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ArribaAbajoRelación primera de la vida del escudero Marcos de Obregón

Este largo discurso de mi vida, o breve relación de mis trabajos, que para instrucción de la juventud, y no para aprobación de mi vejez, he propuesto manifestar a los ojos del mundo, aunque el principal blanco a que va inclinado es aligerar por algún espacio, con alivio y gusto, la carga que, con justos intentos, oprime los hombros de V. S. L., lleva también encerrado algún secreto, no de poca sustancia para el propósito que siempre he tenido, y tengo, de mostrar en mis infortunios y adversidades cuánto importa a los escuderos pobres, o poco hacendados, saber romper por las dificultades del mundo, y oponer el pecho a los peligros del tiempo y de la fortuna, para conservar con honra y reputación un don tan precioso como el de la vida, que nos concedió la divina Majestad para rendirle gracias y admirarnos, contemplando y alabando este orden maravilloso de cielos y elementos, los cursos ciertos e innumerables de las estrellas, la generación y producción de las cosas, para venir en verdadero conocimiento del universal Fabricador de todas ellas. Y aunque me coge este intento en los postreros tercios de la vida, como a hombre que por viejo y cansado se le hizo merced de darle una plaza tan honrada, como la de Santa Catalina de los Donados de esta Real villa de Madrid (donde paso lo mejor que puedo), en los intervalos que la gota me concediere, iré prosiguiendo mi discurso, guardando siempre brevedad y honestidad: que en lo primero cumpliré con mi condición y inclinación natural, y en lo segundo con la obligación que tienen todos aquellos a quien Dios hizo merced de recibir el agua del bautismo, Religión que tanta limpieza, honestidad y pureza ha profesado, profesa, y profesará desde su principio y medio, hasta el último fin de esta máquina elemental. Y con el ayuda de Dios procuraré que el estilo sea tan acomodado a los gustos generales, y tan poco cansado a los particulares, que ni se deje por pesado, ni se condene por ridículo. Y así en cuanto mis fuerzas bastaren procederé deleitando al lector, juntamente con enseñarle, imitando en esto a la próvida naturaleza, que antes que produzca el fruto que cría para mantenimiento y conservación del individuo, muestra un verde apacible a la vista, y luego una flor que le regala el olfato: y al fruto le da color, olor, y sabor, para aficionar al gusto que se coma, y tome de él aquel sustento que le alienta y recrea, para la duración y perpetuidad de su especie. o haré como los grandes médicos, que no luego que llegan al enfermo le martirizan con la violencia del ruibarbo, ni con otras medicinas arrebatadas, sino primero disponen el humor con la blandura y suavidad de los jarabes, para después aplicar la purga, que ha de dejar el sujeto limpio y libre de la corrupción que le aquejaba. Y si bien son muy trilladas estas comparaciones de los médicos, y las medicinas pueden traerse muy bien entre manos, por ser fáciles ¿inteligibles, y más yo, que por la excelente gracia que tengo de curar por ensalmos puedo usar de ellos como uso del oficio con tanta aprobación y opinión de todo el pueblo, que me ha valido tanto el buen puesto en que estoy junto con traer unas cuentas muy gruesas, unos guantes de nutria, y unos antojos que parecen más de caballo que de hombre, y otras cosas que autorizan mi persona, que estoy tan acreditado, que toda la gente ordinaria de esta Corte, y de los pueblos circunvecinos acuden a mi con criaturas enfermas de mal de ojo, con doncellas opiladas, o con heridas de cabeza, y de otras partes del cuerpo, y con otras mil enfermedades, con deseo de cobrar salud; pero curo con tal dulzura, suavidad y ventura, que de cuantos vienen a mis manos no se mueren mas de la mitad, que es en lo que estriba mi buena opinión: porque estos no hablan palabra, y los que sanan dicen, mil alabanzas de mi, aunque quedan perdigados para la recaída, que todos vuelan sin remedio. Mas la gente que más bendiciones me echa es la que curo de la vista corporal, porque como todos la mayor parte son pobres y necesitados, con la fuerza de cierta confección que yo sé hacer de atútia, y cardenillo y otros simples, y con la gracia de mis manos, a cinco o seis veces que vienen a ellas los dejo con oficio, con que ganan la vida muy honradamente, alabando a Dios y a sus Santos con muchas oraciones devotas, que aprenden sin poderlas leer.


ArribaAbajoDescanso I

Estando pocos días ha con los ojos altos y humildes al cielo, el rostro sereno y grave, las manos sobre un muy blanco lenzuelo en los oídos del enfermo y pronunciando con mucho silencio las palabras del ensalmo, pasó cierto cortesano, y dijo: No puedo sufrir los embelecos de estos embusteros: yo callé, y proseguí con mi acostumbrada compostura la medicinal oración, y en acabándola me dijo mi compañero: ¿No oísteis cómo os llamó aquel gentil hombre de embustero? Él no habló conmigo, dije yo, y de lo que a mí no se me dice derechamente no tengo obligación de responder, ni hacer caso; y deseo persuadir esto a los que por la poca experiencia, o por la condición alterada y presta que naturalmente tienen, se dan por sentidos de las ignorantes libertades de quien no tiene atrevimiento para decirlas descubiertamente, que ni llevan orden de agravio, ni arguyen ánimo, ni valor en quien las dice: ella es ignorancia grande, introducida de gente que trae siempre la honra y la vida en las manos: que no tengo yo de persuadirme a que pues no me hablan libremente me ofenden, aunque tengan intención de hacerlo: que los tiros que estos hacen son como los de una escopeta cargada de pólvora y vacía de bala, que con el ruido espantan la caza, y no hacen otra cosa. Los agravios no se han de recibir si no van muy descubiertos, y aun de esto se ha de quitar cuanto fuere posible, desapasionándose, y haciendo reflexión en si lo son o no, como discretísimamente lo hizo Don Gabriel Zapata, gran caballero y cortesano, y de excelentísimo gusto, que envíandole un billete de desafío a las seis de la mañana cierto caballero con quien había tenido palabras la noche antes, y habiéndole despertado sus criados por parecerles negocio grave, en leyendo el billete dijo al que le traía: decidle a vuestro amo que digo yo, que para cosas que me importan de mucho gusto no me suelo levantar hasta las doce del día, ¿que por qué quiere que para matarme me levante tan de mañana? Y volviéndose del otro lado se tornó a dormir y aunque después cumplió con su obligación, como tan gran caballero, se tuvo aquella respuesta por muy discreta.

Don Fernando de Toledo, el tío (que por discretísimas travesuras que hizo le llamaron el pícaro), viniendo de Flandes, donde había sido valeroso soldado y Maestro de campo, desembarcándose de una salva en Barcelona, muy cercado de Capitanes, dijo uno de dos pícaros que estaban en la playa, en voz que él lo pudiese oír: Este es D. Fernando el pícaro. Dijo don Fernando, volviendo a él: ¿En qué lo echaste de ver? Respondió el pícaro: Hasta aquí en lo que oía decir, y ahora en que no os habéis corrido de ello. Dijo don Fernando muerto de risa: Harta honra me haces, pues me tienes por cabeza de tan honrada profesión como la tuya. Así que aun de aquellas injurias que derechamente vienen a ofendernos, habemos de procurar por los mismos filos hacer triaca del veneno, gusto del disgusto, donaire de la pesadumbre, y risa de la ofensa. Que pues procura un hombre entender por donde camina una espada, los círculos y medios, la fortaleza y flaqueza, la ofensa y la defensa, y lo ejercita con grandísima perseverancia hasta hacerse muy diestro para que no le maten o hieran, ¿por qué no se ejercitará en lo que estorba a venir a tan miserable estado, que es la paciencia? Que puesta la colera en su punto, y vistas dos espadas desnudas, una con otra han de herir, o huir; cosa que por tan infame se ha tenido siempre en todas las naciones del mundo; y si con mucho menos trabajo y ejercicio se puede hacer un hombre diestro en la paciencia, que es quien refrena los ímpetus bestiales de la cólera, la potencia de los poderosos, la braveza de los valientes, la descortesía de los soberbios ignorantes, y ataja otros mil inconvenientes, ¿por qué no se procurará esto por no llegar a lo otro? En Italia dicen que la paciencia es manjar de poltrones. Mas esto se entiende de una paciencia viciosa, que el que la profesa por comer, beber y holgar, sufre cosas indignas de imaginar entre hombres. Aquí se trata de la paciencia que acicala y afina las virtudes, y la que asegura la vida, la quietud del ánimo, y la paz del cuerpo; y la que enseña a que no se tenga por injuria la que no lo es ni lleva modo de poderse estimar por tal: que en solo el uso de esta divina virtud se aprende cómo se han de rechazar los agravios paliados, cómo se han de resistir los descubiertos, qué caso se debe hacer de los que se dicen en ausencia, que es otro yerro notable que anda derramado entre la gente que ni sabe sufrir, ni lo quiere aprender, que así se ofenden de un agravio encañado por arcaduces, como de una cuchillada en el rostro, como si hubiese alguno en el mundo (por justo que sea) que tenga las ausencias sin alguna calumnia. Y porque la materia de suyo es algo pesada, quiero aligerarla con decir lo que me pasó sirviendo al más desazonado colérico del mundo: porque tras de muchos infortunios que toda mi vida he sufrido, me vine a hallar desacomodado al cabo de mi vejez; de manera, que porque no me prendiesen por vagamundo, hube de encomendarme a un amigo mio, Cantor de la Capilla del Obispo (que estos todo lo conocen, sino es a sí propios) y él me acomodó por escudero y ayo de un médico y su mujer, tan semejante el uno al otro en la vanidad de valentía y hermosura, que no les quedó que repartir en los vecinos, con los cuales me pasaron lances harto dignos de saberse.




ArribaAbajoDescanso II

Llamábase el Doctor L. Sagredo, hombre mozo, de muy gentil disposición, algo locuaz, y aun loco, más colérico y fácil de enojarse que gozque de panadero, presuntuoso y estimador de su persona, y (para que n o se echasen a perder dos casas, sino una) casado con una mujer de su misma condición, moza, y muy hermosa, alta de cuerpo, cogida de cintura, delgada y no flaca, derecha de espaldas, el movimiento con mucho donaire, ojos negros y grandes, pestaña larga, cabello castaño, que tiraba un poco a rubio, briosa, Y no muy poco soberbia, vana y presuntuosa.

Llevóme a su casa el buen Doctor, y lo primero que encontré fué una mula muy flaca en una caballeriza, tan ajustada con ella, que si tuviera alas no pudiera caber dentro. Subimos una escalerilla, y representóseme luego la sala donde estaba la señora Doña Mergelina de Aybar, que así se llamaba, a quien yo miré de muy buena gana, que aunque viejo incapaz de semejantes apetitos, por razón y por edad, la miré como a hermosa, que a todos ojos es la hermosura agradable. Dijo el Doctor: Veis aquí a quien habéis de servir, que es mi mujer. Yo le dije: Por cierto bien merece tan gentil dama a tal galán. Ella respondió, como mujer hermosa ignorante, o por mejor decir, preguntó: ¿Quién os mete a vos en eso? Señora, dije yo, advierta vuesa merced que cuando la llamé gentil no quise decir que no era cristiana, sino que tenía muy gentil talle y cuerpo. Que bien os entendí, dijo ella, sino que no quiero que nadie se me atreva a decirme requiebros. Es la honra del mundo, dijo el Doctor, servidla con gusto y cuidado, que yo os lo pagaré muy bien. Miré la casa muy de espacio, aunque se podía ver muy de presto, porque no vi en toda ella sino es un espejo muy grande en un poyo muy pequeño de una ventana, y unas redomillas que lo acompañaban, con un cofrecillo pequeñuelo: y mirando a un rincón, vi a un montante, con ciertas espadas de esgrima, dagas, y espadas blancas, una rodela, y broquel. Díjome el Doctor: ¿Qué os parece de mi recámara? Miradla bien, que en Alcalá era temida aquella espada. No miraba, dije yo, sino a donde estaban los libros, que soy aficionado a ellos. Estos son, dijo, mis Galenos y mis Avicenas, que por la negra y la blanca nadie me igualó en Alcalá; y que no se meneó contra mí hombre de noche que no fuese lastimado de mis manos. Luego vuesa merced, dije yo, más aprendió a matar que a sanar. Yo aprendí, respondió él, lo que los demás médicos; y por haber poco que vine de mis estudios no me he reparado de libros, que bien parece en los profesores de las facultades tener cada uno los de la suya. Pero dejemos eso, y llevad a vuestra ama a Misa, que es ya tarde. Púsose su manto mi señora Doña Mergelina, y llevéla, o acompañéla hasta S. Andrés, que vivían en la Morería vieja, y en el camino (como es costumbre) muchos de los que la topaban le decían alguna cosa de su buen talle y rostro: a lo cual ella respondía tan aceleradamente que todos iban disgustados de sus respuestas. Yo le decía: Mire, señora, que ya que no responda bien, a lo menos tiene obligación de callar como mujer principal, que en el silencio no puede haber que notar.

No soy yo mujer, decía ella, a quien nadie ha de perder el respeto. Si alguno le decía que era muy hermosa, ella le decía: Y él hermoso majadero. Díjole un día un mozalbillo, no de mal talle: Así se me tornen las pulgas en la cama; al cual muy de propósito respondió: Debe dormir en alguna zahúrda de lechón. Era tan descortés y sacudida, que todos lo iban de sus respuestas, y ella lo quedaba de mis reprehensiones. a cierto clérigo de San Andrés, pequeño de cuerpo y grande de ánimo, conocido mio, que yendo muy pulido con una sobrepelliz muy blanca, porque le dijo que no se saliese de casa a hacer el oficio de la muerte, le replicó. También habla el escarabajo hinchado, que con aquel sacudimiento tenía mucho donaire y gusto en cualquiera materia. Yo, entre muchas veces que la reprendí su vanidad, me arrojé una a decirle todo lo que me pareció, que aunque ella estaba confiada en su buen parecer, quise ver si podía enmendarla con el mio, y le dije: Vuesa merced usa de su hermosura lo peor del mundo; porque pudiendo ser querida y loada de cuantos andan en él, quiere ser aborrecida de todos: quien dice hermosura, dice apacibilidad, dulzura, suavidad de condición y trato, y mezclándola con soberbia y desapacibilidad, se viene a convertir en odio lo que había de ser amor: que don tan excelente como la hermosura, concedido por merced de Dios, es razón que tenga alguna correspondencia con el ánimo, que si no parece lo uno a lo otro, arguye mal entendimiento, o poco agradecimiento a la merced que Dios hace a quien lo da. Hermosura con mala condición, es una fuente clarísima que tiene por guarda una víbora, y es sobrescrito y carta de recomendación, que en abriéndola tiene un demonio dentro. ¿Hay en el mundo quien quiera ser aborrecido? ¿Hay quien quiera ser estimado en poco? No por cierto. Pues quien tiene consigo porque le amen y estimen, ¿por qué quiere que le aborrezcan y menosprecien? ¿Es por fuerza que la hermosura ha de estar acompañada con vanidad, desdorada con ignorancia, y conservada con locura? ¿Por qué cuando se mira vuesa merced al espejo no procura que lo interior se parezca al exterior? Pues adviértole que suele el tiempo, y aun Dios, castigar de manera las vanidades, que los montes se allanan, y las torres vienen al suelo. ¿Cuántas hermosuras se han visto y ven cada día en esta máquina o ejemplo del mundo rendidas a mil desdichas y calamidades, por faltarles el gobierno y cordura? Que aunque la hermosura, el tiempo que dura, es querida y estimada, en marchitándose no le queda otra prenda sino las que granjeó, y el crédito y amistades que a fuerza de buen término conquistó, cuando estaba en su fuerza y vigor. Y es el mundo de tan baja condición, que a nadie acaricia por lo que tuvo, sino por lo que tiene. ¿Qué hermosura se ha visto que no se estrague con el tiempo? ¿Qué vanidad que no venga a dar en mil bajíos? ¿Qué estimación propia que no padezca mil azares? Cierto, que fuera bien que como hay para las mujeres maestros de danzar y bailar, los hubiese también de desengaño, y que como se enseña el movimiento del cuerpo, se enseñase la constancia del ánimo. Yo digo, y aun aconsejo a vuesa merced, lo que como hombre de experiencia me parece que es razón, y lleva camino. Mire no la castigue su presunción y demasiada estimación de su persona. Estas y otras muchas cosas le dije, y decía cada día; pero ella se estuvo siempre en sus trece, y quien no admite consejo para escarmentar en cabeza ajena, serále forzoso escarmentar en la suya, por seguir las inclinaciones propias, como sucedió a la señora Doña Mergelina, teniendo las suyas por ley, y al tiempo por verdugo de ellas, desta manera.

Venía casi todas las noches a visitarme un mocito barbero, conocido mio, que tenía bonita voz y garganta: traía consigo una guitarra con que sentado al umbral de la puerta, cantaba algunas tonadillas, a que yo llevaba un mal contrabajo; pero bien concertada (que no hay dos voces que si entonan y cantan verdad, no parezcan bien), de manera, que con el concierto y la voz del mozo, que era razonable, juntábamos la vecindad a oír nuestra armonía. El mozuelo tañía siempre la guitarra, no tanto para mostrar que lo sabía, como por rascarse con el movimiento las muñecas de las manos, que tenía llenas de una sarna perruna. Mi ama se ponía siempre a escuchar la música en el corredorcillo, y el Doctor, como venía cansado de hacer sus visitas (aunque tenía pocas), no reparaba en la música, ni en el cuidado con que su mujer se ponía a oírla. Como el mozuelo era continuo todas las noches en venir a cantar, si alguna faltaba, mi ama lo echaba de menos, y preguntaba por él, con alguna demostración de gustar de su voz. Vino a parecerle tan bien el cantar, que cuando el mozuelo subía un punto de voz, ella bajaba otro de gravedad, hasta llegar a los umbrales de la puerta para oírle más cerca las consonancias; que la música instrumental de sala, tanto más tiene de dulzura y suavidad, cuanto menos de vocería y ruido, que como el juez que es el oído, está muy cerca, percibe mejor y mas atentamente las especies que envía al alma, formadas con el plauso de la media voz. El mozuelo dejó de venir cinco o seis noches, por no sé qué remedio que tomaba para curarse, y en las cosas que son muy ordinarias, en faltando, hacen mucha falta: y así mi ama cada noche preguntaba por él. Yo le respondí, más por cortesía que por falta que le hiciese: Señora, este mozuelo es oficial de un barbero, y como sirve no puede siempre estar desocupado: fuera de que ahora se está curando un poquillo de sarna que tiene. ¿Qué hacéis, dijo ella, de aniquilarle y disminuirle, mozuelo barbero? sarna, pues a fe que no falta quien con todas esas que vos le poneis, le quiera bien. Bien puede ser, dije yo, que el pobrecillo es humilde y fácil para lo que le quieren mandar; y cierto que muchas veces le guardo yo de mi ración un bocadillo que cene, porque no todas veces ha cenado. En verdad, dijo ella, que a tan buena obra os ayude yo: y de allí adelante siempre le tenía guardado un regalillo todas las noches que venía: una de las cuales entró quejándose, porque de una ventana le habían arrojado no sé qué desapacible a las narices: a las quejas suyas salió mi ama al corredor; y bajó al patio, estándose limpiando el mozuelo, y, con grande piedad le ayudó a limpiar, y sahumó con una pastilla, echando mil maldiciones a quien tal le había parado.

