Vicente Blasco Ibáñez: juicio crítico de sus obras
Andrés Gonzalo-Blanco
Si algún novelador naturalista fue en España representante exclusivo de la escuela literaria francesa, cuyo pontífice, Emilio Zola, campeó durante muchos años en la literatura universal, ha sido Vicente Blasco Ibáñez. Si a alguien se parece el novelista valenciano, es a Zola en sus novelas y a Maupassant en sus cuentos. Creo que algún crítico extranjero ya lo ha hecho notar así. Jamás ha dado una nota de humorismo inglés ni se ha asemejado a ningún autor italiano... (Apenas si las reminiscencias, más bien que del procedimiento técnico y del esmero en pulir la frase, de la composición egotista y de la exaltación exclusiva de un personaje, tan propias de Gabriel D'Annunzio, flotan sobre su novela Entre naranjos.) En lo demás, él es lo mismo que Zola; por eso creemos que en sus manos el naturalismo español ha llegado a su término y a sus últimas consecuencias. Se ha agotado el filón naturalista después de escribir sus novelas Blasco Ibáñez. Así que no se extrañe que dé gran importancia a su labor novelesca, no sólo por el talento y condiciones artísticas de su autor -que es realmente un temperamento formidable de artista, una constitución orgánica nacida para crear grandes obras literarias- sino porque su obra de novelista es como la cifra y punto culminante del naturalismo español.
La serie de novelas regionales valencianas con que inició su verdadera carrera literaria Vicente Blasco Ibáñez, después de haber servido de amanuense y hasta de colaborador al novelista folletinesco don Manuel Fernández y González, de haber escrito él mismo por su cuenta varias novelas por entregas, se abre con Arroz y tartana, que es la primera y, sin embargo, una de las mejores novelas que ha escrito Blasco Ibáñez.
Quisiera que al comienzo de estas páginas los lectores se persuadiesen de dos cosas: de que Blasco Ibáñez sólo es sentimental, y sólo es irónico hasta cierto punto. Nunca se arriesga a entrar de lleno en aquel vado donde las dos corrientes forman influencia, donde no se distingue la ironía del sentimiento. Y como cada vez me conformo más en la particular teoría de que la crítica debe ser reforzada con argumentos ad hoc, extraídos y entresacados de las obras del criticado, voy a traer algunos párrafos de Arroz y tartana para que se advierta la validez de mis asertos. La ironía, la fría y noble y santa ironía, no la conoce Blasco Ibáñez sino en su forma tosca y ruda, como ironía de pueblo; nunca ha sabido aunarla con la sensibilidad. En cambio no deja de utilizar el sentimiento como componente único y se extasía en refinamientos de sensibilidad que no se hubieran sospechado en autor tan amante de las rudezas populares y de los estudios del arroyo al natural, en su tosquedad, unas veces nociva a la narración y otras encantadora por lo candorosa, como chiquillos callejeros que en su haraposa suciedad pringante e infecta, dejan, sin embargo, asomar, a veces, entre jirones de inmunda ropa, dulces ensenadas de blanca, tierna y mimosa carne...
Quedamos, pues, en que Blasco Ibáñez no tiene noción de la ironía, si no es en una forma tosca bastante desagradable. He aquí un ejemplo:
(Arroz y tartana, cap. III, pág. 66). |
Esto, ¿no
es algo tosco, por cepillar, no descostrado de la escoria
vulgar?... Cosa parecida se observa en lo que sigue: «Bajo su frente calva, adornada con las dos
puntitas lustrosas del peinado, había algo, así como
bajo los hombros de su americana había algo también:
mucho pelote para suavizar lo agudo de sus clavículas que
agujereaban la pobre piel...»
Esto, hablando de un
muchacho más o menos ridículo, pero inteligente, es
impropio del buen gusto del autor y acusa una visión
falsa... Aquí se puede apreciar la levadura de hombre vulgar
que aún quedaba en Blasco al recibir su «bautismo de
tinta».
Por eso los buenos y perspicaces críticos de aquella época en que se escribió Arroz y tartana, debían esperar con fruición el tiempo en que su autor, tan artista por otra parte, tan lírico en sus sensaciones de provincia, se hubiese purgado de toda escoria vulgar.
Algo de ello,
complicado con el descripcionismo a ultranza, imperante en el
período por fortuna poco largo, en que el arte fue
genuinamente zolesca, puede atisbarse en esta minuciosa y fatigosa
y hasta excesiva descripción (que nunca podrá
tacharse de mal informada) de una suculenta comida: «Dos fuentes magnificas que exhalaban un vaho
consolador, un tufillo alimenticio que se colaba hasta el fondo del
estómago. En la una las patatas amarillentas, los reventones
garbanzos, sacando fuera del estuche de piel su carne rojiza; la
col, que se deshacía como manteca vegetal; los nabos blancos
y tiernos, con su olorcillo amargo; y en la otra fuente las grandes
tajadas de ternera con su complicado filamento y su brillante jugo;
el tocino temblón, como gelatina nacarada; la negra
morcilla, reventando para asomar sus entrañas al
través de la envoltura de tripa, y el escandaloso chorizo,
demagogo del cocido, que todo lo pinta de rojo, comunicando al
caldo el ardor de un discurso de club.»
Arroz y
tartana, capítulo III, pág. 69.)
Uno de los puntos
negros del naturalismo es la manía descripcionista.
Dejándose llevar de ella, se corre el peligro de trocar las
atribuciones de la poesía y la pintura. Y los dominios de
ambas artes están bien deslindados con aquellas un poco
fuertes, crudas y toscas palabras de Taine, que serían una
perogrullada si no fuesen la rectificación de uno de los
más graves errores estéticos en que han caído
y reincidido los siglos. «La
descripción, aún la pintoresca y acabada, es por su
naturaleza insuficiente, porque la escritura no es la pintura, y
con borrones negros, alineados sobre el papel blanco, nunca se
puede dar más que una idea grosera y vaga de los colores y
de las formas; por eso el escritor hace bien en no salir de su
dominio, en dejar los cuadros a los pintores, en moldear la materia
propia de su arte, quiero decir los hechos, las ideas y los
pensamientos, cosas todas que la pintura no puede
conseguir.»
Sin embargo, aún hay seres falaces y
mendaces (porque o son engañadores o engañados) que
se ilusionan con elogios como este tan tristísimo:
«pinta con la palabra.» ¡Pinta! ¡Pinta!
¿Para qué ha de pintar? ¿Qué ha de
pintar con los informes sonidos hacinados en el diccionario? Si
pintar quiere, coja un pincel y váyase al campo o a una
despejada galería, donde pintará cuanto le venga en
gana. Todo lo que sea tratar de hacer con la pluma prodigios de
habilidad por anular el pincel, debe merecer nuestro absoluto
desprecio o nuestra airada reprensión. Y si esto se dice en
general, mucho más habrá de entenderse cuando el
literato trate de pasar por un artista de la línea, y de ver
sólo en los objetos la exterioridad (olvidando que la
facultad de sondear hasta lo que parece más superficial,
constituye su mayor gloria y su superioridad sobre los artistas de
la forma, como escultores y pintores) habiéndoselas mal o
bien de su grado, con asuntos de por sí bajos, groseros,
comunes, ordinarios y hasta repulsivos. En la época que hizo
furor la famosa «Sinfonía de los quesos», de
Zola (ni más ni menos que si se tratase de una nueva
«Sinfonía pastoral»), se hubiera elogiado a
Blasco el trozo por mí citado como un prodigio descriptivo:
hoy ya vemos a distancia estas cosas, y creemos que no son
precisamente las mejores que nos legó el naturalismo.
Más
volvamos a los documentos de ironía en la primera obra de
Blasco Ibáñez. Dice en otro pasaje: «El poeta sufría como uno de los
condenados de aquel poema del Dante cuya lectura nunca había
podido terminar. Gracias a que era un rato aplaudido en la Juventud
Católica y tenía ideas muy cristianas, que si no, a
la vista de tamaña traición, hubiera sido capaz de
ahogar su dolor, cometiendo la más atroz barrabasada; por
ejemplo: dando un adiós patético a la ingrato y
arrojándose después de cabeza en aquel caldero de
aceite hirviendo, donde volteaban los buñuelos. Pero no se
mataría; ante todo las creencias y el ser poeta. La muerte
frita no figura entre los suicidios de los hombres de
genio.»
(Arroz y tartana, cap. IV, pág.
101.) Este es el barroquismo de ironía más
inadmisible. Más en ese párrafo debe hacerse otra
notación interesante. Es uno de los pocos pasajes de la
primera obra de Blasco Ibáñez, tan documentada (como
todas las restantes, hasta La catedral, principalmente),
en que el autor transgresiona la terminante ley de la
Impersonalidad del artista. En pocas ocasiones más el autor
de La condenada deja ver su condición de diputado
republicano y demagógico. Por lo común, su obra
está hecha con tal honradez, con tal exclusión de
todo elemento extraño al arte, que indistintamente pudiera
pasar Blasco por ferviente católico o por atroz
descreído. Y así debe ocurrir a todo gran artista: en
materias de arte es forzoso prescindir de convicciones
políticas, morales o religiosas. El que no lo haga, bien
merece mi incondicional silencio. Y sigo con los documentos, porque
creo que ya es llegada la hora en que no se haga esa
«crítica de memoria», tan cultivada en
España por muchos señores, que en otros sentidos
reunían las más estimables condiciones para
ejercerla.
Decidido secuaz de
otra especie de crítica mucho más trabajosa y mucho
más incómoda, no acostumbro a sostener en el aire mis
afirmaciones, sino a reforzarlas con textos vivos. Ahí va
otro que manifiesta la cuerda de ironía tan baja y roncante
a que se habituó Blasco: «Los
poetas se vengan de otro modo. Les basta encerrarse en su inmenso
dolor, lanzarlo en tristes estrofas al rostro de la ingrata, para
que esta desfallezca bajo el más terrible de los castigos...
Estaba decidido: abominaría del mundo y sus "vanas pompas",
se retiraría a un desierto, sería fraile, pero no
como aquellos barbudos, malolientes y zarrapastrosos que iban por
las calles, alforjas al cuello, sino con arreglo a un
figurín: frailecillo blanco y melancólico, vestido
con franela fina, la cruz roja al pecho y los ojos en lo alto, como
si filase el lamento tierno, interminable de las almas
heridas: una fiel imitación de Gayarre en el último
acto de La Favorita. Y Andresito, como si se viera ya
vestido de blanco, errante por poética selva, con el pelo
cortado en flequillo y los brazos cruzados sobre el pecho,
canturreaba con voz dulce y lacrimosa: Spirto gentil... Algunos se
detenían, sonriendo al oír el canto tristón y
apagado, que parecía salirle de los talones; pero
¡valiente caso hacía él de los curiosos!
¡Cómo si un alma grande no estuviera por encima de la
vulgaridad!»
(Arroz y tartana, cap. IV,
páginas 102 y 103.)
Ahora vienen las bellezas de la novela, pródiga en ellas como acaso ninguna obra de Blasco Ibáñez. En conjunto, y como obra poemática, Arroz y tartana es superada por casi todas las posteriores; más en hecho de detalles como obra de documentación -y cuida, según diría un clasicista a bajo precio, que la documentación debe ser el ideal supremo de un perfecto novelista del naturalismo- es acaso única; quizá no la aventajan ni Cañas y barro, ni Flor de Mayo, ni La Horda, tan documentadas, no obstante. Y si se las compara con otras de los más renombrados novelistas españoles, de un Palacio Valdés, de un Galdós, de una Pardo Bazán, en pocas se encontrará tal riqueza y variedad de detalles artísticos. Tal es la fuerza de éstos, que hacen olvidar lo bien trazado del plan, lo matemático del desenvolvimiento de la acción, lo novelesco y original del asunto.
La obra, como concepción, es un estudio de la mesocracia valenciana, de esa clase media que dio a luz el pasado siglo, de esa burguesía que se entronizó en el mundo a raíz de la Revolución francesa, y de la cual fue Napoleón -así al menos lo considera Emerson en su paradógico libro Hombres simbólicos- el «agente y procurador», por haber sido «la personificación de aquel ansia vehemente de riquezas, que llenó el mundo de almacenes, mercados, bancos, fábricas y buques mercantes»; de esa clase que, según el juicio lapidario del mismo Blasco Ibáñez, «tiene un pié en el pueblo de donde procede y otro en la aristocracia hacia donde va.» El asunto está admirablemente desenvuelto y las vicisitudes de un joven, modesto dependiente de comercio, que va perdiendo la fe en su madre, a medida que comprende cómo su madre le explota para sostener el lujo de sus hermanas. Hay dos novelas en la obra: la de la burguesa provinciana que, sedienta de riqueza, de notoriedad y de lujo, llega hasta la abyección y el encanallamiento por adquirirlo, entregándose a un antiguo dependiente de su casa, y la de su hijo. La de éste es la más punzante, la mas dolorosa; pero aquella no es menos humana. El día que el hijo se da cuenta de la deshonra de la madre, concibe un tal hastío de la vida, que parece como que su personalidad se rompe y se deshace. Es uno de los pasajes más bellos de la obra aquel en que Blasco Ibáñez nos describe el paseo por las Alamedas, donde siempre deambulan tipos lúgubres, del Infeliz Juanito, que ve abierta ante sus ojos la negrura de la vida, más lóbrega de lo que él soñaba. Esto es tan lírico que casi se resiste al comentario directo.
Y si no, decidme,
los que no os satisfagáis con estos conatos de
análisis de las grandes síntesis que constituyen el
gran arte (según la justa expresión de
González. Serrano, el arte es síntesis y la
crítica análisis); los que no os contentéis
con que el arte de la novela realista consista en darnos incompleto
o a medio hacer el «sueño del autor» o bien en
presentarnos las escenas de la vida real con un tal encanto de
misterio y de velatura que nos las hagan desear como
ensueños, cuando son pedestres realidades a que todos los
días tenemos ocasión de asistir; o acaso en hacer que
nos emocione la «curiosidad artística» con que
el autor mira las cosas de esta vida real, como si fuesen nuevas a
sus ojos y como, si imitase a un recién nacido que todo lo
mira con pasmo y adoración; decidme, pues, cómo me
explicaríais que sean tan bellos estos párrafos:
«La brillante pollada del balcón
agitábase con gran algazara, sin importarle las miradas
curiosas de los de abajo; dominaba en ella esa nerviosa
alegría de las jóvenes cuando, libres
momentáneamente del sermoneo de las mamás, sienten
una oculta comezón, un vehemente deseo de cometer diabluras.
