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Voz de la naturaleza

Ignacio García Malo



[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Madrid, Imprenta Pantaleón Aznar, 1787-1792, 6 vols. y cotejada con la edición crítica de Guillermo Carnero (Londres, Ed. Támesis, 1995).]



El rey

Por cuanto a nombre de D. Ignacio García Malo, mi secretario y de la Patriarcal, se ocurrió al mi Consejo exponiendo haber impreso con la correspondiente licencia la obra que ha compuesto, titulada Voz de la Naturaleza, Memorias o anécdotas curiosas e instructivas, y que para conseguir de algún modo la recompensa del trabajo y desembolso que ha tenido en ello suplicaba le concediese privilegio de autor con exclusión, para que sólo él o quien lo represente pueda imprimir dicha obra; y visto por los del mi Consejo, por decreto que proveyeron en veinte y cinco de Junio próximo, se acordó expedir esta mi cédula, por la cual concedo privilegio al expresado D. Ignacio García Malo para que, sin incurrir en pena alguna, por tiempo de diez años que han de correr y contarse desde el día de la fecha, pueda, o la persona que su poder hubiere, y no otra alguna, imprimir y vender la citada obra titulada Voz de la Naturaleza, con tal de que sea en papel fino y buena estampa, viéndose antes en mi Consejo y estando rubricado y firmado de mi secretario escribano de Cámara más antiguo y de gobierno de él. Y prohíbo que ninguna persona sin licencia del citado D. Ignacio García Malo imprima ni venda dicha obra, pena al que lo hiciere de perder, como desde luego quiero que pierda, todos y cualesquiera libros, moldes y pertrechos que tuviere, y más cincuenta mil maravedís, de los cuales sea la tercera parte para la mi Cámara, otra para el juez que lo sentenciare, y la otra para el denunciador. Y cumplidos los dichos diez anos, quiero que ni el referido D. Ignacio ni otra persona en su nombre usen de esta mi cédula ni prosigan en la impresión de la nominada obra sin tener para ello nueva licencia mía, so las penas en que incurren las comunidades y personas que lo hacen sin tenerla. Y mando a los del mi Consejo y oidores de las mis Audiencias, alcaldes y alguaciles de la mi Casa, Corte y Chancillerías, y a todos los corregidores, intendentes, asistente, gobernadores, alcaldes mayores y ordinarios y otros jueces, justicias y personas cualesquier de todas las ciudades, villas y lugares de estos mis reinos y señoríos, y a cada uno y cualesquiera de ellos en su distrito y jurisdicción, vean, guarden y cumplan esta mi cédula y todo lo en ella contenido, y la hagan guardar y cumplir sin contravención alguna, bajo la pena de otros cincuenta mil maravedís para la mi Cámara. Que así es mi voluntad, y de esta mi cédula se ha de tomar la razón en la Contaduría general de Consolidación, en la cual se expresará haber satisfecho el servicio prevenido en la Real cédula de diez y nueve de Mayo de mil ochocientos y uno, sin cuya circunstancia quiero sea de ningún valor ni efecto. Dada en Madrid a catorce de Julio de mil ochocientos y tres = YO, EL REY = Por mandado del rey nuestro señor = Juan Ignacio de Ayestarán = Está rubricado por los señores del Consejo = V.M. concede privilegio a D. Ignacio García Malo para que pueda imprimir y vender la obra que compuso, titulada Voz de la Naturaleza, Memorias o anécdotas curiosas e instructivas = Sentadaescribanía de gobierno del Consejo = Corregida = Tómose razón en la Contaduría general de Consolidación de Vales, habiendo el interesado satisfecho noventa reales de vellón con arreglo a la Real cédula de 19 de Mayo de 1801. Madrid, 10 de Agosto de 1803 = Por el sr. contador general = Josef Antonio Uriarte.






