Un rasgo aragonés: la agudeza de conceptos
Manuel Alvar
—21→
Gracián distingue entre agudeza de perspicacia y agudeza de artificio. Y dentro de ésta ordena otras dos clases: la conceptual (sutileza de pensar) y la verbal (sutileza de palabra)1. No deja de ser sintomático que un aragonés -él mismo- se convirtiera en teorizador de la doctrina y rebuscador de ejemplos2. Porque se repite en los escritores aragoneses esa acuidad que unas veces lleva al adelgazamiento más sutil del pensamiento y otras al sesgo más inesperado en el manejo de la palabra, si es que ambos tipos de agudeza no hacen otra cosa que fundirse y mutuamente condicionarse3. El mismo Gracián tal vez sea el más egregio testimonio de cuantos vamos a decir. Los planos que él establece -del contenido y de la forma- no son insolidarios, sino que se interfieren. Nada tan ilustrativo como estudiar en el jesuita los contenidos semánticos de las palabras que usa: cualquier motivación externa produce el rompimiento conceptual de lo que se considera firmemente asentado; de ahí que el juego de palabras no se quede en una ingeniosa pirueta, sino que preña de nuevos valores a los significados subyacentes. Y, del mismo modo, la plétora semántica de muchas palabras hace que su manifestación externa venga a deshacerse en una voluta inestable. Aclaremos con un solo ejemplo. Gustó Gracián del juego yerro (< errare) - hierro (< ferrum) que -basado en una homofonía (sutileza de palabra)- le permitía llegar al juego conceptual —22→ (h)errar «aherrojar» - «falsear» (sutileza de concepto). Una vez -y lo aprende en Horacio- dirá:
¡Oh tirano mil veces de todo el ser humano, aquel primero, que con escandalosa temeridad fió su vida en un frágil leño al inconstante elemento! Vestido dicen que tuvo el pecho de aceros, mas yo digo que de hierros4. |
En el libro primero de las Odas, la tercera está dedicada Ad navem Virgilii; en ella figuran los versos que ahora necesito:
|
Para Horacio aes «bronce, acero» significa «valor», porque el pecho recubierto por una triple coraza de acero, no sentirá ningún miedo. Gracián hace descender acero a un plano de significación directa, «metal», y, en este momento en que vacía la palabra de su valor metafórico, se puede poner en relación con otro metal semejante, hierro, valedero también -en el plano de la metáfora- para la idea de «fortaleza». Una vez que se ha hecho la igualación acero = hierro, la segunda de estas palabras huye del campo semántico actual para ir -gracias a la forma del significante- al del verbo errar (> yerros). Entonces yerro no es -sólo- la «equivocación material», sino que cobra su total profundidad significativa al tener un valor ético, bien intenso en error «equivocación moral, religiosa, etc.»6. Algo que en un esquema, donde pudiéramos señalar el significante (elementos externos) y el significado (elementos internos) de cada palabra, sería representable de este modo:
—23→Gracián
intenta inventar un mundo intelectual totalmente nuevo: se ha
agotado la gran creación del Renacimiento. Y aquellas
palabras -tantas veces hermosas- no son ya sino cascarones
vacíos. Pero duran, están ahí. Y nuestra
comunicación se tiene que valer de todos esos elementos
trivializados. Desde su postura de hombre en soledad y de hombre
ético, Gracián medita: del mundo no va quedando otra
cosa que la apariencia sin apoyo en nada. Su gran empresa
intelectual es tomar un mundo que le dan hecho, pero que se
desintegra por las mordeduras del tiempo, y restablecer de nuevo
los sistemas -relación de elementos externos o
significantes-; cuando los sistemas vuelven a estar aptos, entonces
rellena cada elemento de un contenido que le dé peso
específico para cumplir unas funciones -relación de
elementos internos o significados-. En ese momento -cuando
significante y significado se unen intencionalmente en un signo- es
cuando empieza a funcionar aquel conjunto de astros que constituye
la nueva constelación. Gracián ha creado su mundo y
ahora -inalienablemente suya- es cuando la agudeza de perspicacia
ha superado, gracias a su genialidad personal, a la agudeza de
artificio. Pero también estos dos nuevos planos son
solidarios, en la misma medida que -hemos visto- lo fueron los
anteriores. Gracián necesita el hombre que sea hombre, capaz
de desentrañar por su propio juicio todo aquel cosmos
recién creado, porque «los
más de los hombres ven y oyen con ojos y oídos
prestados; viven de información de ajeno gusto y
juicio»
7;
los tales no le —24→
sirven, se quedarán en la hermosura o la consonancia
y es necesario llegar -a través del entendimiento- hasta el
concepto. Hombres nuevos su Critilo y su Audrenio. Esta es la gran
aventura de Gracián, su «hazaña intelectual del
más alto rango», lo que a Curtius le ha hecho pensar
en otra gran aventura intelectual, que ha venido a cambiar la
historia de la novela: «¿Qué es la obra de James Joyce
sino un gigantesco experimento manierista?»
