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Viñetas del sardinero

Relaciones


José Ortega Munilla



Portada





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ArribaAbajo- I -

A través de Castilla
(Paisajes)


Santander (junio del 80).

La selección natural explica muchos fenómenos de la vida del hombre. Los partidos se forman de esa manera, colocando a la derecha los linfáticos, a la izquierda los nerviosos, de donde resultan los conservadores y los fusionados. En el teatro, cada noche de estreno se libra una batalla entre los partidos literarios que por selección natural también se reparten las opiniones. Llega el desenlace, muere, como es de reglamento ahora, el inocente a manos del traidor, y uno dice clavando las uñas en los brazos de su butaca:

-¡Qué picardía!

Mientras otro dice, apartando los ojos de la escena con desdén:

-¡Qué tonterías!

El primero es nervioso; el segundo linfático.

Pues bien: las gentes que ahora se marchan de Madrid, anticipándose al verano natural, en   -6-   busca de un fresco que aún no ha faltado realmente a los cortesanos, son todos ellos seres nerviosos, llenos de impaciencia, gobernados por el capricho, que no tienen paciencia para aguardar los sucesos, quiero decir, los calores, y salen en busca del mar.

De este efecto de la selección natural, resulta que los primeros trenes del verano son el bagaje de los que padecen ataques de nervios, convulsiones y desmayos; de las señoritas que se asustan cada vez que silba la máquina, de los muchachos que esperan ver rodeado de bandidos el wagon a cada momento. Trenes de donde salen gritos de espanto, exclamaciones de admiración frente a un panorama bello, maldiciones a la ignorancia humana, que sólo ha inventado hasta ahora esas carretas de vapor, guiadas por el dios del descarrilamiento, que se llaman locomotoras; y una serie de «¡ah! ¡oh! ¡uf!» que contiene toda la gama de las interjecciones posibles.

Los nerviosos han estado de moda en la política y lo estarán siempre en el arte; pero es temperamento con el cual, según decía Buffon, se hace poco dinero.

El dinero de los nerviosos se lo llevan los linfáticos.

Porque el inglés es un ser linfático por excelencia.

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Antes de llegar a la arenosa orilla, el tren atraviesa un mar de tierras llanas, sin árboles, sin casas, triste. Las estaciones se destacan en medio de leguas de desierto como una casita de cartón en una mesa de billar. A veces se descubre medio oculta entre los sembrados una cabeza morena, cubierta de sombrero de paja, y sus brazos, vestidos de blanco lienzo, van y vienen segando con hoz que, al brillar bajo el sol, parece hecha de un rayo. Cada diez leguas se ve un árbol, uno sólo, desesperado, lleno de penas, aburrido y dispuesto al suicidio. Todos los pájaros de la provincia acuden allí a fingirse una primavera imaginaria. Es el Biarritz de aquel contorno para la gentecilla alada. Las verdes hojas del arbolejo palpitan de continuo al vibrar de alas y cánticos con que un pueblo gracioso de gorriones, pitirrojos y calandrias lo invade. Y el árbol, ahogado bajo la lluvia de polvo incandescente que apergamina y seca sus mustios faralaes de bayadera pobre, se pierde de vista a lo lejos, quedando grabado en la imaginación con este nombre: el quitasol de la tristeza.

Esa llanura castellana, que puede compararse, cuando están prietos y amarillos los sembrados, a un mar de oro, tiene un navío que cruza sus inmensos espacios. Es la galera, la anticuada   -8-   galera que en Madrid no se ha visto desde el año 27. Recias mulas la arrastran, y bajo el movedizo toldo de encañadura, van las señoritas del lugar vecino a la feria del lugar próximo, y se ven rostros bonitos y saludables, a los cuales no puede el amor poner pálidos, cabellos peinados al desgaire, manos sin guantes, robusteces envidiables y hermosas, torsos dignos de Diana y ojos dignos de figurar en la Osa Mayor (en la constelación de este nombre). ¡Ah! Esas galeras llevan la alegría bajo su toldo, y el amor a su vera, en un caballo negro montado por un fornido y esbelto mozo.

