son elementos accidentales -por gratos o ingratos que resulten- de una dedicación cuya continuidad nunca está en peligro. Esto es lo que Sastre, a lo largo de los años cincuenta, pareció que iba a tener; pero, en la década siguiente, los públicos gestores del teatro se lo quitaron de las manos y nadie se lo ha devuelto.

Ahora se encuentra con que ha alcanzado todo lo que en las presentes circunstancias es posible alcanzar, y no está satisfecho. Y lo va a dejar. O, mejor dicho, lo ha dejado. Le pregunté si ya no escribiría más, y lo negó en redondo; pensaba seguir escribiendo, por supuesto, sólo que no escribiría teatro. Haría algo de ensayo y, sobre todo, narrativa. Se siente muy a gusto escribiendo historias fantásticas, historias con algo de inquietud, con algo de terror... Yo le escuchaba con envidia: ah, la narrativa. Ahí es donde se ha refugiado el viejo oficio de los comediógrafos, de los dramaturgos que tenían su empresario, su público esperando cada nueva entrega, con el que mantenían una comunicación estable y fecunda. También yo me dedicaría a la narrativa si tuviera un fiel editor que publicase sin problemas mis engendros, qué duda cabe. Tengo algunos amigos novelistas y les envidio por sistema.

A lo largo de los años cincuenta, se mantuvo la condición sólida y segura de los más afortunados autores de teatro, su relación fija con comediantes, empresarios y público. Los autores de la derecha -Pemán, Luca de Tena. Calvo Sotelo- disfrutaban de esta situación de estabilidad digamos laboral, y, desde la acera opuesta, también Buero Vallejo fue en esos años un hombre con el que invariablemente se contaba. Fue en los años sesenta cuando las cosas comenzaron a torcerse. Aquí apenas llegaba un vago eco del teatro de director que en Europa se hacía, pero tan tenue movimiento fue causa suficiente para trastornar y descomponer lo poco que se tenía. Los dramaturgos que estrenaban con regularidad empezaron a hacerlo a salto de mala, y los que habían estrenado a salto de mata con la esperanza de estabilizarse, se encontraron en la calle y con los teatros cerrados a cal y canto.




ArribaAbajoUna época de esperanza

Yo suelo pensar que la época más esperanzada para Alfonso Sastre en tanto que dramaturgo, hubo de ser la década de los cincuenta. No tengo ninguna confirmación de ello por parle del interesado, que posiblemente no esté de acuerdo conmigo si lee estas líneas. Bien puede preferir en su recuerdo sus años en el grupo Arte Nuevo, más juveniles y entusiastas, o tal vez los posteriores del Grupo de Teatro Realista. De hecho, cuando me refiero a una determinada época, no estoy ciñéndome con exactitud a los años enunciados por los guarismos correspondientes, que en este caso serían aquellos que llevan el cinco en el lugar de las decenas, sino que procuro dar al concepto una cierta elasticidad que le permita estirarse o encogerse a mi gusto y conveniencia, con lo que bien pueden incluirse los primerísimos sesenta en la década en cuestión, que, por el contrario, no comenzaría en 1950, sino en 1953, con el estreno de Escuadra hacia la muerte

