Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice



  —125→  

ArribaAbajo- 7 -

Entre crisis y recuperación


Una prodigiosa actividad caracteriza los últimos tiempos de Neruda. Me refiero al período 1970-1973, año éste último en que el poeta muere. En este lapso de tiempo escribe una serie importante de libros291, de los que ocho aparecen póstumos, salvados por su esposa del saqueo de los militares golpistas. Son los que, como ya había hecho con el Memorial de Isla Negra, pensaba publicar con motivo de sus setenta cumpleaños y los festejos que el gobierno de Salvador Allende le iba a organizar para el mes de julio de 1974. Componían el grupo La rosa separada, Jardín de invierno, 2000, El corazón amarillo, Libro de las preguntas, Elegía, El mar y las campanas, Defectos escogidos. En estos libros poéticos el autor confirmaba su vigor creativo, en una nota constante de continuidad en la novedad.

La rosa separada, canto ininterrumpido a la isla de Rapa Nui, ya celebrada en el Canto general292, ofrece argumentos   —126→   interesantes. Ante todo Neruda denuncia la indignidad del hombre-masa, del turista, el cual visitando la isla es incapaz de captar su mensaje; un mensaje que, al contrario, el poeta, ser privilegiado, recoge e interpreta: el de una permanencia vedada al hombre.

El carácter fundamentalmente autobiográfico de la poesía nerudiana no se desmiente en este libro; las alusiones a lo que constituyó la experiencia vital del poeta son numerosas y su sentido intensamente dramático de la existencia vuelve a manifestarse. Es así como la naturaleza volcánica de Rapa Nui propone a Neruda un mundo de lutos y ruinas; las caras «derrotadas», «quemadas y caídas»293 de las estatuas de piedra llevan nuevamente a las destrucciones de las que Neruda fue espectador. Acentos característicos de los Cantos ceremoniales, como los de «Cataclismos», vuelven en algunos poemas: el agua, «mezquina, sucia, negra», que en el fondo del volcán Ranu Raraku, de «viejos labios verdes», que «vive, comunica con la muerte, / como una iguana inmóvil, soñolienta, escondida»294, recuerda en su significado de amenaza y terror la imagen inquietante que en «Cataclismos» el poeta presenta del cuajarse amenazador de la muerte.

Tiempo y soledad, grandes constantes de la inquietud nerudiana, constituyen la sustancia primera de la nueva experiencia. El límite del hombre, tan insistentemente subrayado por Neruda, tan dramáticamente vivido, vuelve a ser en La rosa separada uno de los temas de mayor relevancia ante el poder nivelador del tiempo y el frío de la   —127→   soledad; las diferencias individuales desaparecen y revelan la miseria humana: «somos los mismos y la misma cosa frente al tiempo, / frente a la soledad: los pobres hombres...»295. Y aún más se evidencia este límite ante la isla, imagen eterna de la perfección, reino del silencio296, «tierra de la vida»297, de la que lo cotidiano aleja, haciendo olvidar los sueños, únicos que hacen posible la existencia.

No obstante, el significado positivo de la experiencia no tarda en manifestarse. La pregunta del hombre puede ser «pobre» frente a la magnitud del misterio, puede recibir «mil respuestas de labios desdeñosos»298; pero si el poeta se aleja de Rapa Nui incapaz de resistir la dimensión de la soledad y el misterio y vuelve, «con sus tristezas», a sus «nativas agonías, / a la indecisión del frío y el verano», saca sin embargo una acentuada individualidad, vuelve a su mundo «envuelto en luz» y confiesa su tenaz adhesión «al terreno, / solicitado por el amor de la Oceanía»299.

El significado vital y purificador de esta experiencia se afirma preeminente contra las del pasado:


de ti, rosa del mar, piedra absoluta,
salgo mundo, vistiendo la claridad del viento;
revivo azul, metálico, evidente300.



A pesar de declararse «poeta oscuro», Neruda se considera alcanzado por la gracia: «yo, poeta oscuro, recibí el   —128→   beso de piedra en mi frente / y se purificaron mis angustias»301. Permanecen imperturbables las estatuas, con su mensaje:


cien miradas de piedra que miran hacia adentro
y hacia la eternidad del horizonte302.



Con acentos inéditos o que tienen su raíz en las primeras Residencias, pero vueltos a formular originalmente, renovados por símbolos, metáforas y valores cromáticos, Neruda consigna en Jardín de invierno un documento más de su angustia existencial, búsqueda de sí mismo y tentativa para encontrar la clave del mundo.

El invierno le repite al poeta la lección que toda su experiencia vital, a pesar de sus obstinadas afirmaciones utópicas, le ha ido proporcionando a lo largo de los años: no solamente la del límite de todo lo creado, sino también de su propio límite. Sus primeras experiencias del período de la infancia llevaban ya este sello negativo, y ahora nuevamente, como ya en el Memorial de Isla Negra, el clima de esa época remota se insinúa en el jardín, con su lección de tierra, confirmando la conciencia de que todo pertenece a esa «agricultura de los huesos» que, siguiendo a Quevedo303, Neruda denuncia en Canción de gesta304. En Jardín de invierno, sin embargo, el acento de angustia parece a veces   —129→   atenuarse, debido a una resignada constatación: «pertenezco a la tierra y a su invierno»305.

Quevedo, referencia constante para Neruda en su angustia metafísica, está nuevamente presente en el nuevo libro poético para subrayar el contraste entre lo que anuncia el vigor y la vida, al llegar la primavera, y la realidad física del bardo ya gravemente aquejado por el mal. En el poema «Con Quevedo, en primavera», la novedad de los valores cromáticos del comienzo se contrapone a los dolidos acentos de la segunda parte; se confirma el vivo apego de Neruda al mundo natural, pero aquí lo domina el sentido triste de su propio agotamiento: «Sólo no hay primavera en mi recinto»306.

A su condición física el poeta había ya hecho alusión en los versos de «El cobarde», de Geografía infructuosa; ahora se refiere claramente a las «enfermedades» que han subido a la «ventana oscura» de su casa; desalentado, advierte el límite también del amor; percibe los aromas de la tierra que se renueva y lo que también en él parecería que quisiera renovarse, aunque inútilmente debido a su decaimiento físico:


Primavera exterior no me atormentes,
desatando en mis brazos vino y nieve.



El vitalismo manifestado en La espada encendida queda anulado. La poesía nerudiana parece ensombrecerse aún más, pero de repente el verso se hace transparente, manifestando un deseo de paz, de comunicaciones fortalecedoras:

  —130→  

dame por hoy el sueño de las hojas
nocturnas, la noche en que se encuentran
los muertos, los metales, las raíces,
y tantas primaveras extinguidas
que despiertan en cada primavera307.



Jardín de invierno es una sucesión de momentos que se contraponen entre sí, aunque domina la nota preocupada. En este libro se afirma un destino que hizo a Neruda partícipe de los acontecimientos dolorosos del mundo. El poeta manifiesta solidaridad con los que sufren; vuelven imágenes que llevan al pasado, a las Residencias y a Anillos -«Ésta es la hora / de las hojas caídas, trituradas / sobre la tierra...»308-, o al más reciente Fin de mundo -«Los que cruzamos estas edades con gusto a sangre, / a humo de escombros, a ceniza muerta...»309-, donde se refleja en todo su horror la tragedia de los tiempos que la humanidad ha recientemente vivido y todavía vive.

Pero nada se repite en la poesía nerudiana; todo vive una vida nueva, hasta el acento dramático. El sentido del tiempo perdido, de su impiadoso transcurrir, se afirma en la alusión al «frío corazón de los relojes» que fueron «recortando» la vida del poeta310. A veces el tema del tiempo lleva a la infancia, pero su voz llega quejosa desde los bosques remotos:


Lo cierto es que el tiempo se escapa
y con voz de viuda me llama
desde los bosques olvidados311.



  —131→  

La llamada de la soledad es insistente y el repudio por un mundo negativo se manifiesta en la mención de la humedad, el agua, los orígenes natales. Se aprecian sinestesias de presencia remota: «y hay un olor de soledad aguda, / de humedad, de agua, de nacer de nuevo...»312. Es la misma postura que encontramos en «Walking around» de la segunda Residencia en la tierra. Es esta visión negativa del mundo la que empuja a Neruda a buscar el mar, un mar bien individualizado como categoría del espíritu:


Yo quiero el mío mar, la artillería
del océano golpeando las orillas,
aquel derrumbe insigne de turquesas,
la espuma donde muere el poderío.