Vosotros, cortesanos empedernidos, tendréis muchas cosas buenas, pero no tendréis nunca estas encantadoras señoritas de pueblo, en las cuales ha venido a refugiarse el idilio clásico.

El mar y la llanura tienen pequeñas industrias, alivio de la pobreza, en su seno inagotable. Chicuelas descalzas y muchachos desnudos van por los trigos buscando espárragos y achicorias. Enjambres de niños merodean los tesoros del mar, espiando en sus orillas la ocasión de atraparle un cangrejo o una docena de almejas.

Preguntadle a uno de éstos cuánto gana y os responderá:

-Según... Si el día se da bueno y cogemos   -9-   treinta sardinas, siempre venimos a sacar seis cuartos.

Se acuestan en la arena mojada de la playa, y el mar que viene a lamer sus pies les hace soñar que están acostados en una gran cuna donde columpian su sueño las tempestades, esas terribles hijas de los amores del viento y la electricidad.

¡San Juan! ¡San Juan! Ya llega el santo; ya empiezan a dibujarse en la azul esfera su banderola bordada de estrellas y su cordero, que está representado por una nube blanca; ya se disponen las muchachas a consultar su horóscopo. Aquel día el sol viene con sus más dorados rayos a iluminar el seno de las aguas que centellean al moverse, diciendo en su ignoto lenguaje a los amantes mil cosas felices. Hay dos noches de San Juan célebres en la literatura: la del Sueño de una noche de verano, y la de Pepita Jiménez.

Ya sabéis lo que le pasó aquella noche a Pepita Jiménez.

Cuando acaba la llanura castellana, la Naturaleza sonríe, cuelga guirnaldas de yedra en los peñascos, viste los troncos de los árboles de dalmáticas   -10-   de aterciopelado musgo, agita el incensario de los tornillos y hace que los helechos abaniquen al aire como un esclavo al sultán dormido. El agua se filtra por todas partes, enreda los mil hilos de sus arroyos como un peine de cristal en las cabelleras verdes de los juncos, se derrumba en pequeñas cascadas, y luego descansa en lagos tranquilos que, divisados entre el ramaje, parecen pedazos de espejo. Se descubren esquinas de casitas campestres, tejados envueltos en nubes de golondrinas, puentecillos de tablas bajo los cuales ruge un Niágara pour rire, vacas que pastan en la boca de un abismo, grandes zonas de mar que las agudas rocas colocan en irregulares mareos de vegetación, y playas que bajan llenas de sembrados hasta las olas, y en las cuales labriegos pescadores atan la amarra de b barcaza en la reja del arado.



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ArribaAbajo- II -

En la montaña
Solares.- La Cavada.- Liérganes.- Pamanes


Perdemos de vista a Santander. Allá queda en la brama la línea de casas suntuosas del muelle, sobre cuyas fachadas se cruzan, formando red de palos y cuerdas, los mástiles y jarcias de los navíos. Vamos en la cubierta del Corconera, un vaporcito de hélice que taja la mar con bravura. La línea de árboles del paseo do la Alta encierra a lo lejos la plaza en un cordón extensísimo. Parecen gigantescos y esquivos guardianes que, apoyados en el arma, velan sin cesar. Una nube gris se enreda en estos árboles; va avanzando hasta encapotar todo el horizonte urbano; el vapor vira... y penetramos en un brazo de mar que escarba en las orillas con sus dedos de espuma. Prados verdes bajan a buscar el agua salada; hay chopos sumergidos que agitan su cabeza sobre las olas como un nadador desesperado; pinazas tejidas de rojo por   -12-   el mineral de hierro que transportan, ostentan en sus tablas manchones sangrientos como reliquia de cruenta batalla; un aéreo puentecillo flotante nos ofrece su escalinata... ¡Arriba! ¡Tierra firme! A esto lo llaman los geógrafos el Astillero. Lindas casitas blancas que sonríen entre árboles; una iglesia de no mala traza arquitectónica; mucha gente; muchos carruajes; señoritas vestidas de blanco y con sombrillas azules; pasiegos abrumados bajo el peso del cuévano -ese domicilio ambulante-; gentes de todas especies, provistas de paraguas. ¡Sabia precaución! Aquí el agua está eternamente suspendida en la atmósfera y amaga caer de continuo... ¡Ya cae! Su barniz cristalino limpia los helechos del camino, lava el monte de Cabarga, raya el horizonte de mil líneas grises, entre las cuales se adivina la silueta del demonio de la turbonada, un demonio cuya misión se reduce a dejar a la humanidad calada hasta los huesos.

