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Un rasgo aragonés: la agudeza de conceptos

Manuel Alvar





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Gracián distingue entre agudeza de perspicacia y agudeza de artificio. Y dentro de ésta ordena otras dos clases: la conceptual (sutileza de pensar) y la verbal (sutileza de palabra)1. No deja de ser sintomático que un aragonés -él mismo- se convirtiera en teorizador de la doctrina y rebuscador de ejemplos2. Porque se repite en los escritores aragoneses esa acuidad que unas veces lleva al adelgazamiento más sutil del pensamiento y otras al sesgo más inesperado en el manejo de la palabra, si es que ambos tipos de agudeza no hacen otra cosa que fundirse y mutuamente condicionarse3. El mismo Gracián tal vez sea el más egregio testimonio de cuantos vamos a decir. Los planos que él establece -del contenido y de la forma- no son insolidarios, sino que se interfieren. Nada tan ilustrativo como estudiar en el jesuita los contenidos semánticos de las palabras que usa: cualquier motivación externa produce el rompimiento conceptual de lo que se considera firmemente asentado; de ahí que el juego de palabras no se quede en una ingeniosa pirueta, sino que preña de nuevos valores a los significados subyacentes. Y, del mismo modo, la plétora semántica de muchas palabras hace que su manifestación externa venga a deshacerse en una voluta inestable. Aclaremos con un solo ejemplo. Gustó Gracián del juego yerro (< errare) - hierro (< ferrum) que -basado en una homofonía (sutileza de palabra)- le permitía llegar al juego conceptual   —22→   (h)errar «aherrojar» - «falsear» (sutileza de concepto). Una vez -y lo aprende en Horacio- dirá:

¡Oh tirano mil veces de todo el ser humano, aquel primero, que con escandalosa temeridad fió su vida en un frágil leño al inconstante elemento! Vestido dicen que tuvo el pecho de aceros, mas yo digo que de hierros4.


En el libro primero de las Odas, la tercera está dedicada Ad navem Virgilii; en ella figuran los versos que ahora necesito:


Illi robur et aes triplex
circa pectus erat, qui fragilem truci
commisit pelago ratem
primus...5


Para Horacio aes «bronce, acero» significa «valor», porque el pecho recubierto por una triple coraza de acero, no sentirá ningún miedo. Gracián hace descender acero a un plano de significación directa, «metal», y, en este momento en que vacía la palabra de su valor metafórico, se puede poner en relación con otro metal semejante, hierro, valedero también -en el plano de la metáfora- para la idea de «fortaleza». Una vez que se ha hecho la igualación acero = hierro, la segunda de estas palabras huye del campo semántico actual para ir -gracias a la forma del significante- al del verbo errar (> yerros). Entonces yerro no es -sólo- la «equivocación material», sino que cobra su total profundidad significativa al tener un valor ético, bien intenso en error «equivocación moral, religiosa, etc.»6. Algo que en un esquema, donde pudiéramos señalar el significante (elementos externos) y el significado (elementos internos) de cada palabra, sería representable de este modo:

Esquema

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Gracián intenta inventar un mundo intelectual totalmente nuevo: se ha agotado la gran creación del Renacimiento. Y aquellas palabras -tantas veces hermosas- no son ya sino cascarones vacíos. Pero duran, están ahí. Y nuestra comunicación se tiene que valer de todos esos elementos trivializados. Desde su postura de hombre en soledad y de hombre ético, Gracián medita: del mundo no va quedando otra cosa que la apariencia sin apoyo en nada. Su gran empresa intelectual es tomar un mundo que le dan hecho, pero que se desintegra por las mordeduras del tiempo, y restablecer de nuevo los sistemas -relación de elementos externos o significantes-; cuando los sistemas vuelven a estar aptos, entonces rellena cada elemento de un contenido que le dé peso específico para cumplir unas funciones -relación de elementos internos o significados-. En ese momento -cuando significante y significado se unen intencionalmente en un signo- es cuando empieza a funcionar aquel conjunto de astros que constituye la nueva constelación. Gracián ha creado su mundo y ahora -inalienablemente suya- es cuando la agudeza de perspicacia ha superado, gracias a su genialidad personal, a la agudeza de artificio. Pero también estos dos nuevos planos son solidarios, en la misma medida que -hemos visto- lo fueron los anteriores. Gracián necesita el hombre que sea hombre, capaz de desentrañar por su propio juicio todo aquel cosmos recién creado, porque «los más de los hombres ven y oyen con ojos y oídos prestados; viven de información de ajeno gusto y juicio»7; los tales no le   —24→   sirven, se quedarán en la hermosura o la consonancia y es necesario llegar -a través del entendimiento- hasta el concepto. Hombres nuevos su Critilo y su Audrenio. Esta es la gran aventura de Gracián, su «hazaña intelectual del más alto rango», lo que a Curtius le ha hecho pensar en otra gran aventura intelectual, que ha venido a cambiar la historia de la novela: «¿Qué es la obra de James Joyce sino un gigantesco experimento manierista?»8. Y acaso, entonces, el Criticón se nos haya convertido en una gran novela actual.