Durante este período, pienso yo que Sastre estaba a punto de meterse en la nómina de autores es decir, en el grupo de aquellos que estrenan periódica y regularmente, sin agobios ni inquietudes. Como ya he dicho, se trata de un grupo cuya privilegiada seguridad tenía los días contados, pero sus componentes no podían saberlo, pues nunca ha sido la profecía el fuerte de los dramaturgos. ¿Era él consciente de aquella tan inmediata posibilidad? Evidentemente sí, y el hecho de que no acabase de materializarse ya le producía una decepción inequívoca en 1957, como manifiesta públicamente en el curioso prólogo que escribió para la edición de Escelicer de Ana Kleíber, que utiliza para dar cuenta de sus trabajos a un público que sabía que existía y que le seguía y esperaba, es decir, ese público al que antes me he referido como tradicional del teatro y últimamente pasado a la novela. En ese prólogo, Sastre hace «balance» (utiliza precisamente este término) de su teatro representado, y dice que arroja un pobre resultado numérico y una amplia y conmovedora resonancia. Y añade: «Me atrevo a pensar que soy el autor español que con menos estrenos y representaciones ha alcanzado mayor proyección para la adhesión o la protesta». Y a continuación, enumera sus estrenos y las representaciones que cada obra ha tenido: Escuadra hacia la muerte, con tres representaciones en su estreno madrileño; La mordaza, estrenada en Madrid, con 80 representaciones, y a la que apostilla intencionadamente: «No se ha estrenado en Barcelona»; La sangre de Dios, que «no se ha estrenado en Madrid», y El pan de todos, estrenada en Barcelona con 60 representaciones y que «no se ha estrenado en Madrid a no ser que se cuente como estreno una representación -poco afortunada- en la Facultad de Filosofía y Letras». Y concluye: «Y eso es todo. No se puede decir, en suma, que yo sea un autor muy representado si se tiene en cuenta que éste es el balance de más de cuatro años y, sobre todo, si se considera que la mayor parte de mi teatro -y en esa parte cuento el teatro más importante para mí; el que me importa más- no se ha representado en absoluto. Me refiero, sobre todo, a mis obras "Prólogo patético", "Tierra roja", "Muerte en el barrio", y "Guillermo Tell tiene los ojos tristes". (El año pasado escribí un, digamos, drama metafísico -"El cuervo"- que tampoco se ha estrenado). Estos son precisamente, los puntos de contacto que algún día espero tener con el público. Estos y los doce dramas en que, desde hace años, trabajo».

Bien clara puede verse en los párrafos transcritos la pugna entre la decepción y la esperanza, y que junto a la queja por la escasez de estrenos y representaciones en los cuatro años precedentes (del 53 al 57), está esa conciencia clara de que tiene un público bien suyo, un público que está pendiente de él «para la adhesión o la protesta», y también está esa afirmación de futuro, esos puntos de contacto que algún día espera tener con el público y que no son solamente las cinco obras que en esas fechas (junio de 1957) tiene terminadas y en el cajón, sino las doce -nada menos que doce- que tiene «en el telar» como se suele decir; un trabajo en curso que calcula podrá terminar, según allí mismo anuncia, para la primavera de 1960, tres años más adelante. Cuenta pues, con un público, con el que espera conectar mediante la friolera de diecisiete futuros estrenos. Si ésta no es una época esperanzada, que venga Dios y lo vea.

Incluso los cuatro estrenos ya producidos, pese a la escasez de representaciones, la disparidad de su proyección y lo decepcionante de su resultado global, tienen también un aspecto positivo que no se puede eludir porque, en definitiva, ése es el aspecto que pasados los años se ha decantado, una especie de etapa de crecimiento al aire libre previa al Sastre de las catacumbas subsiguientes a Oficio de tinieblas y al de las «Tragedias complejas» que después llegaron y que para Magda Ruggeri constituyen su etapa de madurez: La sangre y la ceniza, El camarada oscuro, La taberna fantástica, Crónicas romanas, son los dramas pertenecientes a la madurez del autor. (Vid. su edición de La sangre y la ceniza y Crónicas romanas, en Cátedra. 1979, pág. 36). Pienso por mi parte que la madurez de estas obras no supone que las anteriores sean «inmaduras» y estoy seguro de que tampoco lo son para la gran hispanista italiana. La «madurez del autor» es la madurez personal de Sastre, una madurez biológica que por fuerza se refleja en su teatro: es lo mismo que si García Lorca hubiese vivido hasta los sesenta años: el teatro del sexagenario sería distinto del treintañero, sin que por eso fuese inmadura La casa de Bernarda Alba.




ArribaAbajoEtapas

La carrera de la vida parece un irse despojando de intereses espirituales, de curiosidades y apetencias, de manera que se madura cuando se conserva sólo lo esencial y se envejece cuando hasta lo esencial nos abandona. Esta última etapa no ha llegado todavía para Sastre, aunque él es consciente de que ha de llegar y tiene un miedo atroz a ese futuro como dejó bien clarito en Los últimos días de Emmanuel Kant contados por Ernesto Teodoro Amadeo Hoffmann. Pero si la última etapa no ha llegado, las dos primeras, en cambio, aparecen bien claras y bien cumplidas. Un Sastre juvenil lleno de inquietudes existenciales, religiosas, pacifistas, sociales, con la consiguiente pugna espiritual que se trasluce en sus dramas, se convierte más adelante en el hombre de ideas claras e inequívocas, en el dramaturgo coherente y unívoco (¿maduro?) que, paradójicamente, escribe «tragedias complejas» cuando su espíritu ha ganado sencillez, en lugar de haberlo hecho antes, cuando él mismo era el ser más complejo del mundo.

