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Venteando la novela

Pedro Ruiz Pérez


Universidad de Córdoba



La singularidad de la pieza narrativa conocida como El coloquio de los perros comienza por el hecho mismo de que tal título es inexistente en el volumen de las Novelas ejemplares. En conjunto la conversación entre Cipión y Berganza explota el lugar otorgado en la dispositio editorial para volver a llamar la atención sobre la naturaleza misma de lo contenido en el volumen de 1613, como recopilación de piezas sueltas o articulación de un discurso unitario, circunstancia en que ni siquiera los distintos paratextos iniciales coinciden1. A partir de su problemático engarce con el relato precedente y sus paralelismos en estructura narrativa (son dos diálogos en que un amigo cuenta a otro una peripecia vital o el conjunto de sus andanzas), el texto que remata las Ejemplares hace restallar en la percepción del lector su extraordinario protagonismo animal, como si el autor quisiera mantener en el seno de un conjunto de narraciones de novedoso «realismo» un eco de las aparentemente superadas fábulas precedentes.

Desde una determinada perspectiva de la «novela moderna», apoyada sobre el canon decimonónico, la pieza ofrece una distancia aparentemente insalvable con el modelo novelesco, por su falta de autonomía, su carácter más mimético que diegético y, en última instancia, por su ausencia de realismo, al menos en un determinado sentido. No obstante, si bien se examina, el texto canino se presenta en su esencia última como el más cercano a la modernidad (y aun postmodernidad) narrativa, al situar toda su problemática, tanto semántica como formal, en los límites de la verosimilitud, explorando y explotando las borrosas fronteras entre verdad y ficción, entre moralidad y entretenimiento, entre materia del relato y formas de narrar. Abordar los problemas de la novela, sobre todo en el marco de un «coloquio» (permítase subrayar la ironía) centrado en los problemas de la construcción y la desconstrucción narrativas, pone en evidencia la dualidad de perspectivas posibles en el tratamiento de las cuestiones de la literatura. Es legítima y, sin duda, fructífera la mirada desde las posiciones, conocimientos, valores y prejuicios del lector actual, verdadera piedra de toque de la vigencia estética de un texto, pero no es menos legítima ni, en determinadas circunstancias, puede ser prescindible la perspectiva histórica, es decir, no la mirada desde lo que ha venido después, sino situando el texto en el horizonte en el que originalmente se inscribe y que, en el caso de Cervantes, es el de los albores de lo que podemos llamar «invención de la novela»2, donde nuestro autor se sitúa como un auténtico perro ventor, para olfatear y, sobre todo, levantar la pieza del género característico de la modernidad3.




Sustituciones

Comencemos esta aproximación crítica al texto y a su horizonte contextual por donde hay que hacerlo: por el título de la obra, esto es, por el rótulo editorial que precede al que simplificamos como Coloquio de los perros, y que es en realidad el epígrafe, que encabeza el manuscrito que el alférez Campuzano entrega al licenciado Peralta en la conclusión (provisional) de la Novela del casamiento engañoso. Es más, si atendemos al desarrollo del relato inicial, el que engloba la conversación de los canes y en el que figura como transcripción y parte del diálogo marco, lo mismo que si consideramos la presentación tipográfica, los datos apuntan más a una inserción que a una yuxtaposición. En cuanto a las marcas formales, ningún elemento de la mise en page distinto al propio rótulo (que es el del manuscrito ofrecido) aparece para separar los dos diálogos; es cierto que ya en la segunda edición, ofrecida un año después por los mismos protagonistas editoriales (librero e impresor) y con una portada casi a plana y renglón de la inicial, los elementos de ornamentación o dispositio gráfica se han reducido, como corresponde a una reedición apoyada en el éxito de la entrega anterior, donde se suman a las garantías de aceptación las prisas y la voluntad de abaratar costes, y así sólo una línea separa el final de una novela del título de la siguiente, y eso únicamente en el caso de que éste último continúe en la misma página; pues bien, en el folio 205 vuelto comienza la reproducción del manuscrito de Campuzano sin que ninguna marca tipográfica separe las dos líneas de texto de la Novela del casamiento engañoso con que se inicia el folio del epígrafe introductorio. La decisión era, si cabe, aún más acentuada en la editio princeps, pues en ella, con función de reclamo de una primera presentación en el mercado, una orla editorial precede a cada una de las novelitas de la colección, con independencia de que iniciaran página o de que continuaran en la misma que concluía el relato precedente, aunque se aprecia una tendencia a hacer coincidir el arranque de cada novela con el del folio, incluso con predominio de los folios rectos; sin embargo, lo que corresponde a la conversación de los perros se inicia a mitad del vuelto de un folio, continuando el texto específico del Casamiento y sin que ninguna orla introduzca separación4.

El procedimiento parecería apuntar a una voluntad de introducir al lector en el mundo de la nueva pieza con una conciencia de continuidad respecto a la anterior, pero es precisamente el contenido mismo del epígrafe el que plantea la sensación contraria, comenzando por el cambio tipográfico motivado por la extensión del rótulo en relación a los aparecidos en las páginas anteriores; sin distinción entre las dos ediciones costeadas por Francisco de Robles lo que introduce el diálogo canino es este marbete: «Novela, y colo / quio, que passò entre Cipion, y Ver- / gança, perros del Hospital de la Resurec- / cion, que està en la ciudad de Valladolid, / fuera de la puerta del Campo, a quien / comunmente llaman los perros / de Mahudes». Como se aprecia en una lectura conjunta del volumen, el modelo de título se separa de manera apreciable de la síntesis habitual y de la recurrencia del término «NOVELA» ocupando toda la línea inicial, que en este caso acoge (si bien truncada) la bimembración «novela-coloquio». En definitiva, más que a una yuxtaposición o cópula, los indicios apuntan a una relación de distancia y de subordinación, aunque, como veremos más adelante, en directa tensión con los paralelismos estructurales planteados por los dos relatos o partes del relato.

Pero vayamos a los elementos del título, tan distintos de la abreviación con que habitualmente designamos la pieza. La inclusión de los nombres propios, Cipión y Berganza, no sólo introduce respecto al común «perros» una singularidad en vías de verosimilitud, sino que despierta en el lector los ecos de una rotulación habitual en la narrativa idealista, plagada en sus distintos subgéneros de parejas protagonistas, en particular los amantes de los tratados sentimentales y los relatos de aventuras peregrinas. Los ejemplos, por su abundancia, serían innecesarios, pero valga citar a Paris y Viana, Flores y Blancaflor, Arnalte y Lucenda, Grisel y Mirabella, Grimalte y Gradissa, Teágenes y Cariclea, Clareo y Florisea o Persiles y Sigismunda. Al mismo reclamo aparecen convocados abundantes y representativos diálogos humanistas, en este caso sostenidos por parejas de interlocutores masculinos presentes en el incipit característico, extendido y reconocido al margen de su circunscripción a los circuitos manuscritos o aun de la clandestinidad, como ocurre con los diálogos de Alfonso de Valdés, el de Mercurio y Carón o el de Lactancio y el Arcediano, conocidos, como tantos otros, por su dual protagonismo5. Y no hay que olvidar, porque no lo haría un lector del volumen de 1613, que unas decenas de páginas antes de la conversación entre los dos perros Cervantes había ofrecido la Novela de Rinconete y Cortadillo, con tantas similitudes estructurales (genéricas, podríamos decir) con la que nos ocupa.

