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Un inédito de Emilia Pardo Bazán: «Apuntes de un viaje. De España a Ginebra (1873)»

José Manuel González Herrán





Como es bien sabido, Emilia Pardo Bazán cultivó todos los géneros literarios, y con notable fortuna en la mayoría de los casos: universalmente estimada como novelista y autora de cuentos, no son menos valiosas sus aportaciones a la crítica e historia literaria o al periodismo, sus incursiones ensayísticas en campos como la pedagogía, la historia, la biografía, la criminología o el arte culinario...; sin olvidar sus menos acertados intentos poéticos (reunidos por Maurice Hemingway en un librito póstumo1) o los teatrales (estudiados por Salvador García Castañeda en un extenso artículo de reciente publicación)2.

Quien - no sin razón- ha sido considerada la más europea de nuestras escritoras cultivó también el género que aquí nos reúne, la literatura de viajes, refiriendo con aguda observación y sugestivo estilo sus andanzas por diversas regiones de España y países de Europa: aparte de los artículos dispersos en periódicos y revistas todavía pendientes de recopilación, dedicó varios libros a este género: Mi romería (Recuerdos de viaje) (1888), Al pie de la torre Eiffel (1889), Por Francia y por Alemania (1889), Por la España pintoresca (1896), Cuarenta días en la Exposición (1900), Por la Europa católica (1902). A esos títulos hay que añadir el que aquí nos ocupa, hasta ahora desconocido e inédito y que con toda seguridad es su primer escrito de viaje.

Contaba la propia doña Emilia en los Apuntes autobiográficos escritos como presentación del primer volumen de Los Pazos de Ulloa (1886)3 que, a raíz del fracaso de la instauración monárquica de Amadeo 1, su familia consideró prudente alejarse por algún tiempo de aquel inestable escenario político (y, de paso, hacer turismo cultural):

Más nublado que nunca el horizonte después de la marcha del italiano, y resuelto mi padre a morir para la política al mismo tiempo que moría el honrado partido progresista [...] pasamos a Francia con ánimo de ver correr tranquilamente desde París las turbias aguas de la revolución, ya sin dique [...] haciendo un género de vida más propio para despertar necesidades intelectuales [...] pude saborear, a las orillas del Po y en el canal de Venecia, poesías de Alfieri y Ugo Foscolo, prosa de Manzoni y Silvio Pellico, y ver en Verona el balcón de Julieta, y en Trieste el palacio de Miramar, y en la gran exposición de Viena los adelantos de la ciencia .


(OC, 111, 708-709)                


Adelantemos ya algunas precisiones a ese recuerdo. En primer lugar, no es del todo exacto que el viaje se iniciase «después de la marcha del italiano» (quien abdicó en febrero de 1873), sino poco antes, el 1 de enero, según indica el propio manuscrito y confirma la cronología de los sucesos allí aludidos4.

Por otra parte, sin desdeñar su dimensión cultural, el periplo tenía claras razones políticas: poner tierra por medio era obligado para una familia de conocida adhesión al carlismo. José Quiroga y Pérez Pinal (Pérez Deza, según Bravo-Villasante), con quien Emilia había casado en 1868, era carlista; el padre, José Pardo Bazán y Mosquera, había sido diputado carlista en las Cortes de 1854, aunque más tarde lo fue del partido progresista de Olózaga en las Constituyentes de 18695; y ella misma participaba de aquellas convicciones (acaso fue colaboradora clandestina en la provisión de armas a las partidas6), a juzgar por algún poema de esos años recogido en la edición de Hemingway: sirvan como muestra estos versos de 1871 (muy pertinentes a lo que cuentan estos apuntes de viaje): «Yo brindo por el Rey que en el destierro / guarda el honor y el brío castellano / y brindo por poder en breve tiempo / besar su regia mano»7.

Pues bien, el viaje familiar de 1873 es también una peregrinación carlista, que culminará con las visitas -cuyo relato desprende indudable tono de vasallaje- a la familia del pretendiente en sus «cortes» de Ginebra y Trieste.