Fuese el mozuelo con su trabajo, sintiéndolo la señora Doña Mergelina, tan llena de cólera como de piedad, y con harta más demostración de lo que yo quisiera, loando la paciencia del mozuelo, y agravando la culpa de quien le había salpicado con tanto extremo, que me obligó a preguntarle por qué lo sentía tanto, siendo sucedido inadvertidamente y sin malicia. a que me respondió: ¿No queréis que sienta ofensa hecha a un corderillo como este? ¿Á una paloma sin hiel, a un mocito tan humilde y apacible, que aun quejarse no sabe de una cosa tan mal hecha? Cierto que quisiera ser hombre en este punto para vengarle, y luego mujer para regalarle y acariciarle. Señora, le dije yo, ¿qué novedad es esta? ¿Qué mudanza de rigor en blandura? ¿De cuándo acá piadosa? ¿De cuándo acá sensible? ¿De cuándo acá blanda y amorosa? Desde que vos, respondió ella, vinisteis a mi casa, que trujisteis este veneno envuelto en una guitarra, desde que me reprehendisteis mis desdenes, desde que viendo mi bronca y áspera condición, quise ver si podía quedar en un medio lícito y honesto, y he venido de un extremo a otro: de áspera y desdeñosa, a mansa y amorosa: de desamorada y tibia, a tierna de corazón: de sacudida y soberbia, a humilde y apacible: de altiva y desvanecida, a rendida y sujeta. ¡O pobre de mí, dije yo, que ahora me quedaba por llevar una carga tan pesada como esta! ¿Qué culpa puedo yo tener en sus accidentes de vuesa merced, o qué parte en sus inclinaciones? ¿Hay quien sea superior en voluntades ajenas? ¿Hay quien pueda ser profeta en las cosas que han de suceder a los gustos y apetitos? Pero pues por mí comenzó la culpa, por mí se atajará el daño, porque no venga a ser mayor con hacer que él no vuelva más a esta casa, o irme yo a otra: que si con la ocasión creció lo que yo no pude pensar, con atajarla tornarán las cosas a su principio. No lo digo, dijo ella, por tanto, padre de mi alma, que la culpa yo la tengo, si hay culpa en los actos de voluntad: no os enojéis por mis inadvertencias, que estoy en tiempo de hacer y decir muchas: antes os admirad de las pocas que veredes y oyéredes en mí; ni hagáis lo que habéis dicho, si queréis mi vida, como queréis mi honra: porque estoy en tiempo, que con poca más contradicción, haré algún borrón que tizne mi reputación, y la deje más negra que mi ventura; no estoy para que me desamparéis, ni para admitir reprehensión, sino para pedir socorro y ayuda. Bien me decaídas vos que mi presunción y vanidad habían de caer de su trono; cuanto me podéis repetir y traer a la memoria, yo lo doy por dicho, y lo confieso favorecedme, y no me desamparéis en esta ocasión y no me matéis con decir que os iréis desta casa. Y con esto y otras cosas que dijo, lloró tan tiernamente, cubriendo el rostro con un lienzo, que por poco fuera menester quien nos consolara a entrambos; y si fué grande la reprehensión que le dí por soberbia, mayor fué el consuelo que le dí por afligida: mas animándome en lo que era más razón, acudiendo a mi obligación, a su consuelo y honra de su casa, le dije, con la mayor demostración que pude: ¿Es posible que en tan extraordinaria condición ha podido caber tanta mudanza, y que por ojos tan llenos de hermosura y desdenes hayan salido tan piadosas lágrimas, y que por mejillas tan recatadas haya corrido un licor tan precioso, que siendo bastante a enternecer las entrañas de Dios, se haya derramado y echado a mal por un miserable hombre? ¿Y ya que se había de precipitar y arrojarse, y desdecir de sí propia, no hiciera elección de una persona de muchas partes y merecimientos? Ya que se rinda quien no podía ser rendida, ¿había de ser una sabandija tan desventurada? Que se rinda la hermosura a la fealdad, la limpieza a la inmundicia y asquerosidad, no sé qué me diga de tal elección, y tan abominable gusto. ¡O cuán engañados, dijo ella, están los hombres en pensar que las mujeres se enamoran por elección, ni por gentileza de cuerpo, o hermosura de rostro, ni por más o menos partes, grandeza de linaje, soberbia de estado, abundancia de riqueza (trato de lo que verdaderamente es amor); pues para que se desengañen, sepan, que en las mujeres el amor es una voluntad continuada, que de la vista crece, y con la comunicación se cría y conserva, sin hacer elección de este ni de aquel, y la que no se guardare de esto, caerá sin duda: de esta continuación ha nacido mi llama, y con ella se ha criado, hasta ser tan grande, que me tiene ciegos los ojos para ver otra cosa, y las orejas cerradas para admitir reprehensión, y la voluntad incapaz de recibir otro sello. Y cuanto más lo deshacéis y aniquiláis, tanto más se enciende la voluntad y el deseo. ¿Por ventura los barberos son de diferente metal que los demás hombres, para que aniquiléis un oficio que tanta merced hace a los hombres en tornarlos de viejos a mozos? ¿Llamáisle sarnoso por unas rascadurillas que tiene en las muñecas, que parecen hojas de clavel? ¿No echáis de ver aquella honestidad de rostro? ¿La humildad de sus ojos? ¿La gracia con que mueve aquella voz y garganta? No me le deshagáis, ni reprehendáis mi gusto, que no está para contradecirlo ni rechazarlo. ¡Ojalá, dije yo, fuera pelota, que yo la echara y rechazara! Pero pues ha llegado a tan estrecho paso, haré con vuesa merced lo que con mis amigos, que es, en la elección aconsejarles lo mejor que sé, y en la determinación ayudarles lo mejor que puedo. Díjele esto por no desconsolarla, hasta que poco a poco fuese perdiendo el cariño, que pudiera traer la ofensa de Dios y de su marido, y con esto me aparté aquella noche de ella, espantándome de ver cuán poderosa es la comunicación, y considerando cuán mal hacen los hombres que donde tienen prendas que les duela, consienten visitas ordinarias, o comunicaciones que duren: y cuánto peor hacen los padres que dan a sus hijas maestros de danzar, o tañer, cantar o bailar; si han de faltar un punto de su presencia, y aun es menos daño que no lo sepan: que si han de ser casadas, bástales dar gusto a sus maridos, criar sus hijos y gobernar su casa: y si han de ser monjas, apréndanlo en el monasterio; que la razón de estar algunas disgustadas, quizás es por haber ya tenido fuera comunicaciones de devociones, que por honestas que sean, son de hombres y mujeres, sujetos al común orden de naturaleza.




ArribaAbajoDescanso III

El día siguiente vino el mozuelo más temprano de lo que solía, puesto un cuello al uso, como hombre que se veía favorecido de tan gallarda mujer. Sucedió que dentro de tres o cuatro días vinieron a llamar al doctor Sagredo, su marido y mi amo, para ir a curar un caballero extranjero que estaba enfermo en Carabanchel, ofreciéndole mucho interés por la cura de que él recibió mucho contento por el provecho, y ella mucho más por el gusto. Cogió su mula y lacayo, y un braco, que siempre le acompañaba, y a las cuatro de la tarde dió con su persona en Carabanchel. Ella, visto la buena ocasión, hízome aderezar de cenar lo mejor que fué posible, regalándome con palabras, y prometiéndome obras, no entendiendo que yo le estorbaría la ejecución de su mal intento: vino el mozuelo al anochecer, y comenzando a cantar como solía, ella le dijo que no era lícito, ni parecía bien a la vecindad, estando su marido ausente, cantar a la puerta, y así mandó que entrase mas adentro. Mandó sentar al mozuelo a la mesa, deseando que la cena fuese breve, porque la noche fuese larga; pero apenas se comenzó la cena cuando entró el braco haciendo mil fiestas a su ama con las narices y la cola. El doctor viene, dijo ella, desdichada de mí, ¿qué haremos, que no puede estar lejos, pues ha llegado el perro? Yo cogí al mozuelo, y púsele en un rincón de la sala, cubriéndolo con una tabla, que había de ser estante para los libros, de suerte que no se podía parecer cuando entró el doctor por la puerta, diciendo: ¿Hay bellaquería semejante, que envíen a llamar a un hombre como yo, y por otra parte llamen a otro médico? Vive Dios, si en años atrás me cogieran, que no se habían de burlar conmigo. ¿Pues de eso tenéis pena, dijo ella, marido mío? ¿No vale más dormir en vuestra cama y en vuestra quietud, que desvelaros en velar un enfermo? ¿Qué hijos tenéis que os pidan pan? Vengáis muy en hora buena, que aunque pensé tener diferente noche, con todo eso me dió el espíritu que había de suceder esto, y así os tuve, por si o por no, aderezada la cena. ¡Hay tal mujer en el mundo! dijo el doctor; ya me habéis quitado todo el enojo que traía. Váyanse con el diablo ellos y sus dineros, que más aprecio veros contenta, que cuanto interés hay en la tierra. ¿Cuántos engaños, dije yo entre mí, hay de estos en el mundo, y cuántas a fuerza de artificios y bondad fingida se hacen cabezas de sus casas, que merecen tenerlas quitadas de los hombros? Apeose de la rucia el doctor, y el lacayo púsola en razón, y fuese a su posada con su mujer, que le daban ración y quitación. Sentose el doctor a cenar muy sin enojo, loando mucho el cuidado de su mujer. El diablo del braco, que por la fuerza que estos animalejos tienen en el olfato, no hacía sino oler la tabla que encubría al mozuelo, rascando y gruñendo de manera que el doctor lo echó de ver, y preguntó ¿qué había detrás de la tabla? Yo de presto respondí: Creo que está allí un cuarto de carne. Tornó el braco a gruñir, y aun ladrar algo más alto: mi amo lo miró con más cuidado que hasta allí; yo eché de ver el daño que había de suceder si no se remediaba, y conociendo la condición del doctor dí en una buena advertencia, que fué decir que iba por unas aceitunas sevillanas, de que eran muy, amigos, y estúveme al pie de la escalerilla esperando su determinación: el braco no dejaba de rascar y ladrar, tanto que mi amo dijo que quería ver por qué perseveraba tanto el perro en ladrar. Entonces yo púseme en la puerta, y comencé a dar voces diciendo: Señor, que me quitan la capa; señor doctor Sagredo, que me capean ladrones. Él con su acostumbrada cólera y natural presteza se levantó corriendo, y de camino arrebató una espada, poniéndose de dos saltos en la puerta, y preguntando por los ladrones; yo le respondí, que como oyeron nombrar al doctor Sagredo echaron a huir por la calle arriba como un rayo. Él fué luego en seguimiento suyo, y ella echó al mozuelo de casa sin capa y sin sombrero, poniendo el cuarto de carne detrás de la tabla, como ya le había dado la advertencia. Hasta aquí había caminado el negocio; mas el mozuelo iba turbado, lleno de miedo y temblor, que no pudo llegar a la puerta de la calle tan presto que no topase mi amo con él a la vuelta. Aquí fué menester valernos de la presteza en remediar este segundo daño, que tenía más evidencia que el primero, y así antes que él preguntase cosa, le dije: también han capeado y querido matar a este pobre mocito, y por esto se coló aquí dentro huyendo, que de temor no osa ir a su casa: mire vuesa merced qué lástima tan grande; y como es muy de coléricos la piedad, túvola mi amo del mozuelo, y dijo: No tengáis miedo, que en casa del doctor Sagredo estáis, donde nadie os osará ofender. Ofender, dije yo; en oyendo nombrar al doctor Sagredo les nacieron alas en los pies. Yo os aseguro, dijo el doctor, que si los alcanzara, que os había de vengar a vos y a mi escudero de manera que para siempre no capearan más. Mi ama, que estaba hasta allí turbada y temblando en el corredor, como vió tan presto reparado el daño, y vuelta en piedad la que había de ser sangrienta cólera, ayudó a la compasión del marido de muy buena gana, diciendo: ¿Hay lástima como esta? No dejéis ir a ese pobre mozo, bástenle los tragos en que se ha visto, no le maten esos ladrones. No le dejaré, dijo el doctor, hasta que le acompañe. ¿Y cómo sucedió esto, gentil hombre? Iba, señor, respondió el mozo, a hacer una sangría por Juan de Vergara, mi amo, a cierta señora del tobillo, y con harto gusto; pero como no duerme este ángel de los pies aguileños, sucedió lo que vuesa merced ha visto. Que no faltará ocasión para hacerla, dijo la señora, sosiéguese ahora, hermano, que en casa del doctor Sagredo está. Subíos acá, dijo el doctor, que en cenando yo os llevaré a vuestra casa. El braco, aunque salió a los ladrones imaginados, no por el ruido dejó de tornar a la tema de su tabla, y si antes la había rascado por el mozuelo, entonces lo hacía por la tentación de sus narices contra la carne: mi amo, como vió perseverar al braco, fué a la tabla, y halló el cuarto de carne detrás de la tabla, con que se sosegó, loando mucho el aliento de su perro. Ella, aunque se había librado de esos trances, todavía, durando en su intento, me dió a entender que no dejase ir al mozuelo, que era lo que yo más aborrecía.

Cenaron, y el que primero había sido cabecera de mesa, después comió en la mano como gavilán, y no como gal en la mesa, que la fuerza puede más que el gusto. En cenando quiso el doctor llevarlo a su casa, y aunque yo le ayudé, mi ama dijo que no quería que fuese a ponerse en riesgo de topar con los capeadores, especialmente habiendo de pasar por el pasadizo de San Andrés, donde suele haber tantos capeadores retraídos. Y aunque esto, dijo, para vuestro ánimo es poco, será para mí de mucho daño, porque estoy en sospecha de preñada, y podría sucederme algún accidente o susto que pusiese mi vida en cuidado, que ese mocito podrá dormir con el escudero, que es conocido suyo, y por la mañana irse a su casa. Alto, dijo el doctor, pues vos gustáis de eso, sea en hora buena, yo me quiero acostar, que estoy un poco cansado. Fuéronse a la cama juntos (que siempre llevaba la mujer por delante), aunque como ella vivía con diferentes pensamientos, no dió lugar al sueño hasta que dió en una traza endiablada, que le costó pesadumbre y le pudiera costar la vida. La sala era tan pequeña que desde mi cama a la suya no había cuatro pasos, y cualquiera movimiento que se hacía en la una se sentía en la otra; y así no le pareció bien lo que por aquí podía intentar. La mula era de manera inquieta que en viéndose suelta alborotaba toda la vecindad antes que pudiesen cogerla. Pareciole a la señora doña Mergelina que desatándola podría volver a la cama antes que su marido despertase para ir a ponerla en razón, y en el espacio que se había de gastar en cogerla y trabarla, le tendría ella para destrabar su persona. Y como las mujeres son fáciles en sus determinaciones en sintiendo al marido dormido, levantose paso a paso de la cama, y yendo a la caballeriza desató la mula, entendiendo que pudiera volver a la cama antes que la mula hiciese ruido y el marido despertase, con que tendría lugar para ejecutar su intento. Pero parece que la mula y él se concertaron; la mula en salir presto de la caballeriza haciendo ruido con los pies, y él sentirlo tan presto que se levantó en un instante de la cama, dando al diablo a la mula y a quien se la había vendido; y si no se entrara la mujer en la caballeriza, topara con ella el marido. Él cogió una muy gentil vara de membrillo, y pegole a la mula, que huyendo a su estrecha caballeriza, apenas cupiera; por la huéspeda que halló dentro. Ella no tuvo donde encubrirse por la estrecheza sino con la misma mula, de suerte que alcanzó, como la vara era cimbreña, gran parte de los muchos varazos que le dió con los tercios postreros en aquellas blancas y regaladas carnes. Yo estaba en la escalera como si aguardara al verdugo que me echara de ella, turbado y sin consejo, porque veía lo que pasaba y sin poder remediarlo. El braco, sintiendo el ruido, y oliendo carne nueva en mi cama, comenzó a darle buenos mordiscones al mozuelo y a ladrarle, de suerte que la mujer en manos del marido, y el mozuelo en los dientes del braco, pagaron lo que aun no habían cometido. Yo viendo la ejecución de su cólera, sin saber lo que hacía, le dije: Mire vuesa merced lo que hace, que cuantos palos da en la mula los da en el rostro de mi señora, que la quiere de manera por andar vuesa merced en ella, que no consiente que la toque el sol. Agradeced, señora mula, lo que me han dicho de vuestra ama, que hasta la mañana os estuviera pegando. ¿Hay con qué trabar esta mula? Yo respondí: En ese corralillo hallará vuesa merced una soguilla, que yo estoy con un dolorcillo de ijada, y no me atrevo a salir. Así como fué por ella, púseme a la puerta, haciendo pala a la señora, y subiose a su cama callando, aunque lastimada. Yo (como siempre procuré que no llegase la ofensa a ejecución), aunque no iba con mucho gusto para ello; en saliendo el doctor le tomé la soguilla, y envielo a la cama. Trabé la mula, y subime a reposar a la mía, donde hallé al mozuelo quejándose del braco, y a ella en la suya llorando tiernamente; y preguntándole el marido la causa, respondió muy enojada: Vuestras cóleras y arrebatamientos, que como tan de repente os alborotastes, y yo estaba en lo mejor del sueño, sobresaltada y despavorida, caí detrás de la cama, y dí con el rostro en mil baratijas que estaban aquí, con que me he lastimado muy bien. Sosegola el marido lo mejor que pudo, y pudo muy bien, porque las mujeres honradas cuando tropiezan y no caen en el yerro, caen en la cuenta, que habiendo de ser muy estrecha, es de perdones, y como vió que a tres va la vencida, y ella lo quedó saliendo mal de ellas, no quiso probar la cuarta. Al mozuelo con los peligros y los dientes del braco se le quitó el poco amor y desvanecimiento como con la mano.