El océano frente a Isla Negra representa un ancla, un refugio ante la destrucción física y el acentuarse en el poeta de preocupaciones por la situación política chilena ya difícil, según parece posible deducir de algunos versos del poema «Otoño». Si Neruda había cantado incansablemente el océano celebrando su belleza o su trágico poder, viendo en él la fuente de las germinaciones o bien de la destrucción, interpretándolo ya como un dios indiferente a la aventura del hombre, eterno como el tiempo y como el tiempo imperturbable, o presentándolo como fuente de la sabiduría, ahora su presencia resuena, con multiplicados acentos, como una liberación: «es el libertador. Es el océano, / lejos, allá, en mi patria, que me espera»313.

  —132→  

Angustia y esperanza, momentos contrastantes en cada hombre, en Neruda llevan a menudo a la resignación. En «Animal de luz» él afirma que se había visto acosado por su enemigo, la muerte, y denuncia su cansancio por encima de la experiencia del bosque, del amor y de la vida; declara que está huyendo no de otros sino de sí mismo, con una única verdad afirmada a la que, al final, parece resignarse: «y el hombre se acomoda a su destino»314. En este naufragio humano el océano llega a ser la única estrella y, una vez más, fuente de una lección salvífica:


No hay albedrío para los que somos
fragmento del asombro,
no hay salida para este volver
a uno mismo, a la piedra de uno mismo,
ya no hay más estrellas que el mar315.



El libro de poemas que Neruda titula 2000 se abre sobre un panorama oscuro del mundo. El juicio del poeta es más duro que en libros anteriores; denuncia los años en que «tembló la esperanza», confiesa su vergüenza por la verdad que se pudrió en tantas fosas, declara la inutilidad de tanta destrucción316, protesta contra la vanidad de la inauguración del nuevo siglo para el «pobre diablo del pobre Tercer Mundo», llegado al año fatal con todo lo que formó su vida, «la mala salud y los peores empleos», la miseria, la «geografía numerosa del hambre»317. Por el contrario   —133→   denuncia la florida situación del «anarcocapitalista», del nuevo explotador de las inquietudes sociales y políticas de nuestro tiempo, perfectamente a sus anchas en el nuevo siglo, que para él es «una gran cuenta corriente», en la que, «por suerte», resulta acreedor318.

Es un momento más de la angustia nerudiana, de su compromiso con la humanidad. El contraste sobre el cual se funda la tristeza del mundo, la esclavitud del hombre, que está en la base de destrucciones y ruinas, lo acentúa el poeta eficazmente, denunciando la secular explotación de los humildes. La confianza que Neruda tenía en un futuro de signo positivo parece haber desaparecido: él ve el siglo en busca de nuevas formas de muerte, ahora que la tierra va agotando sus riquezas minerales, fuente de tantos conflictos319.

Ya en Fin de mundo el poeta había preconizado años tristes para el fin del milenio, y, sin embargo, él sigue siendo fiel a su función de alentar la esperanza. El ejemplo lo da la madre tierra, que no acepta muerte ni reposo y es pródiga en germinaciones: a cada primavera se abre al sol y sus frutos se hacen cascada320. El himno a la tierra es el reconocimiento por una bondad que continuamente se afirma, a pesar de los hombres, progenie maldita, salvada, sin embargo, como «luz del mundo»:


Alabada sea la vieja tierra color de excremento,
sus cavidades, sus ovarios sacrosantos,
las bodegas de la sabiduría que encerraron
cobre, petróleo, imanes, ferretería, pureza,
—134→
el relámpago que parecía bajar desde el infierno
fue atesorado por la antigua madre de las raíces y cada día
salió el pan a saludarnos
sin importarle la sangre y la muerte que vestimos los hombres,
la maldita progenie que hace la luz del mundo321.



La celebración de la tierra en el largo poema anuncia en 2000 un cambio de acentos, que el poeta mantiene, sin embargo, en suspenso, incluyendo entre el IV y el IX canto los aludidos panoramas negativos y la protesta del desheredado y el explotado. Neruda parece todavía estar dudando entre la interpretación negativa y la positiva, entre un pasado y un presente infelices, que se proyectan sobre el futuro inaugurado por el nuevo siglo y perspectivas más serenas. Pero el canto IX se titula significativamente «Celebración», y es como si la humanidad hubiese pasado por dos milenios oscuros para llegar a una edad feliz en la que van a realizarse concretamente las perspectivas del bien. El símbolo de las uvas, de tan arraigada presencia en la poesía nerudiana, vuelve a afirmarse como indicio de plenitud vital; los nuevos días crecerán «hoja por hoja», dando lugar a una nueva condición de la humanidad:


y fruto a fruto llegará la paz:
el árbol de la dicha se prepara
desde la encarnizada raíz que sobrevive
buscando el agua, la verdad, la vida322.



  —135→  

La confianza del poeta en el futuro se afirma en la obstinación con que proclama la voluntad humana de hacer el nuevo día «dorado y quemado / como los granos del maíz»323. Es un futuro radiante que Neruda abre a todos, especialmente a los pueblos que con sangre y sudor en tiempos recientes conquistaron su independencia. El final del poema vuelve, así, a consagrar al poeta en su función de intérprete de la Historia. Por encima de su propia condición de ser transitorio, Neruda establece el valor positivo de su canto en cuanto voz que documenta la inquietante aventura del hombre en la tierra.

Como ya en Estravagario, el poeta chileno oculta en El corazón amarillo, bajo una nota a veces aparentemente despreocupada, sus problemas nunca resueltos. La ironía, la extravagancia, el humor están presentes en el libro, pero muy lejos de constituir esa «veta risueña, excéntrica y aun disparatada por momentos» como se ha pretendido324. Hasta en poemas como «El héroe», «Sin embargo me muevo», «Una situación insostenible», la sustancia de las preocupaciones nerudianas se evidencia claramente.

El corazón amarillo desarrolla la melancolía que en el poeta brota hasta del sentimiento que le une a su amada. La sugestión del mar, de las «cosas mojadas», de las olas, o sea de las anteriores «materias» de las cuales se nutría la sensibilidad de Neruda, son repudiadas por una situación «únicamente terrestre» y en ella por la búsqueda de una tranquilidad que evite la curiosidad de quienes consideran al poeta «un vulgar / cadáver especializado»325. El cansancio   —136→   de vivir se afirma en «Otro más» y en varios poemas sucesivos, y lo mismo el repudio por lo que significa violación de la intimidad, notas ya visibles en Estravagario, pero que aquí adquieren un significado más profundo a la luz de la situación física del poeta: véase el poema «Sin embargo me muevo». Se diría que, a pesar de la irrupción de matices aparentemente serenos, Neruda está convencido, dominado, por el sentimiento deprimente de un ocaso personal que lo exilia de la vida. No hay, sin embargo, desesperación; el poeta no se abandona a la evocación doliente, sino que una vez más consigna en su libro el significado de una lección definitiva que la vida le ha dado. Entre las infinitas ilusiones -«No se cuentan las ilusiones»326-, en medio del terror que los hombres y la naturaleza difunden con sus destrucciones327, el mar sigue enseñándole ahora sobre todo el amor328, la naturaleza ofreciéndole una continua lección positiva329. La filosofía nerudiana se resume en este sencillo y fundamental reconocimiento. En la humildad de la tierra reside la fuente primera de la esperanza. Consciente de haber llegado a vivir en un momento crucial de la humanidad330, Neruda afirma, a pesar de todo, que nada está perdido331 y proclama una vez más la necesidad de la solidaridad entre los hombres, de quienes es necesario penetrar no solamente la condición desdichada, sino compartirla332.

  —137→  

Llegado al crepúsculo de su vida, mientras aún el amor le dicta versos fragantes -«mi sal de la semana oscura, / mi luna de ventana clara»333- el poeta chileno parece haber obtenido de toda su experiencia vital un fruto dudoso, al que alude en el poema «Enigma para intranquilos»:


Cuando de aquel reloj caiga una hora
al suelo, sin que nadie la recoja,
y al fin tengamos amarrado el tiempo,
ay! sabremos por fin dónde comienzan
o dónde se terminan los destinos.



Los muchos interrogativos nerudianos asoman en El libro de las preguntas, sin que ostensiblemente el poeta busque esta vez una respuesta. El libro se presenta como una summa de la problemática de Neruda, que se manifiesta en composiciones breves. Presenciamos así nuevos momentos del desaliento nerudiano; la tristeza que empapa el final del poema III -«Hay algo más triste en el mundo / que un tren inmóvil en la lluvia?»-, conduce a numerosos momentos de su poesía anterior, especialmente al inquietante «Sueño de trenes», de Estravagario. Un agudo dolor por la ausencia se manifiesta en el poema IX, donde vuelve el recuerdo de personas que poblaron el tiempo más amado por Neruda:



Dónde están los nombres aquellos
dulces como tortas de antaño?

