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- XII -

Cámaras de prefectura: su descripción y peculiaridades. -Su comparación con las cámaras senatorias. -Cuadro sucinto del sistema de procedimientos judiciarios en Génova: estatutos que le establecen: citas curiosas. -Su analogía con nuestros estatutos: sus méritos y defectos. -Próxima reforma judiciaria. -Escala de las competencias y jurisdicciones. -Vistas críticas. -Probidad de los magistrados: modicidad de sus sueldos. -Superioridad del foro de Génova sobre los otros de Italia. -Influjo que en esto tiene la legislación francesa. -Cuestiones civiles y criminales dominantes en Génova.


Los pormenores y detalles que he dado hasta aquí, sobre el foro genovés, se refieren más particularmente al Senado, que a los tribunales inferiores. Voy a dar ahora los que he podido tomar en algunas veces que he concurrido a la audiencia de las cámaras de prefectura. El reglamento económico e interior de estas cámaras es el mismo que el del Senado. La audiencia sin embargo tiene colores menos elevados, rasgos que le son propios y un tono que la distingue mucho del tribunal supremo.   —180→   El local es más reducido, el personal del tribunal menos numerosos, el tono y porte más llanos; los jueces más jóvenes, más insinuantes, menos armados de aquel aire de respetabilidad que da a los semblantes la cabellera blanca de una cabeza de 60 años. Estas cámaras son la arena favorita del vulgo de los abogados a que pertenecen como de derecho los abogados principiantes. No sucede lo mismo con respecto a los magistrados, pues en general puede sentarse que las cámaras de prefectura tienen en su seno mayor número de letrados distinguidos, que no le tiene el Senado mismo, compuesto actualmente de abogados respetables, pero de segunda línea. Confieso que he encontrado enteramente insoportable el uso de la toga y sombrero de tres picos en los tribunales de prefectura, donde los jueces se sientan en sillas viejas, delante de una mesa sin pompa, bajo un techo sin ornamentos, entre paredes estrechas, desnudas y blancas. Para el ojo no acostumbrado, puede ser disimulable el uso de este traje en los salones del Senado, donde hay cierta armonía entre su carácter y lo solemne de los ornamentos que allí campean; pero en los de prefectura hay un verdadero y desagradabilísimo contraste entre la gravedad patriarcal de la vieja toga y la familiaridad un tanto cómica y festiva que distingue el tono de sus audiencias, la vulgaridad de café con que algunos abogados accionan y hablan, metidos en la ropa que vestía Cicerón para hablar ante el Senado del   —181→   del Universo. A este respecto, no tengo embarazo en sostener que hay más conveniencia y distinción en el tono de una sala de audiencia en América, que no le he visto en algunas cámaras inferiores de Génova.

Daré fin a estos pormenores sobre el foro liguriano por una reseña de los estatutos y leyes que establecen el orden de proceder y determinan la composición de los tribunales y juzgados, encargados de administrar la justicia.

Los genoveses no tienen un tratado en que se exponga el sistema de procederes de su jurisprudencia. Con el titulo de Jurisprudencia del Exmo. Real Senado de Génova, existe publicada una colección de las sentencias de este cuerpo, pronunciadas sobre las cuestiones más importantes que hayan ocurrido en materia de derecho civil, comercial, de procederes y criminal. Pero esta colección, que forma un gran número de volúmenes in folium, compilada con poco método y escaso plan, es un maremágnum con pretensiones de repertorio a la Merlín, que está lejos de suplir a la falta de un libro elemental sobre proceduría. Hacen las veces de él un reglamento para el ducado de Génova, llamado Reglamento Regio, algunas disposiciones consignadas en las generales constituciones y otras varias leyes parciales sobre procedimientos. Este reglamento es desordenado, indigesto, difuso. Cuando el Código de procederes, hoy en colaboración, se haya promulgado, los genoveses se verán instantáneamente   —182→   en posesión de una jurisprudencia completa; porque debiendo ser el dicho código, como es de esperarse, una casi textual copia italiana del de Napoleón, vendrá a tener por expositores y comentadores de su práctica a Carré, Merlín, etcétera, como lo son hoy de su Código civil, calcado en el Código Civil francés.

El reglamento citado, a la par que defectuoso en su método, está sembrado de esos destellos de justicia y de imaginación, que acompañan muchas veces a los antiguos textos. Hablando sobre que los senadores deben vestir toga purpúrea en los casos solemnes, manda que esto se practique así particolarmente in esecuzione di giudicato criminale, ad effetto di incutere colla grave sua decorosa presenza il terrore e lo spavento nei cattivi... (tít. 3º cap. 8º).

Hablando de las calidades que debe tener el primer presidente del Senado, para ser electo tal, quiere que sea un soggetto grave e serio, il quale sia celebre, e singolare nella scienza legale, ed eccellente nella prudenza, e nella probitá di costumi e consigli.

...Ed eletti, dice más adelante, non s'ammetteranno al possesso di questa dignitá, se non saranno anche riconosciuti per tali nell'esame... (tít. 3º cap. 2º).

Al mismo tiempo dispone este reglamento -que el primer día del año jurídico, después de la feria de la vendimia, los presidentes senadores y   —183→   funcionarios, todos del orden judiciario, presten juramento sobre los Evangelios, di osservare le nostre costituzioni, e di avere avanti gli occhi una retta amministrazione della giustizia, senza riguardo, né distinzione di persone.

Por lo demás, este reglamento, considerado en el fondo, y con prescindencia de sus faltas accidentales, consagra casi todos los principios sobre que descansa un buen sistema de procederes. Sin embargo, él exige una pronta reforma, porque la ley debe de ser no sólo sabia en la sustancia, sino clara, metódica, sucinta en la forma y expresión. Como sanción moderna de la tradición legada por el derecho romano, en materia de proceduría, a las jurisprudencias de Italia y España, se puede sostener que este viejo reglamento se asemeja excesivamente al derecho, que entre nosotros rige; y, quizás como producción más reciente y más acomodada a las exigencias de la sociedad presente, está más purgado que nuestra legislación práctica, de vanas y dilatorias formalidades. A pesar de que esta rama de la legislación sarda, se ligaba tanto al objeto de mis estudios, en mi tránsito por Italia, tuve que abstenerme de emprender su estudio, por la circunstancia de estar amagada de una próxima abrogación, que debe tener efecto tan luego como esté acabada la redacción del nuevo Código de procederes. He aquí la razón por qué ahora mismo me abstengo de prolongar estas consideraciones sobre un estatuto que no regirá dentro de muy poco.

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Sin embargo, cualquiera que sea el valor de las mudanzas que introduzca el plan de procederes pendiente, es de esperar que deje en pie los siguientes hechos sobre que descansa el actual edificio judiciario.

La justicia se administra hoy en Génova por jueces de tres especies, a saber: 1ª jueces llamados di mandamento; 2ª, tribunales de prefectura, uno para cada provincia, cuyo número de vocales es proporcional a la población provincial. En Turín y Génova, pues, se componen de un senador prefecto, de un vice prefecto y seis asesores. 3ª, el Senado, que se divide en dos secciones.

El juez di mandamento, conoce de las causas meramente personales, cuyo valor no excede de 300 liras, de los daños causados en fondos rústicos, de las remociones de términos y usurpaciones de terrenos, de las innovaciones hidráulicas o efectuadas en los canales, fuentes y fosos; finalmente, en las causas posesorias, en todos los casos en que los daños, usurpaciones, novedad y molestia de la posesión, no son anteriores de un año a la promoción de la litis. Sus sentencias son inapelables, cuando no exceden del valor de 100 liras. En las de mayor valor se apela para los tribunales de prefectura. Un juez di mandamento debe haber siempre donde hay un tribunal de prefectura.

El tribunal de prefectura conoce de las causas de interdicción; nombramiento de tutor, curador, consultor judiciario; autorización de la mujer casada;   —185→   de enajenación o separación de la dote; de comercio, en 1ª instancia, siguiendo el proceder entablado para las magistraturas de comercio; de apelación, en último grado, de las causas iniciadas ante el juez di mandamento. En materia criminal conoce: de toda contravención a los reglamentos de policía, por acto punible con multa de más de 50 liras, o prisión de más de 3 días; de las contravenciones a los estatutos sobre papel, sellado, posta, lotería, notariado civil, insinuaciones y otras materias que son asiento de impuesto fiscal; de todos los delitos por los que no se debe aplicar pena de cárcel.

En cuanto al Senado, es tribunal de apelación en ciertas causas; y de primera y última instancia en otras. No hay recurso de sus sentencias, sino para ante él mismo, en revisión; debiendo en casos tales reunirse en un solo cuerpo. Conoce en primero y único resorte de las causas criminales de gravedad; es la autoridad de que se obtiene el permiso indispensable para publicar una defensa o alegato. El Senado actual, nada tiene de común con la antigua institución de este nombre. Es un cuerpo de magistrados nombrados por el rey del orden de los abogados, sin determinación de tiempo.

Es universalmente reconocida en Génova la rectitud con que desempeñan su ministerio de jueces. Si alguna vez se exponen fundadamente a ser criticadas sus decisiones, es más bien porque se dejan llevar de cierto espíritu de transacción con el poder   —186→   que no quieren agriar, que por malignidad y falta de rectitud. Sin embargo, su renta es tan corta que llega a perjudicar su honor de magistrados en la opinión siempre dispuesta a explicar la comodidad de un funcionario por razones nada generosas. Aquí como en nuestros países, la juventud tiene una fisonomía intelectual diferente de la que caracteriza a la ancianidad, educada bajo el influjo de ideas y doctrinas diferentes; sin embargo, no se advierte cisión marcada, y se ve por el contrario figurar jóvenes distinguidos en la alta magistratura.

En general, Génova posee sobre los demás Estados de Italia la ventaja de haberse gobernado, desde 1808 por los códigos franceses, a que debe su jurisprudencia un desarrollo extraordinario. No sucedió lo mismo en Turín, donde fue derogada la legislación francesa, y hasta reaccionada y tomada en odio después de 1815, en que se restablecieron las antiguas leyes civiles, que han estado en vigencia hasta la promulgación del Código Albertino. Se puede decir, pues, que la jurisprudencia de Turín o Piamonte comienza desde la promulgación del nuevo código. Los otros Estados de Italia no reaccionaron del mismo modo al Código francés(pero tampoco le observaron como ley del Estado, a ejemplo de lo que había sucedido en Liguria); y de aquí es que no hay país de Italia donde el derecho esté más adelantado en la práctica que Génova. Es cierto que los otros Estados,   —187→   después de 1815 promulgaron códigos propios, que, como el Albertino, fueron simples modificaciones del de Napoleón; y es ciertamente a esta circunstancia que ellos deben el poco desarrollo que la jurisprudencia ha recibido en estos últimos tiempos, en los distintos Estados peninsulares; beneficio que, como se ve, deben ellos a la Revolución francesa y a Napoleón. En todos ellos, a excepción del reino Lombardo-Veneciano, gobernado por el Código Civil austriaco, rige el derecho francés, si no como ley, al menos como doctrina admisibles en apoyo de la ley nacional incompleta o silenciosa.