ArribaAbajoDescanso IV

Como toda la noche hasta allí había sido tan inquieta C y llena de disgustos, pesadumbres y alteraciones, efectos propios de semejantes devaneos, fundados en deshonor, ofensa y pecado, lo que hasta la mañana quedaba, se durmió tan profundamente, que siendo yo de poquísimo sueño, no desperté hasta que por la mañana dieron golpes a la puerta, llamando al doctor para cierta visita muy necesaria. Alcé el rostro y vi que el sol visitaba ya mi aposento, que en mi vida le mire de más mala gana, y llamé al lastimado mozuelo, que más parecía embelesado que dormido, y hallándolo con determinación de no tornar a las burlas pasadas, le dije: Pues el mayor peligro queda por pasar, si no vivís con cuidado y recato, que aunque es verdad que vos actualmente no habéis hecho ofensa en esta casa, y los deseos, ya que manchan la conciencia, no estragan la honra, con todo eso, para la reputación de ella y seguridad vuestra, importa guardar el secreto, que como muchacho de poca experiencia podiades revelar pareciendoos que son lances muy dignos de saberse, y que diciéndolos por cifras no se entenderían, que es un engaño en que caen todos los habladores. pues adviértoos que no os va menos que la vida en saber callar, o la muerte en querer hablar. Ningún delito se ha cometido por callar, y por hablar se cometen cada día muchos: el hablar es de todos los hombres, y el callar de solos los discretos: yo creo que cuantas muertes se hacen sin saber los autores, nacen de ofensas de la lengua: guardar el secreto es virtud, y al que no le guarda por virtuoso, le hacen que le guarde por peligroso: el callar a tiempo es muy alabado, porque lo contrario es muy aborrecido: hablar lo que se ha de callar, nos precipita en el peligro y en la muerte, y lo contrario asegura el daño, y preserva la vida y quietud. Nadie se ha visto reventar por guardar el secreto, ni ahogado por tragar lo que va a decir: las abejas pican a su gusto; pero dejan el aguijón y la vida, ¿y a los que dicen el secreto que les importa callar, les sucede lo mismo? y en resolución el callar es excelentísima virtud, y tan estimada entre los hombres, que de la suerte que se admiran de ver hablar bien a un papagayo que no lo sabía, se admiran de ver callar bien a un hombre que sabe hablar. Y para no cansaros más, si no calláredes porque es razón, callareis por el peligro en que os poneis, tratando de la honra de un hombre tan valiente como el Doctor. Con estas, y otras muchas cosas que le dije, lo envié a su casa con más temor que amor, o más temeroso que enamorado. El Doctor se vistió tan de priesa que no tuvo lugar de mirar el señalado rostro de su mujer, que lo primero que hizo antes de vestirse, y sin aguardar a poner los pies en las mulillas, fué a mirarse al espejo; y viéndose el sobrescrito con algunos borrones, lo sintió de manera, que en muchos días no se quitó del rostro un rebozo (que como era tan apacible y suave) parecía más que le traía por gala, que por necesidad. En estando para poderla hablar me llegué a donde estaba aderezándose el temeroso rostro, y lastimándome de los muchos cardenales que le alcance a ver (que en personas muy blancas, de cualquier accidente se hacen) le dije, con la mayor blandura que pude, y supe: ¿Que le parece de su buena ventura? Que tal lo ha sido, pues en cuantas veces la ha probado, la ha guardado de que los pensamientos no viniesen a la ejecución de las obras, para que su honra (ya que ha estado para despeñarse) quedase salva en un aprieto tan grande, que arrojándose con tan determinada voluntad, le ha puesto tantos impedimentos para la caída, y tantas ayudas para el arrepentimiento. ¿Si cayera en un río muy hondo, y saliera sin mojarse la ropa, no lo tuviera a milagro, y cosa nunca vista ¿Si se arrojara entre mil espadas desnudas sin salir herida, no le parecería obra de la mano de Dios? Pues crea, y tenga por cierto, que ha sido tanta evidencia de la misericordia divina, usada con vuesa merced con su marido, pues de su misma voluntad ha librado: que la más poderosa fuerza que hay con nosotros es la voluntad propia, ella nos rinde, y hace al entendimiento tan esclavo que no le deja libertad para conocer la razón, o a lo menos para volver por ella; pues la voluntad depravada rindió un pecho tan libre: ella misma con el arrepentimiento y la razón le han de volver a su libertad. El arrepentirse, y volver sobre sí, es de ánimos valerosos: el escarmiento nos hace recatados, como la determinación arrojadizos. Cuando la voluntad nos arroja con atrevimiento, el mal suceso lo remedia con temor: mejor es arrepentirse temprano, que llorar tarde. Un mal principio arrojado, mejora el medio. Y asegura el fin: mas vale, considerando este mal suceso, detenerse, que perseverando, esperar que se mejore ¡Dichoso aquel a quien le viene el escarmiento antes que el daño! Los malos intentos al principio errados, engendran recato para los venideros: quien no yerra no tiene de qué enmendarse, mas quien yerra tiene en qué mejorarse: que Dios juzgó por mejor que hubiese males, porque les siguiesen los arrepentimientos, que tener el mundo sin ellos; que más grandeza suya es sacar de los males bienes, que conservar el mundo sin males. ¡Ojalá cuantos males se cometen, tuviesen tan ruines principios como este! que los males serían menores por el escarmiento. Vuesa merced vuelva en sí, estimando su hermosura, igualmente con su honra, que este daño tengo yo atajado, y le atajaré más a todas estas cosas que yo le decía, estuvo destilando unas lágrimas tan honestas y vergonzosas por las rosadas mejillas, que enternecieran al más tirano ejecutor del mundo. Mas alzando el temeroso rostro, después de haberse enjugado con un lienzo la humedad que lo había bañado, con voz un poco baja, me dijo lo siguiente: Quisiera que fuera posible sacarme el corazón, y ponerle en vuestras manos para que se viera el efecto que ha hecho en él vuestra justa reprehensión, y fuera para mí algún descuento de mis desdichas, si me creyérades como os he creído, no sólo para admitir el consejo, sino para obedecerlo, y ponerlo en ejecución: que quien oye de buena gana, enmendarase si quiere.

No digo que totalmente estoy fuera del caso, que como estos accidentes tienen su asiento en el alma, no pueden desampararla tan presto; pero como el amor y desamor nunca paran en el medio, porque en el modo de engañarse van por una misma senda, así yo voy pasando de un extremo a otro: porque después que me vi acardenalada, y lastimado el rostro por quien tanta honra me hace todo el mundo, se me ha revestido un odio mortal contra quien ha sido la causa de ello. Fuera de lo que esta noche, en lo poco que mis ojos descansaron, soñé que estando cogiendo una hermosa y olorosa manzana del mismo árbol, al tiempo que con los dedos la apreté, salió de ella mucho humo, y una culebra tan grande, que me dió dos vueltas al cuerpo por la parte del corazón, y me apretaba tanto, que pensé morir: y como ninguno de los circunstantes se atreviese a quitármela, un hombre anciano llegó y la mató con sola su saliva, echada en la cabeza de la culebra, y que al punto cayó muerta dejándome libre, y despierta del sueño. Y haciendo reflexión sobre él, a pocas vueltas le dí alcance, de modo, que con los malos principios, y la buena consideración vine a cobrar mi honra y vida, y a tener mi corazón en el extremo de odio, que tenía de amor por vuestros buenos y saludables consejos. Por donde, si hasta aquí habéis sido mi escudero, de aquí adelante seáis mi padre y consejero: y si alguna cosa habéis visto en mí, que sea en vuestros ojos agradable, por ella os pido y ruego que no me dejéis ni desamparéis en esta ocasión, ni en todo el restante que os queda de vida, que el amor que yo tengo a vuestra persona, es tan grande como el cuidado que vos habéis tenido con mi honra: el desengaño me ha cogido antes que el gusto me asalariase; aunque la voluntad se dobló, la honra quedó en pie. Si el consentimiento fuera obra, yo confesara mi flaqueza por infamia: quien tiene aliento para asirse tropezando, también lo tendrá para levantarse cayendo: quien se arrepiente cerca está de la enmienda: ni me desanimo por tierna ni me acobardo por derribada. Si esta en mi quien pudo derribarme ¿por qué no lo estará para levantarme? Sin consejo me rendí, pero con él tengo de librarme. Si me dejé llevar sin persuasión ajena, ¿por qué no volveré en mí por la vuestra? Para caer fuí sola, y para levantarme somos vos y yo: más agradece el enfermo la medicina que le cura, que no el consejo que le preserva. ¿No admití primero vuestro saludable consejo, y ahora me rindo al cautiverio de vuestra medicina? Al enfermo que no se ayuda, no le aprovechan los remedios: mas al que se esfuerza y vuelve en sí, todo le ayuda y alienta. La caridad ha de comenzar de sí propia. Si yo no me quiero a mi bien, ¿qué importa que me quiera quien no esta en mí? Si yo aborrezco la salud, en vano trabaja quien me la procura. Mas si yo deseo convalecer, la mitad del camino tengo andado. Quien obedece al consejo, acertar desea: y quien no replica a la reprehensión, no está lejos de convertirse. Cuando la culebra despide el pellejo, renovarle quiere: no hay más cierta señal para venir el fruto, que caerse la flor; ni mayores muestras de arrepentimiento, que aborrecer el daño, y conocer el desengaño. Yo lo conozco, padre de mi alma, y estoy con deseo de levantarme, y determinación de no tornar a caer: ayudadme con vuestro consejo y consuelo, para que vuelva en mí, cobre lo perdido, y remedie lo pasado, me anime en lo presente, y arme para lo venidero. Altas iba a decir la hermosa escarmentada, sino que por llamar el marido a la puerta fué necesario dejar la mas que apacible disculpa, o enmienda. Entró el Doctor, y ella se fingió de la enojada, cubriéndose el lastimado, aunque bello rostro, haciendo algunos melindres fingidos, para que la desenojase, que amándola tan tiernamente, fácil era el hacerlo. Viole el rostro, y sintiolo mucho más que ella y después de haberse blandamente disculpado, le dijo: Amiga, sacaos un poco de sangre. ¿Para que dije yo, se ha de sangrar? Respondió el Doctor: Por la caída. Pues cayó, pregunté yo, de la torre de San Salvador, para que se saque la sangre? Sabéis poco, dijo el Doctor, que de aquella contusión del lapso que habiéndose removido las partes hipocóndricas y renes, podría sobrevenir un profluvium sanguinis irreparable, y del livor del rostro quedar una cicatriz perpetua. Y luego, dije yo, vendrá el arturo meridional a circunferencia metafísica del vegetativo corporal, y evacuarse la sangre del hepate. ¿Qué decís, dijo el Doctor, que no os entiendo? ¿No me entiende? dije yo; pues menos entiende su mujer a vuesa mercé, que para decir que del golpe de la caída puede venir algún flujo de sangre, y, quedar señal en el rostro, se han de decir tantas pedanterías, contusión, lapso, hipocóndrios, profluvio, cicatriz, livor. Póngase un poco de bálsamo o ungüento blanco o zumo de hojas de rábano, y ríase de lo demás. Y aun creo que es lo mejor, dijo ella riendo, mas es lo peor que se me ha quitado la gana del comer. Poneos, dijo el Doctor, unos absintios en la boca del ventrículo, y echaos un clistel; que con esto y una fricación en las partes inferiores, junto con la exoneración del ventrículo cesará todo eso. Otra vez dije yo: ¿Que no se podría acabar con los médicos mozos que hablen en un lenguaje que no los entiendan? Pues qué, ¿queréis vos, dijo el Doctor, que hablen los hombres doctos como los ignorantes? Cuanto a la substancia, dije yo, no por cierto; pero cuanto al lenguaje, ¿por qué no hablarán como los entiendan? Al conde de Lemos, Don Pedro de Castro, el de las grandes fuerzas, yendo a visitar su estado a Galicia. como era tan grande y grueso, y muy bebedor de agua, del cansancio del camino le dió una enfermedad que los médicos llaman hemorrois: y como no iba preparado de médico, díjole Diego de Osma: Aquí hay uno que desea tomar el pulso a V. S. días ha. Pues llamadle, dijo el Conde; llamáronle, y el buen hombre que supo la enfermedad fué muy reparado de retórica medicinal, pareciéndole que por allí entraría en la voluntad del Conde: y vistiéndose una ropa muy raída entre azul y negra, y una sortija que parecía remate de asador, entró por la sala donde estaba el Conde diciendo: Beso las manos a S. S., y el Conde: Vengáis en hora buena, Doctor. Prosiguió el Médico: Dícenme que su señoría está malo del orificio. El Conde, que tenía extremado gusto de bueno, conociole luego, y preguntole Doctor, ¿qué quiere decir orificio, platero de oro, o qué? Señor, dijo el Doctor; orificio, es aquella parte por donde se inundan, exoneran y expelen las inmundicias interiores que restan de la decocción del mantenimiento, Declaraos más, Doctor, que no os entiendo, dijo el Conde: y el Médico: Señor, orificio se dice de os, oris, y facio facis, quasi os faciens; porque como tenemos una boca general por donde entra el mantenimiento, tenemos otra por donde sale el residuo. El Conde, aunque enfermo, pereciendo de risa, le dijo: Pues este de este modo se llama en castellano (nombrándolo por su nombre): andad, que no sois buen médico, que lo echáis todo en retórica vana. De manera, que por donde pensó acreditarse con el Conde, se echó a perder: él se fué corrido, y el Conde quedó de manera riendo que hacía temblar la cama, y aun la sala: yo creo cierto que es alivio para los enfermos que el médico hable en lenguaje que le entiendan, para no poner en cuidado al paciente. Tienen, fuera de esto, obligación de ser dulces y afables, de semblante alegre, y de palabras amorosas: es bien que les digan algunos donaires y cuentecillos breves, con que los alegren: sean corteses, limpios y olorosos: acaricien tanto al enfermo, que parezca que sola aquella visita es la que le da cuidado: miren si tiene bien hecha la cama, con aseo y limpieza, y hagan lo que el Doctor Luis del Valle, que a todos juntamente con hacerles sacramentar, los alienta con darles buenas esperanzas de salud; que hay algunos tan ignorantes en la buena policía y trato que sin estar una persona enferma, por encarecer su trabajo y subir su ganancia, dicen al enfermo que está peligroso, para que lo esté de veras: y es bien, que pues se tienen por ministros de naturaleza, lo sean en todo. No digo mil descuidos que hay en el conocimiento de las enfermedades, y en la aplicación de las medicinas, Es muy de médicos viejos, dijo mi amo, andar tan de espacio como vos queréis, y en mirar esas niñerías: ya los neotóricos vamos por otro camino, que para lo que es curar tenemos el método purgar y sangrar, con algunos remedios empíricos, de que nos valemos. Y aun por eso, dije yo, huyo de curarme con médicos mozos; porque un amigo mío, que lo era en edad y en experiencia, muy gentil estudiante, habiéndose acreditado conmigo con ciertos aforismos de Hipócrates, que sabía de memoria, traídos en buena ocasión, y pronunciados a lo melindroso, me entregué en sus manos la primera vez que me dió la gota, de las cuales salí con veinte y dos sudores y unciones, y me las estuviera dando hasta ahora, si yo propio no me hallara el pulso con intercadencias; y con decir que habíamos errado la cura (como si yo también la hubiera errado) me dejó, y se apartó de mí confuso y corrido: mas yo, con la recia complexión que tengo, y con gobernarme bien, en convaleciendo me encontré con él en la plazuela del Ángel cara a cara, la suya de color de pimiento, y la mía de gualda, y me hube con él de manera que salió de mi lengua peor que yo de sus manos. Los grandes médicos que yo he conocido y conozco, en llegando al enfermo procuran con gran cuidado saber el origen, causa y estado de la enfermedad, y el humor predominante del paciente, para no curar al colérico como al flemático, y al sanguino como al melancólico; y aun si es posible (aunque no hay ciencia de particulares) saber la calidad oculta del enfermo, y de esta manera se acierta la cura, y se acreditan los médicos. No he visto en mi vida, dijo el Doctor, escudero tan licenciado. Pues más tengo de licencioso, dije yo, porque en viendo una verdad desamparada, me arrojo en su ayuda con la vida y el alma. ¿Qué sabéis vos de intercadencias? dijo el Doctor; ¿qué señales tenéis de gota, pues os habéis escapado de lo uno, y no padecéis de lo otro? Las intercadencias, respondí yo, otras veces las he tenido, que me he visto con enfermedades apretadas; pero no me he desanimado, antes a un médico mozo, y muy galán, que me curó en Málaga, le animé, porque se turbó hallándomelas en el pulso (que en esto yo fuí médico y él paciente); y aunque me digan que es calidad propia de mi pulso, ellas tienen todas las partes de intercadencias. Y habiéndome escapado de esta ardentísima fiebre, de que me curé con un cántaro de agua fría que me eché a los pechos, me quedaron unas grandísimas ventosidades, para lo cual me dió un remedio tudesco, que si yo le guardara hicieran tanta burla de mí los muchachos como yo hice de él; porque a un hombre colérico, y nacido en región cálida, le mandó que en toda su vida no bebiese gota de agua, y de la gota me preservo con un consejo de Cicerón, que dice, que la verdadera salud consiste en usar de los mantenimientos que aprovechan, y huir de los que nos dañan: no uso de mantenimientos húmedos, no bebo entre comida y comida, no ceno, bebo agua y no vino, hago todas las mañanas una fricación antes de levantarme de la cama con grande vehemencia desde la cabeza, discurriendo por todos los miembros hasta los pies, y cuando me siento cargado hago un vómito; con esto, y la templanza en otras cosas, me preservo de la gota. Perdóneme V. S. I. si le canso con estas niñerías que me pasaron con este médico, que las digo porque quizá encontrará con ellas alguno a quien aprovechen. Díjome el Doctor entonces: Por vuestra vida que me digáis ¿si habéis estudiado, y a dónde, que procedéis con tan buena gracia en todo, que me habéis aficionado de manera, que si fuera un gran príncipe no os apartara de mi lado un punto? Lo mismo, dijo ella, os ruego yo, padre de mi vida, y así os la dé Dios muy larga, que nos deis cuenta de vuestra vida, que vos procedéis de modo que sera grandísimo entretenimiento al Doctor por el entendimiento, y a mí por la voluntad. Contar desdichas, dije yo, no es bueno para muchas veces: acordarse de infelicidades el que está caído puede traerlo a desesperación. Una diferencia hay entre la prosperidad y la adversidad, que la memoria de las desdichas en la adversidad entristece mas; pero en la prosperidad aumenta el gusto. No se le ha de pedir al que todavía está en miserias, que cuente las que ha pasado; porque es renovarle la llaga que ya se iba cerrando, con traerle a la memoria lo que desea olvidar. El que se ha escapado de la tormenta no se contenta con solo verse fuera de ella, sino con besar la tierra; pero el que está todavía padeciendo el naufragio solamente se acuerda de lo presente, que solicita el remedio; porque aunque yo tengo condición de pobre, tengo ánimo de rico, y si no me desanimo por caído, no tengo de qué animarme por levantado; y no son mis trabajos para contados muchas veces.