Su peculiaridad estriba, no lo olvidemos, en la naturaleza de «perros» con que los interlocutores se presentan, en evidente paradoja, desde el rótulo mismo del cartapacio. Como los nombres propios, un par de rasgos caracterizan y singularizan a los dos perros en su naturaleza animal: su vinculación al Hospital de la Resurrección y su pertenencia a Mahúdes, si bien deberíamos decir que ambas marcas son más connotativas que denotativas. Aunque apuntan a singularizarlos (como la onomástica), ambos rasgos se presentan sobre todo como un elemento de anclaje con la realidad en medio del ambiente onírico y fantástico en que se mueve el relato; lo que ocurre es que estos datos de «verismo» tienen funciones muy dispares y son rápidamente desmentidos o, al menos, puestos en contradicción. La relación con Mahúdes sólo tiene una referencia en el texto, en el encuentro entre los dos perros, y, al margen de indicar un nuevo amo en la serie de los de Berganza, no parece ofrecer ningún significado, si no es el de poner a los perros con el hospital, elemento de conexión con el narrador Campuzano y marco de gran carga simbólica, tanto para el alférez como para los perros, pues los tres personajes asumen en relación con su estancia en él una metamorfosis esencial, que les lleva de la acción a la palabra, de su condición de actores a la de narradores, como si, al hilo de la advocación de la institución religioso-sanitaria, vivieran la muerte del ser antiguo, limitado por la carne, y un nacimiento a una nueva vida, marcada por el uso de la palabra, pero también el abandono de la soledad para el encuentro con un interlocutor, quizá un amigo. Pero la neutralización, nuevo vínculo entre lo que podríamos distinguir como dos novelas distintas (a ello, desde luego, autoriza el uso del término en el epígrafe), no debe poner en el olvido que quienes ahora hablan, tras la confesión autobiográfica del alférez, son dos animales, esto es, una contradicción con la verdad y un claro reto a la verosimilitud narrativa, si no es que el lector encuentra asideros en los precedentes del género.

Pero también cuenta para esta operación con apoyos internos en el relato, comenzando por los elementos de conexión con el conjunto de piezas narrativas del volumen a partir de lo señalado en su título, con los elementos de semejanza y de distinción. A lo primero apunta la repetición de la denominación «novela» encabezando el título; lo segundo queda destacado por la adición de «coloquio»6, que parece sustentar la singularidad en la conexión con una de las tradiciones genéricas, la del diálogo renacentista, apuntada al hilo de lo evocado por la dualidad nominal de la rotulación y el protagonismo de unos personajes en interlocución directa ante la ocultación del narrador. El fenómeno se trasluce en la dualidad de designaciones genéricas, y ésta se hace problemática a partir de la ambigua relación establecida entre ella por la conjunción «y»: ¿se trata de una relación de adición o de identidad? Si es lo primero, deberíamos determinar cuál es la naturaleza de cada una de las dos realidades, qué elementos son los que las oponen y cuál es la relación que mantienen entre ellas, si de mera yuxtaposición o de inclusión; y, en ese caso, cuál es el continente y cuál el contenido. La disyuntiva apunta en una nueva ambivalencia la posibilidad de su esclarecimiento. Es «Novela y coloquio que pasó...»; es decir, o que sucedió (como una acción novelesca) o que se desarrolló (como una conversación), pero en este caso la sintaxis contribuye al esclarecimiento y, de paso, ilumina la dicotomía anterior: «pasó entre Cipión y Berganza» elimina la posibilidad de una acción ocurrida entre ambos y remite directamente a «coloquio entre dos interlocutores». La lectura propone una relación entre lo novelístico y lo dialéctico que no se limita a la de una simple coincidencia copulativa, sino que se acerca más bien a los límites de la identidad, lo que no se encuentra muy alejado de la propia práctica narrativa de Cervantes, quien otorga una dimensión nueva a su relato del caballero a partir del descubrimiento de las posibilidades del diálogo con Sancho en todas sus dimensiones.

Quedaría por ver algo sobre las razones del cambio en la titulación con que el texto es conocido, prescindiendo de los juegos literarios y las referencias incluidas en la original, comenzando por la omisión de la palabra «novela», coincidente en todas las demás piezas de la serie editorial. La simplificación elude la referencia al nombre de los dos protagonistas porque, si bien aparecían en el texto primigenio, su relieve sesgaría en exceso la lectura del texto hacia uno de sus modelos, mostrando mayor eficacia, junto a la omisión del resto de elementos circunstanciales, la reducción al nombre común. Al colocarlo en el título popularizado junto a «coloquio», el resultado se convierte en un oxímoron, se presenta como una paradoja que introduce un nuevo matiz y una nueva tradición (los del encomio paradójico al modo erasmiano), al tiempo que regulariza las relaciones con las novelas precedentes, donde abundan las rotulaciones para resaltar las contradicciones sobre las que se construye el texto: «la española inglesa», «la ilustre fregona», pero también «el amante liberal», «el licenciado Vidriera» y «el casamiento engañoso». También coincide con casi todas ellas en un rasgo prosódico, pero de no menos valor significativo y pragmático: el de constituir un octosílabo, molde de particular arraigo en el oído del público, como perfectamente supo explotar Lope de Vega en la titulación de sus comedias7. Por esta vía el Coloquio resalta su estrecha relación con el conjunto al que sirve de cierre, pero planteando por debajo de su singularidad unos correlatos si cabe más eficaces.

A partir del juego con la titulación, la original y la reducida, se apunta todo el juego de entrecruzamientos que sitúa la pieza final en el centro de un eje de relaciones fundamental en la estructura dispositiva (y, de paso, de la caracterización genérica) de este conjunto ejemplar de relatos, pero también del diálogo de la misma con las tradiciones precedentes, incluidas las más cercanas. La trabazón con el resto de las piezas acentuaría la dialéctica de inclusión-distancia con El casamiento engañoso, estableciendo entre ellas una apretada serie de paralelismos, a partir de la propia situación narrativa y, en modo más diluido, la materia del relato, en lo que también coincidiría con otras piezas basadas (total o parcialmente) en el diálogo o apoyadas en el reciclaje de la materia picaresca8. En cuanto al universo exterior al volumen de 1613, las múltiples facetas del Coloquio sirven para recoger y arrojar reflejos de modelos literarios procedentes por igual de unas épocas remotas, de un pasado reciente y de la actualidad o «coyuntura»9 en la que se surge la pieza.




Galería de espejos y juegos de simetría

El paralelismo entre la pareja de piezas finales en las Ejemplares arranca de los propios elementos resaltados en su titulación. Tanto el «casamiento» como el «coloquio» representan (al menos en inicio) una suerte de unión, de vínculo entre dos individuos, enlazados por una relación de amor o de amistad, que se convierten en complementarios en la disposición cervantina por verse frustrado el primero por el engaño (por partida doble) frente a la afirmación de la fidelidad que muestran los perros (se resalta como una virtud paradigmáticamente canina) tanto entre sí como en relación con sus principios éticos. El vínculo entre los dos planos (el de la desventura del burlador burlado y el de la conversación entre los canes) lo establece precisamente el marco comunicativo en que ambos se desarrollan, con el diálogo entre Campuzano y Peralta como marco común de las dos piezas, tanto la homodiegética como la heterodiegética, aquélla en que el propio Campuzano asume parte del protagonismo y aquella otra en que se limita a ser testigo y mero transcriptor de lo sucedido.