ArribaAbajoAnécdota primera

(Vol. I)


Lisandro y Rosaura


De la elección de estado depende la felicidad o infelicidad temporal y espiritual. Toda persona cristiana, prudente y sabia debe tener grabada en su corazón esta verdadera y provechosa máxima. Los padres de familia deben mirarla como una de sus más graves obligaciones, y para cumplirla exactamente deben no dar a sus hijos estado contrario a su voluntad. Si considerasen antes de oponerse a ella los gravísimos e irremediables daños que pueden seguirse de la violencia y de la sugestión, no se verían tantos desgraciados hijos gemir, suspirar y quejarse de la dureza e indiscreción de sus padres. Éstos miran solamente, para establecerlos, la brillante apariencia de esta vida miserable y corta, y quieren proporcionarlos para el mundo, y no para la eterna felicidad. El interés y la vanidad, enemigos tan poderosos de los obcecados mortales, se apoderan de sus corazones, y deslumbrados a vista de varias preocupaciones ridículas, extravagantes y perniciosas, sacrifican a sus pobres hijos como crueles parricidas, ofenden la Religión y ultrajan la humanidad.

En ningún estado se ven tantos estragos como en el del matrimonio. Rara vez es la unánime voluntad la que lo contrae. La fuerza, el orgullo y la avaricia son por lo regular los que unen un lazo tan estrecho e indisoluble. De aquí se siguen las más enormes desavenencias entre los esposos, los malos tratamientos, las desazones estrepitosas, las prostituciones vergonzosas, la mala educación de los hijos, las ruinas de las familias y los divorcios escandalosos. ¿Y quién tiene la culpa de estos frecuentes desórdenes? ¡Ah, qué lástima! ¿Quién la ha de tener? Los padres inhumanos y bárbaros, que ofuscados de un vano esplendor, llenos de soberbia, poseídos de indolencia e impelidos de la sed insaciable de las riquezas, del fausto y de la ostentación, conducen como tiernos corderillos a sus hijos a presentarlos e inmolarlos en las indignas aras del interés y de los locos y perecederos respetos del mundo corruptor. ¡Ay! ¡Cómo se estremece un corazón humano a la vista de tantos objetos lastimosos que cada instante se le ponen delante, pidiendo venganza contra quien les causó tan cruel y horrible sacrificio! ¡Oh, padres indiscretos, indolentes y temerarios! Leed, examinad las desgracias, las penas e infelicidades que ocasionó otro semejante a vosotros a una hija inocente y virtuosa, que servirá de asunto a la historia siguiente; ¡y quiera el piadoso Cielo que, atemorizados de un espectáculo tan sensible, penetrante y compasivo, no violentéis a los mismos a quienes disteis el ser, ni los precipitéis al profundo abismo del infortunio y de la desventura irreparable y eterna!

En la ciudad de Módena, capital del ducado de este nombre, vivía el marqués de N..., de una de las más ilustres familias de ella, el cual tenía una hija llamada Rosaura, de mucha gracia, virtud y hermosura. Saliendo a pasearse un día fuera de la ciudad, acompañada de su aya, se dispararon los caballos y se rompió el coche. Un caballero joven de Plasencia que iba a Módena vio el riesgo de las personas que estaban dentro, y movido de caridad bajó de su berlina, se acercó al coche volcado y halló a Rosaura desmayada bajo las ruedas, y el rostro pálido y algo ensangrentado por haberse hecho una pequeña herida encima de una ceja. Aunque el aya estaba también sin sentido, acudió Lisandro (éste era el nombre del caballero) al socorro de Rosaura, cuya tierna edad (que sería de 18 años) y maravillosa belleza interesaron más su corazón. La sacó de allí casi exánime; hizo a un criado que iba con él sacase también al aya, pues los lacayos y cocheros de Rosaura estaban bastante maltratados; y con un pomito de olor que llevaba en el bolsillo pudo reanimar su desalentado espíritu. Apenas volvió en sí Rosaura y se vio en brazos de Lisandro, que era un joven de un bellísimo aspecto y natural gracejo, cuando incorporándose un poco, con un tono trémulo y débil le dijo:

«Caballero, quien quiera que seáis, que tan caritativamente me habéis socorrido en esta desgracia, no dudéis de mi sincera gratitud. Yo soy de Módena, hija del marqués de N..., a cuya casa os ruego me acompañéis para que, instruido mi padre de vuestra beneficencia, os pueda recompensar como merecéis».