Esta disociación que hago un poco en broma entre el Sastre complejo con tragedias escuetas y Sastre escueto con tragedias complejas, parece llevarnos a la división de la producción sastriana en dos etapas, lo que es francamente poco, pues según Mariano de Paco (su edición de La taberna fantástica y Tragedia fantástica de la gitana Celestina en Cátedra. 1990, pág. 21), Pérez Minik, Ricardo Doménech y Farris Anderson mencionan tres etapas y Magda Ruggeri, siete. Si volvemos al trabajo antes citado de la profesora de Bolonia, vemos que las etapas que ella distingue son una primera a la que llama «simbólico-superrealista», seguida de la «anárquico-nihilista»; a continuación, la de «revuelta contra la justicia», subdividida en rebelión personal y rebelión social: una fase de «mensaje de paz» y, por fin, el «período realista», subdividido en el de «crítica social» y el de la «praxis».

Sobre la claridad de ideas la diafanidad del contenido que aparece en las obras del «período realista», dice con gran clarividencia la autora de la edición que «... presentan un mundo dividido entre explotadores y explotados, en el que los personajes, al igual que el autor, han calmado dudas e incertidumbres, han abandonado ya las concepciones de ética realista, y deciden participar en una determinada revolución histórica profundamente conscientes de sus actos. En efecto, ya no se preguntan sobre la justicia de la revolución, sino que tienen necesidad de acción. Los explotados no están tomando conciencia de su situación, sino que son ya plenamente conscientes de ella». Y añade en la misma página: «Considerando la primera educación del dramaturgo en el ámbito de una familia católico-burguesa nos parece natural en sentido dialéctico que haya partido del catolicismo y que, a través de una doloroso lucha interior, haya pasado a un cristianismo moral que seguido de una fase presocialista ha desembocado después en el marxismo, un marxismo impregnado de existencialismo, que refleja al hombre de la praxis sin olvidar su ser agónico. Esta especie de conciliación entre marxismo y existencialismo constituye uno de los ejes fundamentales de su obra». Puede verse, por tanto, que esa idea de un primer Sastre de espíritu contradictorio y confuso, que progresivamente va ganando claridad a medida que se despoja de viejos ropajes espirituales, no es un hallazgo mío, ya Magda Ruggeri lo publicó hace tiempo en el que es sin duda uno de los estudios más lúcidos y penetrantes que sobre este autor se han hecho.

Por su parte, el no menos profundo estudioso del teatro sastriano Mariano de Paco, ha advertido también la evolución del dramaturgo, y lo ha hecho a través del análisis de sus obras teóricas: «La concepción de la tragedia que Sastre tenía en "Drama de sociedad" cambia paulatinamente. Si allí se indicaba, por ejemplo, que el grado último de tragicidad es aquel en el que la situación es más cerrada, en "Anatomía del realismo" se afirma que la tragedia, en sus formas más perfectas, significa una superación dialéctica del pesimismo y del optimismo. Y en "La revolución y la crítica de la cultura" (1970) se plantea con toda claridad la teoría de la «tragedia compleja», que es el resultado de un proceso teórico práctico cuya primera manifestación acabada es M.S.V. (o "La sangre y la ceniza"), obra que termina de escribirse en 1965. En la "tragedia compleja" se reúnen diversos aspectos de los que, como hemos apuntado. Sastre se ocupa desde los tiempos de "Arte Nuevo"; el teatro como "agitación social" y, después, como auténtica revolución; la profundización en el realismo y el empleo de la tragedia como forma de su teatro». (Introducción a su edición de La taberna fantástica en Cuadernos de Teatro de la Universidad de Murcia, 1983, página 13).