La relación entre Cipión y Berganza no hace más que reproducir (en todos los sentidos) la ya presentada entre el licenciado y el alférez, con su distribución de papeles de narrador y destinatario, responsabilizado el primero de la materia de la historia mientras que el segundo se erige en crítico sobre la forma de su desarrollo. Si nos detenemos en el primero, ¿cuál es la materia de su historia? En sus propias palabras, se trata de dar cuenta de «sucesos, que son los más nuevos y peregrinos que vuesa merced habrá oído en todos los días de su vida» (p. 523). No creo que sea posible pasar la vista por estas palabras sin evocar (y menos en la proximidad de su reedición, como recordaba Ginés de Pasamonte10) las palabras del prólogo del Lazarillo, también marcado por la presencia indeterminada de «vuesa merced»11 y donde el pregonero hace referencia a lo «oído». Son, al menos, ecos indicativos de una suerte de asunción por parte de Campuzano de su condición de «narrador picaresco», y toda una serie de rasgos parecen confirmar esta caracterización, aunque sin renunciar a una marcada polivalencia. De una parte, el carácter militar del personaje-narrador apunta por igual a la realidad personal del pasado cervantino, de un lado, y, en la dualidad con el licenciado, al bien conocido tópico renacentista de armas y letras12, en una ambigüedad resultante de biografía y retórica que bien podría estar en relación con el no menos tópico que real aserto cervantino sobre su naturaleza de «ingenio lego», ya que en el reparto de papeles entre Campuzano y Peralta, luego reiterado entre Berganza y Cipión, al primero de cada pareja parece corresponderle el principio creativo de la invención (el ingenio), pero sin el rigor técnico (preceptista y algo escolástico) encarnado por el segundo elemento de cada par.

La especificidad de Campuzano frente a otros narradores de condición militar, como Ruy Pérez de Viedma, es la de ser un auténtico «soldado roto», tanto en su primera aparición textual (en la descripción ofrecida en el momento de su encuentro con Peralta) como en el inicio de la historia relatada, antes del encuentro con «doña Estefanía». Su presencia apenas se separa en un leve grado de la del protagonista entremesil de La guarda cuidadosa, también enfrentado, en este caso en disputa, con un representante del estamento clerical, y la condición degradada queda acentuada por el doble contexto de su paso por el hospital y su condición de burlador burlado, raíz de su condición actual de marido fracasado y, por consiguiente, de cuestionable narrador de sus adversidades y fortunas, tal como le ocurriera a Lázaro de Tormes. El cuestionamiento se ve acrecentado por lo inaudito de los «sucesos», pero ¿a qué sucesos se refiere?, ¿a los vinculados a su matrimonio burlesco o a los tejidos en torno a la conversación de los perros, comenzando por la existencia misma de tal situación? Como pudiéramos preguntarnos acerca del anónimo quinientista, ¿cuál es el caso?, ¿qué es lo que sanciona la condición de narrador del alférez Campuzano? ¿Qué elementos de la misma se proyectan en la de su homólogo Berganza y sirven para caracterizarlo y, en consecuencia, para esbozar la condición novelesca del «coloquio» donde el perro asume su condición literaria, como sujeto de una historia relevante, digna de ser contada, y como sujeto de su despliegue narrativo, digno de ser oído o leído?

No es necesario detenerse aquí en la circunstancia destacada por la crítica de la fina labor de taracea que subyace a la escritura del Coloquio y que deja en su texto, en filigrana a veces desdeñosa de la sutileza, numerosos ecos verbales o narrativos de las piezas precedentes. Sí puede ser de interés recuperar la sugerencia de Casalduero13 acerca de la bien dispuesta simetría que sostiene la estructura dispositiva de la colección, estableciendo (al margen de ejes temáticos discutibles de la lectura del crítico) estrechas relaciones de concordancia entre parejas de novelas. Así, la de clausura encontraría un vínculo especial con el primero de los textos, como la penúltima con la segunda, naturalmente en un cómputo de una docena de novelas. La correspondencia entre El casamiento engañoso y El amante liberal se hace bastante evidente, por la antítesis de su temática, resaltada por el paralelismo de sus títulos, de similar estructura sintáctica, medida prosódica y retórica basada en el oxímoron14. Si estos rasgos no son apreciables en la relación entre el Coloquio de los perros y La Gitanilla, el entramado de las novelas sustituye esta función y nos deja ante otra serie de relaciones no menos pertinentes. Asumible es, desde luego, la contraposición entre idealismo y realismo crítico apuntada por Casalduero, en reduplicación de lo planteado por el otro par de novelas. Sin embargo, podemos decir que a partir de esta antítesis comienzan los paralelismos entre los dos textos. En lo más superficial, los dos relatos parecen complacerse en su paseo por el lado de la marginalidad, más amplio en el Coloquio, pero esencial en la historia de Preciosa, sin mencionar el paso de Berganza por otro aduar de gitanos15. En un plano de mayor calado en la estructura del relato se apuntan otras coincidencias: tanto Constanza como Berganza (y valga la homofonía) aparecen como hijos de padres desconocidos, por mucho que una anagnórisis más o menos creíble desvele el ocultamiento producido por la intervención de una vieja gitana o hechicera; los dos se mueven por ambientes degradados sin perder un ápice ni de su dignidad personal ni de su virtud interior, basadas en valores tan ajenos a los esperables de su condición superficial como a la realidad del entorno histórico y al paradigma de los establecidos para la nobleza en vigor; y su comportamiento virtuoso, desplegado en la racionalidad de sus relaciones amorosa o de amistad, se traslada del plano de la mera historia al de su formalización literaria, encarnando en un caso una reconocida metáfora de la poesía y en el otro una manifiesta práctica del modo de relatar. Y es necesario insistir de nuevo en la relación de ambas circunstancias con el hecho distintivo de la separación y superación de la soledad en las dos figuras, frente a la característica distintiva del pícaro. Y el hecho se repite, es sabido, en los otros textos de la colección que rozan la materia picaresca, como en la pareja formada por Rincón y Cortado o la compuesta por Carriazo y Avendaño, esos dos pícaros de temporada.




Silencios y ecos

Si la consideración del entramado de relaciones internas en el seno de las Ejemplares apunta a una serie de cuestiones relacionadas con los problemas del relato, el estatuto del narrador y la materia picaresca, la atención a los textos ajenos profundiza y matiza esta problemática, al tiempo que ofrece posibles respuestas cervantinas a las cuestiones planteadas en el camino de constitución del género novelesco. Y para ello el texto pone en juego, como queda adelantado, un denso diálogo intertextual con todas las tradiciones vigentes en su momento, desde las de mayor consolidación y prestigio a las que comienzan a esbozarse en la estricta contemporaneidad.

El pasado más remoto queda evocado en las palabras de Peralta en las que manifiesta su incredulidad ante la propuesta narrativa de su amigo: «Si se nos ha vuelto el tiempo de Maricastaña, cuando hablaban las calabazas, o el de Isopo, cuando departía el gallo con la zorra y unos animales con otros» (p. 536). No es momento ahora de entrar a explotar las sugerencias implícitas en la última parte de sus palabras, si relacionamos el gallo y la zorra con el papel de Campuzano y doña Estefanía en la burla matrimonial o extendemos la conversación entre animales a un juicio moral sobre la escasa humanidad de los distintos amos de Berganza. Quedémonos, como propone el propio Cervantes, no en el plano de la moralidad estricta, sino en el de las referencias netamente literarias, concretadas en las calabazas y Esopo. En ambos casos el trasfondo genérico es el de la fábula, extendida, con la referencia a los tiempos de Maricastaña, desde lo más popular a sus formulaciones más prestigiosas16, pero la distinción operante en el género era más bien la que lo escindía entre «fábulas apólogas» y «fábulas milesias» (Quijote, 1, 47), las primeras justificadas por su valor didáctico o moral (como en la tradición esópica), en tanto que las segundas sólo daban a su desaforada invención el valor del entretenimiento, pero éste era un valor en ascenso en una veta importante de la tradición humanista, la que defendía la eutrapelia, tal como recordara en su aprobación fray Juan Bautista, significativamente destacándola como un valor positivo de la colección cervantina. En esta línea, y como confirma la naturaleza del relato de Berganza, Cervantes se aparta del modelo esópico y deja traslucir otros referentes clásicos, más o menos expresos. De los primeros es el evocado con la referencia a las calabazas, que a todas luces apunta a la Apocolocyntosis atribuida a Séneca, invención fabulosa en la que la burla al emperador Claudio pasa por su conversión en calabaza. El texto había sido editado por Erasmo, quien también firmó una imitación del modelo, y está en estrecha relación con el apogeo humanista de la sátira y su doble fuente de prestigio en sus orígenes grecolatinos y su reivindicación erasmista; el propio Cervantes parece retomar todo este material y su valor literario y crítico en las referencias a las calabazas en el contexto del Viaje del Parnaso, aparecido un año después de las Ejemplares, pero paralelo en su fase de composición con la última mano a la colección de novelas17.