Dónde se fueron las Donaldas,
las Clorindas, las Eduvigis?



  —138→  

A las ronsardianas «nieves de antaño», de honda sugestión para el poeta, se sustituyen ahora las «tortas de antaño», para significar tiempos felices, desgraciadamente perdidos. Asalta al lector el recuerdo del poema «Dónde estará la Guillermina?», de Estravagario, pero la tristeza del recuerdo de familiares perdidos lleva a «Fin de fiesta» de los Cantos ceremoniales. La enumeración de los objetos que sufrieron la acción destructora del tiempo, la mención del «pobre Alberto», desaparecido en la flor de su vida -«con violín»-, del padre que «se desploma» hacia el abuelo, en el poema citado, es sustituida en el poema IX del Libro de las preguntas por presencias femeninas que evocan con ternura un pasado feliz definitivamente muerto.

Vienen luego las alusiones a los enemigos literarios, la preocupación del autor por su poesía, nuevamente evocadores, estos temas, de otros anteriormente desarrollados en Estravagario y en los Cien sonetos de amor. En el poema XVIII del Libro de las preguntas la denuncia de la política de Nixon envía el lector a Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena, así como la invectiva contra la guerra de Viet Nam remite a Fin de mundo. El sugestivo cromatismo del poema XIX está muy cerca del de la «Oda a la sandía», de Navegaciones y regresos. El renovado canto a su amada en el poema XXII, donde una serie de interrogantes implican el reencuentro, las transformaciones de la naturaleza, la presencia de Matilde, el misterio del agua y del cielo, resucita motivos y atmósferas propios de varios de los Cien sonetos de amor.

El problema del tiempo y el de Dios, tratados en el poema XXIII, también recuerdan una serie infinita de momentos de la poesía nerudiana. En el poema XXV la imposibilidad de individuar al verdadero Dios «entre los dioses de Calcuta», reafirma el repudio de Neruda por la   —139→   religión del Oriente, ya manifestado en varios poemas anteriores, especialmente en «Religión en el Este» del Memorial de Isla Negra. El poema XXXI presenta un evidente punto de contacto con la composición poética «Y cuánto vive?», de Estravagario, por el irresuelto problema de la finalidad de su existir: «A quién puedo preguntar / qué vine a hacer en este mundo?». Toda una materia candente que confirma la angustia, en nuevas formas y acentos, del hombre Neruda en el momento del balance final.

El tema de la vida y de la muerte, en cuanto implican de inquietante misterio, lo trata el poeta en las composiciones que van de la XXXV a la XXXIX. El problema de la muerte implica el de la permanencia, que provisionalmente Neruda había resuelto, en el soneto final de los Cien sonetos de amor, acudiendo al panteísmo y a la teoría cíclica de las transformaciones.

Los tonos más sombríos de la poesía nerudiana vuelven en las composiciones aludidas, a través de la insistida mención de los huesos disgregados, la destrucción, los «gusanos». Atmósfera de ultratumba que se acentúa más en el poema XXXVII por la mención de las cenizas, la alusión a un renovarse futuro de labios que besarán claveles, mientras en el poema XXXVIII domina la muerte. Una sucesión original de poemas fúnebres.

Sucesivamente el tono de la poesía nerudiana parece serenarse: Neruda celebra en el poema XLI el misterio de la naturaleza, en el poema XLIII trata del sueño, en el XLIV vuelve al clima de la infancia, denunciando su desgarrada ausencia. Vuelve al tema de la muerte en el poema XLV, a la obsesión por el tiempo y los «besos que no florecieron» en el poema XLVI, a la melancolía del otoño y de la lluvia, en el XLVII, a la evocación del mar, otro misterio sin respuesta, razón de su «entusiasmo perdido», en el poema   —140→   XLIX. Los dos primeros versos del poema XLIX se conectan visiblemente con el poema «Desconocidos en la orilla», de Estravagario: frente a la angustia del hombre persiste la indiferencia del mar.

El clima sombrío de estos poemas y de los anteriores se acentúa más todavía en las composiciones finales. En el poema LI el repudio por la ciudad, «gran océano / de los colchones que palpitan», resucita la inquietante atmósfera de «Walking around» de la segunda Residencia en la tierra; la ceniza que, en el poema LIV, cubre los balcones, remite a «La calle destruida» de la misma Residencia. En el poema LIX Neruda busca nuevamente una explicación a su presencia en la tierra y en el sucesivo denuncia su insignificancia y al mismo tiempo su miedo radical a la nada, que en el poema último, el LXII, se manifiesta en renovados acentos que remiten una vez más a Quevedo:


Cuando ya se fueron los huesos
quién vive en el polvo final?



En el Libro de las preguntas no hay nada, o muy poco, que se abra a la esperanza.

El sexto de los libros póstumos nerudianos, Elegía, celebra el recuerdo de amigos difuntos, enfocados en un paisaje bien determinado, el de Rusia. Se ha afirmado que en este libro la elegía se aleja de la tradición, la contradice y resulta «descascarada», concreta y humilde, lejana de la oratoria y la retórica del sentimiento334. Neruda asume, en efecto, una postura nueva y el lector tiene frecuentemente   —141→   la impresión de que el tono amplio del sentimiento al que el poeta lo ha acostumbrado en el tema del recuerdo, ha sido sustituido, con éxito discutible, por una esencialidad que linda con la aridez, lo que, singularmente, ha dado motivo para una valoración positiva en cuanto «elegía materialista»335. En realidad la serie de las exclamaciones desmiente esta interpretación y el libro mantiene contactos evidentes con otros momentos nerudianos que rebosan sentimiento. No inútilmente Elegía comienza con la evocación de Luis Lacasa y de Alberto Sánchez; de repente el clima vuelve a ser el de siempre, el que constantemente caracteriza la poesía de Neruda: el recuerdo de amigos perdidos y de la época en que residió en España.

En la larga galería de personajes evocados -entre ellos Stalin, de nuevo condenado, como ya en «El episodio», del Memorial de Isla Negra-, en las notas con las que capta el paisaje, de Moscú al campo cubierto de nieve, se abre paso siempre el sentimiento participativo del poeta. La independencia que Neruda ha siempre afirmado frente a los movimientos estéticos y al conformismo lo mueve a repudiar ostensiblemente también el «falso realismo», la invasión de «abominables, bigotudas / estatuas plateadas y doradas»336. Lo había hecho ya en «Cierto cansancio», de Estravagario, y en Elegía este repudio se expresa no solamente en el poema VI, sino también en el X dedicado a Puskin. El sentido del tiempo y de la muerte penetra continuamente el verso nerudiano y hasta las estatuas en su inmovilidad constituyen un interrogativo:

  —142→  

escuchan?, son un vestigio congelado,
un ademán, un movimiento inmóvil,
el despojo del alma?



El concepto, tan arraigado en Neruda, del desgaste humano introduce de nuevo en las elegías los símbolos de la ceniza y el tema del tiempo. En este libro el poeta chileno vierte sus preocupaciones, incluso nuevamente la de justificar sus errores acerca de hombres como Stalin, celebra la grandeza de la Revolución rusa, el heroísmo del pueblo, la belleza activa de la capital. Lo que más importa es lo que Neruda infunde en sus versos: la sensibilidad hacia los grandes problemas del hombre, a través de un arte vibrante y transparente que le sitúa con pleno derecho entre los clásicos -no en vano se declara hijo de Apollinaire y de Petrarca337-, el amplio tono panteísta, que se afirma como comprensión por todo lo que ha sido creado y ancla de salvación para el mismo poeta.

Libro de particular dramatismo es El mar y las campanas, que más bien parecería un nuevo capítulo del Memorial de Isla Negra, del cual resucita el tono íntimo, recogido, siguiendo una memoria que parece determinada a reconstruir ahora, una vez más, lo positivo de la experiencia vital del poeta, sin por ello olvidar desalientos y desilusiones. El poema «Final», que cierra el libro, última composición de Neruda en vida, proyecta sobre toda la colección una intensa nota emotiva.