Ninguno de los poetas aragoneses del siglo XVII tiene el vigor, la maestría y la personalidad del tortosino Francisco de la Torre y Sevil. Su obra más importante, la Baraja nueva de versos (Zaragoza, 1654) lo vincularía estrechamente al grupo aragonés, aunque no supiéramos nada fuera de su creación poética. Muchos de sus temas nos hacen pensar en Juan Bautista Felices de Cáceres; todo su libro es un testimonio de unión a la tierra: lo aprobó Gracián, lo elogiaron el marqués de San Felices, el canónigo Salinas, el cronista Francisco de Sayas, las monjas doña Ana Abarca, doña Ana María de Sayas y Sor Cecilia Bruna... Él cantará a San Lamberto, patrón de Zaragoza, al valeroso aragonés Miguel Bernabé, al consejero don Miguel Batista de Lanuza, al marqués de San Felices, a una jarra de Lastanosa9. Traducirá a Marcial.

Literariamente no podemos decir que La Torre sea un poeta gongorino. Del cordobés procede, sí, la estructuración del endecasílabo, la riqueza de metáforas, la abundancia verbal; pero en él hay mucho más Quevedo. Cuando Gracián dice que los versos de La Torre están llenos de sales, agudezas y conceptos, alaba sus propias ingeniosidades, mientras escucha -en verso- el revocar de sus mismas palabras: «lo que es para los ojos la hermosura y para los oídos la consonancia, eso es para el entendimiento el concepto»10. El valor singular de La Torre no está en la filiación a una determinada escuela; está en sí mismo. Hombre de extraordinarias posibilidades escribirá un espléndido soneto con el brillo de mejor Góngora o -como Quevedo- se sentirá desgarrado por el tiempo que pasa. Válgannos dos ejemplificaciones:




Al mar en metáfora de un caballo


   Espumoso caballo en quien procura
ser señal, como estrella, el norte frío;
carreras se le imponen a tu brío
y pasos se le miden a tu altura.
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   Formidable relincho es tu voz dura;
tienes, con extendido señorío;
una torcida crin en cada río
y en cada fuerte puerto una herradura.

    Haces mil caracoles de contino;
paras, fiel a la calma que te enfrena
y pisas lo que abate tu camino.

    Pícate espuela el aire que te llena;
el hombre te inventó silla de pino
y Dios te señaló freno de arena11.





A las ruinas de Cartago


   Aquella gran ciudad, que fue, que ha sido,
nido de la fama, patria a tantas glorias,
despojo es ya del tiempo en sus vitorias,
ganado por la parte de perdido.


   Fénix es de su polvo renacido
a vacilante vida de memorias,
luz aun no defendida en las historias
del aire turbulento del olvido.


   Nada es al fin la que se rio altanera,
tan émula del Olimpo, cuan vecina,
no la deja aun ser polvo aquel estrago,


   porque si fuera polvo aun algo fuera.
Pues, ¿qué será lo que se ve -Ruïna.
Lo que no parece, eso es Cartago12.


En Francisco de La Torre se han cumplido aquellos preceptos que Gracián exponía en el discurso XX de la Agudeza: «Son los tropos y figuras retóricas materia y como fundamento para que sobre ellos levante sus primores la agudeza, y lo que la retórica tiene por formalidad, esta nuestra arte por materia sobre que echa el esmalte del artificio».

