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Un «padrón inmortal» de la grandeza romana: en torno a un soneto de Gabriel Álvarez de Toledo

Russell P. Sebold





Sin tener presente la alentadora acepción de «emular» que el verbo imitar tenía para los poetas y preceptistas de las épocas clásicas, sería imposible explicar cómo una de las figuras más geniales de la poesía barroca española se propusiese imitar al primer gran maestro del soneto francés, o cómo un poeta hoy tan desconocido como Gabriel Álvarez de Toledo (1662-1714) pudiese en el momento máximo de su carrera vencer con un soneto precioso a dos antecesores tan eximios como Joachim Du Bellay y Francisco de Quevedo. Uniendo temas tan trascendentales como la gloria frente a la decadencia y el tiempo y espacio vitales del hombre frente a la eternidad y el infinito con la rigurosa estructura e inexorables leyes del soneto -que es siempre algo así como un cosmos en pequeño-, estos tres poetas han captado el emocionante goce histórico-místico del que habla William Blake en sus Auguries of innocence: «En un grano de arena ver un mundo, / [...] / tener la infinitud en la mano / y toda la eternidad en una hora». Me refiero al soneto III de las Antiquités de Rome de Du Bellay, al soneto A Roma sepultada en sus ruinas de Quevedo y al soneto A Roma destruida de Álvarez de Toledo:




Du Bellay


    Nouveau venu, qui cherches Rome en Rome
et rien de Rome en Rome n'aperçois,
ces vieux palais, ces vieux arcs que tu vois
et ces vieux murs, c'est ce que Rome on nomme.
    Vois quel orgueil, quelle ruine, et comme
celle qui mit le monde sous ses lois
pour dompter tout, se dompta quelquefois
et devint proie au temps, qui tout consomme.
    Rome de Rome est le seul monument,
et Rome Rome a vaincu seulemente,
Le Tibre seul, qui vers la mer s'enfuit,
    reste de Rome. Oh mondaine inconstance!
Ce qui est ferme est par le temps détruit,
et ce qui fuit, au temps fait résistance.






Quevedo


    Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son, las que ostentó murallas,
y, tumba de sí propio, el Aventino.
    Yace, donde reinaba, el Palatino;
y limadas del tiempo las medallas,
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades, que blasón latino.
    Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya sepultura
la llora con funesto son doliente.
    ¡Oh Roma, en tu grandeza, en tu hermosura
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura!






Álvarez de Toledo


    Caíste, altiva Roma, en fin caíste,
tú, que cuando a los cielos te elevaste,
ser cabeza del orbe despreciaste,
porque ser todo el orbe pretendiste.
    Cuanta soberbia fábrica erigiste,
con no menor asombro despeñaste,
pues del mundo en la esfera te estrechaste,
¡oh Roma!, y sólo en ti caber pudiste.
    Fundando en lo caduco eterna gloria,
tu cadáver a polvo reducido,
padrón será inmortal de tu victoria;
    porque siendo tú sola lo que has sido,
ni gastar puede el tiempo tu memoria,
ni tu ruina caber en el olvido.



La deuda de Quevedo con Du Bellay es evidente por muchos detalles estilísticos y temáticos del soneto del poeta barroco español, sobre todo por los primeros versos del primer cuarteto, por el simbolismo del Tibre y por la idea de la fugacidad de las cosas humanas, expresada, igual que en el modelo francés, en el segundo terceto del soneto español. La deuda del bibliotecario de Felipe V con el sonetista francés es mucho menor; además, el escritor dieciochesco ha repensado en mayor medida el sentido del préstamo de donde arrancó su poema. En fin, Álvarez de Toledo parece haberse inspirado en los dos versos del soneto francés en los que se alude al valor a un mismo tiempo cultural y épico de los logros de la Roma imperial: «Rome de Rome est le seul monument, / et Rome Rome a vaincu seulemente».