En El mar y las campanas vuelve, poderosa, la nota autobiográfica, que se expresa en la celebración de la amistad, del amor, en revelaciones de la angustia existencial del   —143→   poeta, la alusión a experiencias personales, y otros motivos numerosos. El carácter en parte inacabado del libro -aclara el editor que Neruda puso solamente título a algunos poemas338- invita a meditar en torno a la condición del hombre frente a la muerte, tantas veces destacada dramáticamente por el poeta. El clima del libro es el del fin; en el poema «Buscar» la ola difunde esta atmósfera y el sentido de la nada vuelve a ser tiránico.

El sentido del tiempo, presente en «El reloj caído en el mar», de la segunda Residencia en la tierra, vuelve en el poema que comienza con «Hoy cuántas horas...»: en «El reloj caído en el mar» eran los «pétalos del tiempo» que caían «inmensamente», «como vagos paraguas parecidos al cielo», «creciendo en torno», mientras que en el poema citado de El mar y las campanas son las horas las que «van cayendo / en el pozo, en la red, en el tiempo», acumulándose con los días, los meses, las «noches deshabitadas», los elementos negativos o alucinantes del recuerdo, «ropas, mujeres, trenes y provincias». La marea que sube es, sin embargo, la misma, con imagen inversa. No sorprende, pues, que Neruda vuelva a su visión negativa del mundo. Con ritmo que recuerda «Débil del alba» afirma esta negatividad en «Desde que nació...»:


Hora por hora con una cuchara
cae del cielo el ácido
y así es el hoy del día,
el día de hoy.



  —144→  

La infelicidad del hombre es denunciada en «Pedro es el cuando...»: los seres no tienen objeto, las palabras «sin destino» y en el aturdimiento del trajín diario el teléfono nos comunica con llamada urgente la fatal noticia: «queda prohibido / ser felices».

La concepción angustiosa de la suerte humana se manifiesta en el tema del recuerdo, fuente de dolor. Hasta el amor, a estas alturas de la vida, denuncia la angustia del bien perdido: «Fue tan bello vivir / cuando vivías!», escribe en «Final», cancelando de un solo trazo el sentido de vida reencontrada, de estación feliz con su amada, afirmado en tantos poemas de Estravagario, de Cien sonetos de amor, del Memorial de Isla Negra, de La Barcarola y en el comienzo mismo del poema citado.

También el recuerdo de la infancia ahora es amargo, como lo es la profesión de adhesión a la naturaleza. Domina en la poesía nerudiana la nostalgia por el tiempo pasado y en este clima -véase «Llueve...»-, la lluvia vuelve a ser fuente de tristeza, desaliento en espera de la primavera. Entre los recuerdos del tiempo feliz, ahora motivo de desilusión, se encuentra la experiencia madrileña, a la que Neruda alude en «Les contaré...», porque a esta experiencia opone la condición en que España vive bajo el franquismo. Y vuelven premoniciones del fin, visibles en «Un animal pequeño...», colores sombríos, invectivas contra el tiempo actual, como en «Sí, camarada...» y «Sangrienta fue...», que una vez más recuerdan acentos parecidos de Fin de mundo, más exactamente de «Muerte de un periodista», y de los poemas citados de El mar y las campanas, donde Neruda denuncia la edad sangrienta y nos solicita a prepararnos para de nuevo matar y morir:


Está florido lo que fue sangriento.
Prepararse, muchachos,
—145→
para otra vez matar, morir de nuevo,
y cubrir con flores la sangre.



Por encima de tantos motivos de reflexión sombría, sin embargo, el mensaje de Neruda se manifiesta nuevamente como confianza en el triunfo del bien. Los últimos versos de «Final» concluyen, a pesar de todo, afirmando una perspectiva de serenidad en el amor:


El mundo es más azul y más terrestre
de noche, cuando duermo
enorme, dentro de tus breves manos.



Tono preocupado, actitud de burla y elusión informan el último de los libros póstumos nerudianos, Defectos escogidos, que en este sentido presenta también un directo contacto con Estravagario. De manera programática el primer poema, «Repertorio», aclara la intención del poeta, el sentido del libro: una galería de personajes vivos o difuntos, buenos y malos, entre los cuales se pone el poeta, que se proclama «archivista» de sus defectos, no «inicuo juez», sino anotador paciente.

En otras ocasiones Neruda había asumido, más que el papel de juez de su tiempo y de los hombres, el de testigo de la edad que le había tocado vivir. En Defectos escogidos adopta de nuevo esta postura cuando denuncia, en «Un tal Montero», la traición; en «Charming» la conjuración de las grandes familias chilenas desarraigadas de la realidad del país, y cuando celebra, en «Cabeza a pájaros» y «Llegó Homero», la integridad de la amistad. O cuando revela y subraya, en «Antoine Courage» y «El otro», su duda en la interpretación de los hombres; las variadas e indescifradas experiencias, en «Triste canción para aburrir a cualquiera»; su propia complicación interior y su «torpe» condición,   —146→   que ahonda sus raíces en la primera infancia, en «El incompetente»; o bien cuando protesta su apego a la naturaleza, que matizó toda su vida, en «Orégano»; los desalientos frente a la conciencia de su humano transcurrir, en «Otro castillo», y en «El gran orinador» la denuncia de un destino que afea tristemente al mundo.

Tampoco faltan motivos políticos propiamente, como en «Muerte y persecución de los gorriones», en el que critica a los chinos, ni, como ya en los Cantos ceremoniales, exaltaciones de poetas a quienes ahora se siente cercano, como en «Paseando con Laforgue», poeta del cual destaca el significado positivo, la lección despreciada en su juventud, una juventud, declara, «que sólo amó la tempestad, la furia».

Se diría que en Defectos escogidos, a pesar de todo, la angustia nerudiana cede el paso a acentos más serenos, dentro de una comprensión que no excluye la reprobación. Con frecuencia el poeta vuelve a la nota de humor tan presente en Estravagario, o interpreta inéditas fragancias al evocar a la naturaleza, de la que confirma la lección como escuela del silencio.

Parecería que Neruda, organizando estos libros, hubiese querido despistar una vez más al lector, ofreciéndole un final, a pesar de todo, abierto a la esperanza. La poesía póstuma nerudiana, con todos los puntos de contacto que presenta con la producción del pasado, afirma ciertamente resultados artísticos nuevos y originales, pero sobre todo ofrece el documento de un hombre en crisis profunda, sometido a continuos y contradictorios impulsos339.



  —147→  

Arriba- 8 -

Las ciudades del mundo


Durante toda su vida Neruda ha sido un viajero incansable. Los acontecimientos de su existencia lo han llevado a las ciudades más diversas del mundo y algunas de ellas han representado una experiencia decisiva, la acentuación de una problemática apremiante, ilusiones que fortalecían el sueño de fraternidad, o a veces también decepciones profundas.

Desde las remotas regiones del Sur chileno, sediento de conocimiento, pero al mismo tiempo infeliz por alejarse del mundo rural de su infancia, el primer viaje del joven poeta le llevó a Santiago, la capital, para continuar con sus estudios universitarios. No fue una experiencia feliz; ya en su primer libro de versos, Crepusculario, que se remonta al período 1920-1923, un sector titulado «Los crepúsculos de Maruri» matiza de negatividad esta experiencia, denuncia una soledad infeliz: «Mi alma es un carrousel vacío en el crepúsculo»340, escribe, y ulteriormente define un estado de ánimo deprimido: «Aquí estoy con mi pobre cuerpo frente al crepúsculo»341. El sentido de una vida inútil lo expresa con desesperación, al fondo un espectáculo inolvidable:

  —148→  

Yo no sé porque estoy aquí, ni cuándo vine,
ni por qué la luz roja del sol lo llena todo:
me basta con sentir frente a mi cuerpo triste
la inmensidad de un cielo de luz teñido de oro,
la inmensa rojedad de un sol que ya no existe,
el inmenso cadáver de una tierra ya muerta,
y frente a las astrales luminarias que tiñen el cielo,
la inmensidad de mi alma bajo la tarde inmensa342.



Denuncia de sabor vagamente romántico, pero también notas originales de captación del paisaje, que pronto debían manifestarse cumplidamente, desde el punto de vista artístico, en los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, donde la naturaleza es interpretada dramáticamente y es telón de fondo al amor entendido como tormento.

