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Abajo

Una cristiana

Emilia Pardo Bazán






ArribaAbajo- I -

Verán ustedes las asignaturas que el Estado me obligó a echarme al cuerpo con objeto de prepararme a ingresar en la Escuela de Caminos. Por supuesto, Aritmética y Álgebra; sobra decir que Geometría. A más, Trigonometría y Analítica; por contera, Descriptiva y Cálculo diferencial. Luego, (prendidito con alfileres, si he de ser franco) idioma francés; y cosido a hilván, muy deprisa, el inglés, porque al señor de alemán no quise meterle el diente ni en broma: me inspiraban profundo respeto los caracteres góticos. A continuación, los infinitos «dibujos»: el lineal, el topográfico, y también el de paisaje, que supongo tendrá por objeto el que al manejar el teodolito y la mira, pueda un ingeniero de caminos distraerse inocentemente rasguñando en su álbum alguna vista pintoresca, ni más ni menos que las mises cuando viajan.

Siguió al ingreso el cursillo, llamado así en diminutivo para que no nos asustemos. En él no entran sino cuatro asignaturas, para hacer boca: Cálculo integral, Mecánica racional, Física y Química. Durante el año del cursillo no nos metimos en más dibujos; pero al siguiente (que es el primero de la carrera propiamente dicha) nos tocaban, -aparte de profundizar los Materiales de construcción, la Mecánica aplicada, la Geología y la Estercotomía- dos dibujitos nuevos: el dibujo a pluma, «de sólidos», y el «lavado».

Yo no fui de los alumnos más exageradamente empollones, pero como tampoco era de los más lerdos (aunque me esté mal el decirlo), supe machacar el hierro donde convenía que se machacase, y acudir a la paciencia y a la tenacidad en asignaturas donde no bastando el ejercicio del entendimiento hay que forzar el automatismo de la memoria. Tuve algún tropiezo, pues no es fácil evitarlos al seguir una carrera en que deliberadamente se aprietan las clavijas a los alumnos, con el fin de sacar el número justo para cubrir las plazas vacantes. Año arriba o abajo, era seguro el éxito, y mi madre, que costeaba mi carrera ayudada por su único hermano, llevaba con relativa resignación, cuanta permitía su carácter, mis fracasos, por constarle que no eran muchos, y que al salir ingeniero hecho y derecho, tenía en el bolsillo los nueve mil... y dietas. Ni todos los tropiezos fueron de los que pueden evitarse, aun desplegando la mayor asiduidad del mundo. Un año estuve enfermo de anemia, complicada después con viruelas locas; y este incidente y otros que no hacen al caso, explicarán el cómo, gozando fama de joven estudioso y persona medianamente culta, hube de encontrarme a los veintiún años cursando el segundo de la carrera; es decir, faltándome tres para terminarla.

El año anterior, o sea el primero de la carrera propiamente dicha, me vi precisado a dejar alguna asignatura para los exámenes de septiembre. Atribuyo este incidente siempre desagradable a la influencia maléfica de cierta posada donde me alojé por tentación del diablo. El tiempo pasado allí me dejó indelebles recuerdos, que me traen la risa a los labios y unas vislumbres de indiscreto júbilo al alma cuando los evoco. Indicaré algo de ella, para que me digan ustedes si Arquímedes en persona sería capaz de empollar en semejante madriguera.

Hay todavía en Madrid tres o cuatro casas -verbigracia la de los Corralillos, la de los Cuartelillos, la de Tócame Roque- muy semejantes a la que voy a delinear. En su recinto moraba el vecindario de un mediano poblachón: tenía sus tres patios con balconada, sobre la cual se abrían las puertas de los cuchitriles o tabucos, numeradas en los dinteles; y no faltaban sus inquilinas desvergonzadas reñidoras, sus ciegos entonando coplejas al son de destemplado guitarrillo, sus gatos atacados de neurosis correteando de bohardilla a bohardilla y de baranda a baranda -ya a impulsos de amorosas emociones, ya en virtud de algún enérgico ladrillazo- sus tiestos de clavellinas y albahaca, sus pañales puestos a secar en compañía de desflecados refajos y remendadas camisas; en fin, todo lo que abunda en este género de guaridas de la villa y corte, mil veces descritas por los novelistas y los pintores de costumbres. El cuarto tercero de la derecha había sido alquilado a Josefa Urrutia, vizcaína, ex doncella de la marquesa de Torres-Nobles, y ex doncella en otro sentido, por culpa de «uno de minas». De los devaneos de la Josefa había resultado lo de costumbre: al principio muchas carantoñas, luego frutos de bendición sin la del cura, luego hastío del seductor, lágrimas de la víctima, abandono, juramentos de venganza y planes de exterminio, escándalos callejeros con presentación de rorro en mantillas, reclamación ante el juez, y providencia de este a favor de la ofendida, señalando una pensión de seis reales diarios a cada vastaguito. Sólo que ¡vaya por Dios! de pago andábamos muy mal. Por fas o por nefas, hoy, que el papá se encuentra en Montevideo y la letra no ha llegado; mañana que el cambio sobre España está por las nubes y no se puede girar, ello es que la desdichada Pepa no hubiera conseguido valerse y sacar adelante a los dos críos, si no tiene la feliz ocurrencia de arrendar el consabido piso tercero, arañar unos cuantos muebles en las prenderías y el Rastro, y con sábanas y almohadas de desecho, regalo de la señora marquesa, instalar la casa de huéspedes, nido de estudiantes y de chinches.

Al principio el negocio se presentó medianito: trampeando, trampeando. Por fin adquirió la Urrutia clientela, y cuando yo entré a morar en «la alcoba del comedor», estaba en su apogeo el establecimiento: ni una habitación desocupada, y todos huéspedes que pagaban honradamente (si podían) aparte de ciertas quiebras, cuyo origen descubriré en gran secreto. Habitaba la sala, lo mejorcito del cuarto, un cierto don Julián, valenciano, jaranero y alegre, derrochador sempiterno, amigo de francachelas y bromas, y jugador empedernido. Decía que estaba en Madrid pretendiendo un destino, destino que no llegaba nunca; pero el pretendiente vivía como un príncipe, y en vez de ayudar con los dineros de su pupilaje a sostener el negocio de Pepa, se susurraba entre nosotros que comía gratis y aun recibía de tiempo en tiempo tal cual doblilla destinada a derretirse en el peligroso faldellín de la sota de copas. Estas interioridades y flaquezas de Pepa Urrutia no hubieran trascendido (como ahora se dice) a no ser por el monstruo de verdes ojos, los empecatados celos. Teníalos rabiosos la vizcaína, de una vecinita guapa y fácil en tomar varas de los huéspedes fronterizos, según a ciencia cierta puedo atestiguar. Aguijada por la desesperación, Pepa gritaba sin reparo, y había lo de «pillo, estafador» por aquí, y lo de «si vergüenza tuviese usted, lo que me chupa y lo que me debe me pagaría volando» por allá. Don Julián, en casos tales, envainaba las manos en los bolsillos, apretaba los dientes, y callado como un muerto paseaba de arriba abajo por la sala. Aquel silencio encendía más el furor de la mujer, que a veces se deshacía en crisis nerviosa de llanto; y después de abofetear al valenciano con los últimos denuestos, salía pegando un portazo que retumbaba en todo el edilicio. Entonces solía asomarse al pasillo un hombre grueso, rubio, calvo, como de cincuenta y tantos años, de semblante afable y complaciente, quien con marcado acento portugués preguntaba a la colérica patrona:

-Pepiña, ¿quí tiene?

-Nada tengo yo... -respondía ella, metiéndose de estampía en la cocina y mascullando en vascuence terribles imprecaciones. La oíamos lidiar a porrazos con sartenes y cacerolas, y a pocos el chirrido consolador del aceite nos anunciaba que, a pesar de todo, se freían patatas y huevos y el almuerzo no andaba muy lejos ya.

El señor calvo y, grueso, que ocupaba la «sala del patio» llamada así por tomar luz del principal de la casa, era un inédito portuense, venido a España con el fin de entablar un litigio contra la Administración, por no sé qué infundios referentes a un patronato. Admirador entusiasta, como los portugueses en general, de la música popular española, vestido lo más ligeramente posible, en calzoncillos y, elástica (he de advertir que esto ocurría en el mes de junio), recatando su calva una gorrita escocesa con dos cintas flotantes atrás, y rascando una guitarra a cuyo compás gatuno y desafinado entonaba la letra siguiente:


   «Quiérimi sivillana -niña lousana
-cándida flor que al son di mi guitarra
-pur ti palpita -mi corasaun...».

Aquí interrumpía el canticio y miraba hacia el ventanuco de una chica planchadora, asaz fea pero no menos vivaracha y comunicativa. Ella estaba asomada, riendo y guiñando los ojos. Exhalaba un suspiro el portugués, exclamaba en voz estentórea «Moy bunita» y con dobles bríos martirizaba el guitarro, continuando la letra:


«Ay qui plaser -is il amor -si s’halla un
alma angilical. -Y qui dolor -si hay falsi-
dad -no, no, no, no, no, no, no, no -huye
di mi -duda fataaaal!».

Terminada la canción, sacaba de la abertura de la elástica una petaca de paja, una caja de fósforos y una cajetilla de cigarros. Aún no había encendido el primero, cuando hacía irrupción en el cuarto del portugués un mozo como de veinticuatro años, huésped de Pepita también, a quien por largo tiempo consideré genuina personificación del artista. Llamábase de apellido Botello -nunca pensé en averiguar su nombre de pila-, era muy apuesto, de estatura gentil; gastaba melena, una melena no excesivamente larga, pero abundante rizosa; tenía el tipo mulato -a lo Alejandro Dumas, con labios carnosos y rojos, bigote a lo Van-Dick, ojos brillantes y piel morena finísima- y nosotros le mareábamos diciéndole Dumillas a cada momento. ¿Por qué nos habíamos empeñado los huéspedes de Pepa Urrutia en que Botello era artista? Hoy, cuando reflexiono, no lo entiendo. Botello no había dado jamás una pincelada, ni destrozado una sonata, ni emborronado un artículo, ni perpetrado un triste drama, ni siquiera un juguete en un acto; y sin embargo teníamos metido entre ceja y ceja que Botello no podía ser sino artista y artista consumado. Sospecho que era una convicción nacida -más aún que de su original y simpática fisonomía, y su género de vida especial- de su modo de vestir derrotado y mendicante. Llevaba en todo tiempo un abrigo entallado de paño azul, gire él nombraba el gabán del toisón, porque tenía en cuello y solapas ancho collar de mugre, con su borrego de manchas delante. Esta prenda estaba tan adherida a su cuerpo, que con ella salía a la calle, con ella se lavaba y afeitaba, y hasta la echaba sobre la cama para dormir. Los pantalones lucían orla de flecos; las botas eran de tacón torcido, y la piel rota ya descubría el calcetín, embadurnado de tinta por Botello a fin de que no asomase su indiscreto blancor. La esbelta figura y hermosa cabeza de Dumillas, embutidas en atavío semejante, no habían conseguido perder todo su encanto, antes los casi harapos, al adaptarse a su elegante torso, adquirían misteriosa nobleza.

Otro rasgo distintivo de Botello podía referirse al tipo artístico, y era su feliz descuido para la vida, su total menosprecio del trabajo, su absoluto desconocimiento de la realidad. Botello era hijo de un magistrado y sobrino del administrador de un magnate. Al morir el padre de Botello, quedó el chico bajo la tutela de su tío, el cual le daba casa y comida y le entregaba sus cinco mil reales anuales de alimentos, exigiéndole únicamente que se retirase a las doce de la noche. Ni le obligó a estudiar ni hizo por darle educación, y cuando hubo caído en la cuenta de que el muchacho pasaba todas las veladas en la timba o en el café flamenco y volvía a casa a las tantas y tenía llavín para entrar sin ser sentido, puso el grito en el cielo, y en vez de tratar de corregirle, le arrojó de su hogar ignominiosamente. Sin oficio ni beneficio, con veintiún duros mensuales por todo caudal, Botello rodó de casa de huéspedes en casa de huéspedes a cual peor y más desastrada, hasta que en un garito trabó conocimiento con el insigne don Julián, tirano del corazón del Pepa Urrutia. Enganchado por esta amistad se vino a nuestro albergue. Desde entonces Botello tuvo curador ejemplar en el valenciano. Encargábase don Julián de cobrar la mesada del mozo, y acto continuo, a la timba a probar fortuna. Si venía una racha de cien o doscientos pesos, los veintiuno de Botello se le entregaban religiosamente, y aún podía caerle alguna propineja. Si la suerte era contraria, ya podía Botello cantarles el oficio de difuntos. Como necesitaba la guita, el pupilo solía armar con su curador unas zapadestas de mil diablos. «A ver, señor mío, ¿qué hago yo este mes?». Y entonces -aparición providencial- surgía la Pepa en defensa de su caro estafador, y chillaba amenazando a Botello:

-Usted calla... Usted calla... Yo me espero...

-¡Sí! -respondía el mísero-; pero el caso es que ni para tabaco me ha dejado un real.

La Pepa echaba mano a la faltriquera, y a sacando una peseta roñosa:

-Usted tome... Una cajetilla compre...

Cuando las pesetas de la Pepa escaseaban -y aunque no escaseasen- Botello recurría a colarse en la habitación del portugués no bien le oía restallar el fósforo para encender el cigarro; y entre bromas y veras, la mitad de la cajetilla pasaba al bolso del bohemio. Acostumbrado el portugués al carácter y modos de Dumillas (de quien aseguraba con profunda fe que era muito artista), no se formalizaba jamás ni por sus guasas ni por sus merodeos y depredaciones. Al contrario, diríase que las travesuras de Botello despertaban en el médico guitarrista afecto y benevolencia inexplicables. Y cuidado que a veces las jugarretas del bohemio pasaban de castaño oscuro. Citaré una para muestra.

Obligado el portugués a hacer visitas y presentar recomendaciones para activar el despacho de su asunto, encargó un ciento de tarjetas muy satinadas y litografiadas, donde en preciosa letra cursiva se leía su nombre: «Miguel de los Santos Pinto». Acertó a verlas Botello, y nos las fue enseñando por todos los cuartos, asombrándose de que tuviese tan pocos apellidos un portugués. El quería añadir cuando menos: «Teixeira de Vasconcellos Palmeirim Junior de Santarem do Morgado das Ameixeiras», para que estuviese en carácter. Se lo quitamos de la cabeza; pero fue todavía peor lo que se le ocurrió después. Escamoteándome la pluma topográfica y la tinta china que yo usaba para mis planos y mis dibujos, escribió delicadamente debajo del «Miguel de los Santos Pinto» esta cajetilla: «Corno de Boy». A fin de no molestarse en añadirlo a todas las tarjetas, hízolo sólo con veinticinco, escondiendo las restantes. Al otro día justamente salió de visiteo el lusitano, y repartió diez o doce de las tarjetas adicionadas por Botello. El domingo siguiente encontrose en la calle del Arenal a un conocido, que le detuvo y le preguntó sofocando la risa:

-Pero don Miguel, ¿usted se llama efectivamente Corno de Boy? ¿Hay en su país de usted ese apellido?

-¿Yo? -respondió amoscado el lusitano-. Yo mi llamo Santos Pinto nada más.

-Pues mire usted esta tarjeta.

-A ver... a ver... -murmuró el pobre hombre-. ¡Y dis eso! -exclamó atónito al leer la coletilla.

-Será alguna equivocación del litógrafo -indicó maliciosamente el amigo. Pero don Miguel no se la tragó, y apenas llegado a casa enseñó la tarjeta a Botello, pidiéndole estrecha cuenta del desaguisado. Tan calurosas protestas de inocencia hizo el grandísimo truhán, que logró convertir hacia mí las sospechas. «¿No ve usted -decía- que la tinta y la pluma con que eso se escribió, en su cuarto las tiene Salustio? No se fíe usted de las mosquitas muertas. El que parece más formal...». De resultas de este ardid maquiavélico, yo, que en la vida me metía con el benigno portugués, fui el único huésped a quien él miraba con prevención y recelo. Creo firmemente que su ceguedad era voluntaria, pues de otras diabluras de Botello no pudo quedarle ni la duda más leve. Jugando un día al dominó con su víctima, Botello tuvo arte para encasquetarle una corona de papel con orejas de borrico, a fin de que se desternillase de risa la ninfa de la plancha, que atisbaba cuanto en la habitación ocurría. Otra vez le prendió rabitos de papel en los faldones, y así salió Pinto a la calle, siendo la irrisión de los granujas. No obstante, la indulgencia del portugués hacia el bohemio no se desmintió jamás. Cuando a Botello le faltaba parné con que pagar la entrada en algún baile, a don Miguel acudía en demanda de medio duro. Después agotaba la elocuencia para convencerle de que debía echar una cana al aire y acompañarle al bailecito. A la negativa del portugués, que alegaba no querer disgustar a la planchadora, replicó Botello llamándole panoli; y como el lusitano no entendiese la palabrita y se mostrase algo amostazado, el bohemio hizo ademán de restituir el medio duro.

-Tómelo, tómelo, ya que está usted enfadado conmigo -exclamaba el muy lagarto-. Mi dignidad no me permite aceptar favores de quien me ve con malos ojos. ¿Verdad que está usted enfadado?

-Yo con usted no mi puedo enfadar nunca -declaró el portugués metiéndole en la mano a viva fuerza la moneda; y volviéndose hacia los que presenciábamos la escena, pronunció con la sonrisa de mayor bondad que nunca he visto en rostro humano-: Este rapaz... ¡muito artista! -Después se volvió a su ventana a rasguñar el guitarrillo.

Vamos, convengan ustedes en ello: no hay posibilidad de consagrarse a un estudio arduo, abstracto, cotidiano, en casa donde a cada instante ocurren incidentes como los que dejo referidos. Las risotadas alternando con las quimeras; las correrías por los pasillos; las continuas entradas y salidas de los haraganes que no acertando a matar el tiempo discurren cómo hacérselo perder a los aplicados; la irregularidad en las horas de comida y almuerzo; la llaneza confianzuda con que todos nos metíamos a vivir en las habitaciones de los demás; el trasnochar y el despertarse a deshora, no son eficaces auxiliares para brillar en la Escuela de Caminos. Por otra parte, el contagio de la broma y de la cháchara es inevitable en mi edad. Allí había otros estudiantes, de la Universidad, de Montes, de Arquitectura, y ninguno era un prodigio de aprovechamiento. Yo quizás les vencía a todos en empollar; pero como mis asignaturas ofrecían mayores dificultades, el caso es que aquel año me quedé colgado hasta septiembre, y hube de pasarme las vacaciones en Madrid, sin gozar las frescas brisas de mi tierra. Sería aquel un verano aburrido, interminable, a no rodearme gente tan levantisca y retozona, y a no darnos tela el portugués, eterno mártir del inagotable buen humor y de la sindineritis crónica de Botello. Cuando no había modo de entretener la tarde, Dumillas castañeteaba los dedos y nos decía sacudiendo la gallarda cabeza sudorosa, para echar atrás la melena negrísima que le sofocaba:

-Vamos a hacerle una sarracinada a Corno de Boy. ¿Quién me ayuda a coger chinches?

-¿A coger chinches?

-Cabal. A ver si armáis un cucurucho y lo llenáis de chinches gordas, bien llenito. Las medianas no sirven. Que sean de primera magnitud.

Salía cada cual hacia un cuarto a realizar tan extraña caza. Por desdicha el ojeo no era difícil. A poco que escudriñásemos en nuestros jergones o debajo de nuestras almohadas, reuníamos sin gran esfuerzo una docena de bichejos asquerosos. Rendíamos nuestro tributo al inventor de la diablura, y él juntaba en un solo alcartaz las chinches de todos. No bien comprendíamos que se acostaba el portugués, a oscuras, descalzos y reprimiendo la risa, nos apostábamos a la puerta de su cuarto. Así que don Miguel comenzaba a roncar, Botello alzaba suavemente el pestillo, y como la cabecera de la cama estaba contigua al marqueado de la puerta, no necesitaba el diablo del artista más que destapar el cucurucho y desparramar las chinches contenidas en el papelón sobre la cara y cabeza del durmiente. Terminaba esta operación, cerraba Botello con mucha cautela, y nosotros, hechos una piña y pellizcándonos mutuamente de puro excitados, aguardábamos a que se iniciase la campal batalla.

No habían transcurrido dos minutos cuando sentíamos rebullirse al portugués. Oíamos primero frases truncadas e ininteligibles, luego claras interjecciones, luego el estallido de un fósforo y la repetición azorada de la palabra «¡Credo!». Acudíamos hipócritamente, preguntando si estaba enfermo, si le ocurría algo.

-¡Credo! -respondía el buen hombre-. ¡Credo! ¡Persevejos por aquí, persevejos por allí! ¡Credo! ¡Irra!

Al día siguiente le proponíamos variar de cuarto, y así lo hacía esperando hallar remedio a sus males; sólo que como repetíamos la caza, repetíase también el sainete. Con semejantes chanzas pesadas fuimos engañando la canícula; y lo que más me asombra es que al bendito portugués, blanco de todas ellas, no se le ocurriese ni remotamente cambiar de hospedaje, ni plantarle un día un bofetón de cuello vuelto a su verdugo.