Con el anhelo de su libertad iban de una a otra parte, sin saber
por qué. Asomábanse al balcón; de repente,
una, por hacer algo, corría a la sala y todas la
seguían con alegre taconeo, riendo, formando parejas, hasta
que al poco rato iniciábase la fuga en sentido opuesto y el
gracioso trotecillo las devolvía otra vez al
espectáculo de la plaza»
. Estos renglones
¿no acusan en el autor un psicólogo penetrante y
precisamente un psicólogo de las sensaciones más
difíciles de atisbar, las sensaciones confusas y refinadas
en las cuales hay que recurrir a frases como éstas:
«sin saber porqué», «sin motivo»,
«sin causa»?... Ser artista de estas impresiones es una
gran gloria, revela una delicadeza de sensibilidad que es la que ha
distinguido a los grandes poetas de todos los tiempos. Bien se ve
que en Blasco no es tan imperante la tosquedad, la ordinariez
-términos de que tanto se ha abusado para definirle y,
caracterizarle. La nativa delicadeza de todo artista no está
desahogada en el autor de «Flor de Mayo», y si acaso en
sus últimas obras hay excesiva acumulación de
detalles bajos, cúlpese a las exigencias del asunto que se
ha impuesto y del público que la acata, no a las
inspiraciones del artista que, en medio de todo permanece tal, como
Zola fue siempre, a pesar de las obscenidades de
«Nana», un artista delicado... En Blasco
Ibáñez, ese artista triunfa y salta, sobre todo en la
primera obra, donde se deleita en sensaciones tan requintadas como
las contenidas en estos párrafos: «En un ángulo de la plaza estaba la
tribuna de la música; un tablado bajo cuyas barandillas
acababan de cubrirse con telas de colorines manchados de cera como
recuerdo de las muchas fiestas de iglesia, en que se habían
ostentado. -¡Música!... ¡Música! gritaba
la gente... La primera mazurca de la ruidosa banda puso en
conmoción a toda la plazuela. Algunos granujas con tufos y
blusa blanca bailaban íntimamente agarrados con femenil
contoneo, empujando a la muchedumbre curiosa, chocando muchas veces
contra el tablado de la música. Las alegres notas de los
cornetines parecían esparcir por toda la plaza un ambiente
de alegría. ¡Adiós el invierno! La primavera se
acercaba con sus tibias caricias, y en los balcones sonreían
las muchachas, mirando de costado a los que se detenían para
contemplarlas»
(Arroz y tartana, cap. IV,
pág. 100). Mas no ha de sorprender esta intensidad de
sensaciones confusas en quien ha sabido utilizarlas tan
artísticamente en otra de sus obras donde escribe: «Al romper a tocar el ruidoso pasodoble, todos
experimentaban sobresalto y extrañeza. Sus oídos
acostumbrados al profundo silencio del lago, conmovíanse
dolorosamente con los rugidos de los instrumentos, que
hacían temblar las paredes de barro de las barracas. Pero
repuestos de esta primera sorpresa, que turbaba la calma conventual
del pueblo, la gente sonreía dulcemente, acariciada por la
música que llegaba hasta ellos como la voz de un mundo
remoto, como la majestad de una vida misteriosa que se desarrollaba
más allá de las aguas de la Albufera. Las mujeres se
enternecían sin saber por qué, y deseaban llorar; los
hombres, irguiendo sus espaldas encorvadas de barquero, marchaban
con paso marcial detrás de la banda, y las muchachas
sonreían a sus novios con los ojos brillantes y las mejillas
coloreadas. Pasaba la música como una ráfaga de nueva
vida sobre aquella gente soñolienta, sacándola del
amodorramiento de las aguas muertas. Gritaban sin saber por
qué; daban vivas al Niño Jesús, corrían
en grupos vociferantes delante de los músicos y hasta los
viejos se mostraban vivarachos y juguetones como los
pequeñuelos que, con sables y caballitos de cartón,
formaban la escolta del músico mayor admirando sus galones
de oro»
. (Cañas y barro, capítulo
VI, pág. 177.)
Ved cómo se
expresa en una larga página que reproduciré truncada,
verdadera fantasía sobre motivos campestres, donde las
palabras por virtud de sus yuxtaposiciones y asociaciones sabias,
ya casi son música. «¡Sinfonía de colores! Una
frasecilla que había pescado en una de esas críticas
que hablan del "colorido" y el dibujo de la música y la
"armonía" y los "acordes" de la pintura...» Y ahora,
¡vive Dios!, iba adquiriendo realidad la dichosa
sinfonía de colores, ya no era una frase huera y sin
sentido, porque todo parecía cantar, la vega, el
Mediterráneo, los montes, el cielo. ¡Qué
delicioso era el anonadamiento del poetilla apoyado en la
balaustrada, sintiendo en su rostro el viento que tantas cabriolas
hacía dar a las cometas de papel!... Allí estaba la
sinfonía, una verdadera pieza clásica, con su tema
fundamental... y él percibía con los ojos el
misterioso canto, como si la mirada y el oído hubiesen
trocado sus maravillosas funciones. Primero las notas aisladas e
incoherentes de la introducción, eran las manchas verdes de
los cercanos jardincillos; las rojas aglomeraciones de tejados, las
blancas paredes, todas las pinceladas de color sueltas y sin
armonizarse por hallarse próximas. Y tras esta fugaz
introducción comenzaba la sinfonía brillante,
atronadora. El cabrilleo de las temblonas aguas de las acequias,
heridas por la luz, era el trino dulce y tímido de los
violines melancólicos; los campos de verde apagado, sonaban
para el visionario joven como tiernos suspiros de los clarinetes,
las «mujeres amadas», como los llamaba Berlioz; los
inquietos cañares con su entonación amarillenta, y
los frescos campos de hortalizas, claros y brillantes como lagos de
esmeralda líquida, resaltaban sobre el conjunto como
apasionados quejidos de la vida de amor o románticas frases
del violoncello, y en el fondo la inmensa faja de mar, con su tono
azul esfumado, semejaba la nota prolongada del metal que a la
sordina lanzaba con lamento interminable. Andresito se afirmaba
cada vez más en la realidad de su visión. No eran
ilusiones. El paisaje entonaba una sinfonía clásica,
en la que el tema se repetía hasta lo infinito. Y este tema
era la eterna nota verde, que tan pronto se abría y
ensanchaba, tomando un tinte blanquecino, como se condensaba y
obscurecía hasta convertirse en azul violáceo. Como
en la orquesta salta el personaje fundamental de atril en atril
para ser repetido por todos los instrumentos en sus más
diversos tonos, aquel verde eterno jugueteaba en la
sinfonía, subía o bajaba con diversa intensidad, se
hundía en las aguas tembloroso y vago como, los gemidos de
los instrumentos de cuerda, tendíase sobre los campos
voluptuosos, y dulzón como los arrullos de los instrumentos
de madera, se extendía, azulándose, sobre el mar, con
la prolongación indefinida de un arrastrado acorde de metal,
y así como el vibrante ronquido de los timbales matiza los
pasajes más interesantes de una obra, el sol, arrojando a
puñados su luz, matizaba el panorama, haciendo resaltar unas
partes con la brillantez del oro, y envolviendo otras en dulce
penumbra. Y Andresito con la imaginación perturbada, iba
siguiendo el curso de la sinfonía extraña, que
sólo sonaba para sus ojos. Los caminos, con su serpenteante
blancura, eran los intervalos de silencio. El tema, el color verde,
crecía en intensidad al alejarse hacia las orillas del mar;
allí llegaba al periodo brillante, a la cúspide de la
sinfonía, y lanzándose en pleno cielo,
aclarándose en un azul blanquecino, marchaba velozmente
hacia el final, se extinguía en el horizonte, pálido
y vago como el último quejido de los violines, que se
prolonga mientras queda una pulgada de arco, y adelgazándose
hasta ser un hilillo tenue, una imperceptible vibración no
puede adivinarse en qué instante deja realmente de sonar...
Era una locura, pero el visionario muchacho veía cantar los
campos y gozaba en la muda sinfonía de colores en aquella
obra silenciosa y extraña que se parecía a algo... a
algo que Andresito no podía recordar. Por fin, un nombre
surgió en su memoria. Aquello era Wagner puro, la
sinfonía del «Tannhäuser» que él
había oído varias veces. Sí, allí unas
tonalidades de color, enérgicas y rabiosas, sofocaban a
otras apagadas y tristes, como el canto de las sirenas, imperioso,
enervante, desordenado, intenta sofocar el himno místico de
los peregrinos. Y aquella luz que derramaba polvo de oro por todas
partes, aquel cielo empapado de sol, aquella diafanidad vibrante en
el espacio, ¿no era el propio himno a Venus, la
canción impúdica y sublime del trovador de Chubingia,
ensalzando la gloria del placer y de la terrena vida? Sí,
aquello mismo era. Y el muchacho, sonámbulo, embriagado por
la Naturaleza, hipnotizado por la extraña
contemplación, movía la cabeza ridículamente y
al par que pensaba que todo aquello era magnífico para
puesto en verso, tarareaba la célebre overtura con tanta fe,
como si fuese el propio Tannhäuser, escandalizando con su
himno a la corte del Landgrave»
. (Arroz y
tartana).
* * *
El que ha escrito
novelas como Arroz y tartana bien puede ser graduado de
psicologista y añadir un cuartel más a su escudo, ya
bien timbrado, ¿No hay tampoco psicología en estos
otros párrafos que voy a transcribir, con los cuales parece
confirmarse la frase hermosa de Emerson: «De las demás cosas hago poesía,
pero el sentimiento moral hace poesía de sí
mismo»?
«El amor, escribe,
(Arroz y tartana) había transformado a Juanito. Su
alma vestía también nuevos trajes, y desde que era
novio de Tonica, parecía como que despertaban sus sentidos
por primera vez y adquiría otros completamente nuevos. Hasta
entonces había carecido de olfato. Estaba segurísimo
de ello; y si no, ¿cómo era que todas las primaveras
las había pasado sin percibir siquiera aquel perfume de
azahar que exhalaban los paseos y ahora le enloquecía,
enardeciendo su sangre y arrojando su pensamiento en la vaguedad de
un oleaje de perfumes? No era menos cierto que hasta entonces
había estado sordo. Ya no escuchaba el piano de su hermana
como quien oye llover; ahora la música le arañaba lo
más hondo del pecho, y algunas veces le saltaban las
lágrimas cuando Amparito se arrancaba con alguna romanza
italiana, de esas que meten el corazón en un
puño».
(Arroz y tartana). No es
ciertamente de hombre vulgar ni de artista tosco esa
comprensión del poder mágico de la música.
En la novela naturalista brota la belleza de las más torpes inmundicias, o para decirlo con palabras del Arcipreste de Hita,
sobre la espina está la noble rosa flor... |
Díganme
sino los reacios y los renuentes a los novelistas del corte
enérgico y brutal del autor de La Barraca,
¿no habrán de rendir armas al tropezar con visiones
de vida tan intensas y tan admirablemente expresadas como esta, de
un final de procesión en una ciudad española?
«...Mientras las niñas correteaban
o volvían como distraídas a los balcones para ver si
en la oscura plaza, perfumada de incienso, permanecía
aún el grupito de adoradores.»
O esta otra de una
tarde de domingo en el paseo de una población levantina:
«A todo galope de los briosos caballos
bajaban carretelas y berlinas, y por las aceras del paseo
desfilaban lentamente, con paso de procesión, las familias
endomingadas. Los verdes bancos no tenían ni un asiento
libre; un zumbido de avispero sonaba en el paseo, tan silencioso y
desierto por las mañanas; y algunas familias ingenuas
conversaban a gritos, provocando la sonrisa compasiva de los que
pasaban con la mano en la flamante chistera, saludando con
rígidos sombrerazos a cuantas cabezas asomaban por las
ventanillas de los carruajes..., parecía existir una barrera
invisible e infranqueable entre la gente que paseaba a pie y
aquellas cabezas que asomaban a las ventanillas,
contrayéndose con una sonrisa siempre igual cuando
recibían el saludo de las personas conocidas.»
(Arroz y tartana) indudablemente, no todas son bellezas en
la novela naturalista, en la misma que ahora estamos analizando hay
fatigosos alardes de descripción, como la del mercado en el
capítulo primero; pero aun aquí surgen, como
llamaradas maravillosas, observaciones del mundo exterior, tales
como esta: «La calle de las Mantas, como
un portalón de galería antigua, empavesada con telas
ondeantes y multicolores que las tiendas de ropas cuelgan, como
muestra, de los altos balcones»
; o imágenes tan
poderosas como estas: «...la gigantesca
gula de la Navidad, fiesta gastronómica, que es como el
estómago del año»
; o visiones de vida
agrupadas en una síntesis tan rápida, tan precisa y
tan bella como esta: «Hortalizas
pisoteadas, frutas podridas, todo el fermento de un mercado en que
siempre hay sol.»
Y ahora, voy a
citar otras dos o tres imágenes o concreciones de estas
enormes, poderosas, tentaculares -para hablar el lenguaje de
Verhaeren (porque, en efecto, parecen atraer con sus garras, como
el pulpo, toda una serie de ideas y de sentimientos)- que pueden
comprobarse en todas las obras de Blasco; por ahora me limito a las
de esta primera y tan completa. «...Una
de esas gargantas de lobo que dan entrada a pasillos y escaleras
estrechas e infectas como intestinos.»