A distancia de decenios Neruda volverá a evocar, en el Memorial de Isla Negra, el difícil período de su vida de estudiante y hablará entonces más explícitamente de «La pensión de la calle Maruri», denunciando su repudio por Santiago, ciudad donde «Las casas no se miran, no se quieren», están unidas pero sus ventanas «no ven la calle, no hablan, / son silencio». En la evocada tarde, al ponerse, el sol esparce «fuego fugitivo», «La bruma negra invade los balcones»343. Es una sensación que, a pesar del tiempo que ha pasado todavía le oprime. La soledad se hace pesada, se transforma en pesadilla y cárcel, se abre a una sola perspectiva desolada de días y miseria:

  —149→  

Abro mi libro. Escribo
creyéndome
en el hueco
de una mina, de un húmedo
socavón abandonado.
Sé que ahora no hay nadie,
en la casa, en la calle, en la ciudad amarga.
Soy prisionero con la puerta abierta,
con el mundo abierto,
soy estudiante triste perdido en el crepúsculo,
y subo hacia la sopa de fideos
y bajo hasta la cama y hasta el día siguiente344.



En sus memorias Neruda aclarará aun más esta situación personal, manifestará la sensación de ahogo que experimentó en cada viaje que le llevaba desde el campo a la capital, desarraigo del paisaje familiar de grandes bosques empapados en lluvia:

siempre me sentí ahogar cuando salía de los grandes bosques, de la madera maternal. Las casas de adobe, las ciudades con pasado, me parecían llenas de telarañas y silencio. Hasta ahora sigo siendo un poeta de la intemperie, de la selva fría que perdí desde entonces345.



Será la miseria de la vida ciudadana como estudiante pobre, en la pensión de la calle Maruri 513, número que nunca más olvidó, confiesa Neruda, tanto había sido, la primera vez, el temor a olvidarlo y a perderse en la gran ciudad que no conocía. Una sucesión de días monótonos   —150→   y vacíos, dominados por el hambre, solamente interrumpidos por extraordinarias puestas del sol:

En la calle nombrada me sentaba yo al balcón a mirar la agonía de cada tarde, el cielo embanderado de verde y carmín, la desolación de los techos suburbanos amenazados por el incendio del cielo.

La vida de aquellos años en la pensión de estudiantes era un hambre completa. Escribí mucho más que hasta entonces, pero comí mucho menos346.



El permanente repudio de Neruda por Santiago procede probablemente de estas experiencias negativas. La ciudad chilena preferida será Valparaíso, muy distinta de la capital: mientras ésta se le presenta cerrada, hostil, Valparaíso es una ciudad abierta a todos los vientos, a la aventura exaltante. Escribe:

algo indefinible distancia a Valparaíso de Santiago. Santiago es una ciudad prisionera, cercada por sus muros de nieve. Valparaíso, en cambio, abre sus puertas al infinito mar, a los gritos de la calle, a los ojos de los niños347.



Y de nuevo: «Valparaíso es secreto, sinuoso, recodero»348; «Valparaíso a veces se sacude como una ballena herida. Tambalea en el aire, agoniza, muere y resucita»349; una ciudad fantástica donde

Las escaleras parten de abajo y de arriba y se retuercen trepando. Se adelgazan como cabellos, dan un ligero reposo, se   —151→   tornan verticales. Se marean. Se precipitan. Se alargan. Retroceden. No terminan jamás350.



No dejará nunca Neruda de cantar a esta ciudad con entusiasmo vital: ella significa para él las primeras experiencias del amor, la solidaridad en la persecución, la presencia sobre todo del mar, elemento indispensable para el poeta, tanto que construyó su casa preferida a orillas del Pacífico, en Isla Negra. En Valparaíso también construirá una casa, «La Chascona», encaramada en la colina, que siempre prefirió a la santiagueña «La Sebastiana».

En la ciudad marinera todo se le presenta viril; especialmente le llaman la atención a Neruda los hombres de mar, que le parecen ejemplos de fuerza, de valor singular y estimulan en él el deseo de la aventura, el que había absorbido de sus lecturas de la infancia, sobre todo de Los trabajadores del mar de su siempre venerado Victor Hugo. Para Neruda Valparaíso representa una especie de solaridad de promesas para su tierra y su gente. El entusiasmo nerudiano por las inmensidades marinas, destino feliz de su país, se expresa, a partir de Valparaíso, en el poema «Mares de Chile», del Canto general:


Mar de Valparaíso, ola
de luz sola y nocturna,
ventana al océano
en que se asoma
la estatua de mi patria
viendo con ojos todavía ciegos351.



  —152→  

La alusión a la condición política de Chile atestigua la participación del poeta a la situación de su patria y de su pueblo, oprimido por la dictadura, situación destinada a ejercitar influencia en la orientación política de Neruda.

De las ciudades celebradas o mencionadas en su obra por el poeta chileno, no cabe duda alguna, Valparaíso es la más presente, porque lo es en su intimidad, como siempre lo fue su país. Una experiencia inolvidable de solidaridad concurre a exaltar el significado de la ciudad marina. Durante su persecución, después de la dura denuncia contra González Videla en el Senado, Neruda encuentra refugio en Valparaíso. En el Canto general el poeta celebra con pasión y gratitud el encuentro feliz con la fraternidad:


Otra vez, otra noche, fui más lejos.
Toda la cordillera de la costa,
el ancho margen hacia el mar Pacífico,
y luego entre las calles torcidas,
calleja y callejón, al paraíso.
Entré a una casa de marineros.
La madre me esperaba.
«No supe hasta ayer -me dijo-: el hijo
me llamó, y el nombre de Neruda
me recorrió como un escalofrío.
Pero le dije: qué comodidades,
hijo, podemos ofrecerle?». «Él pertenece
a nosotros, los pobres -me respondió-,
él no hace burla ni desprecio
de nuestra pobre vida, él la levanta
y la defiende». «Yo le dije: sea,
y ésta es su casa desde hoy».



Comenta el poeta:

  —153→  

Nadie me conocía en esa casa.
Miré el limpio mantel, la jarra de agua
pura como esas vidas que del fondo
de la noche como alas
de cristal a mí llegaban.
Fui a la ventana: Valparaíso abría sus mil párpados
que temblaban, el aire
del mar nocturno entró en mi boca,
las luces de los cerros, el temblor
de la luna marítima en el agua,
la oscuridad como una monarquía
aderezada de diamantes verdes,
todo el nuevo reposo que la vida
me entregaba.
   Miré: la mesa estaba puesta,
el pan, la servilleta, el vino, el agua,
y una fragancia de tierra y ternura
humedeció mis ojos de soldado352.



Por éste y por otros episodios semejantes Neruda pudo justamente afirmar que había sido un hombre afortunado, por haber experimentado el afecto de los desconocidos, lo que le había dado una sensación aún más grande y más bella que la solidaridad de amigos y de conocidos, puesto que ampliaba su ser y abrazaba todas las vidas353.

La experiencia más significativa del joven Neruda, deseoso de conocer el mundo, tenía que realizarse en Asia y en España. Su aspiración era ir a París y para hacerlo, careciendo   —154→   de medios económicos, hacía falta un empleo, algo que le permitiera mantenerse. En un determinado momento una recomendación eficaz al Ministerio de Asuntos Exteriores le obtuvo el único puesto diplomático libre: se le nombró cónsul de Chile en Rangoon, «un agujero» en la geografía354; creía alcanzar el fabuloso Oriente, pero la realidad debía ser muy distinta.

El largo viaje hacia la sede consular le permitió a Neruda conocer de paso Lisboa y París; se embarca luego en Marsella y el viaje, con escalas en Gibuti, Shangai, Yokoama, Tokio, Singapore, termina finalmente en Rangoon. De estas ciudades, de algunas en particular, Neruda evidencia en su poesía el signo de una experiencia dramática. El momento es de gran importancia para su formación debido al concretizarse de una problemática que se refuerza en el contacto con el mundo asiático. Los aterradores espectáculos de muerte, las piras sobre las que arden los difuntos, le presentan apremiante el problema del límite humano. Neruda alcanza así la miseria del hombre y la denuncia en uno de los poemas de mayor relieve de la primera Residencia en la tierra, «Entierro en el Este», donde la insignificancia del ser humano se expresa en su escalofriante verdad: la lóbrega embarcación que, después del rito, transporta las cenizas del difunto para dispersarlas sobre las aguas del río sagrado, con acompañamiento de música estridente y tam tam, es de lo más inquietante; al fondo, todavía el «humo de las maderas que arden y huelen». La ceniza deviene, para el poeta, «trémula», fuerza consumida que se dispersa en las aguas. Neruda reflexiona   —155→   sombríamente en torno al destino del hombre, sobre lo que queda de él:


flotará como ramo de flores calcinadas
o como extinto fuego dejado por tan poderosos viajeros
que hicieron arder algo sobre las negras aguas y devoraron
un aliento desaparecido y un licor extremo355.



A distancia de decenios, en el Memorial de Isla Negra, permanece viva para el poeta esta escena356, la agonía de los cuerpos devorados por las llamas, y vuelve a ser fuente de inquietud y lección, duda tormentosa.