Cuando aprobé en septiembre las asignaturas que me faltaban, necesité hacer un enérgico llamamiento a la potencia superior del alma, o sea a la voluntad, para resolverme a poner por obra lo que en mi opinión convenía al lusitano: mudar de alojamiento. El cebo de la pereza y de la vida alegre; lo entretenido del trato de Botello, a quien era imposible no profesar cierta lástima muy análoga a la ternura; los mismos defectos e inconvenientes de aquella posada, iban apegándome a ella más de lo justo. Sin embargo, venció mi razón en la contienda. «La vida es un tesoro y no hemos de despilfarrarla en chiquilladas y en insulsas bromas», pensaba yo al arreglar mis bártulos para irme a otra parte con la música. «Si ese infeliz de Botello es un sonámbulo y se ha propuesto morir en el hospital, yo en cambio estoy desterminado a tener una carrera, tomarla por lo serio y ser libre y dueño de mis acciones. Aquí no hay más que ilusos y gente predestinada a la miseria anónima. Vámonos a donde se pueda trabajar». No obstante, la despedida me oprimió unas miajas el corazón. La Pepa lloraba a lágrima viva por tan buen huésped, que pagaba religiosamente y nunca le había «dado que sentir ni así tanto». Mis ojos no se humedecieron; pero, lo repito, sentí pena como sume apartase de seres muy queridos, al abrazar a Botello y apretar la mano del bonachón portugués. Según iba andando detrás del mozo de cuerda que cargaba mi baúl, hice las siguientes reflexiones para explicarme mi emoción:

«Esta irregularidad pintoresca, este predominio del sentimiento y del humorismo, y este desprecio de la realidad que noto en la casa y en los huéspedes de Pepa Urrutia, son atractivos, porque constituyen una forma del romanticismo innato en nuestra raza, romanticismo que yo padezco también. La tal casa parece un familisterio, basado no en la comunión socialista, sino en la falta de hiel y de sal en la mollera. Me he encontrado ahí con varias personas que a fuerza de ser excelentes, no tienen ni tendrán nunca un adarme de juicio ni de sentido común. Por lo mismo, sospecho que las echaré muy en falta los primeros tiempos; que siempre las recordaré con nostalgia, y que al ir corriendo años, se me figurará poético y precioso hasta lo de las chinches. Sin embargo, yo valgo más que lo que dejo, pues soy capaz de dejarlo». Y me consolaba el orgullo de tenerme por más formal y positivo que los pupilos de la vizcaína.




ArribaAbajo- II -

Duraron mis saudades menos de lo que temí. Cada ser prefiere su elemento natural, y el mío no era el desorden, el galimatías de la posada bohemia. Mi nuevo paradero estaba sito en la calle del Clavel: un cuarto cuarto, soleado y con habitaciones no tan angustiosas como suelen ser las que se ofrecen por trece reales diarios. También era vizcaína la patrona, porque lo son la mitad de las patronas de España; pero bien distinta de la Pepa Urrutia: limpia como los chorros del oro, excelente guisandera de bacalao con tomate, callos, paella y demás sabrosas porquerías de la cocina nacional, y exenta de pasiones devastadoras, al menos que estuviesen a la vista, por lo cual todos los huéspedes saldaban sus cuentas o salían pitando.

En la casa de doña Jesusa -por ser de edad madura, le aplicábamos el doña- las camas, aunque empedernidas y angostas, eran aseadas, la criada argandeña hacía sábado a menudo, en el pasillo, delante de la cocina, cantaba enjaulado un jilguero, la noche de Navidad se comía sopa de almendra y besugo, y no faltaban en suma ciertos toques de humilde bienestar y paz doméstica. Verdad que todo andaba muy apurado y justo: de ordinario los cinco o seis estudiantes que nos sentábamos a la mesa, nos levantábamos mal satisfechos, porque la pitanza salía tasadita. No quiero murmurar del chocolate, que era engrudo tiznado de ladrillo, ni de la tortilla coriácea, ni de las manzanas y peras del postre, que parecían contrahechas en cera, según la abstención que con ellas observábamos. «Debían darnos siquiera el postre de los sentenciados a muerte, pasas y almendras», decía mi paisano Luis Portal, que era, a lo serio, bastante guasón. Pasaré también por alto la eterna monotonía de la sopa de pasta calificada por Luis de «alfabética» o «astronómica», según representaba letras o estrellitas. Prescindiré de la penuria del cocido, con su tocino oculto detrás de mi garbanzo y partido ya en raciones para que un huésped solo no se engullese las de los demás; y no delataré las gusaneras del pescado, ni las Placideces de la carne. A mi edad es raro que el sibaritismo y la gula den mucha guerra. Por otra parte, los días del santo de cada pupilo o de fiestas muy señaladas y de repique gordo, doña Jesusa nos obsequiaba con algún guisote en que había puesto los cinco sentidos, y entonces nos desquitábamos. Siempre observaba doña Jesusa los días clásicos y los distinguía con algún refinamiento en la mesa, y estos extraordinarios ayudaban a conllevar la habitual estrechez, remedando las gratas alternativas del hogar doméstico.

Luis Portal, que era hijo de un cafetero de Orense y muy regalón y habilidoso, ideó que podíamos, sin gran dispendio, tomar café mañana y tarde. Compró de lance, en el Rastro, una cafetera para seis tazas; por los mismos medios agenció un molinillo; procurase del mejor café tostado y sin moler, dos libras de azúcar morena, y repartidos los gastos a prorrata, resultó en efecto baratísimo el delicioso brebaje. Si pudiésemos llegar a la media copita de fine o de mono... Pero ahí nos estrellábamos; ahí no bastaban nuestros recursos. El coñac era ruinoso. Portal tenía una botella traída de su casa en el fondo del baúl; nos impusimos la obligación de estirarla, bebiendo sólo un dedalito; y la consigna se observó tan bien, que al cabo de dos días le vimos el fondo a la botella.

Resumiendo, y para ser sinceros: en la casa de doña Jesusa se podía estudiar. Había horas, silencio, quietud. Alguna que otra vez nuestra patrona regañaba a la criada; pero este ruido familiar y previsto no alcanzaba a distraernos. Cada cual según la extensión de sus facultades, empollábamos todos, procurando no tener que excusarnos cuando los profesores nos preguntasen. El de Máquinas nos inspiraba un poquillo de miedo, por su gran afición a salir de pesca, o sea a alterar el orden establecido para preguntar la lección. Ya he dicho que yo no sobresalía entre mis compañeros por extremar la asiduidad, ni Luis Portal tampoco: ambos nos dábamos maña para poner en ejercicio el entendimiento, sacándolo a flote hábilmente, no dejándolo sucumbir bajo el peso de la memoria, porque temíamos la depresión especial que causan estos estudios áridos y rigurosos en los cerebros pobres, y que Luis llamaba «la guilladura matemática». En cambio, dos chicos de los que vivían con nosotros estaban tan rendidos y agotados, que recelábamos que al acabar la carrera (si la acababan) parasen en un tonticomio. Era el uno de ellos un cubano, dotado de prodigioso memorión. Con ayuda de esta facultad inferior, pero tan indispensable y que de tal suerte cubre las faltas del entendimiento, se tragaba los libros, y siempre que no se preciase discurrir, poner ni quitar al texto, se presentaba con admirable brillantez. Sólo que la más mínima objeción, la interrupción más leve, cualquier circunstancia de esas que obligan a apelar a la inteligencia, le mataban; aturullábase todo y no había manera de que contestase al derecho ni a la cosa más sencilla. Portal le llamaba «el lorito», y se reía mucho de su calma, de su dejo lánguido, de verle siempre tiritando, hasta encima del brasero. Cuando soltaba los libros, era el antillano lo mismo que pájaro a quien le desprenden un collar de plomo. Entonces, a falta del vigor mental necesario para manejar garbosamente las pesas y las barras de hierro de las ciencias exactas, mostraba el pobre desterrado las galas de una brillante fantasía, toda luz y colores, o por mejor decir, toda lentejuelas y fuegos fatuos. En boca suya, la frase más vulgar revestía forma poética; rimaba sin sentirlo y, al sonsonete; era capaz de estarse una hora hablando en verso bien medido y armonioso; pero el satírico Portal decía que los versos del cubano tenían exactamente tanto valor artístico como la música que componemos y tarareamos al extender distraídamente por los carrillos el jabón para afeitarnos, y que hacían el mismo sentido leídos de arriba abajo que de abajo arriba. «Vamos a llamarle el sinsonte, en vez del lorito», añadía cada vez que el cubano nos endilgaba sus poéticas sartas de cuentas de vidrio, lo cual solía ocurrir después que se atiborraba de café.

El otro asiduo era un zamorano, de estrecha frente y obtuso magín, huérfano de padre y madre, que seguía la carrera a expensas de una abuelita octogenaria, ya paralítica, la cual le había dicho: «No quiero morirme hasta que tú seas hombre y tengas concluidos los estudios y asegurado el porvenir». Bien tenue hilo ataba a este mundo a la viejecilla, y el mozo lo había comprendido y desplegaba una energía silenciosa y feroz. Así como el cubano empollaba con la memoria, el zamorano lo hacía con la voluntad en tensión perpetua. Sus escasas facultades le obligaban a trabajar doble; para él no había noches de sábados, ni fiestas de domingo, ni paseo, ni carteíto con novias, ni nada, nada más que el libro, el eterno libro, ecuación va y ecuación viene, problema arriba y problema abajo, sin un minuto de desaliento, sin una falta de asistencia, sin un día de excusa. «¿Has visto ese animal, que no pierde ripio?» me decía mi paisano. «Va a ser ingeniero antes que nosotros... si no deja la piel. Porque está muy flaco y a veces tiene las manos acalenturadas. Le noto mal aliento; de fijo que ya el estómago no rige. Claro, ni hacer ejercicio, ni una triste distracción... Salustiño, bueno es salir avance, pero también hay que mirar por el número uno».

Con Luis Portal hice yo excelentes migas, llegando a contraer estrecha amistad, aunque nuestras ideas y aspiraciones eran muy diferentes. Portal gustaba de manifestarse como hombre sagaz y práctico, o al menos daba indicios de que lo sería cuando llegase a la edad en que se marca y consolida la complexión moral de individuo. No diferíamos totalmente en nuestro criterio: había dogmas comunes: Portal, lo mismo que yo, se declaraba partidario del self-help; aborrecía tutelas e imposiciones; creía que el hombre debe bastarse a sí mismo y aprovechar los primeros años de la juventud en preparar días de libertad o de bonanza para la edad viril. «No parecemos gallegos -me decía a veces- por la actividad que desplegamos en todo». Yo oponía a su observación el espíritu emigrante y aventurero que se ha desarrollado en los gallegos de poco tiempo acá. «Desengáñate -repetía con obstinación-: tenemos más de catalanes que de gallegos, chacho». Si en el modo de entender la dirección de la vida nos parecíamos mucho mi amigo y yo, no así en la apreciación del fin principal de la misma vida. Portal acostumbraba exponer el programa siguiente: «Chico, yo no he de andarme con pamplinas, ni papando moscas. Trataré de ganar dinero para reírme del mundo. Pasarse los años entre escaseces y privaciones, es una bronca. Mi papá es don Alejandro en puño, no suelta cuartos: y yo ignoro a estas horas el sabor de muchas cositas buenas que hay por ahí. No sé si por las vías de la profesión estoy en camino de catarlas; se me figura que en cuanto a sacar partido, los políticos y los negociantes la aciertan mejor que los científicos: verdad que lo uno está declarado incompatible con lo otro, y que Sagasta es ingeniero. En fin a mí que me dejen los brazos libres, y me las arreglaré. O soy un majadero, o salgo de pobre». Aplaudiendo la gallarda resolución de Portal, yo comprendía que mis sueños de porvenir se diferenciaban de los suyos. Portal entendía por «cositas buenas» el comer opíparamente, el beber ricos vinos, el fumar soberbios tabacos, acaso sostener a una bella pecadora, quizás casarse con una señorita linda y bien acomodada; yo, sin despreciar estos bienes, no aspiraba concretamente a ninguno de ellos, sino sólo a la libertad, presintiendo que con ella vendría algo muy hermoso y merecedor de ser saboreado y gozado, pero no en el sentido material y positivo: algo que podía ser gloria, celebridad, pasión, aventura, millones, mando, hogar, hijos, viajes, lucha, hasta infortunio, pero que al fin sería vida, vida completa y digna del ser racional, que no ha de reducirse a vegetar ni a golosear los placeres, sino que debe recorrer toda la escala del pensamiento, del sentimiento y de la acción. Yo no podía definir en qué consistían mis esperanzas; pero me parecería que las rebajaba si las redujese a algo positivo y sensual, como mi amigo Luis. Y no por esto me creía un visionario, un entusiasta ni un soñador. Comprendía, al contrario, que si mi frente se alzaba a veces hacia la región de las nubes, mis pies permanecían firmes en la tierra, y que todas mis acciones eran propias de hombre resuelto a abrirse camino sin dejarse distraer por la sirena del entusiasmo.

Si nuestro credo individualista tenía ciertos puntos de contacto, en el colectivista andábamos más desacordes Portal y yo. Los dos republicanos, se comprende; pero él castelarino, embolado, oportunista, casi monárquico a fuerza de concesiones, y yo radical, de los de Pi, convencido de que en España no es lícito transigir ni un punto con lo pasado, al contrario debemos entrar resueltamente y de una vez por la senda de la transformación honda y, progresiva. «Esas transacciones nos pierden, son funestas -objetábale yo-. Y la palabra transacción, en este caso, equivale a engañifa. Se dice transacción, por no decir capitulación y derrota. Si nuestros abuelos, aquella gente honrada del 12 al 40, hubiesen transigido y andado con paños calientes y contemplaciones, bonitos estaríamos ahora. Duele el momento de extirpar un lobanillo, y se producen perturbaciones en la economía, pero el lobanillo extirpado queda. No comprendo esa manía de contemporizar con el ayer, con la España absoluta y fanática. Tu ilustre jefe -a Castelar le llamábamos así- es un vividor, amigo de agradar a las duquesas, a las testas coronadas, y a eso llama él conservar la tradición. Palabrería. Por fortuna, ni los franceses en 93 ni nosotros más adelante hemos seguido ese método. Déjame de historias. Al paso que vamos, dentro de pocos años España volverá a poblarse de conventos. Es absurdo tolerar semejante artimaña, y hasta protegerla, como nuestro liberalísimo gobierno hace. Los jesuitas tienen vuelta a tender la red; a cada rato aprietan un poquito más la malla. Cualquier día nos envuelven del todo. Claro que a los pájaros gordos, como ellos saquen su escote, les importa un pepino lo que venga detrás. En pos de mí el diluvio, que decía aquel peine de Luis XV. No cabe en cabeza medianamente organizada eso de que para debilitar y desarraigar una institución como la monarquía se empiece por afianzarla, halagarla, implantarla suavemente en el corazón del pueblo. Yo no trago ese anzuelo de la transacción. A mí que no me vengan con ese choyo.

Portal se atufaba y me replicaba no menos enérgicamente:

«Pues eres un inocente, por no decir otra cosa. Los que piensan como tú se chupan el dedo. Con vuestro sistema, en un decir Jesús volvíamos a tener soliviantados a los carlistas, y a España hecha un hervidero de motines y de trifulcas. No quiero pensar tampoco lo que sucedería con vuestra federación famosa. A los dos meses de establecido el cantón gallego, ni los rabos: todos hablamos de querer mandar y nadie obedecer. Si empiezas por herir y lastimar los sentimientos de una nación, tiene que producirse el desbarajuste que siguió a la Revolución de septiembre. Desengáñate, Castelar caza muy largo. Esto es la minoría de una república, no la de un rey. Que nos caiga la república por su peso, como una perita madura...».

«A otro perro con ese hueso... Lo que quieren aquí todos es seguir mandando... Chacho, no hay ideal, se acabó ese género. Y es necesario que lo resucitemos, créeme...».

«Déjame de ideales y de monsergas -replicaba Portal enojándose-. Por los ideales nos vienen a nosotros todos las daños. No hay más ideal que la paz, y poco a poco ir arreglando todo este belén».

Otra ocasión de disputa era la del regionalismo. Yo no me andaba con chiquitas: quería la independencia del territorio gallego. Sobre la anexión a Portugal ya discurriríamos: se vería lo más conveniente; pero a Portugal también le traía cuenta sacudir su vieja y churrigueresca monarquía, y asentir a la «federación ibérica».

-No sé qué diera porque pudieseis ver realizado ese cochino ideal por espacio de veinticuatro horas -exclamaba Luis-. Lo que es en Galicia, como se declarase en cantón, ni los diablos paran. Fíjate en una cosa: en España los organismos administrativos... ¿hablo o no hablo con propiedad? cuanto más chicos, peores. El gobierno central, como tú le llamas, hace mil barrabasadas: pues las diputaciones provinciales hacen dos mil; los alcaldes de pueblo, tres mil; y los de aldea, un millón... Afortunadamente, hablar de la independencia galaica es como que si hablásemos de la mar con peces y arenas.

-¡De modo que, según tú, las provincias no tienen derecho a decir como los individuos cada cual para sí?

-Mira, déjame de derechos. Discutir derechos en esta materia, es echarse por los cerros de Úbeda. Con derechos y andrómenas soy capaz de probarte que ahora la verdadera reina de España es Isabel II, y que su nieto la usurpa el trono. En política racional no hay derechos ni mojigangas, hay lo que conviene o no conviene, hay lo acertado y lo desacertado, hay un olfato y un tacto que yo no te puedo explicar en qué consisten, pero que se manifiestan en los resultados. Con las ideas radicales se va a la lógica del absurdo. El álgebra no me la apliques a la política. Y déjate de independencias. Es una realidad indiscutible la patria española, aunque tú creas que no.

Irritado por esta contradicción, solía exclamar:

-Valiente antigualla está lo del amor patrio. Los grandes pensadores se ríen de la idea patriótica. Esto no me lo negarás.

-Diles a esos grandes pensadores, que vayan a pensar a un pesebre. Si suprimen poco a poco los resortes porque se ha movido siempre la humanidad, se nos acaba el pretexto hasta para vivir. Ya sabes que no me da por lo sentimental, pero la patria es como la familia, que maldito si se necesita acudir a poesías y sentimentalismos para quererla y defenderla hasta la muerte. Todo lo arreglas tú con sacar el Cristo de la antigualla. Pues las antiguallas son inevitables, y precisas, y convenientes. De antiguallas vivimos. Y no es esta antigualla de la patria la única que llevamos en la masa de la sangre. Hay otras infinitas, chacho, que no las soltaremos ni en veinte siglos. Yo creo que aquí, para fomentar las ideas que vayan reemplazando a las antiguallas, lo que hace falta es cruzarnos con otras raras; todos los que nos ilustremos un poco ¡a casarnos con mujeres extranjeras!...

A veces por estas metafísicas nos liábamos y pegábamos grandes voces, de sobremesa o mientras despachábamos el cocido. Por lo regular nos infundían estas disputas mayor afán de comunicación y roce intelectual; insensiblemente, discutiendo, nos adheríamos el uno al otro, por el convencimiento de que aún profesando opiniones distintas, éramos capaces de entendernos y de darnos mutuamente un poquillo del alma. Habíamos llegado a ser inseparables. Nos auxiliábamos para el estudio; paseábamos juntos, hasta cuando Luis iba a rondar la casa de cierta novia cursi que se había echado; juntos nos sentábamos a la mesa del café de Levante; juntos íbamos, cuando danzaban en nuestro bolsillo algunos realejos, a nuestra distracción favorita, el paraíso del Teatro Real. Todos los estudiantes alojados en casa de doña Jesusa éramos filarmónicos, todos nos perecíamos por la Africana o los Hugonotes, especialmente el cubano, melómano furioso, que padecía accesos de epilepsia musical. Su admirable retentiva no era menor para la notación que para la palabra rimada, y nosotros nos divertíamos, al volver, haciéndole tararear la ópera enterita.

-Trinidad -le decíamos, porque el cubano se llamaba así-, anda, cántanos el dúo de amor, de Vasco y Selika.

-Trinidad, los puñales.

-Trini, el o paradiso.

-Trinidad, aquello del coprefuoco.

-Anda, Trinito, el salmo protestante... Ea, la entrada de los violines... las notas del oboe, cuando sale Marcelo...

El sinsonte gorjeaba cuanto le pedíamos, repitiendo con pasmosa exactitud los detalles de instrumentación más leves. Por último, cansado ya, nos decía en tono suplicante:

-Déjenme acostar, que esto ya parece songa.




ArribaAbajo- III -

Una mañana, o mejor dicho una tarde, casi a fin de curso, salimos disparados de la Escuela, y pegamos como siempre la gran corrida desde la calle del Turco hasta la del Clavel, porque conviene advertir que desde las ocho, hora en que nos desayunábamos con el chocolate de barro cocido, hasta la una y media, que terminaba la de dibujo, las clases se empalmaban, no dejándonos sostener el cuerpo más que con alguna ensaimada que a hurtadillas comprábamos al portero, o algún mendrugo que apañábamos en casa para llevarlo de provisión. Olfateando el almuerzo ya, subimos dos a dos las escaleras, y al entrar en el comedor me sorprendió encontrarme frente a frente con mi tío Felipe, quien me dijo sin preámbulos:

-Hoy te vienes conmigo a almorzar a Fornos. Se me figura que aquí lo de bucólica anda medianamente.