«Señora, le respondió Lisandro, soy hombre de honor y no puedo tener mayor recompensa que la venturosa suerte de haber llegado a tiempo de poder salvar vuestra preciosa vida. Yo os acompañaré muy gustoso a vuestra casa; entrad en mi berlina y vamos inmediatamente para que sangrándoos se puedan precaver las malas resultas que pudiera causaros este susto. La herida que tenéis es leve; en ella os he puesto un poco de bálsamo por pronta medicina, y os he atado un pañuelo. Os confieso que os vi, al sacaros de entre los fragmentos del coche, casi cadavérica; y el veros ya recobrada me parece una especie de milagro y llena mi corazón de alegría».

«¡Ah, piadoso joven! El Cielo os trajo tan oportunamente para que me preservaseis de tan gran peligro».

«Sin duda fue así, y le doy mil gracias porque me ha proporcionado tanta dicha».

En esto volvió en sí el aya y entraron los tres en la berlina, dejando allí al criado de Lisandro para que cuidase de los otros ínterin se tomaba la debida providencia. Las expresivas demostraciones de gratitud que recibió Lisandro de parte de Rosaura y de su aya fueron infinitas y mil veces replicadas. Rogó Rosaura a Lisandro le manifestase quién era; y mientras duró el camino hasta Módena les dijo, entre otras cosas, así:

«Yo soy el conde Lisandro de N..., natural de Plasencia, tan feliz en mi ilustre nacimiento como desgraciado en mi adversa fortuna. Habrá 12 años que murieron mis amados padres, dejándome en la edad de 9 bajo tutela de un hombre tan inhumano que, después de haberme tratado con el más cruel rigor, consumió casi todo mi patrimonio, que era muy considerable. Cuando llegué a los 15 años, viendo la mala versación de mis caudales acudí a la Justicia pidiendo reintegración e indemnización de los que me había usurpado, y seguridad de los pocos que me quedaban. En vista del derecho que me asistía, prendieron a mi tutor y le embargaron lo que tenía, que era muy poco pues, no contento con malgastar lo mío, había disipado también lo suyo. Murió de allí a 4 meses en la prisión, y deducidos los gastos de la causa y mucho que me estafaron, me quedó solamente lo vinculado, que es cosa corta porque el caudal de mis padres, aunque muy cuantioso, era volante. Con el producto de esta hacienda me mantengo con alguna decencia, pero no con el lustre que corresponde a mi calidad. Ahora voy a Módena a varios asuntos de mi casa, y allí me detendré algunos días. Esta casualidad me ha proporcionado la ventura de poder prestaros mis débiles auxilios y de ofreceros mi persona, deseoso de que me empleéis en vuestro servicio. Rosaura y el aya le correspondieron con la mayor cortesía y afecto, reiterándole su agradecimiento y haciéndole las más generosas ofertas y expresiones.

Ya llegaron a casa del marqués, quien se asustó, como era regular, al ver a su hija de aquel modo. Esta le refirió todo lo ocurrido; mandó fuesen al instante a traer a los criados que quedaban en el camino, y que llamasen al sangrador para sangrar a Rosaura y a su aya. También llamaron médicos y cirujanos, y el marqués se manifestó tan reconocido a Lisandro que de ningún modo le permitió saliese de su casa, en donde le mandó dar el correspondiente alojamiento. Todo fue en aquella casa turbación y sobresalto hasta que, sangradas las señoras y opinando los facultativos que no podría sobrevenir daño alguno, quedaron más tranquilizados y dando gracias al Cielo porque no había sucedido desgracia considerable en tan inminente riesgo.

El marqués, Rosaura y todos los demás de la casa se esmeraban en obsequiar y servir a Lisandro, cuyas apreciables prendas excitaban la admiración y estimación de todos. Rosaura lo consideraba como su restaurador, y le parecía que no era acaso el que por tan raro medio hubiese llegado a conocerlo. Lisandro miraba a Rosaura como un objeto que deleitaba su corazón. Su modestia, su talento perspicaz y el atractivo de su conversación hacían nacer en él una vehemente inclinación. Las frecuentes expresiones que mutuamente se hacían, los ojos parleros, que son las más veces fieles pregoneros de los impulsos del alma, los suspiros interrumpidos, la turbación en ciertos casos y la mutación de color al ir a hablarse, que observaban entre sí respectivamente con otras demostraciones sensibles que produce el amor, iban abrasando rápidamente sus tiernos corazones. El mayor gusto de Rosaura era estar con Lisandro, y la mayor complacencia de éste ver y hablar a Rosaura. Cada uno de por sí procuraba ocultar al marqués su propensión, manifestando delante de él una indiferencia regular; pero si por cualquiera casualidad se apartaba de su vista, una mirada penetrante daba una completa satisfacción del disimulo.