ArribaAbajoDescanso V

Mas como la privación puede tanto con las mujeres, por el mismo caso que yo rehusaba, mi ama procuraba más que lo dijese, que como tenía pecho noble, y le parecía que la tenía obligada en alguna manera, sacaba fuerzas de flaqueza, y buscaba modos cómo darme a entender que estaba de mí agradecidísima. Que esta diferencia hace un pecho liso y sencillo, a uno de mala raza y cosecha, que el bueno aun el bien imaginado agradece, mas el bronco y desabrido, no solamente no agradece, pero busca modos cómo desagradecer el bien recibido: pero cuanto más mi ama se esforzaba por dar a entender su agradecimiento, tanto más me ofendía yo en que pensase en que había hecho algo en servirla, que el saber flaquezas ajenas, que o todos las cometemos, o estamos naturalmente dispuestos a ello, no ha de ser parte para estimar en menos a aquellos de quien las sabemos: saber el secreto ajeno o es acaso, o por confianza que hacen de nosotros: si es acaso, la misma naturaleza nos enseña que puede suceder lo mismo por nosotros; y si es por confianza, ya entra en guardarle la reputación del que lo sabe. Encubrir faltas ajenas es de ángeles, y descubrirlas es de perros que ladran cuando más dañan. Querer saber secretos ajenos, nace de pechos sin merecimientos, que lo que no pueden merecer por sí, quieren merecerlo a costa ajena: quien quiere saber faltas ajenas, quiere estar mal con todo el mundo, y que se publiquen las suyas. ¡Dichosos aquellos a cuya noticia no han llegado las faltas ajenas, que ni ofenderán, ni serán ofendidos! Hay algunos ánimos tan fuera del orden natural, que les parece que han alcanzado una gran joya, cuando saben alguna falta de su prójimo: pues no se persuada a entender quien tiene tan abominable costumbre, que no hay contratretas para semejantes desafueros, que todos traen el castigo por sombra; y no hay mala intención que no tenga su semejante, o peor. Un fraile, aunque no muy docto, bien intencionado, preguntando en un escrutinio si sabía faltas, o descuido de sus compañeros, respondió que no, porque si las había oído, o no había reparado en ellas, o las había dejado olvidar, y si venían por relación, no las había oído, o no las había creído. Y otro, habiendo desacreditado a todos los compañeros, por acreditarse a sí en el escrutinio, salió más culpado que todos. Este almacén de palabras he traído, para decir el recelo que mi ama debía tener, pareciéndole que podía revelar su secreto, o que a lo menos lo quería tener, como dicen, el pie sobre el pescuezo, y así, prosiguiendo en su intento, dijo, que por buen término y trato, quisiera perpetuarme en su casa, para tenerme en lugar de padre. queriéndome casar con una parienta suya, doncella, y de muy buena gracia, y de poca edad; y declarándose con su marido y conmigo, encareciendo la bondad y virtud de la moza, y cuan bien me estaría para el regalo de mi vejez casarme con ella, yo le dije: Señora, no haré eso por todas las cosas del mundo, porque quien se casa viejo presto da el pellejo; y riéndose ella, proseguí diciendo, que en Italia traen un refrancete a este modo, que el que casa viejo tiene el mal del cabrito, o que se muere presto, o viene a ser cabrón. ¡Jesús! dijo mi ama, ¿pues eso ha de imaginar un hombre tan honrado como vos? Señora. dije yo, lo que veo, y he visto siempre es que al viejo que se casa con moza, todos los miembros del cuerpo se le van consumiendo, sino es la frente, que le crece más. Las mozas son alegres de corazón, y regocijadas en compañía, andan siempre jugando y saltando como ciervas, y los maridos como ciervos, siendo viejos. No es tan perseguida la liebre de los galgos, como la mujer del viejo de los paseantes: no hay mozo en todo el lugar que no sea su pariente, ni vieja rezadera que no sea su conocida: en todas las iglesias tiene devociones, o por huir del marido, o por visitar las comadres: si es pobre el marido, se anda quejando de él: si es rico, a pocas vueltas le deja como el invierno a la cornicabra, con solo el fruto en la frente. He rehusado en mi mocedad tomar esa carga sobre mis hombros, ¿y la había de tomar ahora sobre mi cabeza? Dios me guarde mi juicio, bien me estoy solo: ya me sé gobernar con la soledad, no quiero entrar en nuevos cuidados, a fuera consejos vanos. a todo esto el doctor estaba pereciendo de risa, y su mujer pensando en la réplica que había de hacer; y así con muy gran donaire y desenvoltura, dijo a su marido, y a mí: Cada día vemos cosas nuevas, bien es vivir para experimentar condiciones: el primer viejo sois que he visto y oído decir, que haya rehusado casamiento de niña; todos apetecen la compañía de sangre nueva, para conservación de la suya: los árboles vicios, con un enjerto nuevo los remozan: a las plantas, porque no se hielen, les ponen abrigo: la palma, si no tiene junta a sí su compañera, no lleva fruta: la soledad ¿qué bien puede traer sino melancolía, y aun desesperación? Todos los animales racionales y brutos apetecen la compañía. No seáis como aquel bestial filósofo, que habiéndole preguntado cuál era buena edad para casarse, respondió, que cuando era mozo, era temprano, y cuando viejo, tarde. Mirad, que fuera de ser para mi grande gusto, para vuestra comodidad es bien vivir con abrigo. Yo confieso, le dije, que tan elegantes razones, dichas con tanta gracia y estilo, persuadirán a cualquiera que no estuviera con tanta experiencia de las cosas del mundo, y tan hecho a la soledad como yo; pero verdades tan apuradas, no admiten persuasiones retóricas, porque casarse un viejo con una muchacha, si ella es como debe ser, es dejar hijos huérfanos y pobres, y en pocos años venir a ser entrambos de una misma edad, porque naturaleza va siempre tras su conservación, y el vicio conserva la suya, consumiendo la juventud de la pobre muchacha; y si no es de esta suerte, tiene puestos los ojos en lo que ha de heredar, y la voluntad e intención en el marido que ha de escoger. Mas, ¿qué tal pareciera yo con mis blancas canas junto a una niña rubia y blanca, bien puesta y hermosa, que cuando alzara los ojos a mirarme el copete lo viera más liso que el carcañal, las entradas como el colodrillo de la ocasión, la barba más crespa y cana que la del Cid? Eso no os dé pena, dijo ella, que Juan de Vergara tiene una tinta tan negra y fina, que a cuantos hombres y, mujeres entran en su casa con canas los pone de manera que a la salida no los conocen. Ni aun ellos propios se conocen a sí mismos, dije yo, con un engaño como ese, y creo cierto, que nace esta flaqueza de no conocer nuestra hechura, porque disfrazar y entretener las canas, no sé de que sirve, sino de una ocupación de zurradores, que no rehúsan traer las manos como ébano de Portugal. Y realmente los que lo hacen tienen tanta ventura que a nadie engañan sino a si solos, porque todos lo saben, de modo, que les añaden muchos mas años de los que tienen; y ellos no se desengañan, hasta que por alguna enfermedad dejan de teñirse, y se hallan cuando se miran la barba, como Urraca ahorcada. Pues si la tinta no acierta a ser del color de la barba, que es muy ordinario, en dándoles el sol, hace visos como el arco del cielo. Si con el teñir se reparara la flaqueza de la vista, se supliera la falta de los dientes, se cobrara la fuerza de piernas y brazos, o se entretuvieran los años para engañar la muerte, todos lo hiciéramos; pero hace la muerte con los teñidos, como la zorra con el asno de Cumas, que se vistió una piel de león para espantar a los animales y pacer con seguridad: mas la zorra, viéndole andar tan despacio, mirole las patas, y dijo: asno sois vos. Así la muerte mira los teñidos, y les dice: viejo sois vos. Tiñase quien quisiere, que yo tengo por mejor lo claro que lo obscuro, el día que la noche, lo blanco que lo negro. Más quiero parecer paloma que no cuervo, más hermoso es el marfil que el ébano. Si como las barbas que pasan de negras a blancas, pasaran de blancas a negras, ¿cuánto mas odiosas fueran por el color tapetado? En fin, la plata es más alegre que el ébano: ¿no bastaba casado, sino tiznado? Andad, dijo mi ama, que con eso se disimulan algunos años, y sin eso no se pueden negar, Aunque los hombres de bien, dije yo, jamás han de mentir, en todas las cosas del mundo puede aprovechar una mentira, si no es en los años y en el juego; porque ni los años pueden ser menos por negarlos, ni la ganancia se ha de quitar por confesarla. Pero volviendo a nuestro propósito, que el matrimonio es cosa santísima no se puede negar, ni yo lo niego, que el no apetecerlo yo nace de la incapacidad mía, y no de la excelencia suya; apetézcalo quien está en edad y disposición para ello con la igualdad que la misma naturaleza pide, que ni sean ambos niños ni ambos viejos, ni el viejo y ella niña, ni ella vieja ni él niño. Sobre lo cual hay diversas opiniones entre filósofos, y la más cierta es que el varón sea mayor que la mujer diez o doce años; pero que tenga yo cincuenta años, y mi señora mujer quince o diez y seis, es como querer que un contrabajo y un tiple canten una misma voz, que por fuerza han de ir apartados ocho puntos el uno del otro. ¿Pues nunca habéis sido enamorado? dijo mi ama. Y tanto, dije yo, que he compuesto coplas y tenido pendencias, que la mocedad está llena de mil inconsideraciones y disparates. No lo serán, dijo ella, que los hombres de buen discurso sazonan las cosas diferentemente, que los demás. Reniego, dije yo, de ejercicio que ha de traer a un hombre hecho lechuza, guardando cimenterios, sufriendo fríos y serenos, incomodidades y peligros tan ordinarios como suceden de noche, y aun cosas dignas de callar. El que anda de noche ve los daños ajenos, y no conoce los suyos, consume presto la mocedad, y se desacredita para la vejez: vense de noche cosas que se juzgan por malas, no siéndolo; ¡qué de temores y espantos cuentan los que pasean de noche, que vistos de día nos provocarían a risa! Acuérdome, que teniendo cierto requiebro al barrio de San Ginés, con otro juicio tal como el mío era entonces, martes de carnestolendas por la tarde me envió a decir la señora que le llevase algo bueno para despedirse de la carne, que en estos días hay libertad para pedirlo, y aun para negarlo; pero por usar de fineza, por ser la primera cosa que hacía en su servicio, vendí ciertas cosillas, que me hicieron harta falta, y en acabándose la grita de jeringas y naranjazos, y el martirio perruno, causado de las mazas, (de quien sin saber por qué, huyen hasta reventar) dí conmigo en un tabernáculo de la gula, donde henchí un paño de manos dé una empanada, un par de perdices, un conejo y frutillas de sartén, y atándolo muy bien, caminé a darlo por una ventana a más de las once de la noche; y como el día siguiente, por ser miércoles de ceniza, era día de mucha recolección, aunque todo el pasado había sido alegría para los muchachos y trabajos para los perros, había silencio general; de suerte, que aunque yo iba bien cargado, no me podía ver nadie: llegando a la plazuela de San Ginés sentí que venía la ronda, y retiréme debajo de aquel cobertizo, donde suele haber una tumba para los aniversarios y exequias, y antes que pudiesen llegar a mí los de la ronda, metí el paño de manos, atado como estaba, por un agujero grande que tenía la tumba por la parte de abajo, y sacando un rosario, que siempre traigo conmigo, comencé a fingir que rezaba. Llegó la ronda y pensando que fuese algún retraído asieron de mí, preguntando qué hacia allí. Llegó el alcalde, y visto el rosario y poca turbación, que importa mucho en cualquier ocasión no perturbarse el ánimo, dijo que me dejasen, y me recogiese: hice que me iba, y trasponiendo la ronda torné por mi paño de manos y cena a la negra tumba, donde lo había dejado, y aunque con un poco de temor por la hora y la soledad, alargué la mano y brazo todo lo que pude alcanzar, y no topé con el paño ni con lo que estaba en él: de lo cual quedé temblando y helado; y es de creer que me causaría horrible miedo una cosa tan espantosa en un cimenterio, debajo de una tumba, a más, de las once de la noche, y con tan gran silencio, que parecía se había acabado el mundo; pues junto con esto, sentí dentro en la tumba tan gran ruido de hierro, que se me representaron mil cadenas, y otras tantas ánimas, padeciendo su purgatorio en aquel mismo lugar. Fué tanta mi turbación y desatiento, que se me olvidó el amor y la cena, y quisiera hallarme mil leguas de allí; pero lo mejor que pude, o lo menos mal que acerté, volví las espaldas, y fuime poco a poco, arrimándome a la pared, pareciéndome que iba tras mi un ejército de difuntos: pues yendo con esta turbación me sentí por detrás tirar de la capa, desanimándome de manera que di un golpazo con mi persona en el suelo, y con los hocicos en la guarnición de la espada; volví a mirar si era algún cadáver descarnado, y no vi otra cosa sino mi capa asida al calvario que está en aquella pared; con esto respiré un poco, y fuí cobrando aliento, y descansando el temor del clavo y de la capa; pero no el de la tumba.

Senteme, y miré alrededor a ver si había cosa que pudiese acompañar, y descansé, porque estaba tan cansado que lo hube menester, que no lo estuviera mas si hubiera andado cien leguas por los altos y bajos de Sierra Morena. Hice reflexión sobre lo pasado, considerando qué cuenta daría yo de mí el día siguiente, contando lo que había sucedido, sin haber visto cosa que fuese de momento; porque decir un terror tan horrible sin haber averiguado el fundamento, era desacreditarme y quedar en fama de cobarde o mentiroso: dejar de contarlo era quedar en opinión de miserable con la señora Daifa, habiendo gastado lo que no tenía sin decir el fin que tuvo. Por otra parte veía que si fuera algún difunto no tenía necesidad de mi pobre cena, pues hombre no podía estar tan abreviado que no topara con él cuando extendí el brazo. Al fin hice mi cuenta de esta manera: Si es demonio, mostrándole la señal de la cruz huirá; si es ánima, sabré si pide algunos sufragios; y si es hombre, tan buenas manos y espada tengo como él, y con esta resolución fuime animosamente a la tumba, desenvainé la espada y rodeando la capa al brazo, dije con muy gentil determinación: yo te conjuro, y mando de parte del cura de esta iglesia, que si eres cosa mala te salgas de este lugar sagrado, y si eres ánima que anclas en pena, que me reveles qué quieres, o qué has menester (y el ruido del hierro con mi conjuro andaba más agudo): una y dos, y tres veces te lo digo y torno a decir; pero cuanto más le decía, tantos más golpes de hierro sonaban en la tumba que me hacían temblar. Visto que mi conjuro no era válido, y que si dejaba enfriar la determinación que tenía, tornaría el temor a desanimarme, púseme la espada entre los dientes, y con ambas manos así de la tumba por el agujero de abajo, y en alzándola salió corriendo por entre mis piernas un perrazo negro, con un cencerro atado a la cola, que huyendo de los muchachos se había recogido a descansar a sagrado; y como después de haber reposado olió la comida, retirola para sí, y sacó el vientre de mal año; pero con el grande y no pensado ruido que hizo saliendo, fué tanto mi espanto, que como él fué huyendo por una parte, yo fuera por otra, sino por un espinillazo que al salir me dió con el cencerro, de que no me pude menear tan presto; pero fué tanta la pasión de risa que después de quitado el dolor me dió, que siempre que me acuerdo de ello, aunque sea a solas y por la calle, no puedo dejar de dar alguna demostración de ello. fué menester que el Doctor y su mujer acabasen de reír, para proseguir el intento para que truje el cuento; y habiéndolo solemnizado, les dije: No se podrá creer lo que yo me holgué de averiguar aquella duda que en tanta confusión me había de poner, para contar lo que había visto, por donde pusiera mal nombre a aquel lugar, como lo han hecho otros muchos, que por no averiguar los temores o las causas de ellos, desacreditan mil lugares, y quedan desacreditados por temerosos y espantables sin haber causa para ello, más de haber visto alguna extraordinaria cosa, y sin averiguarla van a contar mil deslumbramientos y disparates. Uno dijo, que había visto un caballo lleno de cadenas y descabezado, y era una bestia que venía del prado a su casa, con las trabas de hierro.

Son infinitos los disparates que en esto se dicen; de manera, que no hay población, donde no haya un lugar desacreditado por temeroso, y ninguno, si no es burlando o haciendo donaire, dice la verdad. En Ronda hay un paso temeroso después que se subió de noche una mona en un tejado, que con la maza y cadena atoró, o encalló en una canal, y desde allí echaba tejas a cuantos pasaban, y todo es de esta manera. Solas dos cosas hallo yo que pueden hacer mal de noche, que son los hombres y los serenos, que los unos pueden quitar la vida y los otros la vista.