(Arroz y tartana, I, 20.) «Paseábase por la trastienda, mirando los
fardos apilados con la misma expresión que si, en vez de
paños, percales e indianas, contuviesen un enorme tesoro,
toneladas de oro en barras, celemines de brillantes, lo suficiente,
en fin, para comprar el mundo.»
(Arroz y
tartana, II, 34.) Y esta otra, ya citada y tan grandiosa:
«La fe se había rasgado
en él como una virginidad irreparable»
(Arroz y tartana, XI, 222.) «No
sería millonario, no soñaría con palacios en
el ensanche y brillantes trenes de lujo; pero al llegar a la vejez
se pasearía por una tienda acreditada, con zapatillas
bordadas, gorro de terciopelo y la prosopopeya de un honrado
patriarca, viendo a los hijos talludos tras el mostrador, como
activos dependientes, y a Tonica, hermosa a pesar, de los
años; con el pelo blanco y los ojos de dulce mirada,
animándole el arrugado rostro.»
(Arroz y
tartana, c. XI, p. 233). «Las buenas
burguesas se habían fijado en la dulce belleza de Tonica, y
sin dejar de mover los labios, como si rezasen, murmuraron bajo sus
velos negros: Será su querida.»
(Arroz y
tartana, c. XII, p. 345.) Y a propósito de todos estos
aciertos artísticos, notaré que bien pudieran ser
inconscientes. Se ha repetido mucho que Blasco Ibáñez
es un gran artista inconsciente. A este propósito, recuerdo
una anécdota que me fue comunicada en íntima
conversación. En cierta ocasión, Blasco
Ibáñez describía, con su palabra calurosa y
gráfica, en la tertulia de Fernando Fé, una de sus
excursiones observatorios o experimentales, hechas con
motivo de su novela La horda; y contaba cómo
vieron, entre otras cosas, «un
montículo que se hinchaba con los escombros y detritus de la
gran ciudad...»
Los que le oyeron se miraron complacidos
por la fuerza de la imagen; pero, al leer la obra, vieron con
sorpresa que la imagen no aparecía. Esto parece demostrar
que Blasco Ibáñez no es un consciente.
Una de las características de Blasco es la creación de personajes de cuerpo entero. En todas sus obras hay uno o dos que bastarían para inmortalizarlas. Así en Arroz y tartana, el de Juanito y el de don Antonio Cuadros. El primero, tímido, sumiso, dejándose oprimir de la familia hasta el día en que el amor le hostiga y la casualidad le pone en acecho, haciéndole perder la fe en su madre, es un personaje tan vivo, que parece salirse de la novela y como que le vemos andar, moverse, accionar, gesticular, En el capítulo IV nos hace que nos representemos este tipo en la imaginación en todas sus colosales dimensiones con sólo unos párrafos.
«Juanito era el encargado de abrir la puerta
cuando la familia volvía del baile. En la madrugada, cerca
de las cuatro, oía chirriar los pesados portones, entraba el
carruaje en el patio con gran estrépito, y él saltaba
de la cama, metiéndose los pantalones. La entrada de la
familia le deslumbraba, sintiendo el infeliz una impresión
de vanidad... Levantábase mal arropado, tosiendo y
tembloroso a abrir la puerta, pues era preciso dejar dormir a las
criadas para que al día siguiente el cansancio no les
entorpeciera en sus trabajos. Además, la vista de su familia
parecía traerle algo de los esplendores de la fiesta: el
perfume de las mujeres, los ecos de la orquesta, el voluptuoso
desmayo de las amarteladas parejas, el ambiente del salón
caldeado por mil luces y el apasionamiento de los
diálogos.»
(Arroz y tartana, c. IV, p. 82 y 83.) En estos renglones está
retratado de mano maestra el ser dócil, corto de genio,
pobre de espíritu e irresoluto. En cuanto a don Antonio
Cuadros, filisteo enrabiado, arquetipo de burgueses, modelo de
comerciantes enriquecidos, lo que, en fin, los franceses llaman un
parvenu,
está bien trazado sólo en dos frases que pronuncia en
una ocasión en que persigue con audaces conatos de intimidad
a doña Manuela. «Los chicos
tardarán en venir -dijo don Antonio-. Rafael estará
con sus amigos, y en cuanto a Juanito, le atraen obligaciones
ineludibles. Me han dicho que ahora tiene novia y está loco
por ella. ¡La juventud! ¡Oh, qué gran
cosa! Ya conozco yo eso, ¿verdad, Teresa?»
(Arroz y tartana, c. VIII, p. 187.)
Durante mucho tiempo ha imperado la singular opinión de que la novela naturalista era un arte inferior; lo verdaderamente lamentable es que aún haya quien piense así y se obstine en olvidar que los grandes novelistas del naturalismo son los mayores novelistas del mundo y han dado cuerpo y alma a un género de arte, hasta entonces sólo rudimentariamente esbozado y groseramente tanteado; género de arte que participa de la lírica, de la dramática y de la epopeya.
En Flor de Mayo, el personaje colosal, la creación formidable del novelista es la tía Picota, vieja loba, especie de Mammón con faldas, entronizada en su puesto de la pescadería como en un regio trono. Blasco Ibáñez ha hecho de ella una creación estupenda, en esta novela de pescadores, de un fuerte ambiente marítimo, que es en el ciclo levantino el equivalente de José, de Palacio Valdés, en el ciclo asturiano, y de Sotileza, de José María de Pereda, en el ciclo cantábrico, que es la más fuerte de estas tres novelas similares.
Ved cómo la
describe Blasco Ibáñez: «La
tía Picota mostrábase majestuosa en la alta
poltrona, con su blanducha obesidad de ballena vieja, contrayendo
el arrugado y velloso hocico y mudando de postura para sentir la
tibia caricia del braserillo, que hasta muy entrado el verano
tenía entre los pies, lujo necesario para su cuerpo de
anfibio impregnado de humedad hasta los huesos. Sus manos
amoratadas no estaban un momento quietas. Una picazón eterna
parecía martirizar su arrugada epidermis, y los gruesos
dedos hurgaban en los sobacos, se deslizaban bajo el
pañuelo, hundiéndose en la maraña gris, y tan
pronto hacían temblar con sus tremendos rascuñones el
enorme vientre que caía sobre las rodillas cual amplio
delantal, como con un impudor asombroso remangábase la
complicada faldamenta de refajos para pellizcarse en las hinchadas
pantorrillas. Su vozarrón cascado era siempre el que
decía la última palabra en las disputas de la
pescadería, y todos reían sus chistes horripilantes,
las sentencias de filosofía desvergonzada que pronunciaba
con aplomo de oráculo.»
(Flor de Mayo c.
1, págs. 17 y 18)
Hoy no nos parece
reprobable el ansia de verdad que hacía al naturalismo
reproducir el lenguaje y los modos de decir, lo mismo que los modos
de obrar del pueblo bajo. Así nos hemos acostumbrado a esta
opinión, y hoy no tenemos la mental epidermis tan delicada
que no podarnos resistir escenas como estas: «La buena moza apeló a su supremo
argumento de desprecio. ¡Mira... parla en este! Y
volviéndose de espaldas con vigorosa rabotada, diose un
golpe en las soberbias posaderas, temblando bajo el percal la
enorme masa de robusta carne con la firme elasticidad de los
cuerpos duros. Aquello tuvo tan éxito loco. Las pescaderas
caían en sus asientos, sofocadas de risa; los tripicalleros
y atuneros de los puestos cercanos, formados en grupo, sacaban las
manos de los mandiles para aplaudir, y los buenos burgueses,
olvidado su capazo de compras, admiraban aquellas curvas atrevidas
de sonora robustez.
» (Flor de Mayo, c. I, p.
21.) Además, estos alardes de lo que en tiempos de
Espronceda aún se llamaba mal gusto, están
corroborados por una pluma fuerte y por un estilo sano, y no se les
puede, por lo tanto, acusar de poco artísticos; pues hoy
hemos adquirido una verdad a costa de las penosas luchas de muchos
siglos, verdad que decide del destino de muchas obras literarias
publicadas en la última mitad del pasado siglo: la de que el
artista es el que hace las cosas bellas, o, para expresarlo de otra
manera, no sé si más o menos paradójica, que
el Arte crea la belleza y la moldea a su capricho.
Estas primeras
páginas de Flor de Mayo son de lo más
granado y floreciente que se ha escrito en España. Leed:
«Al amanecer cesó la lluvia. Los
faroles de gas reflejaban sus inquietas luces en los charcos del
adoquinado, rojos como regueros de sangre, y la accidentada
línea de tejados comenzaba a dibujarse sobre el fondo
ceniciento del espacio. Eran las cinco. Los vigilantes nocturnos
descolgaban sus linternas de las esquinas, y golpeando con fuerza
los entumecidos pies, se alejaban después de saludar con
perezoso ¡bon dia! a las parejas de agentes
encapuchados, que aguardaban el relevo de las siete. A lo lejos,
agrandados por la sonoridad del amanecer, desgarraban el silencio
el silbido de los primeros trenes que salían de Valencia. En
los campanarios, los esquilones llamaban a la misa de alba, unos
con voz cascada de vieja, otros con inocente balbuceo de
niño, y repetido de azotea en azotea, vibraba el canto del
gallo con su estridente entonación de diana guerrera. En las
calles, desiertas y mojadas, despertaban extrañas
sonoridades los pasos de los primeros transeúntes. Por las
puertas cerradas escapábale, al través de las
rendijas, la respiración de todo un pueblo en las
últimas delicias de un sueño tranquilo.»
(Flor de mayo, c. I, págs. 5 y 6.) ¿No da
esto la sensación de descripcionismo definitivo, acabado,
sensación que en España debimos al naturalismo, y que
se obtiene acuso solamente en algunas páginas de Los
pazos de Ulloa, La madre Naturaleza y La
tribuna? Porque con el naturalismo penetró en
España el gusto por la promesa moderna, y con el gusto, el
cultivo de esa proa -esa prosa que, siendo menos retórica
que la antigua, es sin embargo, más lírica.
Parecerá mentira, pero es muy exacto que párrafos
como este: «Junto al puente del mar, los
empleados de consumos paseaban para librarse de la humedad,
escondiendo la nariz en la bufanda; tras los vidrios del fielato,
los escribientes, recién llegados, mostraban sus
soñolientas cabezas»
, (Flor de Mayo, c.
I, págs. 6 y 7), provocan en el lector la emoción que
se deseaba y que es tan intensa, más (me atrevo a decir) que
la que obtenían los viejos poetas románticos con sus
empinados conceptos.
Para comprender
las diferencias que separan a la descripción, moderna y le
dan superioridad sobre la antigua, basta leer algunos
párrafos de cualquier obra de Blasco. Por ejemplo: «Comenzaba el día en la ciudad. Pasaban
los tranvías repletos de madrugadores; trotaban por parejas
los caballos del relevo, dirigidos por muchachos, que los montaban
en pelo, y por ambos lados del camino desfilaban a la conquista del
pan los rebaños de obreros, todavía adormecidos,
camino de las fábricas, con el saquito del almuerzo a la
espalda y la colilla en la boca... En las calles comenzaba el
movimiento. Iban por las aceras con paso ligero las criadas, con
sus blancas cestas; los barrenderos amontonaban el barro de la
noche anterior; andaban por el arroyo con lento cencerreo las vacas
de leche; abríanse las puertas de las tiendas,
empavesándose con multicolores muestras, y en su interior
sonaba el áspero roce de las escobas, arrojando a la calle
nubes de polvo, que adquiría una transparencia de oro al
filtrarse entre los rayos del sol.»
(Flor de
Mayo, c. I, p. 14.) Por estos párrafos vemos
cómo en la descripción moderna no se desdeñan
los detalles al parecer nimios, porque ellos contribuyen a realizar
el aspecto del conjunto.
Blasco
Ibáñez ha estudiado al pueblo con delectación
y con amor; sus estudios son únicos e incomparables en
España; lo mismo el estudio del pueblo bajo madrileño
en La horda, que el de la gente de mar en Flor de
Mayo, que el del pueblo de campo en La barraca, o el
de un pueblo degradado en Cañas y barro. Apenas si
en Arroz y tartana, intentó el estudio de la
burguesía valenciana, y en Entre naranjos da
observaciones, aunque superficiales, sobre cierta clase de
aristocracia rural. Así que Blasco puede decir de todos sus
libros lo que Montaigne decía del suyo único:
«No hice mi libro, sino que mi libro me
ha hecho a mí; libro consubstancial con su autor, de una
ocupación propia, miembro de mi vida, no de una
ocupación y un fin extraño como todos los
demás libros»
. Y por eso sus estudios de alma
popular no son fatigantes y minuciosos, como los de aquellos que
van a ella una vez, por incidencia, y cuyas obras nos dan la
impresión de relatos de excursiones a países
exóticos, por nadie pisados, donde cada cosa que ve es para
el viajero una sorpresa que ingenuamente tiende a reproducir en el
lector, siendo así que a éste quizá no le coge
de susto ya nada de aquello... Por eso las obras de Blasco revisten
un aire de seguridad y como de fiereza, sobre todo cuando nos habla
del pueblo, el eterno niño, con sus arranques salvajes y sus
exaltaciones de candidez. Porque el pueblo representa en la escala
social lo que el niño en la individual; siendo las restantes
clases lo adulto, o más bien lo adulterado.