No son mencionados expresamente en el citado pasaje dos referentes que no lo necesitaban, por la evidencia de su participación en el horizonte narrativo de la segunda mitad del Quinientos y la propia obra cervantina, como es El asno de oro de Apuleyo y los diálogos de Luciano18, en particular el de El gallo y otros con protagonismo animal. Con este conjunto de hipotextos Cervantes cumple una primera función de neutralizar la posible inverosimilitud del hecho básico de su relato, el don de la palabra en sus protagonistas caninos, pero también ofrece algo más que una justificación de su relato, pues en la tradición puesta de relieve es posible hallar las vías para un desarrollo narrativo que apunta al mundo de la novela y la resolución de sus problemas genéricos.

La vigencia más o menos expresa de estos modelos en el pasado más reciente para el autor y sus lectores, esto es, en el humanismo renacentista, actualiza en una amplia mayoría de sus lectores el juego literario, al tiempo que concreta la virtualidad latente en el sentido de su propuesta. Ciertamente, no faltaron formas de pervivencia, desde la traducción a la imitación en sentido más amplio, de la tradición más estricta de la fábula, desde sus desvíos por la cuentística medieval, más o menos orientalizada (al modo del Exemplario), a intentos casi arqueológicos de recuperación, como en el Fabulario de Mey19. Sin embargo, es más razonable (y productivo) contemplar otras fuentes de alimentación más ricas para la creación cervantina, a partir precisamente de la actualización humanista de los modelos grecolatinos apuntados. Es el caso, sobre todo, de la corriente erasmista, en su doble vertiente de pensamiento crítico y de búsqueda de un modelo narrativo aceptable, condensadas ambas en la revitalización de lo lucianesco. A ello se dedicó activamente Erasmo en su faceta de estricto humanista, en colaboración con Tomás Moro, quien también trufó sus severas reflexiones religiosas y morales con la fantasía lucianesca de su invención de la isla utópica. El propio humanista de Rotterdam plasmó asimismo su propuesta creativa en un texto dedicado al autor de la Utopía, el Encomium Moriae, cargado de ironía a partir de su construcción de un narrador cuestionado que defiende paradójicamente una situación vilipendiada, en una lección muy bien aprendida por Cervantes20.

Para ello contó con un precedente fundamental en el autor del Lazarillo, en una sucesión en la que no es menos admirable el aprendizaje cervantino de la propuesta del anónimo que la lucidez con que éste acogió la cercana propuesta erasmiana, en estricta coherencia en ambos casos con su universo ideológico21. El elogio paradójico, la puesta en cuestión de la verosimilitud de lo narrado o de su perspectiva, la utilización de una materia cercana a la stultitia destacada en la versión latina de la rotulación de la Moria erasmiana son, entre otros, elementos de continuidad entre los dos textos humanistas y la escritura cervantina, sin que en estos puntos pueda establecerse una diferencia esencial entre lo recogido en el Coloquio de los perros y lo reconocible en el Quijote. En otro orden de cosas, resulta aún más destacable en este juego de relación la vinculación del Lazarillo con un conjunto de textos más o menos contemporáneos que constituyen un horizonte del que resulta empobrecedor separar la confesión del pregonero toledano. La anonimia y la ubicación en la misma década son rasgos compartidos por dos textos tan relevantes como El Crotalón y el Viaje de Turquía, en el que las formas lucianescas conviven con los rasgos de la crítica erasmista, y lo hacen en una estructura que, sobre el hilo de las transmigraciones o la peregrinación, se articula episódicamente en algo cercano al paso por distintos amos, y este recurso se convierte a partir del Lazarillo en rasgo de la picaresca recurrente en el Coloquio de los perros, que también sigue la forma genérica de diálogo de esos dos títulos. El atribuido a Andrés Laguna coincide con el Lazarillo en esa peculiar forma de realismo que combina las precisas referencias geográficas (no exentas de simbolismo) con la intervención de personajes de raíz folklórica, en cuya boca se pone el relato de unas aventuras donde su «yo» articula materiales de procedencia reconocible. Más cercana al modelo lucianesco característico y a la novelita cervantina es la línea representada por el diálogo atribuido a Cristóbal de Villalón, en cuyo entorno hay que situar el más temprano Diálogo de las transformaciones de Pitágoras, de la misma estructura y situación argumental, e incluso la anónima continuación del Lazarillo (Amberes, 1555), con la conversión del personaje en atún y el desarrollo de una fábula protagonizada por animales, en la que se mantiene el uso de la primera persona. Salvo los protagonizados por nuestro marido burlado, los demás textos no salen del plano del manuscrito, pero sus ecos debieron ser amplios, y la misma coincidencia cronológica demuestra la vigencia del modelo y sus posibilidades narrativas.

Del Lazarillo afloran coincidencias en el Coloquio, como el recurso al refrán «más da el duro que el desnudo», pero los ecos son más profundos, casi siempre mejor iluminados con la presencia de un tercer texto. Es el caso, por ejemplo, de lo que ocurre con otra presencia cercana a Cervantes, la de la Celestina22. En ella el relato de Pármeno a su amo parece prefigurar el de Lázaro, tanto en lo que toca al marco general de su obra (con un criado dando cuenta de su vida pasada a un personaje de cierto relieve) como en la concreta realización microtextual que es su relación al escudero al comienzo del tercer tratado; la filigrana trasluce en el relato de Berganza, como en el de Campuzano. Más específicamente, en la continuación de la historia de Pármeno, ahora reconstruida en diálogo con Celestina, percibimos unos perfiles anecdóticos que, a través de la imagen folklórica del tontilisto Lázaro que cabalgó a su abuela, reaparecen en la no del todo creíble historia de la Cañizares, con su papel en la infancia del hijo de la Montiela, en una situación (rasgos escabrosos incluidos) similar a la confesada por Celestina en su relación con Pármeno y su madre, integrantes de un círculo en el que, si no la madre de Lázaro, se integra con naturalidad la de Pablos. De la Celestina mantiene también Cervantes la forma dialogada de su Coloquio, actualizada (como en algunos de sus elementos narrativos) por La Lozana andaluza, de amplia trayectoria italiana en los años de la estancia cervantina.

