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ArribaAbajoFundación del Canon: hacia una poética de la historia en la Hispanoamérica colonial

El tema de las poéticas coloniales parece constituir desde el comienzo, como objeto de nuestro estudio, lo que fue el complejo proceso de aplicación en América de cuerpos estéticos que, formalizados por la tradición clásica y renacentista, prescribieron o al menos rigieron de modo más o menos explícito, la creación literaria europea, y específicamente la peninsular, llegada luego a las colonias de ultramar como parte del acervo cultural e ideológico del dominador.

La expresión «poéticas coloniales» significa entonces «poéticas en América» ya que no remite al surgimiento de conceptualizaciones o sistematizaciones originalmente americanas acerca del carácter, modalidades o papel de la poesía, sino a la adopción, adaptación, alteración y manipulación de un corpus preexistente dentro de las culturas virreinales, es decir, en condiciones de producción cultural muy diversas de las metropolitanas.

De modo que se nos invita, por un lado, a atender al fenómeno de reproducción o traslado de prácticas culturales (el modelo horaciano o petrarquista, la estética gongorina o quevedesca, las fuentes de Tasso, Ariosto, Lope, las prácticas de la alabanza, la apología o la defensa) cuyo origen precede, en general, al de la misma formación de las totalidades coloniales americanas.

Por otro lado, de manera agregada, se sugiere la referencia al surgimiento del pensamiento teórico-crítico e historiográfico en Hispanoamérica, secuencia esta sí originada en territorios de ultramar, como proceso metadiscursivo de conceptualización, aprehensión, ordenamiento y evaluación de materiales nacidos de la hibridación colonial, es decir del seno mismo de la sociedad criolla, como reflexión   —294→   que el sector letrado realiza acerca del valor -estético, ideológico- de su propia práctica cultural. Reflexión realizada también, como es obvio, de acuerdo a concepciones de la historia y métodos europeos, aunque el proyecto americano incorpore a los mismos importantes variables, siendo incluso pionero, en algunos casos, en materia de sistematizaciones bibliográficas468.

Aunque en sus inicios la literatura de América haya surgido como reproducción -mimética o mímica- de los discursos metropolitanos, creo que es válido afirmar que mientras que la primera operación, la de actualización de las poéticas clásicas en América, puede ser calificada como de apropiación cultural (hacer propio lo ajeno), la segunda (la de su teorización, crítica e historificación) comprende más bien un proceso de recuperación (impedir o revertir la pérdida de lo propio), operaciones que muchas veces se combinan en la obra del letrado barroco, aunque las prácticas recuperadoras tiendan a ganar terreno con el avance de la historia, haciéndose dominantes, no por casualidad, en las etapas más tardías del periodo colonial, como parte del pensamiento protonacional.

Yo deseo hacer énfasis en este segundo movimiento que marcaría el proceso, por así decirlo, del texto a su hermenéutica y a su historificación, de la producción del discurso a su institucionalización, y, como veremos, del universalismo clasicista, colonialista y eurocéntrico al particularismo criollo y americanista.

Con respecto al tema particular que nos ocupa, este proceso podría marcarse como el paso de las poéticas de la literatura a las poéticas de la historia literaria, dado el carácter prescriptivo que adquiere, en los proyectos del periodo, la definición del campo de trabajo y del estilo y métodos a ser aplicados por el bibliógrafo/recopilador/historiador de la literatura en estas primeras instancias fundacionales de la historiografía americana.

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Este proceso, vacío de sentido si no se lo considera en relación a los cambios sociales y políticos de la sociedad criolla, que rearticula y redefine la función y poder del letrado y de las prácticas escriturarias, es a su vez inseparable del proceso de construcción de la identidad criolla y de las luchas de poder (político, discursivo, interpretativo) que se dirimen en el seno de la sociedad colonial.

Deseo proponer, en este sentido, un diálogo de textos producidos en los virreinatos del Perú y de la Nueva España que pueden servir para ilustrar, todos ellos, distintas instancias en la formalización de un orden simbólico que no sólo compone el imaginario complejo de la ciudad letrada colonial sino que prepara la expansión de sus límites, al potenciar ideológicamente a sus instituciones y definir el papel político y cultural que jugarán, en las etapas futuras, sus intelectuales orgánicos.

Como puntualizaciones preliminares, vale la pena recordar, en primer lugar, que aunque la división disciplinaria que nos permite deslindar a la literatura de otros discursos culturales (el discurso político, el histórico, etcétera) es plenamente vigente, como tal, sólo a partir del siglo XIX, de todos modos es posible distinguir tempranamente, en el conglomerado discursivo de la Colonia, las líneas que conducen a la definición de campos y de métodos.

En segundo lugar, y también atendiendo a la dialéctica de unidad y desagregación que caracteriza al proceso histórico que culmina con la destotalización colonial, es evidente que el mundo hispánico constituye en los siglos XVII y XVIII a que haremos referencia, una unidad histórica, política, y una «unidad de sentido» que condiciona, sin embargo, prácticas sociales y culturales multidireccionales. Es así que la cultura criolla manifiesta de múltiples maneras la contradictoria pulsión que oscila entre la voluntad de pertenencia y participación en los discursos metropolitanos y la definición de una identidad -criolla, americana- diferenciada de la peninsular, lucha por la hegemonía que marca el proceso de formación de la oligarquía criolla e impulsa una discursividad que legitime las nuevas posiciones sociales y políticas de este sector.

Dentro de este proceso, el discurso criollo atraviesa distintas etapas, que permiten explicar las diversas modalidades en el tratamiento   —296→   de la materia histórica y literaria, la adhesión o resistencia a los modelos metropolitanos e incluso los recursos y estrategias discursivas que rigen, en cada etapa, la relación entre conocimiento y poder en el mundo colonial.




Autoría/autoridad/autorización. El letrado como canonizador secular

El tema de las poéticas actualizadas en la Colonia tanto como el de los procesos de historificación de la producción americana debe ser entendido como parte del problema de la canonización discursiva, es decir, como momento o instancia del proceso de institucionalización cultural y literaria que no es ajeno, como tal, a otras prácticas ideológico-escriturarias que se dirimen en el interior de la ciudad letrada colonial (las prácticas educativas o administrativas, la trasmisión y circulación de textos, la implementación del discurso religioso, la aplicación de una determinada teoría del Estado, etcétera).

América, en tanto territorio no sólo europeizado sino «orientalizado» desde sus orígenes (tomado inicialmente como parte de Oriente, calificada como tierra de indios, pero principalmente convertida, siguiendo el concepto de Said, en objeto de un discurso colonialista) es confrontada, desde el comienzo, con una alteridad inabarcable, monumentalizada a partir de los grandes «relatos» de la historia y la filosofía europeas, la escolástica y el mercantilismo, las poéticas clásicas y la teoría del Estado absoluto, repertorios que someten a América a las pruebas de fuego de la transculturación colonial469.

Subsumidas desde el comienzo en el discurso político y religioso, las prácticas de la literatura compiten por un espacio autónomo que libere su cualidad vicaria y permita ir formalizando una subjetividad criolla ¿recientemente diferenciada -subjetividad sectorial sólo metonímicamente identificable con la americana-, instrumento y producto del proyecto criollo de afirmación política y cultural.

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Si canonicidad implica consagración, autoridad, poder, los «dueños de la letra» deberán ensayar, en su larga lucha por la hegemonía política y discursiva, no sólo diversos mecanismos para inscribir América en los relatos monumentales de la cultura occidental, sino asimismo procedimientos para escribir su historia, en un proceso de reconversión que transforma la oralidad en texto, los textos en discurso, el pasado en tradición, la tradición en fuente y en historia cultural, la empiria en canon.