ArribaAbajoDescanso VI

Al tiempo que me iba hallando mejor con el Doctor Sagredo, y mi señora Doña Mergelina de Aybar, por el amor que me tenían, como mi suerte ha sido siempre variable, hecha y acostumbrada a mudanzas de fortuna, y ejercitada en ellas toda mi vida, vinieron a llamar de un pueblo de Castilla la Vieja al doctor Sagredo con un gran salario, el cual no pudo rehusar por haberlo menester, y para ejercitar lo que había estudiado, que ni la grandeza del ingenio, ni el continuo estudio hacen a un hombre docto, si le falta experiencia, que es la que sazona los documentos de las escuelas, sosiega las bachillerías que hacen al ingenio confiado por las filoterias de la dialéctica, que realmente no podemos decir que tenemos entero conocimiento de la ciencia hasta que conocemos los efectos de las causas que enseña la experiencia, que con ella se comienza a saber la verdad. Más sabe un experimentado sin letras, que un letrado sin experiencia, la cual faltaba al Doctor Sagredo, y así le estuvo bien aceptar aquel partido por esto, y por repararse de las cosas necesarias para la conservación de la vida humana. Aceptado el partido, pidiéronme con toda la fuerza posible que me fuese con ellos, lo cual yo hiciera, si no fuera que no me atreví a los fríos de Castilla la Vieja, que estando un hombre en los postreros tercios de la vida, no se ha de atrever a hacer lo que hace en la mocedad. El frío es enemigo de la naturaleza, y aunque uno muera de ardentísimas fiebres, al fin queda frío. Las acciones del viejo son tardas por la falta de calor como la mocedad es cálida y húmeda, la vejez es fría y seca; por falta de calor viene la vejez, y por esto han de huir los viejos de regiones frías, como yo lo hice, que me quedé desacomodado por no ir a donde me acabase el frío en breve tiempo. Fuéronse, y quedéme solo y sin arrimo que me pudiese valer, que los que dejan pasar los verdes años sin acordarse de la vejez, han de sufrir estos y otros mayores daños y trabajos. Nadie se prometa esperanzas de vida, ni piense que sin diligencia puede asegurarla, que hay tan poco de la mocedad a la vejez, como de la vejez a la muerte; no puede creerlo sino quien ha entregado sus años a la dilación de las esperanzas. Cada día que se pasa en ociosidad, es uno menos en la vida, y muchos en la costumbre que se va haciendo. Siendo estudiante en Salamanca el Licenciado Alonso Rodríguez Navarro, varón de singular prudencia e ingenio, le hallé una noche durmiendo sobre un libro, y diciéndole que mirase lo que hacía, que se quemaba las pestañas, respondió, que apelaría para el tiempo que le diese otras; pero que si perdía el tiempo, no tenía para quien apelar sino para el arrepentimiento. Al mismo, preguntandole por que camino había venido a ser tan bien quisto en su ciudad, que es Murcia, respondió, que haciendo placer, y disimulando desagradecimientos, pero que nunca llegaron a engendrar en su pecho arrepentimientos de haber hecho el bien: que los hombres de bien no han de hacer cosas de que se deban arrepentir; y si el arrepentimiento viene tarde, y es bien recibido, aprovecha para el reparo de la vida, que como el arrepentimiento sigue a los daños sucedidos por propia culpa, viene acompañado con asomos de virtud, nacida del escarmiento y ayudado de la prudencia. Mas no hay arrepentimiento que venga tarde como sea bien recibido.

Cuatro efectos suelen resultar del tiempo mal gastado y peor pasado; dejamiento de sí propio, desesperación de cobrar lo perdido, confusión vergonzosa, y arrepentimiento voluntario estos dos postreros arguyen buen ánimo, y estar cercanos a la enmienda; pero entiéndese, que como el yerro fué con tiempo, el arrepentimiento no ha de ser sin tiempo: que si el mucho tiempo se pasó presto, el poco se pasará volando, y llegará tarde el arrepentimiento, como el tiempo que se pasa al descuido con gusto no se cuenta por horas, como el que se pasa trabajando, no se echa de ver hasta que es pasado. Yo quede solo y pobre, y para reparo de mis necesidades, me topó mi suerte con cierto hidalgo que se había retirado a vivir a una aldea, y había venido a buscar un maestro o ayo para dos niños que tenía de poca edad, y preguntándome si quería criárselos, le respondí, que criar niños era oficio de amas, y no de escuderos: riose, y dijo: Buen gusto tenéis, a fe de caballero que habéis de ir conmigo: ¿no os hallareis bien en mi casa? Yo respondí Ahora si, pero después no sé. ¿Por qué? preguntó el hidalgo. Porque hasta tomar el tiento a las cosas, dije yo, no se puede responder afirmativamente; y no se ha de preguntar a los criados si quieren servir, sino, si saben servir, que el querer servir arguye necesidad, y saber servir, habilidad y experiencia en el ministerio que los quieren; y de aquí nace, que muchos criados, a pocos días de servicio, o se despiden, o los despiden, porque entraron a servir por necesidad, y no por habilidad, como también en algunos estudiantes perdidos, que en viéndose rematados, entran en religión tan llenos de necedad como de necesidad, y a pocos lances, o desamparan el hábito, o el hábito los desampara. Primero se ha de inquirir y escudriñar si es bueno y suficiente el criado para el cargo que le quieren dar, que no si tienen voluntad de servir: porque de tener criados ociosos, y que no saben acudir al oficio para que fueron recibidos, fuera del gasto impertinente, se siguen otros mayores inconvenientes. Aunque cierto Príncipe de estos reinos, diciéndole un mayordomo suyo que reformase su casa, porque tenía muchos criados impertinentes, respondió: El impertinente sois vos, que los valdíos me agradecen y honran; y esotros, pagándoles, les parece que me hacen mucha merced en servirme, y el que no obliga con buenas obras, ni es amado, ni ama, y en las buenas se parece un hombre a Dios. Paréceme, dijo el hidalgo, que quien sabe eso, sabrá también servir en lo que le mandaren, especialmente que mi hijo el mayor os podrá hacer bien en algún tiempo, que tiene acción, y expectativa a un mayorazgo de parte de su madre, que ahora posee su abuela; y del hijo mayor, a quien le viene, no tiene sino dos nietecillos enfermizos; y muriendo ellos y su padre, queda mi hijo por heredero. Eso es, dije yo, como el que deseando hartarse de dátiles, fué a Berbería por una planta de palma y compró un pedazo de tierra en que la plantó, y está esperando todavía que dé el fruto; así yo tengo de esperar a tres vidas, estando la mía en los últimos tercios, para la poca merced que se aguarda de quien aún no tiene esperanza, que como ella vive entre la seguridad y el temor, es necesario que tenga larga vida quien se sustenta de ella que no hay cosa que más la vaya consumiendo que una esperanza muy dilatada; y es de creer, que el que se va a pasar la suya entre robles y jarales, ni la tiene muy cerca, ni muy cierta, que por no martirizarme con ellos ni verme en los tragos en que ponen a quien los sigue, he tenido por mejor y más seguro abrazarme con la pobreza que abrazarme con la esperanza. Esa, dijo el hidalgo, es la cuenta de los perdidos, que por no esperar ni sufrir, quieren ser pobres toda la vida. ¿Y qué mayor pobreza, dije yo, que andar bebiendo los vientos, echando trazas, acortando la vida y apresurando la muerte, viviendo sin gusto, con aquella insaciable hambre y perpetua sed de buscar hacienda y honra? Que la riqueza, o viene por diligencia buscada, o por herencia poseída, o por antojo de la fortuna prestada: si por diligencia, no da lugar a otra cosa de Virtud; y si por herencia, ordinariamente se posee acompañada de vicios y envidiada de parientes; si por antojo o arrojamiento de la fortuna, hace al hombre olvidarse de lo que antes era, y de cualquier manera que sea, todos en la muerte se despiden de mala gana de la hacienda y de las honras que por ella les hacían. Una diferencia hallo en la muerte del rico y la del pobre, que el rico a todos los deja quejosos, y el pobre piadosos.




ArribaAbajoDescanso VII

Parece, dijo el hidalgo, que nos habemos apartado de mi principal intento, que es la crianza y doctrina de mis hijos, en que consiste salir industriados en virtud, valor, estimación y cortesía, que son cosas que han de resplandecer en los hombres nobles y principales. Acerca de la materia de criar los hijos, hay tantas cosas que advertir, y tantas que observar, que aun de los propios padres que los engendraron, no se puede muchas veces confirmar la doctrina que ellos han menester; porque las costumbres corrompidas o mal arraigadas en el principio de los padres, destruyen los sucesores de las casas nobles y ordinarias. Si los antecesores saben los hijos que fueron cazadores, los hijos quieren serlo; si fueron valientes, hacen lo mismo; si se dejaron llevar de algún vicio que los hijos lo sepan, siguen el mismo camino; y para corregir y enmendar vicios heredados de sus mayores, casi es menester, y aun necesario, que no conozcan a los padres, que sería lo más acertado sepultar las memorias de algunos linajes, que por ellos se van imitando lo que oyeron decir de sus mayores, que más valiera que no lo oyeran para que no lo imitaran. Y de aquí nace que suban unos en virtud y merecimientos, no habiendo a quien imitar en su linaje por la educación valerosa que se imprimió en los verdes años, y otros bajen al mismo centro de la flaqueza y miseria humana, degenerando de la virtud heredada, o por la imitación adulterada de los ascendientes, o por la depravada doctrina, impresa y sembrada en los tiernos años, que es tan poderosa, que de una yerba tan humilde como la achicoria, se viene por la crianza a hacer una hortaliza tan excelente, como la escarola, y de un ciprés tan eminente y alto, por sembrarlo o plantarlo en una maceta o tiesto, se hace un arbolito enano y miserable, por no haberlo ayudado con buena educación. Si a los animales de su naturaleza bravos, nacidos en incultos montes y breñas, como son jabalíes, lobos y otros semejantes, los crían y regalan entre gentes, vienen a ser mansos y comunicables; y si a los domésticos los dejan con libertad irse a los montes y criarse sin ver gente, vienen a ser tan feroces como las mismas naturales fieras. En tiempo del potentísimo Rey Felipe III anduvo una loba en los patios de los Consejos, y jugaban los pajes con ella; y si le hacían mal, se amparaba con llegarse a las piernas de un hombre. Yo la vi echarse a los pies de las criaturas, y porque no la tuviesen miedo, se arrojaba a sus pies. Y en tiempo del prudentísimo Felipe II en Gibraltar, se fué un lechón al monte, que está sobre la ciudad, y vino a ser tan fiero dentro de cuatro o cinco años que anduvo libre en el monte, que a cuantos perros le echaban para matarle los destripaba: que es tan poderosa crianza que hace de lo malo bueno, y de lo bueno mejor: de lo inculto y montaraz, urbano y manso; y por el contrario, de lo tratable y sujeto, intratable y feroz. Bien sé, dijo el hidalgo, que es importantísimo el cuidado de criar bien los hijos, porque de ahí viene la vida y honra suya, y la quietud y descanso de sus padres, que como han de conservar en ellos su mismo ser y especie, al paso que los aman, desean su proceder y término, y la imitación de sus progenitores. Sabemos que dijo aquel Rey de Macedonia, que tenía por tan gran merced del cielo haber nacido su hijo en tiempo de Aristóteles, para que fuese su maestro, como tener quien le sucediese en el Reino. De tal suerte, dije yo, han de ser los maestros o ayos, que con la aprobación de su vida y costumbres enseñen más que con los preceptos morales, llenos de superflua vanidad; que muchas veces enseña más el maestro por acreditarse a sí, y por mostrar jactancia, que por mostrar virtud, y fundamentar el discípulo en valor, bondad y humildad: la doctrina llena de este deseo santo a acertar el camino de la verdad, al buen natural perfecciona, y a la mala inclinación corrige. Al hijo del caballero hánsele de enseñar con las letras juntamente virtudes, que refieran aquellas del origen que trae la antigüedad de sus pasados, humildad con valor, y estimación sin desvanecimiento, cortesía con el superior, amistad con el igual, llaneza y bondad con el inferior, grandeza de ánimo para las cosas arduas y difíciles de cometer, desprecio voluntario de las que no pueden aumentar sus merecimientos. La zorra un tiempo puso escuela de enseñar a cazar, y como el lobo se hallaba viejo, y sin presas, rogole que le enseñase un hijo, que le parecía que había de ser valeroso para mantenerlo a él y a su madre en su vejez; la zorra hallando en que vengarse de los agravios que el lobo le había hecho, con mucha presteza y buen gusto recibió el pupilo. Lo primero que hizo, fué apartarle de sus atrevidas inclinaciones, que eran de acometer a reses grandes, y enseñarle las raposerías que ella solía usar por su natural instinto; y diose tan buena maña, que en menos de un año el lobillo salió grandísimo cazador de gallinas. Envióselo al padre por muy hábil y diestro en el oficio: holgose el padre y la madre pensando que tenían un hijo que había de asolar la campiña de ganado. Enviáronle a buscar la vida para matar la hambre que habían padecido; y habiendo tardado día y medio volvió con una gallina, y muchos mordiscones y palos que le habían dado. Viendo el lobo la mala doctrina que había aprendido, dijo: Al fin nadie puede enseñar lo que no sabe. Dejéme engañar de la zorra, por no trabajar con mi hijo, porque la poltronería hace buen rostro a la mentira, y hame salido a los ojos, lo que no miró con los de la consideración. Hijo, andad acá, y mostrándole unas ternerillas cerca de un cortijo, le dijo: Aquella es la caza que habéis de aprender y cazar. Apenas acabó de mostrárselas, cuando inconsideradamente cerró con ellas, porque las madres, que ya los habían olido, en un momento pusieron los hijos en medio, y todas puestas en muela, hicieron trincheras de sus cuernos, y el pobre lobillo, que pensó llevar presa, quedó preso, porque le recibieron con las picas o picos de su herramienta, y lo echaron tan alto, que cuando cayó, no fué para levantarse más: el padre que con su ancianidad no pudo vengar la muerte de su hijo, se volvió a su guarida, diciendo: La mala doctrina no tiene medicina: costumbres de mal maestro sacan hijo siniestro. De aquí quedaron los odios para siempre confirmados entre la zorra y el lobo; y así ella no va a buscar la vida sino adonde el lobo no se atreve, que es a las poblaciones, porque allí no pueden encontrarse. Mucho gustara, dijo el hidalgo, ya que habéis traído tan a propósito el cuento, que alargásemos un poco más la materia, para que averigüemos cómo se podría elegir el maestro, que ha de ser el guión del cuerpo y alma del hijo ajeno, que ha de criar con más cuidado que si fuera suyo, y enseñarle para conseguir el verdadero camino, que le guíe a la perfección de caballero cristiano, que de caballero solamente ya tenemos entendido el modo que todos siguen. Este modo de caballero, dije yo, está muy cargado de obligaciones, por la significación que trae consigo, de que podrá ser tratar después, si el tiempo nos diere lugar; porque ni la materia quiere brevedad, ni yo tengo espacio para ser largo; y alargando la que tenemos comenzada, digo, que la primera y principal parte que ha de tener el que ha de ser maestro de algún Príncipe, o gran caballero, es que tenga experiencia, con madurez de edad, que por lo menos tenga los aceros de la juventud gastados: edad en que con dificultad puede ser sabio y prudente un hombre, por faltar el tiempo que nos hace previstos y recatados. Mas si fuere mozo, sea tal, que le alaben los viejos experimentados en ciencia y bondad, aunque la mocedad es tan sujeta a variedades, impaciencias, furores y otros inconvenientes arrebatados, que si no es con mucho valor y entereza de virtud experimentada y conocida, tendría por mejor elegir para maestro un viejo cansado del mundo, y con buena opinión, que a un mozo que va entrando en él y con buenas esperanzas, que al fin se tiene la seguridad que basta, y de este la confianza que puede mudarse. Ha de ser el maestro lleno de mansedumbre, con gravedad, para que juntamente le amen y estimen, y haga el mismo efecto en el discípulo, no perdiéndole un punto de su vista: si no fuere los ratos diputados para el gusto de sus padres, o cuando el niño le tuviere con sus iguales: y en el entretenimiento se halle presente el maestro, alentándole y mostrándole el modo con que se ha de haber en el pasatiempo, no haciendo lo que yo vi hacer a un pedante, maestro de un gran caballero, niño de muy gallardo entendimiento, hijo de un gran Príncipe, que habiendo concertado con otros sus iguales en edad y calidad un juego de gallos, día de carnestolendas, salió también el bárbaro pedante con su capisayo o armas de guadamacil sobre la sotana, con más barbas que Esculapio, diciendo a los niños: Destrorsum heus sinistrorsum, y desenvainando su alfanje de aro de cedazo, descolorido todo el rostro, iba con tanta furia contra el gallo, como si fuera contra Morato Arráez, diciendo a grandes voces: Non te peto, piscem peto, cur me fugis, galle? de la cual pedantería él quedó muy ufano y contento, y los que le oyeron llenos de risa y burla. Yo me llegué, y le dije: Mire, señor Licenciado, que por tener poca memoria los gallos se les olvida el latín. El respondió muy de presto: Numquam dicerunt, nisi rocantes excitare. Este con mil impertinentes bachillerías, llenas de ignorancias gramaticales, dejó al caballero estragado su buen natural: diéronle otro maestro cuerdo, poco o nada hablador, modesto y de buena compostura, y en pocos días enmendó los borrones que el otro le había enseñado, y con muchas reglas mal sabidas, y peor enseñadas, y a veces repetidas le había estragado, y este otro con pocas y muy calladas lo reparó. Parecieron a dos hermanos, el uno muy colérico, y el otro muy reposado y lleno de santimonia, que ganaban la vida con un pollino: el colérico le daba mil voces y palos, y el jumento no por eso hacía más movimiento que antes. El reposado no le decía más que: Arre, válgate Jesús, y hincábale un aguijón de un geme por las ancas, con que le hacía volar. La modestia del maestro, y las otras partes buenas, se imprimen, y son como espejo en que su mira el discípulo, y la imprudencia y poco valor es causa de menosprecio para con el maestro, y de incapaz para con los demás: y así, lo que había de ser doctrina viene a ser pasatiempo, y si se pasa no puede cobrarle, y en este poco se le puede enseñar con brevedad la lengua latina, sin cargarle de preceptos que los mismos maestros, o no los saben, o los han olvidado, de suerte, que en sabiendo declinar y conjugar, les lean libros importantes, así para la lengua latina, como para las costumbres, y todo lo demás tengo por tiempo mal gastado; porque las diferencias o propiedades de nombres y verbos se pueden declarar en los libros que se fueren leyendo, sin hacer lo que los cirujanos, que detienen la cura porque dura la ganancia: que en esto realmente son culpados los maestros de lenguas que se aprenden por las reglas, porque faltaron los que las hablan: porque las ordinarias fácilmente se aprenden con oírlas a los que las hablan, y los que las aprenden para saberlas y no para enseñarlas, con que entiendan el libro que les leyeren, sabrán mas que sus maestros: y volviendo al ejemplo de la zorra, sea el maestro de buen nacimiento o crianza, templado, vergonzoso, verdadero, secreto, humilde, con valor, callado, no lisonjero, ni hablador, que como dicho tengo, enseñe más con la vida y costumbres que con las palabras, o a lo menos que se parezca lo uno a lo otro, para que no le abata al discípulo los pensamientos bien heredados a presas mal arraigadas, por la ignorante doctrina, que la virtud ha de crecer con el discípulo, de manera, que con enseñarle modestia, no le enseñan encogimiento que le desjarrete el valor del ánimo con que nació. La educación de los caballeros ha de ser como la de los halcones, que el halcón que se cría encerrado no sale con aquella fineza y aliento con que sale el que se cría donde le dé el aire, como le criaban sus padres. Hase de criar el halcón en lugar alto, en donde gozando de la pureza del aire, pueda ver las aves, a quien después se ha de abatir. El que se cría encerrado, fuera de ser más tardío en el oficio para que le crían, no sale con aquel coraje y determinación que el otro que se crió al aire. Así el caballero que se ha de criar para imitar la grandeza de sus progenitores (aunque se críe lleno de virtud y modestia), aquel recogimiento no ha de ser encogimiento de ánimo, sino, como arriba dije, ha de tener valor con humildad; estimación sin desvanecimiento; cortesía y circunspección en todos sus actos; de suerte, que no le falte cosa para cabal señor; que eso quiere decir caballero, compuesto de esta voz, cabal y hero, que en latín quiere decir, señor. Así, que caballero es cabal hero, o cabal señor, que no le falta cosa para serlo, y digan otros lo que quisieren, que la filosofía cristiana nos da lugar y licencia para dar sentido que tenga olor de virtud. Mucha satisfacción y gusto, dijo el hidalgo, he recibido con el buen discurso que habéis hecho: satisfacción en la doctrina, que realmente va encaminada a la verdad cristiana, y gusto de las ignorancias de aquel pedante. Mas cuanto a la derivación de caballero, es muy sabido que se dice de caballo, porque sustentan caballo, y andan a caballo, y pelean a caballo. Si por esa razón fuera, dije yo, también se llamara caballero el playero o arriero que trae caballos de la mar, y también se dice el que va en un jumento o acémila, que va caballero, que realmente no es caballo, y parece que en esa opinión es impropio. También, dijo el hidalgo, llamaron eques al caballero, de esta palabra equus, que quiere decir caballo. Tampoco, dije yo, concedo lo uno como lo otro; porque los Romanos siempre dieron los nombres a las cosas, que significasen la misma obra para que las criaban. Como a los cónsules les dieron este nombre de Cónsulo, que quiere decir aconsejar, y mirar por el bien de la República. Y así al caballero, no creo que le dieron el nombre de eques por caballo, sino de aequus, aequua, aequum, por cosa igual, cabal y justa, como tiene obligación de serlo quien ha de ser cabeza y modelo de las costumbres que han de imitar los miembros inferiores de la República, aunque realmente se van deslizando algunos de sus obligaciones, quizá entendiendo que el caballero quiere decir alcabalero de los mercaderes, sacándolo de su propia significación, y de la entereza y firmeza que ha de guardar en todas sus acciones, que por eso al baluarte le llaman caballero, porque ha de estar siempre firme, e inmutable a la fuerza de los contrarios, y al ímpetu de la artillería, como el caballero lo ha de estar a resistir las injusticias y agravios que se hacen a los inferiores y oprimidos, y haciendo al contrario van contra su calidad, y contra las obligaciones que heredaron de sus pasados.