En el curso de esa evolución, de esa sucesión de etapas, se han practicado una serie de cortes, unos tijeretazos que han trucidado la carrera dramática del escritor en varios segmentos, y de uno de esos segmentos he de ocuparme yo en el espacio que me queda. Mi cacho de Sastre es el que va después de la «etapa universitaria», que termina con Escuadra hacia la muerte, hasta La cornada inclusive, y sin pasarme ni un pelo. Otros pedazos de Alfonso serán exhibidos por otros articulistas, y así, entre todos, vendremos a ser una especie de rollo o picola de cuyos cuatro garfios cuelgan los cuartos del desdichado que se muestra de esta suerte para ejemplo y escarmiento de los inconscientes que hayan pensado en seguir su ejemplo: que antes de ponerse a escribir teatro -y no digamos de intentar regenerarlo- se tienten la ropa y miren en lo que para quien a ello ha dedicado toda una vida.




ArribaAbajoRealismo

He dicho más arriba que la etapa de los años cincuenta me pareció corresponder a un tiempo de esperanza, de ilusión, de confianza en el futuro por parte del joven dramaturgo. En el comienzo de la década cumplió sus veinticuatro añitos, y el entusiasmo del chaval se hizo público en el Manifiesto del T.A.S. (Teatro de Agitación Social) que suscribió con José María de Quinto y en el que, en materia de optimismo, hay perlas como las siguientes: «9.º Porque hemos asistido al lamentable espectáculo del desplazamiento de las grandes masas de espectadores, al impresionante éxodo del público desde el teatro al cine, desde el drama al espectáculo frívolo, desde la angustia al enmascaramiento, desde la realidad a la evasión, al olvido culpable y al paraíso artificial. El teatro, en torpes manos, ha sido insuficiente para contener este éxodo... El T.A.S. pretende impulsar un fuerte movimiento de retorno al teatro». O esta otra, aún más inefable que «el fuerte movimiento de retorno al teatro»: «16. Creemos que el T.A.S. es realizable. A este respecto recordamos un artículo editorial del diario Arriba ("respuesta sobre el teatro". Arriba, 19 de abril de 1950), donde se afirmaba rotundamente que en España se puede hacer un teatro de contenido político y social avanzadísimo. Aún difiriendo en algunos puntos con el editorialista, uno de nosotros convino con él en que el teatro de preocupación política y social es posible en España ("Respuesta a una respuesta" La Hora, núm. 54) Por la fuerza de este convencimiento estamos realizando el T.A.S.». Este «convencimiento» de que «en España se puede hacer un teatro de contenido político y social avanzadísimo» lo tenía el buen Alfonso en 1950. Toma ya. Esperemos que al fin haya asumido que un teatro de ese tipo no sólo era imposible hacerlo entonces, sino que tampoco se puede hacer ahora.

Me quedo, pues, con la idea de que la década de los cincuenta fue un período de ánimo esperanzado para Alfonso Sastre, una época de gran dinamismo y fecundidad. Las ganas de escribir son un excelente baremo para calibrar el estado de espíritu de un escritor, y éste es un signo de gran elocuencia en su caso, en general, y en la época citada en particular, cuyo año central, 1955, es especialmente espectacular, pues en él escribe ocultos y perdido: nada menos que cuatro obras largas originales: Ana Kleiber, La sangre de Dios, Muerte en el barrio y Guillermo Tell tiene los ojos tristes. Y, además, como todavía le quedaba un rato libre, lo aprovechó para casarse en el mes de diciembre.

Es la etapa que suele considerarse como su período realista, aunque lo cierto es que Sastre ha sido realista siempre, a lo largo de la totalidad de su prolongada carrera. Lo más exacto sería decir que esa es la etapa en que todo el teatro y todo el mundo del arte era realista, en que los movimientos experimentales eran rigurosamente minoritarios y pasaban desapercibidos para el gran público, ocultos y perdidos en la caudalosa corriente general que venía desde los últimos años cuarenta, los que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Una corriente artística de enorme volumen que reflejaba la miseria y la angustia de las masas que habían perdido el lecho y el pan, la vida dura de quienes intentan subsistir, la honda tristeza de las existencias privadas de horizonte. Y ese contenido se había de manifestar de una manera directa y sencilla, con una economía de medios, una austeridad expresiva y que componía una unidad armónica y coherente entre fondo y forma. Ese contenido y esa forma de expresión teman, además, y por imperativo ético, una intencionalidad social. Con esos tres elementos se amalgamó el arte realista que fue peculiar de los últimos años cuarenta y todos los cincuenta. En los primeros sesenta, aunque se conservaron las características esenciales, la exposición formal comenzó a liberarse de la anterior sobriedad y, paralelamente, el concepto del realismo se fue ensanchando.