Algunas de estas alusiones nos llevan a la inmediatez cronológica de la escritura de la novelita ejemplar, marcada por los intentos de renovación narrativa que rivalizaron a lo largo de la primera década del siglo XVII23. Mientras Lope entra en debate a cuenta de la vertiente más idealista de la colección cervantina (en correspondencia con la naturaleza de sus propios ensayos narrativos, en la línea idealista vinculada a su generación24), el Coloquio nos plantea directamente la relación (conflictiva) con la narrativa picaresca, más allá de lo que atañe a los vínculos con el humanismo erasmista del Lazarillo25. De una parte hay que situar el Guzmán de Alfarache, siempre silenciado, pero siempre presente en la reflexión cervantina, entre la crítica y la admiración, y al que no serían ajenos ciertos elementos del Coloquio introducidos como respuesta a contrario del modelo alemaniano, como el hecho mismo del diálogo, propiciado por la existencia de un interlocutor amistoso, o las posibilidades de regeneración implícitas en la advocación del hospital donde Campuzano purga sus pecados, a diferencia de una remisión de las galeras sólo apoyada en la delación; eso en lo que toca al diálogo marco, porque también podríamos encontrar veladas referencias al Guzmán en el relato autobiográfico del perro, a partir del hecho mismo de su nombre, pues, entre otros ecos, el de Berganza levanta el de «bergante», denominación correspondiente, como recoge Covarrubias, al galeote, una de las imágenes más emblemáticas del pícaro sevillano26.

Más evidentes parecen las coincidencias con determinados elementos del Buscón de Quevedo, que, a pesar de que aún tardaría una docena de años en verse en letras de molde, debió de correr manuscrito y ser bastante conocido entre 1605 y 1615, como sostiene Pablo Jauralde. Con don Pablos coincide el alférez en su frustrada empresa matrimonial y en la estancia en el hospital consiguiente para el personaje cervantino, paralela a la del Buscón (III, 8). En el de Valladolid Campuzano asiste al desfile de una galería de atrabiliarios personajes, el alquimista, el poeta, el matemático y el arbitrista, en estrecho parentesco genérico con los conocidos por el hijo del barbero segoviano en el retorno a su ciudad tras la ejecución del padre (II, 1-3). La naturaleza de esta coincidencia apunta, más que al préstamo directo, a la participación en una común poética genérica, en la que participan otras obras más o menos dotadas de elementos picarescos, pero más propiamente enclavables en el género de la sátira, con su despliegue de estados susceptibles de crítica o, sencillamente, de burla o retrato jocoso. Valga recordar la reiteración de los motivos señalados en El diablo Cojuelo (1641), marcada por la fantasía, o, más directamente, en una pieza de Salas Barbadillo más cercana a la fábula que a la novela, como es La peregrinación sabia27, protagonizada por animales parlantes y con una estructura tan propia del género satírico y de la fábula como el viaje; y no está de más recordar que el prolífico novelista fue autor de una de las aprobaciones de las Ejemplares.

Así pues, resulta apreciable que la singularidad en esta colección de la pieza estudiada se inscribe en una clara tradición genérica, actualizada en modos diferentes en su contemporaneidad, apuntando, con direcciones divergentes en el horizonte narrativo, la constitución de un relato renovador respecto a los modelos genéricos de carácter idealista, también acogidos y reelaborados en otros títulos de la serie cervantina. En este horizonte se perfila como un eje central la tradición satírica que engarza, a través de las formulaciones humanistas, los modelos grecolatinos con las modernas reelaboraciones filtradas por las modalidades picarescas. Como corresponde a un género tan híbrido y heteróclito como el de la sátira, Cervantes da cuerpo a su propuesta narrativa en estrecho diálogo con los textos ajenos, en un juego de reflexión y reelaboración del que saldrá un género de alta densidad literaria, sin prejuicio de sus valores de entretenimiento y de mirada crítica a la realidad en torno.




La sátira como clave

En una más de sus características ambigüedades Cervantes deja en el relato la vacilación acerca de la exacta naturaleza de sus personajes caninos, aludidos a veces como mastines, pero en otros casos singularizados como alanos. Como en el caso del nombre o el lugar de don Quijote, la ambigüedad sobre la raza de los perros bastaría para sumir este elemento en los juegos de la ficción narrativa, pero en este caso también es posible hallar significados pertinentes en las denominaciones escogidas. Como señala Covarrubias, el mastín es «el perro de dos especies de perros diferentes, quasi mixtus; y de allí mistín v. mastín. Son los perros que guardan el ganado, y algunas veces toman las lobas los perros del ganado. Y estos son los propios mastines, o al contrario». Queden para otro momento la indagación sobre las posibles relaciones de esta alusión al cruce con los lobos con la «manía lupina» problematizada en el Persiles, y retengamos de la definición lexicográfica la referencia al paradigmático oficio de pastor, fundamental en la trayectoria de Berganza, y, sobre todo, el hecho de su naturaleza dual, marcada por la mixtura. El rasgo de indeterminación, esencial en los juegos de verosimilitud planteados por el relato de la bruja Cañizares y su alusión al origen humano de los dos interlocutores caninos, se acentúa con la referencia a su ser de alanos, que tampoco parece elección gratuita por parte de Cervantes a tenor de lo recogido en el Tesoro, donde, entre referencias al origen de su nombre, se destaca: «Y porque tienen enseñados estos perros que asgan al toro o el javalí de la oreja, quando alguno va molestando a otro, y persuadiéndole lo que quiere, dezimos que como va como alano colgado de la oreja». ¿Y qué otra cosa que un alano colgado de la oreja lleva Berganza durante todo el desarrollo de la exposición de su vida? No otra parece ser la función de un Cipión empeñado en interrumpir el relato y convencer al narrador de la pertinencia de sus criterios. La precisión de su nombre propio apunta en una dirección similar, pues, como documenta Alonso Hernández, recibía este nombre el «oficial que manda una clase de corchetes encargados del orden público en las zonas rurales»28. No se trataría tanto de una referencia a uno de los amos de Berganza, sino una sospechosa coincidencia con la función narrativa asumida por su interlocutor, empeñado en la defensa del orden narrativo en la que califica como inculta y desordenada exposición del narrador, condición en la que Berganza se aproxima a otro singular personaje cervantino de fonética cercana en su onomástica, sobre todo a través de la deturpación sanchopancesca, origen de un «Berengena» a partir del original «Benengeli». Como el cronista arábigo, el perro narrador es observado, cuestionado y puntualizado en la exposición de su historia, no menos original en su contenido que en su forma, ya desde la naturaleza misma de quien toma la palabra y asume la legitimación de su historia. Y es que, con independencia del valor inicial de las sugestiones inducidas por las significaciones evocadas por la denominación genérica o individual de los personajes, en su condición e interrelaciones se encierran tres elementos claves en la definición del relato y su proyección al territorio de la novela, como es su carácter heteróclito en relación con la sátira, los problemas técnicos de su desarrollo y la propia conciencia de su novedad.

