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El recurso a la «persona» del autor es un rasgo característico tanto de la crítica como de la historiografía literaria hasta muy entrado el siglo XX. Es, además, todo un signo de la modernidad que responde tanto a ese culto al «individuo» de herencia romántica suficientemente estudiado por Kris y Kurz, como a la configuración de los estados-nacionales. Sirve para introducir «simpáticamente» los trazos distintivos de una producción literaria «individualizada», para subrayar su estatus en el campo intelectual al cual pertenece o para resolver -en una especie de sintética aleación- el doble problema del valor y de la representatividad social que subyace a la elaboración de todo «Patrimonio»: compendio de héroes militares y civiles de la Nación, protagonistas de la conversión de un territorio geopolítico en una espacio socio-cultural imaginariamente unificado (Anderson). De allí, entonces, que sobre algunas personalidades ejemplares o sobre otras que también lo son, aunque en negativo (los «raros»: atípicos, locos, desviados o criminales), se produzcan toda una serie de (con)fusiones que los convierten en personajes de leyenda. Y de allí, igualmente, que tal elaboración tenga más que ver con «lo que se dice» que con la «existencia de aquel a quien [se] transmite la gloria» (Foucault 182-83). Con respecto a Delmira, la leyenda es evidente. Sin embargo, no es tanto el «en sí» de la misma lo que me interesa destacar con respecto al tratamiento que recibe esta mujer (halos legendarios recubren a casi todos los «grandes» escritores de la época -Herrera y Reissig, José Asunción Silva, Darío...-). Lo significativo reside en la zona en que se inscribe lo legendario: las mujeres que, como Delmira, devienen personaje de leyenda (casi todas las canonizadas, por otra parte), lo hacen en función de lo que tienen de más excepcional: su sexo (demonizado o sublimado, pero siempre en el centro de la discusión)... Una sexualidad fijada escópicamente, además: propuesta para «ser-mirada-idad», para usar la aguda expresión de Laura Mulvey acerca del funcionamiento de la mujer en el cine (10).

 

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Tanto en el segundo tomo de su Historia de la sensibilidad en el Uruguay como en el volumen dos de su Historias de la vida privada en el Uruguay, de posterior publicación, José Pedro Barrán ofrece un exhaustivo panorama del conservadurismo del Montevideo finisecular. En función de él -y de sus contradicciones, claro, de cara al ideario modernizador- es posible imaginar que a una «señorita» de la pequeña burguesía comercial de la ciudad, de origen inmigrante y con aspiraciones de ascenso social, no le sería nada fácil ni frecuentar los ambientes literarios de la época, ni conciliar su «búsqueda» personal con las que le eran «propias»: el matrimonio, la responsabilidad de un hogar acomodado y la maternidad. Por otra parte, sin embargo, el clima es propicio para esa emergencia: como ha sido dicho, pasa por los requerimientos del capitalismo y por el carácter cada vez más complejo del tejido social en cuyo seno funciona, cambios todos que, cuando menos, despiertan en ellas una novedosa posibilidad: ¿cómo no desear una vida distinta a la que hasta ese momento les era destinada? (A propósito de este cambio «favorecedor» para la mujer en el marco del Estado liberal, véase Bolufer; y, específicamente con respecto a la periferia latinoamericana, Muschietti).

 

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Como ha reseñado una larga tradición de crítica feminista (tanto el clásico volumen Una habitación propia de Virginia Woolf como los trabajos más recientes de Celia Amorós, pasando por los muy conocidos «La crítica feminista en el desierto» de Elaine Showalter, La loca del desván. La escritora y la imaginación literaria del siglo XIX de Sandra Gilbert y Susan Gubar o «"La página en blanco" y los problemas de la creatividad femenina» de esta última), el ingreso de las mujeres al espacio público de la cultura cuenta con una larga historia de dificultades. En el caso de las escritoras latinoamericanas de entresiglos -ese momento de constitución de las literaturas nacionales- sin embargo, tal marginación se expresa de otro modo: en una admisión condicionada; o, mejor, en una presencia asumida como inconsecuente. Como observa Beatriz Sarlo, para ese momento «ya es admisible que las mujeres escriban, [aunque] deben hacerlo como mujeres o más bien poniendo de manifiesto que, al escribir, no contradicen la cualidad básica de su sexo. El hombre es cultura, la mujer naturaleza. Las operaciones que el hombre realiza con la cultura (partir, enfrentar a los otros con ismos y tendencias), la mujer las repara: ella no parte sino que conserva; opera en el río de la evolución y no en el torrente de la fractura» (71). Naturalmente, tal labor asignada las excluye de la historia -o, cuando menos, de la literaria- hecha de hazañas trascendentes y de transformaciones significativas. Y, a la vez, las pone a circular de otra manera: a partir del anecdotario que suele aparecer en prólogos, libros escolares e historias de la literatura, estas mujeres se hacen protagonistas de otro tipo de discurso... más «próximo» y de consumo masivo. Un discurso que, además, hace uso de todo aquello que «pueda ser de utilidad» para completar el retrato de su personaje (fotos, textos, anécdotas, datos, chismes).

 

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Recordemos a Baudrillard: «hay una línea directa que, en mi opinión, enlaza a Baudelaire con Warhol bajo el signo de la mercancía absoluta [...] El arte, enfrentado al reto moderno de la mercancía, no debe buscar su salvación en una negación crítica, ni en el rescate de sus propios valores, lo cual daría como resultado el arte por el arte, que ya conocemos, es decir, una especie de espejo invertido de la condición capitalista. Por el contrario, el arte debe abundar en el sentido de la abstracción formal y fetichizada de la mercancía [...] y volverse más mercancía que la mercancía -ir pues más lejos aún en lo que respecta al valor de cambio y así escapar de él radicalizándolo-. Este es el principio de toda estrategia. Se trata entonces de una ofensiva, no de una estrategia defensiva de la modernidad, nostálgica, melancólica, que sueña con el estatus del arte clásico, sino, por el contrario, de una estrategia para acelerar el movimiento, precipitarlo -yo lo llamaría una estrategia fatal del valor estético-. El objeto absoluto [...] es, en este caso, aquel cuyo valor es nulo (ya no hay valor) y cuya cualidad es indiferente, pero que escapa de la alienación objetiva al hacerse más objeto que el objeto [...] Esto es lo que da una cualidad fatal» (52-53). Más allá del grado de conciencia que podamos identificar en Delmira, algo de esta opción se verifica en su propia trayectoria: del magazine de actualidades a las crónicas rojas, en cuerpo-con-texto más o menos irónicamente teatralizado en función de los estereotipos -contradictorios, sin duda- que los tiempos modernos parecen demandarle. Algo de esa posición que, como afirma David Zambrano en un artículo poco atendido por estudios posteriores, la coloca junto a Herrera y Reissig como «Presencia de Baudelaire en la poesía hispanoamericana» (217 y ss.). Y que ya apuntaba Sylvia Molloy en su muy citada lectura sobre el característico amaneramiento de Delmira («Dos lecturas») -anuncio, quizá, de posteriores reflexiones de esta latinoamericanista sobre la pose y el exhibicionismo en el Fin-de-Siglo («Políticas» y «Diagnósticos»)-.