8.
Y acaso, entonces, el Criticón se nos haya
convertido en una gran novela actual.
Ninguno de los poetas aragoneses del siglo XVII tiene el vigor, la maestría y la personalidad del tortosino Francisco de la Torre y Sevil. Su obra más importante, la Baraja nueva de versos (Zaragoza, 1654) lo vincularía estrechamente al grupo aragonés, aunque no supiéramos nada fuera de su creación poética. Muchos de sus temas nos hacen pensar en Juan Bautista Felices de Cáceres; todo su libro es un testimonio de unión a la tierra: lo aprobó Gracián, lo elogiaron el marqués de San Felices, el canónigo Salinas, el cronista Francisco de Sayas, las monjas doña Ana Abarca, doña Ana María de Sayas y Sor Cecilia Bruna... Él cantará a San Lamberto, patrón de Zaragoza, al valeroso aragonés Miguel Bernabé, al consejero don Miguel Batista de Lanuza, al marqués de San Felices, a una jarra de Lastanosa9. Traducirá a Marcial.
Literariamente no
podemos decir que La Torre sea un poeta gongorino. Del
cordobés procede, sí, la estructuración del
endecasílabo, la riqueza de metáforas, la abundancia
verbal; pero en él hay mucho más Quevedo. Cuando
Gracián dice que los versos de La Torre están llenos
de sales, agudezas y conceptos, alaba sus propias ingeniosidades,
mientras escucha -en verso- el revocar de sus mismas palabras:
«lo que es para los ojos la hermosura y
para los oídos la consonancia, eso es para el entendimiento
el concepto»10
.
El valor singular de La Torre no está en la filiación
a una determinada escuela; está en sí mismo. Hombre
de extraordinarias posibilidades escribirá un
espléndido soneto con el brillo de mejor Góngora o
-como Quevedo- se sentirá desgarrado por el tiempo que pasa.
Válgannos dos ejemplificaciones:
|
|
En Francisco de La
Torre se han cumplido aquellos preceptos que Gracián
exponía en el discurso XX de la Agudeza: «Son los tropos y figuras retóricas
materia y como fundamento para que sobre ellos levante sus primores
la agudeza, y lo que la retórica tiene por formalidad, esta
nuestra arte por materia sobre que echa el esmalte del
artificio»
.
En 1654, el año mismo de la Baraja, un librero zaragozano, José Alfay, publica una singular compilación: las Poesías varias de grandes ingenios españoles13. La dedica a don Francisco de La Torre y son —26→ objeto de excepcional interés. Junto a las Flores de Pedro Espinosa (1605) estas Poesías constituyen una muestra de algo que fue rarísimo en la edad de oro: imprimir antologías poéticas. El notorio valor de ésta se acrecienta si sabemos que Gracián anduvo en la selección, Juan de Moncayo escribía al jesuita:
aunque el libro que ha sacado Jusepe Alfay no sea hijo del discurso de vuestra paternidad, pero se le debe mucho por el cuidado que ha tenido en hacerlo dar a la estampa.14 |
Creo confirmar la participación de Gracián en la preferencia que la selección muestra por determinados poetas: tal sería el caso de Góngora, con 18 composiciones, y Antonio Hurtado de Mendoza, con 13; frente a Quevedo -su seguidor inmediato- con 715. Baste pensar que en la Agudeza hay 67 referencias a Góngora y 20 a Hurtado de Mendoza, frente a las 40 de Lope o las 27 de Bartolomé Leonardo. Índice bien claro de lo que el jesuita entendía por arte de ingenio, y que viene a coincidir con lo que ejemplificó cuando teorizaba.