Estos actos repetidos y evidentes prepararon los ánimos de tal modo que ambos a dos estaban internamente persuadidos de que se amaban. Pero Rosaura era muy virtuosa. Lisandro no lo era menos; consideraba su poca fortuna y el genio vano, presuntuoso, altanero y codicioso de su padre, y ni uno ni otro se atrevían a declararse. De este modo pasaron 15 días padeciendo interiormente tormentos y penas inexplicables. Una noche estaban los dos solos. Rosaura gustaba mucho de la poesía, particularmente de la trágica; Lisandro le leía algunas composiciones de esta clase, y con este motivo le rogó le leyese una. Lisandro, que no deseaba sino complacerla, abrió un libro de varias tragedias y comedias, y justamente encontró con una cuyo título era El tímido y constante amante.

«Leedme esa comedia, le dijo Rosaura, pues no dejará de ser buena».

«Así me parece a mí», respondió Lisandro, y sin decir otra cosa principió a leerla. La fabula de esta composición dramática, en que fingía el poeta a Lidoro, caballero de poca fortuna, enamorado de Isabela, señora de mucha opulencia, y cobarde y tímido en manifestarle su amor, casi era un argumento semejante a lo que estaba pasando entre Lisandro y Rosaura. El primer acto se reducía a que Isabela, viendo la pusilanimidad de Lidoro, a quien ella amaba tiernamente, no omitía cosa alguna para darle a entender su pasión, a fin de que se declarase; pero la humildad con que Lidoro pensaba de sí mismo lo detenía al llegar a manifestar a Isabela su corazón. Ya en el segundo acto, estando a solas con ella y tomando un poco de espíritu, le dice así:

Lid.
El amor se deja ver
en el semblante y miradas,
que son intérpretes fieles
de la sensación del alma.
Tal fuerza tiene el amor,
bella Isabela, que nada
puede impedir se demuestre,
a pesar de quien lo calla.
Isab.
Siesa opinión fuese cierta
como tu voz me declara,
cualquiera conocería
si correspondencia halla.
Lid.
No hay duda en que así sucede.
Isab.
Pues yo llevo la contraria.
Si eso fuese así, no habría
quien sus pasiones callara,
o a lo menos no tendría
temor en manifestarlas.
Lid.
¡Ah Isabela! Ése es engaño.
Es tímido quien bien ama,
no obstante que se presuma
algún afecto en su dama,
si considerando atento
a todas sus circunstancias
no igualase su fortuna
a la del bien que idolatra;
pues si declara su amor
y encuentra a su dueño ingrata,
muere de pena y dolor,
de crüel congoja y ansia;
y como el riesgo es tan grande
teme, con razón fundada,
exponerse al precipicio.
Mas mientras la vida pasa
(aunque sea consolado
con débiles esperanzas)
goza algún poco reposo,
bien que el ansia de lograrlas
le trae siempre atormentado
hasta que se ve en bonanza.
Isab.
Las razones que me das
no me parecen fundadas.
Si por los ojos se muestran
los sentimientos del alma,
y el amante lo conoce
como dices, es muy rara
cobardía no decir
su afecto al ídolo que ama.
Si por algunas acciones
en mí a conocer llegara
uno que me amase bien
que igualmente yo lo amaba,
y tímido me mirase
sin decirme una palabra,
casi que me enfadaría
de que un cobarde me amara;
y más si fuese el temor
por creerme interesada.
Lid.
Bella Isabela... Señora...
Salgan una vez del alma
sentimientos que oprimidos
en ella sola encerraba.
Rompa mi voz los temores
que hasta aquí me embarazaban.
Un hombre desventurado
que en vuestras llamas se abrasa
tenéis rendido y postrado
a vuestras preciosas plantas.
De vos implora piedad
si queréis que viva...
Isab.
Basta,
basta, Lidoro adorado,
tu confesión aguardaba
quien desde que te miró
te rindió su vida y alma.


«Suspended el leer, dijo Rosaura, que ese problema me ha agradado, pues también soy naturalmente opuesta a los amantes tímidos. ¿Qué pensáis vos?»