Lo conoce bien, y
no engaña ni intenta engañarnos respecto a sus vicios
y flacos, que aprecia como pocos. Así, en Flor de
Mayo nos presenta un hombre vago y vicioso (Tonet) una
incestuosa (Dolores) y una degradada física (Rosario). No se
entretiene, pues, con vagas declamaciones sentimentales, ni finge a
sus héroes arrebolados querubines. El pueblo, viene a decir
en conclusión, es sucio, es feo, es degradado; pero hay que
limpiarlo, embellecerlo, asearlo. Así salva todos los
reproches que puedan hacérsele de ordinariez y de
obscenidad. Si sus novelas tienen puntos feos, es que sus novelados
los tienen; y así como sería ridículo pedirle
una arcangélica pulcritud (de cuerpo, de alma... y de
lenguaje) a una pescadora embadurnada de escamas y casi sin lavar,
sería burlesco exigir atildada limpieza a una obra que de
pescaderas trata. Los tristes seres, los seres sin arte y sin alma
que se escandalizan cuando una frase del pueblo demasiado cruda
hiere a su témpano -siquiera sea a través de las
opacas páginas de una novela-, debieran releer de continuo
aquel admirable prólogo de Zola en L'Assommoir,
verdadero prologo galeato, acaso el más sincero y
veraz de los que se han escrito. Sus palabras son inolvidables,
porque demuestran una vez más cuan propensa es la
inteligencia humana a dejarse engañar y a incurrir en
juicios extraviados. «Cuando en un
periódico se publicó L'Assommoir -dice el
vigoroso autor de Nana-, fui atacado con una ferocidad sin ejemplo,
denunciado y abrumado por rodos los crímenes. ¿Es,
pues, absolutamente necesario explicar aquí en unas cuantas
líneas, mis intenciones de escritor? He querido describir la
caída fatal de una familia obrera en el apestado ambiente de
nuestros arrabales. En el apogeo de la borrachera y de la
holgazanería se encuentra el relajamiento de los lazos de
familia, los horrores de la promiscuidad, el progresivo olvido de
honrados sentimientos, y como lógico desenlace, la
vergüenza y la muerte. Esto es, sencillamente, la moral en
acción.»
Nada más exacto.
Este estigma de
obscenidades con nadie reza menos que con Blasco; tanto es
así que hasta se duda de su naturalismo, si no se supiese
que hay otros más que él de la ninfomanía. El
autor de Cañas y barro parece no haber pasado por
ese «período de algunos
años, durante los cuales naturalismo significaba
mancebía y hospital.»
(Emilia Pardo
Bazán, Los hermanos Zemgamno, versión
española. Estudio preliminar). Sus novelas son castas,
sobrias como la Naturaleza; no podría fallar de ellas
Emerson, como dijo de algunos poemas, que son una versión
corrompida del texto de aquella. Así, aun cuando ponga en
escena, como ocurre en Flor de Mayo, lo que Guy de
Maupassant llamaba «el eterno drama que
se repite sin cesar todos los días, bajo todas las formas,
en todos los mundos»
, el adulterio, lo hace con una
castidad tal, que asombra.
En Flor de Mayo presenta la rivalidad de dos mujeres cuya vida está amargada por la rivalidad que provoca un amor incestuoso. Del fondo de la novela se desprende la misma amarga conclusión que de este vaso de tristeza que es la vida: todo cuanto vivimos no vale la pena de un esfuerzo, y sin embargo, estamos condenados a la dura ley («dura lex, sed lex») de molestarnos por vivirlo. Esta conclusión es, aunque otra cosa crean los relojeros o los bolsistas, la más filosófica posible. -Señalemos en Flor de Mayo el episodio del capítulo segundo. En este encantador fragmento de la segunda novela del autor de La Barraca se advierte el arte de Blasco Ibáñez en el manejo de la humanidad. Es un carácter admirable este de Tona, tal como lo describe Blasco en páginas que dan lugar a hermosos alardes de arte. No afinará el autor de Arroz y tartana para percibir esas que el espiritual «Azorín» llama con propiedad y elegancia, «realidades segundas»; pero lo que es las realidades primeras, las realidades a flor de piel, ¡vaya si las siente y las plasma con singulares bríos! Sobre todo para la prótasis, es decir, para la parte explosiva del asunto novelesco, Blasco Ibáñez no tiene rival. Se resiente de más endeblez cuando llega al punto culminante del efecto dramático; parece como si aquí se detuviese y alientos le faltasen. Bosquejos como los de Blasco Ibáñez encantan al más obtuso intelecto y al más estragado paladar, comprendiéndose así la importancia que en nuestro tiempo ha tomado la novela.
Llegamos a «La Barraca», la novela más perfecta de Blasco Ibáñez como obra poemática, de conjunto. Señálase además esta obra por una cualidad muy saliente: en ella se esboza por vez primera la preocupación de los problemas sociales, que más tarde había de significar a Blasco hasta el punto de producir obras, si no más artísticas que las primeras, por lo menos más batalladoras y agresivas. El primer capítulo de esta hermosa novela tiene páginas de las mejores de Blasco, y hay un lindo encanto en las estudiadas descripciones de amanecer, todas ellas labradas con arte, y entre las cuales pueden entresacarse estos párrafos tan bellos:
«Los últimos ruiseñores, cansados
de animar con sus tiernos trinos aquella noche de otoño, que
por lo tibio de su ambiente parecía de primavera, lanzaban
el gorjeo final, como si les hiriera la luz del alba con sus
reflejos de acero. De las techumbres de paja de las barracas
salían las bandadas de gorriones como tropel de pilluelos
perseguidos, y las copas de los árboles estremecíanse
con los primeros jugueteos de aquellos granujas del espacio, que
todo lo alborotaban con el roce de su blusa de plumas.»
(La Barraca 5 y 6.) Esta comparación designa may
bien el sello del espíritu de Blasco Ibáñez:
un espíritu áspero, algo tosco, como el popular, pero
que a veces hace saltar de su corteza basta inopinadas chispas de
lirismo. La imagen no puede ser más expresiva; a cualquiera
se le hubiera ocurrido comparar los ruiseñores con
«alados y canoros poetas», como exigía la
retórica convencional; hasta se les hubiera podido erigir en
plumíferos académicos, especie de Condes de Cheste
con pico y plumas, comparanza no del todo desacertada que ahora me
viene a las mientes; -pero ¿quien hubiera discurrido esta
inaudita analogía entre «los pintados
pajarillos» y los granujillas de blusa que pululan por
nuestras grandes capitales?... Pues bien, esto es
característico en Blasco: la energía y novedad de tan
inusitada metáfora sólo puede ser inspirada por su
espíritu fuerte y rudo. Rudeza que no excluye, sin embargo,
la visión de cosas delicadas, humildes y poéticas
como podréis advertir: «Despertaba
la huerta, y sus bostezos eran cada vez más ruidosos. Rodaba
el canto de gallo de barraca en barraca; los campanarios de los
pueblecitos devolvían con ruidosas badajadas el toque de
misa primera, que sonaba a lo lejos en las torres de Valencia,
azules, esfumadas por la distancia...»
(La
Barraca, p. 6.)
Continuando, con
el análisis detallado de las obras de Blasco, y ahora en
particular con La Barraca, encontramos en el primer
capítulo imágenes tan vigorosas, tan de relieve como
estas: «Por los altos ribazos, con un
brazo en la cesta y el otro balanceante, pasaban los interminables
cordones de cigarreras e hilanderas de sedas, toda la virginidad de
la huerta, que iba a las fábricas dejando con el revoloteo
de sus faldas una estela de castidad ruda y
áspera.»
(La Barraca, c. II.)
Claro es que si yo
fuese un desagradable Miguel de Escalada, podría cebarme en
Blasco desde el punto de vista gramatical. Bastaríame
multiplicar los ejemplos de «cosas» tan
«horribles» como ésta: «Cosas horribles "era lo que" inspiraba la
contemplación de los campos abandonados, y su tétrica
miseria "aun descollaba más con" el contraste de las tierras
que los rodeaban.»
(La Barraca, X página
21.)
Este novelista tiene a veces imágenes tan ingenuas, tan incomplejas, tan poco estudiadas, tan populares como éstas: «Esparcíase por los campos la bendición de Dios...»
Y en contraste con esta cándida y linda imagen, léanse las bizarras y retorcidas y recargadas metáforas que le siguen: «Tras los árboles y las casas que cerraban el horizonte asomaba el sol «como enorme oblea roja», lanzando «horizontales agujas de oro», que obligaban a cubrirse los ojos. Las montañas del fondo y las torres de la ciudad tomaban un tinte sonrosado; las nubéculas que vagaban por el cielo coloreábanse «como madejas de seda carmesí»; las acequias y los charcos del camino parecían poblarse de «peces de fuego.» (La Barraca, página 11.)
En el primer capítulo plantéase el problema, núcleo y nervio de la obra: la usura aplicada a la propiedad inmueble de la cual es la hipoteca de las tierras representación genuina -como el préstamo es su manifestación en la propiedad metálica. -Aquí se habla ya del judío don Salvador; se plantea el problema con la presentación de la pobre moza de partido, Rosario, que sale a la puerta del infecto burdel a tomar la leche que en las madrugadas vende su vecina Pepeta. La escena es de una desgarradora y punzante tristeza. Esto es uno de los más grandes méritos de Blasco, de los que más relevantemente harán descollar su personalidad en lo futuro y ante los extraños, que sin falsos lirismos, sin comentarios sentimentales, con la presentación de la verdad glacial y descarnada y cortante como el filo de una espada, sabe conmovernos, sabe, sobre todo, mostrarnos la tristeza, más bien la miseria de la vida, ese es el tema, el hermoso y atrayente tema de las obras de Blasco Ibáñez. En este sentido, en el único sentido posible, pueden llamarse pesimistas, no en el sentido de que introduzcan filosofías más o menos germánicas o más o menos filosóficas; y Alberto Savine que Caracterizaba el naturalismo español como optimista y creyente, se hubiera visto bien apurado ante ese novelador, quizás el más vigorosamente naturalista de los españoles y también el más vigorosamente pesimista.
En este novelista
vigoroso y áspero, que es el autor de La Horda,
surge a veces como inopinada y extraña vegetación un
destello de ternura casi maternal, casi inconcebible en quien no
haya dado a luz, dejando desgarrarse las entrañas por un
capullo de mimosa y blanda carne. Así en este
capítulo nos pinta con cuatro palabras la enternecedora
figura del pequeño Pascualet, «un
chiquillo regordete y panzudo que sólo tenía cinco
años y a quien adoraba la madre por su dulzura y
mansedumbre, prometiéndose hacerlo
capellán.»
(La Barraca, p. 156.) Ved con
qué minuciosidad (nacida del amor y del apasionamiento por
el tema) de detalle y con qué enternecedora emoción
(a pesar de la rigurosa impersonalidad exigida al novelista del
naturalismo y que el autor de La Condenada observa), nos
relata Blasco los martirios del pobre pequeñuelo y de sus
hermanos: «Comenzábase a
caracolear en torno de los tres hermanos, a perseguirse riendo
pretexto malicioso, inspirado por la instintiva hipocresía
de la infancia, para empujarles al pasar con el santo deseo de
arrojarlos en la acequia que bordeaba el camino. Después,
cuando quedaba agotada y sin éxito esta maniobra, comenzaban
los pescozones y repelones a todo correr. «¡Lladres, lladres!» Y
lanzándoles este insulto, les tiraban de la oreja y se
alejaban corriendo para volverse un poco más allá y
repetir las mismas palabras. Esta calumnia inventada por los
enemigos de su padre era lo que ponía a los muchachos fuera
de sí. Los dos mayores, abandonando a Pascualet, que se
refugiaba llorando tras un árbol, agarraban una piedra y
entablábase una batalla en medio del camino... La lucha no
tenía fin hasta que pasaba algún carretero, que
enarbolaba el látigo, o salía de las barracas
algún viejo, garrote en mano, y los agresores huían,
se desbandaban arrepentidos de su hazaña al verse solos,
pensando aterrados, por el fácil cambio de impresiones de la
infancia, en aquel pájaro que lo sabía todo y en lo
que les guardaba don Joaquín para el día siguiente...
Aquel día la batalla había sido dura. ¡Ah, los
bandidos! Los dos mayores estaban magullados; era lo de siempre, no
había que hacer caso. Pero el pequeñín, el
"obispo", como cariñosamente le llamaba su madre, estaba
mojado de pies a cabeza, y el pobrecito lloraba y temblaba de miedo
y de frío. La feroz pillería le había arrojado
en una acequia de aguas estancadas, y de allí le sacaron sus
hermanos cubierto de barro negro y nauseabundo... La madre le
acostó en su cama, pues el pobrecito seguía temblando
entre sus brazos, agarrándose a su cuello, y murmurando con
su voz que parecía un latido: "¡Mare, mare!";
¡Señor, dadnos paciencia! Toda aquella gentuza,
grandes y chicos, se había propuesto acabar con la
familia.»
(La Barraca, páginas 157, 158 y
159.)
En el
capítulo siguiente el novelista presenta a Batiste camino
del mercado, sumiendo sus multiplicadas tristezas. La pobre Roseta
sin novio, enferma de amor; el pobre niño con la cara aun
vendada; hasta las bestias expirando en el establo. «Al pobre Batiste, tan severo y amenazador, lo
que más le dolía de todas sus desgracias era el
desconsuelo de la muchacha, falta de apetito, amarillenta, ojerosa,
haciendo esfuerzos por aparecer indiferente, sin dormir apenas, lo
que no impedía que todos los días marchase
puntualmente a la fábrica, con una vaguedad en la mirada
reveladora de que su pensamiento rodaba lejos, de que estaba
soñando por dentro a todas horas.»
(La
Barraca, p. 164.)
He aquí con
qué enternecimiento, con qué amor nos describe Blasco
el presentimiento de la muerte del chiquitín, que tiene el
padre al volver de Valencia: «Oíase en el camino, un lento campanilleo
que poblaba la oscuridad de misteriosas vibraciones... Batiste
pensó en su pequeño, en el pobre "Obispo", que ya
había muerto. Tal vez aquel sonido tan dulce era de los
ángeles que bajaban para elevárselo y revoloteaban
por la huerta no encontrando su pobre barraca. ¡Si no
quedasen los otros... los que necesitaban sus brazos para vivir!...
El pobre hombre ansiaba el anonadamiento; pensaba en la felicidad
de dejar allí bajo, en el ribazo, aquel corpachón
cuyo sostenimiento tanto le costaba, y agarrado al almita de su
hijo, de aquel inocente, volar, volar como los bienaventurados que
él había visto guiados por ángeles en cuadros
de las iglesias. El campanilleo sonaba junto a él y pasaban
por el camino bultos informes que su vista, turbia por las
lágrimas, no acertaba a definir. Sintió que le
tocaban con la punta de un palo, y levantando la cabeza vio una
escueta figura, una especie de espectro que se inclinaba hacia
él. Reconoció al tío Tomba: el
único de la huerta a quien no debía algún
pesar»
(La Barraca, 188 y 189)..