Desarrollando la idea de estos dos versos a lo largo de todo su soneto, Álvarez de Toledo consigue representar mejor que sus predecesores la terrible majestad y el sentido cósmico del drama de la decadencia romana. En los sonetos de Du Bellay y Quevedo se contempla a Roma a través de los ojos de un solo hombre, y es la visión en plano horizontal que puede lograr el contemplador que pasea o se sienta entre unas ruinas concretas. En el soneto francés y en el quevedesco se expresa el hondo desencanto de quien se decepciona al buscar algo seguro entre las grandezas humanas -tema característico de la época tridentina, durante la que aparecieron las Antiquités de Rome (1558), así como de la angustiada época barroca, cuyo recrudecido desengaño con lo terrenal permitió a Quevedo decir lo mismo que su modelo pero con acentos aún más conmovedores. En todo caso, en ambos antecedentes del soneto de Álvarez de Toledo, el solitario peregrino sigue meditando, en los versos finales, sobre la misma idea (lo inestable de la realidad humana) que se introdujo en los primeros, sólo que lo que en estos era experiencia directa se ha reducido a conclusión conceptual. Así, en los dos primeros poemas de que se trata aquí estamos siempre en lo mismo: contemplamos los tristes escombros de la ciudad imperial, lo cual nos lleva a desconfiar del valor de los hechos del hombre; volvemos a contemplar las mismas reliquias, y se nos vuelve a presentar la misma desconfianza. Se trata de dos poemas contemplativos en los que la permanencia de lo pasajero ocupa el primer plano. De ahí que sean frecuentes en los sonetos de Du Bellay y Quevedo los verbos de percepción, los verbos copulativos de función puramente descriptiva, así como otros de igual función, y los vocablos que sugieren la estasis, o sea la absoluta imposibilidad de cualquier cambio que afecte a la esencia de las cosas: aperçois, vieux, vieux, tu vois, vieux, c'est, on nomme, vois, est, monument, reste, est; cadáver, son, tumba, yace, se muestran, quedó, sepultura, era, permanece, dura.

Ahora bien, en contraste con lo contemplativo y estático de esta visión, se nos brinda en el soneto de Álvarez de Toledo otra muy diferente, caracterizada por un dinamismo de signo universal. Ante los vigorosos versos de este fundador de la Academia de la Lengua, el lector se convence momentáneamente de que aún se estará representando en las tablas del gran teatro mundo el secular drama de la caída de Roma. En el primer cuarteto hay una serie de verbos y otras voces que ya indican, ya sólo sugieren, repentinos y violentos movimientos hacia arriba y hacia abajo: caíste (↓), altiva (↑), caíste (↓) a los cielos te elevaste (↑), despreciaste (↓), pretendiste (↑) símbolos verbales de las claudicaciones de la Roma decadente, de su caída, y de las profundas consecuencias que tal caída ha tenido. También en esta primera estrofa se capta con un toque maestral toda la soberbia de Roma: aunque se trataba de ser cabeza del mundo, Lacio no quiso, pues los valerosos latinos no sabían medir las cosas por partes, sino sólo por todos. En todo el soneto, pero empezando en el primer cuarteto, parece oírse, en el fuerte y regular compás masculino de los endecasílabos el eco de los pasos regulares de las legiones romanas, puntuados a veces en su constante avanzar por la invariable y aguda voz de lituo: cada uno de los catorce endecasílabos de este admirable soneto se acentúa en la sílaba sexta. La presencia de los millones de personajes que intervinieron en el drama de la caída de Roma está sugerida, no sólo por el referido «eco» del ordenado desfile de las legiones, sino también por el hecho de que el con el que ya en los primeros versos empezamos a dialogar no es ya un solitario peregrino, sino Roma entera con sus lejanas y exóticas provincias y su abigarrada composición racial.

En los dos primeros versos del segundo cuarteto continúa el fuerte movimiento hacia arriba y abajo: erguiste (↑), despeñaste (↓), el cual parece intensificarse con las emociones expresadas por las palabras soberbia y asombro. Así por casi toda la primera mitad del soneto se oyen como lejanos ecos de las vibraciones universales producidas por la caída de Roma. También en el segundo cuarteto se pregunta implícitamente por la extensión de Roma. ¿Se extendió el Imperio sólo hasta los confines de la tierra, o se extendió en cierto modo aún más allá de los estrechos límites de este mundo? Hay que fijarse en el hecho de que el poeta no dice y sólo en el mundo caber pudiste, sino «¡oh Roma!, y sólo en ti caber pudiste». La Roma imperial fue más grande aún que el mundo entero, que parece achicarse a su lado. Lo que el poeta hace es invitarnos a mirar a Roma por la lente de aumento de las imaginaciones de cuantos soñadores y generaciones de soñadores, durante siglos y siglos, han añorado la grandeza de las conquistas y el poder romanos.

Se ve por el primer terceto que el autor del soneto aquí comentado conoce toda la doctrina ascética derivada de esas tremebundas palabras de Dios o Adán que aún se oyen cada miércoles de Ceniza: Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris. (En su prólogo a las Obras póstumas de Álvarez de Toledo, el doctor don Diego de Torres Villarroel nos dice que «avisado de las fuertes expresiones de un devoto misionero», nuestro sonetista «no volvió a mirar, ni a detenerse con objeto alguno de los que anteriormente le eran agradables» y que a este respetado secretario de la Presidencia de Castilla se le consideraba como «un capuchino entre las profanidades del siglo».) Pero, a diferencia de Du Bellay y Quevedo que en sus sonetos subrayan la triste igualdad, la nonada que el hombre descubre en todas sus cosas al cotejarlas con la eternidad y el infinito, Álvarez de Toledo hace hincapié en ese brevísimo primer momento en que merced a dicho cotejo (u otro análogo, como en el presente caso) se reconoce toda la terrible profundidad del abismo que separa al aquí y ahora de aquello que no tiene dónde ni cuándo; y de ahí el majestuoso, el espantoso dinamismo de la visión de la caída de Roma que se nos concede en el presente poema.