En los citados Apuntes autobiográficos encontramos la primera referencia explícita al texto que aquí nos ocupa; tras recordar que «fue un hermoso viaje, bien aprovechado, y en el cual resurgió mi vocación llamándome con dulce imperio», añade:

[...] sobre las mesas de las fondas, sobre mis rodillas en el tren8, con plumas comidas de orín y lápices despuntados, tracé mis primeras páginas en prosa9: el indispensable Diario de viaje, que no se me ocurrió publicar, ni lo merece .


(OC, III, 709)                


En efecto, aunque sí lo merezca y acaso su autora consideró hacerlo, este texto nunca llegó a publicarse (luego aventuraré alguna causa), de modo que, inadvertida u olvidada esa alusión, la existencia de tal escrito era desconocida hasta ahora. Entre los papeles de doña Emilia depositados en la Real Academia Galega se encuentran estos Apuntes de un viaje. De España a Ginebra (así titulados en el manuscrito) cuyas primicias aquí ofrezco10. En los limites de esta comunicación sólo me será posible una breve reseña comentada de su contenido, a la espera de poder estudiarlo más detenidamente en la edición que preparo.

El manuscrito autógrafo está constituido por 35 pliegos de papel rayado, numerados en su margen superior derecho: desde el 1.º al 17.º se indica «Pliego (o la abreviatura P.º) 1º., 2º., 3.º...»; del 18 en adelante, sólo el número; faltan los pliegos 33 a 36 y el manuscrito se interrumpe bruscamente en el 39: no sabemos si porque se suspendió su escritura o porque falte lo que seguía. Dado que cada pliego consta de cuatro páginas -salvo uno, que sólo tiene escritas dos-, el manuscrito alcanza las 138 páginas (con un total aproximado de 44.000 palabras) de elegante y muy legible caligrafía.

La redacción es fluida y segura, con pocas correcciones también autógrafas, todas en tinta más gruesa y algo corrida, como hechas con distinta pluma en un momento diferente: de ellas parece deducirse un intento de mejorar -ortográfica, léxica y estilísticamente- el texto, con vistas una posible publicación; intención que acaso se abandonó pronto, ya que las correcciones, aunque escasas, son más frecuentes en los pliegos iniciales. Se advierten también claras diferencias de escritura, que parecen obedecer a diversos tipos de pluma o tinta, mayor o menor apresuramiento, etc. Hay abundantes indicios de que la redacción es casi simultánea a las jornadas del viaje: a veces anuncia que la interrumpe, para hacer determinada visita, que luego referirá. Aunque, en general, la narración sigue el orden cronológico del viaje, se aprecian leves discontinuidades o rupturas, que obedecen al funcionamiento de los mecanismos de la memoria: así, en una ocasión el relato de cierto episodio va precedido de la indicación (2); en el párrafo siguiente, la señal (1) antepuesta parece advertir que lo así marcado es cronológicamente anterior, aunque se cuente después.

Tras el título indicado, Apuntes de un viaje. De España a Ginebra, y la precisa indicación del día en que se inicia, «1.º de Enero de 1873»11, el manuscrito comienza así:

Para no faltar desde el primer día a la palabra que os he dado de no omitir en estos rápidos apuntes el más pequeño detalle de mi viaje, mi cuaderno preparado y mi lápiz cortado recientemente descansaban en mis rodillas cuando la diligencia se puso en marcha.