Las preocupaciones que han puesto en circulación entre los pueblos de América, los calumniadores gratuitos de Italia, sobre el estado de depresión de sus costumbres, me llevaron a cerciorarme de la realidad de esta especie, por el examen del carácter o dirección que tenía el derecho penal en el Estado de Cerdeña. En muchos parajes públicos tuve ocasión de ver gran número de sentencias criminales, que según el uso del país se fijan en carteles impresos, y se mantienen allí por dos o tres años. Todos los crímenes a que se referían las pronunciadas desde 1840 hasta 1843, se reducían a los de robo y homicidio voluntario, sin que hubiese notado un solo criminal que lo fuese por delito de otra naturaleza. Vi que de la pena de muerte se hacía rarísimo uso. Noté que se empleaba muchísima clemencia en el castigo del homicidio y   —188→   heridas, pero un rigor excesivo en el del robo; los dos crímenes favoritos de los genoveses; de lo que se podía inferir que temen más a la pérdida de los bienes, que a la de su existencia. El homicidio por envenenamiento, cuyo hábito se imputa tan indistintamente a toda la Italia, es casi desconocido en Génova; un abogado, que gastaba más imparcialidad que la debida, para hablar de las cosas de su país, me aseguró que no recordaba haber visto en Génova proceso alguno sobre crímenes de semejante naturaleza. Para salir de otra de mis preocupaciones desagradables sobre las costumbres italianas, pregunté a este mismo abogado si los procesos sobre adulterio eran repetidos, a lo cual me contestó el malicioso genovés: -no tanto los procesos, como los delitos.



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- XIII -

Antes de pasar a Turín, nuevas y últimas correrías en Génova. -De sus palacios: pormenores sobre el palacio Balbi: sus galerías de pinturas y estatuas. -Impresiones primeras de las obras del Caracho, Van-Dick, Rafael, Rubens, el Españoleto, etc. -Efectos portentosos de la escultura. -Academia de bellas artes: la Hevé y el Napoleón de Canova. -Flores. -Jardín Doria. -La Biblioteca. -Nueva guía de Génova. -El día de Corpus. -San Lorenzo. -Usos peculiares de los italianos en la iglesia; menos graves que en América, excepto el Brasil. -Una tarde en San Ambrosio. -Devoción de los italianos. -Elocuencia del púlpito. -Los mendigos. -Descripción de la procesión de Corpus: ceremonial, concurrencia, aire de alegría profana de estas fiestas, y razón de este fenómeno.


Hasta aquí he detenido al lector con detalles relativos al foro de Génova exclusivamente. Debo ahora dárselos, según el plan que arriba me propuse, sobre el estado de la jurisprudencia en Turín, capital de los Estados sardos, y centro no menos importante que Génova, del movimiento jurídico en esta sección de la Italia. Para hablar de Turín   —190→   después de haberlo hecho de Génova, es necesario ir de un país a otro; en este tránsito he tenido impresiones, y estas impresiones piden una narración. Pero antes de dejar a Génova, echemos algunas miradas generales a sus palacios y bellezas, a sus costumbres y ceremonias religiosas, a la índole y carácter de sus habitantes, a su comercio e industria: y después de verla dentro de sus murallas, veamosla por fuera, visitemos, por despedida, sus campiñas y alrededores.

Treinta palacios principales tiene la ciudad de Génova, sin comprender en esta denominación infinito número de casas diez veces más suntuosas que el palacio habitado por el Emperador del Brasil, en la América del Sud. Describir sus bellezas sería tan pesado, como lo fue para mí el examen de algunos de ellos, pues no tuve valor para visitar más de cuatro. Sin que falten de originalidad, casi todos se asemejan en el fondo, en todos ellos pinturas, estatuas, jardines, fuentes, arquitectura de los mismos maestros, del mismo género. El primero que visité fue el de Balbi Piovere, trabajado por los arquitectos Bartolomé Bianco y Antonio Cordari. Posee un magnífico pórtico y un patio no muy grande, formado por veinte columnas de mármol, de orden dórico, con otras diez y seis de orden jónico en el segundo piso, sobre el que se apoya un tercero en diez pequeñas columnas. La bóveda de la sala principal está pintada al fresco por Valerio Castello, y representa al   —191→   tiempo. Por cierto que nada había conocido hasta entonces comparable a la gracia, riqueza y coquetería con que estaba amueblada la parte del palacio destinada a la habitación del príncipe y su familia. La parte opuesta destinada al recibimiento, entre mil preciosidades de arte y riqueza, contiene una soberbia galería de pinturas, donde por primera vez vi los trabajos del Ticiano, del Caracho, de Van Dick, Guido Reni, el Españoleto, Rubens, Rafael, Piola, etc. Si he de hablar con toda sinceridad, confesaré que al ver estas obras, no experimenté sensaciones proporcionadas a la fama de estos grandes nombres. Recuerdo, sin embargo, la impresión que en mí produjo un cuadro de Rafael, notable no tanto por su ejecución, cuanto por el designio, la mente, el pensamiento de esas cabezas divinas, de esas bocas emblema animado de benevolencia y candor, de esos ojos por donde reía la virtud con la inocencia y ternura celestiales que la distinguen. Tengo también en la memoria la cara de Cleopatra, pintada por Guido Reni. Cuando se han visto sus ojos, su nariz, el círculo de su frente, se halla racional que Roma hubiese experimentado conmociones por causa de su hermosura. Vi también por la primera vez en el mismo palacio, dos bustos romanos, curados de algunos accidentes y alteraciones ocasionados por los años. El soplo de Prometeo era lo único que les hacía falta para desplegar sus labios y lanzar miradas altaneras por esas facciones llenas de la verdad de la vida.   —192→   En América no tenemos idea de los efectos que el arte es capaz de producir por medio del mármol. Los toscos y groseros trabajos de escultura que conocemos por acá, son incapaces de hacernos concebir cómo es que el mármol pueda imitar el humo, la transparencia del tisú, la flexibilidad de la seda, la vaporescencia de los más aéreos tejidos, con la perfección del pincel. ¿Qué extraño, es, pues, que imite ese baño de imponderable luz con que la vida envuelve el rostro del ente animado? Visitando la Academia de bellas artes, vasto local cuyas numerosas salas estaban pobladas de pinturas notables y copias maestras de estatuas célebres, griegas y romanas, me impresioné sobre todo de dos estatuas de Canova: el busto de Napoleón, y la de Hevé de cuerpo entero. Dos facciones de la cara de Napoleón habían sido desconocidas para mí antes de ver este busto, los ángulos laterales de la frente tan notablemente prominentes, y su parte más alta, desenvuelta al modo de los poetas y metafísicos famosos. La Hevé que me pareció más bella que le Venus de Medicis, admirablemente copiada en mármol, me hizo conocer la posibilidad de concebir una pasión verdadera por las formas expresadas con un pedazo de mármol. Esta figura de indecible expresión, se ofrece al entusiasmo de la primera impresión, como el complemento de la obra que Dios intentó hacer cuando concibió la belleza de la mujer; es la poesía, el ideal de la femenil hermosura. Canova es el poeta de la gracia, como   —193→   Miguel Ángel lo es de la vehemencia y la fuerza, en los trabajos que de uno y otro observé en dicho establecimiento.

Las primeras flores de Italia que acerqué a mi olfato, fueron cortadas de uno de los jardines del Palacio Doria, por la mano de una mujer del pueblo en que puse en cambio algunas monedas de América; la permuta no pareció desagradar a la florista. Me parecieron fragantes y bellas, pero tal vez debo culpar a la parcialidad de mi órgano el que las hubiese hallado menos fragantes que a las flores de la patria. Era éste el más pequeño de los jardines del soberbio palacio. Sin embargo, en él había tres fuentes hermosas, está ornada la del medio de diferentes estatuas y un Neptuno sostenido por seis caballos, trabajado por Tadeo Carloni, que simboliza, según se dice, al príncipe Doria. Napoleón y Alejandro de Prusia, se han paseado en este jardín en que es tradición daba Andrés Doria a los embajadores los célebres convites servidos en vajillas de plata, que se renovaban tres veces durante la comida y se echaban al mar al fin de cada nuevo servicio.

De las bellezas in útiles, que a menudo chocan al viajero, mas antes que los establecimientos útiles, pasé a recorrer los de este último orden. Fue el primero de ellos la Biblioteca, que encontré numerosa, pero limitada en el plan que ha presidido a la recolección de los libros. Se nota al momento que tanto en ciencias morales, como en literatura y ciencia   —194→   jurídica, falta todo lo que se encamina a promover los intereses de la libertad y el progreso. Sólo es accesible la primera sala, cuyos estantes están guardados por enrejados de alambres. El orden y modo de clasificación, es claro y metódico. El actual bibliotecario, hombre de vasto saber, es autor de una nueva guía de Génova, que aparecía por entregas, a la sazón en que yo visitaba la Italia; la pesada y abrumante erudición de esta obra la hace más propia para extraviar que para guiar al extranjero que se propone conocer a Génova. Sin embargo, ella era recibida con aplauso por el entusiasmo genovés; que el autor no descuidaba de excitar por fuertes dosis de lisonja.

Era el 15 de Junio, día del Corpus. La ocasión no podía ser más bella para adquirir una idea del colorido que ofrecen las fiestas religiosas de los genoveses. Desde por la mañana bien temprano, las calles estaban toldadas con paños de lona, para solemnizar el pasaje de la procesión, que tuvo que diferirse a causa de la lluvia sobrevenida al principiar la función. Como en todos los pueblos católicos, esta función es grande y suntuosa en Génova, que si no es mejor católica que nosotros, sabe a lo menos simular con más arte las creencias que la civilización impone a todo pueblo culto. Muchas iglesias estaban preparadas para recibir la visita del Santísimo Sacramento, que no descansa en altares puestos en la calle pública, como en nuestros países. La de la Catedral estaba magníficamente puesta.   —195→   Lleva esta dignidad de metropolitana la iglesia de San Lorenzo, una de las más suntuosas y antiguas de Génova. Pocos años después del 259 de nuestra era, en que San Lorenzo sufrió el martirio en Roma, bajo el emperador Valeriano, se convirtió en iglesia el hospicio que había habitado, cuando venía de España para ir a Roma. Hay cronistas que negando esta tradición, sostienen que es a fines del undécimo siglo cuando la iglesia de San Lorenzo, se elevó, a expensas del público, al grado de esplendor en que hoy se ofrece. Fue consagrada por el Papa Pelayo II. Por la misma época, es decir, en 1088, esta iglesia recibió las cenizas de San Juan Bautista, que se habían transferido de la ciudad de Mirra, en la Lidia, y se arrancaron por los genoveses a los venecianos en las guerras de la edad media. La iglesia de San Lorenzo es un museo de preciosidades de escultura, arte arquitectónico y pintura. Piola, Carlone, Barocci, Tovarone, Castello, han iluminado con sus mágicos colores la bóveda y murallas de esta soberbia basílica.