-Yo, por ir... Pero tengo tanto que estudiar estos días... -contesté haciéndome de pencas.

-¡Bah! Porque no estudies hoy no pierdes el año. Anda, que tenemos que charlar... charlar... de muchas cosas -añadió con misterio.

La verdad es (y de nada me serviría disfrazarla, pues tiene que resaltar con fuerza en el curso de esta narración), que yo no sentí jamás por mi tío Felipe no digamos simpatía o respeto: ni siquiera algo de adhesión: ni siquiera gratitud por los beneficios que me dispensaba: al contrario. Sé que me favorece poco el declararlo, y que el vicio más feo es la ingratitud; pero sé también que no soy, ingrato por naturaleza, y a fin de justificarme o al menos de explicarme, dibujaré la silueta física y moral de mi tío Felipe, para lo cual necesito referir varios antecedentes, que algunos tienen sus visos de secreto de familia.

Mi nombre de pila es Salustio; mis dos apellidos paternos, Meléndez Ramos; los maternos, Unceta Cardoso. El Unceta dice a las claras que el padre de mi madre fue vascón, guipuzcoano por más señas; y el Cardoso... En el Cardoso está el intríngulis. Parece que estos Cardosos de Marín -yo nací en Pontevedra, y la familia de mi madre, en el puertecito de Marín residía- eran rama desgajada del tronco portugués de Cardozo Pereira, tronco israelita si los hay. ¿Cómo llegó a mí noticia del rumor de que los progenitores de mi abuelita materna eran judíos? ¡Vaya usted a averiguar quién entera a los niños de ciertas cosas! Un día, teniendo yo nueve o diez años, no pude contenerme, y pregunté a mi madre: «Mamá, ¿es cierto que somos de casta de judíos?». Ella, echando lumbres por las pupilas, alzó la mano y me arreó un soplamocos, exclamando: «Negro de ti como vuelvas a decir eso. Te estampo contra la pared». La impresión que me quedó del correctivo fue que ser de casta de judíos era mancha y baldón; y dos o tres años más adelante, como uno de mis condiscípulos en el Instituto de Pontevedra me lo echase en cara gritando: «Cardoso, Cardoso, judío tramposo», agarré la pizarra que llevaba debajo del brazo y se la rompí en la pelona.

Puedo asegurar que ignoro cuándo se produjo en mí lo que llaman crisis religiosa, o sea ese período en que los muchachos examinan sus creencias, las pasan por tamiz, y al fin las arrojan, sintiendo el dolor de la pérdida de la fe como si les arrancasen una muela cordal. Careo que para mí no existió tal transición, ni tales agonías de la duda, ni tales remordimientos y nostalgias al contemplar una iglesia gótica: fui incrédulo por naturaleza y entré ya que no en el ateísmo, al menos en la indiferencia, cual en terreno propio. No me «pervirtió» la lectura de ningún libro en especial, ni la conversación de una persona dada «de malas ideas»; nadie «me abrió los ojos»; imagino que ya los traje abiertos a este mundo. Así como a muchos jóvenes les sería imposible especificar de qué manera y en qué circunstancias perdieron la inocencia del espíritu en materias sexuales, lo es para mí fijar el punto crítico en que mi fe empezó a tambalearse, supuesto que no recuerdo haberla tenido nunca muy vivaz y sólida. Creo que nací racionalista.

Pues aquí entra lo raro: con ser esto verdad, el insulto de «judío tramposo» me quedó siempre fijo en el alma, a manera de envenenado hierro de flecha salvaje. Nunca se atrevieron a repetirlo delante de mí mis compañeros de aula; yo, sin embargo, ni un día lo olvidé. Hallándome próximo a terminar el bachillerato, y siendo va espigado y talludito, contraje amistad con un don Wenceslao Viñal, ente estrafalario, pero sabidor, algo ratón de biblioteca, erudito en menudencias estrambóticas, y muy al corriente de mil cosas raras de arqueología, epigrafía e historiografía gallegas. Este tal me prestaba libros viejos, y a veces me sacaba a pasear por las inmediaciones de Pontevedra, a caza de vistas pintorescas y edificios ruinosos. Yo, a fuer de chico aplicado, le crucificaba a preguntas. Una tarde se me puso en la cabeza que Viñal podía sacarme de dudas acerca de la cuestión hebraica, y armándome de resolución, le dije:

-Oiga, don Wenceslao, ¿es cierto que en Marín hay familias que descienden de judíos, y una de ellas los Cardosos?

-Sí tal -contestó apaciblemente el bibliómano, que ni percibió el afán con que yo preguntaba-. Son familias de origen portugués. Es tan cierto, que en Marín les tienen mucha tirria: dicen que no han abjurado, que aún siguen el rito mosaico, que se mudan los sábados en vez de los domingos, y que no comen un pedazo de tocino ni por una onza.

-¿Y usted cree eso?

-Para mí son paparruchas y cuentos de viejas: digo, lo de seguir ahora cumpliendo el rito mosaico. Lo de venir de casta de judíos sí que no puede negarse. Hay más: si tengo tiempo, aún he de rebuscar en unos papelotes antiguos que yo me sé, y vamos a desenterrar a un Juan Manuel Cardoso Muiño, natural de Marín, a quien la Inquisición de Santiago administró unas vueltas de mancuerda y algunos cientos de azotes por judaizante. Era además «leproso y gafo». Ya ves tú si estoy en pormenores, rapaz. Yo revolveré...

-No, no, no hace falta. Si era sólo así... por saber. Una curiosidad tonta. No se moleste, don Wenceslao.

Por espacio de un mes temí que el condenado revolviese en efecto, no fuera que le entrase gana de enviar a algún periodiquito pontevedrés mi comunicado extravagante, de los que ponía cada dos años, siempre que imaginaba haber descubierto algún dato inédito y precioso, capaz de servir de clave historial al antiguo reino de Galicia. Evité cuidadosamente refrescar la conversación de los judaizantes de Marín, y este exceso de precaución demuestra que no acababa yo de conformarme con la azotaina de Juan Manuel Cardoso Muiño. Más adelante, cuando ya hube de dejar a Pontevedra por Madrid, con objeto de empezar los estudios preparatorios al ingreso en la Escuela de Caminos, me acordé a menudo de la «mancha» y traté de considerarla con un criterio sensato y actual. Me parecía ridículo atribuir importancia a lo que en nuestro presente estado social carece de ella. A la luz del buen sentido y de la filosofía histórica, los judíos son, en efecto, un pueblo de noble origen, que nos ha dado «la concepción religiosa»: concepción a la cual, tomándola como alta elaboración de la mente o arranque sublime del sentimiento humano, atribuía yo gran importancia. Teniendo en cuenta otro dato, el de la consideración social, tampoco me era lícito ya despreciar a los hebreos. El estigma de la Edad Media se ha borrado de tal modo, que los ricos capitalistas judíos se enlazan hoy con lo más linajudo de la aristocracia francesa, y dan lucidas fiestas y convites, a que concurre la española. Si dejando aparte estas consideraciones externas, me fijaba en otras de mayor elevación y profundidad, acordábame de aquel excelso pensador Baruch o Benito Espinosa, que al fin era de estirpe judía, lo mismo que el poeta Heine y el músico Meyerbeer... En suma, yo me repetía a mí mismo que no hay causa alguna para que el descender de judíos me escociese tanto, a no ser la sinrazón de una repugnancia instintiva, hija de preocupaciones hereditarias emocionales. No cabía duda: las gotas de sangre de cristiano viejo que giraban por mis venas, eran las que se estremecían de horror al tener que mezclarse con otras de sangre israelita. Extraña cosa, pensaba yo, que lo más íntimo de nuestro ser resista a nuestra voluntad y a nuestro raciocinio, y que exista en nosotros, a despecho de nosotros mismos, un fondo autónomo y rebelde, en el cual no influye nuestra propia convicción, sino la de las generaciones pasadas.

Y aquí vuelve a salir mi tío Felipe. No sé si he dicho que era hermano de mi madre, poco más joven que ella; cuando empieza este relato, frisaría en los cuarenta y dos o cuarenta y tres. Pasaba por un «buen mozo» tal vez por ser alto, apersonado, tirando a grueso y con abundantes cabos de pelo y barba. Pero el caso es que, desde el primer golpe de vista, mi tío ofrecía patentes los rasgos todos de la rara hebraica. No se parecía ciertamente a las imágenes de Cristo, sino a otro tipo semítico, el de los judíos carnales, el que en los cuadros y esculturas que representan escenas de la Pasión corresponde a los escribas, fariseos y doctores de la ley. La primera vez que visité el Museo del Prado y por instinto comprendí su magnificencia, me admiró ver tanta cara semejante a la del tío Felipe. Sobre todo en los lienzos de Rubens, en aquellos judiazos rechonchos, sanguíneos, de corsa nariz, de labios glotones y sensuales, de mirada suspicaz y dura, de perfil emparentado con el del ave de rapiña. Algunos, exagerados por el craso pincel del insigne artista flamenco, eran caricaturas de mi tío, pero caricaturas muy fieles. La barba rojiza, el pelo crespo, acababan de hacer de mi tío un sayón de los Pasos. Y para mí era evidente: la cara de deicida del hermano de mi madre fue lo que me infundió desde la niñez aquella repulsión airada, fría, invencible, cual la que inspira el reptil que ningún daño nos infiere: repulsión que no pudieron desarraigar ni mis ideas racionalistas, ni mi positivismo científico, ni la persuasión de que tan aborrecido sujeto me protegía y amparaba.

«Estas son -calculaba yo- jugarretas del arte. De quinientos años acá se dedican los pintores a reunir en media docena de fisonomías la expresión de la codicia, la avaricia, la gula, la crueldad, la hipocresía y el egoísmo, y así han conseguido hacer el tipo judaico tan repugnante. Bien dice Luis. La tradición, ese cemento pegajoso y adherente, ese moho que se nos cría en el alma, es más fuerte que la cultura y que el progreso. En vez de pensar, sentimos, y ni aún, pues son los muertos quienes sienten por nosotros».

Había momentos en que por no reconocerme reo de aprensión y puerilidad, buscaba otros fundamentos a la antipatía que me inspiraba mi tío Felipe. Yo soy muy devoto de la limpieza, y mi tío, sin ser descuidado en el traje, no se pasaba de limpio en su persona: a veces sus uñas no vestían de claro, y sus dientes lucían un viso verdoso. También fomentaba mi mala voluntad contra el tío el notar que sin mérito alguno, sin condiciones morales ni intelectuales, había sabido granjearse posición. No afirmaré que fuese un malvado ni un tonto de capirote, sino más bien uno de esos productos híbridos de las regiones intermediarias, que no se sabe nunca que sean listos ni necios, buenos ni bribones, aunque se inclinan marcadamente a lo último. Hongo nacido entre la podredumbre de nuestra política, criado a la sombra manzanillesca del chanchullo electoral, mis ideas radicales y puritanas le sentenciaban, con toda la inflexibilidad propia de los pocos años, a las gemonías del desprecio. Aunque no le veía tan encumbrado como a otros caciques conterráneos suyos, su injustificada prosperidad bastaba para herir en mí la fibra de la indignación, muy tensa y elástica en la juventud.

Mi tío poseía, cuando se licenció de abogado, un patrimonio compuesto de fincas rústicas, tierras y alguna casita en Pontevedra: patrimonio que no llegaría a producir mil duros anuales al cinco por ciento de interés. Como esta fortunita apareció, a la vuelta de pocos años, más que duplicada en acciones del Banco y cuatros exteriores, explíquelo quien entienda milagros tan comunes que ya no sorprenden a nadie. Mi tío no ejerció su profesión: la abogacía fue para él lo que suele ser para los españoles mezclados en política: una aptitud, un pasaporte. Politiqueó cautamente, nadando y guardando la ropa. Salió diputado provincial con frecuencia, y picó a su sabor en el cesto de brevas de las comisiones. A fin de no derrochar cuartos en batallas electorales, se contentó con venir a las Cortes una vez sola, en una de esas vacantes que ocurren en vísperas de elecciones generales, y que suelen beneficiar los periodistas. Mi tío, con el favor de don Vicente Sotopeña, árbitro omnipotente de Galicia, la apandó, saliendo sin gastarse una peseta, jurando el cargo el día antes de cerrarse la legislatura, y dejando camino para poder llegar a gobernador, y más adelante... ¿quién sabe? a consejero de Estado o de Instrucción pública. Gobernador lo fue bien pronto, unas veces interino, otras en propiedad. De tiempo en tiempo le cayó alguna ganguita misteriosa, y en Pontevedra se habló bastante de la expropiación de ciertos ranchos de mi tío, pagados por el Ayuntamiento a fabuloso precio. No es hacedero ni entretenido reseñar estos lances. Mi tío se contaba en el número de los políticos cucos de tercera fila, que donde meten la cuchara sacan tajada de carne. Su método consistía en restar gastos y sumar provechos, sin desdeñar los más insignificantes. Decíase de él, en son de elogio, que era muy largo. A mí la tal longitud me parecía otro síntoma de hebraísmo, apreciación en la que acaso pequé de injusto, porque muchos caciques de mi tierra, de purísima raza ariana, no le van en zaga al tío Felipe.

A veces me entraban escrúpulos de lo mal que quería a mi pariente más próximo. Me acusaba de hombre sin delicadeza, pues devolvía inquina por favores. Si mi tío era aprovechado y tacaño, mayor mérito contraía al sufragar buena parte de los gastos de mi carrera. Y no podía negarse que, a su modo, mi tío me manifestaba afecto. Cuando estaba en Madrid solía darme alguna peseteja para el teatro; dos o tres veces en la temporada me llevaba a almorzar o a comer en Fornos; y jamás se mostraba severo conmigo. Me trataba como a chico alegre y sin importancia; me preguntaba por mis trapicheos y líos, por las travesuras de mis compañeros de hospedaje, por las vecinas de enfrente que eran graciosas; y hasta se metía en honduras peores, echándola de doctor y maestro en todas las asignaturas del amor licencioso y venal. De sobremesa, cuando el vino, el café y los licores le arrebataban la sangre a las mejillas, ostentaba su ciencia tratando puntos intrincados que a veces me sublevaban el estómago. No me atrevía a protestar, porque los hombres nos avergonzamos de no parecer corrompidos; pero la verdad es que mi paladar juvenil rechazaba aquella pimienta rabiosa. También sucedía que, de noche, las torpes imágenes evocadas por la conversación me importunaban y me ponían febril, hasta que con la jarra llena de agua fría, me propinaba varias duchas por el cogote y espinazo abajo. En invierno como en estío, este procedimiento despejaba mi cerebro y me permitía enfrascarme en los libros otra vez. El odio, o por mejor decir la antipatía, es un resorte tan poderoso como el amor, y yo veía en el término de mi carrera el fin de un protectorado para mí insufrible. Ser dueño de mí mismo, ganar con qué vivir, pagar lo que mi tío me hubiese dado, he aquí mi sueño, y a sus alas me agarraba para trepar por la árida pendiente de la Maquinaria, la Construcción y la Topografía.

Ahora que dejo retratado al tío Felipe, añadiré que cuando va nos vimos instalados en el obscuro saloncito bajo de Fornos -ante la mesa donde el mozo iba depositando una concha de rábanos, otra de bocaditos de manteca, bollos de Viena, y luego los platos del almuerzo-, y después de algunas conversaciones indiferentes me dijo dándome una palmadita en el hombro, pero sin mirarme a la cara:

-Adivina lo que tengo que participarte.

-¿Cómo quiere usted que adivine?

-Pues no sé para qué os sirve tanto estudiar -observó con pretensiones festivas.

Me encogí de hombros, y el tío añadió:

-Es que me caso.




ArribaAbajo- IV -

Sin duda para preparar esta noticia, había pedido que nos sirviesen una garrafa de Champagne helado, golosina siempre deliciosa, y más cuando empezaba a apretar el calor y a requemarse la atmósfera madrileña. Tenía yo en la mano la ligera copa colmada de aquel fresco oro líquido, y al oír la nueva, sin ser poderoso a reprimirme, hice un movimiento de sorpresa y derramé una cascadita de la bebida sobre el mantel.

Mi tío evitaba fijar sus ojos en los míos, que dilatados por la sorpresa se clavaban en su rostro. Fingió recoger migas de pan y afianzar la servilleta en el ojal del chaleco, pero me observaba de soslayo. Viendo que yo no decía palabra, resolviose a añadir, con forzadas y falsas entonaciones en el acento:

-Celebraré que mi boda merezca la aprobación de tu madre y la tuya.

Yo entretanto hacía calendarios. «Vamos, ya entiendo. Este tenía algún tapadijo... Habrá enviudado la prójima o querrán legitimar la prole... A los solterones les pasa siempre lo mismo...». Comprendiendo que debía decir algo, pregunté en voz insegura:

-¿Mamá lo sabe?

-Ayer se lo escribí.

-¿Supongo que le dirá usted el nombre de la novia?

-Si justamente la conocí en la Ullosa, en casa de tu madre. Allí mismo la vi y la traté...

Roto el hielo, charlaba mi tío deprisa, como quien desea vaciar el saco pronto.

-Imposible me parece que tú no te hagas cargo. El verano pasado tu madre y ella intimaron mucho. Carmiña Aldao, ¿no sabes? Carmiña Aldao... de Pontevedra.

-No la conozco. Pero... el nombre me suena. Mi madre me escribiría algo, tal vez... No sé. Como el verano pasado no tuve yo vacaciones...

-Es verdad. Pues es la chica de Aldao, hija del dueño de aquella finca bonita que se llama el Teixo.

-¿Es única esa señorita? -pregunté algo incisivamente, pensando que tal ver el interés era el móvil de las bodas.

-Única no... Tiene un hermano, establecido en Pontevedra también.

-Nada; pues no la conozco -repetí-. Pero, en fin, si se casa con usted, ya tendré tiempo de tratarla bastante.

-¡Vaya!, naturalmente. Como que te llevo a la boda, muchacho. Te vienes conmigo así que te examines. La cosa no será hasta el día del Carmen, y de aquí a esa fecha aún tengo yo que buscar casa y amueblarla... conque ya ves.

-¡Ah! ¿Se establecen ustedes en Madrid?

-Sí... Es gusto de la novia. Te llevo, ya lo sabes. Nos casaremos en el Teixo. Mira, yo no sé cómo lo tomará tu madre... Ella tiene el genio algo... Si escribes dile que porque me case, no pienso darle de codo. Hasta que acabes tus estudios...

-Me parece que no le pregunto a usted semejante cosa -exclamé; y por segunda vez tembló en mi mano la copa de Champagne.

-Pues te lo digo yo; no atufarse, que no hay de qué. Se me figura que soy dueño de mis acciones, y que al casarme a nadie ofendo.

-¿Quién habla de ofensas? -exclamé sintiéndome palidecer a impulsos de mi acceso de aborrecimiento súbito, que me impulsaba a arrojarme sobre aquel hombre.

-Como lo tomas así...

-No lo tomo así ni asado. Usted es muy dueño de obrar como guste, y si algo hace usted en pro mía, no será porque yo se lo haya suplicado. El dinero que con mi carrera está usted gastando, lo reembolsaré, o poco he de vivir.

A pesar de la animación de la bebida y de la comida, que siempre le arrebataba el cutis, mi tío se demudó también. Sus labios se contrajeron y sus pupilas destellaron una chispa de cólera.

-Si no fueses un chiquilicuatro, me daban ganas de responderte una barbaridad. Lo que se hereda no se hurta. Sales bien a tu padre; más desagradecido y descastado que todas las cosas.

-Hágame usted el favor de no sacar a colación a mi padre, que no tiene nada que ver en este asunto -repliqué comprendiendo que si no enfrenaba mucho los movimientos del alma, era capaz de coger la botella y estrellársela en la frente.

-No saco a tu padre sino para decir que uno siempre tratando de seros útil... y vosotros siempre bufando y arañando. En fin, yo no había de casarme sin participártelo; ya veo que te ha sabido a rejalgar... hijo, paciencia. No era cosa de consultarte antes... La cuenta, mozo -añadió hiriendo con el cuchillo la copa.

Habíamos alzado el diapasón de la voz, y en las mesas próximas algunos rezagados volvían la cabeza y se fijaban en nosotros. Me entró vergüenza, y ceñudo e interiormente trémulo, sacudí las migajas de mi solapa e hice ademán de levantarme. Mi bochorno tenía un fundamento actual, inmediato: el ver a mi tío, que sobre el papelito que le presentaba en un plato el mozo, depositaba un billete de a cincuenta. Aquel billete desearía yo, a costa de mi sangre, haberlo sacado del bolsillo. Respiré algo (pueril circunstancia) cuando vi que del billete devolvieron bastante plata, más de cinco duros. Con la uña del índice, mi tío empujó hacia el mozo dos realillos, y levantándose, descolgó su sombrero de la percha, diciendo secamente: «Vamos». Pero al salir a la luz del sol desde la lobreguez de los comedores de Fornos, se dominó, volvió sobre sí, y con aquella ductilidad que le caracterizaba en sus negocios y enredos políticos, me alargó la mano diciendo casi en broma:

-Cuando estés de mejor temple ve por casa... Tengo ganas de enseñarte el retrato de tu futura tía.