Las páginas
dedicadas a la lucha en la puerta de la taberna y al asesinato de
Pimentó por Batiste son de las más cruentamente
intensas y emocionantes que tiene la novela de Blasco
Ibáñez. Al repasarlas, al advertir la acuidad de la
emoción en ellas expresada, vienen a la memoria
involuntariamente las palabras de Taine: «Lo único que en mí se reproduce
intacto e íntegro es el matiz preciso de emoción,
áspera, tierna, extraña, dulce, o triste que otrora,
ha seguido o acompañado a la sensación exterior y
corporal»
.
Batiste,
desahuciado de la posibilidad de vivir allí, debe iniciar su
éxodo penoso y fatídico. «¡El pan!...
¡Cuánto cuesta ganarlo! ¡Y cuán malos
hace a los hombres!» Estas hermosas y pungentes palabras
hieren más que el lirismo desenfrenado de los
románticos vates. -Prenden fuego a su barraca; sólo
queda incombusto su pobre corazón. Ved aquí los
soberbios párrafos con que termina esta conmovedora novela:
«La vega silenciosa y ceñuda les
despedía para siempre. Estaban más solos que en medio
de un desierto; el vacío del odio era mil veces peor que el
de la naturaleza. Huirían de allí para comenzar otra
vida, sintiendo el hambre tras ellos pisándoles los talones;
dejarían a sus espaldas la ruina de su trabajo y el
cuerpecillo de uno de los suyos, del pobre "albaet", que se
pudría en las entrañas de aquella tierra como
víctima de aquella loca batalla. Y todos con
resignación oriental, sentáronse en el ribazo y
allí aguardaron el día, con la espalda transida de
frío, tostados de frente por el brasero que tenía sus
rostros atontados con reflejos de sangre, siguiendo con la
inquebrantable pasividad del fatalismo el curso del fuego, que
devoraba todos sus esfuerzos y los convertía en pavesas tan
deleznables y tenues como sus antiguas ilusiones de paz y de
trabajo»
. (La Barraca, 282 y 283). Así
acaba esta admirabilísima novela, acaso el más hondo
poema realista que se ha escrito en España junto con La
Tribuna y La alegría del capitán
Ribot.
Me he detenido
tanto en La Barraca porque, además de ser la obra
mejor de Blasco, la más poemática, la más
completa, la más novelesca, enseña mucho a los seres
ineptos que, incapacitados de hacerla, creen poder condenarla con
cuatro frases tildándola de vulgar y cosas por el estilo.
Terminaré con unas palabras de Goethe, que realzan la
esencia de la novela: «Apoderarse de un
asunto, y ser dueño de él; esto exige fuerzas
gigantescas, y es más difícil de lo que se
cree»
. Esto es lo que logró Blasco
Ibáñez en La Barraca, de técnica
perfecta, apretada en el argumento, acabada en los personajes,
culminante en la expresión dramática; por ello es
conceptuada como la mejor de sus novelas.
Entre
naranjos representa en la obra de Blasco «la novela autobiográfica
interior que todo novelista fecundo escribe una vez en la
vida, Irresistiblemente impulsado por la necesidad de comunicar las
penas, aliviándolas»
(Emilia Pardo Bazán:
«Estudio preliminar» a la versión
española de Los hermanos Zemgamno, XVIII. «La
España Editorial»). En ella se modifica un poco la
manera de Blasco, no tanto la manera técnica como la
estética. La influencia de D'Annunzio (en «Il
Fuoco)» aparece más predominante que la de Zola. Esto
no impide que la novela sea completa, «cerrada», si
cabe expresarse así, como debe serlo toda buena novela
naturalista, y que deje una emoción de conjunto, al
contrario de las del cargantísimo Gabriel, que sólo
son bellas por fragmentos aislados. En esta de Blasco todo
está perfectamente combinado, y el buen orden de la novela
hace olvidar que pueda haber partes flacas. Esta es la gran
superioridad y el gran encanto de toda obra hecha con arreglo a los
austeros cánones de la técnica naturalista. Se ha
comparado «Entre naranjos» con «La
Pródiga» de Alarcón; en efecto, se la
podría considerar como un paréntesis romántico
en la obra rígidamente naturalista de Blasco; a
propósito de ella, el inmortal «Clarín»
hablaba del «temperamento sanguíneo» de Blasco,
esto es, del temperamento expansivo, tumultuoso, desenfrenado, un
poco a lo Espronceda, un poco según la vieja
tradición lírica castellana. Puede llamarse,
también romántica la obra por su concepción,
por su idea matriz, nunca por su aspecto y por su exterioridad;
romántica, porque es la más subjetiva; no obstante,
Blasco conserva en ella una rígida «impersonalidad
exterior». La idea matriz, vuelvo a indicarlo, es
romántica. Trátase de la caída de una mujer
que parecía inquebrantable... en aquella ocasión, por
la complicidad maldita de la «lujuriante» (aquí
sí que es exacto este castigado y molesto adjetivo)
vegetación valenciana; de la naturaleza levantina en la
primavera. Yo, que, en buena hora lo diga, no creo mucho en estas
complicidades acomodaticias, y sí más bien, pensando
cuerdamente y a lo Schopenhauer, en el despertar del instinto de la
especie, o, para hablar más cruda y más humanamente,
en el exceso de calor vital que busca escape, me rindo, sin
embargo, al arte soberano con que Blasco nos presenta esta capciosa
mentira de la complicidad de las fuerzas naturales.
Entre
naranjos es la novela en que Blasco Ibáñez
estudia más directa y valientemente el influjo del mundo
exterior en el interior. En ese sentido, puede llamarse la
más pura, la más genuina, la más
representativamente regional entre las novelas de Blasco; la que da
más la razón a esta frase inolvidable que Stendhral,
precursory maestro de Taine, estampó en el prefacio de
«La Cartuja de Parma»: «Siempre que uno avanza
doscientas leguas desde el Mediodía hasta el Norte, tiene
derecho a un nuevo paisaje y a una nueva novela. El
leit-motiv de esta obra, la mejor de Blasco en punto a
descripciones y a fuerza léxica, es precisamente la
atmósfera de la región, el ambiente cálido y
enervado de las campiñas valencianas en primavera. Ved
cómo apunta esta especie de compás ritornelado, que
después se dilata y se magnifica: «El campo parecía estremecerse bajo los
primeros besos de la primavera. Cubríanse de hojas tiernas
los esbeltos chopos que bordeaban el camino; en los huertos, los
naranjos, calentados por la nueva savia, abrían sus brotes,
preparándose a lanzar, como una explosión de perfume,
la blanca flor de azahar; en los ribazos crecían, entre
enmarañadas cabelleras de hierba, las primeras flores.
Rafael se sentó al borde del camino, acariciado por la
frescura del césped. ¡Qué bien olía
aquello!»
(Entre naranjos, cap. III,
págs. 209 y 210). Este es el mismo tema lírico
repetido en toda la obra. En ella Blasco Ibáñez da un
solemne mentís a una acusación, con mucha frecuencia
dardeada contra los escritores naturalistas: la falta de
imaginación. Se creía atribuir el método de
análisis y de documentación a escasez de
fantasía, a carencia de poder creador. Quien haya
leído esta obra de Blasco, donde se manifiesta una poderosa
imaginación amplificadora, no podrá admitir este
dicterio. En rigor, deberá desecharlo todo aquel que haya
sabido leer reflexivamente las obras maestras del realismo.
«Las calles estaban solitarias... Los desocupados se encerraban en los cafés, frente a los cuales pasaba apresuradamente el diputado, recibiendo al través de las ventanas el vaho ardiente en que zumbaban choques de fichas y bolas de marfil y las animadas discusiones de los parroquianos. (Entre naranjos, 1.ª parte, cap. I, pág. 8). O bien este otro, aún más intenso y entremezclado con un valiente rasgo de psicología burguesa: «Estaban bajo los árboles de la alameda. Pasaban los carruajes formando una inmensa rueda en el centro del paseo, brillantes los arreos de los caballos y los faroles del pescante con el reflejo del sol, viéndose a través de las ventanillas los sombreros de las señoras y las blancas blondas de los niños. Don Andrés se indignaba ante la tenacidad del joven. Enseñábale aquellas familias de exterior tranquilo y feliz, paseando dentro de sus carruajes, con la plácida calma de una abundancia sedentaria y exenta de emociones. ¡Cristo! ¿Tan mala era aquella vida? Pues así podía vivir si él era bueno, si no volvía la espalda al deber: rico, influyente, respetado, envejeciendo rodeado de hijos; lo único que en este mundo puede desear una persona honrada». (Entre naranjos, 2.ª parte, cap. VII, págs. 290 y 291). La novela entera deja una penosa impresión de desencanto, más hay en ella suficientes escenas de alegría y juventud, que subsanan este defecto. ¿Y por qué llamarlo defecto?... Toda buena novela naturalista debe ser así, como la vida, alegre a ratos, a ratos melancólica, muchas veces lúgubre; en resumen, una broma pesada, más o menos soportable, según el humor y las circunstancias. Entre naranjos, es la novela emocional, palpitante de pasión, la novela de la juventud, el periodo sentimental en la obra de Blasco Ibáñez.
Sónnica
la cortesana pertenece a un género de novelas que yo,
francamente, detesto. Y nadie extrañe mi brusquedad rayana
en grosería: la novela histórica, y más
aún la novela arqueológica, es un género
insoportable, soporífero, falso, artificioso y para el cual
se requiere un genio colosal. Acaso no gusto yo de más
novela arqueológica que Salammbó, y aun
ésta la leo más por deleitarme en su maravilloso
lenguaje que por ver resucitado un mundo antiguo. No digamos nada
de novelas arqueológicas como las de Jorge Ebers y otros.
Con toda su erudición y su documentación exacta, no
se hacen menos ingratas y fastidiosas. Si la del autor de
Madame Bovary resulta algo menos, es, aparte de su fino
lenguaje, porque aquél, según propia
confesión, quiso «fijar un
espejismo aplicando a la antigüedad los procedimientos de la
novela moderna»
. (Salammbó.
Apéndice: Carta a Sainte-Beuve: Diciembre 1862,
Edición definitiva, pág. 354.) Sólo así es
posible hacer deleitosa esta especie de novela; por un
procedimiento que yo llamaré transposición de temas
líricos, como hay transposición de claves en
música. De esta transposición son ejemplo las tres
maravillosas novelas póstumas, reconstructoras de la vida de
los santos, retazos de hagiografía con un procedimiento
realista moderno; las tres novelas tituladas San
Cristóbal, San Onofre y San Frey Gil,
del gran novelista portugués Eça de Queiroz). La
antigüedad en sí es fría y seca; lo que no se
parece con nosotros, no nos toca, no nos conmueve (emouvoir, toncher,
sería mejor en prosa francesa más gráfica);
refugiarse en otra civilización es propio de
espíritus débiles, cansados.
Y si esto resulta aun poseyendo la erudición de un Ebers y de un Flaubert, una previa y sólida educación clásica, ¿qué no ocurrirá donde esto falta, como indudablemente falta en Blasco Ibáñez? Si Flaubert necesitó conocer todas las lenguas semíticas, y aun así confesaba modestamente que «no sé ni el hebreo, ni el alemán, ni el griego, ni el latín, y no me jacto de saber el francés». (Edición definitiva de Salammbó, pág. 372), ¿qué haría otro que no sepa el griego, el hebreo, el árabe ni el alemán? Flaubert, a pesar de esto, y aunque se burle de la arqueología, y aunque no aspire a ella, y aunque se extrañe de que un ilustre arqueólogo tome interés por «una novela sin prefacio y sin notas», y pierda sus ocios «en una literatura tan ligera», no deja de citar a escritores tan disímiles y varios como Jeremías, Maury, Polibio, Cicerón, Strabón, Eusebio, Selten, y libros como De diis lybiis, las Memoires de l'Academie de Inscriptions, la Preparación evangélica, el Tratado de las pedrerías, de Teofrasto, y la Vida de Apolonio, de Filistrato. Y reconocidos ya los fundamentos que se exigen para una novela arqueológica, forzosamente hemos de sostener que la novela de Blasco se basa en bien débiles puntales. Además, para recargar la desestima de esta novela, notemos que es griega. ¡Ah, lo griego, qué desagradable! Ni autores nutridos en todas las obras editadas en Leipzig nos hacen tragar ese amasijo de hetairas y esclavos, cuando más este levantino pasional, que, si tiene consanguinidades con los helenos, apenas ha profundizado en estudios de su historia y de su arte. Así, pues, yo no concedo a «Sónnica la cortesana» la ciudadanía de novela arqueológica, bien que estime alguna de sus bellas páginas. Los lectores pueden hacer lo mismo con esta novela; entresacar de ella algunas páginas bellas (véase sobre todo el primer capítulo y el tercero) y quedarse con la memoria de estos buenos fragmentos, olvidando la novela en conjunto, que es inferior desde luego a todo lo que ha escrito el novelista; una escapada por campos que no eran de su jurisdicción.
Entrados en
Cañas y barro, una de las novelas mejores de
Blasco, como poemática y como fragmentaria. Es una de las
escritas con más arte y una de las desarrolladas con
más interés. Es también la novela de Blasco
donde encontramos más psicología. El padre y el
maestro de la novela psicológica moderna, Pablo Bourget,
escribe a propósito del análisis: «Los sentimientos se asemejan a esas playas
comidas de lagunas, que no dejan adivinar dónde comienza y
dónde acaba el mar, vago país, tierras inundadas de
agua, línea incierta y variable de una costa sin cesar
reformada y deformada. Esto no tiene límites ni contornos.
Sin embargo, se dibujan y se trazan en el mapa estas comarcas, y
también nuestros sentimientos los dibujamos por la
reflexión y por el análisis»
.
(André Cornelis, cap. II, pág. 7.
