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Una nota sobre la fortuna de Guillén de Castro: secuencias de «La fuerza de la costumbre» en «La batalla de Pavía» de Cristóbal de Monroy y Silva

Fausta Antonucci





A la memoria de Amelia García-Valdecasas

Una historia completa de la fortuna y de la recepción del teatro de Guillén de Castro todavía debe escribirse, y espero que alguien se decida algún día a colmar esta laguna porque estoy convencida de que tal estudio nos depararía datos interesantísimos. Quizás nos revele, entre otras cosas, la amplitud y la profundidad de la estela dramática de este poeta valenciano contemporáneo de Lope de Vega, que a menudo se ve relegado entre los dramaturgos de segunda fila, bajo la presión aplastante de la tríada Lope-Tirso-Calderón. Una amplitud y una profundidad que quedan por medir, más allá de la conocida deuda de Le Cid de Corneille hacia Las mocedades del Cid del valenciano. Casi totalmente inexplorado resulta el circuito de relaciones entre Guillén de Castro e Italia: el valenciano se inspiró sin duda en el teatro italiano del XVI para algunos temas y planteamientos de su propio teatro1, pero luego los dramaturgos italianos del XVII que traducen o adaptan el teatro español contemporáneo también echan mano de temas y planteamientos típicamente guillenianos, que quizás sean eco directo de su teatro, como tuve ocasión de sospechar cuando estudiaba el Don Gastone di Moncada de Cicognini2. Y no me consta que existan estudios de conjunto acerca de las refundiciones o reelaboraciones españolas de obras del dramaturgo valenciano. También aquí no faltaría material: desde No hay cosa como callar (1635) de Calderón, que reelabora el tema de la novela ejemplar cervantina La fuerza de la sangre, que Guillén fue el primero en llevar a las tablas3; pasando por Progne y Filomena de Rojas Zorrilla, reescritura de un mito ya dramatizado por Guillén de Castro4; hasta Lo que puede la crianza, refundición de La fuerza de la costumbre guilleniana por obra de Francisco de Villegas5.

Pues bien, precisamente La fuerza de la costumbre es una de mis preferidas entre las comedias del dramaturgo valenciano. Comparto por completo la opinión de Melveena McKendrick, que define esta obra como «one of the most charming comedies the siglo de oro produced»6. Secuencias enteras de La fuerza de la costumbre se han quedado grabadas en mi memoria; por esto el reconocimiento fue tan inmediato cuando, al leer La batalla de Pavía y prisión del rey Francisco, de Cristóbal de Monroy y Silva, recientemente editada por Paolo Pintacuda7, me di cuenta de que muchas de las secuencias de esta obra protagonizadas por el personaje de Lisarda estaban en deuda con la comedia de Guillén de Castro8. Las páginas que siguen quieren ser por tanto una breve y parcial aportación a esa historia, todavía por escribir, de la fortuna de Guillén de Castro entre los dramaturgos posteriores.



La batalla de Pavía es una de las comedias más conocidas de Cristóbal de Monroy y Silva (1612-1649), dramaturgo sevillano de segunda fila bastante aficionado a reelaborar temas ya utilizados por otros dramaturgos: destaca, entre sus obras inspiradas en comedias anteriores, la refundición de Fuenteovejuna, pero también recordamos El caballero dama, reelaboración de El Aquiles de Tirso de Molina, y La sirena del Jordán, que refunde El lucero eclipsado de Sebastián Francisco de Medrano9. La misma Batalla de Pavía tiene un antecedente en El cerco de Pavía y prisión del rey de Francia, del valenciano Francisco Agustín Tárrega, compuesta probablemente entre 1596 y 1601, aunque, como afirma Pintacuda, en este caso la relación entre las dos comedias no va más allá del hecho de compartir ambas un mismo tema histórico10. En ambas obras existe una intriga secundaria, centrada en Tárrega alrededor de los amores entre Casandra y Cisneros, soldado español, mientras que en Monroy se centra en el personaje de Lisarda, mujer varonil que rechaza su identidad femenina. El hecho de que las secuencias protagonizadas por este personaje procedan, en buena medida, de La fuerza de la costumbre, por un lado nos confirma la afición «refundidora» de Monroy y Silva, por otro es un indicio de que la memoria de las obras de Guillén de Castro sigue viva en España aun mucho tiempo después de su probable estreno, pues entre diez y veinte años separan las dos comedias: Monroy escribe La batalla de Pavia después de 1632-33 y antes de 1649, año de su muerte, mientras que la fecha probable de composición de La fuerza de la costumbre se coloca entre 1610 y 162011.