ArribaAbajoDescanso VIII

Toda esta plática o conversación pasó estando este hidalgo y yo echados de pechos sobre el guardalado de la puente Segoviana, mirando hacia la Casa de Campo, por donde vimos asomar un buen atajo de vacas que nos interrumpió la conversación, y viéndolas, le dije: Aquellas vacas han de pasar por esta puente más apiñadas y más apriesa que vienen por aquella parte, por eso no aguardemos aquí el ímpetu con que han de pasar. No temáis, dijo el hidalgo, que os guardaré a vos, y a mí. Guárdese a sí, le dije yo, que a mí aquella pared que baja de la puente al río me guardará, porque yo no me entiendo con gente que no habla, ni sé reñir con quien trae armas dobles en la frente. Fuera de lo que dicen: Dios me libre de bellacos en cuadrilla. Hase de reñir, con uno que si le digo teneos allá me entienda; reñir con un animal bruto es dar ocasión que se ría quien lo mira, y cuando salga bien de ello, no he hecho nada. No se ha de poner un hombre en peligro que no le importa mucho; defenderse del peligro, es de hombres, y ponerse en él es de brutos. El temor es guarda de la vida, Y la temeridad es correo de la muerte. ¿Qué honra o provecho se puede sacar de matar un buey, cuando se haga por ventura, sino tener que pagar a su dueño? Si yo puedo estar seguro, ¿por qué tengo de poner mi seguridad en peligro? Con todo esto que yo dije, él se quedó haciendo piernas, y yo con las mías me puse lo más presto que pude detrás de la esquina. Venía por la puente delante una mula con dos cueros de vino de San Martín, y un negro atasajado en medio de ellos, y aunque venía un poco apriesa delante de los bueyes, con el ímpetu que venían, por la priesa que los vaqueros le dieron, cogieron a la mula en medio al tiempo que llegaron a emparejar con mi negro hidalgo; la mula era maliciosa, y como se vió cercada de cuernos, comenzó a tirar puñadas y coces, de manera que arrojó al negro y a los dos cueros encima de la herramienta de un novillejo harto alegre, y que comenzando a usar de sus armas, arrojó el un cuero por la puente al río en medio de muchas lavanderas. El hidalgo, por librar al negro, y defenderse a sí, puso mano a su espada, y afirmándose contra el novillo le tiró una estocada uñas abajo, con que hizo al otro cuero dos claraboyas que alegraron harto a la gente lacayuna; pero no fué tan de balde, que no le trujese por delante, asido por las cuchilladas de las calzas, que de puro manidas, no pudiendo resistir a la violencia de los cuernos, se rindieron, y él quedó arrimado al guardalado de la puente, con algunos chichoncillos en la cabeza, diciendo: Si trujera las nuevas, buen lance había hecho. En pasando la manada, que fué en un instante, acudieron los gentiles hombres guiones de la gente de a caballo, y acometiendo por los orificios de los ijares al cuerpo sin aliento, en un instante le dejaron sin gota de sangre.

Las lavanderas acudieron al que había caído en el río, cada una con su jarrillo, que llevando uno en las tripas y otro en la mano, le dejaron la boca al aire, y el señor cuero callar; al negro medio deslomado le pusieron sobre la mula, no sé lo que fué de él. Yo acudí a mi hidalgo, no a darle en cara el no haber seguido mi consejo, sino a limpiarle y consolarle, diciendo, que lo había hecho muy como valiente hidalgo: que es yerro al afligido y corrido reprehenderle lo que no tiene remedio: con la reciente pesadumbre a nadie se ha de decir: bien os decía yo; que en el daño hecho es mala la corrección temprana: al que está compungido de su daño, no se ha de dar en cara lo que dejó de hacer, que él se tiene consigo la penitencia de su yerro; y en semejantes sucesos el empacho y vergüenza son castigos de la confianza. Él se puso muy hueco del consuelo que yo le di en alabarle de su disparate aunque se le echó de ver la confusión que tenía en el rostro. Con todo eso me agradeció lo que le dije, y para alegrarlo le mostré el estrago que los lacayos hacían en el cuero, y la alegría de las lavanderas, que le echaban mil bendiciones al novillo, rogando a Dios que cada día sucediese lo mismo. Y en habiendo ellos y ellas concluido con dejar los pellejos sin alma, se tornaron a su costumbre antigua. Los lacayos a decir mal de sus amos y del gobierno de la República, y las lavanderas a murmurar de doncellas y religiosos. ¡Lastimosa cosa, que pasando toda la vida en pobreza, trabajo y miseria, con que pueden ganar a Dios la voluntad, vengan a hallar alivio y descanso en los brazos de la murmuración! Que es tan poco humilde nuestra naturaleza, que ordinariamente la pobreza se rinde a la envidia, como si el arrepentimiento de las partes suspendiese de sola la diligencia humana, sin orden de la voluntad divina, y que se aborrezca por cosa infame, lo que tanto amó el Autor de la vida.

Los pobres son piadosos para otros pobres; pero no para los ricos, y si considerasen con los ojos del alma, cuánto mas cargados de obligaciones y cuidados están los ricos que los pobres, sin duda no trocarían su suerte por la del rico; que al rico todos procuran derribarle, y al pobre nadie le tiene envidia: y con todo eso su mayor consuelo es murmurar del que ven acrecentado o en mejor estado que el suyo; pero dejemos ahora a los lacayos gobernar el mundo, y a las lavanderas aniquilar y deshacer lo mejor que hay en él. El hidalgo, aunque algo desabrido del suceso, con grandes veras me comenzó a persuadir que fuese con él, yo a considerar si me estaba bien; porque cuanto a lo primero yo echaba de ver que el andar vagamundo y ocioso era cosa perniciosa para conservar la reputación y sustentar la vida, que aunque es así que la ocupación cansa el cuerpo, y la ociosidad fatiga el espíritu, y el que trabaja piensa en lo que hace de bien, y el ocioso en lo que puede hacer de mal; gracia del cielo es menester para que el ocioso se ocupe en cosas de virtud, y mucha fuerza de mala inclinación, para que el ocupado se ejercite en el vicio. Muchas veces oí decir al Doctor Cetina, gran juez, que aborrecía las ocupaciones de su oficio, por no saber faltas ajenas, y por otra parte las deseaba por no estar ocioso. Cuanto a lo segundo, consideraba que no era cordura salir de Madrid, a donde todo sobra, por ir a una aldea, donde todo falta; que en las grandes Repúblicas el que es conocido, aunque anochezca sin dineros, sabe que el día siguiente no ha de morir de hambre. En los pueblos pequeños en faltando lo propio, no hay esperanza de lo ajeno: el perro que no es de muchas bodas siempre anda flaco. Si el conejo tiene dos puertas en su vivar, puede salvarse; pero si no tiene más de una, luego es cazado. El hombre que no sabe nadar, en un charco se ahoga: pero el que sabe entrar y salir en la mar, no se anega. Lo tercero, veía tan inclinado al buen hidalgo a llevarme consigo; y a mí tan agradecido a quien me quiere bien, que no sabía negárselo, que el agradecer el amor y las buenas obras es de pechos nobles, y la ingratitud de tiranos: el que no agradece no merece tener amigos: nada tienen los hombres que no sea recibido, y así desde nuestro nacimiento habemos de comenzar a agradecer. Tras de todo esto consideré mi estado, y la obligación natural que tengo a mí propio. El buen hidalgo era no muy rico, y de sus acciones descubría estrecheza de corazón; no parecía liberal; pobreza y miseria en un sujeto, aunque son para en uno, no quiero que sean para mí; yo naturalmente soy enemigo de la escasez, y aun creo que la misma naturaleza le aborrece, siendo como es pródiga en dar; y a este hidalgo se le echaba de ver, que no era escaso por pobre, sino por inclinación: pero con todo eso me aventuré a no negarle lo que me pedía. Fuime con él a casa de cierto titulo, con quien profesaba parentesco o amistad; porque él tenía necesidad de algún regalo, por las burlas que le habían pasado con el novillo, y en entrando dijo a un despensero de la casa que me regalase: él entendió sin duda que no me regalase, y así lo hizo; de manera, que de pura dicta casi se me vino a juntar el pecho con el espinazo. Era ya tarde, y mostróme el dicho despensero un tinelo donde comían los criados más importantes de la casa, como son gentiles-hombres y pajes. Llegose la hora de cenar, y el tinelo estaba más escuro que la última cubierta del navío. Entró cierto galancete, aunque no alto de cuerpo, de razonable talle, trigueño de rostro, ceja arqueada, casi de hechura de mariposa de seda, buena expedición de lengua, pocos conceptos y muchas palabras, más lleno de hambre que de hidalguía: y como vió tan lóbrego el aposento, dijo: Ola, trae aquí velas. Vino un pícaro, con más andrajos que un molino de papel, con un cabo de vela portuguesa, e hincola en un agujero de la misma mesa tinelar, que si no tuviera nudo la madera, la hincara en la pared. Pusieron en ella unos manteles desvirados, que parecían delantal de zurrador. Sacó aquel galán una servilleta de la faltriquera, no más limpia, pero más agujereada que cubierta de salvadera, y por gran cosa dijo: Más ha de veinte años que la tengo conmigo, lo uno por no ensuciarme con estos manteles; lo otro, porque me la dió cierta señora, que no quiero decir más. Pusiéronles a cada uno un rábano, cuyas hojas fueron la ensalada, y el rábano el sello estomatical. Yo les dije que estaban seguros de la fatigosa pasión de orina, así por el uso de las hojas, como por la templanza en la comida, que no les dieron a cenar, sino unos bofes salpimentados con hollín y salpimiento. Respondió aquel entonadillo: Siempre en casa de mis padres oí alabar esta virtud de la templanza, y por haberme criado con ella, soy templado en todas mis acciones. Si no es en hablar, dijo otro gentil-hombre. Prosiguió, que los hidalgos tan honrados y bien nacidos como yo, no se han de enseñar a ser glotones, que no saben en lo que se han de ver, en paz o en guerra.