«Yo, señora, le respondió Lisandro, soy de parecer que esa misma timidez es hija del amor».

«Pero llegando a conocer que el objeto que ama le corresponde, es una cobardía demasiado extraña».

«No, señora. El verdadero amante teme declararse aunque se crea correspondido, porque su mucho amor le representa la imagen que idolatra superior a su mérito».

«Según eso, vos seríais como Lidoro en igual caso».

«¡Ah, señora! No sé qué haría. Soy pobre como él, y la pobreza abate al hombre más magnánimo».

«¿Os ha sucedido algún lance semejante?»

«Y aun casi puedo deciros que me está sucediendo».

«¿Y teméis declararos?»

«Sí, señora, temo, y con razón».

«Yo no la hallo».

«Yo sí. Ya os he dicho que soy pobre, y esto basta».

«Quien prefiere las riquezas al mérito personal tiene un alma baja e indigna. Si os despreciase por esa causa la dama que amáis, la tendría sin duda alguna».

«Sin duda no la tiene, según decís».

«Pues, ¿cómo lo he de saber yo?»

«Porque sois vos misma; sí, vuestra hermosura adoro. Estos honestos sentimientos animan mi cobardía. Desde que os vi pálida y semiviva en mis brazos penetró vuestra belleza mi corazón. Ya no lo puedo negar: piedad, generosa Rosaura, a vuestros pies...»

«Alzad del suelo, le interrumpe Rosaura como turbada; levantaos, Lisandro. En vano me esforzaría a ocultar y disimular un sentimiento que mis ojos, mis acciones y mis palabras os han descubierto tantas veces. Apenas volví del parasismo cuando vuestro semblante noble y generoso hirió mi alma, ni sé si fue sintiendo los impulsos de la gratitud, considerando os debía la vida, o si fueron efectos involuntarios de amor. Lo que puedo deciros es que casi se me hizo dulce la caída por haber logrado tan buen encuentro; y después, pareciéndome que vuestros ojos se entendían con los míos, se ha ido fomentando el incentivo de mi pecho, de tal modo que sin vos no encuentro reposo ni descanso».

«Hermosísima Rosaura, ¡qué me decís! ¡Yo merezco vuestro amor! ¡Ah! ¿Quién podía esperar tan venturosa suerte? Pero sí, de esa bella alma me prometía interiormente la piedad que deseaba. ¡Oh, dulce satisfacción! Ya soy el más feliz de los mortales».

«Lisandro, ya es hora de que mi padre vuelva a casa; no ignoráis su genio impetuoso y altivo, y si llega a penetrar nuestro amor nos exponemos a una desgracia».

«Eso es lo que temo, pues aunque sabe que en nacimiento, si no lo excedo lo igualo, como me ha favorecido tan poco la fortuna, tal vez...»

«No, yo no juzgo que mi padre piense tan injustamente, pero es necesario saber manejar su humor caprichoso. Por ahora conviene disimular, y después discurriremos los medios para que condescienda con nuestros honestos deseos».

«Decís muy bien, bella Rosaura; quedad con Dios».

«Él os guarde, Lisandro amado. No os olvidéis de mí».

«Aunque quisiese no podría, pues grabada en mi corazón vuestra tierna imagen, me parece que siempre os estoy mirando».

«Lo mismo me sucede a mí. ¡Ah! Quiera el Cielo que se logre nuestra esperanza».

Con esto se fue Lisandro a su cuarto; y como siempre es sensible el ausentarse del objeto que se ama aun por pocos momentos, padecieron ambos un cruel dolor al separarse, aunque se mitigaba con el lisonjero recuerdo de su recíproco amor.

Sería largo referir las conversaciones sensibles y expresivas que tuvieron Rosaura y Lisandro en 15 días que, después de haberse declarado, estuvo éste en casa del marqués. Cada instante se daban respectivamente las pruebas más evidentes de su fe y de su constancia, pero no sabían cómo inclinar al marqués a que consintiese en su unión. Rosaura temía mucho su natural agrio, fuerte y vano; conocía que sería difícil que admitiese las proposiciones de Lisandro, aunque jamás se había manifestado con nadie más amigo; pero no desesperaba enteramente. Varios fueron los medios que entre ambos intentaron para declarar al marqués sus pensamientos, pero hallaban en todos bastantes inconvenientes. Mientras pasaban los días en estos discursos, llegó el de la partida de Lisandro, sin haber adelantado cosa alguna. Rosaura, impaciente y enamorada, quedó mortal luego que supo esta novedad, y teniendo oportunidad para hablar a solas con Lisandro le dijo:

«¿Vos os ausentáis de mí, Lisandro mío, sin haber procurado enterar a mi padre de vuestro amor? ¡Ay, Cielos! No sé que desventura me predice esta separación, que me siento morir».