En cuanto al primero de estos tres componentes, recordemos el carácter quasi mixtus del mastín, difícilmente deslindable del componente de mezcla que caracteriza la satura en su sentido clásico, como abigarrada composición de materiales heterogéneos, engarzados en muchas ocasiones por el hilo narrativo surgido del uso de la primera persona. De esta clave toma Cervantes su desplazamiento desde el ámbito de la estricta moralidad, pues, en términos de la oposición recogida en otra de sus páginas, el Coloquio se desplaza del terreno de la «apóloga» a la «fábula milesia», pues, mientras las primeras vienen marcadas por su didactismo, el rasgo específico de las segundas es su carácter imaginativo, más allá de las fronteras del realismo superficial. En este sentido, si el Coloquio es el que lleva a su extremo el juego con la verosimilitud, el desplazamiento constituye el horizonte de las Novelas ejemplares y una de las claves de su articulación, con su reivindicación del entretenimiento en una línea que atraviesa desde el prólogo a las líneas finales, cuando, sin solución de continuidad, el final de la lectura del manuscrito con la transcripción del diálogo canino devuelve al lector al cierre de la conversación entre Campuzano y Peralta, basada en la renuncia a la verdad en aras de la misma recreación que les conduce al paseo del Espolón29. Por la misma voluntad de recreación, «sin daño de barras», Cipión insiste reiteradamente en la conveniencia de limitarse al ámbito de la sátira, sin incurrir en la invectiva30 personal, hacia la que se desliza en ocasiones la narración de Berganza. Sin embargo, el propio Cipión no escapa a lo mismo que reprueba, según le señala su interlocutor, intercambiando los papeles y, de paso, constatando la incompatibilidad del relato novelesco con la generalización, como propio de los tipos de la sátira. En los límites de la verosimilitud, su relato ahonda en la singularidad, en el esbozo de caracteres a partir de los modelos genéricos, y al hacerlo introduce una sutil variación en la dicotomía aristotélica, abriendo un camino nuevo para dotar a la novela de una poética específica más allá de la distinción entre historia y poesía, a partir de la verdad particular y la universal como materias específicas de cada una de ellas. Con la eutrapelia heredada de la sátira, actualizando la noción de «entretenimiento honesto», Cervantes deja a un lado de una sola tacada las nociones de verdad y de moralidad, para «expresar con propiedad un desatino»31.

El carácter desatinado o «desatado»32 se apoya también en la lección del género satírico, en particular de los diálogos lucianescos, situados de forma directa en la base de la escritura del Coloquio. Del cínico helénico procede el protagonismo animal y lo que en ello hay de una de las raíces esenciales de la picaresca, con su episódico discurrir como relato en forma autobiográfica; de su lectura humanista toma la posibilidad de sustentar en el principio de verosimilitud el equilibrio entre fantasía y realismo; de su molde estructural mantiene la conjunción de unidad y variedad, al modo de las «colas del pulpo»; y, finalmente, en combinación con elementos de la tradición popular, reactiva el principio de dialogismo, a partir del valor actuante de la combinación de voces en el relato33. En definitiva, por el camino que nace del modelo clásico y humanista de la sátira, el Coloquio plantea un camino propio, entre los espacios contrapuestos del romance y de la novella, cerca ya de lo que será el horizonte característico del novel, si hemos de utilizar una terminología de vigencia crítica obligada por la ausencia de una caracterización propia en un campo aún sin roturar34. Cervantes se apoya, pues, en algunos de los principios más fecundos del género, para trascenderlos en busca de nuevos derroteros, carentes de una preceptiva expresa y necesitados, por tanto, de un acentuado componente de poética implícita, convertida incluso en la propia materia del relato.

Ello nos lleva al segundo de los elementos apuntados, el de los problemas técnicos suscitados a la hora de narrar, cuando la libertad creativa ha de soslayar el mero seguimiento de unas normas establecidas para géneros distintos, para buscar y consolidar los principios exigidos por la coherencia interna del relato. O, mejor dicho, de los relatos, pues el diálogo entre los dos perros forma parte del relato marco y halla en él su propia lógica, su coherencia narrativa y el principio básico de su verosimilitud, por más que a lo largo de su despliegue el intercambio verbal entre Berganza y Cipión acabe afirmando su propia autonomía narrativa. Y es que el planteamiento cervantino supone llevar la atención del lector antes que al enunciado del narrador al acto mismo de la enunciación, comenzando por el hecho sorprendente de que ésta corresponda a un perro. Eso si olvidamos que todo lo que se nos ofrece ante nuestra experiencia de lectores es una transcripción o, al menos, lo que se presenta como tal, incluyendo en el procedimiento de escritura la imitación de la técnica dramática o dialogística para omitir la presencia verbal del narrador principal. Éste no es otro que el Campuzano que afirma trasladar con fidelidad lo que «oí, escuché, noté y finalmente escribí» (p. 536). El recurso del testigo escondido que deja constancia escrita de lo sucedido contaba ya a lo largo del siglo XVI con relevantes precedentes. El más cercano a Cervantes el del diálogo luisiano De los nombres de Cristo, pero antes que él se pueden registrar El scholástico, del autor a quien se atribuye El Crotalón, una Lozana andaluza que debió tener un amplio recorrido en la Italia vivida por Cervantes en su juventud, o el manuscrito Diálogo de la lengua de Juan de Valdés, por no remitirnos a la que parece ser la fuente primera del recurso, el Antibarbarorum liber de Erasmo. Dos son las diferencias fundamentales que se abren, no obstante, entre los modelos y su imitación irónica por Cervantes. De entrada, nos encontramos con la ya habitual sustitución del marco idílico, el jardín de la mayoría de estas piezas, por un escenario de más degradada y conflictiva realidad, como es un hospital. Sobre ello, hay que atender a la ambientación nocturna, con todo lo que ella significa, comenzando por la confusa oscuridad, pues el propio Campuzano dice de los perros y su conversación que «casi vi» (p. 535), es decir, que en su experiencia tiene más peso lo auditivo que lo visual, con lo que en ello hay de engañoso, incluida la confusión sobre la verdadera naturaleza de los hablantes. Máxime si la experiencia tiene lugar «la penúltima [noche] que acabé de sudar» (p. 535); es decir, cuando se hallaba bajo el delirio de la fiebre y el tratamiento de una «enfermedad de amor» más infame y deshonrosa que la sufrida por los protagonistas de la narrativa y la poesía idealistas; mientras en ésta el sentimiento amoroso podía llegar a ser la base de una experiencia luminosa y reveladora, en el caso del aquejado de sífilis sólo era dado esperar alucinaciones y engaños más o menos voluntarios, si no es que nos encontramos lisa y llanamente en el territorio del sueño, donde la fantasía se confunde con la realidad35. Así pues, antes de que Cipión comience con sus observaciones preceptistas la propia construcción narrativa está enfrentando al lector con los procedimientos de mostración de las conflictivas fronteras entre la verdad y la ficción, primero de los problemas que ha de enfrentar el narrador.

Las palabras de Berganza insisten en la posibilidad onírica: «de lo que has dicho vengo a pensar y creer que todo lo que hasta aquí hemos pasado y estamos pasando es sueño» (p. 606), sin descartar una inquietante identificación, cuando se habla de «sueños o disparates» (p. 537), en una bimembración característica de la estilística cervantina. La posibilidad del sueño, además, no es la única duda que introduce la intervención de Berganza, también sustentada en otras dos problemáticas dualidades. Mientras la de «pensar y creer» nos orientaría hacia las problemáticas relaciones de razón y fe, concretadas en este caso en lógica realista y suspensión narrativa de la incredulidad, la que juega con la temporalidad plantea cuestiones no menos decisivas. En relación con ello se nos impone una pregunta previa en relación con el sueño: ¿quién es el soñador?, ¿el propio Berganza o el alférez Campuzano? Cualquiera de las respuestas deja abierta la novedosa y preunamuniana conciencia del sueño, en una formulación más radical y literaria que la consagrada por Calderón. La complejidad del problema aumenta al considerar que, en efecto, Campuzano duerme (ahora de manera inequívoca) mientras se actualiza el diálogo canino, es decir, mientras el licenciado da lectura al cartapacio en que el primero lo refleja tras tomarlo «de coro» (p. 537). Si el gesto parece repetir el de don Quijote en la venta en que se lee la novelita del Curioso impertinente, también parece dar forma narrativa al esencial carácter diferido de la comunicación literaria, en la que el texto une pero también separa al autor y al receptor, el acto de escritura y de lectura. Esto parece llevarnos como de la mano a la continuidad/ruptura de la temporalidad en la construcción verbal de la frase de Berganza: «[...] lo que hasta aquí hemos pasado y lo que estamos pasando». La ambigüedad arranca con la elección del verbo, con su polisemia natural, que se hubiera perdido de haber elegido términos como «vivido». Recordemos que «pasó» ya nos planteó algún problema en la consideración del título, en cuyo análisis se imponía la consideración de que lo que pasó era el coloquio. En el nuevo contexto «pasar» podría aludir a lo sucedido, podría destacar en ello el componente de padecimiento o podría volver a hacer referencia al diálogo. Este último sentido se hace inequívoco en la afirmación de presente, pues los perros no están pasando otra cosa que un momento de charla; no es tan claro, por el contrario, el referente de la forma verbal en pasado, pues los perros, que ya han visto transcurrir una parte de la noche en amable diálogo, también han vivido una serie de peripecias de las que han comenzado a dar cuenta para sí mismos y para el lector. Mientras el pretérito, con la referencia a lo sucedido, se inclina del lado del enunciado, el presente nos sitúa inequívocamente ante el acto de la enunciación, por más que ésta tenga sospechas de onírica y que, por lo mismo, pueda referirse ambiguamente a la del propio Berganza en su discurso o a la de Campuzano en su escritura. En las palabras del perro se nos impone la complejidad de un texto en cuyos difusos límites se mezclan, se superponen y llegan a confundirse dos diálogos, una transcripción que forma parte del primero y encierra el segundo, y, finalmente dos formas narrativas, con y sin presencia del narrador, con mezcla de estilo indirecto y con hegemonía exclusiva del estilo directo.