Una suerte de cansancio cósmico se apodera de Neruda ante la imposibilidad de encontrar una solución al problema de la permanencia, tormento de toda su vida, sin que nunca lograran satisfacerle el materialismo ni el panteísmo. En el panteísmo pareció refugiarse al final, como muestra el último de los Cien sonetos de amor.

Las ciudades del Asia frecuentadas por Neruda determinan en el poeta sustancialmente una visión negativa del mundo y del destino humano, acentuando la problemática existencial. También dan lugar a protestas: es el caso de los fumadores de opio que observa en Singapur; en el poema «El opio en el Este», del Memorial de Isla Negra, Neruda culpa a los ingleses, de cuyo imperio la ciudad entonces formaba parte, y participa con comprensión y respeto del drama de quienes, para huir de su vida miserable, buscaban un instante de felicidad ficticia:

  —156→  

sueño o mentira, dicha o muerte, estaban
por fin en el reposo que busca toda vida,
respetados, por fin, en una estrella357.



Rangoon, con sus pagodas resplandecientes de oro, una religión que no se preocupa de la miseria del hombre, se le presenta al poeta, como consigna en «Religión en el Este», del Memorial, cual prueba cruel de la enemistad de los dioses hacia el «pobre ser humano»:


dioses feroces del hombre
para esconder la cobardía,
y allí todo era así,
toda la tierra olía a cielo,
a mercadería celeste358.



Pero Rangoon es también la sede de otra experiencia nerudiana: del amor. El poeta recuerda a Josie Bliss, «la furiosa», «la iracunda», que lo persigue con sus celos y lo vigila en el sueño armada de cuchillo, hasta cuando él logra liberarse acudiendo a una estratagema, como confiesa en sus memorias359. Pasados ya muchos años desde entonces Neruda piensa en esta mujer con terror y al mismo tiempo con añoranza; para él Josie Bliss representa un momento insustituible del pasado y de su experiencia vital.

En la isla de Ceylán la ciudad de Colombo aprisiona a Neruda en su luz obsesiva, dándole vida y muerte al mismo tiempo -«Esta luz de Ceylán me dio la vida, / me   —157→   dio la muerte cuando yo vivía»360-, le trastorna el cerebro y lo hunde en una soledad que le destruye. Escribe en sus memorias:

La verdadera soledad la conocí en aquellos días y años de Wellawata361. [...] La soledad en este caso no se quedaba en tema de invocación literaria sino que era algo duro como la pared de un prisionero, contra la cual puedes romperte la cabeza sin que nadie acuda, así grites o llores362.



En 1934 Neruda es asignado al consulado general de Chile en Barcelona, después de haber sido cónsul en Buenos Aires, donde en 1933 había tenido la ocasión de conocer a García Lorca, al cual desde entonces le unirá una gran amistad.

En Barcelona Neruda tuvo la suerte de dar con una persona comprensiva, el cónsul general, don Tulio Maqueira; lo afirma en sus memorias:

Descubrió rápidamente don Tulio Maqueira que yo restaba y multiplicaba con grandes tropiezos, y que no sabía dividir (nunca he podido aprenderlo). Entonces me dijo:

-Pablo, usted debe vivir en Madrid. Allá está la poesía. Aquí en Barcelona están esas terribles multiplicaciones y divisiones que no lo quieren a usted. Yo me basto para eso363.



En la capital española Neruda encuentra su mundo ideal. Era un momento de gran significado para la cultura, en el clima de la República, y Madrid hervía en creatividad   —158→   e iniciativas. Allí el poeta chileno conoció a los que serían sus grandes amigos, los poetas de la «Generación del 27» -con García Lorca, ya su amigo, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Jorge Guillen, Pedro Salinas, Cernuda, Altolaguirre-, el joven Miguel Hernández y, entre otros artistas, Ramón Gómez de la Serna, a quien siempre estimó después y al cual profesó gran afecto, celebrándolo más de una vez cual supremo inventor de la maravilla, como en la oda que incluye en 1959 en Navegaciones y regresos364. En sus memorias lo declarará: «es para mí uno de los más grandes escritores de nuestra lengua, y su genio tiene de la abigarrada grandeza de Quevedo y Picasso»365.

La estancia del poeta chileno en Madrid constituye un momento feliz, de activismo creativo, pero también de profunda reflexión existencial, un encuentro con la sustancia más vital de España. Neruda funda y dirige una revista, «Caballo Verde», empresa relevante a pesar de que se publicarán sólo cinco números; el estallido de la guerra civil impediría la salida del sexto, que estaba dedicado al poeta Julio Herrera y Reissig, «segundo Lautréamont de Montevideo»366.

Entre los grandes poetas españoles ya afirmados, Antonio Machado no entusiasmó a Neruda, y mucho menos Valle-Inclán. De Juan Ramón Jiménez, a quien define «poeta de gran esplendor»367, denuncia la envidia y la maldad: «fue el encargado de hacerme conocer la legendaria envidia española»368; y añade:

  —159→  

Este poeta que no necesitaba envidiar a nadie puesto que su obra es un gran resplandor que comienza con la oscuridad del siglo, vivía como un falso ermitaño, zahiriendo desde su escondite a cuanto creía que le daba sombra369.



Conocemos los juicios venenosos del poeta español acerca de la poesía de Neruda370, pero el chileno no fue tan seráfico e imperturbable hacia él como quiere dar a entender.

En el clima madrileño Neruda parece renacer de sus angustias provocadas por el mundo indiano, transformarse y transformar su poesía. Desde la autocontemplación dolorida pasa a una visión radicalmente distinta de sí mismo y de la función de la poesía. Inevitable es la referencia al poema «Reunión bajo las nuevas banderas», de la tercera Residencia en la tierra. La pregunta inicial en torno a quién ha mentido, si el doliente poeta del caos y de la desesperación de la época anterior, o el vitalista de hoy, partícipe de la aventura del hombre, de quien se declara compañero y solidario en la dura lucha por la existencia, implica una respuesta clarificadora. Neruda no repudia su pasado, pero afirma un descubrimiento, el de la solidaridad humana. Una nueva energía le anima y se siente unido a su prójimo en la batalla dura, sostenida por la esperanza371.

A partir de este momento aparecen en la poesía nerudiana los símbolos del pan, del cereal, del vino, destinados a permanecer en ella con significado positivo, sacados   —160→   de un repertorio remoto siempre presente, el de la educación religiosa de su infancia. La perspectiva que se le abre al poeta es luminosa; en el clima de combate que está viviendo en Madrid, Neruda estima que el mundo puede ser cambiado por la solidaridad, con la ayuda-guía de la poesía. Comienza así la larga serie de utopías nerudianas del futuro mundo feliz. Vendrán luego los días de la guerra y la destrucción y entonces a la euforia sucede la indignación. España en el corazón es el testimonio más eficaz de este momento y de la reacción del poeta, a menudo violenta y desacralizadora, nota que ciertos críticos le han reprochado372, sin percibir en la violencia de la palabra nerudiana el significado profundo.

Pero Neruda infundió en España en el corazón también toda su ternura, al contemplar la ciudad destruida, las víctimas destrozadas. Madrid está siempre, para el poeta, en el centro de su sensibilidad; en su alta y digna soledad la ciudad representa a toda la España inocente, víctima de la traición y la violencia:


Madrid sola y solemne, julio te sorprendió con tu alegría
de panal pobre: clara era tu calle,
claro era tu sueño373.



Si el poema «Madrid (1936)» representa una denuncia, el sucesivo, «Explico algunas cosas», es una elegía que implica el recuerdo de los días felices: la casa entre los geranios,   —161→   los amigos de los días claros, las voces del mercado, la maravilla sencilla de los productos de artesanía, todo de repente transformado en fuego por la guerra, en sangre inocente por las calles. La respuesta es sencilla:



Preguntaréis por qué su poesía
no nos habla del sueño, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal?

Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
venid a ver la sangre
por las calles!



Y nuevamente, en «Madrid (1937)», Neruda denuncia la destrucción y contempla con ternura la muerte de tantos inocentes, «Sol pobre, sangre nuestra / perdida, corazón terrible / sacudido y llorando». A pesar de todo, el poeta se declara cierto de la victoria y de la ciudad que resiste al asedio del enemigo hace un símbolo luminoso.