París, 1887.)
En el primer capítulo Blasco adopta un procedimiento técnico, especial y único, la presentación de todos los personajes en el primer capítulo con ocasión de la ruta de la barca correo. Así, van apareciendo «Cañamel» y su mujer, la lasciva Neleta, uno de los personajes conspícuos del drama. Se vale de la descripción del primero para demostrar una vez más su conocimiento del alma popular. Lo que distingue sobre todo al pueblo y lo que más nos lo hace amar, por lo menos a los de mi temperamento, es su puntito de malicia, su picaresco donaire, su indestructible socarronería, su «sanchismo», para hablar cervantófilamente. Vedle moverse, hablar, vivir dentro de la novela de Blasco, y particularmente en este episodio, que abunda en esas rasgadas admiraciones, ya irónicas, ya sentimentales (a veces subrogados del diálogo), que tienen tal encanto y dan tal aire de familia, discernible fácilmente para los que las amamos, a estas inolvidables novelas que se llaman Arroz y tartana, La barraca, Flor de Mayo, Cañas y barro; ¡estas cuatro obras maestras!...
Las primeras
páginas de la novela están deliciosamente escritas.
«Como todas las tardes, la barca-correo
anunció su llegada al Palmar con varios toques de bocina. El
barquero, un hombrecillo enjuto, con una oreja amputada, iba de
puerta en puerta recibiendo encargos para Valencia, y al llegar a
los espacios abiertos en la única calle del pueblo, soplaba
de nuevo en la bocina para avisar su presencia a las barracas
desparramadas en el borde del canal. Una nube de chicuelos casi
desnudos seguía al barquero con cierta admiración.
Les infundía respeto el hombre que cruzaba la Albufera
cuatro veces al día, llevándose a Valencia la mejor
pesca del lago y trayendo allá los mil objetos de una ciudad
misteriosa y fantástica para aquellos chiquitines criados en
una isla de carias y barro»
. (Cañas y
barro, cap. I, pág. 5). La visión de esta
«ciudad fantástica» es una de las más
fuertes visiones realistas que en novela pueden darse. Para todo
verdadero artista hay palabras que refuerzan la emoción; por
ejemplo, aquí es el leit-motiv esa «isla de
cañas y barro», que parece tener un color barroso y un
desmayo de junco de pantano, y que se ritornela en todo este
hermoso comienzo. Y Blasco Ibáñez no pasa de este
capítulo sin hacer uso de sus gallardos alardes de
descripción. A veces los grandes novelistas, en episodios o
escenas que no dicen relación con el núcleo de la
obra, tienen, sin embargo, sus grandes aciertos. Hay que
perdonarles esta inocasionalidad en gracia a la rígida
observancia del precepto de la documentación que les hace
incurrir en aquella. Así en este párrafo de tan
soberbio detallismo y tan mórbida emoción: «De pronto, se hizo el silencio y la gente del
correo vio aproximarse por la orilla del canal un hombre sostenido
por dos mujeres; un espectro blanco, tembloroso, con los ojos
brillantes, envuelto en una manta de cama. Las aguas
parecían hervir con el calor de aquella tarde de verano;
sudaban todos en la barca, haciendo esfuerzos por librarse del
contacto pegajoso del vecino, y aquel hombre temblaba, chocando los
dientes con un escalofrío lúgubre, como si el mundo
hubiese caído para él en eterna noche. Las mujeres
que lo sostenían protestaban con palabras gruesas al ver que
los de la barca permanecían inmóviles. Debían
dejarle un puesto: era un enfermo, un trabajador. Segando el arroz
había atrapado las fiebres, las malditas tercianas de la
Albufera, y marchaba a Ruzafa a curarse en casa de unos parientes
...¿No era acaso cristiano? ¡Por caridad! ¡Un
puesto! Y el tembloroso fantasma de la fiebre repetía como
un eco, con los sollozos del escalofrío: ¡Per caritat! ¡Per
caritat!..»
(Cañas y barro,
págs. 7 y 8).
«¡Famoso Cañamel! ¡Siempre
enfermo y lamentándose mientras su mujer, cada vez
más guapa y amable, reinaba desde su mostrador sobre todo el
Palmar y la Albufera. Lo que él tenía era la
enfermedad del rico, sobra de dinero y exceso de buena vida. No
había más que verle la panza, la faz rubicunda, los
carrillos que casi ocultaban su naricilla redonda y sus ojos
ahogados por el oleaje de la grasa. ¡Todos que se quejasen de
su mal! ¡Si tuviera que ganarse la vida con agua a la cintura
segando arroz, no se acordaría de estar enfermo! Y
"Cañamel" avanzaba una pierna dentro de la barca,
penosamente, con débiles quejidos, sin soltar a Neleta,
mientras refunfuñaba contra las gentes que se burlaban de su
salud. ¡Él sabía cómo estaba! ¡Ay
Señor! Y se acomodó en un puesto que le dejaron libre
con esa obsequiosa solicitud que las gentes del campo tienen para
el rico, mientras su mujer hacía frente sin arredrarse a las
bromas de los que la cumplimentaban, viéndola, tan guapa y
animosa. Ayudó a su marido a abrir un quitasol, puso a su
lado una espuerta con provisiones para un viaje que no
duraría tres horas y acabó por encomendar al barquero
el mayor cuidado con su Paco. Iba a pasar una temporada en su
casita de Ruzafa. Allí le visitarían buenos
médicos: el pobre estaba mal. Lo decía sonriendo, con
expresión candida, acariciando al blanducho
hombretón, que temblaba con las primeras oscilaciones de la
barca, como si fuese de gelatina. No prestaba atención a los
guiños maliciosos de la gente, a las miradas irónicas
y burlonas que después de resbalar sobre ella se fijaban en
el tabernero, doblado en su asiento bajo el quitasol y respirando
con un gruñido doloroso. El barquero apoyó su larga
percha en el ribazo, y la embarcación comenzó a
deslizarse en el canal seguida por las voces de Neleta, que siempre
con sonrisa enigmática recomendaba a todos los amigos que
cuidasen de su esposo»
. (Cañas y barro,
págs. 9 y 10).
Después
viene «Sangonera», que «tenía el firme propósito de no
trabajar como los demás hombres, diciendo que el trabajo era
un insulto a Dios, y se pasaba el día buscando quien le
convidase a beber»
. (Cañas y barro,
pág. 13.) . «El tabernero
murmuraba entre gruñidos al oír la
conversación: "¡Sangonera! ¡Valiente
sinvergüenza! ¡Mil veces le había prohibido la
entrada en su cusa!..." Y la gente reía recordando los
extraños adornos del vagabundo, su manía de cubrirse
de flores y ceñirse coronas como un salvaje, apenas
comenzaba en su hambriento estómago la fermentación
del vino»
. (Cañas y barro, p. 14). En el
capítulo III, el retrato se convierte en una
ampliación. «Cuando "Sangonera"
pasó de los once años, comenzó a repeler el
trato de sus amigos. Su instinto de parásito le hizo
frecuentar la iglesia, ya que ésta era el mejor camino para
introducirse en la casa del vicario. En una población como
el Palmar, el cura era tan pobre como cualquier pescador, pero
"Sangonera" sentía cierta tentación por el vino de
las vinajeras Además, en los días de verano, cuando
el lago parecía hervir bajo el sol, la pequeña
iglesia se le aparecía como un palacio encantado, con su luz
crepuscular filtrándose por las verdes ventanas, sus paredes
enjabelgadas de cal y el pavimento de rojos ladrillos, respirando
la humedad del suelo pantanoso.»
(Cañas y
barro, cap. III, págs. 63 y 64)
En tercer
término, aparece el tío «Paloma», de
quien se discute si tiene noventa o cien años, cuyas
insolencias con el general Prim y con grandes señoras de
familia real se comentan, y «que representa el sentido
tradicional de la familia con la autoridad ilimitada del padre al
uso latino» (Torner: «Ensayo de una critica sobre la
novela Cañas y barro», pág. 18.
Oviedo, 1903). Mas adelante, Blasco cuenta de él una
anécdota que es la más exintilante entre el
sinnúmero de ellas que guarda ese viejo socarrón, y
que por lo tanto merece reproducirse. «El tío "Paloma" había conservado
las preeminencias de su padre. Era el primer barquero del lago, y
no llegaba a la Albufera un personaje que no lo llevase él a
través de las isletas de cañas mostrándoles
las curiosidades del agua y la tierra. Recordaba a Isabel II joven,
llenando con sus anchas faldas la popa del engalanado barquito y
moviendo su busto de buena moza a cada impulso de la percha del
barquero. Reía la gente recordando su viaje por el lago con
la emperatriz Eugenia. Ella en la proa, esbelta, vestida de
amazona, con la escopeta siempre pronta, derribando los
pájaros que hábiles ojeadores hacían surgir a
bandadas de los cañares con palos y gritos, y en el extremo
opuesto el tío "Paloma", socarrón, malicioso, con la
vieja escopeta entre las piernas, matando las aves que se escapaban
a la gran dama y avisándola en un castellano
fantástico la presencia de los "couverts": ¡Su
Majestad! Por detrás le entra un "collovierde"».
(Cañas y barro, cap. II, págs. 29 y 30).
Del personaje
representativo, que es Neleta, ya he dicho algo. Ved cómo la
describe Blasco más adelante: «Era pequeña; pero sus cabellos, de un
rubio claro, crecían tan abundantes que formaban sobre su
cabeza un casco de ese oro antiguo, descolorido por el tiempo.
Tenía la piel blanca, de una nitidez transparente, surcada
de venillas; una piel jamás vista en las mujeres del Palmar,
cuya epidermis escamosa y de metálico reflejo,
ofrecía lejana semejanza con las tencas del lago. Sus ojos
eran pequeños, de un verde blanquecino, brillantes, como el
ajenjo que bebían los cazadores de Valencia»
.
(Cañas y barro, cap. III, página 95). Un
poco más incoloro y gris es el personaje que se llama
tío Toni. Quizá sea símbolo, según el
avisado Torner, de nuestra clase media, «alma seca de
español que al faltarle el "resorte" que la mantiene
enhiesta, cae desmadejada y lacia»; o bien «el alma
árida y de una pieza del antiguo español ávido
en extender su poder». En cambio, su hijo Tonet es
quizás el más sobresaliente tipo de la novela. Los
episodios en que Blasco hace resaltar su figura son muchos; las
citaciones podrían multiplicarse. El crítico
más minucioso de esta obra del autor de La Barraca,
el ya citado Torner, lo representa con un golpe de vista
pasmosamente científico y una sinéresis de pensador
como «nuestro pueblo agotado, incapaz de un esfuerzo
persistente y fiándolo todo al azar de una hora de fortuna,
no pudiendo confiar en la labor lenta y perseverante de una
voluntad que él es el primero en saber que le falta»,
y abandonándose a «un poder que gravita sobre
él como el peso de una fatalidad, le atrae dulcemente a
descansar en la muerte, como en un sueño, suprema
aspiración de su temperamento de pueblo perezoso, oriental,
euroafricano, según los descubrimientos de la moderna
etnosociología, capaz de sufrir toda clase de "trabajos",
pero no el "trabajo", como dice Unamuno, pueblo de raza
semítica, inepto para la moderna
civilización».
Después de
los personajes, ocurre, naturalmente, el estudio de las escenas que
los encuadran. El episodio sin duda más bello de toda la
obra es el del bosque, cuando, Neleta y Tonet, siendo niños,
se pierden allí una noche. Dos fragmentos soberbios hay en
este episodio: uno descriptivo, psicológico el otro, que
trataré de reproducir por dar entonación de obra
documentada a esta mía: «Encima
de los pinos, por la parte del mar, comenzó a teñirse
el espacio de una blanquecina claridad. Las estrellas
parecían apagarse sumergidas en un oleaje de leche. Los
muchachos, excitados por el ambiente misterioso de la selva,
miraban este fenómeno con ansiedad, como si alguien viniera
volando en su auxilio rodeado de un nimbo de luz. Las ramas de los
pinos, con el tejado filamentoso de su follaje, se destacaban como
dibujadas en negro sobre un fondo luminoso. Algo brillante
comenzó a asomar sobre las copas de la arboleda; primero fue
"una pequeña línea ligeramente arqueada, como una
ceja de plata"; después un semicírculo deslumbrante,
y por fin, una cara enorme, de suave color de miel, que arrastraba
por entre las estrellas inmediatas su cabellera de resplandores. La
luna parecía sonreír a los dos muchachos, que la
contemplaban con adoración de pequeños
salvajes.»
(Cañas y barro, cap. III,
pág. 72).
¿Hay en
muchas páginas de nuestros novelistas contemporáneos
imágenes como esa de la «ceja de plata»? Cuando
el instinto artístico se revuelve y gime y papalea como un
recién nacido ansioso de luz y de conocimiento, para
adquirir conciencia de sí mismo, ¿se pueden seguir
discutiendo aún las dotes intelectuales de un artista?
Más, es quizás, si cabe, superior el fragmento
psicológico (en cuanto que la ciencia de la línea y
del color está debajo de la ciencia del espíritu).
Helo aquí: «Neleta ya no
sentía el dolor del pie y hablaba quedamente al oído
de su compañero. Su precoz instinto de mujer, su astucia de
gatita abandonada y vagabunda la hacía superior a Tonet. Se
quedarían en la selva, ¿verdad? Ya buscarían
al día siguiente, al volver al pueblo, un pretexto para
explicar su aventura. "Sangonera" sería el responsable.