Me recogí a mi posada de un humor perro, descontento de mí mismo, y sin poder decantar bien las causas de mi desazón interna. Toda la tema que profesaba al tío Felipe no era suficiente para impedirme reconocer que, en aquella ocasión, mío era el mal porte. Lo confirmó Luis, cuando a la noche, habiéndome preguntado la causa de andar tan mohíno, se la descubrí. «Pues chacho, ahí quien procedió incorrectamente fuiste tú. El tío estuvo correctísimo. Que algún día se había de casar, ya debieras tenértelo tragado...».

-¡Si a mí no me importa un pepino que se case! -exclamé con ira-. ¿Qué me va ni me viene en eso?

-¡Algo te va y te viene, corcho! -replicó el sesudo orensano-. Algo le va y le viene a todo sobrino en que se case su tío carnal, único hermano de su madre... Tanto te va y te viene, que te joroba el bodorrio. Pero como a la fuerza ahorcan, si al tío le ha dado por casarse, hay que poner a mal tiempo buena cara, sacar partido de la situación. Transige, rapaz, que gobernar es transigir.

- Déjame de oportunismos matrimoniales.

-No hay capítulo en que mejor caiga el oportunismo que en este de bodas. ¿Que tu tío se casa? Pues a beneficiar las circunstancias; a congraciarse con la tiíta... Cuanto más que es una chica muy simpática.

-¿Tú la has visto?

-Verla no. Pero estando en Villagarcía el año pasado, cuando tomé los baños de mar, me hablaron de ella unas pollas de Cambados. Me acuerdo perfectamente.

-¿Y qué te dijeron?

-¿Qué sé yo? Cosas de chicas. Que era guapa, y, que tocaba el piano muy bien, y que a su padre lo iban a hacer marqués, y así y andando. Parece que la muchacha no está en la calle. Creo que el papá tiene buenas rentas.

-Y ¿cómo carga con mi tío una mujer así, rica, guapa, joven? Se necesita valor.

-Eres loco. ¿Qué tiene de despreciable tu tío? Porque no le haya dado por estudiar, no deja de ser listo y de manejárselas muy bien. Es mozo de cuenta: influye en la provincia punto menos que don Vicente, y se ha labrado un porvenir político. Anda, no hagas el burro. Vete a la boda y congráciate con la tiíta. No te presentes quejoso, que te saldrá peor.

-¡Pero hombre... me llama la atención! El que te oyese y no conociese mi carácter pensaría que yo estaba forjándome ilusiones con la herencia del tío, y que ahora he sufrido un desencanto al ver que se me escapa!...

-¡No se trata de eso, corcho! -arguyó mi amigo formalizándose un tanto-: no te digo que seas capaz de hacer ninguna porquería por los monises, ni que anduvieses lampando tras ellos. Lo que te digo es que mientras no acabes la carrera, no puedes prescindir de tu tío; y como me figuro que no querrás quedarte en la estacada...

Así que trascurrieron algunas horas empecé a ver claramente que mi amigo tenía razón, y que por su boca hablaba el sentido práctico. Y como nuestros errores se nos patentizan más cuando los cometen y sostienen otras personas, a quienes consideramos inferiores en capacidad y cultura, yo entendí mejor la convenencia de transigir después de haber leído una epístola que a la mañana siguiente me trajo el cartero. Conocí al punto la letra del sobre, y al tomarlo en las manos comprendí por su volumen que venía preñado de revelaciones y quejas furiosas, de esas que brotan de la pluma o del labio en momentos críticos, al choque de inesperados sucesos. Para imponerme bien del contenido de la carta, me fui en busca de la paz y sosiego de un cafetucho próximo a mi vivienda, y enteramente desierto a tales horas. El mozo, después del consabido «¿qué va a ser?», me trajo una chica alemana y me dejó dueño de ella. Bebí el primer trago, con su espumita, y saboreando el grato amargor del fermentado lúpulo, rompí el sobre y devoré los tres pliegos de letra española, clara y menuda, con algunos deslices ortográficos de menor cuantía, en especial redobles de erres, indicio de la vehemencia del carácter, y sin asomo de puntuación ni división de períodos con párrafo aparte o mayúscula, lo cual, aunque parezca raro, presta a este género de cartas iracundas y femeniles cierta enérgica monotonía y rapidez que duplica su efecto. Lo que yo me figuraba: una diatriba feroz contra la boda del tío Felipe, entreverada de datos históricos, algunos enteramente nuevos para mí. Puedo reproducir aquí varios fragmentos, sin añadir punto ni coma, ni desenredar la gramática, ni quitar repeticiones:

«Ya ves Salustiño tantos trabajos como pasa una pobre madre y sin más esperanza que conseguir verte bien colocado y que seas alguien hoy o mañana y la esperanza principal lo que pudiese dejarte el fantasmón de tu tío, que buena obligación tenía de hacerlo si tuviese conciencia lo peor de todo que tendrá chiquillos y ya tú te quedas abriendo la boca sin lo tuyo aunque lo llanto lo tuvo no digo ningún disparate pues has de saber para tu gobierno que tu tío en las partijas de la legítima de mi papá que mi mamá no tenía sobre qué caerse muerta, pero papá dejó una herencia bien bonita. Y tu tío se la mamó casi toda y a mí me dejó casi por puertas yo no sé cómo lo envolvió ni cómo armó la rratonera que a mí me tocaron cuatro corroscos duros y él se comió la miga bien blanda, no sé cómo me dejó la Ullosa fue un milagro, él apañó las casas y solares de Pontevedra que luego hizo con el Ayuntamiento un buen guisado ahí se achinó valientes chanchulleros así que cuando murió tu padre que buenas desazones le dio Felipe porque era habilitado del clero y lo comprometió de mala manera, tú no acuerdas eso que eras pequeñito cuando murió tu padre que en gloria esté, pues yo entonces le dije con mucha dignidad Felipe una cosa es ser buena hermana y otra pedir limosna, yo hoy tengo un hijo y puede decirse ni pan que darle yo te hablo muy claro, voy a rrevisar las partijas aquí hubo engaño yo así no puedo vivir como voy a dar carrera al pequeño, y el va y me contesta muy foncho no te apures yo no te abandono carrera no ha de faltarle la mejorcita se le buscará dejate de pleitos que son la ruina de las casas y el engordar de la curia calla boba que para quien ha de ser lo que yo tenga al otro mundo no me lo he de llevar y casar no me caso cásese el demonio buey suelto bien se lame te puedo jurar que así dijo tu tío que yo no mudo ni una palabra».



Sin duda, al llegar aquí, la necesidad moral de los signos de puntuación se le impuso a mi madre con repentina fuerza, y para no hacer a medias las cosas plantó una carrera de puntos suspensivos y dos admiraciones reunidas.

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«¡¡ay hijo quien fía de palabras de hombres sin rreligión y sin conciencia ahora sale con la pata de gallo de que se casa le entró derrepente no sé qué vio en la chica de Aldao es bastante feita y salud poca y de buenos principios no sé como andará en su casa ve bastante malos ejemplos su padre metido con la doncella que fue de su madre desde hace mil años y en la casa otras dos chiquillas no se sabe si hijas o sobrinas de la pindonga tanto que la chica dicen que carga con tu tío sólo por salir de aquel infierno que la tratan a patadas que no le dan de comer pues no sé tu tío Felipe como la tratará de mala casta viene que sacó la estampa de los judíos en la procesión del Jueves Santo a mí me da vergüenza ser hermana suya ya por algo lo señaló Dios que también lo ha de castigar acuérdate de lo que digo que yo me entiendo Dios es muy justo y quieren que vayas en las vacaciones a ver la preciosidad del casorio bonito mamarracho estará si no me tienta el diablo a traer a casa la tal Carmiña Aldao el otro verano no sucede esta trapisonda lo que es yo brillaré por mi ausencia y contigo veremos como se portan si te deja plantado hornos de rrevisar la partijita que habrá sapos y culebras de mí no se burla tu tío soy capaz de pleitear hasta soltar la camisa».



Entre trago y trago de cerveza fui apurando la carta. Su lectura obró en mí efectos contrarios a los que se proponía mi madre. Los manejos del tío para mermar mi herencia, aquello de la partijita, en vez de causarme justificada indignación, me sosegaron el espíritu. Me alegré de tener contra el tío motivos de queja y no de gratitud, y enterado ya de su mal porte, pareciome que el latido de mi mortal antipatía se aplacaba. Al menos, ya no tendría remordimientos por detestarle. Y esto me servía de alivio.

Sin dilación escribí a mi madre una carta prudentísima; la quinta esencia de la sensatez. Recomendábale moderación, insistiendo en lo inverosímil de que mi tío, habiéndonos ayudado hasta entonces, nos dejase a última hora entregados a nuestras propias fuerzas, e indicaba cuán vana e inútil me parecía toda clase de reivindicaciones y de litigios. Los hechos consumados debían respetarse: no conducía a nada pegar coces contra el aguijón. Era una insensatez figurarse que un hombre, en la fuerza de la edad, robusto y bien conservado, se mantendría soltero por cumplirnos el antojo. Unas palabras al aire no podían obligar a celibato perpetuo. Respecto a asistir o no asistir a la ceremonia... ya veríamos. Entretanto, serenidad y paciencia.

Leí la carta a Portal, que la aprobó con encomiásticas frases. «Ese es el camino, transigir, contemporizar, sortear los escollos... Así me gusta, que sigas mi sistema, y que te conformes, al menos exteriormente, que el interior nadie lo ve...».

-¡Si es que por dentro o por fuera no me importa que mi tío se case, rayos! ¿Cómo se dicen las cosas? -exclamé lastimado. Portal meneó la cabeza, y yo añadí-: Mamá asegura que la novia de mi tío es fea.

-¡Sabe Dios! Puede que sí... y más vale. En cambio el nombre es bien bonito: ¡Carmiña Aldao! ¿no te gusta?

-El nombre... En efecto.

-Debías captarte la novia de tu tío -aconsejó Portal después de unos minutos de silencio-. Captártela, sí señor: es la gran idea. Que te quiera a ti, chacho... no lo digo por mal... como a un hermano... o como a un hijo... o como lo que te dé la gana. En fin, arréglate para que te quiera. Pero hazlo con disimulo, con habilidad, con buenos modos, sin ruido ni escándalo. El tío tiene va los espolones duros. La edad de ella encaja mejor con la tuya... Pero ojo, ¡rapaz!, tú eres así un poco a lo joven Werllzer... Cuidadito, no tengamos drama de familia.




ArribaAbajo- V -

Saltaré todos los incidentes de fin de curso y exámenes, pues al lector que más se interese por mis futuros destinos le bastará saber que aquel año aprobé mis asignaturas: las tenía corrientes como una seda. El zamorano logró la misma suerte. No así Portal y Trinito, que en alguna fueron perdigones. El cubano lo tomó con la filosofía de su indolencia; Portal en cambio se arrancaba los pelos, echando la culpa a la ojeriza del profesor, a las recomendaciones e influencias manejadas por otros alumnos, y cuyo resultado práctico era jorobarle a él. «Me han partido el eje, me han triturado», repetía el infeliz, totalmente fuera de quicio, olvidado de aquella su benigna teoría de los acomodamientos, las transacciones, las conformidades y las esperas. Su calma en el terreno ideológico se volvía furiosa impaciencia en el de la acción. ¡Tan seguro estaba él de llevarse de calle aquel demontre de año!

Dejéle dado a Barrabás, y me dirigí a ver a mi tío con el fin de participarle la buena nueva. Llenaba mi pecho cierta satisfacción a la vez dulce y sañuda: parecíame que cada paso adelante era una victoria sobre el detestable protectorado, era romper un eslabón de la cadenita de oro que me sujetaba. Vivía mi tío en el Hotel de Embajadores pero el portero me contestó con tono de persona bien enterada: «A estas horas suele estar en la casa nueva... Lo que es aquí para bien poco. ¿No sabe el señorito? La casa que tiene alquilada... sólo que no duerme en ella todavía... ¿Las señas? Pues Claudio Coello, número...».

Bajé hasta la Puerta del Sol, salté al tranvía del barrio, y descendí casi a la puerta del nuevo domicilio. Subí al piso, un segundo que tenía primero y principal, y era en consecuencia un tercero pintiparado. No necesité tirar de la campanilla, pues la puerta estaba de par en par, y en el recibimiento un hombre, sentado a lo moro, cosía con inmenso agujón tiras de fina estera de cordalillo. A mi tío, que se paseaba en una Balita bastante espaciosa y muy desmantelada de muebles, le sorprendió gratamente mi presencia.

-¡Hola!... ¡farandulero! ¡Tú por aquí! Entra, pasa, que lo verás todo.

-Me han dicho en el hotel las señas... Vengo a participarle...

-Pero entra, con mil pares, quiero que des un vistazo... A ver, ¿qué te parece de la casas? ¿Eh? Tiene bastante comodidad para el precio. Como la calle no es muy céntrica... La sala está todavía por arreglar; no han traído el entredós, ni el espejo grande, ni las colgaduras. Con los tapiceros se pierde la paciencia. El gabinete y la alcoba ya están más adelantados. Pasa, pasa...

Pasé, y miré distraídamente el gabinete, que era archivulgar, con su chimenea de mármol blanco, sus butacas de borra de seda recercadas de felpa más oscura, su escritorio chiquito, y su tocador, muy teatral, vestido de imitación de encaje y engalanado con lazos del tono de las cortinas. La angosta luna que coronaba la chimenea, no tenía marco dorado, sino de la misma felpa que guarnecía butacas y sofá. El tío quiso que yo advirtiese tanta elegancia: como los tacaños todos, cuando se decidía a un gasto extraordinario, gustaba de que lo notase la gente. «Ya ves el espejito...», me decía. «Ahora se forran así... Caprichos de la moda. Y no creas que cuestan más barato, ¡quia!... tres veces más caro, hijo. Ese hueco que queda frente a la ventana es para el piano... La novia es una profesora». Del gabinete pasamos al sancta sanctorum, al nido, o sea la alcoba, que era de columnas, espaciosa, estucada, y en su centro el anchísimo tálamo, de madera, muy bajito y de tallado copete. «Faltan el sommier y el colchón», susurró mi tío con sonrisa de complacencia. «Figúrate que al tapicero se le había metido en la cabeza hacerlos de raso magnífico. Yo le dije que damasco de algodón era bastante. Si no tengo la precaución de poner la casa, a tu futura tía, que no conoce lo que es Madrid, la envuelven, la explotan, la saquean... Mira las mesas de noche: ¿creerás que me costaron veinticinco pesos las dos? Se ha desarrollado el lujo de una manera... Ven, ven a ver mi despacho...».

Por una puerta de escape salimos al pasillo, y registramos el despacho, amueblado ya del todo, con su mesa ministro y su gran biblioteca, al parecer avergonzada de no encerrar más que macizos libros de administración y media docena de noveluchas tontas y obscenas, todas desencuadernadas y llenas de mugre. Mi tío abrió las encristaladas puertas, y cogiendo a dos manos el derrotado grupo en que se mezclaban Paul de Kock, Amancio Peratoner y el chino Da-gar-li-kao, me lo presentó diciéndome con risita intencionada: «Te lo regalo, chico... No te perviertas, ¿eh? entretenerse un rato y nada más... Los casados no pueden conservar en casa este género de contrabando... Envía por ellos, ¿o te los quieres llevar ahora?». Contesté que no tenía tiempo de profundizar tan graves autores, ni a decir verdad me divertían.

Reconocido el despacho, hubo que visitar el comedor, ya muy armado de aparadores y lámpara, y hasta otras oficinas más humildes, como cocina y despensa. Detrás del comedor había un cuartito alegre, con ventana que se abría sobre el horizonte despejado de unos solares y desmontes. «Este nos sobrará; hasta podremos tener un huésped», indicó mi tío.

Enterados de la mansión nupcial, recalamos en el despacho, y mi tío sacó un puro y me ofreció otro, encareciendo el mérito de la regalía; mas como yo no fumo, se lo restituí para que pudiese, según dijo él trismo, «cumplir con otra persona». Al aspirar la primer chupada, acerté a comunicarle la buena noticia del año aprobado. Su fisonomía se iluminó, revelando júbilo sincero. Dos o tres veces le vi llevarse la mano al chaleco, por una especie de movimiento instintivo, mientras murmuraba con la voz atascada por la acción de sostener el puro entre los dientes: «Bien, hombre, bien... Conque otro añito, otro... Ya sólo faltan dos... Alsa, pilili... a ese paso pronto vas a echar puentes sobre el Lérez. Deja, que ya te empujaremos en las obras de la Diputación... Hay que saber tocar los registros. Tú entenderás de problemas de álgebra, y mucha ecuación por aquí y mucho logaritmo por allá; pero yo... yo conozco el teclado». Cuando me levantaba para irme, mi tío se determinó, introdujo la mano no en el chaleco, sino en el bolsillo interior del gabán, y sacó una carterita que abrió sin decir palabra, de la cual extrajo un billete todo bisunto. ¡Cuántas veces notara yo en mi tío este rápido combate entre la cicatería y el instinto inteligente que le dictaba cómo y cuándo era forzoso, reproductivo o extremadamente agradable gastar! Nunca le vi desprenderse de una peseta sin percibir el esfuerzo y la angustia interior del ánimo, despedida dolorosa y llena de nostalgia que daba a sus monises. Era evidente que la razón le imponía el gasto, pero siempre riñendo batallas con el temperamento. Para observadores superficiales, si mi tío no pasaba por espléndido, tampoco era ni mucho menos el tipo del avaro; para mí, que le estudiaba con la perspicacia cruel de la repulsión, la avaricia asomaba su pico de lechuza, pero recatándose, larvada y latente, en el estado a que reduce la civilización a muchas pasiones o monomanías que en otras épocas de mayor iniciativa individual alcanzaban su trágica plenitud. Mi tío era un avaro frustrado; la reflexión, el poder del medio ambiente y los apetitos de bienestar y goce que ha desarrollado la sociedad moderna contrarrestaban su inclinación, porque actualmente el avaro a la antigua se pondría en ridículo y no podría alternar con nadie. Pero bajo el hombre aprovechado de hoy, que sabe adquirir para gozar, yo veía al hebreo de la Edad Media, de ávidos y ganchudos dedos. Siempre que aflojaba alguna suma, las mejillas de mi tío palidecían un poco, su boca se hundía, y sus ojos vagaban por el suelo, como si quisiese ocultar la expresión de la mirada.

En fin, él me alargó el billete. «Para que vayas a mi boda. Ahora hay unos viajecitos baratos de ida y vuelta ¿te haces cargo? Sí, se toma por dos meses, o no sé por cuánto tiempo, y resulta arregladísimo. Por supuesto, que tú viajarás en segunda: en tercera se va muy mal. Ya puedes escribirle a tu madre el día que piensas salir. Cuanto más pronto mejor, porque respiras más aire de campo, y te ahorras posada. Tu madre está en la Ullosa. Desde allí a Pontevedra y al Teixo... un paso. Algunos días antes de la boda... que no sé si te lo dije: será el día del Carmen. En el Teixo hay habitación para todo el mundo; es una torre antigua, recompuesta y arreglada hace poco. No estorbarás. Anima a tu madre: temo que con sus cosas sea capaz de no ir».

Caía la tarde y el esterero daba por terminada su faena; así es que mi tío, embolsando el llavín, salió conmigo de la casa. Echamos calle abajo y nos metimos en el tranvía descendente. Llegados a la Puerta del Sol, en vez de dirigirnos al hotel, subimos a otro tranvía, el que conduce a la calle Ancha de San Bernardo. «Vente conmigo», me dijo el hebreo. «Ya que estás en vacaciones, ¡pch! no te perjudicará la distracción. ¡Vas a ver género fino!».

Aunque ya me sospechaba lo que podía ser el género fino, no dejé de sorprenderme cuando una realísima moza nos abrió la puerta de un tercero, en la extraviada calle del Rubio. La hermosa hembra vestía bata de percal granate con flores rosa; calzaba chinelas; llevaba ese peinado de exageradas peteneras, sujetas con goma, que las mujeres del pueblo bajo de Madrid han desechado hoy para usar un retorcidillo puntiagudo. Admiré sin desinterés alguno su negrísimo pelo, sus gallardas formas, sus mejillas, en que una fresca palidez luchaba con los polvos de arroz, ordinarios y dados aprisa; y sus ojos de terciopelo, atrevidos, pero dulces por las buenas pestañas, claváronse en los míos, y me dijeron algo a que inmediatamente respondí con el propio lenguaje mudo. Detrás de este bello ejemplar del tipo madrileño, asomó la cabeza de una mocita más joven, menos guapa, desmedradilla, burlona, tan repeinada y empolvada como su hermana mayor. Mi tío entró con fueros de conquistador y amo. «A ver... inmediatamente... aquí todo el mundo... hoy os traigo un pollo... cuidadito cómo me lo obsequiáis». Diciendo así guió por el pasillo de desencajados baldosines, a una salita estrecha, sin otro mobiliario más que un sofá y dos butacas resguardadas por camisones de percal, una consola de caoba, muy antigua, algunos cromos «de frailes», un veladorcito donde se destacaban varios frascos de gorra, platos desportillados, pinceles y tijeras; y por sillas, sofá, piso, consola y hasta creo que por el techo y las paredes, andaban esparcidos infinidad de retales de gro, raso y felpa, azules, amarillos, verdes, rosa, de todos los colores del arco iris, mezclados y revueltos con tiras de cartón, redondeles de lo mismo, recortes de papel dorado y plateado, esterillas y galones, cromos y estampas, florecitas y otros mil accesorios pertenecientes a la graciosa industria de cubrir y guarnecer cajas de dulces «para bodas y bautizos»: que este era el oficio oficial de aquellas barbianas.