Desde Orense y en esa diligencia cuya incomodidad pondera humorísticamente12, los expedicionarios13 se dirigen, por Allariz, Xinzo de Limia, Verín, el difícil paso de las Portillas y Puebla de Sanabria, hasta Zamora, donde tomarán el tren hacia Burgos; el relato de estas primeras páginas está salpicado -como todo el escrito- de evocaciones histórico-artísticas (Men Rodríguez de Sanabria14, doña Urraca y Vellido Dolfos, el Palacio del Obispo Acuña, la Catedral), escenas y noticias costumbristas (una casa de aldea en las Portillas, la belleza y el traje típico de la mujer zamorana15) y digresiones políticas que traslucen claramente sus simpatías carlistas16 su hostilidad a las consecuencias de la Gloriosa17. Pero también hay ejemplos del arte literario de la joven autora, como muestran estas dos descripciones paisajísticas; la primera, de la montaña gallega:

El imponente puerto estaba vestido de gala, como para festejarnos a nosotros, o tal vez al año que empieza. Sábanas de nieve de deslumbradora blancura vestían sus áridas crestas, y graciosas cascadas rompían aquí y allá la grandiosa monotonía del paisaje, haciendo brillar con mil colores el verde musgo y las negras rocas. Estas montañas deben ser muy tristes en verano: pero ahora, con este sol naciente y esta nieve inmaculada, tienen un no sé qué de reposado y grandioso que habla a la imaginación.


La segunda, en notable contraste, de la llanura y los pueblos castellanos:

El paisaje comienza a ser árido, y los interminables llanos de Castilla fatigan la vista con su seca monotonía. En lugar de los copudos castaños y de las risueñas aldeítas gallegas, desfilan ante nosotros pueblos con casas grises y terrizas, a cuyas ventanas se asoman mujeres de rostro moreno y dientes blancos como la nieve que nos miran pasar con curiosidad.


En la ciudad del Cid los viajeros dedican algunos días a las obligadas visitas (catedral, cartuja de Miraflores -donde lamenta la ausencia de los monjes, expulsados por la revolución, así como la desamortización de sus riquezas-, monasterio de las Huelgas, Consistorio). Con cierto retraso porque los maquinistas están en huelga (uno de los «frutos secos del árbol de la civilización»), toman el tren a Francia. Camino de Alsasua, hay rumores de que pueden encontrarse con las tropas carlistas, «que cerca de Oñate acaban de tener un encuentro con los miqueletes» (peripecia también recordada en los Apuntes autobiográficos18). Al cruzar la frontera, la emoción del paisaje a través de los túneles le hace olvidar «la idea -siempre amarga- de dejar la patria»; y sigue una sarta de tópicas digresiones sobre el amor patrio y sus inexplicables razones, mezcladas con alegatos antiprogresistas y reproches a «los regeneradores» por el empeño en despojar a España de sus virtudes ancestrales (entre las que, por cierto, incluye la afición a las corridas de toros, censuradas por aquéllos).

En Bayonne van al teatro: tanto los intérpretes como el comportamiento del público le merecen severas críticas; y desde allí se acercan hasta Biarritz, no tanto para conocer «este afamado pueblito de baños», como para saludar a un exiliado general carlista, la belleza de cuya hija mayor hace exclamar a la autora: «¡Qué hermoso ornamento será un día la señorita de C. para la Corte de un rey legítimo!»; en la visita, la autora da lectura a algunos de sus poemas, «que tuvieron la galantería de oír con gusto».

En Burdeos, alojados en el hotel que regenta una española viuda de carlista, acuden a la ópera (La favorita, de Donizetti), al vaudeville (cuya «libertad de acción» censura: «en escena se hace y se dice todo. Felizmente en España aún hay reserva en este terreno») y a «un teatrillo de mala muerte en que se cantan cancioncitas. Es un género exclusivamente francés, y estas canciones giran sobre asuntos humorísticos, políticos o amorosos».