¡Solares, Solares! Humilde pueblo, puesto en el rincón más hermoso de esta provincia, en el centro de un panorama de campos siempre verdes y frescos, que desde las orillas del río Miera contempla los prodigios de paisaje que este artista hace a la aguada en sus dos leguas de camino terrestre... Llegamos, llegamos a ti. Entró la noche con nosotros. El silencio domina al pueblo. Cerráronse las puertas de toda humana vivienda. El sapo pone en música la idea de la monotonía cantando entre la   -13-   hierba húmeda: «Yo, yo, yo». Éste es el único ruido que de sí echan los campos. ¡A dormir!

Es día de San Juan y se celebra romería en la Cavada. Atravesamos en el trayecto una feria de ganado vacuno. Todo el camino es un rosario de hombres que van a vender vacas y de vacas que van a ser vendidas. Distintos aspectos del mismo tipo nos enseñan los rasgos característicos del montañés de esta comarca. Alta estatura, fisonomía franca y abierta, ojos claros, recia complexión. La esposa acompaña al marido. Delante va sonando su cencerro la pacífica vaca, y a su lado trota y trisca el jato que a veces alarga el húmedo y hambriento hociquillo para buscar en la ubre materna regodeo y alimento. Detrás va el matrimonio; la mujer vestida de nuevo, con chillón pañuelo en el talle y el paraguas de lienzo en la mano. Este paraguas es inmenso. Tiene más tela que las velas de un bergantín, y al abrirse, el campo se nubla, y esposo, esposa, prole y ganado quedan protegidos de la tormenta. Pereda ha pintado estas cosas con tanta maestría, que no intento reproducirlas. Él hizo el cuadro. Yo le apunto en esta hoja como en el catálogo de un museo.

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Ahora llegamos a Cavada, ex-sitio real, o sitio ex-real, o como se deba decir. Ello es que aquí hubo grandiosa fundición de que vestigios enormes por todas partes se descubren. Tapias húmedas y hundidas, tejadillos chafados, capillas en que ya sólo ofician las lechuzas, cantando la epístola de las tinieblas el búho, un arco que ostenta el blasón de Carlos III, un puente adornado con grandes pedazos de hierro, memoria de la fundición. El río moja dos cañones sumergidos que han venido a ser batería de las ranas. Una espantable roca avanza sobre el pueblo, y le intenta construir un dosel. Parece que va a desprenderse, y entonces la imaginación cree ver hundirse el puente, agitarse machacadas las ruinas; moverse como mandíbulas flojas de esqueletos famélicos las ventanas de la fundición, sacar los árboles los pies de la tierra para huir de la catástrofe, y el puñado de humanidad que allí vive perecer como el enjambre de hormigas bajo la pezuña hendida del buey... Pero no hay miedo. Esa roca ha prometido no venirse abajo, y lo cumplirá. Tienen palabra las rocas. Son gente de peso. Además, ¿dónde tendría mejor puesto ni mejores acompañantes? Higueras bravías, guinderas y avellanos le han tejido un traje estupendo de elegancia. La hiedra puso el bordado y le industrió los faralaes de encaje y los festones repiqueteados y los caireles vistosos. Desde allí ve la alameda más hermosa y prieta de Europa,   -15-   ve una fábrica de hilados, ve rincones deliciosos de vegetación viciosa, llena de lujo y gracia, ve a los hombres como granos de pólvora, y puede que vea el mar relampagueando a lo lejos y parecido a un espejo que moviera el señor de Eolo delante del sol para fascinar a la tierra. Esta cita clásica vale la pena de un punto y aparte.