«No os desconsoléis, amada Rosaura mía, pues yo espero que lograremos nuestra felicidad. Acabo de tener noticia de que ha muerto el conde de N..., pariente tan cercano mío que juzgo me corresponden todos sus estados, que son de mucha consideración. Voy a poner la demanda conducente, y si logro la posesión de ellos no hay duda en que vuestro padre entrará gustoso en nuestro casamiento. Si os parece bien este modo de pensar, esperaré la oportunidad que me proporciona esta acaso para no malograr nuestros intentos, y si no, haré lo que me mandéis».

«Me parece que este medio es el más oportuno, y fiada en vuestras promesas y palabras desde luego convengo en esta demora, aunque el Cielo sabe las lágrimas que me costará vuestra ausencia».

«¡Ah, Rosaura mía! No descansaré un momento. Careciendo de vuestra amable vista, viviré sin paz ni tranquilidad. El único lenitivo para mitigar tanto mal son las cartas. Ellas podrán en algún modo suplir la falta de las palabras, hasta que la fortuna nos sea más propicia».

«Sí, generoso Lisandro, prosiguió Rosaura, no hay consuelo mayor para dos tiernos amantes ausentes que reiterarse por escrito su lealtad y constancia. Pero es necesario tener mucha precaución para que mi padre no entienda nada hasta el lance crítico que habéis pensado».

«Perded todo cuidado. Yo haré que os entreguen mis cartas con el mayor secreto, y vos me las podéis dirigir en derechura, pues no hay inconveniente alguno».

«¡Ah Lisandro mío, no sé qué temor me sobresalta!»

«Disipad cualquiera idea. Yo os amo, yo os juro ser vuestro esposo aunque expusiese mi vida».

«Así lo espero de vuestro amor. Contemplad que el mío es tan grande que si me olvidáis moriré de sentimiento. Ya que una vez me conservasteis la vida, no me privéis de este don con vuestro rigor y desvío».

«Rosaura mía, suspended vuestro tierno llanto, fiaos de mis palabras; no temáis que yo os olvide. ¡Ah, no conocéis mi corazón! Si pudiera explicaros la pena que padezco al ausentarme de vos, no dudaríais de mi fe. Ya os la declaran estas lágrimas, ya os la manifiesta mi turbación. ¡Ay de mí! A Dios, amada esperanza mía. No tardaré mucho en volver a veros».

«Volved cuanto antes, Lisandro mío, volved a consolarme, pues quedo abismada en mi misma tristeza, soledad y tormento».

A la mañana siguiente se despidió Lisandro del marqués, quien le reiteró las más sinceras expresiones ofreciéndole su casa y amistad con muchas demostraciones afectuosas. También se despidió de Rosaura y demás familia, que sintió mucho su ausencia porque por sus bellas prendas se había conciliado la benevolencia de todos. Rosaura procuraba disimular su aflicción y desconsuelo, y cuando se hallaba sola desahogaba su corazón con el llanto y los suspiros, que parece dan algún alivio en medio del mayor tropel de sentimientos. Apenas llegó Lisandro a Plasencia cuando, oprimido su corazón de las crueles ansias de estar ausente de su amada Rosaura, le escribió una carta, la cual hizo se le entregase con mucha precaución, y luego que la recibió la leyó, y decía de este modo:

Lisandro a Rosaura.