De la distinción entre acción y relato, entre enunciación y enunciado, nos desplazamos casi insensiblemente a una dualidad de calado no menor, la que lleva de la oralidad del coloquio a la escritura del relato literario, de la pura verbalidad a su formalización narrativa. En tal contexto es en el que cobra un nuevo sentido, plenamente literario o, por mejor decir, metaliterario, el desdoblamiento de voces entre los dos perros, más allá de oponer a la soledad de la condición y la forma de relato del pícaro el valor de la amistad y del diálogo. El reparto de papeles queda fijado por la omisión de la prometida segunda parte del diálogo, escuchada y memorizada por Campuzano, pero pendiente de transcripción, y en dicho reparto las funciones se hacen evidentes y cargan de sentido la onomástica canina, como es habitual en el proceder del autor. Valga sumar a las mencionadas asociaciones por homofonía de Berganza una quizá más paliada pero no menos efectiva evocación, la del nombre del propio autor, coincidente en los fonemas bilabial sonoro e interdental africado, pero sobre todo en la de los sonidos «er» y «an» en idéntica posición36. Lo relativamente peregrino de la asociación queda muy limitado si la consideramos estructuralmente en relación con el valor onomástico del interlocutor, pues en ella se dan cita el valor del uso del nombre como designación común, propia de un vigilante y celoso corchete, con la recurrencia respecto al personaje del general romano en la tragedia de La Numancia; como ha puesto de relieve Georges Güntert37, en ella se escenifica el conflicto dramático entre dos principios, que más tarde Nietzsche identificaría con lo apolíneo y lo dionisiaco, pues frente al entusiasmo heroico de los sitiados, dominados por el furor, el estratega enviado por Roma para poner orden en su ejército se caracteriza por la aplicación de la razón y la disciplina, es decir, de la técnica militar, contraponiendo furor y arte. En términos poéticos, cabría hablar de inspiración y reglas, de natura y ars, de espontaneidad y reflexión, pero también de los pasos simultáneos y complementarios de invención y corrección, lo que nos recuerda de nuevo otro pasaje del prólogo de la colección, cuando el autor, a propósito de la novedad de sus composiciones, afirma «las engendró mi ingenio, las parió mi pluma y van creciendo en brazos de la estampa»38. En ese reparto, volvemos a encontrar con la referencia a la pluma la conciencia del proceso que supone la fijación en escritura, donde la historia («lo que hemos pasado») se convierte en relato («lo que estamos pasando») y, sobre todo, se fija en escritura, que es donde en realidad se plantean todos los problemas suscitados por Cipión ante la narración oral de Berganza.

Sobre las cuestiones precisas se ha pronunciado en extenso la bibliografía, y no faltan iluminadoras observaciones en este mismo volumen, por lo que parece preferible omitirlas en estos momentos, para centrarnos en la tercera de las cuestiones apuntadas páginas atrás, la de la novedad de la novela, si se permite el juego de palabras, mejor explotado en el prólogo cervantino. A partir de una contraposición ya resaltada por Moner en la base de la construcción narrativa del Quijote39, en el proceso articulado en torno al cartapacio de Campuzano asistimos a la metamorfosis de la pura fábula, patraña o cuento, propios de la oralidad y usados ¡en colecciones de relatos en el entorno de la escritura cervantina a la novela ordenada40, si no siguiendo al pie de la letra los imposibles dictados de Cipión, sí incorporando los elementos de consciencia y corrección ligados a su figura y su función narrativa. Con ellos el relato compuesto al alimón o complementariamente entre Berganza y él da cuenta en el extremo de la colección (por su posición final y por lo límite de su propuesta) de lo apuntado por el autor en el prólogo, acerca de la imposibilidad de «hacer pepitoria» de sus textos, pues su «no tener pies ni cabeza», a mi juicio, no apunta tanto a que carecen de orden, para desplegarse al modo de las «colas del pulpo», sino a que no tienen desperdicio, pues no ofrecen despojos o menudos (como la cabeza y los pies de las reses41) con que hacer el guisado. La situación planteada y la solución cervantina responden también a otras afirmaciones expresadas o por expresar en otros de sus textos. Sirvan como ejemplo, por no espigar más, las conocidas afirmaciones de poética que redundan en la conformación novelística de algunos de los puntos ya destacados a propósito de la base lucianesca y satírica del doble relato: «tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera y tanto más agrada cuanto tiene más de los dudoso y lo posible» (Quijote, I, 47); o «Yo he abierto en mis novelas un camino / por do la lengua castellana puede / mostrar con propiedad un desatino» (Viaje, IV, 25-27). El desplazamiento de la contraposición mentira/verdad a la que juega con lo dudoso/posible encuentra correspondencia en la conjunción de desatino (recuérdense los «sueños o disparates») y propiedad, en una suerte de «escritura desatada» a la que también se aludía, en el citado capítulo de la Primera parte, en el debate entre el Cura y el Canónigo al hilo de las posibilidades narrativas del género bizantino. Y todo ello se encierra en la, en este caso, incuestionable afirmación de Cipión sobre que «los cuentos unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos, otros en el modo de contarlos» (p. 548), algo que también había entretenido varias de las conversaciones o disputas entre el caballero y su escudero, sobre todo en ocasiones tan destacadas como la de la noche de los batanes (I, 20), y que habrá de reaparecer en la obra póstuma con las reconvenciones de sus oyentes al moroso narrar de Periandro o Persiles.