En este sentido, la práctica del letrado colonial, peninsular primero, criollo después, surge como derivación del paradigma eclesiástico. Mientras que la iglesia canoniza e impone los textos religiosos, ¿quién canoniza los textos seculares?

La academia, y en general todas las formas de la institucionalización literaria, son el púlpito de la discursividad secular, desde el que la palabra poética (y luego también la palabra crítica, historiográfica, que tiene como objeto a la literatura) se ejerce como una variedad de la palabra sagrada (del sermón, la consagración, la admonición, la predicación, la catequización).

El mismo letrado, cuya identidad individual y sectorial se funde desde los orígenes hispanoamericanos con la del eclesiástico, transfiere gradualmente a la cultura secular de los virreinatos la «buena nueva» de los modelos y paradigmas culturales de Occidente.

A través de esta conquista cultural se quiere reducir la otredad a la episteme del dominador, regular y homogeneizar la heteróclita cualidad americana, salvar a la barbarie a través de la letra, encontrar sentido, a través del discurso de la historia y la razón de Estado, a la naturaleza desbordante del Nuevo Mundo, articular los propios discursos y espacios culturales metropolitanos transferidos a América (corte, administración, iglesia) a los ejes y requerimientos del poder imperial, y en este sentido, legitimar la explotación, justificar el dogma, puesto a prueba por una realidad que se presenta como irreductible.

El letrado colonial, misionero en tierra de indios, predicador o educador de infieles, cruzado de la alfabetización y de la fe, representante del orden en el caos, del espíritu en la materialidad, portador oficial de la letra en un mundo fenomenológico regido por el paganismo,   —298→   la oralidad, el instinto, revierte en el plano de la productividad cultural los gestos conversores y mesiánicos aprendidos en una disciplina de dogma y hermenéutica.

De ahí que en muchas de las prácticas de aplicación de modelos, autorización o censura de obras, comentario de textos, ordenamiento y sistematización de materiales culturales, pueda rastrearse, en método y propósitos, la memoria cultural que hace de los dueños de la letra los conquistadores del imaginario americano en la Colonia. Muchos de los procedimientos no sólo de la autoría sino de la autorización letrada evocan, en su búsqueda de la autoridad discursiva, aquellas prácticas de la letra sagrada. De ahí, también, que proyectos literaria e ideológicamente diversos expongan mecanismos discursivos análogos, con una funcionalidad social e incluso política también similar, en diversos contextos.

Compárese, por ejemplo, cuánto hay en común en el gesto escriturario de la cita de autoridades que aparece en el famoso Discurso en loor de la poesía (autora anónima, atribuido a «Clarinda», 1608) donde se fija un repertorio de temas y de autores en que se combinan la ortodoxia cristiana y la vertiente mitológica del paganismo, y la secuencia de autoridades que cita sor Juana en sus cartas como apoyo a su propia labor escrituraria donde lo secular se articula a lo escolástico, inscribiendo y autorizando así su propio interés en las ciencias y disciplinas profanas de cara a un corpus prestigioso e inapelable.

Aunque en ambos textos las autoras persiguen proyectos literarios e ideológicos diversos, la reivindicación de lo particular realizada en el caso del Discurso peruano a través de la inclusión, junto a escritores clásicos y peninsulares, de autores virreinales de la Academia Antártica, es similar al caso de sor Juana, cuando se hace la defensa de la inclinación intelectual y de la compatibilidad de las letras y de la teología. En efecto, ambos textos actualizan similares procesos de autorización discursiva, contrastando la práctica americana de las letras con la canonicidad recibida por los grandes sistemas, literarios o religiosos, del pensamiento europeo.

En el mismo sentido, piénsese cuánto hay de consagratorio, de predicativo y catequizador en la exégesis del Apologético en favor de   —299→   don Luis de Góngora de Juan de Espinosa Medrano (1662) donde el autor español es elevado por el crítico peruano como uno de los grandes padres de la literatura hispánica, y las Soledades reconocidas como libro sagrado dentro de la tradición literaria, libro que a través de la hermenéutica profana que penetra el hermetismo de la palabra y el mensaje, derrama su significado sobre los lectores, fieles de una religión que se extiende universalmente -autoritariamente, autoralmente- sobre la comunidad hispánica. La misma participación en la polémica antigongorina con el portugués Faría e Souza confiere asimismo una importancia mayor al debate en el que participa el predicador cusqueño, al promover la creación de un espacio intercultural que, más allá de fronteras políticas, se abre al mundo americano como posibilidad y desafío470.

La crítica literaria no es entonces en Espinosa Medrano sólo inaugural en tanto práctica cultural en la Colonia, y consagratoria del letrado americano como interlocutor válido de la letra imperial. Tiene, por su mismo carácter exegético, un valor productivo e interpelativo: hace accesible el texto, lo divulga (lo abre al vulgo), lo acerca a una comunidad y, en este sentido, promueve una «afiliación» (en el sentido de Said) que no es sólo obediencia o sometimiento al texto consagrado (al Padre canonizado por el discurso imperial) sino participación activa, «ritual», en el proceso de esa canonización; adición, y en este sentido, modificación, penetración, del constructo discursivo metropolitano.

De esta manera, la hermenéutica literaria criolla, crea sujetos, no sólo receptores o discípulos, que se insertan activamente en el orden del signo, desafiando la economía homogeneizante y verticalista de   —300→   la ciudad letrada (aunque consolidando, de un modo diverso, la centralidad de sus prácticas escriturarias), en una operación similar a la utilización del quechua, lengua a la que el mismo Espinosa Medrano apela para su predicación religiosa y para la escritura de algunos de sus autos sacramentales, minando el monopolio del latín como lengua sagrada, y del castellano, como lengua imperial sucedánea de aquélla.

El letrado y sus prácticas crítico-historiográficas surgen así en América como elementos centrales en un nuevo sistema de autorización discursiva, que explora diversos caminos hacia la hegemonía cultural y la legitimación sectorial.

Autoría, autoridad, autorización, son aspectos interrelacionados del proceso de definición de un espacio cultural e ideológico, que si comienza por la transposición de modelos, por la confrontación de la otredad, por la frustrante verificación de la distancia y el retardo americano con respecto a los tiempos imperiales (tópicos tan frecuentemente aludidos por los escritores criollos), se encamina paulatinamente hacia la fundación de una nueva canonicidad alternativa, donde serán el ingenio, la fecundidad intelectual, el ejercicio crítico de la razón y la elección de asuntos americanos, los basamentos de la nueva identidad colectiva.




«Por sus obras los conoceréis». Fundación del pasado o el futuro es ayer

El lector (real o potencial) de la Colonia es, en la operación antes descrita, acólito de la institución cultural, de la misma manera que el escritor es, en los proyectos historiográficos de la Colonia, integrante de un canon que remeda a la hagiografía, donde vidas y obras adquieren un valor paradigmático, interpelativo, de tremendo potencial ideológico.

El proyecto historiográfico que en el siglo XVIII define como objeto a las letras americanas surge como paulatina diferenciación del material poético dentro de los voluminosos y heteróclitos acopios, recuentos y catálogos que se componen, ya desde el siglo anterior,   —301→   como registro de la riqueza cultural continental. Asimismo, la historiografía literaria del siglo XVIII se diferencia de la historificación barroca tanto en lo que respecta a la metodología utilizada como a la proyección ideológica de esa práctica cultural. Si metodológicamente se pasa de la recopilación acumulativa y la catalogación a la organización cronológica, con atisbos de periodización y explicitación de los métodos utilizados, ideológicamente se produce el pasaje -como ilustran muchos de estos textos- desde la idea de la riqueza cultural colonial en tanto prueba de la magnificencia del imperio, a la confirmación de la fecundidad intelectual americana como evidencia de la productividad criolla, ya diferenciable de y comparable a la metropolitana471. Vale la pena, sin embargo, puntualizar que este movimiento no es, en modo alguno, irreversible, ya que proyectos como el del mexicano José Mariano Beristáin de Souza, proponen -ya adentrado el siglo XVIII- la práctica historiográfica nuevamente como reforzamiento de la ideología imperial, reaccionando así, discursivamente, contra la insurgencia independentista en América, lo cual vuelve a alertarnos contra la tentación de periodizar al margen de la consideración del proyecto ideológico total al que se adscribe cada práctica cultural particular472.