Una mujer como de cincuenta años, ajada, sucia y de ojos muy tiernos, se ocupaba en decorar una especie de saquito de tafetán lila, pegándole en cada lado un ramo de azucenas y la cara de un ángel, que recortaba de una hoja de cromos, donde había por lo menos diez legiones celestiales. Saludó a mi tío con un «felices» bastante seco y continuó pegando ángeles y azucenas. Entonces mi tío, volviéndose hacia las muchachas que nos seguían, las agarró por la barbilla consecutivamente y me las presentó. «La señorita Belén... La señorita Cinta...». Después, acercándose al velador, exclamó en tono chancero: «Está tan ocupado esto... Qué barricada... A ver si lo desembarazáis un poco, chicas. Hay que festejar a mi sobrino». Entonces intervino la vieja, exclamando con acritud: «¡Eso, a perder la tarde! Cuando toquen a entregar la labor, le decimos al de la fábrica que hubo palique, ¿verdausté? Y de comer no hay aquí na, sino una pobreza de almejas con arroz». Los labios de mi tío sufrieron aquella contracción especial que precedía a un gasto; pero fue instantáneo el estremecimiento, y sacando del bolsillo del chaleco algo que abultaba más que un billete, pero que no debía valer tanto como el más chico, se lo puso en la mano a la mozuela, diciendo: «Cintita, tráete Jerez y pasteles... y también naranjas». El argumento fue convincente para la vieja. «Asnos, me largaré al otro cuarto con la música de pegar estos angelotes. Pa que desocupen el velador y estén ustés a gusto».

Vinieron los pasteles y el vinillo; aparecieron algunos vasos desportillados y verdosos, traídos de las profundidades del antro de la cocina, y se animó bastante la escena. Belén descolgó una guitarra, y se cantó no sé qué, con esa ronquera flamenca que recuerda el arrullo de la paloma, y con el salero de su meridional belleza, luciendo el pie tentador y curvo apoyado sobre las barras de la silla. Cinta trajo una pandereta, y se la puso a guisa de calañés, sacudiendo la cabeza, riendo a borbotones y divirtiéndose en arrojarnos cáscaras de naranja: después desenterró de un cajón un viejo mantoncillo de Manila, con sus flecos y su bordado charro, y empezó a hacer contorsiones declarando que quería matar la culebra. Hubo olés, empujones, carreras, butacas volcadas y recortes de seda volando por los aires; después nos obligaron a nosotros a rascar la guitarra y a Jalear, mientras bailaban las señoritas. Armose la juerga, y el Jerez corría que era una bendición de Dios. No habiendo sacacorchos, mi tío rompió la botella contra la arista del velador de mármol, y como el licor desapareciese rápidamente, mandó a Cinta subir otra botella. «Se me han acabado los cuartos», alegó la muchacha. Mi tío frunció algún tanto el entrecejo. «Si te di cuatro duros...». Intervino la señorita Belén: «Galleguito, no hay que ser roñoso... Aquí estamos necesitando horror de cosas, y en la tienda no les da la gana de fiarnos por nuestra cara bonita... Cállese usted, cuentacominos, cicatero». Entre regaños y bromas, aflojó el pagano otros dos duritos, y no nos faltó con qué remojar el gaznate. La cara de mi tío echaba chispas; por cada poro de la piel diríase que asomaba una gota de sangre; su lengua, si no trabada del todo, al menos se revolvía con dificultad; en cambio sus miradas relucían más que nunca, y una expresión de beatitud, el regocijo de la materia, se acentuaba en sus facciones. Yo también advertía los efectos del licor, que con no ser muy auténtico, se subía a las narices, y entre esta excitación y otras muy naturales en la mocedad y en presencia de dos hembras -la una arrogante y la otra picante y salada, pero ambas capaces de volver tarumba a un ermitaño, cuanto más a un estudiante-, encontrábame fuera de quicio.

Sin embargo, no sería justo decir que me achispé. El innoble embrutecimiento por la bebida es un estado a que me había propuesto no llegar nunca. Muchas veces viera a Botello completamente beodo, tropezando aquí y acullá, ya caído en tierra como un cesto, ya alborotado, frenético, loco; y nunca olvidaba el espectáculo de aquella hermosa criatura convertida en bestia, diciendo absurdos o llorando como un becerro. Luis Portal, el hombre del justo medio en el epicureísmo, solía decir: «En bromas, para sacar partido, hay que estar unas miajas alumbrado, pero borracho nunca: al contrario, debe conservarse la sangre fría, y divertirse a cuenta de los borrachines». Observé esta máxima, y pude mantenerme en el límite de la animación sin embriaguez; hice disparates comprendiendo que los hacía, y saboreando el hacerlos.

Y que la juerga iba siendo redonda. Mi tío se corrió a soltar otros tres pesos; Cinta bajó distintas veces, ya por vino, ya por una ensaladita de langostinos, ya por dulces, ya por fruta; a última hora, sangría nueva para que subiesen café y licores; en fin, acabó por reunirse una apetitosa comida-cena. La vieja debió de engullirse solita, allá en la cocina, la cazuela de arroz con almejas que pensaban cenar todas, pues este plato casero no salió a relucir.

De aquella gazapera diabólica no nos despedimos hasta la una bien dada. Por la gibosa y angustiada escalera nos alumbró la mamá, amparando con la mano un reverbero de petróleo, que sacaba flecha de apestosa luz: y cuando nos vimos en la calle, la primer bocanada de aire relativamente puro me sorprendió como el despertar de un sueño. Al bajar la calle Ancha, se relamía mi tío, rumiando la humorada. «¿Qué tal las chicas? ¿Eh? Son de lo que no se gasta por nuestra tierra. ¿Cuál te chista más a ti? ¡Ah, claro, Belén es de órdago! ¡Qué esto, y qué aquello, y qué lo otro tiene la indina! ¡Por supuesto, me figuro que tú eres ya un hombre formal, y... chitón! De estas pavas que uno corre por aquí no conviene que se hagan cargo por allá; son guasas inocentes, que a nadie perjudican. Hay que pasar el rato, chico; por lo mismo que va uno a entrar en otro estado muy diferente... Una cana al aire siempre gusta echarla. Y la Belén y la Cinta no son de las más exigentes, aunque si pueden, todo el día ha de estar uno chorreando pesetillas».

-¿Por qué no les dio usted desde luego un billete o dos? Mejor fuera eso que andar regateando el duro ahora y el duro después.

-¡Psstt! ¿Tú por lo visto eres algún príncipe raso? Pues con estas pájaras, si abre uno la mano... se soliviantan de modo que se hacen imposibles. Si acierto a enseñarles la cartera... Hasta me había pesado llevarla, porque, en estas bromas, nunca sabe uno...

Se detuvo de repente, completamente disipados los vapores del jerez, pálido y alarmadísimo, y echando con precipitación mano al gabán, exclamó:

-Pues... mi cartera... lo que es mi cartera no va aquí... ¡Puñales, navajas! no está, no está... ¡Aquellas tías ladronas me la habrán cogido! Tres billetes de a cien nada menos... ¡Centellas, chispas! Que no está, te digo... ¡Vamos a sacársela!

-Mire usted bien... -murmuré disimulando a duras penas el tedio y la repugnancia-. Mire usted... ¡No le han robado, qué disparate! Por aquí se me figura que abulta el sobretodo...

Respiró profundamente: la cartera había parecido. La palpó gozoso y se detuvo bajo la luz de un farol para asegurarse de que el contenido estaba intacto. Recobrado el buen humor, y registrando en los rincones de la cartera, añadió:

-Y para más iba con el dinero el retrato de mi novia. Buena se armaba si me lo pillan. La Belén es muy capaz de picarle los ojos con un alfiler de a ochavo.

Me alargó la fotografía. Era chica, de tarjeta, de esas que se dan a las personas muy queridas, y vi un rostro juvenil, un peinado sencillo, que descubría una frente ancha y convexa, y unos ojos vivos, con un rayo de pasión y voluntad que me sorprendió, pues yo me figuraba a la novia de mi tío apagada y dulce, sometida a todas las imposiciones por su pasividad. Lo que no la encontré fue tan fea como aseguraba mi madre. Tenía una de esas caras que, sin irradiación de belleza, atraen la mirada segunda vez.

Dejé a mi tío a la puerta del hotel y me recogí a horas ya no muy distantes de la del alba. Decir lo que me mareó Portal al día siguiente, sería el cuento de no acabar nunca. Me olfateaba la ropa y luego se relamía exclamando: «¡Ah trucha, perdis, apunte! ¡Odor di femina!». De repente soltó la carcajada: «¿Qué es esto?».

En la pierna izquierda de mi pantalón había pegadas dos cabecitas de angelote, una rosa, una vara de azucenas, y no sé qué atributos más. No hubo remedio sino cantar de plano y hacer una descripción fiel, circunstanciada y afrodisíaca de las artistas en cajas de dulce.




ArribaAbajo- VI -

¡Con qué gusto emprendí el viaje hacia Galicia! En Madrid calor asfixiante ya, y en la tierra aire fresco, saturado de campestre aroma. Parecíame como si nunca lo hubiese respirado y mis pulmones resecos necesitasen, para funcionar en las condiciones fisiológicas normales, aquellas partículas de humedad, aquel hidrógeno embalsamado y puro. No soy de los gallegos que sienten con patológica intensidad la morriña; sin embargo, el primer grupo de castaños que se perfiló en el horizonte me pareció un amigo que con acento de bienvenida me saludaba.

Mi madre estaba en la Ullosa, y allá me fui derecho, parte por el coche de línea, parte a pie, que todos estos medios de locomoción exige la situación de la finca. Llegué a la puesta del sol; mi madre salió a esperarme al camino, y medio agarrados de las manos y medio de bracete, anduvimos el trecho que divide a la Ullosa de la carretera provincial. Cuando se hubo enjugado el rocío que siempre asoma a los párpados de una madre que ve a un hijo después de año y medio de ausencia, su primer descarga de preguntas fue como sigue:

-¿Conque tu tío pone casa, eh? ¿Es verdad que la amuebla a todo lujo? Así hace el que puede y no el que quiere. ¿La cama dice que es preciosas? ¿Y de alquiler, qué paga? De seguro una barbaridad, porque en ese Madrid todo está por las nubes. ¿Y sabes si ya tomó criada? Milagro será que no meta en casa una bribona. ¿Conque mucho de muebles majos? Aire, aire a los cuartos del Ayuntamiento. Para eso se hacen ciertas porquerías. No me digas que no, Salustiño, que me voy a poner fuera de mí.

-Pero mamá, ¿qué nos importa a nosotros eso? -exclamé cuando me consintió meter baza- ¿qué culpa tengo yo de que el tío se case?

-Como dijiste que hacía bien... -me respondió deteniéndose para respirar y con los labios temblorosos, a la manera de los niños cuando les entra corajina.

-No parece sino que por lo que yo dijese iba a guiarse el tío. Es preciso que usted se conforme, mamá, y aguante lo que no es posible evitar de ningún modo. Creo que vale más proceder así, por todos estilos, hasta por conveniencia propia.

Mamá clavó los ojos en mí. Era mayor dos años que el tío Felipe y se conservaba muy agradable, gracias a su robusta salud, a la vida higiénica y natural que llevaba casi siempre, y acaso a la falta de meditación profunda y de fatiga intelectual, a una movilidad de pájaro y a una facilidad para encolerizarse y aplacarse que le esparcía la bilis y fustigaba su sangre, aligerándola. Esta volubilidad moral, esta incapacidad de elevarse a la región de las ideas generales y abstractas, conservaban a mi madre toda su fuerza y capacidad para la acción. Era su voluntad quien guiaba a su pensamiento, el predominio del elemento afectivo y activo se leía en su frente lisa y angosta, en el mohín voluntarioso de sus labios, en la mirada inquieta y preguntona de sus ojos nunca distraídos.

Mi madre no se recogía a Pontevedra sino en tiempo de frío riguroso, o en Semana Santa y Pascua para comulgar. La huerta de la Ullosa la mantenía durante el año entero. Con tanto renegar de la estirpe de los Cardosos, mi madre tenía mucho de la adquisividad, la economía sórdida y el genio mercantil que caracterizan a la raza hebrea. ¡Lo que puede el cariño, y cómo enreda las nociones de la lógica! Estas condiciones, que en mi tío me repugnaban, parecíanme virtudes en mamá, y lo eran en efecto, si es virtud acomodarse a la necesidad. Con tristes ocho o nueve mil realitos que a lo sumo y exprimiéndole bien podría rentar nuestro patrimonio, no era chico milagro vivir con cierto bienestar relativo, sufragar no pequeña parte de los gastos de mi carrera, y aún esconder en las vueltas de un colchón cuatro o seis onzas para un apuro. Quien esto consigue, no es una mujer cualquiera. Mamá andaba siempre de hábito del Carmen, por ahorrar trajes, claro está; del lino que producían sus heredades, hacía tejer lienzo, ese lienzo gallego moreno y duro que nunca se ve roto, para camisas y sábanas; de una viña de uvas agrias sacaba vinillo clarete para dármelo a beber en las vacaciones; del centeno de su renta amasaba el pan que comía; con un par de cerdos engordados en casa, armaba puchero para todo el año; criaba gallinas y conseguía huevos; recogía leña en una mota de bosque; tenía vaca y la revendía con ganancias en la feria cuando ya no daba leche; otros ganados los llevaba a aparcería con sus caseros, salteando unas ganancillas; del orujo de la vid destilaba aguardiente y en él ponía guindas en conserva; en fin, no perdonaba arbitrio de sacarle el jugo al dinero y a la propiedad, realizando esos prodigios de buen gobierno y frugal existencia que sólo ejecuta la mujer tirando vive sola. Obligada por su sexo a limitar la esfera de sus negocios, se desquitaba aprovechando las menudencias y no perdiendo ni el valor de mi alfiler. Sana, animosa, infatigable, todas las horas del día las empleaba en algo útil, y hasta sospecho que en más de una ocasión bordaría o cosería secretamente para fuera.

-El día que acabes la carrerita y salgas ganando ya tu sueldo, estaré hecha una reina -decíame cuando yo me admiraba de verla tan atareada y afanosa. Y yo estudiaba con gusto pensando que los últimos años de mi madre serían de tranquilidad y calma. Idea errónea, porque aunque mi madre apalease el dinero, había de agitarse lo mismo, dados mi temperamento y su índole. Rebosaba tanta vida; era un ser tan lleno de energía y, tan resuelto a sacar partido de la existencia, que lejos de infundir lástima, debía inspirar envidia a los que habitamos mucho en nosotros mismos y acabamos por hacer nuestra imaginación nuestra cárcel celular. El carácter de mi madre es de los que constituyen a los individuos felices, fuertes y armados contra los rozamientos y las deficiencias de la realidad. ¡Cosa rara! Cuando yo no veía a mi madre, la idealizaba, suponiéndole ciertas condiciones y debilidades propias de su sexo, a las cuales era muy ajena. Verbigracia: me empeñaba en suponerle ardientes convicciones religiosas y algunas veces me sucedió contestar a las bromas impías de los compañeros o exclamar al exponer una opinión atrevida: «¡Líbreme Dios de que lo supiese mi madre!». Si comía carne en Semana Santa, o recordaba el tiempo transcurrido ya de sin oír misa, pensaba: «¡Ay si mamá se entera!». Y el caso es que mamá, a pesar de su hábito del Carmen, se limitaba a cumplir lo más superficial de los mandamientos de la Iglesia, sin manifestar que le importase gran cosa el estado interior de mi espíritu.

No por eso carecía de creencias aquella gallega briosa. Sin duda por transmisión hereditaria de la rama israelita, la concepción religiosa más arraigada en mi madre era la de un Dios airado, rencoroso e implacable: el Dios bíblico que «visita la iniquidad de los padres en los hijos, hasta la tercera y cuarta generación». Creía buenamente que Dios lo castiga todo a raja tabla, aquí de telas abajo; y se imaginaba además que esas venganzas y represalias celestiales, estaba el Señor dispuestísimo a ejercerlas contra todos cuantos la molestasen a ella, Benigna Unceta, por cualquier causa o en cualquier asunto. Gracias a aquella incapacidad suya de generalizar las ideas, presumía que sus agravios y resentimientos personales interesaban muchísimo a la divinidad. Tanto, que al detenerse en el repecho que nos separaba de la Ullosa, hubo de exclamar en profético tono, agitada con todo el sobrealiento de la subida y la fogosidad de su genio:

-Ya verás cómo Dios castiga a tu tío Felipe sin palo ni piedra: ya lo verás. Deja correr el tiempo. No se escapa.

Protesté contra tan peregrina suposición, y como si alguna voz descendida de otras regiones se uniese a mí para rechazar cuanto no fuese perdón y caridad, sonó en la iglesia próxima el Angelus, con tristeza muy resignada y poesía grande.

Mi madre se volvió bruscamente y me interrogó:

-¿Tú vas a la boda?

-Sí señora, y usted también debiera ir. Es una campanada que usted no vaya.

-Déjame de historias, que no se me antoja presenciar semejante esperpento. Cosa más disparatada no se ha visto ni verá. Quiera Dios que a tu señor tío no le nazca madera de aire... No pondría un céntimo a que no le naciese. ¡A su edad casarse! ¿Estaría bonito que me casase yo ahora?

Bregué con aquella obstinación invencible, alegando que mi tío estaba en muy buena edad para matrimoniar, y que nosotros haríamos desairado papel enojándonos por acción tan justa y sencilla. «El viento y el aire -replicaba mamá furiosa-. Valiente mamarracho defiendes. Yo sé lo que digo, y sé también las palabras que se me dieron. Ya Dios le ajustará las cuarenta. No creas que estoy loca, no; él ha de caer... ¡ya lo verás! Y la muchacha que se casa con él, te digo que no tiene vergüenza. A tu tío no le quería yo ni cubierto de oro, y si no fuese mi hermano...».

Diome de cenar mi madre un plato regional que sabía me agradaba mucho. Eran papas o puches de harina de maíz con leche fresca. Sacaba las papas hirviendo, las dejaba enfriarse y formar costra, y abriendo un agujero en medio de la pasta, derramaba allí la leche riquísima contenida en un puchero de barro. Mientras yo despachaba este manjar de homérica sencillez, ella no cesaba de hablar, de preguntarme, y siempre volvía al punto inicial... mi tío.

-Ahora está metido ahí en una, que no sé cómo va a salir... Una trifulca atroz, en que me parece a mí que le van a sentar las costuras... Otro chanchullo más gordo que el de los solares y los ranchos... ¡Y cuidado que aquel!... El de ahora es cuestión de la contrata de la plaza de abastos: dicen que tu tío va a medias con el contratista en las ganancias, y que le han dado unas ventajas atroces, y que el hombre no ha cumplido ninguna condición, absolutamente ninguna, y que el Municipio le pone pleito. Y hoy el Municipio no es lo que era el año pasado: tu tío no marida allí. Tendrá que ir en romería al Santo... Si don Vicente no lo saca de esta, mal negocio. Pero lo sacará: tan bueno es Juan como Pedro. Con el gallo de la protección de don Vicente, hacen de esta provincia cuanto se les antoja. Como tu tío se larga a Madrid, le van a alquilar para el correo la casa suya de Pontevedra..., otro guisado. Bonitos andamos. En estos tiempos es preciso que todo el mundo se despabile. Yo no soy hombre, pero si lo fuese, iría también en peregrinación al Santuario, como cada quisque. Esto te lo digo yo aquí; pero por allí, por fuera, cuidadito con lo que hablas... Don Vicente tiene la mar de paniaguados y de amigotes: no conviene que te coja tirria, que andando el tiempo te podrá servir.

Viéndola tan expansiva, la agarré por el talle, la besé en el pescuezo y en las mejillas, y me determiné a decirle riendo:

-Mamá, para presentame en el Tejo con un poquito de decoro, me es indispensable llevar un regalo a la novia de mi tío. El será lo que gustes, y nos habrá jugado mil perradas, pero al fin está sufragando mucha parte de los gastos de mi carrera.

-Por algo lo hace. Chiquillo, ojo. Si fuésemos a rechinar nosotros lo que nos corresponde de derecho... Y a saber si de hoy en adelante sigue pagando.

-Pues no importa, mamá; pues no importa. Aunque no pague. El regalito.

-¡Pero si no tengo maldito cuarto! ¿Tú crees que aquí se fabrica moneda? ¡Sí, para fabricar estamos! Caro me cuesta salir del día.