No podemos hablar en este caso de una verdadera refundición, ya que Monroy sólo utiliza, como hemos dicho, algunas secuencias de la comedia de Guillén de Castro; nos conviene entonces servirnos de términos críticos actuales, y hablar más bien de un caso de intertextualidad, que conlleva una transcodificación de género12. La fuerza de la costumbre es una comedia urbana, que se desarrolla en Madrid e incluye lances típicos del género de capa y espada, como amores y celos entre dos parejas de enamorados, y duelos callejeros, culminados en el consabido final feliz matrimonial. La batalla de Pavía es una comedia «heroica», como la llamaría Pellicer, o «historial», como la llamaría Bances Candamo13, ambientada entre Italia y España, que requiere en muchos cuadros una puesta en escena bastante efectista, con escenas de batalla, torneos, banquetes, ruidos y cantos, muy del gusto del público, lo cual sin duda favoreció la fortuna de la obra hasta bien entrado el siglo XVIII14.

De hecho, el personaje guilleniano de Hipólita, la protagonista de La fuerza de la costumbre, se prestaba bastante bien al cambio de género propiciado por el préstamo intertextual: el dramaturgo nos la presenta como una típica mujer varonil, criada en Flandes y entre batallas por su padre, que nace como personaje para el enredo en el momento de su vuelta a Madrid, cuando sus padres exigen de ella que deje la espada y el vestido de varón, y se incorpore al estrado materno. Tras un periodo de rechazo a la transformación impuesta, Hipólita llega a aceptar su identidad femenina gracias al amor. En su caso, el proceso de enamoramiento no prevé, como en la mayoría de las comedias de capa y espada, un simple intercambio de miradas y coloquios más o menos prohibidos, sino que incluye la relación sexual; sólo el contacto físico, que sigue a un desafío y un duelo con el amante, es capaz de hacer sentir a Hipólita su naturaleza de mujer, infundiéndole sumisión hacia el varón, y ese miedo y ese temor que se consideraban típicamente femeninos y que ella, antes, era incapaz de experimentar. Ella misma cuenta en un hermoso romance esta transformación, y el encuentro sexual que la ha propiciado, en una escena del III acto protagonizada por ella y por su madre Constanza. El verso, la situación, el hecho de que el destinatario del cuento e interlocutor sea la madre, recuerdan el romance viejo «Esa guirnalda de rosas», en el que una hija cuenta a la madre sus amores con un caballero. «Echóme en cama de rosas / en la cual nunca fui echada, / hízome no sé qué hizo / que d'él vengo enamorada. / Traigo, madre, la camisa / de sangre toda manchada»15; ecos eufemizados de esta alusión a la pérdida de la virginidad se escuchan en las palabras de Hipólita: «Resbalé / y dando traspiés, caí / de mi enemigo a los pies. / Y aun esto no fuera nada, / pero después de caer, / hizo, ¡ay madre!, cierta cosa, / que nunca la imaginé. / Revolvióme toda el alma, / y mudóme todo el ser»16.