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Algunos textos barrocos exponen tempranamente una combinación de ambas vertientes, incluyendo en la idea de la que González Stephan llama la «cornucopia» americana, no sólo la exhibición de la riqueza cultural del Nuevo Mundo, sino ya atisbos de ordenación histórica del material relevado, diferenciando, por así decirlo, verdad histórica y verdad poética.

Ejemplificando la que Goic calificara como «modalidad manierista y barroca de tratar asuntos de poética» el Compendio apologético en alabanza de la poesía que acompaña a la conocida Grandeza mexicana (1604) de Bernardo de Balbuena, articula junto al tópico de la «alabanza de ciudades» el elogio de la poesía como celebración de una productividad cultural americana que si por un lado confirma el triunfo del proyecto imperial, no deja por ello de promover al Nuevo Mundo como «una realidad que participa de la fiesta barroca de los universales» al tiempo que hace gala de su propia y particular fecundidad poética473.

El Compendio se extiende, a partir de los fundamentos clásicos, en la defensa de la praxis poética ya no sólo como deleite de los sentidos sino como actividad reguladora dentro de la dialéctica social y cultural de la polis. Como gesto retórico, sin embargo, importa percibir el sentido de productividad cultural que el texto afirma, tratando de cancelar las difamaciones y desprestigio en que caen los poetas dentro del contexto pragmático de la Conquista, con la minuciosa fundamentación de la funcionalidad moral y social del arte y su proyección hacia objetivos menos temporales, que relativizan la materialidad con la promesa de la trascendencia, como indica en su cita de Ovidio:


Todo se acabará con los diversos
cursos del tiempo: el oro, los vestidos,
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las joyas y tesoros más validos,
y no el nombre inmortal que dan los versos474.



América accede a la grandeza y a la inmortalidad a través de la participación en el campo universal de las letras, de modo que el recuento de sus poetas y el compendio de sus más brillantes composiciones adquiere el sentido de una confirmación no sólo de existencia sino de excelencia y proyección histórica. La eficiente apropiación de los americanos de las poéticas clásicas es, en el contexto del temprano barroco colonial, nueva confirmación de la condición espiritual de América, contrapartida, así, de las antiguas crónicas de los conquistadores que detallaban la prodigalidad del Nuevo Mundo como ofrenda poética y anticipación discursiva de la apropiación imperial.

Ofrecida como tributo literario a García de Mendoza y Zúñiga, arzobispo de México, la recopilación de Balbuena, como el Triunfo Parthénico de Carlos de Sigüenza y Góngora, celebra la fructificación de las poéticas clásicas en la pluma de los americanos como instancia preliminar de una historia cultural que comienza por la verificación del sujeto productor y avanza hacia su promoción y autonomización política y cultural.

El presentismo antologizador de estas composiciones brinda ya el fundamento a futuros proyectos de historificación, donde la redefinición de productor y receptor tanto como la reorganización de la materia tratada revelarán las sucesivas crisis de hegemonía del aparato imperial, y las transformaciones que esas crisis impulsan en la estructura de poder dentro de la Colonia.

De la misma manera en que la poesía constituye el territorio cultural, espiritual, ideológico, en que la tradición se funde y fertiliza las obras del presente, también la historia literaria es el orbe ordenado sobre el que se funda una grandeza americana, discernible, cada vez más, de su raíz peninsular. De ahí que la transición de las poéticas de la literatura a la poética de la historia literaria surja como correlato de la consolidación de la conciencia criolla, ya como legitimación   —304→   de la nueva hegemonía sectorial que acompaña a la destotalización colonial (Eguiara y Eguren, Llano Zapata), ya como intento de revertir los fundamentos en que se apoyaba el separatismo criollo (Beristáin de Souza).

De ahí también que el «tono» y la retórica que caracterizan a cada una de esas instancias sean también diferenciables, ya que al estilo apologético (de alabanza pero también de autodefensa) sucede el estilo más científico, desapasionado y enumerativo de los historiadores, aunque se mantenga el carácter reivindicativo y catequizador que siempre caracterizó al ejercicio de la letra colonial en América. En otras palabras, si la alabanza es «el género de aquellos a los que falta poder» o de los que buscan obtenerlo475, la globalización historiográfica será el género de los que tratan de afirmar un poder ascendente.

Ya a mediados del siglo XVIII, en el proyecto de Juan José Eguiara y Eguren de componer una Bibliotheca Mexicana (1755) los mecanismos de acumulación, exhaustividad y sistematización persiguen la meta de lograr una totalización que contenga y defina los límites (o, casi, los confines) de un espacio cultural que extiende y explicita el imaginario americano en tiempo y en espacio, proyectándolo como contradiscurso que cancele los prejuicios acerca de la barbarie americana y su caótica materialidad.

Como sor Juana ante la interpretación de Antonio Vieira acerca de las finezas de Cristo, o del Lunarejo ante los ataques de Faría e Souza a la poética gongorina, la obra del bibliógrafo mexicano -predicador y profesor de teología en la Universidad de México- surge como reacción intelectual ante el desvío interpretativo, y evoluciona hasta convertirse en ejercicio exhaustivo e hiperbólico que crea, en su propio desarrollo, un «objeto» discursivo que se autonomiza del pre-texto que lo originara. En los tres casos, los letrados transfieren su prédica del ámbito eclesiástico al secular, en un decidido ejercicio del pensamiento crítico y de afirmación cultural americana. En los tres casos, asimismo, se recuperan y reconvierten los discursos centrales en una práctica soberbia de redimensionamiento de la subalternidad y la marginación.

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Detracción y reivindicación, defensa y elogio, centralidad y periferia, autoridad y resistencia, visiones y versiones de la historia son, durante todo el periodo colonial, los polos entre los que se mueve el discurso histórico-literario como práctica criolla. Sin embargo, a medida que se avanza hacia el siglo XVIII y con él hacia el fortalecimiento de la sociedad civil, hacia la formación de una oligarquía criolla y hacia la preeminencia del pensamiento científico, el discurso historiográfico tiende a formalizarse, cada vez más, como producto de la conciencia histórica de un sector que es sujeto y objeto de reflexión política, histórica, filosófica en América.

Teniendo como antecedente inmediato intentos novohispanos similares, aunque mucho más acotados y locales que el de Eguiara y Eguren, como las ciento cincuenta y siete fichas bilbiográficas que componen el Catálogo de los escritores angelopolitanos (1744) de don Diego Antonio Bermúdez de Castro dedicada a relevar autores vinculados a la ciudad de Puebla de los Ángeles, provincia de Tlaxcala, la Bibliotheca Mexicana es la primera obra de tal magnitud en el continente americano, llegando a reunir, hacia 1747 información acerca de aproximadamente dos mil autores americanos sobre datos provistos por múltiples corresponsales de diversas áreas de México, Guatemala, Cuba, etcétera476.