Para la función de Corpus no estaba adornada esta iglesia según nuestra costumbre de sembrar de flores de trapo y oropel los altares. Conforme al uso seguido en Italia, estaban vestidos de damasco punzó, galoneado de oro, las columnas de mármol, las cornisas, púlpitos, balaustradas, todo el templo en fin, aparecía cubierto de púrpura de arriba abajo. Allí se encienden pocas luces; no hay   —196→   ese lujo de cera y de iluminación que en nuestros países. Las vestiduras de los sacerdotes para el servicio de la misa son ricas, pero de modestos colores. Me sorprendí no poco al escuchar los acentos de un órgano muy común, en vez de una brillante orquesta que yo me había prometido escuchar; y me sorprendí mucho más todavía de que la ejecución del órgano, en el curso de la función, fuera la misma, mismísima ejecución florida y profana que estaba fastidiado de oír en los templos del Río de la Plata. Durante la misa se tocó muchos valses de Strauss. La concurrencia va menos dignamente puesta a la iglesia que en la América oriental, o mejor diré, que en el Plata, pues el Brasil es sin ejemplo en la informalidad e irreverencia de sus fiestas religiosas. En la capilla del Emperador, estando oyendo misa su majestad y consagrando un obispo, he visto a todo el auditorio volver su espalda al altar y al solio, por atender a un mal cantor que se hacía escuchar en el coro, y aplaudir con un bravo estrepitoso y general un trozo ejecutado con cierto brillo. Volviendo a las costumbres de los genoveses, los hombres asisten a las grandes solemnidades religiosas, de levita casi siempre de color, más o menos del modo como se presentan en las transacciones de la Bolsa. Las señoras de alta clase y fortuna van de color, de sombrero, sin oro ni perlas, ni los otros adornos brillantes de que abusan nuestras damas   —197→   del Plata para presentarse en la iglesia. No se ve una sola que venga desprovista de su libro.

Las de segunda clase van tapadas con un largo chal de punto blanco, llamado pesotto, y el resto de su traje de colores vivos y despiertos. No he visto tres vestidos negros en la función del Corpus. Atascadas las naves de la Catedral de estas figuras blancas, ofrecen el aspecto de verdaderos rebaños de ovejas espirituales; se tomaría este uso como tradición del velo blanco de las antiguas vestales. Las señoras están sentadas o hincadas en sillas grotescas de junco, que se alquilan y pagan allí mismo, por dos o tres centésimos, a mujeres infelices, que hacen este tráfico. También lo pasan de pie las más elegantes; pero ninguna se hinca ni se sienta en el suelo. Algunas llevan abanico, pero tan malo y ordinario, como no lo llevaría una aldeana de nuestros países, donde el abanico es un mueble brillante, que sirve de ostentación, tanto como de utilidad, y suple a la palabra en las visitas de ceremonia, y es talismán de seducción, entre los dedos abrillantados de una bonita y blanca mano.

Pasé la tarde de ese mismo día en San Ambrosio, iglesia de los jesuitas, dividida en tres naves, formando cruz latina, incrustada toda de mármoles de colores variados, con siete cúpulas dignas de verdadera admiración, como lo es también la bóveda, que por la pompa y riqueza de sus pinturas y dorados, es emblema exacto del cielo. Sería   —198→   no acabar el describir las preciosidades de esta iglesia, que muy justamente pasa por una de las más suntuosas y ricas de Génova. Aquel día estaba despejada de todo ornamento postizo. Había hermoso canto acompañado por un órgano colosal y otros instrumentos de viento. La música era de un género más vivo y alegre, que de ordinario se oye en América en fiestas de este orden. Es innegable que las formas exteriores del culto católico en Italia, ofrecen un colorido más alegre y despierto, por decirlo así, que las que hemos heredado de los españoles, sombrías más bien que graves, y austeras como el fondo de su carácter. Las elegantes de sombrero a la francesa, no estaban en aquella tarde en San Ambrosio; la iglesia blanqueaba con los velos de las vestales de segundo orden, entre las que pululaban las lindas caras bañadas de no sé qué devoción coqueta, de que no estaba exento ni el orador sagrado, en lo alto de su púlpito, cuyo gesto y acción se acercaban más al actor dramático, que al maestro de la divina cátedra. El púlpito genovés, evidentemente, no es superior al de nuestro país, si he de juzgarle por el orador cuya prédica escuché en aquella tarde, está lejos de poseer la simple e insinuante elocuencia del predicador cristiano. Todo en él me pareció afectación y artificio helado. ¿Cómo reprobar la insensibilidad del público hacia un orador que habla poseído de mayor insensibilidad que la de su auditorio? Reiterados y frecuentes eran, pues, los esfuerzos del predicador   —199→   para atraerse las miradas atentas de los lindos ojos, que como a su pesar, se desviaban del espectáculo de su declamación, sin convicción ni vida, para contraerse a los portentos del arte más elocuente y religioso que lo era el inanimado predicador. Acabada la función y mientras el público desalojaba el templo, la voz de un mendigo gemía a las puertas, tan dulce como los ecos lamentosos de Bellini; sin embargo, yo notaba que los fieles genoveses desairaban con corazones de acero, aquella blanca mano abierta en nombre de la misericordia. No tardé en advertir que su colorido y encarnación de perfecta salud, desmentían victoriosamente la verdad de las palabras por las que se protestaba el más desgraciado del universo.

El domingo próximo, esto es, el 18 de Junio, se verificó la procesión de Corpus frustrada el 15. A las diez del día ha comenzado la función, que debe concluir a las 12 y media. Toda Génova está en la calle por donde la procesión debe hacer su tránsito. He aquí el pueblo menos creyente de la tierra tal vez, que abandona sus hogares, sus faenas, todo en fin, para asistir a una solemnidad religiosa. No todo el mundo es parte de la procesión, que es cinco veces menos numerosa que el público espectador y paseante. Este público, que ocupa una parte de las calles, las plazas y balcones, tiene el aire burlesco, risueño, mundano, y va vestido de color como a una fiesta cívica. Se ven ciertos balcones donde gentes notables toman sorbetes al   —200→   tiempo que pasa la procesión. El público, actor o procesional, que es oficialmente devoto en este acto religioso, se compone de los conocidos ingredientes de frailes, clérigos, soldados, empleados civiles, niños, preceptores, abogados, etc. La porción no oficial es pequeña. El total se compondrá de más de cuatro mil personas. Puesta la procesión en movimiento, todo el mundo canta; pero como es imposible obtener unidad en la ejecución de esta orquesta que toma un trayecto de mil varas, se divide en coros de quince a veinte voces, que cantan en tono y movimientos separados y arbitrarios. Algunos, queriendo dar a conocer su fervor religioso, por la magnitud e intensidad desmedida de su voz, estremecen el aire con sus gritos. Cruces y pendones, llevando inscripciones diferentes, y colocados de distancia en distancia, son como los guías que encabezan las compañías de esta religiosa parada. Una mitad de la procesión está compuesta de clérigos y frailes. La variedad de trajes con que se presentan las distintas y numerosas órdenes religiosas, es uno de los rasgos más picantes de esta concurrencia. En esta fracción es donde descuellan las bellas cabezas, las fisonomías distinguidas, que no se ve en el resto de aquel mundo de fisonomías estúpidas, de cabezas deprimidas y mal formados cráneos. Cuando, en un acto como éste, presenta Génova su cabeza desnuda al examen del extranjero, no puede menos éste que advertir la pobreza y desproporción de cabezas y caras, que por lo general   —201→   ofrece aquella población, como la mejor explicación quizás de su degradación mental. La procesión camina por un sendero algo estrecho, formado por gruesas y espesas hileras de mujeres del pueblo, que asisten de simples espectadoras. La mujer del pueblo, en Génova (por pueblo tomo lo que no es nobleza), es fea, desgraciada; tiene mala dentadura, boca sin armonía, y ásperas manos. Es muy casual que el ojo del viajero americano descubra una de esas fisonomías dulces y agraciadas, que son tan comunes en la población ínfima de la América meridional. En los pueblos católicos, la fuerza militar es un elemento, indispensable en las procesiones religiosas; las bayonetas son inseparables del guión y de las varas del palio, sin que se pueda explicar esta amalgama de cosas tan opuestas. Sin embargo, en Génova, es pequeña la división de soldados que concurre a la función de Corpus. No sucede lo mismo en cuanto a los agentes de policía, que, con un gran sombrero atravesado a la Napoleón, componen una tercera parte casi del cortejo procesional, de modo que la diferencia de nuestras respectivas procesiones en esta parte viene a consistir en la calidad del arma: en América se rinde homenaje a Dios con arma de fuego, y en Italia con arma blanca.

De los balcones del tránsito, se arrojan flores (pétalos de acacia amarilla), por las manos de niños y mujeres que hacen esto con el gozo loco y bullicioso que acompaña ordinariamente a los festejos del   —202→   carnaval. Las clases ricas y nobles sin empleo, no asisten a la procesión, que es, si puedo expresarme así, casi exclusivamente plebeya, a excepción de los poderes eclesiástico y civil, en ninguna parte considerados como plebe. El escándalo no se deja ver jamás en actos de esta clase, pero tampoco la verdadera devoción. En Italia una función semejante es como cualquiera otra de orden civil entre nosotros; se desempeña sin emplear más calor que el ordinario, y se pasa a otra cosa con el espíritu sereno. No deja de hacer también las veces de esas grandes escenas de la vida colectiva y nacional, que falta a aquellas sociedades sin existencia política; y de que los pueblos no pueden eximirse. Si en Italia no hubiese fiestas religiosas, ¿qué fiestas tendría el pueblo?



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- XIV -

El genovés no echa de menos las diversiones. -Austeridad de sus costumbres. -Carácter sombrío de su nobleza. -El Casino. -La Piazza Banchi y la Borsa. -Anomalía del espíritu mercantil y el de la localidad en el genovés: su esquivez genial hacia el extranjero, cuyas ideas son mejor admitidas que su persona. -Temores del clero al influjo extranjero. -Ineficacia de las restricciones a este respecto. -Creencias del pueblo y la nobleza en Italia. -Situación política de la nobleza en Génova. -Ir con tiento cuando se hable de la austeridad genovesa. -La economía es el alma de ella. -Conmociones producidas por una fiesta gratis. -Incertidumbre de las calificaciones del carácter de los pueblos.


Se debe convenir no obstante, en que, a este respecto, el genovés es el italiano menos desgraciado, pues su carácter naturalmente austero y concentrado, le hace poco amigo de las diversiones públicas. En Génova no hay círculos ni reuniones privadas de pasatiempo; no hay bailes, ni públicos ni privados. Los teatros de espectáculo están medio desiertos casi siempre. Poco se visitan las gentes entre sí; cada uno en su casa y con los suyos. La nobleza,   —204→   dividida por emulaciones de rango y jerarquía, no se da con el pueblo, ni consigo misma. ¿Destituida de interés común, qué puede dar motivo a sus reuniones? Gasta poco, aparece menos, economiza excesivamente; hay noble que no gasta ni la décima parte de su renta. La aristocracia de Inglaterra no tiene exterior más esquivo y desdeñoso que la nobleza destronada de Génova. Solamente en los salones del Casino, se permite algún contacto con el comercio más distinguido, en los bailes extraordinarios de carnaval, en las mesas de juego, en los gabinetes de lectura de este palacio mercantil, en que el comerciante, elevándose al tono del noble, alterna tímidamente con él. Sólo se habla de dos sujetos, pertenecientes a la nobleza, que se hayan dado a las empresas del comercio, y desgraciadamente con muy mal suceso.