En resumidas cuentas, en el personaje de Hipólita, protagonista de una comedia a la que podemos clasificar como de capa y espada, se perciben ecos de otras y distintas tradiciones genéricas. A parte de ser su personaje, en conjunto, muy diferente de la típica dama de comedia de capa y espada, su carácter de mujer varonil y guerrera recuerda otros géneros dramáticos en los que este tipo es sin duda más frecuente que en la comedia urbana: tragedias, comedias palatinas y palaciegas, dramas de tema histórico, mitológico y caballeresco...17. Monroy, pues, al desgajar algunas secuencias protagonizadas por la Hipólita guilleniana para construir a la Lisarda de La batalla de Pavía, supo ver el carácter transgenérico de este personaje y devolverlo, por así decir, a sus orígenes; aunque, como veremos, a precio de cambios muy profundos que van más allá del parecido superficial de las situaciones.



En La batalla de Pavía Lisarda aparece muy pronto, en el v. 273 del I acto, acompañada por el soldado Lobón que desempeña las funciones de gracioso. Su importancia como personaje de la obra se intuye desde su primera aparición, por el hecho de salir al tablado inaugurando un nuevo cuadro (cambian totalmente los actores en escena) y una nueva macrosecuencia (cambia la forma métrica, de romance a redondillas). También su caracterización como mujer varonil es inmediata: se presenta vestida «de soldado muy bizarro», disputando con Lobón por el derecho a asaltar y capturar una espía francesa; el eje de esta disputa es el aspecto afeminado de Lisarda/Lisardo, lo que da pie a una serie de alusiones groseras de Lobón, que define a su contrincante como «capón», «ahembrado», «por raído de barbas, desvergonzado» (vv. 277-296). La insistencia del gracioso en comentar maliciosa y negativamente la ausencia de barbas en la cara del pretendido Lisardo, nos recuerda los comentarios análogos del lacayo Caramanchel cuando doña Juana/don Gil pretende contratarle como criado, en Don Gil de las calzas verdes (1615) de Tirso de Molina18; y Tirso, como sabemos, es otro dramaturgo del que Monroy suele inspirarse para sus reelaboraciones19. De hecho, el disfraz inicial de Lisarda recuerda más a heroínas como, entre muchas, la citada doña Juana de Tirso, que a la doña Hipólita guilleniana, cuya identidad femenina nadie ignora desde el comienzo, aunque aparezca en escena «en hábito de hombre».

De todas formas el equívoco acerca del ser de Lisarda se desvanece pronto, en el diálogo entre padre e hija que constituye la parte central de la macrosecuencia sucesiva, en romance. Luego, habiendo escuchado Lobón la revelación de la identidad de Lisarda, ella se ve obligada a contarle toda su historia, que en muchos puntos coincide con la historia de Hipólita y de su padre en La fuerza de la costumbre: la de una niña que sigue a su padre en el destierro y, criándose con él en la guerra, aprende a pelear como un hombre. Unas diferencias sin embargo existen, y son importantísimas: en la comedia de Guillén de Castro don Pedro, el padre de Hipólita, vuelve para reunirse con su esposa Costanza. Existe por tanto la figura de la madre, y existe la figura del hermano, don Félix, especular a doña Hipólita pues, si ésta se ha criado como varón, él se ha criado como mujer, pegado a las faldas de su madre. El enredo de la comedia lo constituye por tanto la doble trayectoria de los dos hermanos hacia la conquista de una identidad sexual que corresponda a su naturaleza biológica. En esta trayectoria, Hipólita se relaciona con la madre, más que con el padre; esto no quita que la actitud paterna sea indulgente para con la hija. En el primer encuentro con doña Costanza, al presentarle a la hija que ella no conoce, el orgullo por el valor de Hipólita prevalece en las palabras de don Pedro sobre el reproche por sus actitudes varoniles20:


Crióse en la guerra y vio
vencer, herir y matar,
y agora puede enseñar
lo que entonces aprendió.
Asiéntale un coselete
como si el Cid se le armara;
juega una pica y dispara
un arcabuz y un mosquete.
Pues pelea, yo lo fío,
y como yo se aventura,
si no con tan gran cordura,
a lo menos con más brío;
y cáusale pesadumbre
verse, en efeto, mujer.
Milagros que suele hacer
la fuerza de la costumbre.