Eguiara y Eguren responde con su Bibliotheca Mexicana al menosprecio sobre lo americano expresado particularmente por el clérigo español Manuel Martí, deán de Alicante, en sus Epístolas Latinas (impresas en 1735), donde caracterizara al Nuevo Mundo como ámbito de la barbarie y la ignorancia477.

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Algunos de los múltiples informantes de Eguiara, como es el caso del erudito y teólogo don Andrés de Arce y Miranda, por ejemplo, insisten, al enviar sus colaboraciones para la Bibliotheca, en el tema del antiamericanismo europeo, el cual actúa como motivación ideológica y estímulo de las prácticas recopiladoras.

Arce y Miranda indica explícitamente, en ese sentido, que su trabajo de catalogación tiene como objeto «refutar la tesis, ya impugnada por Feijóo, de la supuesta pérdida de la capacidad intelectual de los criollos al llegar a la edad adulta», indicando asimismo que parte del prejuicio antiamericano tiene su origen en este racismo europeo -que también inquietara al Lunarejo- ya que «la preocupación en que en la Europa están, de que somos mezclados (o como decimos champurros) influye no poco en el olvido en que se tienen los trabajos y letras de los beneméritos»478.

En las páginas de los extensos prólogos («Anteloquias») que preceden al cuerpo de la Bibliotheca Mexicana (de la que llega a publicarse sólo el primer tomo), Eguiara y Eguren retoma y reelabora esos argumentos, planteando como contrapartida el proyecto de realizar una catalogación y localización de autores e instituciones que marcaron el desarrollo de la cultura novohispana desde el Descubrimiento hasta mediados del siglo XVIII.

A la explicitación del abarcador criterio temporal se une la totalización geográfica regionalizada: la biblioteca «mexicana» comprende en el proyecto de Eguiara un área que incluye a Venezuela («que en lo demás pertenece a la América meridional o peruana», según el autor) sobre la base de la adscripción política y eclesiástica de esta zona a la Nueva España («por ser su diócesis una de las sufragáneas de la Iglesia de la Española o Catedral de Santo Domingo», dice Eguiara) y excluye «la Carolina, la Virginia, la Nueva Inglaterra,   —307→   la Luisiana y el Canadá o Nueva Francia, regiones dominadas por reyes extranjeros, con las cuales tenemos muy poco o ningún trato y cuyos libros desconocemos casi en absoluto a pesar de haberse producido en estas partes de la América Septentrional»)479.

Asimismo Eguiara anuncia su voluntad de incluir referencia a los códices y otras recopilaciones de la cultura indígena. La Bibliotheca Mexicana constituiría así un contradiscurso que parte de una operación de reconversión de la oralidad indígena a la palabra «culta» y a la historia cultural, llevando, por así decirlo, lo marginado al centro de las prácticas escriturarias y recopiladoras que definen a la ciudad letrada en la Colonia480.

La práctica crítico-historiográfica surge así como refutación de versiones foráneas y reivindicación de lo propio, amparada en la retórica de apologías y defensas, que en otra parte he caracterizado como «discursos de la marginalidad criolla». Surge también como descubrimiento de voces, definición de espacios culturales y promoción de la dispersa cultura americana al nivel de producción cultural «autorizada» por la labor letrada.

El letrado es así el que confiere la voz, el que eleva a la discursividad de la alta cultura las formas populares y heterogéneas que componen la realidad americana, en una conversión que es propia de la transculturación colonial, pero que a su vez sufre la subalternidad a que somete la metrópolis a la producción criolla, ya que como indica Arce y Miranda, «[...] para los que ignoran que el mundo como esférico es igual por todas partes, hace más eco lo distante   —308→   que lo cercano, Alcalá y Salamanca, que cien Méxicos, pero ya acá tenemos nuestro adagio de que todo el mundo es Popayán»481.

En este sentido, es interesante también anotar que dentro del mismo proyecto de autorización letrada, Eguiara defiende sobre bases similares, a la misma cultura peninsular, despreciada a su vez por los europeos, situando así ambos ámbitos culturales, el indígena y el metropolitano, como equidistantes de la práctica criolla. Esta manipulación de las distancias, este llamado de atención, dentro de su proyecto enciclopédico, de la existencia de numerosos «centros» autorizadores, selectivos y excluyentes, hace del proyecto totalizador una práctica universalizante de grandes consecuencias ideológicas. Si puede verse, por un lado, en la idea de redefinición de lo mexicano un antecedente protonacional pre-Iluminista, debe al mismo tiempo advertirse la operación inversa (no necesariamente contradictoria con aquella): la fundamentación a favor de la existencia de un ámbito cultural hispánico que en algunos sentidos engloba a España y sus colonias, espacio definido en relación a un eurocentrismo que los excluye a ambos, promoviendo así la fusión de sus partes. Esta reconversión de la letra que está en la base misma del discurso crítico-historiográfico americano, afirma y redefine la función del letrado, quien no será ya sólo el instrumento principal de la reproducción de los discursos imperiales en América, sino su canonizador, su promotor o su impugnador más autorizado, según los casos.

La letra es nuevamente el mecanismo de autorización/autoridad que instaura el orden del discurso por encima del caos de la empiria, que constituye en corpus y canon las partes desmembradas o relegadas de la totalidad cultural, definiendo campos, autorizando voces. La historiografía es, en este sentido, pedagogía, prédica, sermón; la historia es el relato en que se alegoriza la condición de América, su cualidad específica y también universal, la que define la localización del continente en el concierto del pensamiento occidental, y su papel dentro del nuevo espacio espiritual que inaugura la razón.

El que Higgins llama el «archivo» criollo no es, entonces, en este sentido, meramente depósito de información sino ante todo gesto   —309→   y práctica cultural, artificio retórico no sólo para la persuasión sino para la construcción misma de la realidad americana482.

Esta creación de la realidad a partir del discurso opera no sólo por desmantelamiento de los prejuicios y estereotipos en que se apoya la ideología colonialista, sino asimismo por producción de la evidencia enciclopédica que sustenta un nuevo régimen de verdad, que desafía la idea de la «novedad» americana fundando desde el presente un pasado demostrable, asimilable al que nutre los discursos centrales, legitimado como tradición y organizado como corpus. Podría decirse, en este sentido, que estamos frente al proceso por el cual la tradición -existente siempre, aunque en forma infusa, como sistema que precede y fundamenta a las creaciones del presente- va siendo elaborada como historia -es decir, visualizada como proceso que acompaña el desarrollo de una formación social determinada483.

Pero en pocos textos es tan explícita la factura misma del discurso historiográfico (la invención de América a través de su historia literaria) como en las cartas de José Eusebio Llano Zapata, quien trabaja contemporáneamente a Eguiara y Eguren en el virreinato del Perú.

Dentro de una cultura peruana virreinal que Barreda Laos caracteriza como monótona y rutinaria, de decadencia y desprestigio de la institución universitaria y fortalecimiento escolástico como reacción al avance del cartesianismo, Llano Zapata, autor de las exhaustivas Memorias histórico-filosóficas, crítico-apologéticas de la América Meridional (1758)   —310→   representa, con sus críticas a la educación tradicional y a la corrupción política y social de la Colonia, a la razón independiente atenta tanto a la necesidad de estimular la educación técnica como la humanística484.

Su obra y su prédica antiescolástica abogan por el cientificismo libre, insistiendo sobre la necesidad de lograr la totalización enciclopédica de una realidad desordenada en que la técnica, la historia y la experimentación se constituyan como nuevos discursos reguladores y como disciplinas que redefinan el nuevo lugar de América en el conjunto universal, y del letrado criollo, en el conjunto americano.