La adhesión de Neruda al drama de la capital española y de España no se explica solamente como reacción a los desastres de la guerra, a la pérdida de los amigos, ni como participación ideológica; tiene motivaciones más profundas, surge de su misma sustancia. Con su llegada a Madrid una suerte de orfandad había sido rescatada: Neruda había vuelto a encontrar su lejana matriz a través de la herencia cultural española. En ella hablaban todavía sus grandes poetas, caudalosos ríos: «Quevedo con sus aguas verdes y hondas, de espuma negra; Calderón con sus sílabas que cantan; los cristalinos Argensolas; Góngora, río de   —162→   rubíes»374. Poetas a quienes se añadirán otros que el chileno sentirá propios: Jorge Manrique, el conde de Villamediana, Garcilaso.

Entre todos estos poetas, el preferido de Neruda, sin duda, es Quevedo, el gran cantor de la muerte y del límite humano. En las notas a su libro, Viajes, donde incluye el conocido «Viaje al corazón de Quevedo», el poeta cuenta su fortuito y afortunado encuentro, en 1935, con la obra del poeta español: saliendo de la estación madrileña de Atocha había dado, en una tienda de libros usados, con un «viejo y atormentado libraco» encuadernado en pergamino, la obra poética de Quevedo375. Su lectura le absorbió durante toda la noche y sirvió para cancelar la visión «bufonesca» que del satírico había tenido antes, por haberlo leído en malas antologías. Neruda consideró siempre este encuentro como predestinado, del mismo modo en que lo fue el de España a través de Madrid. En el «Viaje al corazón de Quevedo» escribe:

A mí me hizo la vida recorrer los más lejanos sitios del mundo antes de llegar al que debió ser mi punto de partida: España. Y en la vida de mi poesía, en mi pequeña historia de poeta, me tocó conocerlo casi todo antes de llegar a Quevedo. Así también, cuando pisé España, cuando puse los pies en las piedras polvorientas de sus pueblos dispersos, cuando me cayó en la frente y en el alma la sangre de sus heridas, me di cuenta de una parte original de mi existencia, de una base roquera donde está temblando aún la cuna de la sangre376.



  —163→  

Palabras ciertamente significativas, pero aún más lo son aquéllas con las que Neruda declara a Quevedo adelantado intérprete de su propio tormento existencial:

Los mismos oscuros dolores que quise vanamente formular, y que tal vez se hicieron en mí extensión y geografía, confusión de origen, palpitación vital para nacer, los encontré detrás de España, plateada por los siglos, en lo íntimo de la estructura de Quevedo. Fue entonces mi padre mayor y mi visitador de España. Vi a través de su espectro la grave osamenta, la muerte física, tan arraigada a España. Este gran contemplador de osarios me mostraba lo sepulcral, abriéndose paso entre la materia muerta, con un desprecio imperecedero por lo falso, hasta en la muerte. Le estorbaba el aparato de lo mortal: iba en la muerte derecho a nuestra consumación, a lo que llamó con palabras únicas «la agricultura de la muerte». Pero cuanto le rodeaba, la necrología adorativa, la pompa y el sepulturero fueron sus repugnantes enemigos. Fue sacando ropaje de los vivos, su obra fue retirar caretas de los altos enmascarados, para preparar al hombre la muerte desnuda, donde las apariencias humanas serán más inútiles que la cáscara del fruto caído. Sólo la semilla vuelve a la tierra con el derecho de la desnudez original377.



La lección metafísica de Quevedo, sin embargo, iba mucho más allá, era aún más profunda, se extendía a todo el destino de la humanidad. El poeta chileno veía confirmado, a pesar del vitalismo de su residencia madrileña, el límite insuperable ya dramáticamente percibido durante su experiencia asiática. Pero, si Quevedo le presentaba la vida como parte de la muerte, como única enfermedad que mata, «el paso arrastrador del tiempo» que nos conduce   —164→   a la muerte, Neruda añade a todo ello un dramático interrogante: «Nos conduce adonde?»378.

El tiempo y la muerte, el límite humano, serán temas permanentes en Neruda; dominarán su existencia no con la serenidad de Quevedo, en cuanto éste tenía ya en la fe la respuesta a la pregunta, mientras que el poeta chileno no encontrará nunca una salida satisfactoria a sus dudas. Del gran poeta del Siglo de Oro Neruda recoge la lección de fondo que ve en la vida el comienzo de la muerte y en el hombre, por su condición mortal, «por su misterio», lo más audaz379. Por eso para el chileno «la vida se acrecienta en la doctrina quevedesca», porque Quevedo no fue para él únicamente una lectura, «sino una experiencia viva, con toda la rumorosa materia de la vida»380. Entre los dos poetas se establece una relación íntima destinada a durar por toda la vida381.

A través de su experiencia madrileña Neruda descubre la sustancia espiritual de España y su cultura, mientras participa de su tragedia en la guerra civil. Lamentará, en el Memorial de Isla Negra, como una desesperada orfandad, la imposibilidad, durante todo el franquismo, de volver a la ciudad amada. El poeta vuelve a evocar el paisaje, las calles, las tiendas de artesanía, las tabernas «anegadas / por el caudal / del duro Valdepeñas», la animación de los niños, el aroma de las panaderías, los carros de luces rojas en el ocaso,   —165→   y un amigo nunca olvidado, Vicente Aleixandre, «que dejé allí -afirma- a vivir con sus ausentes». Madrid representa un mundo íntimo arraigado. La victoria de Franco, que entra en la ciudad «con su carro de esqueletos», es un episodio del desastre de la guerra. Sólo la evocación del amor parece, por un momento, que puede calmar el dolor, pero Delia es únicamente un recuerdo «en el viento iracundo»382. Antes aún, en la sección titulada «El pastor perdido», de Las uvas y el viento, el poeta había expresado su angustia invocando a España como razón de su ser383.

Los casos de la vida llevan a Neruda a tomar contacto con otras ciudades numerosas, entre las cuales México tiene un papel importante. En la capital mexicana el poeta residió como cónsul de Chile y tomó parte en su vida intelectual; en Cuernavaca sufrió una agresión fascista, por haber difundido en carteles sobre los muros de la ciudad su poema dedicado a celebrar la resistencia rusa contra los alemanes en Stalingrado, recibiendo luego, de parte de la intelectualidad mexicana, un público «desagravio».

Más que la capital Neruda celebra en su poesía sobre todo a la nación mexicana, las figuras legendarias de la Revolución, el elemento popular y campesino, el pasado precolombino y su desafortunada resistencia a los conquistadores. De México el chileno seguirá afirmando una imagen de solaridad, sea en el Canto general, sea en las Odas. En cierta ocasión declara con modestia: «Tal vez con todo lo que he amado a México no fui capaz de entenderlo»384.   —166→   Nada menos exacto y es suficiente para comprobarlo, en el Memorial de Isla Negra, el poema «Serenata de México», desbordante de entusiasmo.

Muchas otras ciudades de América Latina encuentran sitio en la poesía nerudiana, pero generalmente son breves menciones y no tienen para el poeta la importancia ni de Santiago, ni de Madrid o de París. Neruda celebra en conjunto a los países americanos; enamorado de su mundo siente la fascinación más bien de la naturaleza, que celebra siempre con entusiasmo.

Lo mismo sucede con Rusia, país hacia el cual está particularmente bien predispuesto, a causa de su orientación política. Moscú, sin embargo, es pálida presencia en el verso nerudiano frente a Stalingrado, en cuyo heroísmo el poeta ve concentrarse la esencia del inmenso país385. Neruda alude sí, en una oda, a un «viaje venturoso», cuando el «ave de aluminio» le lleva hacia la capital de la U. R. S. S., celebra la «claridad nocturna» de Moscú, el «vino transparente», afirma que ha vuelto a la alegría y a amar a la ciudad en la que ve el símbolo del rescate humano. Pero todo se percibe como fruto de un entusiasmo programado, como en tanta parte de su poesía de celebración, y lo es por las naciones del Este, a las que canta en La uvas y el viento, celebrando la felicidad de su liberación, de su rescate gracias al ejército rojo. ¿Qué hubiera dicho Neruda, de vivir más tiempo?

En la celebración de las ciudades del Este europeo, sean ellas Varsovia o Budapest, Bucarest o Praga, hay pasajes inspirados y otros propios de una poesía de ocasión, dedicados   —167→   sobre todo a personajes hoy totalmente descalificados. A veces la sugestión de su propia cultura induce a Neruda a acudir a nombres de poetas ilustres, como Ovidio y Garcilaso, para celebrar naciones «democráticas» como Rumania386. Pero es éste un capítulo que conviene olvidar.