Ya de viaje hacia París, anota la sensación de haber perdido el tiempo: «he pasado varios días en Burdeos, punto esencialmente vinícola, he dedicado dos anacreónticas a sus viñas [...], pero no se me ha ocurrido ni por asomo enterarme de la producción, del modo de cultivo de la explotación»; recordando que hay un Manuel du cultivateur de vigne en las librerías bordelesas, se disculpa ante quien esperase encontrar en sus notas datos estadísticos o noticias científicas, ya que su único propósito es -dice- «apuntar lo que me impresiona». Por ello, ya en la capital, advierte de sus intenciones: frente a los que allí pasan algunos días, compran regalos, pasean por los bulevares y regresan contando que estuvieron en París, ella dedicará tres meses a «estudiarlo a fondo»; no en su «fisonomía material», que puede conocerse a través de las fotografías, sino en «su aspecto moral», para comprobar quiénes tienen razón: si los que opinan que es «el cerebro del mundo», o quienes la apostrofan como «moderna Babilonia». En consecuencia, estos pliegos dedicados a París son no sólo la parte más extensa sino la más interesante del escrito que nos ocupa, imposible de exponer y comentar en los límites de que dispongo.

Sus visitas (las Tullerías, la plaza del Carrousel, el Louvre y otros museos, el cementerio del Père Lachaise, la Morgue19, el Panteón20, Nôtre-Dame, los calabozos de la Conciergerie, la Sainte-Chapelle, los Inválidos, Versailles) le permiten explicar, con alardes eruditos y comentarios políticos de índole monárquico-conservadora21, la historia y el arte de la capital de Francia, o rememorar, haciendo gala de notables dotes narrativas, algunos de sus episodios22. Pero también se interesa, con atención y perspicacia, por los demás aspectos de la vida ciudadana: el bullicio de calles y bulevares, su mezcla de mendigos y demi-mondaines, el próspero comercio de los grandes almacenes que venden de todo23, la publicidad callejera, los bailes de Carnaval, el seductor ambiente del Bois de Boulogne, las carreras de caballos24, las celebraciones de Semana Santa y Pascua, las fiestas y mercados populares...

Sobre todas las cosas, es el teatro lo que le interesa preferentemente: tres densas páginas dedica a los muchos espectáculos que ha tenido ocasión de ver: ópera (La coupe du Roi de Thule, Romeo y Julieta), teatro clásico y moderno (Les Érinnyes, de Leconte de Lisle: «hermosos versos, cincelados sobre acero, que el público oye indiferente y aburrido»; Marion De Lorme, de Victor Hugo: «el falseamiento de la historia, la mala intención política, los ataques conta el altar y el trono»), comedia cómica25, comedia de magia (La poule aux oeufs d'or, cuya riqueza, bailes y juegos de colores pondera, así como la «numerosa colección de mujeres jóvenes y lindas, cuyos trajes, a fuerza de ser escasos, llegan a ser inverosímiles»), cafés cantantes, circos de caballos, los Bufos, el Vaudeville, «las Folies trescientas mil» (pues hay Folies de diversos nombres y emplazamientos), el teatro para niños, donde trabajan muñecos que no lo hacen peor que algunos actores...

«Tendría que ocupar muchas resmas de papel y en consecuencia pasar del limite de estos apuntes, si fuese a transcribir todo lo que he visto, observado y recorrido en París», reconoce. Pero también advierte que, a lo largo de estos tres meses, sus ojos han estado siempre «amorosamente fijos en mi amada patria, en la cual pasaban graves acontecimientos» (la abdicación de Amadeo de Saboya y la proclamación de la República). «Aunque parezca imposible -añade-, España está entregada a los horrores de una anarquía mayor aún que antes. Lo malo es susceptible de aumento siempre». Todas esas noticias de la patria les llegan a través de un periódico legitimista francés, L'Univers, cuyo corresponsal en España es un distinguido literato, el conde de A.26, «con cuya amistad me honro». En una de las gratas veladas que pasan en esa casa conoce a un caballero mejicano, con quien habla de literatura y que le felicita por unos versos suyos dedicados a «S. M. el rey don Carlos»27; según sabe luego, el supuesto mejicano «era el padre del Rey [...] el hijo de Carlos V, el hermano de Carlos VI, el padre de Carlos VII! ¡Y yo le había preguntado en el curso de la conversación si era carlista!».