«Yo no sabía que era tanto dolor carecer del bien que se idolatra, pero ahora, por mi desgracia, pruebo que es el mayor que puede padecer corazón humano. ¡Ay de mí! En todo el camino se han enjugado mis ojos: una pena insufrible laceraba mi alma, y con nada hallaba descanso. ¡Cuántas veces volví los ojos hacia donde quedaba mi Rosaura! ¡Cuántas veces me figuraba ver que, llena de congojas, empañaban vuestro hermoso rostro copiosísimos raudales de lágrimas! ¡Cuántas veces os acompañaba en las quejas y gemidos! Ya hablaba con vos, ya os consolaba, ya os repetía mis palabras y promesas, y ya triste y desconsolado, considerando vuestra separación, lloraba y sollozaba sin cesar. ¡Qué diversos movimientos se excitaban en mi corazón! No puedo explicaros mi confusión y tormento. ¡Ah! Creedme, amada Rosaura mía, no puedo vivir sin vos. Ya estoy deseando el plausible momento de volveros a ver, y hasta entonces estad persuadida de que no tendrá paz vuestro más apasionado, fiel y constante Lisandro».

No pudo leer Rosaura esta carta sin regarla de lágrimas. ¡Cómo penetraron su corazón las tiernas palabras de su amante! La leía y releía sin cesar, y como conocía que aquellas sensibles expresiones eran dictadas del más honesto e íntimo amor, se mitigaban algún tanto sus pesares cada vez que las repasaba entre sí. Ya tuvo lugar para escribir la respuesta, y como dirigía la pluma el impulso del corazón la puso así:

Rosaura a Lisandro.

«¡Cuánto consuelo he recibido con vuestra apreciable carta! Ella me manifiesta vuestros afectuosos sentimientos, reanima mi desfallecido espíritu y atempera mi cruel dolor. ¡Qué dulce satisfacción es para quien bien ama una ingenua correspondencia! Es muy sensible la ausencia, no hay duda; pero, ¡cuán gustoso es ver estampadas expresiones que produce el alma! Os confieso que jamás he sabido qué cosa es amor hasta que os he visto, que lloro continuamente vuestra separación y que sólo podré lograr algún lenitivo en un estado tan deplorable con vuestras cartas. ¡Ah! No me privéis, Lisandro mío, de este único consuelo. Repetidme frecuentemente la preciosa confesión de vuestra ternura y constancia. De este modo se serenará mi corazón agitado, se enjugarán mis lágrimas y se calmará mi tristeza. Yo procuraré por mi parte reiteraros las más sólidas pruebas de mi fe y lealtad. No os apartaré de mi memoria un solo instante. Creedme, amado Lisandro, siempre estaré con vos, os llamaré, os hablaré y os tendré siempre en mi corazón, aunque la desgraciada suerte dispone que estéis distante. Os pido que hagáis lo mismo conmigo: que procuréis cuanto antes dar fin a nuestros pesares, y que viváis seguro de las veras con que tiernamente os ama Rosaura».

Varias fueron las cartas que se escribieron en el espacio de cuatro meses, siempre ratificándose más y más en su constante amor, declarándose las penas que recíprocamente padecían en tan amarga ausencia y consolándose con la esperanza de lograr el día feliz que deseaban. Al cabo de este tiempo recibió Rosaura una carta de Lisandro, que decía de este modo:

Lisandro a Rosaura.

«Ya parece que el Cielo se compadece de nuestro dolor y quiere darnos el dulce consuelo que esperamos con tantas ansias. Según el aspecto que va tomando mi pleito y los documentos que tengo reproducidos para acreditar mi legítimo derecho, puedo concebir una fundada esperanza de entrar brevemente en posesión de los estados del conde mi primo, a los cuales, según el parecer de varios letrados doctos, soy acreedor de mejor condición. No puedo expresar el deseo que tengo de que se verifique, no por el interés que me puede producir la ganancia de este litigio, sino por conseguir vuestra preciosa mano, que tanto anhelo. Rogad al Cielo que nos mire con ojos propicios y que tenga piedad de nosotros. No tengo tiempo para más. Vivid persuadida de que más allá de todo encarecimiento os ama vuestro afectísimo y fiel Lisandro».