También
Goya intenta -como Gracián- crear un mundo de
evasión, pero -como él- tiene que partir de unos
medios inmediatos. La diferencia está en que las artes
plásticas difieran de las de la palabra. Sin embargo, en una
teoría de signos, unas y otras tienen idénticos
planteamientos. Goya posee un determinado mensaje (su
insatisfacción del mundo real) y lo codifica (valor de los
signos que emplea) para podérnoslo transmitir. Hasta
aquí tendríamos un claro paralelismo de
Gracián: pero los acercamientos van mucho más
allá. El grabado hiere en los ojos y produce allí
unas impresiones; somos nosotros -los destinatarios del mensaje-
quienes le daremos su definitiva intencionalidad. El escritor puede
disponer de más precisiones a través de la palabra, y
el pintor -consciente de ello- recurre a darnos la clave para que
podamos entender todo aquello que trasciende de los propios
símbolos. Porque no es suficiente con representar un burro
para que en él asociemos todas las connotaciones de la
estulticia; el artista quiere que atravesemos la imagen para llegar
a la identificación ontológica de dos realidades, la
próxima y la inventada. Los animales constituyen, pues, una
primera, y la más sencilla, por evidente, de las
transformaciones. Es mucho más honda la captación de
una realidad esencial, gracias a unos elementos de realidad
existencial: en tales casos, se —27→
poseen unos indicios que, identificables en sí
mismos, rompen su atadura a una apariencia real para evocar la
sutileza de un concepto: he aquí un camino para llegar al
esperpento. En uno y otro caso, Goya se vale de palabras. Pero la
palabra no tiene en él -como no lo tuvo en Gracián-
un sentido unívoco, sino que, de una serie de valores extrae
el que sirve para agredir a la realidad inmediata o para
escandalizar a los conformistas o para injuriar a la
cobardía. En estos momentos en que Goya va anotando sus
propias invenciones es cuando realiza el ideal gracianesco:
concepto «es un acto de entendimiento,
que exprime la correspondencia que se halla entre los
objetos»
16.
Al grabar, el artista comunica -con el buril- unos contenidos
mentales que deben ser transmitidos: establecer la
correlación entre lo intuido y la forma de comunicarlo es un
acto mental, un concepto que nosotros hemos de entender. Pero -como
los poetas- Goya parte de una inicial desconfianza en el arte.
Tiene, pues, que recurrir a la palabra para que el concepto quede
establecido de manera inequívoca, o a las palabras que
comenten a su palabra para evitar que nadie juzgue sino por lo que
él quiere ser juzgado. Si no pudiéramos encontrar
motivos más profundos, sería ésta una
insufrible tiranía. Pero Goya formula sus exigencias para
evitar malentendidos (didactismo, moral): no basta con la sutileza
verbal -o gráfica-; es necesario poseer la sutileza del
pensar. Pero el artista quiere construir su propio mundo,
inútil ya el que le entregan, y tiene que darle unos
contenidos unívocos para que sea preciso; equitativos, para
que merezca ser creado; verdaderos, para evitar las falsas
apariencias. Triple acto de creación que exige romper las
amarras de la realidad cotidiana, aunque tenga que partir de ella,
pues en ella está el noray al que se amarraron los
cabos.
El artista se
encuentra ante una realidad inadmisible. La siente caricaturesca y
lleva a un mundo de animales la ridiculez que le rodea: un burro de
gran dignidad enseña el a, b, c. El grabado tiene
este pie: ¿Si sabrá más el discípulo?
Pero Goya -insatisfecho- apostilla: «No
sé si sabrá más o menos, lo cierto es que el
maestro es el personaje más grave que se ha podido
encontrar»
17.
En otro grabado (Asta su abuelo) un asno contempla un
libro en el que hay otros burros; el pie no es bastante, y la
apostilla reza: «A este pobre animal le
volvieron loco los genealogistas y reyes de armas. No es él
solo»
. No, el burro genealogista es Godoy18.