En 1654, el año mismo de la Baraja, un librero zaragozano, José Alfay, publica una singular compilación: las Poesías varias de grandes ingenios españoles13. La dedica a don Francisco de La Torre y son   —26→   objeto de excepcional interés. Junto a las Flores de Pedro Espinosa (1605) estas Poesías constituyen una muestra de algo que fue rarísimo en la edad de oro: imprimir antologías poéticas. El notorio valor de ésta se acrecienta si sabemos que Gracián anduvo en la selección, Juan de Moncayo escribía al jesuita:

aunque el libro que ha sacado Jusepe Alfay no sea hijo del discurso de vuestra paternidad, pero se le debe mucho por el cuidado que ha tenido en hacerlo dar a la estampa.14


Creo confirmar la participación de Gracián en la preferencia que la selección muestra por determinados poetas: tal sería el caso de Góngora, con 18 composiciones, y Antonio Hurtado de Mendoza, con 13; frente a Quevedo -su seguidor inmediato- con 715. Baste pensar que en la Agudeza hay 67 referencias a Góngora y 20 a Hurtado de Mendoza, frente a las 40 de Lope o las 27 de Bartolomé Leonardo. Índice bien claro de lo que el jesuita entendía por arte de ingenio, y que viene a coincidir con lo que ejemplificó cuando teorizaba.

También Goya intenta -como Gracián- crear un mundo de evasión, pero -como él- tiene que partir de unos medios inmediatos. La diferencia está en que las artes plásticas difieran de las de la palabra. Sin embargo, en una teoría de signos, unas y otras tienen idénticos planteamientos. Goya posee un determinado mensaje (su insatisfacción del mundo real) y lo codifica (valor de los signos que emplea) para podérnoslo transmitir. Hasta aquí tendríamos un claro paralelismo de Gracián: pero los acercamientos van mucho más allá. El grabado hiere en los ojos y produce allí unas impresiones; somos nosotros -los destinatarios del mensaje- quienes le daremos su definitiva intencionalidad. El escritor puede disponer de más precisiones a través de la palabra, y el pintor -consciente de ello- recurre a darnos la clave para que podamos entender todo aquello que trasciende de los propios símbolos. Porque no es suficiente con representar un burro para que en él asociemos todas las connotaciones de la estulticia; el artista quiere que atravesemos la imagen para llegar a la identificación ontológica de dos realidades, la próxima y la inventada. Los animales constituyen, pues, una primera, y la más sencilla, por evidente, de las transformaciones. Es mucho más honda la captación de una realidad esencial, gracias a unos elementos de realidad existencial: en tales casos, se   —27→   poseen unos indicios que, identificables en sí mismos, rompen su atadura a una apariencia real para evocar la sutileza de un concepto: he aquí un camino para llegar al esperpento. En uno y otro caso, Goya se vale de palabras. Pero la palabra no tiene en él -como no lo tuvo en Gracián- un sentido unívoco, sino que, de una serie de valores extrae el que sirve para agredir a la realidad inmediata o para escandalizar a los conformistas o para injuriar a la cobardía. En estos momentos en que Goya va anotando sus propias invenciones es cuando realiza el ideal gracianesco: concepto «es un acto de entendimiento, que exprime la correspondencia que se halla entre los objetos»16. Al grabar, el artista comunica -con el buril- unos contenidos mentales que deben ser transmitidos: establecer la correlación entre lo intuido y la forma de comunicarlo es un acto mental, un concepto que nosotros hemos de entender. Pero -como los poetas- Goya parte de una inicial desconfianza en el arte. Tiene, pues, que recurrir a la palabra para que el concepto quede establecido de manera inequívoca, o a las palabras que comenten a su palabra para evitar que nadie juzgue sino por lo que él quiere ser juzgado. Si no pudiéramos encontrar motivos más profundos, sería ésta una insufrible tiranía. Pero Goya formula sus exigencias para evitar malentendidos (didactismo, moral): no basta con la sutileza verbal -o gráfica-; es necesario poseer la sutileza del pensar. Pero el artista quiere construir su propio mundo, inútil ya el que le entregan, y tiene que darle unos contenidos unívocos para que sea preciso; equitativos, para que merezca ser creado; verdaderos, para evitar las falsas apariencias. Triple acto de creación que exige romper las amarras de la realidad cotidiana, aunque tenga que partir de ella, pues en ella está el noray al que se amarraron los cabos.