Los viajeros dan por finalizada su estancia en París para hacer el proyectado viaje a Suiza, «donde nos espera la alta honra de visitar a S. M. la Reina». Pero antes de abandonar la capital,

[...] no puedo resistir el deseo de hacer un corto análisis de la fisonomía moral, como he hecho un boceto de la física [...]. ¿Qué efecto han producido en París las últimas catástrofes, la guerra y la Commune?


A responder y explicar esto dedica cinco interesantísimas páginas, imposibles de reseñar aquí con detalle, pero fundamentales para conocer el pensamiento de nuestra autora en esos años.

Como dije, el próximo destino de los viajeros -y principal meta de su peregrinación, según declara el título de estos Apuntes- es Ginebra, donde reside doña Margarita de Borbón y Borbón, esposa del que sus partidarios llaman Carlos VII, el duque de Madrid. Hay repetidas visitas a la augusta Señora, a quien lee «las poesías que le había dedicado»28; en su minucioso relato muestra la autora su fervor carlista y su devoción por aquella familia, especialmente por los niños: la infanta doña Blanca, una niña que se queja de «los malos que no quieren que yo vaya a España», y don Jaime, el Príncipe de Asturias29. Tras la despedida, este es el comentario de la joven carlista:

Podrá el rey en su palacio, rodeado de su corte espléndida, imponer por la exterioridad a la vista; pero cuando, desposeído de su trono, guarda su legitimidad, su dignidad, la abnegación de sus súbditos fieles y adictos, ¡oh!, entonces no impone a los ojos, pero se graba en el corazón.


Aparte de esas visitas, el texto comenta otros aspectos de la ciudad: el Ayuntamiento, el Museo público (que vale poco) y otro de armas; Ginebra es ciudad de trabajo, no de placer, y lugar de acogida de toda clase de extranjeros («menos el católico», advierte); entre los refugiados se refiere a los que llama «petroleros franceses», cuyos diálogos en la brasserie refiere con gracia e imaginación novelesca; en la catedral el guía les invita a sentarse en la silla de Calvino, como es costumbre, pero la autora declina el honor, «no considerando que Calvino pudiera pegarme otra cosa que su incredulidad acerba»; aprovechando un buen día, recorren en barca el lago Leman y admiran los paisajes montañosos que desde él se divisan. Finalmente, merecen citarse sus impresiones acerca del hotel (lleno de mosquitos a pesar de ser el mejor de Ginebra), donde encuentran una de las curiosidades habituales en todo viaje: un inglés («el inglés nace con vocación de viajar. ¿Por qué? Ni él mismo lo sabe. Viaja porque viajan los demás ingleses y porque un inglés que no viaja no es inglés»). La larga divagación a ese propósito le da pie para comentar los elevados precios de los hoteles franceses y suizos, en los que cobran por todo. «No extrañaré -observa- que un día me apunten: por la sonrisa amable del portero, dos francos; y tres ídem por el perfume de las flores del vestíbulo.»

Concluiré mi exposición refiriéndome a las etapas italianas del viaje, cuyo ameno relato merecería más atención de la que aquí puedo dedicarle. En Turín tienen ocasión de conocer personalmente al exiliado Amadeo de Saboya; en Milán visitan la catedral y el museo; y como el Teatro de la Scala está cerrado «después de haber hecho caer a silbidos el Lohengrin de Wagner», se consuelan asistiendo en el Teatro della Verne a la representación de I promessi spossi, ópera estrenada pocos días antes. La estancia en Verona, minuciosamente detallada, aparece salpicada de alusiones, referencias y citas a la historia de Romeo y Julieta, a través de Shakespeare y de Gounod. Lamentablemente, los pliegos que faltan -33 a 36- eran los dedicados a Venecia (sobre la causa de esa falta apuntaré luego una hipótesis).