Esta disposición de los genoveses no tanto es hija de su estado de cosas político, cuanto de su carácter habitualmente sombrío, reservado, egoísta, dado a los cálculos y proyectos de ganancia. El genovés tiene sus diversiones y sus placeres más queridos en la Piazza Banchi y en la Borsa. Se reúne en sociedad para hablar de negocios materiales. Cuando no es una especulación de comercio lo que debe dar pábulo a la conversación, la abandona inmediatamente para retirarse a su centro doméstico. Esto hace que las asambleas y concurrencias, en el paseo, en el salón, en el teatro sean sombrías, silenciosas, faltas de vida y movimiento. Para ver   —205→   contento, animado, elocuente, si se quiere, a un genovés, es necesario seguirle a la Piazza Banchi especie de salón, más bien que plaza pública, donde se revuelve el mundo de comerciantes, agentes de cambio, capitanes de buques desde muy temprano hasta la hora en que los rayos del sol de medio día, le hace entrar en el salón de la Borsa, más grande que la Piazza Banchi.

De aquí viene que Génova es una familia aparte, exclusiva, pura, sin mezcla, la ciudad única del mundo, quizás, que ofrezca este carácter de entre las que ocupan una situación litoral. Allí no hay extranjeros. El que penetra por casualidad, se hace expectable por su aire exterior, poco más o menos como sucede en una aldea mediterránea. Si el genovés es árido para su propio compatriota, ¿cómo no lo será para el de afuera? Parece que los genoveses se desquitan a su gusto en el seno de su país, de las complacencias y acatamientos tan violentos para su carácter altanero, por los que pasan en el país extranjero, a donde la necesidad les conduce en busca de fortuna.

Quizás la influencia monacal concurre no en poca parte, a alimentar en las masas este espíritu de aversión y antipatía contra el extranjero, temiendo no sin razón, que su roce y contacto pudiera acarrear en el genovés un progreso inteligente, pernicioso, no a los verdaderos intereses, sino al egoísmo del monasterio. Sin embargo de esto, allí no se mira con el mismo disfavor las cosas que vienen de   —206→   afuera, y las cosas no civilizan menos que las personas, muy especialmente, los libros, las ideas, el pensamiento escrito. Los libros franceses, como lo he notado antes, pululan por todas partes en aquel país; y con tal que no contengan aplicaciones ofensivas y directas al sistema o a las personas que gobiernan el país, poco importa que en ellos se trate las materias generales con la libertad y latitud más ilimitadas. Es aplicable sobre todo esta observación a la prensa periódica y a los libros de jurisprudencia y materias de administración. Allí, por ejemplo, está prohibida la circulación de los libros de Sismondi; pero en todos los cafés se lee periódicos franceses en que se trata de las materias más delicadas de gobierno con la audacia que no empleó jamás el famoso historiador de las repúblicas italianas, conocido amigo de la estabilidad de los gobiernos existentes. De este modo es como en Italia, lo mismo que en los nuevos Estados de la América Meridional, los trabajos de la reforma social están radicados de un modo indestructible. Allí los frutos de la Revolución francesa se hacen sentir a cada instante y por todas partes. Génova no es dependencia de Napoleón, no obedece a su espada, pero se gobierna por sus códigos, cuyas disposiciones consagran los principios más altos de la moral y la legislación de las naciones. ¿Será posible evitar, pues, que estos gérmenes se desarrollen por grados en la conciencia de aquella sociedad, y que a la larga den los frutos cuya madurez en vano   —207→   se trataría de alejar? Con los códigos vienen los comentadores; con los comentarios la discusión de los principios y verdades que constituyen la naturaleza moral y social del hombre.

Entretanto, hoy día, es indudable, las masas vegetan en lamentable atraso; el hombre del pueblo no sabe leer, es fanático con sinceridad, a la par que vicioso y corrompido. La mujer en Italia, es creyente por lo general, y la que no tiene creencia religiosa, es casi siempre disoluta. La juventud de la clase media y acomodada, de los 30 años abajo, es atea o deísta. Entre la nobleza, las mujeres tienen verdadera creencia, no digo costumbres intachables; no así los hombres, que son volterianos en su mayor parte, o al menos escépticos e indiferentes a las cosas religiosas; esto último es lo más positivo, pues no tienen la suficiente instrucción para ser volterianos. Creo haber dicho antes que la nobleza actual de Génova no tiene parte en el poder ni goza de más prerrogativas que las concedidas a la orden de la Anunciada, y consisten en que sus miembros no puedan ser enjuiciados sino por tribunales excepcionales y privilegiados; concesión hecha a la orden, como se ve, por motivos religiosos, no por calidades de sangre y raza. Vive con opulencia, y su mayor ambición es la de ser convocada de vez en cuando, en Consejo por el soberano, y llamada al servicio de su corte. Destinada a vegetar en la molicie, no se cultiva; el placer es su ocupación. Se puede inferir, pues, que ella no ambiciona   —208→   a vivir tanto como la aristocracia de Inglaterra.

La actual Génova no tiene simpatía por ninguna de las familias nobles existentes o pasadas; o, por mejor decir, este país no tiene hoy día afección política por nadie. El comercio, el interés individual le absorbe completamente; si nos fijamos en el carácter de sus guerras pasadas, hallamos que casi siempre tuvieron por causa ventajas de comercio, intereses que rara vez dejan recuerdos memorables.

Cuando se dice que Génova es sombría y austera por el carácter de sus habitantes, no se quiere decir que lo es al modo de los Estados Unidos de Norte América o Londres. Es preciso no olvidar que Génova es un pueblo meridional y que pertenece a Italia. El genovés no va al teatro, mas tal vez por razón de economía que por austeridad; no concurre al baile, no asiste a paseos quizá por igual motivo; pero se desquita con las fiestas religiosas, que se repiten diariamente y son verdaderas fiestas cívicas. Se puede decir verdaderamente que en ellas, Génova satisface la necesidad de las asambleas de expansión y recreo, inherentes a todos los pueblos meridionales; el objeto es vario y susceptible de cambiar según la situación respectiva de cada pueblo, pero la exigencia es universalmente observada. Nuestras repúblicas celebran sus fiestas cívicas. Génova solemniza sus fiestas religiosas. Los días de San Juan Bautista, de Corpus, son el 25 de Mayo, el 18 de Setiembre de los genoveses; en aquéllas el   —209→   mismo entusiasmo que en éstas. Antes del 24 de Junio se esparcen por las calles proclamas impresas que anuncian con un cierto calor demagógico la inminencia del gran día; en ellas se excita el celo piadoso de la soberbia ciudad para su grandiosa solemnización, en un tono más alarmante que el empleado por O'Conell para enardecer el patriotismo de las masas irlandesas. Yo que llevaba presentes en mi memoria los bandos del Ministro oriental, señor Pacheco y Obes, fijados para terror de los malos patriotas en las calles de Montevideo, no pude resistir al involuntario impulso que atrajo mis ojos hacia aquellos monstruosos tipos en que se interpelaba a la gran ciudad de Génova y a los genoveses para que, so pena de ser considerados como malos italianos, fuesen fieles asistentes a la función y procesión de San Juan Bautista, patrón de la ciudad; esto es, a la más alegre, bulliciosa y popular diversión que tengan los genoveses.

Yo me atrevería a sostener que Génova, no solamente no es triste, sino que es uno de los pueblos más inclinados a tener diversiones. No me cabe la menor duda de que su estado político explica en mucha parte la reserva de su carácter. Ciertamente que no tiene el vicio del deleite, como Cádiz o Madrid; y pobre de ella si le tuviese. Pero es un hecho que se divierte más de lo que es natural a un pueblo ocupado y serio, en todo lo que no cuesta plata.

Por lo demás, se debe confesar que nada hay más   —210→   vago que las calificaciones generales aplicadas al carácter de este o aquel pueblo. Independientemente de las alternativas a que puede estar sujeta la vida ordinaria de un pueblo, él puede ofrecerse bajo muy diversos aspectos según el carácter del observador; un pueblo muy alegre para el viajero inglés, puede aparecer muy triste a los ojos de un viajero de Nápoles, o Andalucía. Se puede afirmar, en efecto, que son los otros italianos los que han dado a Génova la reputación de triste; y esto dimana de que en el resto de Italia, sus habitantes pueden vivir ocupados de gozos sin perecer de hambre; una existencia semejante costaría la vida a los genoveses, que tienen que batallar sin tregua contra la miseria y la ingratitud del suelo. El ducado de Génova, privado de terreno capaz de servir al trabajo agrícola, subsiste del comercio del tráfico, especialmente cereales, vino, viandas, todo lo recibe de fuera y nada posee de seguro para su subsistencia. La vida del genovés, pues, reside esencialmente en el comercio, cuyos menores contratiempos son verdaderas calamidades públicas; la idea de su clausura o absoluta interdicción pone horror al genovés. Así nada más vital para Génova que las mejoras proyectadas y en ejecución, sobre los caminos interiores, el puerto y establecimiento de su aduana marítima.



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- XV -

El comercio es el alma de Génova. -Todo allí se subordina a su espíritu, hasta el estilo de los edificios. -Trabajos y mejoras materiales. -La Municipalidad: su crédito y rentas: su táctica para evadir los pechos del Gobierno. -Carácter nacional del comercio de Génova. -Allí es nulo el comercio extranjero: ausencia de casas inglesas y francesas. -Tolerancia de cultos. -Carencia total de bancos y casas de créditos. -Es temido el crédito como instrumento de libertad y reforma. -Ventajas y prerrogativas del comercio genovés. -Sus recreos del Casino.


Efectivamente el comercio y la adquisición de fortuna es el fin, el principio y medio de la vida de aquel país. La ambición dominante del comerciante acaudalado, es poseer y habitar grandes palacios. El que hoy sirve de residencia a la persona y familia del rey, cuando viene anualmente a Génova, fue propiedad de un particular, que se compró por el Estado.

Los trabajos de utilidad pública toman también este carácter y dirección; ellos se encaminan señaladamente al provecho del comercio. La edificación   —212→   material de Génova se regenera en el mismo sentido que sus costumbres e ideas; el estilo de los edificios adaptables a la vida y ocupaciones de la clase mercantil e industrial, se sobrepone poco a poco, a la magnificencia aristocrática de las antiguas construcciones. Uno de los bellos trabajos que actualmente está en ejecución es el del ensanche y engrandecimiento del local denominado Puerto Franco, cuyas tres puertas de desembarco, insuficientes hoy al vasto comercio de aquella plaza, deben aumentarse por una serie de otras muchas, que se extenderán por todos los bordes del estanque destinado a recibir las embarcaciones de desembarco. Esta obra, que hace parte de la construcción de la galería que está construyéndose sobre el mar, y debe extenderse en dirección al Levante lo mismo que hoy al Poniente, se ejecuta a expensas del tesoro municipal.

La Municipalidad de Génova es opulenta; posee un vasto crédito. Sus rentas son administradas por síndicos elegidos popularmente, con aprobación del Gobierno. Posee el producto de los impuestos del vino, del aceite y otros ramos no menos capitales en la producción industrial del país. Temerosa de las usurpaciones del poder, emprende obras audaces, para el desempeño de las males compromete su crédito con el fin de que su renta nunca deje sobrantes capaces de dar pretexto al Gobierno para ingerirse en la disposición de una parte de ellas, como más de una vez lo ha intentado, con   —213→   poco suceso, según creo. He aquí uno de esos hechos consoladores, que muestran en actividad y acción, en medio de sociedades que suponemos en la última abyección, precisos restos de la antigua libertad, que a la vez son arranques de la venidera emancipación.