-Bueno -respondí con resolución-. Entonces no hay más que hablar: mañana voy a Pontevedra y empeño el reló o las botas... Ello regalo ha de haber... se me ha puesto en el moño.

A la mañana siguiente mi madre entró a despertarme. Traía debajo del brazo un cesto de cerezas maduras, que dejó sobre la cama para que me desayunase: y entre los dedos dos redondelitos brillantes que elevó a la altura de mis ojos. Eran dos monedas de a cinco.

-¿Qué te parece? ¡Cuántos trabajitos para juntar esto! Anda, ve y derróchalo; estrágalo, ya que te da por ahí... No quiero que digas que tu madre te deja mal, pudiendo dejarte bien, en parte ninguna.

Le eché los brazos al cuello y le di tres o cuatro besos chilreados, mientras ella se defendía mal exclamando: -Payaso... sobón... ¡vete a paseo, chiquillo!

Con los diez duros adquirí en la metrópoli un imperdible o cosa parecida, que representaba dos áncoras cruzadas, en medio un cupidillo, con un rubí chico y dos perlas. De esos dijes chabacanos que inventa la moda y desecha el buen gusto. Pero en fin, ya no iba a la boda con las manos vacías.




ArribaAbajo- VII -

De Pontevedra a San Andrés de Louza y a la quinta del Tejo, es una jornada recreativa más bien que un viaje. Atravesé la ría en una lancha alquilada en Pontevedra: desembarqué en la opuesta orilla, y me resolví a andar a pie cosa de un cuarto de legua por la comarca más pintoresca que soñarse puede. Desde la playa, cuya arena finísima y plateada conserva la huella del pie, y que rodean grandes matas de aloes en flor, hasta los senderos cuajados de madreselva y los campos de maíz que susurraban al soplo del viento, todo me pareció un oasis, y mi espíritu se inundó de esa vaga felicidad que en la juventud nace de la excitación de los sentidos y de una especie de presentimiento inexplicable, nuncio del porvenir: presentimiento que sin augurarnos sucesos felices, nos alboroza como si en efecto hubiesen de serlo.

Situada en un alto la quinta del futuro suegro de mi tío, la vi desde la misma ensenada donde desembarcamos. Por mejor decir: lo único que distinguí claramente fue la torre cuadrangular, almenada, y las ventanas cuyos cristales teñía de rojo y oro el sol poniente. El resto del edificio lo cubría una masa de verdor, tal vez un grupo de árboles. De todos modos, para orientarme bastaba con lo visto. Dejé mi maleta en el pueblo, advirtiendo que ya enviaría por ella a la mañana siguiente, y emprendí la caminata.

Subí por el sendero en cuesta, azotando con la vara que empuñaba los sonoros maizales y las zarzas, de donde volaban asustadas las mariposas; y a una revuelta del camino, sorprendiome extraordinariamente la vista de mi hombre sentado en una piedra... La sorpresa no se explica al pronto, pero el caso es que el hombre era un fraile.

Por primera vez en mi vida veía yo un fraile: en carne y hueso. Me admiré como si creyese que los frailes ya no podían encontrarse más que en los lienzos de Zurbarán o Murillo. De pinturas del Museo, como de haber visto a Rafael Calvo, una tarde, representar el drama del duque de Rivas Don Álvaro o la fuerza del sino, se derivaban todos mis conocimientos en indumentaria frailesca. Comprendí que el fraile sentado en la piedra era un franciscano: el sayal se plegaba de un modo estatuario sobre sus muslos; la capilla la tenía caída sobre los hombros, y en la mano uno de esos sombreros de abate francés, de felpa grosera y alas abarquilladas, con el cual se abanicaba la frente sudorosa, respirando fuerte. Luego depositó el sombrero en el suelo mismo, y volviendo hacia fuera los codos y apoyando en los muslos las manos abiertas, se quedó meditabundo. Yo le observaba con ardiente curiosidad, imaginándome que por el hecho de ser fraile había de meditar aquel hombre en cosas o estrambóticas o sublimes. Él alzó la mano derecha, y deslizándola en la manga izquierda, sacó de la especie de bolso que formaba la joroba de la manga un pañuelo enorme, a cuadros blancos y azules, y se sonó con energía. Después se incorporó, y como el que dice «sus» recogió su chapeo y rompió a andar, a tiempo que emparejé con él.

Yo no sabía si ponerme a su lado, si quedarme atrás, o adelantarme y darle las buenas tardes sencillamente. Me intrigaba, me interesaba, me atraía aquel hombre, sin motivo racional ninguno. De los frailes tenía yo dos ideas muy antitéticas que, sin embargo, coexistían en mi espíritu: por un lado el fraile de cromo de Ortego, picaresco, glotón, lascivo, beodo, «hombre sin vergüenza asomado a una ventana de paño»; por otro el fraile de las novelas y los poemas, tétrico, exaltado, visionario, con la mente enflaquecida por el ayuno y los nervios desequilibrados por la continencia, huyendo de las mujeres, evitando a los hombres, lleno de flato, de tentaciones y de escrúpulos. Y quería saber a qué sección de estas dos pertenecía mi fraile.

Como si él me hubiese adivinado el pensamiento, al sentir mis pasos se detuvo, se enfrentó conmigo, y me dijo con acento resuelto e imperioso:

-Felices tardes, caballero. Usted me dispensará que le haga una pregunta. ¿Viene usted por casualidad de San Andrés de Louza? ¿Va usted a la Torre de los señores de Aldao?

-Sí señor, allá voy -contesté un tanto sorprendido.

-Pues si usted no tiene inconveniente iremos juntos. Yo sé el camino, porque estuve aquí otra vez. Me tomo la libertad de hacer a usted esta proposición, figurándome que en el campo, cuando uno va solo, no le molesta...

-¡Molestar! Al contrario -respondí, agradado de la marcialidad del fraile.

Echamos a andar brazo con brazo, pues el sendero se ensanchaba, y permitía este lujo de sociabilidad. Entonces noté que el fraile iba descalzo, con unas sandalias que sujetaban el pie por el empeine dejando libres los dedos, que eran bien modelados y carnosos, como los de las esculturas de San Antonio de Padua. Empezó a dirigirme preguntas.

-Ha de perdonarme usted, porque soy, amigo de la franqueza y de que la gente se conozca. ¿Es usted acaso pariente de Carmiña Aldao?

-No, señor, de su novio. Nada menos que sobrino carnal.

-¡Ah! Ya sé. El que estudia para ingeniero en Madrid. El hijo de Benigna.

-Justo. ¿Cómo está usted tan bien informado?

-Diré a usted: la familia de Aldao me distingue con bastante confianza: por eso me encuentro al tanto de esos pormenores. ¿Y qué tal, qué tal de estudios? Ya sé también que es usted muy asiduo, y joven de gran porvenir. Tengo muchísimo gusto en conocerle: se lo digo de corazón, porque gasto pocos cumplimientos. ¡Ah! Y ahora caigo en la cuenta de que todavía no sabe usted mi nombre. Como un pobre religioso no necesita presentarse, que el hábito le presenta... Me llamo Silvestre Moreno, para servirle.

-Yo Salustio...

-Ya estoy, ya estoy. Salustio Meléndez Unceta.

-Veo que no hay cosa que usted ignore.

-Eso quisiera -repuso el fraile riendo de muy buena gana; y de pronto, deteniéndose bruscamente me imploró:

-¿No podría usted hacerme el favor de un cigarrito de papel?

-No fumo -contesté con cierta prosopopeya, que después me pareció ridícula.

-Hace usted bien: una necesidad menos... Pero yo ¡caramelo! estoy tan viciado, que... En fin, lo mismo da, hasta el Tejo paciencia.

-¿Desde cuándo no ha fumado usted?

-¡Caramelo! Desde ayer por la tarde. En Pontevedra paré en casa de una señora anciana, muy respetable, viuda, sola, que, como usted comprenderá, no fuma, ni su criada tampoco. Por la mañana, cuando me afeité, me di un par de cortes, porque tenía un serrucho por navaja, y la señora fue tan caritativa, que me compró una navajita inglesa, que corta el pensamiento, finísima... aquí la llevo -añadió señalando a la manga-: no la he estrenado todavía. Ya ve usted que después de este obsequio, que debe de haberle costado algunas pesetillas, yo no iba a ser tan gorrón que le pidiese cuartos para tabaco...

-Pero -exclamé contagiado por la franqueza del fraile-, ¿es que no lleva usted consigo un céntimo?

-Pues claro que muchísimas veces no lo llevo, ni medio tampoco.

-¿Y cómo es posible?

-¿Y el voto de pobreza, recaramelo, es guasa?

-Siento muchísimo no fumar -exclamé- para este caso especial tan sólo.

-No se apure usted, amigo, que los frailes no nos apuramos tampoco porque nos falte una mala costumbre. Además, que en cuanto lleguemos al Tejo, me van a sobrar víveres. Ya verá usted el señor de Aldao cómo se despepita a ofrecerme cigarros.

Dijo esto con alegre filosofía y emprendió el camino con buen ánimo y gentil determinación, andando más listo que un servidor de ustedes. Una pregunta me bullía en los labios y me resolví a formularla.

-¿No le molesta a usted el ir descalzo?

Volviose sorprendido el fraile.

-No señor -contestó, recapacitando como para recordar si en efecto le molestaba la descalcez-. Al principio eché de menos, no los zapatos, sino las medias, y eso que no tenían nada de finas: que mi madre me las calcetaba bien gordas, y yo nunca puse otras sino las calcetadas por mi madre. Digo, sí... acabo de ponerlas no hace mucho... y de seda finísima; para que vea usted; no vaya a creerse que porque soy fraile no he gastado de esos lujos. Pero en fin, esto es capítulo aparte. Viniendo a lo de la descalcez, que es lo que usted me pregunta ya que yo quiero contestar categóricamente, sepa que desde que voy descalzo, nunca tuve sabañones en los pies, ni padecí de callos, ni de ojos de gallo, ni de ninguna molestia parecida -Al decir esto sacaba el pie, que en efecto era contorneado y sano, sin esa deformación de los dedos que produce la bota-. Y mire usted lo que puede la costumbre, caballero. Ya me parece que estoy más limpio así. Se me figura que las calcetas y el calzado no consiguen más que archivar las porquerías. Nadie que vaya descalzo lleva los pies realmente sucios, por mucho que trajine y mucho calor que haga, sobre todo si tiene la manía que tengo yo...

Diciendo y haciendo, se apartó diez pasos, y llegándose al regatillo que corría al borde del sendero, entre cañas y mimbrales, dejó en tierra las sandalias, remangó un tanto el hábito y metió un pie tras otro en el agua corriente. Después que hubo secado las plantas en la hierba, se volvió a poner sus sandalias y me miró con aire victorioso. Yo sonreí impulsado por una idea, o más bien por un sentimiento cordialísimo, que podía traducirse en esta forma:

-¡Qué fraile más raro y más simpático!

-Vamos -me dijo-: que adivino lo que está usted pensando, caballero.

-Puede ser. Diga usted y yo le diré si acierta.

-Pues, ¡caramelo!, usted piensa allá para su sayo... que los frailes gastamos pocos cumplidos, que somos muy democráticos y muy ajenos a los estilos de la sociedad, y que enseguida entruchamos con la gente.

-No señor, no era eso. Yo pensaba...

-Llámeme usted Padre Moreno, o Moreno a secas, si le es igual. Lo de «señor» es demasiado lujo para un pobre fraile.

-Pues Padre Moreno, lo que yo cavilaba... Pero temo que si lo digo le moleste.

-Nada de eso, nada de eso, yo me muero por la franqueza.

-Pues cavilaba en que los frailes no tienen faena de ser así... tan partidarios de la limpieza corporal como usted -(Al decir esto le miraba de soslayo, examinando con rápida ojeada sus manos, sus orejas, su cogote, todo lo que exteriormente delata los hábitos de pulcritud del individuo.)-. Hasta creí que condenaban ustedes por pecado el cuidar de la persona. Dicen que el mérito de algunos santos ascetas consistía en poseer un millón de habitantes y llevar el pelo y la barba... colonizados.

En vez de enojarse por tan irreverente supuesto, el Padre soltó la carcajada más sincera que he oído salir de humana boca.

-¿Con que usted creía eso? -me dijo cuando la risa le permitió hablar-. Y usted que parece un joven tan instruido ¿no sabe lo que decía la gloriosa Santa Teresa? Pues se lavaba muy bien, y luego exclamaba: «Señor, mi alma como mi cuerpo». ¿De modo que para usted todos los frailes éramos unos solemnes gorrinos? Entonces, buen susto habrá pasado al verme. ¿Usted ha tratado más frailes que este su servidor y capellán?

-A la verdad es usted el primero que veo en mi vida. Es más; pensé que no existían ustedes. Una tontería, porque sé muy bien que en España se están repoblando los conventos de varias órdenes; pero francamente, con la imaginación me figuraba yo que los frailes solo se encontraban en los cuadros, en los retablos de las iglesias, y así... Nada, aprensiones.

-Pues ya los ve usted en persona. Entre los frailes sucede igual que en el siglo, porque usted bien comprenderá que hay genios y gustos muy diferentes, aunque se rijan por una misma regla. Unos son descuidados; otros se acicalan más; pero como usted conoce, nuestro santo hábito no nos permite andarnos con muchas agüitas de olor y tarretes de esencias y de pomadas. Estaría bonito un religioso usando la velutina Fay y el Kananga o ganga... o como recaramelo se llame ese perfume que ahora se estila tanto.

-¡Vaya que está usted enterado, padre! -exclamé riendo a mi vez.

-Es que yo trato a señoras muy elegantonas y muy majas... Y no extrañe usted que quiera vindicarme y vindicar a los pobrecitos frailes de la mala fama que usted les cuelga. Figúrese que nuestro Santo Patriarca era tan aficionado al agua, que hasta compuso en alabanza suya unos versos preciosos, diciendo que es casta y limpia. Yo le hablo a usted con el corazón en la mano; me gusta la gente aseada, pero ciertos extremos de pulcritud que hacen ciertos hombres, me parecen cargantes y empalagosos. ¡Caramelo! Eso de que un señorito pierda media hora en recortarse y pulirse las tiñas... pase en las mujeres; lo que es en quien peina barbas...

Diciendo esto cruzose de brazos el fraile y se volvió hacia mí como queriendo respirar y descansar un poco. A la luz rojiza del poniente, que tanto entona las figuras, noté que la suya guardaba harmonía con aquella profesión de fe viril. Era membrudo sin llegar a grueso, y de aventajada estatura sin pasarse de alto. Su tez tostada y cetrina revelaba complexión biliosa y curtientes fatigas de viajero por regiones de sol. Los ojos los tenía vivos, alegres, negrísimos, bien delineados y abiertos sobre el alma de par en par. Su cuello, descubierto por la tonsura del cerquillo, indicaba vigor, y lo mismo las manos, grandes, ágiles y robustas, manos que así servían para elevar delicadamente la hostia como pudieran empuñar, caso de necesidad, la arada, el garrote o la carabina. Las facciones no desmerecían de las manos: acentuadas como por el palillo de hábil escultor, tenían la mezcla de calma y de firmeza que se advierte en ciertas esculturas de retablo. Entre la boca y la nariz, así como en la meseta de la barbilla, existían dos hoyuelos indicadores casi siempre de un fondo de bondad llamada a templar la fuerza del carácter. Por fijarme, hasta en las orejas me fijé, notando que eran como de confesor, de ancho conducto y casi movibles; unas orejas con mucha fisonomía, según suelen tenerla los eclesiásticos.

-¡Caramba con el fraile, y qué terne parece! -discurría yo sorprendido.

Seguimos caminando. Ya debía de estar muy próxima la quinta de Aldao, pero no llegaríamos antes de haberse entrado la noche, que caía plácidamente. Eran más penetrantes los olores de la madreselva; los perros, asomándose a las paredillas de las heredades, nos ladraban con mayor furia; oíase en lontananza la queja del mochuelo, y el bicornio de la luna, fino como un trazo de pincel, asomaba hacia la parte de la ría. El fraile manifestó con una exclamación trivial que sentía la belleza del sitio y de la hora.

-¡Vaya una tarde! ¡Cuidado que es lindo este país! Cuanto más se ve más hermoso parece. ¡Y tan fresco! Para mi gusto ya es demasiado; prefiero el clima del África.

-¿Ha estado usted mucho tiempo en África?

-¡Toma! Pues si soy medio moro.

-¿Y ha viajado usted por el desierto?

-¡Ya lo creo! Y sin tiendas de campaña, ni caja de provisiones, ni escolta, ni otras monsergas de esas que llevan los exploradores al uso. ¡Sobre un mulo y con un par de gallinas atadas al arzón de la silla; bebiendo el agua de los charcos y durmiendo bajo el pabellón de las estrellas, he rodado yo más por aquellos arenales y me han sucedido más lances y más aventuras!

De buena gana le hubiese preguntado sobre las correrías africanas: pero otra curiosidad mayor me punzaba, cuyo recuerdo despertó en mí el ver blanquear la cerca del Teixo y negrear sobre la cerca y bajo la torre la que me parecía mancha enorme de arbolado. Quise contrastar la exactitud de las noticias de mi madre, consultando a una persona que ya se me figuraba por todo extremo imparcial y sincera.

-¿Diga usted, Padre Moreno, usted conoce a la futura familia de mi tío? ¿Cómo es la novia? ¿Qué tal persona es el papá?

-Claro que les conozco -respondió el fraile aplicando sobre su abierto rostro una especie de máscara de discreción absoluta-. Es una familia muy apreciable y la novia de su tío de usted... una señorita muy buena.

-¿Y... es bonita?

No se espantó el fraile de la pregunta, antes respondió con desahogos:

-Yo soy mal juez: acaso me equivoque. Confieso que no me parece... así... ninguna cosa de quedarse admirado. No la llamaré fea, pero tampoco... Y no crea usted: aunque digo que soy mal juez, no es que me falten motivos para entender: porque allá en Tánger, Tetuán y Melilla hay judías y moras que pasan por guapas; y asómbrese usted: tengo moros tan amigos, que alguno me enseñó su harén... Le advierto que entre ellos es una prueba de estimación grandísima.

-¡Ah!... -murmuré sin poder reprimir una expresión maliciosa-. ¿Conque franca la entrada del harén?

-Sí -afirmó alardeando de naturalidad el fraile-. Y ¿quiere usted que le cuente cómo estaba la mora favorita, vamos, la predilecta de este moro amigo mío, que era un ricachón de allí?

-¿A ver cómo estaba? ¿Muy tentadora?

-Ya le he dicho que soy mal juez: yo sólo puedo describirle exterioridades... y usted opinará. El traje era de una seda riquísima, abierto en el pecho, y este adornado con unos collares de perlas gordas y de diamantes y pedrerías: dos o tres collares lo menos tenía la mujer. En los brazos unas ajorcas como las que pinta Cervantes en la novela del Cautivo... ¿no la ha leído usted? Pues así. Luego cojines, cojines y más cojines: unos debajo de los brazos, otros debajo de las caderas, otros detrás de la cabeza: y los cojines eran para impedir que se rozase, porque la mujer estaba reventando de gorda, que es el secreto de la hermosura entre las moras. Esta no se podía menear. ¿Y sabe usted con qué la engordaban? Pues con bolitas de pan, que ya no se puede llamar engordar a una mujer, sino cebarla. Fumaba por un tubo largo así... y tenía delante un veladorcito incrustado de nácar, con dulces y bebidas.

-¡Ah socarrón de fraile! -discurrí yo-. Te finges muy corriente y muy sencillo, y eres más tuno y más ladino que todas las cosas. Me estás mareando con tantos infundios moriscos, por no soltar prenda respecto a mi futura tía. Yo te pondré a parir: aguarda. -Y en voz alta exclamé: -Padre Moreno, usted que tan perfectamente describe a las moras, mejor sabrá retratar a una cristiana. Bien puede usted decirme, al menos, si la novia de mi tío está cebada con bolas de pan, o si tiene un talle esbelto y mono, como la palmera del desierto. Vamos, Padre...

Subíamos ya por el sendero peñascoso que linda con la cerca del Tejo. Allí no cabíamos bien los dos de frente. El fraile se volvió y se encaró conmigo para responder. Ya no le alumbraba el último reflejo del sol, como antes, pero aún entre la media obscuridad chispearon sus ojos cuando me respondió con inexplicable mezcla de donaire chancero y solemnidad entusiasta:

-Caballero, usted le ha de perdonar a un pobre fraile que se exprese como lo manda el hábito que viste y la regla a que obedece. De una mora, de tara infiel, yo puedo describir el cuerpo, porque si Dios se lo ha concedido hermoso, será lo único que se pueda alabar en ella, ya que el alma está envuelta en las tinieblas del error. Pero usted mismo ha dicho que la novia de su tío es una cristiana. Y a mí me consta que merece ese nombre tan... dispense si me expreso con demasiada vehemencia... iba a decir ese nombre tan sublime. De una cristiana, lo primero y acaso lo único que merece ensalzarse es el alma, y en mi boca sonarían mal otros elogios. ¡Un cuerpo que encierra un alma redimida con la sangre de Cristo! ¡Caramelo! No se lo voy a alabar a usted con palabras bonitas ni con flores retóricas. Con asegurarle a usted que su futura tía es en efecto una cristiana... he dicho cuanto tengo que decir.