(p. 42b)                


Hay que decir que esta actitud de don Pedro resulta mucho más verosímil que la del capitán don Diego de Ávila, padre de Lisarda en La batalla de Pavía, que se maravilla y escandaliza del comportamiento varonil de la hija, como si no la conociera y no la hubiera criado él en la guerra. En toda la comedia, don Diego actúa en relación con Lisarda como un verdadero antagonista, criticándola, reprochándole sus actitudes, revelando luego al Emperador su identidad femenina, que ella quería encubrir21; y un doble de don Diego en este sentido es el Emperador mismo, que, repitiendo las funciones paternas en grado más alto y simbólico, obliga a Lisarda, primero a hacerse dama de compañía de la Infanta, luego a casarse con Carlos de Lannoy no obstante la negativa explícita de la interesada. Paralelamente, la actitud de Lisarda es mucho más áspera y rebelde, y sus desplantes varoniles mucho más acentuados que los de la Hipólita guilleniana, en quien la sumisión espontánea a la voluntad de sus padres lucha con las inclinaciones de la costumbre. Esta es otra diferencia fundamental entre los dos personajes: en la comedia guilleniana la naturaleza de los protagonistas (es decir, su identidad sexual biológica) prevalecerá al final sobre la costumbre (es decir, su identidad sexual adquirida)22; en la comedia de Monroy, en cambio, la varonilidad de Lisarda no aparece como fruto de la costumbre sino como dato de naturaleza, aunque se trate de una naturaleza interior que, en cuanto tal, los demás no reconocen. Significativas en este sentido son algunas réplicas de Lisarda que insisten en la oposición entre ser (varonil)/parecer (femenino): «Yo tengo barbas, Lobón, / mejores y más honradas. [...] En el corazón» (vv. 321-324); «Si conmigo / la naturaleza avara / anduvo, ¿qué culpa tiene / el valor que me acompaña? / El alma y el corazón / tengo de varón» (vv. 587-592). Consecuentemente, mientras que el personaje de Hipólita se ve sometido a una evolución en el transcurso del enredo, el personaje de Lisarda no cambia en nada, llegando a decir, cuando se ve obligada a casarse por el Emperador: «obedezco como esclava / tuya, mas, César invicto, / ¿quién es marido de quién?»; lo cual subraya una vez más la identidad masculina que Lisarda siente como propia.



La trayectoria, básicamente distinta, de los dos personajes de Hipólita y Lisarda, se construye sin embargo con unas mismas situaciones. En primer lugar, está lo que llamaría el «cuento de los orígenes», en ambas comedias, como buen cuento, en romance: los antecedentes que determinaron un hecho tan desacostumbrado como el que una niña se criara lejos de su madre, junto con el padre soldado. Hasta la asonancia (en á-a) Monroy la retoma de Guillén de Castro, junto con otros detalles: los amores secretos de los padres, el nacimiento de una niña, el descubrimiento de estos amores por el hermano de la mujer, la catástrofe, la huida del joven amante al extranjero. El segmento de la catástrofe es sin embargo muy distinto; mientras que en Guillén el joven enamorado mata al hermano de su amada, en Monroy es el hermano quien, ante la huida del amante, decide matar a su hermana. Con lo cual se elimina, entre otras cosas, esa figura materna que, como sabemos, es tan poco presente en el teatro áureo aunque todavía bastante frecuente en el de Guillén de Castro23.

Todas las demás situaciones de La batalla de Pavía que remiten a La fuerza de la costumbre empiezan a partir del momento en que Lisarda se ve obligada a dejar sus vestidos de soldado para hacerse dama de compañía de la Infanta, y se concentran en el II acto. El pasaje al vestido de mujer, en ella como ya en Hipólita, determina un rechazo que se expresa en unas secuencias de fuerte componente cómico; más redondeadas y cuidadas las de La fuerza de la costumbre, más rápidas las de La batalla de Pavía.