El comercio de Génova es puramente nacional por lo que hace a las personas que le desempeñan en la plaza; quiero decir que todas las casas principales son genovesas. Aquel teatro es poco apropiado a la actividad del comerciante de fuera, no existe en Génova ese espíritu cosmopolita, que preside al comercio de toda la América, de Livorno, Gibraltar y otras plazas célebres. Allí no se conoce una sola casa francesa de importancia; apenas había unas tres casas inglesas, y esas de segunda línea. El culto exclusivo allí reinante no entra por poco, a mi ver, en la explicación de este fenómeno. El hecho es que los judíos, aglomerados en tanto número en Livorno, parecen haber excitado en favor de esta plaza la simpatía de los ingleses y americanos del Norte, que han hecho de ella como el necesario entrepuente para sus empresas mercantiles en África y Levante. Génova tiene agregados a su población, pero sin incluir en ella, trescientos judíos, en que se comprenden algunos sectarios de otras religiones, y como unos cuatrocientos protestantes suizos e ingleses; los judíos están privados del derecho de poseer inmuebles, lo que les pone en la necesidad de dejar aquel país o darse al   —214→   comercio marítimo. No faltan, a pesar de aquellas trabas, ricos banqueros y negociantes protestantes. Por otra parte, es de notar que el exclusivismo e intolerancia de rito, no son tan grandes en aquel país que se haya podido desconocer la necesidad que el comercio tenía de facilitar su contacto y roce con los pueblos de distintas creencias, y se ha concedido a los judíos la facultad de tener una sinagoga, que se halla en las cercanías de Malapaga, y a los protestantes un templo en la Crosa del Diávolo.

El comercio de Génova tiene la enfermedad que parece inherente al de todos los pueblos meridionales de Europa y de América: la falta de instituciones de crédito. El crédito reposa en la franqueza y lealtad de las costumbres y en la difusión de la instrucción en las masas; dos cosas que faltan a los pueblos que dejo mencionados; es además un instrumento de progreso y libertad, como lo acredita el ejemplo de los Estados Unidos, y una muestra de ello es que el Gobierno de Génova, poco preocupado de la idea de acelerar un desarrollo, no ha mirado con buen ojo las tentativas hechas por los negociantes de Génova, para el establecimiento de un Banco. De aquí viene la especie de mezquindad y estrechez que preside a las operaciones del comercio interior de Génova, que, en desquite, se contenta con el beneficio de la seguridad, pues rara vez se oye hablar de quiebras y bancarrotas. El comercio de Génova disfruta del precioso beneficio de poder elegir los miembros que componen el   —215→   tribunal de comercio, bien es verdad que con aprobación del rey; es el flaco de todas las libertades genovesas; allí nadie es libre sino con permiso del rey, pero esto es referente, con especialidad, a las libertades no civiles.

Génova, que tiene palacios para la religión y la nobleza, debía tenerlos también para el comercio, su segunda religión y segunda nobleza. En efecto, entre los muchos de que se enorgullece la vanidad de los genoveses, hay uno de modesta arquitectura, destinado para círculo o reunión recreativa de los mercaderes de alta distinción. Es esta una de las más bellas casas de este orden que existan en Europa. Posee un delicioso jardín, sobre el cual está una sala destinada a servir de estancia a los fumadores, en la que hay también una mesa de billar. Posee además un vasto y elegante salón de baile, soberbiamente amueblado, donde se dan frecuentes tertulias en invierno; un gabinete de lectura, con ricas y modernas colecciones de libros, panfletos y papeles periódicos de toda Europa; brillantes, fantásticos y costosos muebles; multitud de piezas de distracción y flânerie. Accesible el Casino únicamente a la parte más selecta del comercio y a la nobleza, su tono, aristocrático, por decirlo así, le quita todo género de analogía con esos clubs-café, en que los agentes subalternos, rendidos con la fatiga del día, van como a reparar sus fuerzas aniquiladas, alargando sus piernas sobre las sillas y dormitando al lado del vaso de cerveza, entre el humo de más de veinte cigarros que arden a la vez.



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- XVI -

Menos americanos en Génova que en Roma, Londres o París. -¿Por qué las capitales nos atraen? -Inconvenientes que esto ofrece al estudio de nuestros jóvenes. -Ventajas de las ciudades de segundo orden. -Su analogía con nuestras capitales. -Otro tanto respecto de las naciones: importancia de nuestros viajes en Italia y España. Influjo de estos países sobre América: el Mediodía de Europa preferible al Norte como objeto de nuestro estudio. -Verdaderos fines de nuestros viajes de instrucción y aprendizaje en Europa. -España, el más importante objeto de nuestro estudio y examen. -Preocupación popularizada entre nosotros a este respecto. -Hospitalidad agradecida de los genoveses.


Un americano del Sud podrá no encontrar compatriotas en Italia; muy especialmente si los busca en Génova, u otra de las ciudades capitales de la península que no sea Roma, donde quizás sería menos difícil hallarlos. Nos sucede a los de estos países de Italia, lo que en Francia e Inglaterra; en cuanto llegamos a ellos buscamos las capitales. Efectivamente el aspecto de una de esas grandes metrópolis del mundo tiene un efecto maravilloso   —217→   para nosotros los hijos del desierto. Pero comúnmente son más capaces de producir vértigo y abombamiento en el espíritu de nuestro jóvenes viajeros, que no la madurez y razonamiento que van a buscar en Europa. Se observa allí misma, que de las grandes capitales se envían jóvenes a los colegios acreditados de la provincia; en el colegio de Chambery, en Saboya, he visto muchos jóvenes de familias respetables de Paris. Las grandes capitales inclinan y engendran aficiones por lo que es frívolo y meramente de vanidad. En más de un punto de importancia pública es confesada la superioridad de las inteligencias provinciales, sobre las de la capital; y es un hecho casi universal que el buen sentido a toda prueba, la gruesa sensatez se cultivan y forman en el silencio de la provincia. Guizot, Thiers y los más notables hombres de Estado, que hoy figuran en Francia, se han formado en ciudades de segundo orden. Una observación análoga ha hecho notar a M. Cormenin que los mejores libros de administración y ciencia legal, franceses, se publican a menudo en las provincias. Por otra parte las capitales de provincia en Europa tienen mucha más analogía, en su sistema económico y administrativo, con nuestras principales ciudades, que no esos monstruos de pueblos, que como Londres y París, no tienen un solo término de comparación con los mayores de entre los nuestros. No son las teorías sagaces y nuevas de la Sorbona o del Colegio de Francia lo que importa que nuestros   —218→   jóvenes traigan a su país indigente y pobre en adelantos; sino ejemplos prácticos, de instituciones capaces, por su escala y alcance, de realizarse entre nosotros. Cuando el deseo sincero de adquirir sólida instrucción haya reemplazado a la vanidad, en el móvil de nuestros viajes a Europa, ciertamente que no serán París y Londres, los pueblos que más frecuente nuestra juventud. Y lo que digo de las ciudades lo aplico también a las naciones; la Italia y la España serán dos países que se visitarán más y más a medida que se comprenda mejor el motivo de nuestros viajes de investigación en Europa. La América por su clima y antecedentes, guardará la misma división de razas y pueblos que el Norte y Mediodía de la Europa. Descendientes nosotros de la raíz grecolatina, nunca podrán servir para nuestro tipo de instrucción social, los pueblos de origen céltico o germánico. La Europa Meridional es y será nuestra escuela inmediata y natural. Allí es donde debemos buscar la forma y carácter de los progresos que el tiempo ha debido dar al genio originario del nuestro; pues una eterna analogía ligará nuestra sociabilidad en su dirección y carácter con la del Mediodía de la Europa. La Italia ofrece un campo fértil de instrucción para el viajero estudioso de América, no por sus antigüedades y recuerdos, con los que nada tiene que ver este mundo sin tradiciones y cuya existencia entera está en el presente y porvenir. La arqueología, la erudición y ciencias todas del anticuario, son   —219→   y serán siempre plantas exóticas y de imposible aclimatación en América. Los misterios del pasado, sólo son accesibles al que habita sus despojos. Tampoco debe llevamos a Italia el interés y admiración por las bellas artes. Lo que digo de la historia y de la erudición, lo aplico con más razón a la m música, a la pintura, a la escultura: la América no es ni será por largos siglos el país del arte. Como pueblos jóvenes y ardientes, los nuestros tienen amor a sus producciones y son sensibles a sus bellezas. Pero el cultivo del arte, en alto grado, supone algo más que entusiasmo y pasión; supone progresos de civilización material y cultura inteligente en un grado y extensión a que la América Meridional está muy lejos de aproximarse: la Italia debe frecuentarse, por nuestros viajeros, como un país donde a pesar de las declamaciones de los amigos de la libertad contra su actual postración política, hallarán un inagotable manantial de conocimientos prácticos, de instituciones de orden material, de trabajos, obras y construcciones trasplantables a nuestros países con más facilidad y provechos que las de cualquier otro país. Nos equivocamos grandemente cuando a este respecto parangonamos la Italia con la España; estas dos naciones han podido igualarse antes de ahora en lo desgraciado de su situación política; pero en cosas de orden administrativo, trabajos públicos, rutas, legislación civil, policía de seguridad, es tan   —220→   superior la primera a la última, como lo es la Francia respecto de nosotros.