En ¿De qué mal morirá? Un asno -muy
grave- toma el pulso a un moribundo; el asno ante una ciencia
infatuada y vacía está bien claro. Pero el artista
quiere llegar al sarcasmo: «el médico es
—28→
excelente, meditabundo, reflexivo, pausado, serio.
¿Qué más hay que pedir?»19.
Para que nada falte a la exégesis, Goya parecía
referirse a Galinsoya, médico de Godoy. Los animales han
servido al artista para identificar dos realidades -la de su
sociedad y la de la estupidez- pero no bastaba con esto: tuvo que
trascenderlas con la palabra para que no pudieran ser separadas y,
en la identificación, encontrar el rebenque con que fustigar
a quienes colaboraron en la degradación.
Decía que
era más profundo su intento de captar la esencia de las
cosas con la información de una realidad tangible.
Sírvannos dos excepcionales testimonios. El grabado 26
(Ya tienen asiento) muestra dos mujeres impúdicas,
cuyos vestidos -coronados por sendas sillas- están sobre su
cabeza. Juéguese al vocablo cuanto se quiera, pero el
sarcasmo quedará patente en las palabras escépticas:
«para que las niñas casquivanas
tengan asiento, no hay mejor cosa que ponérselo en la
cabeza»
20.
Otro grabado (núm. 54
El vergonzoso) muestra a un hombre con un rostro inmundo:
«Hay hombres cuya cara es lo más
indecente de todo su cuerpo, y sería bien que, los que la
tienen tan desgraciada y ridícula, se la metieran en los
calzones»
21.
Este mundo en el que se ven los cosas tales como son, pero cuya
intencionalidad trasciende a la contingencia, nos lleva a una
colección de grabados en la que el artista nos precave
contra una realidad, que no es22,
y contra una apariencia que enmascara lo que estamos viendo y
viviendo23.
Como resultado, el escepticismo ante la humanidad, tan amargamente
recogido en los grabados Trágala, perro
(núm. 58), No te
escaparás (núm. 72) o Mejor es holgar
(núm. 73).
Las palabras -lo
señalé antes- no tiene en Goya un valor
unívoco. Para su visión esperpéntica de las
cosas, es necesario que el campo semántico en que se
insertan pueda deslizarse y, en esos límites de
fluctuación, el artista puede sacar toda la intencionalidad
de sus conceptos. El grabado 17 (Bien tirada está)
muestra una muchacha que acaba de levantarse de la cama, y se
estira la media; una celestina la está contemplando. De los
dos comentos que existen del capricho, uno hace referencia a la
obscenidad significativa que puede tener la palabra; otro ha
eliminado la frase. Escrita o no, la intencionalidad es clara. Y el
ambiente, inequívoco. Más complejidad tiene la
Trágala, perro (núm. 58)24;
simplificando otros elementos, se ve un hombre arrodillado, al que
rodea un grupo de frailes, en tanto uno de ellos le amenaza con una
enorme jeringa: «El que viene entre los
hombres —29→
será jeringado irremediablemente: si quieres evitarlo
habrá de irse a habitar los montes, y cuando esté
allí conocerá también que esto de vivir solo
es una jeringa»
.
Conceptismo aragonés que viene de muy lejos. Cuando Marcial escribía la sutileza de sus epigramas estaba anticipando algo que iba a gustar a las gentes de su tierra. Por poco que pensemos, veremos cómo su agudeza era lo que ganaba a tantos y tantos aragoneses como tentaron traducirlo. Tal vez no sea ajeno a ello el que Pedro Ximénez de Urrea, el primer poeta aragonés de cuenta, surja en un momento en que la poesía hacía valer los atributos de la ingeniosidad25, para llegar -desde ellos- al desencanto y a la renuncia:
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Conceptismo
aragonés que va muy lejos. En Gracián
encontrará su expresión genial y creará -con
palabras de Gerhard Schröder «eines der grossen
Esperimente der abendländischen
Literatur»
26;
sí, uno de los grandes experimentos de la literatura
occidental27.
Y que, en Goya, mezclando grabado y literatura, dará como
uno de los testimonios más tétricos y alucinantes de
la historia del hombre.