Al pedir autorización para la realización de una historia literaria americana, en su «Carta persuasiva al señor don Ignacio de Escandón, sobre asunto de escribir la Historia-Literaria de la América Meridional» (1768) Llano Zapata explica las razones, método y sentido histórico del proyecto.

En el planteamiento del plan de la obra tanto como en la carta del «suplicante» Martín de Martiarena, quien presenta a Escandón el proyecto de Llano Zapata, se advierte el creciente prestigio de las letras dentro de la cultura americana y el reconocimiento de la carrera literaria como una actividad que glorifica no sólo a los que la ejercen sino a la patria que es cuna de los sabios aunque también, paradójicamente, por el olvido histórico, pueda operar como «sepulcro de [su] memoria».

Es como si las alabanzas de la poesía que integran la construcción canónica en la América de los siglos XVI y XVII hubieran fructificado históricamente en el discurso metaliterario del siglo XVIII. Y aunque los proyectos que se vienen aludiendo en este estudio no constituyan aún historias literarias en cuanto tales, sino operaciones preliminares de catalogación, registro y ordenamiento, es notorio el creciente contenido político de los planes de historificación, insertos cada vez más decidida y autónomamente en el movimiento de promoción del criollo dentro de la totalidad cultural hispánica.

De la misma manera que compendios explícitos o infusos anteriores, como el de Balbuena o el contenido en el Discurso en loor de   —311→   la poesía o en el Apologético incluían ya, en su atención a la tradición literaria, gérmenes de ordenamiento histórico de la materia poética, integrándolos en proyectos en que se actualizaban con fidelidad las poéticas clásicas, también los avances historiográficos del siglo XVIII reproducen el afán prescriptivo y regulador que había regido el discurso barroco, creando una especie de «poética de la historia» que se va formalizando adherida al prestigio creciente del documento, el dato empírico y el desarrollo científico.

En las cartas de Llano Zapata, fechadas 9 de abril y 8 de mayo de 1768, se explicitan las que serán las fuentes principales del proyecto. Por un lado, el bibliógrafo pide acceso a los archivos de Cabildos, universidades y colegios. Por otro lado, apela a las «memorias privadas» de los habitantes del virreinato, a través de una carta circular que tiene como función convocar, según se indica, a informantes que puedan aportar datos sobre obras, temas y procedencia de los autores americanos.

El proyecto es concebido como tarea colectiva, sugiriendo el proceso de consolidación de una comunidad cultural con conciencia de sí, activa productora de su propio pasado. Pero al mismo tiempo el proyecto es plural y abarcador en cuanto a sus propósitos y contenido. Queriendo complementar o corregir las noticias «poco fieles, [...] diminutas y pasajeras» que hacen poca justicia a las letras criollas, la historia de Llano Zapata quiere inaugurar una tradición fidedigna, a través de un método riguroso y exhaustivo:

Las fuentes donde se ha de beber una verdad, que nos interesa, son las Memorias, que en sus archivos guardan los cuerpos literarios de Lima, y las que, como un riquísimo tesoro, conservan algunas familias del Perú. De estas bien examinadas se sacarán la profesión y progresos de cada uno, sus escritos, impresos o manuscritos, sus peregrinaciones o viajes, sus descubrimientos o hallazgos, y la edad en que existieron, sin perder de vista los autores regnícolas o extraños que les critican o elogian»485.



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[...]

La falta de algunas noticias se suplirá con las pinturas o retratos de nuestros sabios, de que hay allá sobradas colecciones. De éstas se formará una Historia Iconográfica que servirá de grande luz, si le acompañan las inscripciones del mérito de cada uno, de su edad, patria, profesión y dignidad486.



La recopilación e intercambio de información conecta no sólo la órbita pública y la privada, inaugurando, como Castro Morales indicara, un «comercio literario» entre los habitantes del virreinato, sino que articula asimismo historia y crítica literaria, biografía y proceso cultural, obra publicada e inédita, prácticas locales y extranjeras, crítica cuestionadora y laudatoria, texto e iconografía, en un compendio de notoria modernidad cultural.

En el mismo sentido, Llano Zapata marca la línea que definirá el proyecto crítico-historiográfico como objetivo y ajeno a parroquialismos y excesos retóricos. Apartada de la pasión y de la «vil esclavitud de la lisonja, del interés, del partido y la facción», «a cada uno se le ha de formar su relación a medida de su mérito». Aún más enfático es el bibliógrafo al referirse a las genealogías de cada escritor, ya que, como indica Llano Zapata:

[...] es grande impertinencia, en estos casos, gastar el tiempo en remover alcurnias, y a cada escritor que se refiere nombrarle sus cuatro abalorios. Déjese esto a los linajudos, que, como los gusanos se alimentan de roer huesos, y escarbar cenizas, no perdonando su voracidad las áridas reliquias, con quienes ya no cuentan la tradición, el tiempo y la memoria. Las pruebas que más califican en el tribunal de la literatura, son la demostración de los talentos, del ingenio, del juicio, del espíritu y sindéresis del autor que se examina. Lo demás de calidad que llaman buena o mala, no es de la inspección de aquel juzgado487.



  —313→  

Este criterio de calidad instaura una nueva jerarquía dentro de la política cultural del virreinato, marcando un antes y un ahora en la práctica letrada, que sigue las alternativas de un proceso histórico que sustituye los privilegios de casta y abolengo por los principios del mérito intelectual, permitiendo al criollo ir tomando control de las estructuras de poder por una vía largamente clausurada dentro de la lógica del «coloniaje».




De la inscripción de América a la escritura americana. Sistemas de afiliación en la Colonia

El proyecto historiográfico se define así, progresivamente, como contradiscurso que reemplaza la verdad revelada del consagrado repertorio clásico e imperial por la verdad científica e histórica, basada en la documentación y la evidencia empírica.

Desmantelado el monumento de la fe y la letra sagrada como regla de oro del conocimiento y del poder, la palabra criolla, predicada largamente desde la subalternidad por una elite en proceso de secularización, es consagrada poco a poco como escritura y discurso de legitimación de la nueva estructura de poder, que se consolidará con la fundación de los estados nacionales.

Como parte de estas transformaciones, que se afirman y formalizan a través de los procesos de institucionalización cultural, no sólo irán consolidándose las bases de la nueva hegemonía criolla por desplazamiento de lo peninsular. Deberá asimismo irse ordenando internamente, dentro del campo social y político pre-nacional, el mapa heterogéneo de los diferentes sectores sociales y las etnias de América, sus lenguas y sus hábitos, sus formas culturales y sistemas de organización social, sus expectativas y sus particulares utopías, para armonizarlas dentro de un proyecto criollo que sólo a través de la articulación de la diferencia demostrará su preeminencia histórica.

La crisis de hegemonía del sistema imperial se manifiesta justamente en esta integración de lo heterogéneo al discurso letrado, y en la penetración de formas culturales «subalternas» al cuerpo -corpus- consagrado de la «alta» cultura, administrada ahora por un nuevo   —314→   sujeto social, que reinventa los criterios de jerarquía y calidad en un ejercicio autorizado y autoritario de la palabra histórica.

Llano Zapata y Eguiara y Eguren reconocen la importancia de los aportes culturales indígenas, aunque éstos no pasan a integrar orgánicamente sus proyectos de historificación de la producción criolla:

Cierto es que [los indígenas] desconocieron el uso de los caracteres alfabéticos, de que las naciones europeas y cultas se sirven para comunicar a la posteridad la memoria de sus hechos, los frutos de su inteligencia y sus conocimientos científicos, mas no por eso ha de tachárselos de brutos e incultos, ignorantes de todas las ciencias y desconocedores de libros y bibliotecas488.