Que esto del realismo no fue exclusivo del teatro, lo sabe cualquiera que recuerde aquellos años. El propio Sastre, en su famoso artículo «Arte como construcción» a parecido en la revista Acento cultural decía: «La historia del arte y de la literatura contemporáneos estudiará, bajo el epígrafe "social-realismo", un abundante material novelístico, dramático, poético, plástico y cinematográfico. El "social-realismo" agrupa fenómenos como el "realismo social" de la pintura y el cine mejicanos, el "realismo socialista" que impera en el arte y la literatura de la U.R.S.S., las tendencias "sociales" del arte y la literatura cristianos de la Europa Occidental, el "neorrealismo" y las tendencias afines y, en fin, gran parte de la literatura que se llamó "existencialista" y que surgió de las grandes convulsiones sociales de la última guerra». Y para acabar de definirlo, esta vez por la vía excluyente, en el mismo documento suelta un estacazo a los movimientos que pudiéramos llamar experimentales o vanguardistas de carácter liberal o caprichoso: «Pero otro supuesto del "social-realismo" es la superación de la concepción liberal del arte, según la cual el arte es una categoría suprema. El artista considera, en esta concepción, como primeros y últimos problemas los que plantea el arte en cuanto tal; los problemas formales del arte. El artista, en esa concepción, se considera libre e irresponsable. Se considera, en cierto modo, segregado del cuerpo social y habitante de un plano espiritual superior, en el que queda instalado para el cultivo de unos valores que considera intemporales. Esta concepción llevó a la "poesía pura", al teatro de arte, a la pintura abstracta y a al estética musical de Strawinsky. El liberalismo artístico ha desembocado en la anarquía que hay en la raíz de los "ismos" que florecieron en el tiempo de entreguerras. El arte se convirtió en asocial, desintegrador, impopular. Pero frente al arte de los "ismos" se alzaba ya la bandera de un arte, social: integrador».

En todo caso, el concepto de realismo no tardaría en ampliarse, como antes dije, y los propios Sastre y de Quinto, al suscribir la Declaración del G.T.R. (Grupo de Teatro Realista) en septiembre de 1960, hacen un llamamiento a los autores españoles y aclaran que «... no han de sentirse excluidos de ella los autores ligeramente considerados por algunos como "no realistas", pues nuestro entendimiento del realismo es en principio, muy amplio, y de ningún modo el G.T.R. es una llamada al naturalismo, aunque no desdeñemos hacer experiencias de esta forma artística.




ArribaEstrenos

Dejando aparte Escuadra hacia la muerte, que pertenece al trozo de Sastre que cuelga del garfio de Daniel Ladra, el primer estreno que a mí me correspondería comentar -si es que yo fuera capaz de comentar estrenos, y con 37 años de retraso por añadidura- sería el de La mordaza, con mis veinte añitos en aquel gallinero lateral del Reina Victoria. Oh, cómo me gustaba, cómo reconocía aquel ambiente sórdido, aquellos diálogos duros, aquellos caracteres ásperos, el magnífico Elias Krappo, y los hijos, sobre todo Teo, que de tanto temer a su padre había acabado por odiarle: ¡Oh, sí! ¡Yo también odiaba a mi padre, qué coño! Y los comentarios en la Universidad, dentro del aula entre clase y clase, el grupo de los cultillos hablando y hablando de La mordaza. Que si Franco, que si la censura, que si la Resistencia, que si los Dominici, que si la tiranía... Hermoso, hermoso recuerdo que, seguramente, algo tuvo que tener de simiente. La obra fue escrita y estrenada el mismo año, parece que casi inmediatamente después de la prohibición de Prólogo patético y El pan de todos. Bien pudiera haber sido esa prohibición el detonante o el incentivo inmediato para la prohibición de un texto que es un ataque claro y directo contra la censura, a partir de la alegoría de la familia oprimida y amenazada por el tiránico padre que sólo puede sentirse en paz cuando el tal padre desaparece gracias a la decisión de hablar, de denunciarle. El propio Sastre declaró explícitamente el sentido de su texto: «Vivimos amordazados. No somos felices. Este silencio nos agobia. Todo esto puede apuntar a un futuro sangriento».