La España misma, a pesar de todo, es tal vez el país de Europa que más interesa estudiar al viajero de nuestra América Meridional; allí están las raíces de nuestra lengua y de nuestra administración, el secreto de nuestra índole y carácter; allí se han escrito las leyes que nos rigen y se ha hecho la lengua que hablamos; nosotros hemos admitido y manejado todo esto sin la intervención de nuestra conciencia, como pupilos; para entender pues nuestra sociedad, para sondear las miras y espíritu de las instituciones sobre que reposan y descansan de largo tiempo sus cimientos, es necesario ir a estudiar la madre patria. Desde lo alto de la metrópoli, es de donde podremos echar una mirada general y completa a la sociedad en que vivimos. Allí está y estará por largo tiempo nuestra gran capital: no nos gobiernan ya sus reyes; tampoco el ejemplo de su actual vida pública, si se quiere; pero el yugo de su acción anterior, la influencia de su poder pasado, nos es tanto más difícil sacudir, cuanto que se hallan radicados hasta en la forma de nuestros cráneos y la sangre de nuestras venas: somos la España, en una palabra, ¿cómo emanciparnos de la España? La calma de la reflexión nos dará a conocer que la independencia de América no es más que la desmembración del poder político de la España; la división de esta nación en dos familias independientes y soberanas.   —221→   Por lo demás, el tipo de su civilización, el molde de su carácter, la forma de sus ciudades, la conducta y régimen de vida, todo es idéntico y común. El hacha de la revolución ha podido trozar el gajo por donde se trasmitía la savia del tronco hasta las ramas de nuestro árbol genealógico; el vástago ha echado raíces en nuestro suelo, pero la planta exótica exige terreno y cultivo análogos a los que alentaron su progreso en el país originario. Busquemos, pues, allí el sistema de que se valían nuestros padres para dar vida y engrandecimiento a la sociedad de que fuimos vástago un tiempo, y cuya índole y propiedades conservamos hasta hoy; comienza a comprenderse que el secreto de nuestra existencia actual reside en el estudio de nuestro pasado colonial. Pronto se comprenderá que para conocer a fondo nuestra existencia colonial, es necesario descender a la historia del pueblo español europeo, cuyos elementos sirvieron para componer el pueblo español americano. Entonces nuestra historia contendrá tres grandes divisiones: lª, historia de España, en España; 2ª, historia de España en América; 3ª, historia de la España americana o independiente. Así las ideas generales y la ciencia nos traerán un día al seno de nuestra familia, que hemos desconocido y negado en el calor del pleito doméstico llamado revolución americana. Vendrá en breve el día en que no se oirá decir en español, que el español es bárbaro. Ya hemos dicho de nuestra raza todo lo malo   —222→   posible; ahora es necesario ver el reverso estrellado del cuadro; dar la espalda al hogar español, y formar parada ante el mundo extraño a la familia, de los títulos que nos asisten para envanecernos de nuestro origen. Hemos alabado ya a los de 1810; tomemos ahora las cosas de más alto y alabemos a los de 1492; a los que inventaron la mitad del globo terráqueo, le despoblaron de razas bárbaras, especie de maleza humana, para poblarle de las más bella raza de la Europa, de la noble raza española; a los que fundaron un estado en el que, por espacio de tres siglos, jamás se puso el sol; y cuyas leyes, como los vientos alisios, circundaban toda la redondez del planeta que habitamos; a los que fundaron estas veinte naciones que hablan hoy su lengua, que se rigen por sus leyes, que conservan su culto, sus templos, sus poblaciones, sus rutas, sus tribunales, sus impuestos, su sistema militar, su comercio, sus ciudades y edificios monumentales. Todo esto es algo más que nuestros triunfos de los catorce años, obtenidos con armas, con luces debidos a los vencidos; pues todo esto lo desconocemos, lo detractamos, para ponderar nuestras instituciones que se lleva el viento revolucionario, ese viento no obstante que silba en vano contra los muros del grande y viejo edificio, sin poderle destruir. No combatamos a la raza española, porque somos ella misma; a su obra, porque es el mundo que habitamos, a su dominación, porque ella abraza toda nuestra existencia   —223→   menos una octava parte; a sus antecedentes, porque ellos nos gobiernan todavía en su mayor parte, y no debieron ser tan malos desde que nos dieron la aptitud de emanciparnos llegada que fue la oportunidad. Estudiemos, pues, a la España para conocernos a nosotros mismos; y para conocer bien a la España, estudiémosla en España.

Entretanto, veamos lo que en Italia sucede con el americano del Sud que por allí se aparece alguna vez. Dije más arriba que no es fácil que en los Estados de la Península encuentre compatriotas, pero en desquite hallará quien haga sus veces gallardamente; y serán todos los italianos restituidos al nativo país después de haber hecho fortuna en el nuestro. No conozco muchos países extranjeros, pero creo haber viajado lo bastante para conocer que tal vez no hay emigrado europeo más agradecido que el italiano, al país en que labró su fortuna. Sería perderme en digresiones el narrar los actos de atención de que fui objeto y debí a la hospitalidad cariñosa de los señores Ferrari, Garda, Barabino, Bottaro, etc., por la sola circunstancia de ser americano, del país en que ellos residieron alguna vez.



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- XVII -

Alrededores de Génova. -Un paseo de campo. -Caminos de Italia; son alamedas en vez de rutas. -Empresas de ferrocarriles. -Una noche en el campo. -Hallazgo de un compatriota; un mate de yerba paraguaya. -La mañana en Italia. -La naturaleza es allí más bella, pero menos grandiosa que en América. -Parte que en esto tiene la imaginación. -Costumbres religiosas de los aldeanos. -Iglesias campestres. -Trajes locales. -Conducta de las mujeres. -Salarios. -Industria aldeana. -Efectos del ferrocarril.


Después de recorrer a Génova en el recinto de sus fortificaciones, quiero visitar sus alrededores y campiñas. En Génova, como en otras ciudades fortificadas de Europa, se llama campaña a todo lo que está fuera de sus murallas. Como a nueve millas de la capital, en el encantado valle de la Polcevera, hay un pueblecito llamado Pontedecimo, por medio del cual atraviesa sus aguas bulliciosas un arroyo que tiene por nombre el Ricó. En este pueblecito tenía su casa y familia el señor Barabino.   —225→   Con una benevolencia que recuerdo con placer, el señor Barabino me invitó a pasar dos días en su casa de campo; «hallará usted allí, me dijo, además de una linda aldea, dos cosas que no dejarán de interesarle: un joven de Buenos Aires, que conoce a usted, y un mate de yerba paraguaya». El convite no podía ser más lisonjero; no trepidé, pues, en dejar los mármoles de Génova para trasladarme a Pontedecimo. El 10 de Junio, a puestas de sol, nos pusimos en marcha por el camino que conduce a Novi. Era el primer camino de Europa que iba a transitar. A unas tres o cuatro millas de marcha por una alameda o paseo, cuyas bellezas me impresionaban tan vivamente como lo habían hecho antes los edificios de la ciudad, pregunté hasta dónde se extendía aquel sendero de jardines y palacios; y mi compañero me contestó sin vanidad: «hasta la frontera de Italia; así son todos los caminos de este país». Más tarde he visto que el genovés dijo la verdad. Yo no he visto en Francia sino los caminos de fierro que puedan compararse en consistencia, propiedad y belleza a los de Italia. Los que detractamos a la Italia porque no tiene libertad política, como si la poseyésemos nosotros muy arraigada, ¡qué diríamos al comparar sus caminos y puentes, que siempre están como recién acabados, en incesante y asidua reparación, con nuestras rutas que sólo se distinguen del campo inculto en que no hay árboles ni peñascos que obstruyan el paso! Pero la abyecta Italia, como la llamamos   —226→   desgraciadamente, nosotros, pueblos sin camisa, piensa en más que esto todavía. Sus poéticos caminos comienzan a suplantarse por caminos de fierro. El de Novi, que en aquella tarde nos llevaba a la Polcevera, debe ser reemplazado por un ferrocarril, que va a poner a Génova en contacto con Milán, centro capital del reino lombardo-veneciano; su plan, presupuesto y fondos estaban listos a mediados del año de 1843.

Por este camino recorrimos la ribera del Poniente, distrito denominado Sampierdarena, hasta la ruta que, tomando al norte y dejando a un lado el puente Cornigliano, se prolonga por el Stradon de los Olmos. En todo ese trayecto es más que un camino, una magnífica calle con raros intervalos huecos en los costados, poblados casi incesantemente de casas de muchos pisos, cercadas de explanadas graciosas y vergeles que dan entradas a soberbios palacios, habitados con predilección, en otra época, por los grandes de Génova. Al cambiar de curso, dejando a la espalda la ribera del poniente, el camino sigue su trayecto por el fondo de un valle, formado por las pendientes de dos sistemas de colinas, donde la belleza del cultivo disfraza un terreno árido y mezquino. Y sin embargo, este valle, que es el de la Polcevera, es uno de los parajes más fértiles del ducado de Génova. Por lo general, su aridez es tan grande, que se cuenta entre las causas que despueblan este país. Se cree que este fenómeno es moderno; pues Cicerón, aludiendo   —227→   a este mismo paraje, alaba lo hermoso de su vegetación. Presúmese que la acción de los vientos y la edad han concluido con el terreno vegetal y que el arte sería capaz de reparar este defecto agrícola. Un poco antes de llegar al Stradon de los Olmos, se abre a la izquierda el lecho vasto y pedregoso del Ricó, cuyas dulces y cristalinas aguas fertilizan el delicioso valle y dan realce a las isletas, que, formadas en su seno y cultivadas escrupulosamente, parecen jardines plantados para la belleza de una sola tarde.

A las diez de la noche estábamos en Pontedecino, octava o novena aldea de las que cruzamos en el espacio de nueve millas; alojados en una habitación alta, por cuyo pie pasan recostándose las aguas murmuronas del Ricó: conversando en español (esto es hallazgo en Italia), con el americano, en quien hallé nada menos que un pariente paterno, estando a sus datos genealógicos. En el Palacio Balbi me habría sentido menos agradablemente alojado, que me consideraba en el seno de aquella modesta familia, donde hallé la cariñosa sinceridad, que no se vuelve a ver en el extranjero, luego que se ha dejado el suelo de la patria. A cerca de tres mil leguas del Paraguay, tuve el placer de tomar mate preparado con su más rica yerba: moderno té de esta India Oriental de América, que los sabios jesuitas libaron por primera vez, y que el sabio Humboldt ha puesto más alto, en calidades, que el mismo té de Indostán.

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A las cuatro de la mañana, ya de día, se abrieron las ventanas de mi habitación: y, no bien despiertos, sentí la impresión del aire sahumado de aquella dulce comarca, que entraba fresco y cargado de las armonías del canto religioso entonado por una procesión que a esa hora salía de la iglesia del distrito para visitar al Santuario de la Victoria, distante seis millas y situado en la cima de un monte vecino. Se mezclaba a la armonía de la hora con los perfumes y la música religiosa, el hablador susurro de las aguas del Ricó y los gorjeos recién conocidos para mí, del ruiseñor.

Seguramente que la naturaleza es bella en Italia; pero es necesario no desconocer que los prodigios de esa belleza son casi exclusivamente obra del arte y labor del hombre. Sin aquella tierra, creada y fabricada por la mano de la industria, digámoslo así; sin aquellos árboles sembrados, educados, alineados por el arte; sin aquellos edificios de perspectiva tan graciosa, aquel país sería bello todavía indudablemente, pero de una belleza no mayor que la familiar a España, África o América. ¡Oh! En cuanto a la América, es cosa enteramente distinta.

Yo haré siempre justicia a todo cuanto se diga de la hermosura de ciertos países meridionales de Europa; pero al hablar del ponderado cielo de la Italia, diré que los lagos de la Suiza son menos risueños que los blancos raudales del Paraná, sembrado de floridas islas, y desnudos sus horizontes   —229→   de montañas que le quiten la luz: diré que los torrentes y accidentes sublimes de la Saboya, tan parecida a la Grecia, según M. Chateaubriand, me han parecido menos grandiosos que los que ofrece Tucumán, donde el arte italiano podría encontrar tipos de imitación que la fantasía humana es incapaz de concebir. Es que a la belleza de América falta el manto prestigioso de la celebridad, ese lustre dado por la mano del tiempo, y que presta a los objetos el auxilio de la imaginación partidaria eterna de la belleza lejana y de los encantos pasados, y muy especialmente la magia de poeta, que hace subir el azul del cielo y el bermejo de las rosas. No sabemos cuánto debe a esta hora el arte europeo a las magnificencias naturales de América: pues baste decir que en ellas bebió sus más grandes inspiraciones el autor de Atala y los Natchez, decano y maestro de los poetas de este siglo. Mientras que al cantor americano le sucede a veces que escribe versos sobre la luna de Italia, a la luz de la luna de América, que suple a su lámpara; paseando por sobre azucenas y yerbas sahumadas, lee con entusiasmo las descripciones de la Suiza; y recostado bajo las florestas del Paraná, sueña en los prodigios de Oriente, mientras los pájaros dorados cantan a su oído y se pasean por sus miembros embargados por el sueño.