No se halla que mi padre comiese más de una vez al día, y con mucha templanza, (si no era cuando le convidaba el Duque de Alba, grande amigo suyo, que entonces comía más que cuantos había en la mesa), era muy gran cortesano, tan discreto y decidor, que entretenía solo a una sala de gente, pero con todo eso nos dejó muy pobres. No me espanto de esto, dije yo, que el caudal eran palabras y la resulta sería viento: que cuando el hablar no se acompaña con el hacer, como se queda en la primera parte, nunca se ve el fruto de la segunda. La dulzura y gracia de la lengua satisface tanto a su dueño, que todo se va en vanagloria para sí, y detracción para los demás. Y en resolución, la lengua es la más cierta señal de lo interior del alma, que la mucha locuacidad no deja cosa en ella que no eche fuera. a todo esto, yo esperaba mi cena, que según se tardaba, me parecía que servía ya en palacio. Asomó mi despensero con un platillo de mondongo, más frío que las gracias de Mari Ángela. Tomélo y despedacélo, que no había con qué cortarlo; y al olor que subió de tripa mal lavada, dijo aquel hablador: En viendo este género de comida, siento un olor ambarino que me consuela el alma, porque lo comíamos siempre en mi aldea hecho con las manos de una hermana mía, que si no fuera por unos cabellos más rubios que el oro, que se le caían encima, lo podía comer un ermitaño. a mí me olió de manera, que deseaba que el pícaro me lo quitara de delante, y convidéle a aquel hidalgo con él, diciendo que había cenado; él lo probó y aprobó, y alabando el picante de la pimienta y cebolla, y la limpieza de las manos que lo habían hecho, se acabó junto con el cabo de vela. Comenzó este a decir: Pícaro, trae aquí velas. ¿Cuáles velas? preguntó el pícaro, váyase a pasear, y deje las velas. a fe de hidalgo, dijo aquel gentil-hombre, que os tengo de hacer quitar la ración. Eso fuera, dijo el pícaro, si me la hubieran dado, pero la que no se ha dado, mal se puede quitar, que como sabe, ha más de cuatro meses que no se da ración en esta casa. Oh villano, dijo el otro, deshonra buenos; ¿y tal has de decir? Los mal nacidos como éste infaman las casas de los señores, que no saben tener paciencia ni sufrir un mal día; luego echan las faltas en la cara; no se contentan con el respeto que les tienen por servir a quien sirven; mal calláredes vos lo que yo he callado, y sufriérades lo que yo he sufrido, y hubiérades hecho lo que yo he hecho, supliendo sus faltas, gastando mi hacienda, prestando mi dinero, y diciendo muchas mentiras por disculpar sus descuidos. Los bien nacidos tienen consideración a las muchas obligaciones de los señores: si hoy no tienen, mañana les sobra y pagan junto lo que no dan por menudo. Señor, dijo el pícaro, yo no tengo las inteligencias que vuesa merced que se va a las casas de juego. Atajole de presto el gentil-hombre, diciendo: Es verdad que yo juego de ordinario, que aún no ha más de esta tarde, que gané dinero y ciertas joyuelas y una cadenilla de oro. ¿Pues cómo no tiene para velas? dijo el pícaro. Porque di, respondió, todo el dinero de barato. No es mucho, dijo el pícaro, si es verdad esto, que de cuantas veces lo recibe le dé una. ¿Yo, pícaro? dijo el mozalvillo. Como su padre, respondió el pícaro. Mi padre, dijo el galán, tomábalo, porque se lo daban y lo merecía. Y vuesa merced, dijo el pícaro, porque lo pide y no lo merece. a toda esta pendencia, y otra que se había trabado entre dos pajes, sobre la antigüedad del asiento, estaba a oscuras el lóbrego tinelo, y yo espantado dije al mozuelo que callase y tuviese respeto, que a los que tienen oficio superior en casa de los señores, no se les habían de atrever de aquella manera. Déjelo vuesa merced, dijo otro gentil-hombre, que si el pícaro habla, por todos habla: que si jugando sentencia una causa que no sea en su favor, luego dice que lo hace porque le den barato. Fuera de ser el que nos ponga a todos en mal con el señor, congraciador general, y celebrador y reidor de lo que el señor dice, arcaduz de la oreja, manantial de chismes, estafeta de lo que no pasa en todo el mundo. Si dice algo, él lo celebra y quiere que se lo celebren todos: si otro dice o hace algo bueno, lo procura derribar y deshacer; si malo, a pura risa lo persigue, y si alguno le parece que se le va entrando al señor en la voluntad, por mil caminos le descompone. Estas y otras muchas cosas le dije yo de mi persona a la suya con cinco palmos de espada. Cuando yo esperaba una grande pendencia, el habladorcillo dió una carcajada de risa, con que el otro se indignó mucho más, y dijo: ¿Luego no es verdad lo que digo? Y el otro con una risa falsa le dijo: Eso y mucho más es verdad: y vuesa merced sabe poco de palacio, que aquí el doblez y la ficción están en su lugar: no hay verdad, sino lisonja y mentira, y el que no la trata no puede valer en palacio. Desde que nací me crié en él, y aunque mi padre me avisaba de esto mismo, nunca le vi medrar, sino cuando decía mal de algún ausente, que como sea dicho con donaire. como él lo decía, alegra el ánimo, endulza el oído, atrae la voluntad, y saca risa de los pechos melancólicos. Y llevárase el diablo, dije yo, a quien lo dice, y a quien escucha, y a quien incita a que se diga, y a quien tiene tan ruin opinión, y a quien lo consiente, pudiéndolo estorbar que no se diga. Y querer nadie hacer ley de su mala condición y costumbre en las cosas de palacio, es yerro notable y digno de castigo, que todos estos son actos que tienen su principal descendencia y origen de la antiquísima casa de la envidia. Pasión infame, engendrada en pechos que piensan que el bien ajeno ha de redundar en daño suyo, desnudos de partes y merecimientos, la cual envidia es la más perniciosa de todas; porque como tiene su fundamento en un pesar del bien ajeno, todo el tiempo que dura en aquel la prosperidad, dura en este la malicia, y sin tasa ni elección, porque el mismo en quien se halla tan abominable inclinación, en todo se opone al menor, porque no se iguale, y al igual, porque no le deje atrás, y al mayor, porque no le sujete. ¡Qué templado está a lo viejo! dijo el hablador. ¡Y qué destemplado está él a lo moderno! dije yo. Y prosiguió diciendo: ¿Entre los religiosos y religiosas, puede negarme que no son muy ordinarias las envidias sobre las elecciones de superiores, y oficios? Cuando las haya, que pocas veces las hay, dije yo, al fin son sobre cosas honradas, de mucha calidad e importancia para su Religión, y cada uno sigue el bando que mas le parece conveniente para cosas de tanta substancia: pero en palacio, ¿sobre qué es la envidia, sino sobre unas calzas viejas que desechó el señor por más que viejas? ¿o sobre hacerse secretario de lo que es público en la boca de todos? Pues quiero que entiendan los habladores y zizañeros de palacio, que ya con su argentería falsa pueden traer enlabiado al señor, en tanto que por la tierna edad se deja llevar de congraciadores, que al fin son descendientes de sangres alimentadas con virtud y valor de ánimo, y han de caer en la cuenta mejor que en el yerro, y conocer lo que es bien y mal, y premiarlo conforme a la intención con que ha corrido. Preguntó aquel gentil-hombre: ¿Pues no ha de tener el Príncipe criados, que por la reputación del señor sepan cumplir de palabra con los mercaderes, y entretener los acreedores a quien deben? Eso, dije yo, es lo que menos importa a los señores, porque los tales criados no mienten por entretener las trampas de los señores, sino por dilatar las que ellos hicieron a vueltas de ellos. Mas pregunto, ¿es forzoso que por estar un hombre ocioso y vicioso, ha de servir toda la vida, sujeto a las costumbres envejecidas de los que no pretenden más de vivir y morir, y por levantarse tarde y ejercitar la poltronería, han de estar todo el día arrimados a la pared, como ánima de gigantón en puerta de taberna? Bien sé que no han de ser todos soldados, ni todos estudiantes, oficiales y sacerdotes, que servirse tienen las gentes de las gentes y los Príncipes de los hombres que sean hombres, que no profesan la adulación por comer y holgar. Estudien, lean, aprendan algo de virtud, que no ha de ser todo congraciarse con el señor, derribando al uno, desacreditando al otro, y amenazando a aquél, y enfadando a todos. Sobre cosas que no tienen más calidad, ni cantidad, que comer y pasearse, y a la vejez contar historias, que ni las vieron, ni las leyeron, ni aun quizá las oyeron, que la necesidad los hace inventores. Ya se me iba desatando el frenillo contra la vida de palacio, como el estómago estaba desocupado y las partes orgánicas obraban más desenvueltamente, cuando entraron hachas encendidas, alumbrando toda la casa, que sirvió la visita de que por una saetía entrase la luz a la mesa de los doce pajes, y acudiendo cada uno a sus obligaciones, quedé tan solo, que pude desamparar las mías en el tinelo, y deslicéme lo más calladamente que pude sin despedirme de nadie, ni hablar palabra, volviendo de cuando en cuando el rostro atrás, por ver si me seguían por la cosa que había hecho en el regalo mondonguil, que no comí, ni comiera, y en verme libre de aquel carnero de huesos mondos, entendí que me había escapado de alguna mazmorra de Argel. Fuime a mi posadilla, que aunque pequeña, me hallé con una docena de amigos que me restituyeron mi libertad, que los libros hacen libre a quien los quiere bien. Con ellos me consolé de la prisión que se me aparejaba, y satisfice el hambre con un pedazo de pan conservado en una servilleta, y a la dicta con un capitulo que encontré en alabanza del ayuno. ¡Oh libros, fieles consejeros, amigos sin adulación, despertadores del entendimiento, maestros del alma, gobernadores del cuerpo, guiones para bien vivir y centinelas para bien morir! ¿Cuantos hombres de obscuro suelo habéis levantado a las cumbres más altas del mundo? ¿Y cuántos habéis subido hasta las sillas del cielo? ¡Ola libros, consuelo de mi alma, alivio de mis trabajos, en vuestra santa doctrina me encomiendo! Reposa aquella noche muy poco, porque como el sueño, que se dió para descanso del cuerpo, se hace de vapores cálidos y húmedos que suben del estómago, y manjar al cerebro, y yo estaba casi en ayunas, fué tan poco mi sueño, que a las seis de la mañana estaba ya vestido. Santigüéme, y encomendándome al Autor de la vida, fuime a un humilladero del bendito Ángel de la Guarda, que está de la otra parte de la puente Segoviana. El día amaneció claro, y el sol grande, y de color amarillazo. Fuera de esto en un rebaño de ovejas que encontré cerca de la puente vi que los carneros se topaban unos con otros, y de cuando en cuando alzaban los ojos al cielo; eché de ver la tempestad que amenazaba al día y dime prisa para volver pronto. Fui a rezar, y en acabando llegó el ermitaño a mí, que me pareció ser hombre de buen discurso, y me dijo: No hará tan buen día como hizo el del bienaventurado San Isidro, si se halló vuesa merced aquí. Si me hallé dije yo, y he conocido las mismas señales del mal tiempo, por donde este día no se parecerá al otro. Cierto, dijo el ermitaño, que miré desde este alto, y se me representó con la mucha cantidad que había de coches y carros, una hermosa flota de navíos de alto bordo, que me trujo a la memoria algunas que he visto en España y fuera de ella. En el mismo concepto, dije yo, estuve aquel día que venía con un poco de gota, con el espacio y remanso que requiere tal enfermedad, y me acordé de la armada de Santander, que tan hermosa apariencia tuvo, y tan mal se logró. Llegando al medio de la puente me llamaron para subir en un coche dos caballeros del hábito eclesiástico, de muy gallardos entendimientos, acompañados de prudencia y bondad. Subí, y apenas estuve en el coche, cuando se alborotaron los caballos por una superchería que usó un hombre de a caballo con un hidalgo de a pie, de muy buena suerte, sobre haber sido estorbo para no hablar a su comodidad con una cuadrilla de cien mujeres que ocupaban un coche ajeno, que en cogiéndole prestado cabe dentro todo un linaje y toda una vecindad. Alborotada la flota carrozal, llegose cerca de nosotros el autor de la pesadumbre, muy ufano de lo que había hecho. Díjole uno de aquellos dos caballeros, Bernardo de Oviedo: Si fuera licito a los hombres hacer todo lo que pueden, no se fuera vuesa merced riendo de la sinrazón que ha hecho. Respondió el otro: Vuesa merced no debe de saber qué cosa es ser enamorado. a lo menos, dijo Bernardo, sé que el amor no enseña a hacer cosas ruines. Pasó acaso por allí el Maestro Franco con su mula, y dijo el agresor: No se desconsuele vuesa merced, que por lo menos ha granjeado la voluntad de doce mujeres, que con esa hazaña y doce pasteles de costa, irán a decir que vuesa merced es un Alejandro y un Escipión. ¿Huélganse conmigo, dijo el valiente? Pues vive Dios que si no fueran clérigos había de pasar el negocio adelante. Pues por eso, dijo el Maestro Franco, lo hizo Dios mejor, que sin quedar vuesa merced descomulgado nos ha dado harta materia para reír.

A todo esto estaba muy colérico cierto gentil hombre que iba allí, de buena conversación y poca substancia, y dijo: ¿Es posible que ha tenido aquel hidalgo paciencia para no vengarse de su agravio, aunque le hicieran pedazos? ¿De cuál agravio? dijo Bernardo. Él anduvo muy bien en no hacer diligencia donde no había de aprovechar, y los agravios que no caen sobre materia, no tocan a la honra, ni aun a la ropa, si bien perturban el ánimo. Jugando suelen decir mil disparates los que pierden, como decir: cualquiera que se huelga que pierda, miente, y es un cornudo. Hase de reír de esto, porque nadie dió materia para la desmentida, y llamase materia la ocasión de agravio hecho con palabras, o con obras, sobre que caiga la venganza. Si dándole a un jumento de varazos, le alcanzan a dar a un hombre, o si jugando al mallo o a los trucos le aciertan a dar un palo, no tiene de que sentirse, porque aquel agravio no cayó sobre materia, y la paciencia en semejantes casos arguye mucho valor de ánimo. Ea, señor, dijo el otro, que la paciencia en tan notorias injurias descubre pocos hígados en quien ordinariamente la tiene. Por tres cosas, dijo Luis de Oviedo, tiene un hombre paciencia notable, o por no entender bien las cosas del mundo, o por templanza natural de condición, o por virtud adquirida de muchos actos; y el que sin estas tres cosas sufre injurias que no puede remediar, manifiesta invencible ánimo para ellas, y menosprecio para quien las hace. Al tiempo que acababa esta conversación con el ermitaño, vi todo el cielo revuelto y turbado, fuime a despedir para irme, y él me detuvo diciendo, que antes que acabase de pasar la puente me cogería la borrasca: dentro de poco espacio fué tan grande la tempestad de truenos, relámpagos y rayos, que la creciente en menos de media hora casi vino a cubrir los ojos de la puente, y fué forzoso cerrar las puertas del humilladero, que combatidas del aire, hicieron mucho en no rendirse a su violencia. Mejor está vuesa merced aquí, dijo el ermitaño, que no en el camino. Qué mejor, dije yo, que estando en la casa del mismo defensor de nuestras almas y cuerpos, criado para eso de la inefable bondad del Eterno Padre; más bien guardados estamos que fuera de ella. Guarda a quien no solamente la heredad de Dios reverencia y conoce: pero aun la antigüedad, ciega de la lumbre de Fe, tuvo grande veneración, dedicándole templos, y levantándole altares en nombre del genio, que así llamaban los antiguos al benditísimo Ángel Custodio. ¡Jesús, y qué continuos e inciviles truenos! ¡qué gruesa piedra! ¡qué perseverancia tan grande! Desde que yo vine a Castilla, nunca entendí que fuera tan sujeta a tempestades tan desatadas como las que muchas veces he visto, que en mi tierra, por ser llena de grandes montañas muy altas y sujetas a la fuerza de los vientos, no es tan de admirar que se vean estos tan arrebatados turbiones, mezclados con vientos y granizo. ¿De dónde es vuesa merced? dijo el ermitaño. Yo, señor, respondí, soy de Ronda, ciudad puesta sobre muy altos riscos y peñas tajadas, muy combatida de ordinario de ponientes y levantes furiosos; de manera que si fueran los edificios como estos, se los levaran tormentas. Nunca he sabido hasta ahora, dijo el ermitaño, de dónde fuese vuesa merced, aunque le conocí en Sevilla, y le comuniqué en Flandes y en Italia. Miréle con cuidado, y haciendo reflección, conocíle, que había sido soldado donde dijo; holgueme, y abracélo, y supe de él que se había retirado a la soledad de los montes algunos años a servir a Dios, y por haber enfermado se vino a poblado, o cerca de él, a pasarla vida cremítica, dándole a Dios lo que le quedaba. Aunque la furia del argavieso no duró más de una hora, el agua que tras él se siguió duró sin cesar hasta el día siguiente, con furia de vientos deshechos. El buen ermitaño se halló con carbón, encendió un brasero, e hízome quedar a comer con él, de lo que Dios le había enviado por mano de gente muy devota, de que hay mucha abundancia en Madrid.




ArribaAbajoDescanso IX

Cerradas las puertas del humilladero, para defensa del viento, y encendido el carbón para la del frío, estaba el lugar abrigado y apacible, que el armonía que el aire hace con el ruido de las canales produce una consonancia agradable para las orejas y no para el cuerpo, que en esto se diferencia el oído del tacto, que hay cosas que tocadas son, buenas, y oídas son malas, y al contrario. Comimos, y encerrados todo el día con la oscuridad, la noche y día fueron todo noche. Tornó el ermitaño a repetir su primera pregunta, y como estábamos ociosos, y encerrados, sin tener otra ocupación, tratamos de lo que se nos ofreció. Preguntome dónde había estudiado, y cómo me había divertido tanto por el mundo, siendo de una ciudad tan apartada del concurso ordinario, y que para la cortedad de la vida humana tiene bastantes y sobrados regalos para pasar con alguna quietud. Yo le respondí a todo lo que me preguntó: Aunque aquellos altos riscos y peñas levantadas, por la falta de la comunicación, despertadora de la ociosidad, y engendradora de amistades, no son muy conocidos; con todo eso cría tan gallardos espíritus, que ellos mismos apetecen la comunicación de las grandes ciudades y Universidades, que purifican los ingenios, y los hinchen de doctrina, por donde hay vivos en este tiempo varones, con cuya salud se alegra, con tanta aprobación de hombres doctos, que no tienen necesidad de la mía. Tuvimos allí un gran maestro de gramática, llamado Juan Causino, no de los que dicen ahora Preceptores, sino de aquellos a quien la antigüedad dió nombre de gramáticos, que sabían generalmente de todas las ciencias, doctísimo en las humanas letras, virtuoso en las costumbres, dechado que obligaba a que se las imitasen, las cuales enseñó juntamente con la lengua latina, en que hacía muy elegantes versos. Era naturalmente manco de ambas manos; pero de los más respetados y temidos a fuerza de virtud propia; lo cual granjeó con enseñar silencio más que hablar, porque decía él muchas veces que el hablar era para las ocasiones forzosas, y el callar para siempre. De esto, y la lengua latina, si no fuí de los mejores discípulos, tampoco fuí de los peores.

Estando yo razonablemente instruido en la lengua latina, de manera que sabía entender un epigrama y componer otro, y adornado con un poco de música, (que siempre han tenido entre sí algún parentesco estas dos facultades), por la inquietud natural que siempre tengo y he tenido, quise ir a donde pudiese aprender alguna cosa que me adornase y perfeccionase el natural talento que Dios y naturaleza me habían concedido. Mi padre, viendo mi deseo e inclinación, no me hizo resistencia, antes me habló a su modo con la sencillez que por allá se usa, diciendo: Hijo, mi costilla no alcanza a más de lo que he hecho, id a buscar vuestra ventura, Dios os guíe y haga hombre de bien; y con esto me echó su bendición, y me dió lo que pudo, y una espada de Bilbao, que pesaba mas que yo, que en todo el camino no me sirvió sino de estorbo. Partime para Córdoba, aunque llegué entero, que es donde acude el arriero de Salamanca, y allí vienen de toda aquella comarca los estudiantes que quieren encaminarse para la dicha Universidad. Fuime al mesón del Potro, donde el dicho arriero tenía posada, holgueme de ver a Córdoba la llana, como muchacho inclinado a trafagar el mundo. Fuime luego a ver la Iglesia mayor, por oír la música, donde me di a conocer a algunas personas, así por acompañar a mi soledad, como por tratar gente de quien poder aprender; que realmente con la poca experiencia y haberme apartado poco había de mis padres y hermanos, acto que engendra encogimiento en los más gallardos espíritus, viendo que en aquella ausencia era forzoso, y que la fortuna nos acomete en cobardía, animéme lo mejor que pude, diciendo: la pobreza me sacó, o por mejor decir, me echó de casa de mis padres, ¿qué cuenta daría yo de mí si me tornase a ella? Si los pobres no se alientan y animan a si propios, ¿quién los ha de animar y alentar? Y si los ricos acometen las dificultades, los pobres ¿por qué no acometerán las dificultades, y aun los imposibles, si es posible? Enternézcome con la memoria de mis hermanos; pero esta se ha de olvidar con el deseo de poderles hacer bien; y si no pudiere, a lo menos habré hecho de mi parte lo posible y obligatorio. No se vienen las cosas sin trabajo; quien no se anima de cobarde, se queda en los principios de la dificultad; si no hago más que mis vecinos, tan ignorante me quedaré como ellos; ánimo, que Dios me ha de ayudar. Fuime a mi posada, o a la del mesón del Potro, y púseme a comer lo que yo pude, que era día de pescado: en sentándome a la mesa, llegose cerca de mí un gran marchante, que los hay en Córdoba muy finos, que debía ser vagamundo, y me oyó hablar en la Iglesia mayor, o el diablo hablaba en él, y díjome: Señor soldado, bien pensará vuesa merced que no le han conocido, pues sepa que está su fama por acá esparcida muchos días ha. Yo soy un poco vano, y no poco: creímelo, y le dije: Vuesa merced ¿conóceme? Y él me respondió: De nombre y fama muchos días ha, y diciendo esto sentose junto a mí, y me dijo: Vuesa merced se llama N. y es gran latino, poeta y músico: desvanecime mucho y convidélo si quería comer: él no se hizo de rogar y echó mano de un par de huevos y unos peces y comiolos; yo pedí más, y él dijo: Señora huéspeda (porque no posaba en aquella posada) no sabe vuesa merced lo que tiene en su casa; sepa que es el mas hábil mozo que hay en toda la Andalucía: a mí diome más vanidad, y yo a él más comida, y dijo: Como en esta ciudad se crían siempre tan buenos ingenios, tienen noticia de todos los que hay buenos en toda esta comarca. ¿Vuesa merced no bebe vino? No señor, respondí yo. Hace mal, dijo él, porque es ya un hombrecito, y para caminos y ventas, donde suele haber malas aguas, importa beber vino, fuera de ir vuesa merced a Salamanca, tierra frigidísima, donde un jarro de agua suele corromper a un hombre: el vino templado con agua da esfuerzo al corazón, color al rostro, quita la melancolía, alivia en el camino, da coraje al más cobarde, templa al hígado, y hace olvidar todos los pesares: tanto me dijo del vino, que me hizo traer de lo fino media azumbre, que él bebiese, que yo no me atreví. Bebió el buen hombre, y tornó a mis alabanzas, y yo a oírlas de muy buena voluntad, y al sabor de ellas a traer más comida, tornó a beber y a convidar a otros tan desengañados como él diciendo que yo era un Alejandro, y mirando hacía mí, dijo: No me harto de ver a vuesa merced, que vuesa merced es N. Aquí está un hidalgo, tan amigo de hombres de ingenio, que dará por ver en su casa a vuesa merced doscientos ducados.