Ellos pasarían la noche allí, viendo lo que
jamás habían visto; dormirían juntos;
serían como marido y mujer. Y en su ignorancia se
estremecían al decir estas palabras, estrechando con
más fuerza sus brazos. Se apretaban, como, si el instinto
les dictase que su naciente simpatía necesitaba confundirse
con el calor de sus cuerpos. Tonet sentía una embriaguez
extraña, inexplicable. Nunca el cuerpo de su
compañera, golpeado más de una vez en los rudos
juegos, había tenido para él aquel calor dulce que
parecía esparcirse por sus venas, y subirse a su cabeza,
causándole la misma turbación que los vasos de vino
que el abuelo le ofrecía en la taberna. Miraba vagamente
frente a él; pero toda su atención estaba fija en la
cabeza de Nela, que pesaba sobre su hombro, en la caricia con que
aquella boca al respirar envolvía su cuello, como si le
cosquillease la piel una mano aterciopelada; los dos callaban, y su
silencio aumentaba el encanto. Ella abría sus ojos verdes,
en cuyo fondo se reflejaba la luna como una gota de rocío, y
revolviéndose para encontrar una postura mejor,
volvía a cerrarlos. "¡Tonet!..." "¡Tonet!..."
-murmuraba como si soñase, y se apretaba contra su
compañero».
(Cañas y barro,
páginas 73 y 74). Pocas veces el despertar del sexo, ese
desgarramiento de la personalidad, que es como el desdoblarse de
dos hemisferios, ese grito del alma que clama:
«¡tierra!», o «¡vida nueva!»
deliciosamente sorprendida, esa sobreexcitación nerviosa que
parece encender el espíritu, ha tenido un intérprete
tan delicado y certero como este artista, a quien sus enemigos
tildan de rulo y áspero. A bien que no puede uno empecinarse
mucho tiempo en tan absurda y malévola y nefasta creencia
después que haya leído este párrafo
armónico de la misma página, donde se observan las
aficiones musicales de Blasco Ibáñez y que versa
sobre un tema lírico que llamaré «la
sinfonía de los mosquitos»: «Era un extraño concierto que los
arrullaba, meciéndolos sobre los primeras ondas del
sueño. Chillaban unos como violines estridentes, prolongando
hasta lo infinito la misma nota; otros, más graves,
modulaban una escala, y los gordos, los enormes, zumbaban con sorda
vibración, como profundos contrabajos o lejanas campanadas
de reloj»
. (Cañas y barro, pág.
74).
En el
capítulo III tiene este hermoso párrafo: «Después, en los tres días de
fiestas, venían las diversiones tormentosas que las
más de las veces, acababan a palos. El baile en la plaza a
la luz de las teas resinosas, donde obligaba a Neleta a permanecer
sentada, pues por algo era su novia, mientras él bailaba con
otras menos guapas, pero mejor vestidas: y las noches de "albaes",
serenatas de la gente joven que iba hasta el amanecer de puerta en
puerta cantando coplas, escoltada por un pellejo de vino para tomar
fuerzas y acompañada cada canción con una salva de
relinchos y otra de tiros.»
(Cañas y
barro, p. 88). Mas en este orden de aire realista, de
tonalidad vital, ningún capitulo supera al VI, que por otra
parte difícilmente tendrá rivales en la novela
española. Sólo hay en él un párrafo
sobrante y exicial, porque demuestra una vez más cómo
flaquea Blasco por la ironía, cuando trata de hacerla, como
ya he indicado repetidas veces: «Había que divertirse como todos los
años, aunque se helase el lago y se anduviera sobre
él, como contaban que ocurría en tierras lejanas.
Más aún que el deseo de divertirse, les impulsaba el
deseo de molestar con su alegría a los rivales, a la gente
de tierra firme, aquellos pescadores de Catarroja que se burlaban
del Niño del Palmar, despreciando su pequeñez. Estos
enemigos sin fe ni conciencia llegaban a decir que los del Palmar
sumergían a su divino patrón en las acequias cuando
la pesca no era buena. ¡Oh sacrilegio!... Por eso el
Niño Jesús castigaba su lengua pecadora, no
permitiendo que gozasen el privilegio de los "redolins"»
.
(Cañas y barro, VI, p. 167).
Más en las
páginas siguientes, ¡qué sucesión de
visiones realistas, qué encanto en estas figuras y escenas
con las que trabamos relación, al punto en que el autor nos
la presenta, aunque de antes no las conociésemos, como son
hermanos distantes a los cuales nunca hemos visto, y que, sin
embargo, con un día nos son tan amados como si de siempre
nos viniese la relación fraternal! Ved algunas de las
hermosas páginas en que este capítulo abunda:
«Nadie sentía los rigores de la
temperatura. Las mujeres, para lucir sus trajes flamantes,
habían abandonado los mantones de lana, y mostraban los
brazos arremangados, violáceos por el frío. Los
hombres llevaban fajas nuevas y gorros rojos o negros, que aun
conservaban los pliegues de la tienda. Aprovechando la charla de
sus compañeras se escurrían hasta la taberna, donde
la respiración de los bebedores y el humo de los cigarros
formaban un ambiente denso que olía a lana burda y a
alpargatas sucias. Hablaban a gritos de la música de
Catarroja, asegurando que era la mejor del mundo. Los pescadores de
allá eran mala gente, pero había que reconocer que
música como aquella no la oía ni el rey»
.
(Cañas y barro, págs. 175 y 176). Y ahora he
aquí este otro episodio realista, sobremanera bello,
incomparable: «A las diez comenzó
la misa. La plaza y la iglesia estaban perfumadas por la olorosa
vegetación de la dehesa. El barro desaparecía bajo
una gruesa capa de hojas. La iglesia estaba llena de candelillas y
cirios, y desde la puerta se veía como un cielo oscuro,
moteado por infinitas estrellas. Tonet había preparado bien
las cosas, ocupándose hasta de la música que se
cantaría en la fiesta. Nada de misas célebres que
hacían dormir a la gente. Eso era bueno para los de la
ciudad, acostumbrados a las óperas. En el Palmar
querían la misa de Mercandante, como en todos los pueblos
valencianos. Durante la fiesta se enternecían las mujeres
oyendo a los tenores, que entonaban en honor del Niño
Jesús barcarolas napolitanas, mientras los hombres
seguían con movimientos de cabeza el ritmo de la orquesta
que tenía la voluptuosidad del wals. Aquello alegraba el
espíritu, según decía Neleta: valía
más que una función de teatro y servía para el
alma. Y mientras tanto, fuera, en la plaza, trueno va y trueno
viene, se disparaban las largas filas de "masclets", conmoviendo
las paredes de la iglesia y cortando muchas veces el canto de los
artistas y las palabras del predicador. Al terminar, la muchedumbre
se detuvo en la plaza esperando la hora de la comida. La banda de
música, algo olvidada después de los esplendores de
la misa, rompió a tocar en un extremo. La gente se
sentía satisfecha en aquel ambiente de plantas olorosas y
humo de pólvora, y pensaba en el caldero que la aguardaba en
sus casas con los mejores pájaros de la Albufera. Las
miserias de la vida anterior parecían ahora un mundo lejano,
al cual no habían de volver. Todo el Palmar creía
haber entrado para siempre en la felicidad y la abundancia, y se
comentaban las frases grandilocuentes del predicador dedicadas a
los pescadores, a la media onza que le daban por el sermón,
y la espuerta de dinero que costaban seguramente los
músicos, la pólvora, las telas con franja de oro,
manchadas de cera, que adornaban el portal de la iglesia y aquella
banda que los ensordecía con sus marciales
rugidos»
. (Cañas y barro, págs.
181, 182 y 183). Gómez de Baquero ha podido escribir en su
libro Letras e Ideas un capítulo titulado «La
filosofía de Sangonera», de la cual dice que
«no es tan desatinada y paradójica como parece a
primera vista». Veamos cómo Blasco
Ibáñez da cuerpo a esta filosofía por boca de
su personaje, haciéndole declarar que «mientras Tonet andaba por aquellas tierras del
otro lado del mar metido en batallas, leía él los
libros de los curas y pasaba las tardes a la puerta del
presbiterio, reflexionando sobre las abiertas páginas en el
silencio de un pueblo cuyo vecindario huía al lago.
Había aprendido de memoria casi todo el Nuevo Testamento, y
aun parecía extremecerse recordando la impresión que
le produjo el sermón de la montaña la primera vez que
lo leyó. Creyó que se rompía una nube ante sus
ojos. Había comprendido de pronto por qué su voluntad
se revelaba ante el trabajo embrutecedor y penoso. Era la carne,
era el pecado quien hacía vivir a los hombres abrumados como
bestias para la satisfacción de sus apetitos terrenales. El
alma protestaba de esta servidumbre diciendo al hombre: «No
trabajes», esparciendo por los músculos la dulce
embriaguez de la pereza como un adelanto de la felicidad que a los
buenos aguarda en el cielo... No había que preguntarse con
angustia por la comida y el vestido, porque, como decía
Jesús, las aves del cielo no siembran ni siegan y a pesar de
esto comen; ni los lirios del campo necesitan hilar para vestirse,
pues lo viste la bondad del Señor. Él era criatura de
Dios y a Él se confiaba. No quería insultar al
Señor trabajando, como si dudase de la bondad divina que
había de socorrerle. Solamente los gentiles, o lo que es lo
mismo, las gentes del Palmar, que se guardaban el dinero de la
pesca sin convidar a nadie, eran capaces de afanarse por el ahorro,
dudando siempre del mañana»
. (Cañas y
barro, págs. 152 y 153.) Este es el resumen que Blasco,
condensivamente, hace de la filosofía del trabajo (del no
trabajo diríamos mejor) privativa de su héroe; y
aunque la reboza con cierta punta de ironía para no dar
lugar a que se tamice su opinión sobre el carácter
verídico o erróneo de ella, lo cierto es que
insensiblemente a veces se compenetra con su soberbio personaje y
parece perder por un momento la marmórea impersonalidad que
debe distinguir al novelista del naturalismo, y que tan fielmente
ha observado siempre el autor de La Barraca, para sentirse
inspirador y soñar en un cristianismo patriarcal a la manera
de Tolstoi.
Por algo dice
Gómez de Baquero que «Sangonera» «no se
contenta con filosofar; su filosofía no es meramente
discursiva; la iluminan a veces místicos
resplandores». Este carácter difícilmente
frangible; este personaje de vértebra, de relieve, tiene
apariciones de leyenda áurea. Sueña con una venida de
Jesús y se expresa así: «Jesús había de volver para
enderezar de nuevo a los hombres por el buen camino. Lo
había soñado muchas veces y hasta en cierta
ocasión que estuvo enfermo de tercianas, cuando le entraba
el frío de la fiebre, tendido en un ribazo o agazapado en un
rincón de su ruinosa barraca, veía la túnica
de Él, morada, estrecha, rígida, y el vagabundo
extendía sus manos para tocarla y sanar
repentinamente»
. (Cañas y barro, p. 155 y
156.) Es al final de este mismo capítulo donde encontramos
la descripción de la primera entrevista de Tonet y Neleta,
llena de tal encanto realista, que se lee con el mismo amor con que
leeríamos una traducción de nuestras más
amadas impresiones. Ved en qué sencillo lenguaje y con
qué sobriedad descriptiva está narrada esta primera
caída sobre una barca: «En el
fondo marcábase lejana, como una playa fantástica a
la que nunca habían de llegar, la línea dentellada de
la Dehesa. Neleta, con incesantes risas, en las que había
algo forzado, recordaba a su amigo la noche pasada en la selva, con
sus miedos y su sueño tranquilo: aquella aventura que
parecía del día anterior; tan fresca estaba en su
memoria. Pero el silencio del compañero, su vista fija en el
fondo de la barca con expresión ansiosa, le llamaron la
atención. Entonces vio que Tonet devoraba con los ojos sus
zapatos amarillos, pequeños y elegantes, que se marcaban
sobre el cáñamo como dos manchas claras, y algo
más que con los movimientos de la barca había ella
dejado al descubierto. Se apresuró a cubrirse y quedó
silenciosa, con la boca apretada por un gesto duro y los ojos casi
cerrados, mientras una arruga dolorosa se trazaba en su entrecejo.
Neleta parecía hacer esfuerzos para vencer su
voluntad»
. (Cañas y barro, p. 160.) Y el
capítulo remata con esta lacónica descripción
resumen y corona de tan lindo episodio: «Cerca sonaba la perezosa canción de unos
barqueros. Perchaban sobre el agua poblada de susurros, sin
sospechar que a corta distancia, en la calma de la noche, arrullado
por el gorjeo de los pájaros del Jago, el Amor, soberano del
mundo, se mecía sobre unas tablas»
.
(Cañas y barro, p. 163.) En el capítulo VII,
Blasco vuelve a describir a «Sangonera»,
deleitándose con sus genialidades y rarezas, con la
indiscutible simpatía del padre que advierte las aficiones
más o menos vulgares de su hijo. El ebrio trashumante
describe a su amigo la aparición del Divino Maestro, y aquel
le contesta en tono de objeción y de chanza. Blasco
Ibáñez parece mirar, con complacencia, esta
alternativa de homilía iluminada, casi ascética, y de
redargución irónica, casi diabólica. Y
escribe: «El vagabundo se
estremecía al recordarlo. La mirada dulce y triste, la barba
partida, la cabellera larga. ¿Cómo iba vestido?
Sólo recordaba una envoltura blanca, algo así como
túnica o blusa muy larga; y a la espalda, como abrumado por
el peso, un enorme armatoste que "Sangonera" no podía
definir. Tal vez era el instrumento de un nuevo suplicio, con el
cual se redimirían los hombres. Se inclinó sobre
él y toda la luz del crepúsculo le pareció
concentrarse en sus ojos... No le había visto más,
pero era Él, estaba seguro. Volvía al mundo pura
salvar su obra comprometida por los hombres: iba otra vez en busca
de los pobres, de los sencillos, de los míseros pescadores
de las lagunas. "Sangonera" debía ser uno de los elegidos,
por algo le había tocado con su mano. Y el vagabundo
anunciaba, con el fervor de la Fe, el propósito de abandonar
a su compañero apenas se presentase de nuevo el dulce
aparecido. Pero Tonet protestaba con mal humor viendo interrumpido
su sueño y le amenazaba con voz fosca. ¿Quería
callar? Le había dicho muchas veces que aquello no era
masque ensueño de borracho. De estar claro y en
seco, que es como debía cumplir sus encargos, hubiese
visto que el hombre misterioso era cierto italiano vagabundo que
pasó dos días en el Palmar afilando cuchillos y
tijeras y llevaba a la espalda la rueda de su oficio».