Igualmente he estudiado los quipus o anales de que, aún a pesar del desprecio y la ignorancia, hasta hoy se encuentran algunas reliquias de ellos en templos arruinados, palacios destruidos y otros monumentos de la antigüedad, los quipus verdaderamente se hubieran tenido como el más precioso tesoro de nuestras Indias, y servirán a la Historia de aquella luz que apenas hoy podemos demostrar en tan grande oscuridad y confusión de noticias si queremos averiguar los orígenes de aquella vasta monarquía489.



El sentido polifónico de la nueva concepción cultural que se va abriendo paso combina, junto a la cancelación de los privilegios de abolengo, la valorización de culturas no hispánicas, proponiendo una redefinición del pasado que es esencial al ejercicio historiográfico.

El indio ya no es el ser victimizado por la Conquista, convertido en objeto del «memorial de agravios» del discurso colonialista. Comienza ahora a penetrar la historia como sujeto activo de prácticas culturales que convergen en la formación prenacional, y que aunque sufren aún la reducción a la legalidad del discurso letrado y de la jerarquía escrituraria, se manifiestan como partes imprescindibles en la reconstrucción de la memoria histórica.

La conversión historiográfica que transforma la ruina en reliquia, el vestigio en monumento histórico, el pasado prehispánico en origen   —315→   de la civilización americana afirma la hegemonía criolla justamente a través de su capacidad incorporante, que desafía la centralidad y el exclusivismo imperial en la consolidación de un proyecto cautelosamente abierto a la alteridad cultural.

Y aunque alfabetización e historificación -como antes catequización- constituyan rituales de reducción y sometimiento al poder de la elite letrada y funcionen, en último análisis, como fortalecedores del discurso de legitimación criolla, es indudable al mismo tiempo que se perfilan como elementos imprescindibles de una nueva legalidad política y cultural que favorecerá una tendencia incorporante con respecto a los sectores relegados en la Colonia.

Las alusiones a la participación de la mujer dentro de la construcción historiográfica son también significativas en el caso de Llano Zapata, ya que abren todo un campo de análisis con respecto a la definición y articulación sectorial en la sociedad y en la cultura del siglo XVIII. En efecto, en las cartas que acompañan a la petición del bibliógrafo peruano se indica que su proyecto

[...] previene a toda la Nación, porque el interés comprehende sin excepción de nadie, ni aún del otro sexo, pues este no le pone fuera de la instrucción, que puede tener en la materia, ni de la gloria que de su verificación le resultaría. Y más quando en este país de las dichas, al presente, y en todos tiempos se han visto esclarecidas Heroynas en Lenguas, Artes y Ciencias, y casi por cada viviente se conoce en sus Naturales la discreción, y el fondo clarísimo de su viveza mental490.



Este reconocimiento de la voz femenina dentro del coro cultural de la Colonia no puede menos que leerse, a su vez, como contrapartida y excepción con respecto al sistemático acallamiento de la mujer en la sociedad virreinal.

Si puede hablarse, por ejemplo, de una poética de la autocensura fundamentada y puesta en práctica en la obra de sor Juana y de otras monjas virreinales como respuesta al autoritarismo inherente a la   —316→   cultura colonial, esta naturalización de la voz femenina en el Perú del siglo XVIII, y la inclusión de estas «heroínas en lenguas, artes y ciencias» como integrantes de la tradición no puede menos que marcar una transformación profunda en la concepción misma de la cultura y en su proyección hacia la historia. Pero esta misma transformación tiene su historia, y sutilmente el texto de Martín de Martiarena que gestiona el proyecto de Llano Zapata ilustra, en su propio discurso, al mencionar esos antecedentes, la voluntad de conectar presente con pasado.

En efecto, la puntualización acerca de la presencia de la mujer en relación a las letras coloniales es consistente con las sugerencias que la propia autora anónima del Discurso en loor de la poesía (excepción ella misma a las reglas del acallamiento femenino), realizara al aludir en su texto a la existencia de otras «heroínas» literarias del virreinato, cuyos nombres decide no mencionar:



También Apolo se infundió en las nuestras
y aunque yo conozco en el Pirú tres damas
que han dado a la Poesía heroicas muestras.

Las cuales, mas callemos, que sus famas
no las fundan en verso: a tus varones
Oh España vuelvo, pues allá me llamas491.



.

Aparte de la conocida Amarilis, Luis Mongió ha indicado otros nombres de damas del periodo (sor Juana de Herrera y Mendoza, doña Josefa de Azaña y Llano, doña Josefa Bravo de Lagunas y Villela, doña María Manuela Carrillo Andrade y Sotomayor) que aumentan la lista de excepciones, fundando una nueva genealogía -estrategia típica del discurso femenino- en la que aparecen los nombres de Juno, Débora, Venus, Dido, Tiresia, etcétera, como lista de autoridades que da fundamento al «contradiscurso» historiográfico en la Colonia492.

  —317→  

En este sentido, es interesante la intertextualidad historicista que vincula los comentarios del «suplicante» de Llano Zapata con aquellas antecesoras del siglo XVII, al traer a colación implícitamente la importancia del relevamiento que el Discurso de 1608 realizara en su alabanza de la poesía, donde poética e historia literaria, universalización y localismo, se unen en una pionera síntesis cultural493.

El proyecto historiográfico actúa así como consagración y promoción de prácticas culturales no sólo subalternas sino sumergidas en un pasado virreinal excluyente y discriminatorio, respaldado por el dogma y por la tradición494.

Como he indicado al analizar la «poética del silencio» en sor Juana, en el caso de la monja mexicana eran la reticencia, la autocensura, la omisión, piezas principales en la construcción de un discurso barroco alertado contra lo que Gracián llamara «la palabra preñada» y los peligrosos «partos de la boca», de modo que en múltiples momentos la obra de la Décima Musa se dedica a explorar ese campo vedado y a alertar sobre las estrategias para la decodificación de lo callado. En el discurso historiográfico es justamente la palabra la que produce al sujeto; si «las mujeres callan en el templo», como prescribiera san Pablo, en el espacio secular de la historia cultural del siglo XVIII se les reconoce su lugar en el ámbito público y en el espacio   —318→   discursivo de la historia, aunque a nivel social el relegamiento de estos sectores marginados se mantenga incambiado495.

Sirva lo anterior, simplemente, como introducción al amplio tema de la articulación sectorial en la Colonia, y como sugerencia acerca del papel esencial de la historiografía en la promoción de sujetos sociales y de sistemas de afiliación sectorial que van cambiando el mapa cultural y político americano, como resultado de transformaciones más profundas que están teniendo lugar en la sociedad colonial americana.

Es en este sentido que debe recordarse que el concepto de patria y nación aparecen como unos de los principales ideologemas que guían la fundación del proyecto historiográfico americano. Eguiara y Eguren y Llano Zapata los mencionan frecuentemente dentro de sus textos, no con una intención separatista aunque sí diferenciadora de lo peninsular respecto de lo americano, pero también de distintas regiones de América dentro de la vastedad continental (distinguiendo la América meridional de la septentrional, por ejemplo).

Eguiara y Eguren indica, por ejemplo: «Mi buen deseo de vindicar la honra de la patria me ha movido a emprender una obra a la verdad sobre mis fuerzas...» intentando que a través de la Bibliotheca Mexicana «nos fuese dado vindicar de injuria tan tremenda y atroz a nuestra patria y a nuestro pueblo, y demostrar que la infamante nota con que se ha pretendido marcarnos es, para decirlo en términos comedidos y prudentes, hija tan sólo de la ignorancia más supina»496.