Y he ahí que, de los cinco estrenos profesionales que comprende mi tramo de Sastre, resulta que La mordaza es el único que he visto. ¿Qué puedo, por tanto, decir de los otros cuando de La mordaza he dicho tan poco? Si mi relación con ellos no pasa de la lectura, lo mismo podría hablar de ellos que de Guillermo Tell tiene los ojos tristes, Tierra roja o Muerte en el barrio, siempre estaríamos ante un conocimiento exclusivamente literario de un teatro cuya última terminación, cuyo total nacimiento no me ha sido accesible por no encontrarme en el sitio y lugar oportunos.

Así, y por seguir el orden de las representaciones con preferencia al de las respectivas redacciones. La sangre de Dios.

Escrita y estrenada en 1955. Los dos acontecimientos en el mismo año, igual que en el caso de La mordaza. Pero estrenada en Valencia, por Alberto González. Vergel, con lo que los que por entonces vivíamos en Madrid nos quedamos sin el extraño profesor beato y su sacrificio de Abraham. Es evidente que la historia bíblica es una alegoría poética que ilustra el recuerdo colectivo de la supresión del sacrificio de los primogénitos -sacrificio que aparece de nuevo por vía indirecta en una de las plagas de Egipto- y su reproducción trasladada a los tiempos actuales tiene, sobre todo, el interés de hacernos conocer la formidable fuerza que en el espíritu de Sastre seguía teniendo la educación católica recibida en su infancia, lo importante que para él seguía siendo ese Dios personal, pese a que ya tenía entonces veintinueve años. Cuesta trabajo arrancarse y tirar los harapos de las antiguas ropas, y a veces uno pretende embozarse aún con ellos para protegerse del frío, aunque sea trabajo perdido.

¿Y El pan de todos? He aquí una tragedia con reminiscencias clásicas, algo de Orestiada hay por ahí; el propio Sastre lo dice en el prólogo que hizo para la edición de Escelicer de 1960. Tenemos un Orestes, una Clitemnestra, una Erinnia, y el Agamenón puede ser el ideal abstracto de la Justicia, la Revolución, etc. Lo montó Marsillach en el Windsor de Barcelona en 1957 y según el propio Sastre en el citado prólogo, produjo «escándalo y ambigüedad», de manera que optó por no autorizar en lo sucesivo nuevas representaciones. Desde el punto de vista exclusivamente dramático, la obra es magnífica, y el autor lo sabe muy bien. La ambigüedad en la recepción molestó al dramaturgo, que dice en el mismo lugar: «¿Es posible que alguien haya pensado que "tía Paula" declaraba el mensaje profundo -mío- de la obra? Sin embargo, así ha sido en alguna ocasión. ¿Habrá que amordazar a los antagonistas? No lo creo, y hasta me parece repugnante pensarlo. ¿Habrá entonces que resignarse a la ambigüedad? Tampoco lo creo, pero me resisto a solucionar el problema a través de expedientes didácticos». Y más adelante, en la misma página: «A pesar de ello, yo me resisto, con mejor o peor fortuna, a escribir una literatura pueril, unívoca y simplificada. Esta es ahora (¿y siempre?) la tragedia del escritor, aunque tantas veces nos sorprendan los términos en que se plantea». Y condensa su juicio sobre El pan de todos: «Estamos -diría yo- ante una obra posiblemente hermosa y probablemente inoportuna».