Ya yo no cabía en mí de hinchado con tantas alabanzas, y acabando de comer, le pregunté quién era aquel caballero. Él dijo: Vamos a su casa, que quiero poner a vuesa merced con él. Fuimos, y siguiéndole aquellos amigos suyos, y del vino, y yendo por el barrio de San Pedro, topamos en una casa grande un hombre ciego, que parecía hombre principal, y riéndose el bellacón, me dijo: Este es el hidalgo que dará doscientos ducados por ver a vuesa merced. Yo corrido de la burla le dije: Y aun por veros a vos en la horca los diera yo de muy buena gana. Ellos se fueron y yo quedé muy colérico y medio afrentado con la burla, aunque dijo verdad, que el ciego bien diera por verme cuanto tenia. Esta fué la primera baza de mis desengaños, y el principio de conocer que no se ha de fiar nadie de palabras lisonjeras, que traen el castigo al pie de la obra. ¡De qué podía yo envanecerme, pues no tenía virtud adquirida en que fundar mi vanidad! La poca edad está llena de mil desconciertos y desalumbramientos; los que poco saben fácilmente se dejan llevar de la adulación. Yo me dejé engañar con aquello que deseaba hubiera en mí, pero no es de espantar que un hombre sencillo y sin experiencia sea engañado de un cauteloso; mas será digno de castigo si se deja engañar segunda vez. No tenía de qué correrme por lo hecho, sino de qué aprender para adelante a desapasionarme de las cosas del mundo; pero al fin me lastimó la burla de manera, que no siendo amigo de venganzas, quise probar la mano. a ver si sabría dar una traza para que me la pagase aquel burlador. Había otros estudiantes esperando al mismo arriero, híceme camarada con ellos, y comenzamos a pasear juntos. Yo me quité el vestido de camino y me vestí una sotanilla y ferreruelo negro de muy gentil ventidoseno de Segovia, y trújelo de manera, que los estudiantes lo conociesen bien, y luego me torné a poner de camino. El bellaco del burlador vino a la tarde, riéndose mucho, y yo más, porque no entendiese que me había corrido; díjele: que quería por mi amigo a hombre de tan buen gusto, y entre los dos y sus amigos reímos el disimulo con que había comido y hablado. Él tenía conocimiento, no muy sencillo, en una casa donde se daba de comer razonablemente, y a precio convenible, y así me dijo, que quería que comiese yo allí siempre, porque nos harían cortesía; yo le dije: Si haré, con tal que vuesa merced coma conmigo, pero estoy esperando un mercader que acude a las ferias de Ronda, para quien traigo una libranza de cien ducados, y hasta que él venga, no lo puedo pasar muy bien. No le dé a vuesa merced pena, dijo él, pensando que tenía lance, que yo haré que le fíen cuanto quisiere. Eso no, dije yo, que tiemblo de tratar de fiar, ni ser fiado, que por ahí se perdió mi padre. Yo le daré a vuesa merced una muy gentil prenda sobre que nos fíen, hasta que venga este mercader. Sea en hora buena, dijo el buen hombre. Fuime a mi casa, y doblando muy bien aquel ferreruelo de ventidoseno, llaméle a solas, de que él se holgó mucho, y díselo para que le llevase por prenda; yendo yo con él, vísele dar, y comenzamos a comer sobre él, el bellacón y los dos estudiantes, y yo estuve siempre alerta, que no pudiese entrar sin mí a la casa donde comíamos, porque no me hiciese alguna treta, como lo tenía pensado, que de la mía no tenía sospecha. Vino el arriero de Salamanca, y tratamos de irnos. El redomazo, como no pudo hacer treta con el cuidado que yo tenia, a lo menos pidiole a la buena mujer una docena de reales sobre el ferreruelo, porque dijo que quería ir fuera: no pudo decírselo sin que yo lo entendiese; díjele: Pues se va fuera vuesa merced, dígale a esa señora que si yo viniere por el ferreruelo con el dinero, me lo dé. Y así lo hizo, que su intención era desaparecerse hasta que se hubiese ido el arriero, y quedarse con la prenda. Desapareciose, y yo fuí a un juez, y le dije con gran sentimiento, y palabras que pudieran moverle, que como había sido estudiante, era fácil el persuadirle, quejándome: Señor, yo soy estudiante, y estoy de camino para Salamanca; habiendo quince días que estoy aquí esperando al arriero, hanme hurtado un ferreruelo que me llegó a veinte ducados, tengo noticia que está en cierta casa, suplico a vuesa merced porque no me desavíe de ir con el arriero, pues sabe vuesa merced, como tan gran estudiante y letrado, en qué caen estas cosas, me mande con justicia restituir el ferreruelo, que el que lo hurtó guardó al punto crudo, porque me faltase tiempo para cobrarlo, y gozar más de su bellaquería. No le valdrá, dijo el juez, que a semejantes trazas se yo acudir con justicia y diligencia. ¡Qué grande maldad que a un pobre estudiante, que quizá no llevaba otra cosa con que honrarse en Salamanca, le querían desaviar quedándose con su hacienda hurtada! Dió luego a un alguacil y escribano comisión para que hiciese la diligencia. Yo repartí entre los dos ocho reales, con que se les encendió el deseo de cumplir con lo mandado por el juez. Fuí con los dos estudiantes a la buena mujer, Dios me lo perdone, y dejando a la puerta el escribano y alguacil, díjele que me sacase el ferreruelo. Sacolo, viéronlo los estudiantes, y conocieron ser el mio. Entraron el alguacil y escribano, y tomados los testigos, la mujer dijo: que no quería dar el ferruelo, sino a quien se lo había empeñado, que era un conocido suyo, hombre muy honrado. El escribano se hizo depositario de él, y en llegando al juez con la información, mandó entregarme mi ferreruelo, dando mandamiento de prisión contra el bellaconazo, que si antes no parecía por lo que quería hacer, después no pareció por lo que quería hacer con él. Fuimonos con el arriero, y habiendo comido a costa suya, lo dejamos en este trance, con que reímos todo el camino. No alabo yo el haber hecho esta pesada burla, que al fin fué venganza, cosa indigna de un valeroso pecho, y que realmente en esta edad no la hiciera: ero quien hace mal a quien no se lo merece, ¿qué espera sino venganza y castigo? Estos hombres vagamundos y ociosos, que se quieren sustentar y alimentar de sangre ajena, merecen que toda la república sea su fiscal y verdugo.

El ocioso siempre piensa en hacer mal, o en defenderse del que ha hecho, y en no pensando en esto, está triste y melancólico. La melancolía facilísimamente acomete a los holgazanes. ¡Qué contento queda uno de estos cuando ha puesto en ejecución una maldad, y qué presto vuelve a estar en su mala intención! La misma vida que trae el ocioso, lo trae arrastrando: por más infelice tengo a un hombre ocioso, que a un enfermo; porque éste tiene esperanza de salud, y la procura con todos los medios posibles; mas los ociosos y vagamundos nunca desean salir de su mal estado: como el que está en galeras muchos años no se halla fuera de aquella miseria, así el ocioso, en ocupándolo, no se halla fuera de su ruin vida. ¡Qué disgustos pasa cuando juega y pierde! ¡Qué desesperación siente cuando ve a los virtuosos bien puestos! ¡Qué carcoma infernal le acomete cuando se ve incapaz de merecer lo que el otro alcanza! Dios nos libre de tan abominable vicio, origen y principio de pobreza, poca estimación, olvido de la honra y ofensa de la Majestad de Dios.




ArribaAbajoDescanso X

Fuimos caminando con el arriero la mitad del camino al pie de la letra, y la otra como tercios de pescado cuando al arriero se le antojaba; que era mozo resuelto, de condición desapacible, enseñado a perder el respeto a los estudiantes novatos, y así nos quiso hacer una burla en un pueblo pequeño, y en parte la hizo; lo uno por llevar sus mulos descansados, y lo otro porque pensó quedándose solo derribar la fortaleza de una mujercita de buena gracia que iba en nuestra compañía, destituyéndola del arrimo y apoyo que llevaba con cierto oficial que se había de casar con ella. Fingió que le habían hurtado un zurrón de dineros, y que la justicia venía a prendernos a todos para darnos tormento hasta avariguar quién lo tenia: y junto con esto juró que nos había de dejar en la cárcel, y caminar con los mulos lo que pudiese, que para muchachos sin experiencia, cualquiera temor de estos bastaba: creímoslo como si fuera verdad averiguada, y encareciólo de manera que nos hizo andar toda aquella noche, tras lo que habíamos caminado el día antes, cinco o seis leguas, y no caminando, sino huyendo por dehesas y montañas fuera de camino, sin guía que nos pudiese alumbrar por donde íbamos; y él se quedó riendo, importunando con requiebros y mal lenguaje a la pobre mujer sola y sin defensa, pero no le sucedió como pensaba, porque el ruido que él había hecho había sido por medio de un alguacilejo amigo suyo: y la mujer como valerosa, después de haberse defendido de la violencia, que con ella quiso usar, tuvo modo como escabullirse de él, y yéndose al Alcalde, le dijo con grandísima acción de palabra y sentimiento, que aquel arriero había hecho una estratagema y maraña muy perniciosa, por aprovecharse de ella y quitarle el remedio que consigo traía: Creyolo el buen hombre, así por conocer la desvergüenza y mal trato del arriero, como por atajar el daño, que a la pobre mujer le podía suceder; y afeándole este caso y la inhumanidad que había usado con los estudiantes, le mandó que diese fianzas, que llevaría muy regalada a la mujer, sin hacerle agravio ni ofensa, y que no le castigaba muy gravemente por no desaviar la jornada a los estudiantes: y amonestole, que mirase cómo procedía, porque le castigaría con todo rigor, sin tener respeto a cosa alguna, si por el camino iba haciendo insolencias. y mandole con esto que se aviase muy de mañana para recoger a los cansados y hambrientos estudiantes. ¡oh arrieros, impía gente y sin caridad! ¡crueles contra su misma naturaleza! No conocen a nadie más de en cuanto le están quitando el dinero. Y así los castiga Dios, porque tienen muchas Posadas y pocos amigos. Todos los géneros de gente aman la Piedad, si no son estos. El día que no hacen alguna burla a los caminantes, no están en sí. Tratan con bestias, y así se van convirtiendo en su naturaleza. No se ha visto que llevando bestias vacías aliviasen del trabajo y cansancio del camino a algún miserable; parece que les falta el uso de la razón natural como a este, que no pudiera uno de ley contraria usar con nosotros más exorbitante bellaquería que hacernos huir de noche, cansados de haber caminado el día antes, sin más ocasión que cometer dos enormes maldades. Ibamos huyendo, y por no ser sentidos, y en tropa, dividímonos cada cual por donde mejor le pareció. Yo seguí una medvereda, que estaba bien cubierta de árboles; hice cuanto pude de mi parte por no quedarme más atrás de los otros, pero mi cansancio era de modo que en poco espacio a ninguno de todos sentía. Puse el oído en la tierra, que de este modo se oyen mejor los pasos aunque estén algo lejos: no sentí cosa que me hiciese compañía. Traspúseme un poco, y luego díme priesa a andar, volviéndome hacia atrás, pensando que iba adelante, y así cuanto más andaba y me apresuraba, menos esperanza tenía de alcanzar los compañeros: hacia las espaldas me parecía que oía perros ladrar algo lejos, que como los compañeros iban apriesa alteraban estos animalejos. Como no estaba ejercitado en caminos, y el día antes se había trabajado en eso, el sueño, como descanso general de todos los miembros, solicitaba sus horas diputadas, y no pudiendo ya más conmigo, rendime al cansancio y al sueño. Topéme con un alcornoque, bien ancho de tronco, y por una parte descorchado, de suerte que formaba un arrimo a modo de alacena, donde pude arrimar y reclinar las molidas espaldas. Dejéme dormir; pero como no se duerme bien sentado, caíme de lado como una cosa muerta. Desperté a cabo de un rato, porque parecía que me andaban hormigas por el rostro, limpiélas con la mano y volvíme del otro lado: torné a recordar, porque sentí lo mismo; pero como el cansancio era tanto, y el sueño tan profundo, aunque algo temeroso de la soledad en que me veía, dejéme caer tercera vez en el mismo lugar. No mucho después, aunque el sueño no mide el tiempo, desperté a una tristísima y cansada voz de un ¡ay! que al parecer salía de las entrañas de la tierra, que hizo en las mías tal armonía, que por poco me faltara el aliento y la vida: mas teniendo la respiración, así por el temor como por tornar a escuchar con atención la dolorosa voz, sentí otra más cerca de mí, que como había unas matas un poco altas, no veía el instrumento de donde salía.

Ya yo estaba casi para espirar, o para hacer alguna flaqueza indigna de hombre de pecho, cuando muy cerca de mí, tanto que veía el bulto, sonó tercera vez la voz diciendo: ¡Ay de mí, más infelice y sola que cuantas padecen cautiverio, servidumbre en las mazmorras de crueles e inclementes moros! ¡ay de mí, la más desventurada que las que han visto despedazar sus hijos en su presencia! ¡ay, más sin remedio y consuelo que las ya condenadas por sentencia de rigoroso juez! ¡Oh sitio maldito, árbol descomulgado, testigo de dos muertes, por quien yo diera mil vidas, si las tuviera! ¿Qué exequias hará quien desea morir sin ellas, siendo homicida de sí propia? ¿Con qué llanto podré entregarme a la rabiosa muerte que tanto huye de mi? ¿Cuántos días y noches vengo a ver si puedo acompañar estos despedazados miembros? Yo me levanté.. y estando ella junto a mí sin hacer movimiento, y yo temblando, me dijo: ¿Eres acaso sombra que vienes enviada de la región de los muertos a llevarme a la compañía de mi esposo y de mi amigo? Si eres de allá, ya sabes que en este mismo lugar adonde estás, mi amante dió la muerte a mi esposo sin consentimiento mio, por gozarme a solas y con libertad, y que en ese mismo árbol el amante, que me había quedado para consuelo, pagó la culpa de su delito. Veslo ahí sobre ti colgado, siendo mantenimiento de aves y animales. Yo, escandalizado, alcé el rostro, y vi, porque ya comenzaba a amanecer, a aquel cuyos gusanos andaban por mi rostro, cuando yo pensaba que eran hormigas: y confieso que con el horrendo espectáculo de la desesperada mujer, y con el hendiente espantajo del árbol, si no hubiera luz, me cayera muerto, cortado y sin fuerzas; mas para no hacerlo, me ayudó el oír los cencerros y campanillas de la recua del arriero, que ya salía del pueblo, porque como arriba dije, pensando que iba delante, me iba hacia atrás, y a él le hicieron salir más de mañana que solía, porque fuese a recoger los engañados estudiantes. Y prosiguiendo la miserable mujer, dijo: Y si eres cosa de este mundo, huye de este execrable lugar, y déjame proseguir mis acostumbradas exequias, desesperado mantenimiento con que me desayuno todas las mañanas: y bien pudo dudar la irremediable mujer si yo era fantasma o visión horrible de los olvidados sepulcros; porque el temor me había chupado los carrillos, alargando el rostro y teñido el color de rojo en pajizo: la falta del sueño me tenía hundidos los ojos a lo último del colodrillo: el hambre prolongado el pescuezo vara y media, y el cansancio desjarretado piernas y brazos, el ferreruelo tenía hecho turbante sobre la cabeza: miren qué figura para no juzgarme por del otro mundo, y no digo lo demás por mi honra. No pude responder palabra, ni ofrecerle ningún favor, porque para mí le había menester. No acertaba a apartarme de aquella más que horrible mujer, de ojos encarnizados y hundidos, nariz prolongada, rostro arrugado y hambriento, dientes amarillos, labios negros, barba aguzada, el cuello que parecía lengua de vaca: torcíase las manos que parecían dos manojos de culebras, y todo lo demás a esta traza. El temor me tenía trabado el entendimiento, y el entendimiento las demás acciones que podían aprovecharme para partirme de ella; pero alentándome lo mejor que pude, y pude muy mal, fuí moviendo los pies como toro desjarretado, maldiciendo la soledad, y a quien quiere andar sin compañía; considerando qué bien puede traer, si no es estas cosas y otras peores; ¿qué temores no trae? ¿que imaginaciones no engendra? ¿qué males no causa? ¿qué desesperaciones no ofrece? Los que tienen aborrecida la vida, buscan la soledad para acabarla de presto. Quien huye la compañía, no quiere ser aconsejado en su mal. ¿Hay más apacible cosa que la compañía? ¿ni más odiosa que la soledad? ¿cuántas desdichas, cuántos robos, cuántas muertes suceden cada día por ir sin compañía? ¿cuántas venganzas se ponen en ejecución, que no se pondrían sino por la soledad? Al solo nadie le va la mano en el mal, ni le ayuda en el bien. ¡Ay del solo que si cae, no hay quien le ayude a levantar! Ándese quien quiera solo, que la soledad sólo es buena para Santos o para poetas, que los unos tratan con Dios, que los acompaña, y los otros con su imaginación, que los desvanece.



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