Por su parte, Llano Zapata cita en su famosa fundamentación de la necesidad de una historia literaria «que en la América hace falta y en la Europa se desea» las palabras de los españoles fray Pedro y Raphael Rodríguez Mohedano, pertenecientes a la Orden Tercera Regular de San Francisco, en la Provincia de San Miguel de Andalucía,   —319→   quienes en su propia Historia Literaria de España se refieren a su decisión de incluir a América en el plan de esa obra.

Como señalan estos autores, «no obstante su distancia, no podemos mirar, como extraños, ni dejar de apreciar, como grandes, los progresos de la literatura, conque nos ha enriquecido una región no menos fecunda en ingenios que en minas».

En el proyecto español, la inclusión de las letras americanas como parte de la historia literaria peninsular, constituye una nueva etapa del proceso de transculturación colonial:

Así no omitiremos trabajo ni diligencia para hacer más recomendable nuestra historia con un adorno tan precioso y un ramo tan considerable de literatura, que echó las primeras raíces en nuestro terreno, y fructificó abundantemente, transplantado allá y cultivado por manos españolas. Esta rica flota de literatura no debe ser para nosotros menos apreciable que los tesoros de oro y plata que continuamente nos vienen de las Indias Occidentales497.



El proyecto incorporativo de fundar una «República de las Letras» que englobe la producción americana es consistente con la práctica imperial de apropiación de una materia prima extraída de las colonias, que en su abundancia desordenada y asistemática, aparece lista para su procesamiento y consumo en la metrópolis.

En este contexto, los peninsulares instan a los americanos a que provean «abundantes materiales, así de noticias y materias manuscritas como de libros impresos», haciendo a los criollos «responsables en el Tribunal de los Sabios de la falta de noticias e informes diminutos que diremos de su Literatura, y de la fama y esplendor que avaramente usurpan a su Patria privándola por su culpa del crédito y estimación que se merece en la República de las Letras».

La utilización que hace Llano Zapata del texto sevillano dentro del cuerpo de su Carta persuasiva manipula los hilos de la conciencia criolla al insinuar los términos de este nuevo despojo imperial. Por un lado trata, con el ejemplo de la metrópolis, de demostrar la necesidad y oportunidad del proyecto historiográfico de acuerdo a   —320→   las razones expresadas en el discurso colonialista de los sevillanos; por otro lado, no deja de insinuar los propios motivos para la producción de una historia literaria en los virreinatos, a saber, el de ofrecer confirmación de la productividad americana, en tanto nueva evidencia de la presencia cultural del continente en el concierto universal, ya que «la distancia es causa de que nos tengan por dormidos, cuando quizá estamos bien despiertos».

Ambas facetas de la argumentación, que no son contradictorias dentro del discurso de la época, marcan, sin embargo, sistemas encontrados de pertenencia social y afiliación cultural que están en la base del proyecto historiográfico americano y de los cambios políticos que éste anuncia e impulsa.




Beristáin de Souza: América «en el banco de abajo» de la academia europea, o los dos filos del arma historiográfica

De la recopilación exhaustiva de los epítomes y catálogos anteriores, y de la explicitación de un amplio criterio de calidad literaria como inauguración de la «meritocracia» criolla, se irá pasando, en este proceso de elaboración de la poética histórica, hacia nuevos sistemas que no siguen siempre, sin embargo, los mismos derroteros ideológicos, al menos si nos guiamos por los principios que los proyectos historiográficos explicitan en sus fundamentaciones y prólogos.

La obra de don José Mariano Beristáin de Souza (México, 1756-1817) constituye, historiográficamente, la continuación del proyecto que su antecesor Eguiara y Eguren planificara y comenzara a llevar a cabo en la Nueva España hacia mediados del siglo XVIII. Ambas obras definen, sin embargo, posturas ideológicas diversas, haciendo de la fundacional práctica historiográfica americana un discurso consistente con la ambigua posicionalidad del letrado colonial y sus complejas afiliaciones y compromisos sectoriales.

Heredera directa del acervo cultural formalizado en los principios y recopilaciones que componen la Bibliotheca Mexicana de Eguiara y Eguren, de la que Beristáin de Souza se declara deudor en múltiples ocasiones, su Biblioteca hispanoamericana septentrional   —321→   (1816), aunque publicada a comienzos del siglo XIX pertenece, en puridad, al siglo anterior, por su concepción, método y rasgos generales.

El proyecto de Beristáin comienza en efecto a gestarse alrededor de 1790 a partir de anotaciones que se extravían en viajes o naufragios, y tiene como base tanto la obra publicada de su antecesor, como los manuscritos dejados por éste, los únicos hallados por Beristáin en la iglesia de México durante el proceso de composición de su Biblioteca hispanoamericana septentrional498.

Al margen de la inspiradora e informativa base que constituyera para Beristáin la Bibliotheca Mexicana, éste consulta muchas otras fuentes, que Millares Carlo ha consignado y comentado en su oportunidad. Según este crítico, Beristáin «registró todas las historias de América; las crónicas generales de las órdenes religiosas [...], las bibliotecas impresas y manuscritas de las mismas corporaciones, y tres seculares que menciona especialmente: las de Nicolás Antonio, Pinelo-Barcia y [García] Matamoros»499.

Beristáin de Souza, eclesiástico que pasa parte de su vida en la Península, a la que guarda constante lealtad, concibe su obra como complementación y corrección de la de Eguiara y Eguren. Por un lado, redefine el ámbito cultural abarcando autores nacidos en Bogotá, Caracas, Guatemala, Honduras, La Habana, Puerto Rico, e incluso de España y Suramérica, siempre que éstos hubieran trabajado en México o en alguna de las áreas mencionadas. Por otro lado, intenta   —322→   «enmendar la plana» a Eguiara al tratar de corregir errores, omisiones, duplicaciones, que aparecieran en la obra de su antecesor500. Pero si la Bibliotheca de Eguiara y Eguren evidenciaba numerosos defectos de estilo y organización de la materia (ampulosidad, exceso de detalles, defectos de clasificación) la propia obra de Beristáin no estaría libre de críticas, las cuales serán a su vez objeto del trabajo de su sucesor, Joaquín García Icazbalceta (México, 1825-1894), quien se dedicará a corregir los títulos y recomponer algunos de los artículos de la Biblioteca hispanoamericana en su propio proyecto, ya dentro de la América independiente501.

En este palimpsesto historiográfico, lo que nos interesa ahora señalar es el sentido que adquiere esta práctica cultural específica dentro de los particulares debates y circunstancias históricas de la época.

En Beristáin la historia literaria americana opera como confirmación, sí, de la productividad criolla, pero ésta, a su vez, revela, en su proliferación y excelencia, el acervo dejado en la Colonia por la Madre Patria, sin cuya fecundación la cultura americana sería inexistente. Según Beristáin, en los albores de la insurrección emancipadora, esa excelencia americana no sólo descalifica los fundamentos del   —323→   separatismo criollo afirmado en «la doctrina del libertinaje», sino que ofende a los americanos, al utilizarlos como objeto de un discurso que los representa aún como esclavizados e ignorantes.

En el «Discurso apologético» de 1816 que generalmente aparece prologando la Biblioteca hispanoamericana septentrional, cuya publicación es retardada debido los levantamientos revolucionarios de 1810, Beristáin de Souza sale al cruce no sólo de los vituperios de que ha sido objeto América en el discurso europeo, que ha puesto en duda (como en los escritos de Pauw, Gage, Prevost, etcétera) la capacidad intelectual de sus aborígenes o provisto información falsa acerca de las costumbres o condición del continente, sino al mismo tiempo se trata de reivindicar a España, también desprestigiada por detractores que desconocen sus aportes en el Nuevo Mundo.