Vestirse de mujer quiere decir en primer lugar abandonar ese instrumento varonil por excelencia que es la espada: cuando Hipólita, ya de dama, quiere tomarla de las manos del criado para volver a ponérsela, el padre la ataja diciéndole «Paciencia, que eres mujer, / y al lado quiero ponella / de tu hermano» (p. 46a); también es el padre de Lisarda quien la obliga a dejar espada y daga para ponerse el vestido que le ha regalado la Infanta. En ambas secuencias aparece la oposición tópica entre espada (varonil) y rueca (femenina); aunque en La fuerza de la costumbre Hipólita le dedica todo un largo adiós (40 vv.) a su espada, en décimas como se conviene a las quejas, que falta en La batalla de Pavía.

El elemento más problemático del vestido de mujer son los chapines, zapatos con alta suela de corcho: en su primera salida al tablado la protagonista guilleniana «Tropieza con los chapines, y arrójalos», mientras que Lisarda «Póneselos, y cae andando con ellos». Ambas relacionan la ligereza de la mujer y su fragilidad con la inestabilidad de su calzado:


Sobre cosa tan ligera
¿cómo irá seguro el seso?
¿Cómo puede una mujer,
destos corchos sostenida
viéndose toda la vida
ir cayendo, no caer?


(Fuerza de la costumbre, p. 45b)                



¿Qué consistencia
ha de tener edificio
que se rige y se sustenta
sobre cimientos de corcho?


(Batalla de Pavía, vv. 1580-1583)                


Luego tratan de volver a ponérselos, y, acostumbradas como están al vestuario masculino, levantan las piernas de forma excesiva atrayéndose reconvenciones y aleccionamientos acerca de las implicaciones sexuales de pierna y pie en la mujer:

COST.:
¿Con tan gran descompostura
el pie y pierna has descubierto?
HIP.:
Si no los cubrí jamás,
y ha veinte años que nací,
¿por qué me culpas que aquí
los descubra?
COST.:
Buena estás.
HIP.:
Cuando no puedo...
COST.:
¿No ves...
GAL.:
(En vano otra vez se ensaya.)
COST.:
...que debajo de la saya
son más lascivos los pies?

(Fuerza de la costumbre, p. 48a)                


CAP.:
¿Las piernas descubres?
LIS.:
Pues
¿cuántos me han visto las piernas
en Italia y en España?
Mándame también que sea
melindrosa.
CAP.:
Sí, Lisarda,
que siempre lo que se niega
y se oculta de los ojos
se apetece con más fuerza.

(Batalla de Pavía, vv. 1585-1592)                


Al tener que ponerse el manto, se lo ponen como si fuese una capa: «¿Como ferreruelo el manto, / Hipólita?», le pregunta en tono de reproche Costanza a su hija en La fuerza de la costumbre (p. 51a); y Lisarda en La batalla de Pavía «Pónese el manto terciado como capa», riñéndole enseguida el padre: «No de esa suerte» (v. 1604). Cuando suena en las cercanías ruido de alguna pendencia, las dos no vacilan en arrojar las prendas femeninas y recobrar la espada para participar activamente en la riña: Hipólita le arranca la espada a su hermano, dejándole los chapines (simbólico intercambio de prendas)24, mientras que Lisarda le toma la espada a Lobón, y, después de la pelea, «sale con un chapín puesto y otro quitado», arrojando el segundo chapín fuera del tablado (vv. 1608 y sgg.), en esa actitud violenta y despectiva tan propia del personaje de Monroy y tan distinta de la de la protagonista de Guillén.