Nada, nada queda de la antigua realeza de la cavada. Un rastro negro de pedazos de escoria va llevando adonde estuvo la fundición. Pero al llegar se cree uno engañado. Sólo se puede descubrir un a modo de enorme pozo, poblado de cantidad de zarzas, higueras y las otras plantas con que topó don Quijote en la cueva de Montesinos. Arrojad una piedra. Deben salir mil pajarracos negros y grises, de ésos que tienen los ojos en línea recta y que miran con miradas de otro siglo caduco a los que van a turbar su reposo. Allá abajo, en este hueco que fue grandiosa fábrica, deben dormir en lecho de musgo los gnomos guardadores del hierro que por todas partes asoma sus vetas rojizas y negras. Al sentir el ruido de la piedra que arrojasteis y que sonara adentro como el aldabón de un palacio a que no se llamó en muchos siglos, movimientos de pies perezosos, chasquido de espinas dorsales que se incorporan, castañeteo de manos   -16-   descarnadas que vuelven a coger el olvidado martillo. Llamaradas rojas y sulfúreas se escaparán de la apagada fragua, el alto horno se incendiará como un volean, el ejército de herreros saldrá de su fosa y en esqueleto; pero manejando reciamente las herramientas formará círculo en torno a la bigornia, y allí golpearán de lo lindo. ¡Horrible escena! Todo eso pasó y murió. ¡Bien muerto! Donde se labraba el cañón que preñado del hierro de Marte, como diría un poeta clásico, vomitaba la muerte, un violinista popular ejecuta una polka. Sobre la verde pradera, cuyo césped, tiene un matiz brillante, casi dorado, hay círculo gallardo de señoritas de los pueblos vecinos. En vez de la comparsa de esqueletos, un corro de bailarinas muy bonitas. Aquí no manda el dios de las fraguas, sino Cupido.

Más arriba, en medio de una frondosidad inverosímil, está Liérganes. Cerros aviesos le rodean, y desde abajo parecen enormes encías de donde han arrancado todas las muelas. El mismo pueblo diríase que tiene dolor de muelas, según es de triste. Las nubes no le dejan respirar atmósfera inundada de sol. La vegetación crece, crece, crece. Es una primavera eterna la suya; pero primavera lúgubre, como la de los invernaderos. Aquí el establecimiento   -17-   de baños pone una gota de láudano en el dolor de muelas del pueblo. Un edificio moderno y blanco sonríe más allá. En cambio, a la derecha, diez o doce casas negruzcas se amontonan y se empujan unas a otras, simulando la mano nerviosa que oprime la encía dolorida, y varios muros recién dados de cal hacen el efecto del almidón que, por remediar el acceso, se impone en la mejilla. Salgamos de Liérganes. Antes de ello, la amistad nos tiene dispuesta espléndida mesa, y una mano amiga nos hace los honores del pueblo. Estrechémosla y partamos.

Una calleja tortuosa nos lleva a Pamanes. Allí levanta sus cubos macizos el castillo de los condes de Hermosa, buena fábrica, bien conservada por defuera, a pesar de la impía mano que ha tapiado su grandioso balconaje. La capilla encierra dos mausoleos con sus estatuas arrodilladas, y en la plaza aún se descubre el símbolo del dominio, que representa la heráldica con una horca, un caldero y un cuchillo.

En la mitad de las faldas que ascienden por lo remoto del paisaje, vense cabañas negruzcas, especie de colmenas de piedra, donde viven los primeros pasiegos. Allí empiezan sus dominios.

¡Qué contraste! ¡El castillo de Hermosa y la cabaña   -18-   del pasiego! Conviene ser filósofo para estos casos. La verdad es que no sabe uno qué pensar de los hombres, del honor terrenal, de las dichas de aquí abajo, cuando se observa que el poderío del castillo se ha desvanecido y que la tranquila felicidad de la cabaña continúa.