El artista se encuentra ante una realidad inadmisible. La siente caricaturesca y lleva a un mundo de animales la ridiculez que le rodea: un burro de gran dignidad enseña el a, b, c. El grabado tiene este pie: ¿Si sabrá más el discípulo? Pero Goya -insatisfecho- apostilla: «No sé si sabrá más o menos, lo cierto es que el maestro es el personaje más grave que se ha podido encontrar»17. En otro grabado (Asta su abuelo) un asno contempla un libro en el que hay otros burros; el pie no es bastante, y la apostilla reza: «A este pobre animal le volvieron loco los genealogistas y reyes de armas. No es él solo». No, el burro genealogista es Godoy18. En ¿De qué mal morirá? Un asno -muy grave- toma el pulso a un moribundo; el asno ante una ciencia infatuada y vacía está bien claro. Pero el artista quiere llegar al sarcasmo: «el médico es   —28→   excelente, meditabundo, reflexivo, pausado, serio. ¿Qué más hay que pedir?»19. Para que nada falte a la exégesis, Goya parecía referirse a Galinsoya, médico de Godoy. Los animales han servido al artista para identificar dos realidades -la de su sociedad y la de la estupidez- pero no bastaba con esto: tuvo que trascenderlas con la palabra para que no pudieran ser separadas y, en la identificación, encontrar el rebenque con que fustigar a quienes colaboraron en la degradación.

Decía que era más profundo su intento de captar la esencia de las cosas con la información de una realidad tangible. Sírvannos dos excepcionales testimonios. El grabado 26 (Ya tienen asiento) muestra dos mujeres impúdicas, cuyos vestidos -coronados por sendas sillas- están sobre su cabeza. Juéguese al vocablo cuanto se quiera, pero el sarcasmo quedará patente en las palabras escépticas: «para que las niñas casquivanas tengan asiento, no hay mejor cosa que ponérselo en la cabeza»20. Otro grabado (núm. 54 El vergonzoso) muestra a un hombre con un rostro inmundo: «Hay hombres cuya cara es lo más indecente de todo su cuerpo, y sería bien que, los que la tienen tan desgraciada y ridícula, se la metieran en los calzones»21. Este mundo en el que se ven los cosas tales como son, pero cuya intencionalidad trasciende a la contingencia, nos lleva a una colección de grabados en la que el artista nos precave contra una realidad, que no es22, y contra una apariencia que enmascara lo que estamos viendo y viviendo23. Como resultado, el escepticismo ante la humanidad, tan amargamente recogido en los grabados Trágala, perro (núm. 58), No te escaparás (núm. 72) o Mejor es holgar (núm. 73).

Las palabras -lo señalé antes- no tiene en Goya un valor unívoco. Para su visión esperpéntica de las cosas, es necesario que el campo semántico en que se insertan pueda deslizarse y, en esos límites de fluctuación, el artista puede sacar toda la intencionalidad de sus conceptos. El grabado 17 (Bien tirada está) muestra una muchacha que acaba de levantarse de la cama, y se estira la media; una celestina la está contemplando. De los dos comentos que existen del capricho, uno hace referencia a la obscenidad significativa que puede tener la palabra; otro ha eliminado la frase. Escrita o no, la intencionalidad es clara. Y el ambiente, inequívoco. Más complejidad tiene la Trágala, perro (núm. 58)24; simplificando otros elementos, se ve un hombre arrodillado, al que rodea un grupo de frailes, en tanto uno de ellos le amenaza con una enorme jeringa: «El que viene entre los hombres   —29→   será jeringado irremediablemente: si quieres evitarlo habrá de irse a habitar los montes, y cuando esté allí conocerá también que esto de vivir solo es una jeringa».

Conceptismo aragonés que viene de muy lejos. Cuando Marcial escribía la sutileza de sus epigramas estaba anticipando algo que iba a gustar a las gentes de su tierra. Por poco que pensemos, veremos cómo su agudeza era lo que ganaba a tantos y tantos aragoneses como tentaron traducirlo. Tal vez no sea ajeno a ello el que Pedro Ximénez de Urrea, el primer poeta aragonés de cuenta, surja en un momento en que la poesía hacía valer los atributos de la ingeniosidad25, para llegar -desde ellos- al desencanto y a la renuncia:


   Partida de tanto afán
nunca nadi partió así;
otros parten de dó van,
yo, triste, parto de mí.


(pág. 303)                


Conceptismo aragonés que va muy lejos. En Gracián encontrará su expresión genial y creará -con palabras de Gerhard Schröder «eines der grossen Esperimente der abendländischen Literatur»26; sí, uno de los grandes experimentos de la literatura occidental27. Y que, en Goya, mezclando grabado y literatura, dará como uno de los testimonios más tétricos y alucinantes de la historia del hombre.





 
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