Trieste me es querido y lo saludo con afección, porque encierra dos recuerdos gloriosos, tristes, caros a España: una reina y una tumba: la reina es doña María Teresa de Braganza, princesa de Beira, segunda mujer de Carlos V; la tumba es la de Carlos VI, conde de Montemolin. Debo saludos a la primera y rezar en la segunda [...].


Con tal declaración justifica esta etapa en su peregrinaje. Tras una visita al palacio (o castillo, como le llama) de Miramar -donde evoca el recuerdo de Maximiliano30, «un culto en Trieste; su nombre se pronuncia con una singular mezcla de respeto, cariño y dolor»-, en la catedral tiene ocasión de renovar su fidelidad carlista ante «estas ilustres cenizas, estos restos españoles», cuyos epitafios declara haber copiado: en el manuscrito hay aquí una página en blanco, acaso para esa transcripción. Cumplido este compromiso, doña María Teresa, anciana que raya en los ochenta años, les recibe en su residencia; allí se reiteran las declaraciones de afirmación tradicionalista, los lamentos por los males de la lejana patria, las lecturas de poemas, los retratos dedicados...

Aquí concluye lo conservado del manuscrito: la brusca interrupción de la frase en la última linea de este pliego 39 hace pensar que el texto continuaba en el 40 y acaso en otros. Sea por pérdida de éstos o por suspensión de su escritura, falta el relato de la siguiente y última etapa del periplo, en la que los viajeros habrían tenido ocasión de contemplar «en la gran exposición de Viena los adelantos de la ciencia» (OC, 111, 708-709)31. En todo caso, inconclusos o no, estos Apuntes de un viaje quedaron inéditos, como otros textos de esa época, muy comprometidos con ideas luego abandonadas («fiebres políticas que me calentaron la cabeza cuando tenía pocos años», dirá en Mi romería, quince años más tarde32). Pero los conservó cuidadosamente entre sus papeles, no sólo por razones sentimentales sino tal vez para una posible utilización posterior: mi hipótesis es que la autora pudo servirse de los cuatro pliegos que en sus apuntes de 1873 referían la estancia en Venecia (lo que explicaría su falta en este manuscrito33) para redactar las páginas dedicadas a su segunda visita a la ciudad de los canales en Mi romería (1888).

La explicación, aunque algo complicada, me parece atendible: según refiere doña Emilia en el capítulo «Don Carlos» del citado libro34, el extravío de un paquete certificado remitido por correo a Madrid, con las «30 o 40 cuartillas» que recogían sus «impresiones recogidas al borde del Adriático», la ha obligado a escribirlas de nuevo, «en mi cuarto de estudio, con vistas a la bahía de Marineda»35, y lamenta: «Aquellas páginas perdidas habían brotado de mi pluma caldeadas por el sentimiento, dictadas por recientes sucesos y observaciones: semejante disposición de ánimo no se reproduce». Pues bien: no sería extraño que para revivir aquellas impresiones venecianas se ayudase de los Apuntes de su primera visita; ¿procederá de los pliegos perdidos este evocador párrafo (en el que, por cierto, recuerda que ya otra vez estuvo allí)?:

El objeto de mi viaje a Venecia no era admirar la soñada ciudad de las lagunas, con su doble collar de palacios y la inmortal poesía de sus calles de agua y sus góndolas finas y curvas como el puñal de Otelo. Conocía ya a la dogaresa: la había visto en todo su teatral esplendor, alumbrada por millares de fuegos artificiales y por guirnaldas de los clásicos farolillos, arrullada por serenatas melodiosísimas, y había oído de noche, a la luz de la luna, en el Gran Canal, la barcarola de I due Foscari, que entonaban a voces solas los gondoleros.


En cualquier caso, y reconociendo las evidentes limitaciones de estos Apuntes de un viaje. De España a Ginebra (escritos cuando la autora no había cumplido los 22 años y sólo había publicado algunos relatos y versos en la prensa periódica), espero haber demostrado que su valía e interés justifican plenamente el rescate cuyas primicias aquí he ofrecido36.





 
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