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ArribaAbajo- III -

El sardinero
Primera impresión


¡El Sardinero! ¡El Sardinero! Ya llegamos. Primero os deslumbra el mar; porque la inmensa y líquida llanura hierve, relampaguea, se rompe en partes mil con blancas quiebras, bajo la luz del sol meridiano. Luego vais retirando vuestra atención de la lontananza movible y veis la amarilla arena, fina y suave en donde las olas vienen a expirar besándose. Más acá están las casetas, esos ambulantes domicilios en que se desnuda Venus. Luego veis soberbios edificios: el hotel de Castilla, el Gran Hotel, el Casino; y a la izquierda marismas pedregosas, infinitas, anchas, vacías. Y el mar todo lo llena con su ruido, su perfume y su movimiento. Y se ven en la lejanía azul barquías que pasan rozando con su vela el agua; y en la plaza sombrillas blancas que esconden rostros femeninos, y silba el locomóvil del tranvía y suenan   -20-   los cascabeles de los carruajes, y de los restaurants se escapa ruido de platos y brindis, y parejas de recién casados se van Dios sabe adónde, y hay grupos de niños que, sentados en la orilla, mojan sus manos en las olas que vienen y juegan con el mar que, manso, protector, bondadoso, se deja acariciar por la infancia como el leen de la fábula por la mariposa.



  -21-  

ArribaAbajo- IV -

Vamos por partes


¿Quién es capaz de poner orden en lo Infinito? Yo quisiera recortar dentro de mi memoria en pequeñas porciones todo este mundo marítimo, como se puede cortar con una tijera el mapa del mundo terrenal.

Hablemos del camino, pues que es preciso empezar por algo. Propende a lo agreste, se hunde en lo escabroso, se acerca a precipicios en cuyo fondo duerme el mar, busca perspectivas deliciosas, desde las cuales se ven cabras blancas comiendo rubia hierba en una pendiente. Los alambres del telégrafo sostienen pájaros cansados que alisan sus alas antes de echarse a volar. Allá arriba está el semáforo, que con lenguas de trapo (banderas) grita al puerto diciéndole:

-¡Ahí viene un barco! ¡Ahí viene! ¡Ahí viene! Más abajo se divisa la playa de la Magdalena y el puentecillo de su desembarcadero, que sube y baja al subir y bajar las aguas, tan calado y ligero que parece hecho de alambres y tul, con el armazón de un sombrero de señora. En la galería del establecimiento balneario se descubren sombras blancas: son bañistas que se pasean envueltos en su sábana con la olímpica gravedad de los senadores romanos envueltos en su púrpura. Después los vemos desceñirse la sábana, persignarse, y... ¡zas!... a la fresca hondura de cabeza! Nadando, nadando son una burbuja viviente que el mar lleva en su seno.



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ArribaAbajo- V -

Pájaros, mujeres y vapores


Un pájaro volando sobre el mar es el más bello de los contrastes que puede ofrecer la Naturaleza. ¡Qué cosa tan inmensa! ¡Qué cosa tan pequeña! El uno tiene sus alas. El otro tiene sus olas. El uno brama y ruge. El otro pía y gorjea... Ese pájaro seriamente colocado en un palo del telégrafo mira estupefacto al mar. Otro pájaro viene volando: es la golondrina.

-Pío -dice la arábiga viajera.

-¿De dónde vienes? -pregunta el verderón?

-De Túnez.

-¿Sola?

-Con él.

-¿Tienes tú también un él?

-Las golondrinas amamos mucho. ¡Aquel sol de África!...

-¿Y no te ayuda a viajar?, ¿no te lleva sobre   -24-   sus alas?, ¿no te evita las, molestias materiales de la vida?

-¡Hijo... nada de eso! -contesta dando un suspiro la golondrina.

-¿Y a qué vienes?

-A tornar baños.

-¿En tren expreso?

-Mi tren expreso es éste -y se sacudió las alas mirándoselas al trasluz.

-Es barato.

-Y divertido. ¡Cuántas cosas nos permite ver!... A propósito. Acabo de sorprender un idilio.

-¿Dónde?

-En un vapor que viene al puerto. En un yactk inglés. El propietario es un rico irlandés que plagia a Byron.

-¿Quién es Byron?

-¡Qué ignorantes son las aves españolas!... Byron es un gran poeta que amaba a todas las mujeres, galante, fascinador, irresistible.

-¿Y ese irlandés?...