Ahora nos encontramos en la noche del 31 de octubre de 1957, en el Teatro Nacional María Guerrero. Se estrena una obra de Alfonso Sastre, El cuervo, y alguien debe de pensar que el tal cuervo será, sin duda, una metáfora para señalar o motejar a algún empresario cabrón que chupa la sangre de los pobres. Cuál no sería su sorpresa ante un poema de Edgar Allan Poe que recitan a pachas dos amiguetes: «... ese horrible pájara que nos anuncia que las cosas mueren y que nunca más...». «Una vez, en una melancólica medianoche...» etcétera. Lástima no haber estado allí para ver la cara de la gente, pero yo estaba entonces en Lérida haciendo la mili, y además no iba a los estrenos, sino a las funciones ulteriores, cuando ya no había lugar para la sorpresa. Dejando aparte ya la cuestión del título, aquellas volubilidades del tiempo que en la obra se muestran intrigaban no poco, y lo más plausible parecía lo que al comienzo del texto le decía Juan a la criada Luisa: «Casi asusta un poco pensar... que aquella terrible noche pudiera empezar otra vez. Pero, pensándolo mejor, no es tan extraño. No sé nada de astronomía. Luisa, pero me figuro que, dentro del sistema solar, al cabo de un año estaremos en una situación semejante en algún aspecto... A mí me ha parecido ver la misma nieve en el jardín... Al entrar, un paco de nieve se ha desprendido del primer árbol de la derecha y ha caído sobre mi hombro... quizás como aquella noche... y yo me he quitado la nieve con el mismo gesto. ¿Pero qué? Esto no tiene nada de particular». Bien, parece evidente que al cabo de un año, la tierra está en el mismo sitio en que estaba el año anterior... sólo que ese sitio no es el mismo, porque el Sol gira en torno al centro de la Galaxia y arrastra consigo a sus planetas; cuando el Sol ha completado su giro de traslación -en lo que tarda la friolera de 250 millones de años- el sitio tampoco es el mismo, pues la Galaxia gira a su vez en torno al centro gravitatorio del Cúmulo Local de galaxias, y éste a su vez gira en torno al centro de gravedad del Supercúmulo de Virgo, y ahora se ha visto que el Supercúmulo se está moviendo en bloque en la dirección de algo que no se sabe lo que es y a lo que llaman el Gran Atractor; y todo esto, sin contar con otro movimiento simultáneo de las galaxias que las hace alejarse unas de otras en función de la expansión del Universo... En fin, que me temo que no hay manera de volver al mismo sitio con objeto de que la nieve del primer árbol de la derecha caiga sobre nuestro hombro igual que el año pasado: para cada uno de nuestros actos o episodios, por mínimos que sean, desde el punto de vista físico rige inexorablemente la sentencia del cuervo de Poe: «Nunca más».

Y el tiempo que fluye a distinto ritmo para unos u otros personajes: «Nos estás arrastrando, Laura... a tu tiempo... al lentísimo tiempo en el que vives y en el que todavía no has muerto». Y la nota sobre El cuervo que Sastre puso al pie de «Espacio-tiempo y drama»: «Es posible que un mismo hecho sea vivido por un grupo de personas según distintos ritmos de tiempo. Este hecho, en mi obra, es el asesinato de Laura... Llamo la atención sobre el concepto de relatividad...» Es evidente que eso es verdad, pero con una condición: que los distintos observadores del hecho -los miembros de ese grupo- estén en móviles o estén dotados de movimientos distintos y a distinta velocidad. Sólo así podrán ver los sucesivos elementos del hecho en cuestión en distinto orden de sucesión; o sea, en este supuesto unos verían la Nochevieja de 1954 antes que la de 1955, y otros la de 1955 antes que la de 1954, digamos en un plano puramente teórico, aunque en ningún caso podría decir Laura: ¿me han matado ya o no me han matado todavía?

La verdad de El cuervo, lo que ahora resulta más atractivo y seductor de esta obra, es que se trata de una transgresión, una transgresión monda y lironda a aquel terrible código del «social-realismo» que el propio Sastre había contribuido tanto a afirmar, y una transgresión que por añadidura se hizo mucho antes de que se pusiera de moda transgredir. A partir de los últimos años sesenta, todo quisque presumía de ser un formidable transgresor; oh, sí, el teatro mismo, ¿qué era sino una pura transgresión? ¡Qué fácil era decir eso en 1975! Habría que ponerse en 1957 para entender cómo el autor de El cuervo tuvo que pedir auxilio a Einstein para intentar creerse él mismo que lo que había escrito era posible en la vida real, o sea, que no se había salido de la ortodoxia realista y no estaba, por tanto, excomulgado, es decir, segregado de la comunión o comunidad de los justos. Y como no llegó a convencerse de que el texto en cuestión estaba en regla con los santos mandamientos, lo arrojó a las tinieblas de una pretendida serie B junto con Ana Kleiber y La sangre de Dios, si bien con la consoladora reserva de que alguna de estas experiencias «menores» pueda en un futuro redimirse, para lo que yo ya aporto mi voto favorable. En esta Nota de noviembre de 1969, Sastre dice que, si los escritores suelen hacer concesiones, él también las hace: y precisa que «se trata de concesiones que yo me hago, desvergonzadamente, a mí mismo: a mis angustias personales ante las "ultimidades" de la vida, por un lado, y a lo que en mí hay de "incontrolable", lúdico, o como decía, "caprichoso", por otro».