-¿Tan buena es, Padre Moreno?

-Excelente, excelente, excelente.

El tono con que el fraile triplicó el adjetivo, no dejaba lugar a insistencia. Por otra parte, habíamos llegado al portón. Sin embargo, cuando el Padre agarró la aldaba, no pude menos de soltarle una preguntita insidiosa:

-¿Y usted, Padre Moreno... viene a la boda por pura amistad?

-¡Naranjas! -exclamó con el tono recio que suele darse a las interjecciones más castizas-. ¡Si vengo a echar las bendiciones!




ArribaAbajo- VIII -

El gran portalón se abrió. Estábamos en un patio, todo poblado de arbustos y tupido de enredaderas, que trepaban por la fachada de la quinta, sin dejar adivinar mucho de su arquitectura. Enredaderas y arbustos estarían cuajados de flor, porque allí olía a gloria, a ese perfume divino, inaccesible a la ciencia del químico y que únicamente destila en sus misteriosos alambiques la natura.

Sentadas en bancos de piedra y sillas metálicas, tomando la luna, vimos a unas cuantas personas que se levantaron al entrar nosotros y vinieron al encuentro del Padre con exclamaciones de júbilo. Como sólo a él hicieron caso en los primeros instantes, pude enterarme bien de la composición del grupo. En primer término mi tío, vestido de dril claro, próximo a una señorita de mediana estatura, de silueta elegante y airosa, que al ver al Padre exhaló un chillido de gozo. A la izquierda un señor ya machucho, calvo, con bigotes... el suegro, un curita sumamente joven, casi un niño, una muchachona espigada, como de dieciséis años, y una chiquilla que no pasaría de doce. Todos se apiñaban alrededor del Padre, dándole la bienvenida con greguería confusa. Por fin se acordaron de mi existencia, y mi tío hizo la presentación:

-Señor de Aldao, el hijo de Benigna, mi sobrino... Carmiña, Salustio...

La futura tiíta me miró distraídamente. Absorbía toda su atención el Padre. Sin embargo, pasados algunos momentos, se volvió hacia mí para preguntarme «si vendría Benigna, que ella lo deseaba mucho». Disculpé lo mejor que supe la ausencia de mi madre, y la señorita de Aldao insistió en obsequiar al fraile. «¿Quería agua, naranjada, cerveza, Jerez? ¿Una copa de leche? ¿Chocolatito?».

-¡Hija! -gritó el Padre empujándola familiarmente, como el que se sacude una mosca-. ¡Si quieres darme algo que estime... caramelo! dame medio cigarrito, aunque sea de paja.

Chac... Rissch... Dos petacas, la del suegro y la del novio se abrieron a la vez, e inmediatamente se encendieron varias cerillas. Se llevó la palma un habano de mi tío.

-Puede usted fumarlo con satisfacción -advirtió este, que era muy dado a encomiar lo que regalaba-. Procede nada menos que de don Vicente Sotopeña...

-¡Ah! Pues ese los tendrá de rechupete... ¡naranjas con él!

-¡Siéntese usted, siéntese usted para fumar! -suplicaron todos.

Sentado ya, y con su puro entre los labios, empezó a satisfacer al pregunteo de cada quisque. Querían saber cuándo había salido de Compostela, y cómo quedaban los otros padres, y qué ocurría por allá. Yo me situé un poco aislado del grupo, vencido por una distracción rara, especie de embriaguez psíquica. Recostado en un banco, percibí que a mis espaldas se tendían como tapiz de seda verde las ramas de una enredadera magnífica, la datura o trompeta del juicio final; no se requería imaginación muy poética para comparar sus gigantescas flores blancas a copas llenas de esencia fragantísima. Entretejido con la datura se esparcía por la pared un jazmín doble. Aquellos olores, columpia dos por el vientecillo suave, me subían hasta el cerebro, hacían bullir la savia de mis veintidós años y me inspiraban furioso apetito de amor, pero de un amor muy superferolítico, muy delicado y profundo, exclusivo y resuelto a atropellar las leyes humanas y divinas.

Cuando mudamos de residencia -aunque nuestra suerte no cambie-; cuando penetramos en un círculo de gente nueva y desconocida, se nos exaltan la fantasía y el amor propio, y aquellas personas ayer indiferentes, nos interesan de pronto, preocupándonos mucho la opinión que de nosotros pueden formar y los sentimientos que les inspiramos. El empleado, el militar a quien destinan a lejana provincia, lleva una idea vaga del lugar donde va a residir: apenas sienta el pie en él, lo pasado se borra y lo presente le domina, con la poderosa fuerza de lo actual y el estímulo de la novedad y de lo ignorado. Así, yo, excitado por los nuevos horizontes, algo mortificado en el fondo del alma porque mi presencia pasaba totalmente inadvertida, me figuraba que de aquella gente, apenas entrevista, extraña para mí pocos momentos antes, tenía que salir algo decisivo para mi suerte o para mi corazón.

Empecé por figurarme que en el seno de aquella familia pacíficamente reunida tomando la luna, se desenvolvía un drama moral muy extraño, cuyo secreto poseía el fraile, de seguro. «En todas partes -meditaba yo borracho de esencia de jazmín- hay sus dramitas de entre bastidores y su crónica secreta. Allá en Madrid, en casa de la Josefa Urrutia, el drama tiene aspecto grotesco, pero no por eso deja de ser drama. Con la suerte y la vida de Botello se puede hacer el gran sainete dramático. Aquí, el conflicto, si existe, lo conoce el Padre Moreno. ¿Por qué se casa esta señorita, que parece tan distinguida, con el antipático de mi tíos? ¿Será verdad que la maltratan? No, mi misma madre, cuando la apremié, me ha confesado que eso es un dicho sin fundamento. Y estas mocitas que veo aquí, ¿qué papel componen? Y la concubina del señor de Aldao, ¿por dónde anda? Y en esa pareja de futuros esposos, reunidos en un sitio tan propio para excitar la fantasía y los nervios, ¿hay amor? y si no hay amor, ¿por qué hay boda?».

De estas reflexiones me sacó repentinamente el joven curita, que acercándose me dijo en tono pueril y con dejo gallego que desempedraba:

-Perdone la curiosidad... ¿Es el hijo de doña Benigna?

-El mismo.

-¿Uno que estudia para electro imántico científico?

Como yo no comprendiese al pronto este conato de chiste, el curilla rectificó:

-Para ingenioso, digo, para ingeniero.

-¡Ah! sí.

-Pues cuénteme entre sus servidores. ¿Quiere algo? Esta cansado? ¿Fuma?

-¿Y usted, es el párroco de San Andrés de Louza? -le pregunté a un vez, por decir alguna cosa menos incoherente.

Con la más injustificada familiaridad, el curilla me puso una mano sobre la cabeza, y forzándome a bajarla hasta tocar con las rodillas, chilló:

-Bájese... bájese vuecencia, que no está tan arriba... ¡Párroco! ¡Ay! Con clérigo contantaverit mihi... No he pasada por ahora de aprendiz, es decir, de recluta en la milicia sacra.

Sentose a mi lado y comenzó a referirme mil insulseces, a que presté muy poca atención, porque, a la verdad, pensaba en otras cosas bien distintas; y entre tanto fue llegándose la hora en que la caída insensible del rocío y la humedad que impregna la atmósfera hacen desagradable en Galicia permanecer al raso; y el amo de la casa, levantándose, nos hizo entrar y subir a una salita muy adornada de cortinajes de cretona, de donde pasamos al ancho comedor, en que nos esperaba la cena, servida por dos criados, el uno con trazas de gañán mal desbastado aún, el otro algo más pulido, bajo la dirección de una vieja obesa que arrastraba los pies y que se me figuró, a pesar de su ruinoso físico, la ex-odalisca del señor de Aldao. Las dos muchachas entrevistas en el patio se habían evaporado: no aparecieron en la mesa ni en la sala.

Sentado frente a la novia, cuyo rostro iluminaba de lleno la luz de la lámpara, satisfice ansiosamente la curiosidad de mirarla: le bebí el rostro. Al pronto di la razón al Padre Moreno: ni era fea ni bonita. Su cuerpo, elegante y cimbrador, valía más que su cara, de las que se llaman de perfil acarnerado, desprovista de ese esplendor de la tez y esa corrección de facciones que son elementos primarios de la belleza. Pero al cuarto de hora de examen, ya me inclinaba a votar, si no por la hermosura, al menos por el inexplicable encanto de la novia. Al abrir sus ojos negros, de mirar apasionado; al sonreír; al volverse para contestar a una pregunta, la movible faz se animaba, la vida corría por aquellas facciones que yo siempre imaginara plácidas y frías, a pesar de haber visto ya en su retrato, a la luz de un farol madrileño, el no sé qué del alma. Carmiña Aldao se reía poco, y sin embargo no parecía triste; había en ella la animación de la voluntad. Hasta extremosa me pareció, cuando, terminada la cena, y sacando yo del bolsillo el estuche con mi finecita, se deshizo en elogios de la pobre joya.

-¡Ay... qué cosa de tanto gusto! Papá, mire usted... Felipe... Es una monada. ¿Y lo escogió usted mismo? ¡Un estudiante! Vamos, que ya se le pueden hacer encargos. Nada, es precioso.

También el Padre Moreno metió su cucharada en lo del imperdible.

-¡Hombre! Bonito de veras. Así hacen los poderosos. Los frailes no nos atrevemos a corrernos tanto: nuestros obsequios son más sencillos...

Diciendo así fue a buscar un saco de camino, su único equipaje, que había traído un muchacho desde San Andrés de Louza, y extrajo de él una cruz de nácar, de esas de Jerusalem, que aunque modernas tienen tallada con cierta rigidez bizantina la figura del Crucificado. Mediría media vara de altura.

-Es lo único que puedo darte, hija. La cruz viene tocada a la piedra del Gólgota, donde plantaron la de Nuestro Señor.

Nada respondió la novia: con movimiento rápido se inclinó y besó ardientemente no sé si el regalo o la mano que se lo ofrecía. El fraile iba extrayendo del saquillo variedad de rosarios, unos de nácar, otros de huesos negruzcos, pasados por un cordel, sin engarzar todavía.

-De los olivos del monte Olivete -dijo desenredándolos y repartiendo a los que estábamos presentes. Cuando llegó mi turno, debí de hacer algún movimiento de sorpresa, porque el fraile me preguntó con hidalga cortesanía:

-¿No lo quiere usted? Las cosas se toman como de quien vienen; nosotros somos pobres de oficio, y no podemos ofrecer dádiva de mayor valor material, caballero don Salustio.

Guardé el rosario, algo sonrojado de la lección. Había venido gente de San Andrés para ayudar a pasar la velada y hacer la partida de tresillo: el párroco, el boticario, el ayudante de Marina. Me brindaron con el cuarto lugar en la mesa, pero rehusé: temía perder y encontrarme sin dinero en casa extraña. Mi tío, sentándose al lado de su prometida, pegó la hebra; el Padre Moreno se retiró a rezar horas, y yo volví a encontrarme entregado al aprendiz de clérigo.

-¿Dónde está mi cuarto? -le pregunté- ¿usted lo sabe? De buena gana me recogería.

-No lo sabo... pero el que tiene lengua va a Roma. Véngase usted. Agárrese a mi dedo meñique.

Cruzamos el comedor. La lámpara ardía aún, y la vieja presenciaba la operación de alzar los manteles, trasegar vasos y platos y recoger postres. Volví a fijarme en la sultana retirada. En otro tiempo de fijo pasaría por buena moza: hoy el pelo escaso y gris, la tez erisipelatosa y el exceso de obesidad la hacían abominable. Parecía laboriosa, regañona y al par humilde, resignada con su papel de escalera abajo. El curilla, para dirigirle una pregunta, le apretó el brazo derecho.

-¡Ay! Serafín, estese quieto... ¡Qué chanzas gasta más indecentes! ¡Vaya que ser!...

-Mulier, en usted se puede pellizcar sin reparo, que usted es ya contra toda tentación... ¿Dónde está el cubículo, alias dormitorio, de este señorito?

-Mismo al lado del de usted... Dios le dé paciencia al infeliz para aguantar vecindad semejante... ¡Candidiña, Candidiñaá! Una luz... alumbra a estos señores...

Apareció, palmatoria en mano, la mozuela espigada de antes, fresca, rubia, de facciones inocentes y aún algo bobaliconas, como de querubín de retablo, pero de ojuelos maliciosos, parleros, que ella procuraba entornar para que no la delatasen. Echó delante, y haciéndonos subir una escalera bastante pina, nos condujo a nuestros cuartos, situados en la parte alta de la torre, y separados uno del otro por un pasillo estrecho. Estas habitaciones, a las cuales no alcanzara la recomposición general dada por el señor de Aldao a la quinta, tenían aspecto de vetustez, y probablemente en circunstancias normales sólo servían para almacenar la cosecha de calabazos o castañas. Los muebles se reducían a la cama, dos sillas, una mesita y un palanganero. La mozuela, dejando la palmatoria sobre la mesa, advirtió:

-Allí Serafín y aquí usted. Bien anchos están.

-Aún cabes tú, muliércula -advirtió desvergonzadamente el aprendiz de clérigo. La muchachuela pestañeó, soltó la carcajada, amenazando con la mano a Serafín; pero instantáneamente, volviéndose a mí, adoptó continente modesto y preguntó en tono humilde si mandaba algo. Contesté que deseaba recado de escribir, y dijo que iba volando por un tintero. Como se llevó otra vez la palmatoria, me quedé casi a oscuras, alumbrado sólo por el reflejo de la luna.

Me asomé a la ventana. En primer término vi extenderse enorme masa oscura, especie de lago vegetal, que parecía un solo árbol, aunque me lo hiciese dudar su magnitud. A lo lejos la ría brillaba como traje de raso gris salpicado de lentejuelas de plata; el creciente se multiplicaba en su seno y el ruido imperceptible del manso oleaje se confundía el del viento nocturno que estremecía las ramas próximas. Un aire húmedo y refrigerante acariciaba el rostro. Candidiña interrumpió mi contemplación colándose sin pedir permiso, trayendo en una mano el tintero, que casi rebosaba de tinta; en otra, además de la luz, papel, sobres, un cabo de pluma, un cucurucho de arenillas.

-Dice tía Andrea que tiene que dispensar, que todo viene así... cachifollado. Dice que mañana sin falta le dará la salvadora. Dice que en la aldea hay que perdonar muchas cosas.

Empecé a disponer lo necesario para escribir a Luis Portal, pero la muchacha, en vez de marcharse, quedose allí plantada, contemplándome como si mi persona y mis actos fuesen asunto de gran curiosidad. Cuando se inclinó por encima de mi hombro para fisgonear cómo disponía yo el papel, diciendo con asombro casi infantil y dejo gallego riberano muy dulce: «¡Ay! ¡y va a escribir ahora, tan tarde como es!», me cruzó a mí por la imaginación un capricho y por los nervios una corriente que reprimí con el esfuerzo relativo que cuesta desechar las sugestiones puramente físicas. «Cuidadito, Salustio... Hoy estás muy alborotado... Ándate con pies de plomo...». Por decirle algo a la mozuela, pregunté:

-¿Es un solo árbol eso que se ve desde la ventana?

-¿Pues no sabe que es el Teixo?

-¡Un tejo solo esa inmensidad! ¡Santa Bárbara! Cogerá media legua de circuito.

-¡Media legua! ¡Ay qué risa! No sea ponderativo. Media legua aún no la hay de aquí a San Andrés. Pero mire, tres pisos los tiene.

-¿Tres pisos un árbol?

-¡Ay! sí, ya lo verá. En uno se baila, en otro se toma el café, desde el otro se ve muchísima tierra... y la ría, y todo.




ArribaAbajo- IX -

Facsímile de una carta a Luis Portal.

«Chacho: aquí estoy a tus órdenes en el Teixo, quinta del papá de la novia de mi tío... ¡atiza! que se llama así, no el tío, sino la quinta, a causa de un tejo colosal que según fama tiene tres pisos, tantos como la mejor casa de Orense. Como acabo de llegar no puedo decirte aún lo que opino de la novia y gente que la rodea: esta gente es el papá, una vieja que tuvo que ver con el papá, y dos niñas hijas o sobrinas de esta vieja, una de ellas ya en sazón, y que aunque se llama Cándida... en fin, punto y aparte. La futura tití es una señorita de aire elegante, con una cara que agrada si se mira despacio: los ojos buenos, y hasta buenísimos. No sé si está enamorada, pero se muestra bastante cariñosa con mi tío. Hijito, vuelvo a mi tema. ¿Concibes tú que una mujer decente y honrada (dicen que mi futura tía lo es) se case así, por casarse, con semejante hombre? ¿No habrá allá en su corazoncito una historia secreta? ¿O es que en fuerza de su pureza misma, se figurará que casarse con un hombre se reduce a salir con él del brazo?

»La cosa me preocupa, porque en poquísimo tiempo he formado de Carmiña Aldao una idea particular, gracias a informes que tomé de un fraile... ¿No sabes? Chachote, he viajado con un fraile, un fraile de verdad, un franciscano descalzo y todo. Y puso a mi futura tía en las nubes. Me dijo que era el modelo de la mujer cristiana. Esto en boca de un fraile...

»¡Si vieses qué tipo curioso es el tal Padre Moreno! Hombre más corriente, más llano, más simpático, no lo ha echado Dios a este mundo. Me tiene atónito. Ni se asusta de nada, ni es intolerante, ni rehuye ninguna conversación de las admitidas en sociedad, ni le trata a uno despóticamente, ni incurre en piadosas gansadas, ni hace cosa que no resulte cordial, discreta y oportuna. Por esto que te digo no creas que el fraile me la pega. Lo que es pegármela... Al contrario: me escama terriblemente ese mismo don de captarse las voluntades, empezando por la mía. Le observaré, y poco he de poder si no le arranco la careta. ¿Qué se propondrá ese tíos? ¿Catequizar mejor? Porque no hay duda que con un carácter y modales como los que gasta, se adquieren amigos y ascendiente. ¿O tal vez disimular propensiones no muy conformes con el sayal? Porque o es un santo o es un hipócrita, aunque de distinto corte que los hipócritas conocidos hasta el día. ¿Te crees tú, chacho, que un hombre puede vivir así, rodeado de sirtas y escollos y sin tropezar en ellos? Pase el voto de pobreza, porque he visto que en efecto no llevaba ni con qué comprar un pitillo: pase el de obediencia, porque también los militares obedecen a sus superiores; pero lo que es el de castidad... Vamos, que si lo cumple... ¿Verdad que no cuela, chacho?

»Ya supondrás que mi tío está todo lo amartelado que puede. A decir verdad, la novia se parece una ganga para él. Este señor de Aldao no tendrá mucho parné, porque dicen que es amigo de figurar, y que la quinta le consume dinero, y que el hijo casado le da sus sangrías; pero así y todo, siendo mi tío quien es, me parece que ha logrado lo que nunca debió prometerse.

»La boda será pronto: el día del Carmen. Mi tío duerme en la casa del boticario de San Andrés: yo, como no soy el novio, tengo hospedaje en el Tejo. Ya te contaré lo que ocurra. Escríbeme, chachiño, holgazán. Ahí estarás rumiando tus oportunismos y tus componendas con todo Dios y hasta con el diablo. ¡Eres más trucha! Se me olvidaba. Rompe esta carta... aunque, con tus mañas de prudencia ya habías de hacerlo sin que yo te lo encargase».

Había terminado, y hasta cerrado el sobre, por fortuna, cuando se metió campechanamente en mi dormitorio el aprendicillo de clérigo. A no mediar ciertas circunstancias que ya saldrán a relucir, no recordaría yo con tanta exactitud la silueta de aquel eclesiástico in fieri; pero conviene decir que tenía una especie de hocico de roedor, boquilla sin labios que al reír descubría los dientes careados y mal puestos, nariz roma y menuda como pico de garbanzo, unos ojos sorbidos hacia el meollo (el cual debía de ser poco mayor que el de un gorrión), tez blanca y salpicada de anchas pecas, rostro imberbe, cabellera, cejas y pestañas rojas. Podía clasificarse su tipo físico entre el del bobo de comedia y el mico malicioso. Dudaba yo si encontrarle cara de simple o de trasto. Al mismo tiempo había en él algo de persistencia de la infancia, tan a la vista, que impedía tomar por lo serio sus palabras ni sus acciones.

-¿Se baña? -me preguntó hablando en impersonal, según costumbre.

-¿Que si me baño

-En el mar, señor. En San Andrés. Porque yo bajo todos los días a la playa, y puedo acompañarle.

-Bien, convenido; nos remojaremos.

-Ya me parecía a mí que le iba a petar eso del baño. Su tío también se remoja todas las mañanas. Hace como el bacalao. Ni por esas está más fresco. ¡Gui, gui!

-Lo malo es que no tengo traje de baño.

-¡Ay! Yo tampuerco. Si es tan melindroso... Con irse a un rinconcillo detrás de unas peñas...

-¡Hombre!

-O con llevar unos calzoncillos de repuesto...

-Vamos, así pase.