-Trae en su yactk una preciosa española.

-¿Sevillana?

-No, señor. De esta provincia misma. ¿Acaso para ser bonita una española, necesita ser sevillana?

-El poeta lo ha dicho:


   «Alta, rubia, delgada y muy graciosa
¡digna de ser morena y sevillana!»



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-No eres tan ignorante como creía.

-Gracias.

-Pues esa beldad es montañesa. ¡Si yo fuese golondrino!... Quiero decir: ¡si fuese hombre!... Tú, como no has viajado apenas, ignoras que la mujer montañesa es encantadora. Su tez es blanca; pero no de ese blanco marmóreo que refleja la luz y la rechaza, sino de un blanco mate, de un blanco de arroz o de perla, lleno de cambiantes que sabe utilizar la luz, aprisionándola y haciendo creer que la engendra... ¡Ah!, la montañesa del irlandés es divina. Los ojos son castaños, tranquilos... ¿Tranquilos?... ¡No hay que fiarse, no hay que fiarse! La tranquilidad es la del lago aquél donde Bécquer dijo que dormía la ninfa de los ojos verdes. Atrae, hechiza, arrebata el albedrío. Se peina con sencillo esmero y no necesita brillantina ni otro cosmético para que su pelo parezca acero en hebras. Dos ricillos le cuelgan en la frente, y jugando con la dulce serenidad de ella, simulan dos diablillos simpáticos y seductores empeñados en perder el alma de un severo krausista. Ella los da con la mano y los hace trepar sobre el peinado; pero pronto bajan de nuevo, esparcen sus hilillos sedosos y rizados, y cuando la muchacha se arroja en la hamaca tendida sobre cubierta y duerme soñando con un amor más ardiente que el de Irlanda, los rizos cubren la frente y un como vapor caliginoso, hecho de obsesiones y sueños   -26-   sensuales vaga en torno de aquella criatura.

-¿Y cómo se llama ese vapor?

-Fancy: que quiera decir Capricho.

-Sabes el inglés como los mozos del Hotel de Castilla.

No sé por qué tenía Teófilo Gautier tan terrible odio a los vapores. Los detestaba, los aborrecía, e inflamado por la más violenta indignación, decía que profanaban las santísimas soledades del mar con sus negros cascos y con su humo mal oliente. Era, sin duda, este odio, engendrado en el espíritu de contradicción a todo lo nuevo que mató a la escuela romántica, de que era ilustre hijo el autor de Avatar.- Hoy ya se discurre de otro modo, y hemos convenido los hombres en hallar bonito casi todo lo que es útil, desde lo que injustamente llamaban los románticos «vil metal», hasta las hijas de los usureros. Si Gosbeck hubiese tenido hijas se hubieran casado con duques, porque no tendrían un escudo... pero tendrían muchos.

El vapor nos parece, pues, hermoso: su humo una cabellera de undosas crines que van enredándose en las nubes y que Eolo trenza; su estela una mágica cola de plata de que las ninfas y sirenas hacen luego sus vestidos: la potencia de la hélice una magnífica representación del reinado de Neptuno   -27-   sobre las aguas. Cuando en las vacías inmensidades del horizonte silba el pito de vapor, soltando chorro de blanco humo, el hombre nos parece más grande que cuando le vemos sentado en la mesa de una academia rimando una oda clásica -¡esa poesía del sueño!

-Ya se acerca el vapor Fancy -prosiguió la golondrina continuando su diálogo con el verderón-. Pero no entra en el puerto. El irlandés es celoso como un hombre. No quiere que nadie vea a su amada. ¡Oh, qué amor tan grande! Estos seres fríos tienen un amor que echa raíces como la hiedra. ¿Ves en la cubierta del Fancy una figura de mujer que tiene en las manos un objeto que brilla? Es la preciosa muchacha que mira a través de los lentes de un anteojo su país... Ya no le verá, ya no le verá... porque dos lágrimas han enturbiado los cristales y la costa habrá flotado y desaparecido en esas gotas de llanto... ¡Adiós! Me voy... No quiero llorar también... Me acuerdo de África... ¡África! ¡África!



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