Así ya está mejor: bienvenidas sean esas concesiones desvergonzadas a sí mismo, aunque en alguna ocasión hayan podido estremecerse los cimientos del templo del puro y duro realismo de los años cincuenta.

La cornada es ya una obra fronteriza, una obra realista que tuvo un montaje que, evidentemente, ya estaba en otra onda. Con la comodidad que da el análisis de los hechos teatrales a toro pasado, no es difícil ver que aquel texto realista tuvo un montaje metafórico. El montaje debiera haber sido igualmente realista para no romper la unidad poética del espectáculo, y dejar que fuese el espectador quien pusiera la metáfora, tal como se había hecho en La mordaza. Es la manía de los directores de montar el texto y, además y al mismo tiempo, lo que ellos creen que el texto tiene que sugerir. Y, como ellos piensan -y con razón- que el texto contiene una referencia a una realidad transtextual, visualizan también -ahora sin razón- esa realidad, cuando eso es el público quien lo tiene que hacer por su cuenta. La cornada es una obra de toreros, aunque su sentido trascienda el mundo del toro, y si se hubiera montado como el texto sugiere, en vez de irse a decorados aplastantes en tonos grises, música concreta y demás, posiblemente hubiera sido más aceptada. En el número 12 de Primer Acto en que se publica este drama, hay también algunos documentos complementarios, entre los que se halla un Diario de dirección de Adolfo Marsillach que sigue paso a paso todo el proceso del espectáculo, con alguna reflexión sobre los autores, como la del 27 de diciembre de 1959, en que dice: «Alfonso Sastre no viene a los ensayos. Creo que hace bien. ¿Cuándo se convencerán los autores de que su presencia en los ensayos no hace otra cosa que entorpecer el trabajo? [...] El autor tiene siempre una visión excesivamente subjetiva de su drama. Por eso los autores dirigen siempre fatal». Tiene gracia leer esto ahora, cuando estamos habituados al Marsillach autor que invariablemente dirige sus propias obras como, por otra parte, han hecho siempre Esquilo, Shakespeare, Calderón, Molière, Brecht, Jesús Campos, Ernesto Caballero... en fin, mucha gente conocida.

Y ahora veo que con La cornada he llegado al límite de mi territorio. De ahí no puedo pasar, más allá de este mojón, la tierra es de otro señor. Bien pudiera volver sobre mis pasos y recorrer de nuevo mis propios predios y heredades, haciendo en ellas excavaciones para exhumar las obras soterradas que jamás vieron la luz de los focos o las vieron mortecinas o a destiempo -estrenos en Montevideo, en Atenas, en un Colegio Mayor, o en fechas que ya están en los años sesenta, o sea, en el feudo del terrateniente vecino- pero todo ello queda fuera de las posibilidades que el espacio y el tiempo me permiten, no hay lugar para desenterrar los ricos yacimientos del subsuelo.

Las etapas posteriores de Sastre quedan para otros que escribirán sobre ellas concienzudos trabajos que asombrarán al mundo. Etapas sucesivas que abocan a su final en Ulalume y en las dos postreras Notas, las de 3 y 5 de julio de 1990, con la alegre despedida del autor al teatro español, esa despedida con que yo he querido comenzar estas páginas. Bien pronto echaremos de menos algún nuevo título suyo en la librería y exclamaremos seguramente: «¿Dónde estás, Alfonso Sastre, dónde estás?», y albergaremos la esperanza de que en mitad de sus deberes de narrador serio, que se debe a su editor y su público, algún día le dé la vena caprichosa, haga un hueco en esos deberes, y se haga desvergonzadamente una concesión a sí mismo descolgándose con alguna obra de teatro, un tragedión complejísimo bien adobado de prólogos y notas en que dé cuenta de su vida, milagros, peripecias y andanzas. Amén, amén. Que así sea.





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