Era un día domingo, y me felicitaba de esta circunstancia que me procuraba la ocasión de observar la manera con que las gentes del pueblo llenan   —230→   aquel día religioso. Allí no se ve como en nuestras aldeas pastoras en días semejantes, esas asambleas de hombres a caballo, que vienen de oír misa desde lejos en la única iglesia del dilatado distrito. El aldeano de Europa nunca anda a caballo; así como el del Plata, jamás va a pie. Los caballos se destinan para tirar carruajes exclusivamente o se montan por personas acaudaladas. Tampoco se embriagan en las tabernas los campesinos para celebrar el día festivo, acabada la misa, como suele verse en las aldeas americanas. Allí el hombre del pueblo está tan familiarizado con el vino o cerveza como el de nuestros países con el agua. Las iglesias abundan, tal vez por lo mismo que las distancias se andan menos cómodamente. En el distrito comprendido entre San Blas y San Cipriano, (cuatro millas), había cuatro iglesias, de las males, la más humilde igualaba en conveniencia y elegancia a muchas de nuestras iglesias principales de América. Estamos muy orgullosos de las riquezas que poseen nuestros templos en piezas de oro y plata; las minas de Méjico, del Perú y Chile han dado esta fama a los establecimientos del culto católico en América. Lo que hay de real en esto es que nuestras iglesias son bien mezquinas y pobres de ornatos costosos, si se comparan con las más simples iglesias de Italia; el país del oro y la plata, hace más consumo del cobre y los falsos metales, que la Europa sin riquezas metálicas, según nuestra opinión americana.

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A las ocho de la mañana, las aldeanas se retiraban de misa, vestidas con géneros de fuertes colores (la aldeana es la misma en todo el Universo, en su amor por los colores gritones); y todas tapadas con un largo chal blanco, de punto transparente, llamado pesoto; es el rasgo característico de su vestido de gala. Ninguna lleva sombrero, por temor de ser calificada por el mordaz vecindario como aspirante a pasar por gran señora. Las genovesas de la clase ínfima y media son recatadas y honestas, en lo tocante al comercio de los dos sexos, más bien que fáciles como falsamente las han supuesto los extranjeros que han juzgado a Génova, por el carácter de algunas capitales de la baja Italia. Más que al influjo monacal, tan grande en Roma como la depravación del pueblo ínfimo, es debida esta buena disposición de las genovesas a las habitudes de su vida laboriosa, ocupada y sobria. La policía, esta llaga de los países esclavos, suele hacer el bien de limpiar la sociedad de ciertas industrias que la afrentan.

El salario del jornalero es mezquinísimo en Génova; un trabajador sin oficio especial, gana apenas treinta sueldos por día (poco más de dos reales) en la labranza del terreno; el de un obrero con oficio, de poco más de dos liras nuevas al día (poco más de tres reales). Yo que dejaba el salario de los trabajos de este orden a peso y diez reales en Montevideo, no pude menos que compadecer al proletario de Italia. En invierno se consagra al   —232→   servicio de transporte, en que a veces gana lo mismo, cuando no tiene que refugiarse en el seno de su hogar a vivir con su escasa polenta (harina de maíz) y castaña que a la vez es leña; dos alimentos de que se compone la subsistencia ordinaria del pueblo ínfimo. Dentro de la ciudad misma el hombre de ínfima clase vive de un pedazo de pan por la mañana, otro a medio día y una sopa a la tarde. El salario de la mujer, (que allí trabaja en fábricas y cementeras a la par del hombre) en la filatura de la seda, es de siete y ocho sueldos por día, las más jóvenes; el de las más capaces no excede del duplo, es decir, de diez y seis sueldos, equivalentes a un real fuerte.

Las aldeas como Pontedecimo, situadas casi siempre sobre los bordes del camino público, son otras tantas Génovas en su modo comercial de subsistir, mediante el tráfico incesante que se practica por la ruta real. Esto hace creer que la línea proyectada de comunicación por caminos de fierro, hará mover el asiento de estas poblaciones, que se verán en la necesidad de trasladarse a los bordes de las nuevas rutas, abandonando las actuales. Así el sistema de los caminos metálicos, que busca el nivel, hace salir de su quicio a los pueblos y cambia la geografía a las naciones.

Después de dar tres o cuatro repasos a Pontedecimo, de visitar sus iglesias, sus puentes, sus molinos; entre sus fábricas de seda, la famosa de Morelli y Cía; de conversar con su ilustrado boticario,   —233→   el señor Lebrero, con su médico el doctor Buffido; de oír a su primer músico David Balbi, director de orquesta, de edad de doce años; de ver a la vecina Sestri y su linda gruta, saludé al Monte Sigogna que oculta al Apenino y domina a Pontedecimo, para regresar a Génova, a esta Génova de que tanto he hablado y que es necesario dejar para trasladarme a Turín.



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- XVIII -

Últimos recuerdos de Génova. -Santa Catalina de Fieschi: su capilla, su cuerpo conservado, su merecida canonización. -Hospital de Pammatone. -El «Manicomio», hospital de locos. -Un domingo en Rivarolo. -Arrendamiento de los palacios. -Bajo precio de las comodidades para el extranjero que lleva dinero. -Último día en Génova; postreras flores de hospitalidad. -Partida. -La noche en viaje. -La diligencia. -Pasaje por Novi; llano de «Marengo». -Alesandria. -Asti: patria y casa de Alfieri. -Los Alpes. -El «Dusino». -Moncalieri. -El Po. -Turín.


Hablaré de la última curiosidad, para dar fin, del último domingo y del último instante pasados en Génova. Estas tres cosas me recuerdan tres amables sujetos y tres atenciones recibidas por mi parte. Los actos de hospitalidad son bellezas morales del país, que la gratitud del viajero debe consignar siempre en sus apuntes.

Como no siempre el extranjero encuentra a mano sabios y arqueólogos por cicerones, le es necesario dejarse conducir a veces a donde se le quiere llevar y ver lo que se le quiere hacer ver. ¿Cuál de las   —235→   preciosidades de Génova me haría usted visitar en estos días que me restan?, pregunté a mi amigo Barabino. -La más portentosa, contestome sin titubear. -Pero he debido verla ya: veamos ¿cuál es esa? -La momia de Santa Catalina de Fieschi. Una santa tan célebre, conservada con sus facciones y cuerpo intactos, era un espectáculo demasiado nuevo e interesante para mí, católico de creencia y nativo de un país que no es patria de ningún santo, para que dejase de aceptar la invitación con entusiasmo. En efecto, a las doce de ese día estábamos caminando hacia el hospital de Pammatone. Al lado de la iglesia de Santa Anunciada, hay una capilla que lleva el nombre de Santa Catalina de Fieschi, su fundadora, y está consagrada al depósito de los preciosos restos de esta santa. En el extremo opuesto en que está el altar principal, de mármol todo, conteniendo una bella estatua del santo crucifijo, se alza un encumbrado altar, sobre el cual descansa una caja cuadrada de cristal bajo la curvatura de un arco formado con rayos metálicos bañados de oro, que contiene el cuerpo de la santa; está extendido de espaldas, con el rostro, las manos y los pies desnudos; el resto del cuerpo vestido de soberbio raso blanco; los dedos de la mano derecha, que está sobre la izquierda, y ambas sobre el pecho, cubiertos de valiosos anillos. Una rosa colocada en la boca, oculta esta facción tal vez desfigurada por el tiempo. Consérvanse casi intactos sus pies y manos; y en los lineamientos de su frente   —236→   dura todavía no sé qué gracia fresca, que acompaña al rostro de una mujer hermosa. Se alzan sobre la urna dos ángeles que coronan de consuno el corazón santo de la heroína. Cuatro estatuas en mármol de bellísimo estilo, representando diferentes ángeles, cercan el lecho brillante en que duerme la más noble de las mujeres nobles. Esta mujer mereció su canonización y es digna del culto de que goza. No la obtuvo por el ejercicio de una devoción externa, estéril a la humanidad, y que sólo cuesta el sacrificio del tiempo gastado en rezar y vivir en las iglesias. Noble de nacimiento, rica por condición, desertó su rango, sus relaciones, la mano ilustre de un noble consorte, para consagrarse a servir personalmente a los enfermos del hospital; y en esta ocupación verdaderamente santa, pasó y concluyó su vida de filantropía y de caridad; su vida de cristianismo y religión, digámoslo mejor, porque no hay cristianismo sino en la práctica de la caridad. Es el tipo de la verdadera santa; merece el culto del universo, y no habrá hombre, de cualquier creencia que sea, que no baje sus ojos con respeto ante su altar. Bien, pues, este corazón había nacido en Génova, tan inmerecidamente llamada inhospitalaria.

Hay pocos pueblos en efecto que excedan a Génova en el número y magnificencia de sus establecimientos de beneficencia y caridad costeados y sostenidos con donativos piadosos. El celo y pureza de su administración, la solicitud del servicio, la inteligencia   —237→   que preside a su dirección, ha recomendado más de una vez estos establecimientos como modelos destinados a corregir el ejemplo de esas casas de inhumanidad, que, con el nombre de hospitales son, en países como los nuestros, antesalas precisas de los cementerios y panteones. He cruzado uno de los salones del hospital de Pammatone. La alegría, el aire de limpieza y conveniencia, lo blanco de los cortinados, no sé qué tono consolador de familia, circunstancias de una buena clínica, más necesarias que todos los medicamentos, daban a aquella casa el aspecto de un refugio de verdadera salud y resurrección. Este hospital contenía 850 enfermos, adolescentes casi en su totalidad de sífilis y pulmonía, las dos plagas que afligen a Génova, cuando el cólera está ausente.

El Manicomio, nuevo hospital de locos, edificio de colosales proporciones y maestra arquitectura, revela en su fundación más que un gran pensamiento de caridad, una alta idea médico filosófica sobre el tratamiento de las enajenaciones mentales. Contenía el día que le visité, unos 240 enfermos de distintos rangos y sexos. En el año precedente habían curado radicalmente y salido del hospital, a razón de 15 por ciento de personas. Cuenta como 600 alojamientos de los que una gran mitad se destina para los enajenados. Entre las causas más conocidas de la locura en Génova, figuran como más frecuentes las de orden moral y social.