Una poética de futuro

Recapitulemos lo visto hasta ahora: relación dialéctica con una tradición, con lo satírico como eje fundamental, apoyado en la multiplicación de voces narrativas y el consiguiente desplazamiento del criterio de verdad o el sentido de utilidad moral, hasta conceder papel relevante, más que a la propia inventio, a la dispositio o artificio narrativo, relacionado con el paso de la oralidad del cuento a la escritura de lo que será la novela, por más que en el procedimiento cervantino siga fiel a sus sólidas raíces renacentistas para escribir que se habla, más allá de la mera transcripción de un diálogo. Sumado todo ello a las poco veladas referencias (por acción u omisión) a las obras vigentes en el panorama contemporáneo, el autor del Coloquio lo sitúa directamente en el centro de la actualidad y de la problemática narrativa tal como se estaba conformando en las primeras décadas del siglo XVII, dando una respuesta personal a los problemas planteados y una alternativa a las propuestas suscitadas por otras obras. Como sus personajes entre sí, Cervantes establece con ellas una dialéctica fecunda, hecha de ecos y oposiciones, profundizando en la herencia propia de la sátira, aunque modificando la selección de elementos respecto a, por ejemplo, los escogidos por la tradición picaresca, sobre todo a partir del Guzmán frente al modelo quinientista del Lazarillo. En esta doble opción, respecto al modelo lucianesco y al del Mateo Alemán, Cervantes asienta uno de los pilares más firmes en el origen de la novela, profundizando precisamente en su esencial componente de dialogismo. Las distintas voces que resuenan en su texto, a partir del juego de espejos establecidos en la dualidad entre el Casamiento y el Coloquio, reflejan el rasgo bajtiniano de la novela, pero en su reiterada duplicidad de personajes encarna también (y de un modo intrínsecamente narrativo) la problemática esencial que permite pasar del cuento a la novela, con su combinación en abierta tensión entre efusión inventiva (representadas en los textos por el febril Campuzano y el desatado Berganza) y conciencia crítica (llevada a sus extremos más escolásticos por el licenciado Peralta y el puntilloso Cipión), como pugnaban en la realidad histórica la incipiente creatividad novelesca con el rigor de unas normas de estrecho aristotelismo, completamente ajenas a la novedad literaria.

Frente a ellas o, por mejor decir, en dialéctica tensión con ellas Cervantes levanta sus propias normas, las surgidas de las exigencias intrínsecas del relato para convertirse en sustento del nuevo género novelesco, un género que en manos de nuestro autor y con el Coloquio como referente privilegiado nace, si no completamente armado, al modo de Minerva, sí consciente de su propia problemática y empeñado en incorporar su propia poética de manera expresa, es más, de desplegarse a partir de la reflexión sobre su condición particular, tal como queda planteado en las apostillas de Cipión al relato de Berganza. En este peculiar diálogo canino Cervantes bucea en las raíces del género al tiempo que lo proyecta a una dimensión de futuro, como en una traducción de los códigos lucianescos para adaptarlo a unas necesidades que en nada se parecen a las del período helenístico, ni en los problemas de la narración ni en las demandas de los lectores, compradores de los volúmenes impresos, unas necesidades que marcan el futuro del género justamente en las direcciones abiertas a partir de la conversación entre dos perros.

La propuesta arranca de la asunción de su radical historicidad, considerada en el doble plano de la diacronía y de la sincronía, de aquélla para actualizar una cada vez más compleja tradición genérica, y de la segunda para plantear desde dicha tradición una propuesta novedosa para su presente. Como queda dicho, el diálogo no es sólo el cauce de relación entre Cipión y Berganza; también es la forma en que Cervantes enfrenta su escritura, que es al tiempo una re-escritura de los modelos genéricos y una contraescritura de las alternativas novelescas contemporáneas, situando su discusión de la picaresca en lo más radical de su formulación, es decir, en las raíces del género instituido por Alemán a partir del Lazarillo, Profundizando en el sustrato satírico y lucianesco, representado por los perros parlantes y su diálogo, Cervantes sortea las adherencias del Guzmán y devuelve el relato a los terrenos de la imaginación creadora cercanos a la invención fabulosa, para afirmar en ella la naturaleza de su ingenio, engendrador de sus novelas.

Al ahondar en los límites del género y en sus perspectivas de desarrollo, el Coloquio recoge una propuesta expresa construida en el ir y venir de las intervenciones y correcciones de Cipión y Berganza, entre la libertad inventiva y la norma, dando a la vez que su novela una esencial poética del género, surgida del arte con que su pluma alumbra los entresijos del relato, en el doble sentido de dar a luz y de dar luz sobre el mismo. La expresa reflexión sobre el modo de relatar trasciende en el diálogo la preceptiva estricta y se acerca más al ámbito moderno de la crítica, esencial en la institución de la literatura y, en este caso, de la novela. Con las palabras en diálogo cruzado de sus personajes el narrador o, más directamente, el autor, ante la transparencia fingida en el relato con el uso del estilo directo, pone ante la plaza su mesa de truco, pero también la técnica con que puede desarrollarse el juego, volviendo a dar en la pieza final de la serie un ejemplo de novelar.

Finalmente, y siguiendo la tríada de elementos expuesta en la citada frase del prólogo, con su alusión a la imprenta en la que crecen sus relatos, Cervantes incorpora a su narración su específica dimensión pragmática, o, de modo más preciso, hace de la consideración de este aspecto materia propiamente narrativa. La función en el diálogo de Cipión se desdobla en la de destinatario, cuya curiosidad es entretenida con las peripecias de la vida de Berganza, y en la de crítico, que convierte sus consideraciones normativas en directa intervención en el relato, volviéndolo del revés para mostrar, al dorso del tapiz, la manera en que se compone la trama, la compleja naturaleza del tejido narrativo, del texto que, desde la cuestionable y cuestionada palabra de Berganza, se entrega al lector. Su representación más directa se hace también presente en el tejer de la fábula, pues en su entronque argumental y en su disposición tipográfica se subraya el hecho de que lo desplegado a la vista del lector no es otra cosa que el cartapacio leído por Peralta mientras Campuzano duerme. El licenciado se convierte así en una figura del lector en la fábula, una imagen narrativa del lector real, arrastrado por este juego de espejos al vórtice generado por la narración, pero también movido por este desdoblamiento a adquirir una distancia, tan propia de la naturaleza de la ficción como de la crítica, necesaria para la conversión del relato en novela y su peculiar mecanismo de recepción, de juego de lectura. A la dualidad horaciana de natura y ars, muy al hilo de su tiempo y los debates en él suscitados42, Cervantes añade el concepto de exercitatio, que es el propio del oficio de escritor, una reivindicación tan vinculada a la incipiente conciencia de profesionalización como al desarrollo de la imprenta que le sirve de soporte y que es el espacio donde se está dilucidando el cambio que en los años iniciales del siglo XVII contempla el alborear de la novela. A la imprenta alude Cervantes en su prólogo, pero en ella hay que entender algo más que el mero mecanismo técnico de reproducción de los manuscritos, pues en esta simple dimensión mecánica no es donde «crecen» las novelas cervantinas; más bien sus palabras aluden al mercado literario aparejado a la extensión del invento de Gutemberg, pues su consiguiente multiplicación de lectores supone también trascendentales cambios cualitativos en los protocolos de lectura, de los que el «arte nuevo de relatar en este tiempo» debe dar cuenta, pero también a los que debe atender y respecto a los que el narrador tiene una responsabilidad de corregir y orientar, tal como hacen Peralta y Cipión en el texto, pero de un modo aún más trascendente43.

Más allá de los límites estrictos del coloquio o de la multiplicación de voces en el relato, la última de las Ejemplares se anticipa a Bajtin para descubrir en el dialogismo la clave de la novela y uno de sus elementos fundadores, apoyándose en el puente retrospectivo con la sátira para abrir las puertas de la transición hacia la novela moderna, que, como uno de sus protagonistas caninos, Cervantes parece ventear para sus lectores y continuadores en esta prodigiosa lección de magia narrativa que es el Coloquio de los perros, o, de modo más preciso, la Novela y coloquio que pasó entre Cipión y Berganta, perros del Hospital de la Resurrección, que está en la ciudad de Valladolid, fuera de la Puerta del Campo, a quien comúnmente llaman perros de Mahúdes, para deleitosa confusión de la lectura.






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