A todas estas el cleriguín (mejor le llamaría el monago), se arrellanó en la silla con trazas de no despegarse en toda la noche. Yo comprendí que era preciso tomarle a beneficio de inventario, y desnudándome rápidamente, me deslicé en la cama.

-¿Tiene soneca? -preguntome Serafín arrimándose al lecho y pegándome, con la mayor confianza, un pellizco monjil en un hombro y una sobadura en los carrillos. Chillé, y por instinto devolví un coscorrón formidable, lo cual le hizo estallar en convulsiva risa: «¡Gui, guiíi gui guiíi!». Empeñose después en averiguar experimentalmente si yo tenía cosquillas, y también si tenía mimo, para lo cual me apretó fuertemente el dedo meñique. Aquella extraña familiaridad, más propia de criatura de seis años que de hombre, y particularmente de hombre que aspira al sacerdocio, ejerció sobre mí el irresistible contagio de un desprecio cómico, y en el fondo indulgente, y amenacé al monago con tirarle una bota si no se estaba quietecito. La amenaza surtió efecto; Serafín se calmó, y echándose como un perrillo atravesado a los pies de mi cama, me dijo que no tenía sueño, que lo que apetecía era charlar un poco. Le autoricé a que charlase, y nunca se cumplió programa alguno más al pie de la letra. Salió de aquella boca un río de tonterías y despropósitos, de inocentadas ridículas, mezcladas con golpes de ciencia teológica y rasgos de malicia grosera tan certeros a veces, que me sorprendían, dejando pendiente el problema de si aquel tipo era rematado imbécil o larguísimo truhán.

-Conque de Madrí... ¡Ay, qué gusto será Madrí! Yo no fui nunca. No hay cuartos para el ferrancho-ferril. ¡Cuartos! Quién los viera. Límpiate, Serafín, que estás de huevo. Y en Madrí, ¿las calles son... así... como las de Pontevedra? ¡Ca! El empiedrado será de marmole... Bueno, ¿allí también se va la gente al otro mundo rabiando o cantando, verdad? Pues entonces no les tengo miga de envidia a los madrileros. Ante la muerte todos iguales, señorito. ¿Y usté para qué estudia? ¿Para esos que hacen ferriles y viraductos y tunantes, digo, toneles? ¡Ah! Entonces tenemos que darle vucencia. Será ministro de la ministración y me hará a mí canónigo electoral, digo, lectoral. Aunque yo sirvo mejor para penitenciario, porque soy una penitencia. Y usted, aunque llegue a ser más ingeniero que el que discurrió la condenada ingeniería, no hará la carreriña de su tío. ¡Hacer!... No, su tío sabe: es peje. Nadie le saca a don Vicente Sotopeña la nata como él. Los solares ya fueron buena tajada, y ahora le alquilan la casa para correo y le pagan de alquiler un millón de duros... ¡gui, gui! luego, cuando hay eleuciones, nos viene a jonjabar a los cerdotes... bueno, a los que seguimos la sacrosanta carrera del sacerdocio... Pero lo que le dijo un cerdote amigo mío: ¡Arre allá, vade retro, exorciso te, que el liberalismo es pecado, y al que lo dude le paso por las narices la doctrina fundamental de fide, expuesta por el santo Concilio Vaticano! Aquí no somos de esos paladares estragados por salsas mestizas! ¡Gui, gui, gui!...

-¿Y tú, cómo piensas en política? -pregunté resolviéndome a tutear al monillo eclesiástico.

-¿Yo? ¿En política? No cabe en pechos nobles más que una opinión...

-Sepamos qué opinión cabe en pechos nobles.

-Pues lo diré por boca del que supo lo que se decía: Nequit idem simul esse et non esse: ¿lo quiere más claro? Yo no soy partidario de la Iglesia liebre en el Estado galgo. Quod semper, quod ubique, quod ab omnibus.

-Habla en cristiano o siquiera en gallego. ¿Eres carcunda?

-Ego sum qui sum; es decir, ¡ojo con las mesticerías y los distingos y las transacciones! A su señor tío don Felipe se lo canté muy claro; y también a don Román Aldao, que es un valiente farolón y anda lampando por el título de Marqués del Tejo, o al menos por una gran cruz. Dicen que el yerno se la trae de regalo de boda. Vanitas vanitatis, gori gori. También el hermanito de Carmiña pide teta: ese quiere la chupandina de la Administración del Hospital... creo que engordan mucho las cataplasmas...

-Cállate, que me revuelves el estómago.

-No las catará, que el cuñado le tiene tema. No hará el caldiño con harina de linaza, ni les echará en el puchero a los pobres enfermitos gallinas de boj, para figurar. El tío Felipe es de recibo. Sirve. Y vergüenza, ni tanta. Con ir a casarse y con todo, aún corre detrás de Candidiña por la era. ¿Piensa que no? Candidiña también es doctora. Ya sabe más que muchas viejas. Ne attendas fallaciæ sapientes.

-No calumnies a mi tío, miquín -exclamé impulsado por la curiosidad, pues se me figuraba que aquel bobillo, en bastantes ocasiones, no dejaba de dar en el clavo-. ¿En la misma presencia de su novia iba a andar siguiendo chicuelas?

-Sí, sí, fíese... Si viese a otros vejestorios que ya no pueden con los calzones ir detrás de la monicaca... Vium et mulieres apostatare faciunt sapientes, como dijo el otro. La Cándida les da cuerda: y no piense que es por gastar tiempo. Le digo yo que Cándida sabe donde echa el anzuelo. A Carmiña le va a salir de detrás de una berza una madrastra.

Me incorporé sorprendido.

-¿Pero y esa Candidiña, no es... no es hija de...?

El monago pegó un chillido.

-¡Gui, gui! pensaba que... (hizo ademán de juntarlas yemas de los dedos índices). No, hombre, no... Ni Candidiña ni la otra pequeña son higas de la higuera de doña Andrea... Son sobrinas... Yo conocí a su papá, que era general... digo, cabo de carabineros. La vieja cargó con ellas porque se murieron los papás. Y a fe que la rapaza... acuérdese que se lo dice Serafín Espiña... no se va tras los amoríos por la concupiscentia carnis... Esa quiere arrastrar un rabo de seda... Si vivimos hemos de ver milagros.




ArribaAbajo- X -

A la mañana siguiente nos bañamos en la preciosa playa; nos paseamos por San Andrés, dándonos tono, pues nuestra presencia era acontecimiento en el pueblecito, visitamos la iglesia parroquial, cogimos lapas, nácaras y bocinas, y a las nueve estábamos en el Tejo, dispuestos a despachar el chocolate. El Padre Moreno no nos acompañara: prefería el baño por la tarde, pues no le gustaba prescindir de su misa. Mi tío no se había presentado aún, ni vendría hasta la una, hora de comer; y Carmiña, libre de la obligación de charlar con su novio, me prestó atención, y hasta me dio indicios de confianza y afecto.

-Anoche se retiró usted temprano porque se aburría. No sabemos realmente con qué divertirle, y si usted no procura buscarse entretenimiento... En el campo...

-No se apure por eso, Carmiña. El campo me gusta muchísimo. Nunca me aburro en la aldea. Este sitio es precioso. Hoy, tomé un baño más rico...

-¿Y esa ingrata de Benigna? ¡Cuánto siento que no venga! Es muy simpática su mamá de usted, y yo siempre la quise. Ahora... con más razón.

-Ya ve usted... A mamá no le es fácil moverse. Nunca falta que hacer por allá...

Después de estos lugares comunes, mi futura tiíta y yo nos quedamos hechos unos páparos, sin saber qué decirnos. Ella, al fin, discurrió un acto de cortesía y amabilidad.

-Como me trajo usted una fineza tan mona... ¿quiere ver las demás que he recibido? Las tenemos en una habitación aparte, porque si no, las chiquillas son tan curiosas y tan amigas de revolver, que... Por aquí.

Echó a andar y yo tras ella: en el bolsillo de su traje, al compás de sus pasos, sonaban varias llaves, haciendo una musiquilla graciosa, familiar. Sacó el manojo, y abierta la puerta misteriosa, descorridas las cortinas, brotaron en todo su esplendor las magnificencias del equipo.

Cuando digo magnificencias, no hay que entenderlo en sentido absolutamente literal, porque bastantes objetos olían a provincia, y otros, aunque de origen madrileño, no eran de exquisito gusto, al menos según puedo yo juzgar de estas materias. La novia iba explicándome todo. Aquel vestido de raso negro, con bordados de azabache, era regalo del novio, como también los pendientes de la perla rodeada de brillantes. Papá se había despilfarrado con un traje azul marino, seda rica, muy buena combinación de brochado; y por allí andaban los sombrerillos correspondientes. Otro traje pareció muy lindo a mis ojos profanos: de seda blanco hueso, lucía delante una sutil red que imitaba perlas, una preciosa cola, y dos grupos de hojas y flores colocados con exquisita gracia. Este -declaró Carmiña- era una inutilidad, un capricho de la señora de Sotopeña, encargada en Madrid de la elección de las galas, y que se había empeñado en que la novia no podía estar sin un traje de sociedad. Las joyas ofrecidas por el papá eran arreglo de un aderezo antiguo: había un hermoso broche y no sé qué otras menudencias. La familia Sotopeña había contribuido con un abanico riquísimo, la Vicaría de Fortuny, varillaje de concha. El hermano de la novia, un brazalete bastante cursi... Después, una serie de joyeros, álbumes, cacharros, los mil cachivaches tan vulgares como inútiles, que sólo se compran y venden a pretexto de santos y bodas... Detrás de ellos, en un rincón, como avergonzado, descubrí un objeto rarísimo: una ratonera enorme...

-¿Pero quién le ha regalado a usted esto? -pregunté sin contener la risa.

-¿Quién había de ser sino Serafín? -respondió acompañándome en mi hilaridad.

-¿Pero es posible?

-Y venía tan ufano. Quisiera que usted le viese, con su ratonera enarbolada, diciendo: «Esto al menos sirve de algo».

-¿Pero ese Serafín es tonto, o loco, o qué es?

-En mi opinión, no ha pasado de chiquillo. Su corazón no es malo, y a veces tiene dichos de persona lista. Pero a los dos minutos se le va el santo al cielo, y habla mil simplezas. Acertará por ejemplo en un punto de teología o de moral -esto lo sé porque lo dice el Padre Moreno- y en cambio es tan romo para las cosas más sencillas, que una vez que le pusimos delante unas despabiladeras encargándole que despabilase una vela, las cogió, las estuvo mirando, mojó los dedos con saliva, despabiló con ellos, y abriendo las despabiladeras metió dentro el pábilo, diciendo muy ufano: «¡Bien te entiendo, cajetilla!».

Nos duraba la risa de esta anécdota cuando salimos al jardín. La futura tití me enseñó las dependencias, el gallinero, los establos y la huerta, convidándome a probar la fruta del cerezo dulce, a coger flores y a ensayar los trapecios y el columpio. Por allí se apareció el Padre Moreno, reposado, comunicativo, y aun bromista. Me interpeló acerca de ciertas personas que habían preferido remojarse a oír misa frailuna; de Serafín, que no había sido para hacer de acólito; de nuestro paseo triunfal por San Andrés. A su vez, no tardó en presentarse el señor de Aldao. Venía atusado, engomado, con los bigotes teñidos, el cráneo luciente como una bola de billar; pero se me figuró una ruina, bajo la sombra verdosa del quitasol abierto. Preguntome si «lo había visto todo» con el tono de un Médicis que se informa de si un extranjero ha visitado detenidamente sus palacios y galerías. Y enseguida añadió:

-¿Qué me dice usted del Tejo? ¿El Tejo famoso?

-¡Ah! cosa magnífica, sorprendente.

-¡Oh! el año pasado estuvo aquí un marino de la escuadra inglesa... Entusiasmado: empeñado en fotografiarlo. Se llevó más de diez fotografías, tomadas de distintos puntos. Don Vicente Sompeña me ha asegurado que Castelar, en el discurso de los Juegos florales, al hablar de las bellezas y maravillas de Galicia, también sacó a relucir el Tejo... Gran orador es Castelar ¿eh? Florido, sobre todo: florido.

El señor de Aldao me pareció una de esas personas que llevan la vanidad (algo escondida en los demás hombres) por fuera y completamente a la vista. Supe después que en efecto, siempre había pecado de vanidoso, y puesto la vanidad en las cosas más realmente vanas, más huecas y exteriores. Cuando joven presumía de buen mozo, del género empalagoso, con bigotes retorcidos y cejas tiradas a cordel. Luego le picara la tarántula de la nobleza, y durante una larga temporada le diera por usar a cada triqui traque el uniforme de maestrante de Ronda y soñar con el marquesado del Tejo. Al tal marquesado le hizo una corte platónica, arrimándose mucho a los gobernadores civiles cuando lo deseaba de Castilla, y a los obispos cuando lo quería palatino. Este conato de haitianismo se frustró enteramente. Ya llegado a la vejez, el poderío extraordinario, el dominio absoluto que ejercía sobre la provincia y sobre mucha parte de la región gallega don Vicente Sotopeña, habían hecho comprender al señor de Aldao que en nuestra época la importancia social no se funda en pergaminos más o menos rancios. «En el día la política -solía decir él- lo absorbe todo. El que puede repartir con la derecha confites, latigazos con la izquierda, es el verdadero personaje». Esta apreciación había influido bastante en la buena acogida que mereció al papá de Carmiña Aldao la candidatura matrimonial de mi tío. Vio en ella el asidero por donde agarrarse a una puntita del faldón del gran Santo galaico, y satisfacer multitud de míseras ambiciones que guardaba en conserva años hacía y que ya iban avinagrándose; lo de la gran cruz, la despertadora del expediente de una carretera que dormía el sueño de los justos, y no sé qué otras menudencias relacionadas con la Diputación Provincial y la contrata.

Por mucho que descendamos a bucear en ese abismo laberíntico llamado el corazón del hombre, jamás lograremos desentrañar la razón de ciertos sentimientos inconfesables. La envidia, la competencia y la emulación, exigen, al parecer, alguna analogía, y no se comprende que estas malas pasiones se desarrollen cuando no existe la menor paridad entre el envidioso y el envidiado. ¿Ha de envidiar a la Patti una tiple de zarzuela, a la reina una modesta señora de la burguesía? Pues las envidian, no cabe duda; y desde la penumbra en que viven tratan de echar un rayito de luz que compita con el del astro. Así don Román Aldao, caballerete de provincia, poseedor de una renta mediana, se permitía a veces sus pujos de competencia... ¿con quién? con don Vicente Sotopeña, el renombrado político, la lumbrera del aula de Derecho, el famoso Santo, el gran cacique de Galicia, el jurista abrumado de negocios suculentos, el poderoso, el millonario, la influencia universal. ¿Y en qué terreno quería don Román eclipsar a Sotopeña? Pues en el de sus respectivas quintas. Don Vicente poseía en las inmediaciones de Pontevedra una especie de sitio real, descanso de sus fatigas y solaz en sus contados ocios: y cada vez que el señor de Aldao oía hablar de la soberbia villa, de su vega de naranjos, de su bosque de eucaliptos, de sus estatuas de mármol, de su capilla de estalactitas, de su magnífica verja, y de otras mil preciosidades que el Naranjal luce, torcía el gesto, se contraían sus labios con el mohín de la vanidad mortificada, y preguntaba a sus interlocutores: «¿Qué le parece a usted del Tejos? ¿De mi Tejo? Un marino de la escuadra inglesa, entusiasmado, empeñado en fotografiarlo...» etc., etc.

Embellecer su finca, a imitación del Naranjal, era pues la ilusión irrealizable de don Román Aldao. La naturaleza era cómplice de este ensueño, porque además de haber criado aquel Tejo gigante y único, desplegaba en torno de él cuantos hechizos suele desplegar en el rincón de paraíso que se llama las Rías Bajas. El sol, el mar, el cielo, el clima, las playas, la vegetación de comarca tan espléndida, hacían que el Tejo, sin poder compararse al Naranjal en lo que depende de la mano del hombre, fuese un oasis. Puede el arte ostentarse en el campo, pero el mayor atractivo de una quinta pende siempre de la naturaleza. Don Román no lo entendía así. Del campo, no sentía la inefable dulzura y reposo que infunde olvido de la vida social, sino al contrario, la apariencia y el bullicio, las glorias de propietario y anfitrión y sobre todo, el pugilato de vanidad, tan ridícula por su impotencia. Claro está que Aldao no intentaba copiar esplendores como la famosa capilla de estalactitas, tan ensalzada por cronistas y viajeros; pero si en el Naranjal se estrenaba un amplio merendero emparrado de jazmín, pongo por caso, ya estaba don Román ideando un chocolatorio raquítico todo cubierto de madreselva. ¿Que en el Naranjal colocaban estatuas preciosas? Pues el señor de Aldao salía con sus bustos de yeso, sus «cuatro Estaciones» o su grupo de «amorcillos» y me los plantificaba en mitad de un prado o de un espaller. ¿Que en el Naranjal instalaron una estufa caliente, con sus encefalartus, sus gomeros, sus helechos, sus orquídeas? Cátate al señor de Aldao adquiriendo de lance en Pontevedra la mayor cantidad posible de vidrieras de desecho, para armar un invernáculo barato, atestado de las ya insufribles y acartonadas begonias. ¿Que en el Naranjal había mesas y bancos rústicos traídos de Suiza? Pues el señor de Aldao enseñaba al carpintero de su aldea a aserrar por la mitad las piñas y a armar con troncos de pino cada asiento y cada mueble. ¡Y por último... el Tejo!

El primer día de mi estancia en el Tejo vino a comer gente de Pontevedra: Luciano, hijo mayor del señor de Aldao, con su niño, que podría tener entonces cosa de cuatro años de edad, y un diputado provincial llamado Castro Mera, a la sazón el mayor amigote de mi tío, jefe de la fracción que representaba su política en el seno de la Asamblea pontevedresa: porque todo es relativo, y en Pontevedra había los de mi tío, y la política propia de mi tío, gobernada por los rígidos principios que el lector supondrá. Acudió asimismo el director del Teucrense, periodiquito afecto a mi tío entonces, aun cuando seis meses antes le tiraba a codillo; pero para tales cancerberos hay tortas mágicas. Hablose mucho de la consabida política local, tan menuda, que rayaba en microscópica.

El café se tomó en el Tejo. Con este motivo fijé la estación en aquel respetable patriarca de los vegetales, llamado a ejercer alguna influencia en mi destino. El tronco, enorme, rugoso, caprichosamente veteado de musgo y con la corteza, a pesar de los años, viva y sana, soportaba bien el peso de la majestuosa ramazón del gigante de la Ría, según le llamaban en estilo poético los revisteros de Helenes y los corresponsales de diarios madrileños cuando venían a veranear. La manera de crecer y extenderse aquel ramaje, su intenso y obscuro verdor, tenían algo de bíblico y solemne. Era imposible mirar al Tejo sin profunda veneración, como símbolo de la naturaleza exuberante y maternal que había dado de sí tan soberana criatura.

El Océano, enamorado de la gentileza de Galicia, la ciñe amoroso con sus olas, la besa y orla con sus espumas, la rodea, la acaricia, y tiende hacia ella una mano azul ávida de palpar las suaves redondeces de la costa: los dedos de esta mano son las Rías. En las Rías el aire es más puro, más tibio, más fragante; la vegetación más lozana y meridional. Aquel Tejo, rey, de los otros árboles, sólo al borde de una Ría y en terreno fecundado por ella pudo desarrollarse con tal señorío y pujanza. Él era el verdadero monumento de la región. Daba nombre a la quinta; servía de faro a los lancheros y pescadores, cuando dudaban al orientarse hacia San Andrés; desde lo alto de su copa se dominaba la perspectiva, no sólo de los pueblecitos riberanos, sino del grupo de islas, las famosas Casitérides de los antiguos geógrafos, y la extensión ilimitada de un mar casi helénico por su serenidad y belleza. Para construir en el Tejo los tres miradores sobrepuestos que lo adornaban, no se había requerido gran habilidad ni ciencia arquitectónica, bastando con aprovechar la gallarda horizontalidad de sus ramas y construir sobre tan robusto apoyo unas plataformas circulares, que guarnecía alrededor balaustre ligero.

La escalera, de caracol, encontraba natural sostén en el mismo tronco del gigante. La espesura del ramaje era tal, que desde el suelo no se distinguía a los que tomaban café o refrescaban en el segundo piso, ni a los que danzaban en el primero; y quien se encaramase al tercero, necesitaba asomarse al mirador practicado entre las ramas para ser visto. Cada piso tenía su nombre. El primero se llamaba «el salón de baile»; el segundo «el cenador» y el tercero «Bellavista». Y en casa de Aldao se oía a menudo preguntar: «¿Subiste hoy a Bellavista?». «No, me quedé en el salón de baile». A la verdad, el salón de baile -preciso es reconocerlo aunque el señor de Aldao se desazone- no admiraba por su magnitud. Con todo, alcanzaba para que se bailase desahogadamente un rigodón, a los ecos del piano que para estas solemnidades era llevado al jardín. Y no carecía de encanto danzar bajo el toldo verde, entre paredes verdes también, que apenas filtraban la luz solar. El salón retemblaba mucho; semejante ejercicio era bailar y columpiarse.



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