En otras palabras, el discurso criollo, se quiere presentar como equidistante tanto de las sometidas culturas prehispánicas como de la calumniada Madre Patria, ofreciendo el texto historiográfico como discurso de la verdad y la justicia, y esgrimiéndolo como un arma política nuevamente potenciada por la amenaza del separatismo emancipador.

Vean claramente que España envió a la América, no frailes ignorantes, sino maestros de las órdenes religiosas, doctores de Alcalá, de Salamanca y de París; que fundó universidades, colegios y academias; que erigió cátedras de teología, de jurisprudencia, de medicina, de matemáticas, de retórica, de poesía y de lenguas, y que ha fomentado activamente las letras y premiado a los sabios con generosidad502.



Sin embargo:

[...] contaminados [...] muchos entendimientos débiles y superficiales y corrompidos los corazones con la doctrina del libertinaje, halló pronto y abundante pábulo en el pueblo más inculto y grosero la llama que desde un rincón de la provincia de Michoacán y del pecho de un mal párroco, discípulo de los Rousseau y Voltaire, salió para consumir, como un volcán, en menos de seis años, la   —324→   médula de estos países, convirtiéndolos, de paraísos de gloria, en teatros de sangre, de horror y de miseria, y sus dóciles y sencillos habitantes en fieras y furias infernales503.



En el cambio de estilo de los dos párrafos, así como en el diálogo que los textos establecen, implícitamente, entre historia e historiografía, presente y pasado, religión, política y praxis cultural, se percibe la conciencia que acompaña el proyecto de Beristáin acerca de la importancia del letrado y sus prácticas escriturarias dentro de la economía general de sociedad americana.

En un contexto así polarizado, el historiador reafirma su posición orgánica con respecto al régimen aún vigente, utilizando el «filo» anexionista de la historia, en un movimiento que recuerda el lejano Compendio de Balbuena, en los albores de la cultura barroca virreinal, cuando la alternativa emancipadora era aún inconcebible.

América es, para Beristáin de Souza, la casi postrera confirmación de la agonizante gloria imperial, y la historia literaria una especie de memorial nostálgico de una grandeza ahora amenazada por la insurrección que se inspira en otro enciclopedismo, libertario, cientificista y afrancesado, que contradice los principios del humanismo universalizante de la Madre Patria.

Como ha indicado acertadamente Millares Carlo, comparando la obra de Beristáin con la de su antecesor mexicano:

La Bibliotheca de Eguiara había nacido como respuesta a un desaforado ataque de don Manuel Martí a la cultura novohispana, ataque al que debemos, además de las noticias biobibliográficas de una serie considerable de escritores, los prólogos o «anteloquia» en los que, por primera vez, y pese al inevitable tono panegírico que suele ser inseparable de los escritos polémicos, se había intentado sistematizar lo que por entonces se sabía de la producción intelectual en tierras del Anáhuac antes y después de que las señorearan las armas hispanas. Beristáin, por su parte, no escribía simplemente para satisfacer sus inclinaciones de erudito, sino con el intento de poner su obra al servicio de arraigados ideales patrióticos y políticos504.



  —325→  

Para Beristáin, los detractores de España operan como el discurso de la vituperación americana contra el que había reaccionado Eguiara y Eguren y tantos otros letrados americanos, de modo que no vacila en realizar la defensa de España a través del apologético recuento de las glorias intelectuales americanas, hallando nuevamente autoridad en la autoría de sus coetáneos, los cuales, según dice, «han escrito y publicado sus ideas sobre todas materias con la más amplia y generosa libertad de imprenta». De la misma manera que dentro de la Península algunos simpatizan con la insurrección americana, también en América hay quienes resisten a la emancipación:

Mas, por fortuna, aún quedan en las Américas muchos millares de españoles, nobles, fieles, sensatos, justos y agradecidos a su gran madre, que reconociendo lo que le deben y calculando mejor sus verdaderos intereses, lloran amargamente el descarrío de sus hermanos y la desolación de su patria, que es el fruto infernal que ha producido la insurrección. Quedan todavía los sencillos indios, que a pesar de la estupidez que se les atribuye, han sabido conocer, mejor que otro alguno, escarmentados por la experiencia de seis años, que no era su felicidad la que buscaban los malvados seductores que los engañaron en los primeros días, sino el cumplimiento de los deseos de éstos de libertinaje y ambición, y quieren más bien ser pupilos sucesores del rey de España, que esclavos despreciados de los farsantes fundadores de la nueva república mexicana505.

Así, el proyecto historiográfico de Beristáin es doblemente reivindicativo: por un lado, de la Península, por otro, de la América difamada por el mismo discurso antihispánico que ataca a la metrópolis. Los ámbitos geográficos español o colonial, en los que ya no se identifican proyectos ideológicos unívocos, sino en los que encuentra cabida una confusa multiplicidad de posiciones, movimientos y afiliaciones, que pone en crisis la unicidad imperial, requiere nuevas totalizaciones, nuevos ordenamientos y jerarquizaciones de la materia empírica, que ayude a redefinir el lugar de América dentro de un orden amenazado política, cultural e ideológicamente. En este sentido, la historificación de la literatura americana es un discurso no sólo mostrativo sino   —326→   demostrativo, es decir, es una nueva prédica, desde un púlpito ahora amenazado, de la institucionalidad imperial, una nueva oratoria que busca persuadir, convertir, y quizá, detener a la historia desde la prédica historiográfica.

Mi Biblioteca -indica Beristáin- no es «selecta» sino histórica y universal, y todo debe ponerse en ella, y así encierra mucho bueno, mucho malo, mucho mediano y bastante selecto y muy apreciable. Y cuando todo fuese mediano, ¿qué resultaría? Que no podríamos sentarnos todavía en el banco de arriba de la academia de los sabios europeos. Sea en buena hora. Pero desde estar sentados en el banco de abajo, a estar (como se cree y calumnia) con la cadena al cuello, vegetando no más y acaso pastando en los campos, hay una infinita distancia506.



El encuentro, en un primer plano del proyecto de Beristáin, entre política y literatura, totalización y fragmentación, denostación y defensa, americanismo y eurocentrismo, confiere a su discurso una notoria modernidad, que diluye las pretensiones de desapasionada objetividad que sustentaran algunos de sus predecesores. La desagregación de los conglomerados políticos, ideológicos y culturales que constituyeran la utopía del Imperio obliga a nuevos reagrupamientos sometiendo el discurso historiográfico a las presiones del entorno inmediato y de la competencia internacional.

La lista de autoridades (clásicas, mitológicas, escolásticas) en la que se respaldaban los autores barrocos que soñaban con la apropiación de la universalidad a través de sus praxis locales, ha cedido paso a un discurso autorreferencial donde los historiadores enumeran los trabajos y los días de sujetos sociales concretos, a partir de un trabajo arraigado en pasiones políticas, luchas intestinas e intereses sectoriales.

A su vez, ante la fragmentación nacionalista, el igualitarismo iluminista y la reestructuración liberal, proyectos como el de Beristáin de Souza, aún apegados a la totalización colonial, se verán paulatinamente desplazados por los parnasos e historias nacionales desde   —327→   los que la oligarquía criolla impulsará sus propias concepciones de patria, pueblo, historia. Aquellas obras del pasado mantendrán, sin embargo, su valor, ya no sólo por el irremplazable aporte de sus totalizaciones, sino asimismo en tanto documentos culturales que informan, ellos mismos, acerca de la época en que fueron producidos; serán leídos, entonces, ya no sólo como metadiscurso, sino como texto y relato en el que se perfila un autor, un receptor, un proyecto ideológico; es decir en tanto prédica de un sector en busca de su identidad y de su hegemonía, y en tanto formalizaciones de una poética de la historia en constante proceso de redefinición.









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