A pesar de la experiencia negativa de su primer impacto con Italia, de donde la policía estuvo a punto de expulsarle, Neruda celebra al menos una ciudad, Florencia. Nápoles lo pone en contacto con la miseria; su interpretación es partícipe, polémica hacia el «gobierno cristiano», o sea democristiano387. Era la época de De Gasperi y de Scelba.

Tampoco Venecia despierta interés en Neruda y mucho menos Milán, entre las no muchas ciudades italianas que el poeta frecuenta; por no hablar de Roma, de la que recuerda solamente la intervención de los intelectuales para impedir su expulsión del país388. Y sin embargo, el poeta chileno tiene en gran concepto al pueblo italiano, al que proclama «la producción más fina de la tierra»389. Con Italia Neruda mantiene una relación de simpatía, por su cultura y su gente, pero también debido a su historia sentimental con Matilde, que se desarrolló en Capri, isla celebrada siempre como reina del mar390.

En cuanto a Florencia, la ciudad atrae a Neruda por su río, más que por sus pinturas y sus libros; hasta declara   —168→   que no los entiende, aunque se apresura a añadir que «no todos los cuadros ni todos los libros, (sólo algunos)»391. Imposible saber cuáles. Lo que el poeta comprende bien son los ríos: «Tienen el mismo idioma que yo tengo», declara392. De aquí su aprecio por el Arno:


Reconocí en la voz del Arno entonces
viejas palabras que buscaban mi boca,
como el que nunca conoció la miel
y halla que reconoce su delicia.
Así escuché las voces del río de Florencia
como si antes de ser me hubieran dicho
lo que ahora escuchaba:
sueños y pasos que me unían
a la voz del río,
seres en movimiento,
golpes de luz en la historia,
tercetos encendidos como lámparas.
El pan y la sangre cantaban
con la voz nocturna del agua393.



El entusiasmo nerudiano por Florencia es dominado por la ideología: la presencia obrera. Una vez más Neruda afirma su visión optimista del futuro, que considera inmediato:


Creo que vamos subiendo
el último peldaño.
Desde allí veremos
la verdad repartida,
—169→
la sencillez implantada en la tierra,
el pan y el vino para todos394.



Con relación a Florencia hay que subrayar todavía el amor del poeta chileno por Dante y, sobre todo, por Petrarca, de quien, en una fábrica, un obrero le regaló un texto, una edición de 1487395. ¿Retórica o sinceridad? El juicio es difícil, pero todo concurre a que Florencia sea, para Neruda, entre las italianas, una ciudad privilegiada. Es el caso mismo de Leningrado entre las ciudades rusas, en cuanto patria de Pushkin, autor venerado por el poeta chileno396.

Entre las ciudades del corazón, como podríamos llamarlas, París es una de las más presentes en Neruda. El poeta, sabemos, nutrió siempre un amor especial por Francia397. Especializado en literatura francesa, Neruda fue un gran conocedor de clásicos y modernos, de Charles d'Orléan y Villón a Ronsard, a los románticos y los modernos, desde Victor Hugo a quien define «pulpo tentacular» de la poesía398, a Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont y Laforgue, a los poetas de la vanguardia, a los grandes del siglo XX, entre ellos Eluard y Aragón. En sus lecturas juveniles figuraban ya, junto con el «ínclito mundo» de Salgari399, Les miserables,   —170→   Les travailleurs de la mer y Nôtre Dame de Paris, que a distancia de tiempo Neruda evoca como símbolos de una edad abierta a la fantasía y la aventura:


Oh aquel momento mortal
en las rocas de Víctor Hugo
cuando el pastor casa a su novia
después de derrotar al pulpo,
y el Jorobado de París
sube circulando en las venas
de la gótica anatomía400.



Si París era para los «señoritos» chilenos el reino de la superficialidad y el erotismo, para Neruda es la sede de una experiencia inolvidable: la de la organización del expatrio de los refugiados españoles de la guerra civil. Conocemos los acontecimientos, a menudo caracterizados por grandes problemas, hasta que los ya sin patria se embarcan en el «Winnipeg» hacia Argentina. Francia sigue siendo para Neruda el país de la libertad, una tierra de excepción. Su capital es el lugar de la amistad y de la maravilla: allí vive Aragón, allí está ese paseo del Sena, que entusiasma al poeta, allí la grandiosa catedral, que Neruda no aprecia como monumento religioso, según ostenta, sino como creación gigantesca y fantástica, una gran nave embarcándose en la cual quisiera hacerse a la mar hacia su América:

La catedral es una barca más grande que eleva como un mástil su flecha de piedra bordada. Y en las mañanas me asomo a ver si aún está, junto al río, la nave catedralicia, si sus marineros tallados en el antiguo granito no han dado la orden,   —171→   cuando las tinieblas cubren el mundo, de zarpar, de irse navegando a través de los mares.

Yo quiero que me lleve. Me gustaría entrar por el río Amazonas en esta embarcación gigante, vagar por los estuarios, indagar los afluentes, y quedarme de pronto en cualquier punto de la América amada, hasta que las lianas salvajes hagan un nuevo manto verde sobre la vieja catedral y los pájaros azules le den un nuevo brillo de vitrales. O bien dejarla anclada en los arenales de la costa del Sur, cerca de Antofagasta, cerca de las islas del guano, en que el estiércol de los cormoranes ha blanqueado las cimas: como la nieve dejó desnudas las figuras de proa de la nave gótica. Qué imponente y natural estaría la iglesia, como una piedra más entre las rocas hurañas, salpicada por la furiosa espuma oceánica, solemne y sola sobre la interminable arena401.



París, ciudad de la sabiduría, ciudad de los libros: «Tantos libros! Tantas cosas! El tiempo aquí seguirá vivo»402. Y sin embargo la ciudad no representa el mismo papel que Madrid para la intimidad nerudiana. De la capital española él capta la continuidad de la sangre, no experimenta sentimientos enajenantes, se siente en un ámbito natural, encuentra sus mismas raíces. La residencia y las experiencias madrileñas le refuerzan en su orientación comprometida y le permiten percibir también la situación del mundo americano:


[...] De pronto
las banderas de América,
—172→
amarillas, azules, plateadas,
con sol, con estrellas y amaranto y oro
dejaron a mi vista
territorios desnudos,
pobres gentes de campos y caminos,
labriegos asustados, indios muertos,
a caballo, mirando ya sin ojos,
y luego el boquerón infernal de las minas
con el carbón, el cobre y el hombre devastados403.



Sustancialmente Madrid significa el encuentro consigo mismo, la individuación de su propia misión404. París es ciertamente la ciudad de la libertad y de la cultura, «una colmena de miel errante, / una ciudad de la familia humana»405, y le fascina a Neruda, pero en ella se siente siempre extranjero y la nostalgia de América lo devora, sentimiento que Madrid no le ha despertado nunca. Al fin y al cabo París es otro mundo, cuyo mensaje, por fascinante que sea la ciudad, el poeta no llega a comprender plenamente: «Yo no soy de estas tierras -declara-, de estos bulevares. Yo no pertenezco a estas plantas, a estas aguas. A mí no me hablan estas aves»406. Y otra confesión aún más clara de inconformidad con el mundo parisino y de adhesión entrañable a la «patria conmovedora»407:

  —173→  

En alguna calle de París, rodeado por el inmenso ámbito de la cultura más universal y de la extraordinaria muchedumbre, me sentí solo como esos arbolitos del sur que se levantan medio quemados, sobre las cenizas. Aquí siempre me pasó otra cosa. Se conmueve aún mi corazón -por el que ha pasado tanto tiempo- con esas casas de madera, con esas calles destartaladas que comienzan en Victoria y terminan en Puerto Montt, y que los vendavales hacen sonar como guitarras [...]408.



Neruda permanecerá para siempre ligado íntimamente al mundo donde ha nacido y ninguna ciudad, salvo Valparaíso o Madrid puede sustituirlo. En París todo «es más bello que una rosa», pero una rosa «descabellada», «desfalleciente»409. Dejando una nueva vez la ciudad francesa para regresar a Chile, el poeta siente como una liberación: «me voy cantando por lo mares / y vuelvo a respirar raíces»410. No podía sentirse ciudadano entusiasta un hombre que se declaraba «amateur del mar»411, y afirmaba que pertenecía a la fecundidad de la tierra412, un poeta que durante toda su vida cantó la naturaleza. Declara en el Memorial de Isla Negra:


Cuando escogí la selva
para aprender a ser,
hoja por hoja
—174→
extendí mis lecciones
y aprendí a ser raíz, barro profundo,
tierra callada, noche cristalina,
y poco a poco más, toda la selva413.







 
Anterior Indice