El último domingo de mi residencia en Génova   —238→   lo pasé en Rivarolo, pueblecito de campo que, en la ribera del poniente, sigue al de Sampierdarena. El señor Collano, socio de la casa del señor Grendi, uno de los primeros capitalistas de Génova, a quien estaba yo recomendado, llenando las atenciones de orden en honor de la casa americana que me introducía, me favoreció con una invitación para pasar un día en su casa de campo. Era ésta uno de los más modestos palacios situados en el valle de la Polcevera. Este edificio, compuesto de más de treinta piezas elegantes (bien entendido que nuestra elegancia arquitectónica es incapaz de dar idea de lo que esta palabra importa en Italia), con patios, jardines, glorietas, acequias, fuentes, viña y mil plantas frutales, costaba de arrendamiento anual al señor Collano mil doscientos francos, la mitad casi de lo que en la ciudad costaría el arrendamiento de uno de los más bellos. Los de la campaña (a dos o tres millas de Génova), arrendados con viñedos, dan casi siempre un buen producto. Las condiciones usuales con que se hace el trabajo agrícola en casos semejantes, consisten simplemente en tomar peones que se hagan cargo del cultivo de la viña y trabajen sin otra compensación que el permiso que obtienen del principal arrendador, de sembrar trigo y habas en su provecho; nunca faltan pretendientes que se reputan dichosos en conseguir este advenimiento. De este modo, una familia de medianas comodidades logra pasar una mitad del año en el campo, en magníficos alojamientos,   —239→   que cuestan regularmente lo que producen. En la señora de Collano, tan joven y bella como su digno marido, traté una de las hermosuras de Génova y de sus damas más distinguidas. Como todas las de su sexo hablaba francés perfectamente, y en esta lengua sostuvo la conversación de todo el día con los distintos convidados. Terminada la comida, que, en Génova, como en toda la Europa adelantada, es frugal y breve, dimos un paseo por la cima de la colina que se levanta entre la Polcevera y la Turbela; dos torrentes sembrados en sus orillas de blancos edificios, que parecen aves descendidas a beber de sus aguas. Llegados a la iglesia de la Misericordia, situado en lo más alto de la colina, nos entretuvimos un bello rato en ver a los aldeanos que se reunían a oír la plática; en contemplar el delicioso país dominado por aquella altura, y en hacer preguntas a un profesor de lengua italiana, que sólo sabía contestar en el más rudo dialecto genovés. A poco rato dejamos aquellos lugares, aquellas gentes, aquellos asuntos de conversación que no debía volver a ver ni oír en mi vida. Así pasé el último de los tres domingos que residí en Génova. Hablaré ahora del último instante.

Después de una comida festiva y ligera en el Restaurant de Milan, último obsequio que mi compañero y yo recibimos de los señores Pellegrini y Monteroso, jóvenes abogados del más alto rango en saber y ciencia jurídica; después de tomar café a toda prisa en el Café de la Posta, partimos desde   —240→   nuestro alojamiento, acompañados de nuestros galantes amigos, cargados de sus regalos literarios, hasta la oficina de la diligencia para Turín, cuya salida no quisieron esperar y nos metieron en un coche en que fuimos a aguardar la diligencia en un café de Sampierdarena donde recibimos sus amorosos y últimos besos de amistad. Prescindiendo del lado personal de este rasgo, se comprenderá que le he trazado sencillamente como un medio de dar a conocer con los colores de la verdad el espíritu de hospitalidad con que la juventud italiana recibe en su país las visitas que le envían las Repúblicas del nuevo mundo.

Eran las seis de la tarde, cuando desde el coche en que con nuestros alegres amigos, volábamos por la Strada de la ribera, dirigí la última mirada a la bahía en que había fondeado el Edén aquella noche, cercana todavía, de tantas ilusiones; contemplé por la última vez el suntuoso cuadro que desde ese punto ofrece la ciudad de mármol, y el agitado mar Mediterráneo, cuyas olas subían hasta la altura de las murallas en que se despedazaban. Internándome en Europa, me alejaba no sin tristeza de la ola benigna que me había traído a la Italia y debía restituirme un día a la patria.

El viaje en sí mismo, se me ofrecía lleno de colores. Primeramente la circunstancia de ser de noche, y una noche de verano y una noche de Italia. La diligencia anda incesantemente, sin que para ello se diferencie el día de la noche: sólo hay pausas   —241→   momentáneas para mudar caballos, que siempre esperan prontos a la infalible diligencia. La sociedad y conversación de la diligencia, tiene su tono peculiar, como la del billar o el restaurant: es fácil, alegre, espiritual; y si hay mujeres mucho más, y si las mujeres son feas, más todavía. Esta última dicha tuve yo en mi viaje de aquella noche: la conversación italiana no cede a la francesa en gracia, agudeza y chiste. Hasta las dos de la mañana anduvimos por un camino que se prolongaba teniendo a la izquierda una alta colina casi vertical en su pendiente y a la derecha un valle profundo, por donde corre un torrente que a veces acerca sus aguas en la barranca absolutamente perpendicular, cuyo borde parece morder la rueda de la diligencia, desde cuyas ventanas son casi accesibles a la mano las cimas de los árboles que suben desde lo hondo del valle hasta el nivel del camino: el chasquido del látigo, el continuo rechinar de las piedritas que toma la rueda: el murmullo del torrente vecino, la luz de nuestros faroles que alumbraban el precipicio y las ramas verdes de los árboles, componían un cuadro que duró hasta media noche. De vez en cuando las linternas de la diligencia alumbraban las paredes de algún edificio antiguo, o de alguna aldea, situados sobre el camino. A eso de las tres de la mañana un vehemente chasquido del látigo, me despertó de una especie de amodorramiento en que a esa hora me había precipitado el sueño, que sin embargo no podía conciliar,   —242→   y me hallé galopando por las calles de la famosa Novi. Allí, mientras se mudaban los caballos, en la taberna inmediata se oía la alegre algazara de los aldeanos que aún prolongaban su reunión. A Poco que anduvo la diligencia, cruzamos la plaza de Novi, donde corría una fuente de mármol, cuyas aguas vimos brillar a la luz de nuestros animados faroles. Despuntaba ya el día al salir de Novi; pero mi sueño más invencible que mi curiosidad, me hizo pasar casi dormido por el famoso puente, que Napoleón cruzó con los ojos bien abiertos por el subsidio de la derrota. Al salir el sol estábamos en la Spelletta, donde daba principio el llano de Marengo. ¡Qué bellas me parecieron, qué fértiles y graciosas se ofrecieron a mi vista en ese instante las llanuras del Piamonte! Desde mi salida de Buenos Aires, cuatro años antes, era la primera vez que veía un campo abierto y dilatado. Mi espíritu adquiría ensanche al verse fuera de montañas y sombras: todo era luz y claridad en el nuevo horizonte. A las cuatro y media de la mañana, ya con el sol alto, estábamos sobre la pequeña ciudad de Marengo, desde donde se extiende al Levante el campo de la famosa victoria de los franceses obtenida en... ¡Cuánta tristeza excitaron en mi alma aquellos solitarios y lindos árboles, esparcidos en la memorable llanura! Sin ser francés, no pude dejar de traer al pensamiento el día en que Napoleón, joven, lleno de esperanzas, dio a la Francia y a la Europa literal uno de sus   —243→   mayores momentos de gloria y un gaje de esperanza y porvenir. ¡Cuántos franceses de corazón, en mi lugar, habrían derramado lágrimas al pasar por allí en aquella mañana en que Marengo se ofrecía tan verde y animada! No se ve ya la columna que denotaba el sitio en que murió Desais [...]

A las seis de la mañana almorcé en Alesandria, pequeña ciudad de aspecto triste. A las ocho estábamos en Felizan, donde por haber demorado tres instantes en beber agua, hubo de dejarme la diligencia a pie, si no le hubiese dado alcance después de una carrera de tres cuadras, en una breve elevación en que tuvo que retardar el movimiento, tal es la rigidez laudable con que allí están organizadas las postas y transportes de personas.

Comimos a la una en Asti, bonita ciudad fundada por Pompeyo, y que tiene la gloria de ser patria nativa de Alfieri. Al pasar por la contrada Maestra, el caballero Zoppi, noble de Alesandria, que se sentaba a mi lado en la diligencia, me hizo notar la casa en que nació el gran trágico; enfrentados a su puerta tomé el número de ella, que es el 154 de la calle indicada. La casa es alta, de dos pisos, revocada con arena y cal; posee una gran puerta de calle que hace respetable su aspecto. Hacía una o dos horas que, desde nuestra entrada a la llanura del Piamonte, divisábamos las cimas limpias y nevadas de los Alpes; el día estaba hermoso, y las famosas montañas parecían distar un paso.

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A las cinco de la tarde dominábamos la altura del Dusino, punto de vista sin igual quizás, en toda Italia, por la magnificencia y amenidad del valle dominado por él, que, extendiéndose indefinidamente hacia el Levante, ofrece como un océano de blancas aldeas, de verdes campiñas y bosques graciosos.

Para el que ha visto las riberas de Génova y las pendientes de la Polcevera, nada tiene de sorprendente la colina de Moncalieri, con sus edificios de techo oscuro y triste, y sus plantíos de aire común. Al doblar por un costado de esta colina, que toma su nombre del pueblecito de Moncalieri, situado en su extremidad Norte, empieza la entrada a la ciudad de Turín, que como la de Génova, yendo por el mismo camino, tiene a un lado pendientes pobladas de vistosos edificios, y al otro el lecho del Po. Pasé este famoso río por el puente que da curso a la gran plaza en que termina la majestuosa calle que también tiene el nombre del Po. Entrados en el gran patio de la Posta, lleno de las gentes que esperaban amigos o parientes por nuestra diligencia, descendimos con la íntima confianza de que ni allí ni en todo Turín habría quién supiese siquiera nuestros nombres. Pero a dos varas de la puerta del carruaje, encontramos en el primer individuo que se encaró con nosotros, nada menos que a un íntimo amigo, nativo de Italia y largo tiempo domiciliado en Buenos Aires, el señor Ferrari, amable y excelente piamontés, que todos los jóvenes de   —245→   Buenos Aires han conocido al cuidado y dirección del gabinete público de historia natural. Su sorpresa y gozo no fueron menos que los experimentados por nuestra parte con tan dichoso e inesperado encuentro. Es necesario conocer la generosa y franca efusión del carácter de este italiano, para medir el contento de que llegó a poseerse al ver en su poder a dos argentinos de su antigua estima y amistad, en el seno de su país de él y de sus comodidades, con quienes podía hablar del lejano país adoptivo, y gloriarse a su gusto haciéndoles admirar las bellezas de su brillante y lucida Turín, émula de París, a sus ojos cegados de patriotismo piamontés. Esperar al día siguiente para visitar exteriormente a la capital sarda, era demasiado esperar para nuestro Ferrari; así fue que no bien tomamos alojamiento en el restaurant de la Caccia Reale tomó posesión de nosotros dos; y sin permitirnos quitar un solo grano de polvo que cubría nuestros vestidos, nos sacó a recorrer las brillantes galerías de la calle del Po, nos hizo atravesar los salones dorados del café-palacio que lleva el nombre de San Carlos, inundados de la claridad del gas, y poblados de brillantes mujeres, y, asegurados sin medio de evasión por el uno y otro de sus brazos, mi compañero y yo fuimos conducidos y presentados en muchos círculos de damas, con la siguiente alocución: «Aquí tienen ustedes a los señores doctores americanos D. Fulano y D. Zutano»; dos nombres tan perfectamente desconocidos por allí   —246→   como los primeros habitantes del Mogol y las dos figuras de aspecto menos doctoral que podía imaginarme. El hospitalario y generoso Ferrari prodigó en nuestras personas los más finos testimonios de su gratitud y amistad al país en que mediante su incansable laboriosidad, adquirió la bella fortuna de que hoy disfruta en el Piamonte: al italiano en todas partes he encontrado agradecido y cariñoso.