Mas en realidad la idea expresada aquí viene a ser una inversión total de la moraleja usual de la ascética: tratándose de Roma -caso único en la historia humana-, el polvo de las ruinas no se desvaloriza a la vista de lo eterno, sino que justamente sobre tal polvo se fundamenta otra nueva eternidad, la de la gloria romana: «Fundando en lo caduco eterna gloria». Roma sola ha sabido descartar las leyes universales que rigen los destinos humanos, y de tal victoria su «cadáver a polvo reducido, / padrón será inmortal». Pues sólo el polvo de este Imperio vale más que la plena majestad de cuantos otros han pasado y pasarán a la historia: un milenio y medio después de su eclipse político, Roma sigue imperando a través de sus inmarcesibles tradiciones culturales e institucionales. Es evidente que el erudito autor de la Historia de la Iglesia y del mundo (1713) también sabía sentir eso que por falta de mejor nombre habría que llamar el romanticismo de la Historia. Tanto es esto así, que del mismo fondo de la pesimista doctrina ascética Álvarez de Toledo, un convencido partidario de la misma, ha sacado los medios para hacer exquisitamente apetecibles, no sólo la grandeza y la gloria puramente humanas de Roma, sino su misma caída, que desde el punto de vista ascético debería haberse mirado como la más justa retribución posible por la soberbia y la exagerada confianza en sí mismo que siempre caracterizaron al Imperio. El ingente poder seductivo de la Roma clásica, eterna pero humana, ha distraído de sus meditaciones más sacras a este «anacoreta entre las confusiones y estorbos del mundo», según Torres Villarroel también llama a Álvarez de Toledo.

Roma, que parece haberse extendido allende los estrechos límites de la tierra, hasta el infinito, también es la única en haber sabido desafiar al tiempo, según se nos dice en el segundo terceto: «Porque siendo tú sola lo que has sido, / ni gastar puede el tiempo tu memoria». Si no me acuerdo mal, fue García Lorca quien dijo que Espronceda no merecía ser recordado sino por un solo verso suyo, que en fin Espronceda era un poeta de un solo verso; juicio extraordinariamente injusto, pero viene al caso recordarlo aquí porque sin temor alguno a la exageración se puede afirmar que aun cuando Álvarez de Toledo no hubiese escrito ningún otro poema y aun cuando desapareciesen los trece primeros versos del bello soneto que es objeto de este análisis, el último bastaría para que reconociésemos a su autor como poeta de no escaso talento: «ni tu ruina caber en el olvido». No me refiero a ninguna elegancia «poética» del estilo (aunque, por otra parte, dada la intención del poeta, la escueta sencillez del verso no podría resultar más feliz), sino al contenido conceptual del endecasílabo final, que constituye una de esas raras intuiciones acerca del sentido de la realidad que sólo se conceden a los verdaderos poetas. En versos anteriores se nos ha dicho que Roma fue más grande que el mundo entero, que es más grande aún en la muerte de lo que fue en la vida, y que sólo a sí misma es igual, ya sea en la vida, ya en la muerte. Mas ahora se nos dice que Roma ni en el olvido caber puede. ¿Qué profundidad tiene el olvido? ¿Qué amplitud tiene? ¿Existe medida alguna para el olvido? En el olvido se pierden pueblos, ciudades, naciones, culturas, continentes, mundos, universos enteros -«esos imperios / de que ni el nombre queda», dice Bécquer en su Rima V-, pero en ese mismo olvido donde caben tantas grandezas, no cabe la Roma imperial. Dudo que haya otra ponderación más preciosa de la grandeza romana, o muchas que siquiera igualen en belleza a la presente.

Con el paralelismo formado por los endecasílabos finales parece subrayarse la solidez y resistencia de la tradición romana; los versos gemelos son como las dos caras de uno de los redientes desde los cuales las avanzadas de dicha tradición resistieran a los efectos corrosivos del olvido; pues, para adaptar a nuestro intento ciertas palabras de Shakespeare en su Measure for measure, Roma parece tener asegurado en el recuerdo eternal «un castillo contra el diente del tiempo / y los mismos desgastes del olvido»; y los versos de Gabriel Álvarez de Toledo no son por cierto de las piedras menos estimables en los muros de ese castillo del recuerdo.





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