(Cañas y barro, VII, 207 y 208). No se sabe si el
espíritu de Blasco, poeta antes que intelectual, opta por la
afirmativa o por la irónica aquí donde su arte se
eleva.
El capitulo VIII
es de los más intensos y mórbidos de la novela,
porque detalla la fase dolorosa de la pasión adúltera
de Tonet y Neleta. En pocas novelas naturalistas se han pintado
estas escenas de amor violento, trágico, fatídico,
atormentado con tanto cariño y arte como en Cañas
y barro; apenas si con ocasión de esta pueden
recordarse esas obras inmortales que se titulan Teresa
Raquín, El maestrante y algunas páginas
de El cisne de vilamorta. Después de la muerte de
"Cañamel", los dos amantes se encuentran solos y libres;
pero les sorprende el anuncio de un fruto de maldición.
Además la herencia torna a Neleta, avara, desconfiada,
regañona. Ved cómo nos la presenta Blasco en
fragmentos inolvidables para los que una vez los hemos
leído: «La avaricia de la mujer
rural se revelaba en Neleta con una fogosidad capaz de los mayores
arrebatos. Despertábase en ella el instinto de varias
generaciones de pescadores miserables roídos por la miseria,
que admiraban con envidia la riqueza de los que poseen campos y
venden vino a los pobres, apoderándose lentamente del
dinero»
. (Cañas y barro, VIII, p. 230.)
El hastío viene; ya no ayuda a la pasión la
sobreexcitación del peligro y aquella se amortigua. Por algo
he dicho que es esta la novela más psicológica de
Blasco (si se excluye Entre naranjos, que aparenta
más por su subjetivismo); ved con qué fino
análisis estudia el autor de Arroz y tartana el
período decadente de esta pasión: «No era que Neleta se cansase de aquellos
amores. Le quería, pero su riqueza le daba sobre él
una gran superioridad. Además, la mutua posesión
durante las noches interminables del invierno, en la taberna
cerrada y sin correr riesgo alguno, había amortiguado en
ella la excitación del peligro, la temblorosa voluptuosidad
que la dominaba en tiempos de "Cañamel", al besarse tras las
puertas o tener sus citas rápidas en los alrededores del
Palmar, siempre expuestos a una sorpresa... Su humor desigual y
nervioso convertía las noches de amor en agitadas
entrevistas, durante las cuales alternaban las caricias con las
recriminaciones, y faltaba poco para que se mordieran las bocas que
momentos antes se besaban»
. (Cañas y
barro, p. 233.) Más adelante, cuando se anuncia un
hijo, el tono de desesperación y de queja es más
franco y violento. Raras páginas de novela española
cumplen el grado de perfección en el arte mórbido que
aquí reviste el análisis de este amor desventurado:
«Las entrevistas de los amantes durante
la noche eran borrascosas. Parecía que "Cañamel" se
vengaba resucitando entre los dos para empujarlos el uno contra el
otro. Neleta lloraba de desesperación, acusando a Tonet de
su desgracia. Él era el culpable, por él veía
comprometido su porvenir. Y cuando con la nerviosidad de su estado
se cansaba de insultar al "Cubano", fijaba sus ojos iracundos en el
vientre, que, libre de la opresión a que estaba sometido
durante el día para burlar la curiosidad de los
extraños, parecía crecer cada noche con una
monstruosa hinchazón. Neleta odiaba con furor salvaje al ser
oculto que se movía en sus entrañas, y con el
puño cerrado se golpeaba bestialmente, como si quisiera
aplastarlo dentro de la cálida envoltura»
.
(Cañas y barro, págs. 235 y 236.) Y para
dulcificar esta descripción de escenas airadas, hay
más adelante un episodio de placidez, un punto muerto en
este mar borrascoso de la pasión de Tonet y Neleta. Ved con
qué inefable encanto realista describe Blasco estas escenas
de calma: «Oculta tras las gavillas,
arrancábase el corsé con gesto angustioso y se
sentaba al lado de Tonet, sobre la enorme pila de paja de arroz,
que esparcía un olor punzante. A sus pies daban vueltas los
caballos en la monótona tarea de la trilla, y ante ellos
extendía la Albufera su inmensa lámina verde,
reflejando invertidas las montañas rojas y azuladas que
cortaban el horizonte. Estas tardes serenas calmaban la inquietud
de los dos amantes. Se sentían más felices que en la
cerrada alcoba, cuya oscuridad se poblaba de terrores»
.
(Cañas y barro, págs. 239 y 240.) En el
curso del capítulo el novelista presenta un interesante
episodio: la cacería que todos los años celebran en
la Albufera los buenos burgueses de Valencia. Una intensa
visión realista preside a la descripción de los
preparativos. Debe transcribirse esta página, de las
más hermosas de la novela: «Entre
las casas del Saler, algunas buenas mozas de la ciudad
habían establecido sus mesas de garbanzos tostados y
turrones mohosos, alumbrándose con bujías
resguardadas por cucuruchos de papel. En las puertas de las
barracas las mujeres del pueblo hacían hervir las cafeteras,
ofreciendo tazas tocadas de licor, en las cuales era más la
caña que el café; y una población
extraordinaria discurría por el pueblo, aumentada a cada
momento por las carrozas y tartanas que llegaban de la ciudad. Eran
burgueses de Valencia, con altas polainas y grandes fieltros como
guerreros del Transvaal, contoneando fieramente su blusa de
innumerables bolsillos, silbando al perro y exhibiendo con orgullo
su escopeta moderna dentro del estuche amarillo pendiente del
hombro; labradores ricos de los pueblos de la provincia, con
vistosas mantas y la canana sobre la faja, unos con el
pañuelo arrollado en forma de mitra, otros
llevándolos como un turbante o dejándolos flotar en
largo rabo sobre el cuello, delatando todos en el tocado de su
cabeza los diversos rincones provincianos de que
procedían»
. (Cañas y barro,
pág. 247). Otro poético episodio, que nos conmueve y
nos turba, es aquél en que Tonet llevaba a su hijo, «envoltorio de carne blanducha»
,
según la áspera frase de Blasco, debajo del brazo
para arrojarlo al lago, mientras en la noche callada y tranquila se
desenvuelven las peripecias de la caza, «Parecía que instantáneamente se
le había despertado una nerviosidad extraña que
aguzaba sus sentidos. Oía todos los rumores del pueblo,
hasta los más insignificantes, y le parecía que las
estrellas tomaban un color rojo. El viento estremeció un
olivo enano inmediato a la taberna, y el rumor de las hojas hizo
correr a Tonet, como si todo el pueblo despertase y se dirigiera
hacia él preguntando qué llevaba bajo el
brazo»
. (Cañas y barro, págs. 258
y 259). Díganme si como fragmento psicológico no es
este incomparable.
Y si se quiere
descripcionismo, véase este trozo: «Todo un pueblo iba y venía en la
oscuridad sobre los negros barquitos. En el silencio de la
Albufera, que transmitía los ruidos a prodigiosas
distancias, sonaban los mazos clavando las estacas de los puestos
de los cazadores; y como rojas estrellas brillaban a flor de agua
los manojos de inflamadas hierbas, a cuya luz terminaban los
preparativos los barqueros»
. (Cañas y
barro, pág. 265.) El capítulo termina con un
supremo impulso de desesperación del desesperado Tonet y con
este rasgo de un psicologismo casi fisiológico: «Después se tendió en el fondo de
la embarcación y durmió con un sueño profundo
y anonadador, el sueño de muerte que sobreviene tras las
grandes crisis nerviosas y surge casi siempre a continuación
de un crimen»
. (Cañas y barro,
pág. 265.)
En el
capítulo IX hay dos bellos episodios: la muerte de
Sangonera, a consecuencia de una formidable
indigestión de carne (que no había catado desde
tiempo inmemorial) y el hallazgo del fúnebre envoltorio de
Tonet, cuando éste está perchando en la laguna donde
arrojó al hijo de sus malvados amores. Del primer episodio,
más picaresco que elegíaco, por la socarrona malicia,
genuinamente popular que, en medio de su iluminismo místico,
postizo o sentido respira todo el tipo de Sangonera,
entresaco dos bellos fragmentos; en el primero se describen las
fatigas del ebrio vagabundo cuando el «padre Miguel»
(una figura episódica de gran realce en la novela de Blasco)
le planteó el problema de la muerte sin rodeo y con una
salvaje franqueza que hubiera amedrentado al mismísimo
Bourdeau. Dice así: «Por los ojos
del vagabundo pasó una expresión de terror. Su
existencia, llena de miserias, se le apareció con todo el
encanto de la libertad sin límites. Vio el lago con sus
aguas resplandecientes; la Dehesa, rumorosa, con sus espesuras
perfumadas, llena de flores silvestres, y hasta el mostrador de
"Cañamel" ante el cual soñaba, contemplando la vida
de color de rosa al través de los vasos... ¡Y todo
aquello iba a abandonarlo!... De sus ojos vidriosos comenzaron a
rodar lágrimas. No había remedio; le llegaba la hora
de morir. Contemplaría en otro mundo mejor la sonrisa
celestial, de inmensa misericordia, que una noche le
acarició junto al lago.»
(Cañas y
barro, página 285).
El otro fragmento
expresa las picarescas reflexiones de los compañeros de
«Sangonera» al verle en el ataúd con
hábito religioso: «Sus antiguos
compañeros se frotaban los ojos enrojecidos por el alcohol,
conteniendo la risa que les causaba ver a su amigote tan limpio, en
una caja de soltero y vestido de fraile. Hasta su muerte
parecía cosa de broma. ¡Adiós Sangonera!...
¡Ya no se vaciarían los "mornells" antes de la llegada
de sus dueños; ya no se adornaría con las flores de
los ribazos como un pagano ebrio!. Había vivido libre y
feliz, sin las fatigas del trabajo, y hasta en el trance de la
muerte sabía marchar al otro mundo con aparato de rico a
costa de los demás»
. (Cañas y
barro, cap. IX, página 285). El capítulo se
termina por un trozo de patética sobriedad y por una imagen
de un plasticismo dolorosamente mórbido. Es cuando el perro
saca del agua las piltrafas acusadoras del crimen, y ved
cómo Blasco manifiesta el terror de aquel hombre: «Tonet se irguió, con la mirada loca,
estremecido de pies a cabeza, como si el aire faltase de pronto a
sus pulmones. Vio junto a la borda de su barca un lío de
trapos y en él algo lívido y gelatinoso, erizado de
sanguijuelas: una cabecita hinchada, deforme, negruzca, con las
cuencas vacías y colgando de una de ellas el globo de un
ojo; todo tan repugnante, tan hediondo, que parecía
entenebrecer repentinamente el agua y el espacio, haciendo que en
pleno sol cayese la noche sobre el lago. Levantó la percha
con ambas manos, y fue tan tremendo el golpe, que el cráneo
de la perra crujió como si se rompiese, y el pobre animal,
dando un aullido, se hundió con su presa en las aguas
arremolinadas. Después miró con ojos extraviados a su
abuelo, que no adivinaba lo ocurrido, y al pobre don
Joaquín, que parecía anonadado por el terror; y
perchando instintivamente, salió disparado como una flecha
por la vía de agua, como si se incorporase el fantasma del
remordimiento adormecido durante una semana y corriera tras
él rasgándole la espalda con sus uñas
implacables»
. (Cañas y barro,
págs. 294 y 295).
El X y
último capítulo está dedicado a la
desesperación de Tonet, que termina con su suicidio y a la
impresión que este suceso produce en su familia. De las
reflexiones de Tonet con antelación a su muerte, he
aquí un fragmento: «En las
tinieblas de su pensamiento brillaba como un punto de luz, cierta
confianza en sí mismo. Él no era malo. Tenía
la buena sangre de su padre. Su delito era el egoísmo; la
voluntad débil que le había hecho apartarse de la
lucha por la vida. La perversa era ella, Neleta, aquella fuerza
superior que le encadenaba, aquel egoísmo férreo que
arrollaba el suyo, plegándolo a todos sus contornos como una
vestidura dúctil. ¡Ay si no la hubiera conocido!
¡Si al volver de tierras lejanas no hubiera encontrado fijos
en él los ojos glaucos que parecían decirle:
"¡Tómame; soy rica; he realizado la ilusión de
mi vida; ahora me faltas tú!" Ella había sido la
tentación, el impulso que le arrojó en la sombra, el
egoísmo y la codicia con careta del amor que le guiaron
hasta el crimen. Por conservar las migajas de su fortuna, no
vacilaba "ella" en abandonar un trozo de sus entrañas, y
él, esclavo inconsciente, completaba la obra aniquilando su
propia carne»
. (Cañas y barro, cap. X,
págs. 299 y 300). Otra vez, como se ve, se torna
nostálgico, pesimista y lleno de tristeza, el tema de la
mujer prevaricadora, inducente al mal, fatal e inalienable al
castigo del hombre.
Y la novela
finaliza con la misteriosa insinuación de un incesto moral,
la pasión de la pobre «Borda» por su hermano, en
quien compendía todo el mundo viril, con sus excelencias y
sus defectos; otro nuevo clamor de redención, otra sacudida
de la envoltura terrenal, otro himno de desconfianza en la belleza
de la vida, otro canto a la tristeza de ser hombre, que enaltece
más la personalidad de este novelista, que es artista puesto
que es descontento. «Y mientras el
lamento del tío Toni rasgaba como un alarido de
desesperación el silencio del amanecer, la "Borda", viendo
de espaldas a su padre, inclinose al borde de la fosa y besó
la lívida cabeza con un beso ardiente, de inmensa
pasión, de amor sin esperanzas, osando, ante el misterio de
la muerte, revelar por primera vez el secreto de su
vida»
. (Cañas y barro, págs. 311 y
312). Con este final bien epilogal y bien poético, concluye
esta novela que es sin duda alguna la más perfecta de
técnica en las obras todas de Blasco Ibáñez,
por la fuerza del nudo dramático, la intensidad de las
escenas y el verismo de los personajes.