En el II acto de La fuerza de la costumbre el personaje de Hipólita se redondea más, oscilando entre costumbres masculinas (intenta enseñarle a su hermano el arte de la esgrima, declara que no sabe sujetarse a estar sentada bordando...) y nacientes inclinaciones femeninas (se siente atraída por don Luis, aunque todavía le parece que lo admira por su habilidad de esgrimidor). Nada parecido vemos en la Lisarda de La batalla de Pavía, que en el III acto se ve enfrentada con la admiración de dos pretendientes, el duque del Infantado y el virrey de Nápoles Carlos de Lannoy, a los que rechaza con enfado sin manifestar preferencias hacia ninguno de los dos. Como hemos venido diciendo, Lisarda es un personaje que sigue igual a sí mismo desde el comienzo hacía el final de la comedía, al revés de Hipólita. Esta es un personaje con una psicología, Lisarda es más bien un tipo, que se acerca, en su función y caracterización, al gracioso con el que forma pareja a lo largo de toda la obra: siempre igual y previsible en sus reacciones, muy poco funcional a la intriga, sirve más bien para animar la comicidad (en resumidas cuentas de tipo entremesil) de una comedia cuya intriga principal es decididamente seria, heroica.

Para cerrar estas breves notas, quiero señalar algunos indicios (simples sugerencias que requerirían una exploración ulterior y más detenida) que apuntan a una trama de referencias intertextuales todavía más densa de la que he podido demostrar en estas páginas. El episodio del I acto de La batalla de Pavía, en el que Lisarda salva la vida al virrey de Nápoles Carlos de Lannoy, quizás pueda ser un eco intertextual preciso de El cerco de Pavía de Tárrega, donde Casandra, en la ocasión vestida de hombre para disfrazarse entre los soldados, aparece llevando en brazos a su amante Cisneros que se ha desmayado en la batalla25. Es cierto que Casandra, en realidad, nunca reniega de su identidad femenina, antes bien, lo que la lleva a disfrazarse de varón es precisamente el deseo de seguir a su enamorado en la guerra. A su vez, La fuerza de la costumbre, al menos en el título, parecería recordar La fuerza del interés, comedia de un compatriota de Guillén de Castro, Gaspar de Aguilar26. En esta comedia vemos a una mujer, Emilia, que se niega tajantemente y con mucha soberbia al amor, para verse humillada luego de forma muy cruel: acabará enamorándose de un hombre que, en realidad, es el criado de uno de sus pretendientes rechazados, y que, después de haber gozado su amor, la vende a su amo por una consistente suma de dinero. Aun sin conjeturar una relación intertextual efectiva entre las dos comedias, sino sólo una forma de eco o de recuerdo, es evidente que Guillén de Castro es más compasivo hacia su protagonista, castigándola de forma más dulce, aunque el objetivo sea el mismo: la sumisión de la mujer al varón y su aceptación del papel que le asignan la naturaleza y, diremos nosotros, la cultura de la época.

También podremos apreciar, dado un mismo tema (el de la mujer esquiva, soberbia y reacia al amor, que se ve castigada por alguna forma de contrappasso) la distancia que media entre los planteamientos de una constelación de obras que comprende, no sólo las ya citadas de Aguilar y Guillén, sino algunas entre las mejores y más complejas comedias áureas: pienso en Los melindres de Belisa, El perro del hortelano y La moza de cántaro de Lope de Vega, o en El vergonzoso en Palacio de Tirso de Molina... Sobre este telón de fondo resaltará aún más la rigidez y tipización de la Lisarda de Monroy, frecuente por lo demás en los protagonistas de reelaboraciones y refundiciones tardías y de segunda calidad27. Señal inequívoca, ésta, de un cambio de actitud que afecta la casi totalidad de la producción teatral áurea al declinar la primera mitad del siglo XVII: se pasa entonces de una fase en la que la reelaboración intertextual se aliaba a la creatividad y la innovación, y en la que se seguían creando nuevos personajes, algunos inolvidables aun dentro de su relativo esquematismo (la Belisa, la Diana, la doña María de Lope, la Magdalena y la Serafina de Tirso, por quedar en el ámbito del tema de la mujer esquiva...), a una fase en la que la reelaboración intertextual sigue otros caminos, llegando a ser poco más que una combinatoria de secuencias y citas, en la que ya no hay verdadera creación de personajes nuevos sino utilización de tipos a los que les falta complejidad y espesor dramático28.





 
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