Se puede colegir la suma complacencia que causaría esta carta a la afligida Rosaura, que además de saber de su querido Lisandro veía que se iba acercando el momento de su mayor felicidad. Pero como por lo regular después de una alegría suele venir un pesar, apenas había leído Rosaura esta carta cuando la llamó su padre, y con un semblante alegre, poco acostumbrado en él, le dijo así: «Querida Rosaura mía, el deseo que siempre he tenido de tu felicidad me ha estimulado a procurártela por todos los medios posibles. Una prudente economía doméstica me ha proporcionado el gusto de acumular bastantes joyas y dinero para poderte dar una dote de mucho valor, y hoy logro la mayor satisfacción que jamás podía esperar. El duque de N..., joven de 22 años, de gallarda presencia, conducta arreglada y el más rico e ilustre de esta ciudad, muere por ti de amor y desea ser tu esposo. Por todas las circunstancias que median no podías nunca hacer matrimonio más ventajoso; y conociendo yo esto mismo, tu mucha humildad y obediencia, he empeñado mi palabra. Te lo prevengo así para que lo tengas entendido y te dispongas, pues dentro de breves días se han de efectuar los desposorios. Parece que te has quedado turbada. ¿Qué significa esa suspensión?»

«Padre y señor, le responde trémulamente Rosaura, no debéis extrañar que me suspenda una noticia tan inesperada cuando, sin consultar primero mi voluntad, tomáis una determinación que ignoráis si puede acomodarme. Yo tengo una natural aversión a ese caballero, porque sé que su conducta, genio y circunstancias son muy opuestos a lo que decís; y casarme con un hombre que no amo más debéis llamarlo desgracia que felicidad».

«Nunca esperaba, Rosaura, le replica el marqués algo enojado, que tendrías valor para responderme con tanta osadía, y repudiar mi propuesta. ¿No sabes que soy tu padre?».

«Sí, señor, sí lo sé, y como tal os venero».

«¿No sabes que debes obedecerme?»

«Sé que debo obedeceros; pero esta obediencia tiene sus límites, y no me obliga a sacrificarme por seguirla».

«Ese sacrificio es aparente».

«No es sino muy efectivo, cuando tengo que violentar mi corazón para hacer lo que me proponéis».

«Calla, audaz, temeraria; ¿cómo te atreves a profanar el respeto que me debes?»

«Yo, señor... No me parece que os he perdido el respeto».

«Lo pierdes no obedeciendo mis preceptos. En libertad te dejo para pensar: en breve vuelto a verte, y pobre de ti si aun permaneces obstinada en tus extravagantes caprichos».

No hay palabras para explicar la pena y dolor que traspasaron el sensible corazón de Rosaura al oír estas palabras inhumanas de su padre. Quedó esta afligida joven tan consternada que las lágrimas en precipitados torrentes y los suspiros en tropel se embarazaban unos a otros el paso. No hallaba consolación en tan grave mal, y como fuera de sí prorrumpió de esta manera:

«¡Qué es lo que me sucede, piadoso Cielo! ¡Qué noticia funesta es la que me sorprende! Mi padre, airado contra mí, proponerme un esposo que aborrezco, obligarme a dejar abandonado a mi amado Lisandro! Puede haber mayor desventura! ¡Ay de mí! En este estado soy digna de piedad. ¿Quién me consuela? Apenas puedo respirar. ¡Ah, bárbaro tormento! ¡Qué penas no pasarás, Lisandro mío, al oír tan funesta nueva! No estará tu alma preparada a golpe tan fatal, no: una esperanza lisonjera te mantenía en vida. ¡Ah! Ya se disipó esta esperanza, ya no habrá felicidad para nosotros. Pero ¿será mi padre tan cruel que insista en darme la muerte? No, no es posible que alimente en su corazón tanta inhumanidad. El primer impulso lo transportó, pero al fin es padre y sentirá los poderosos gritos de la naturaleza. No hay duda. El furor tiene sus límites: puede llegar a su extremo, pero por la misma razón regularmente se calma. Voy a confesarle mi amor; Lisandro es de ilustre nacimiento, está muy próximo a ser rico, es amigo de mi padre, sabe que me salvó la vida, conoce su mucha virtud, y todas estas consideraciones ablandarán su rigor».

En estas reflexiones y otras semejantes pasó hasta que volvió su padre; y animada de su interior esperanza, arrojándose a sus pies y bañándole de lágrimas las manos le dice así: «Padre mío, tened piedad de mí, no me sacrifiquéis, considerad que me disteis el ser, no permitáis...»

«¿Qué demostraciones son éstas, Rosaura?, le interrumpe su padre con un tono colérico... ¿Aún permaneces obcecada en tu temeridad? ¿Quieres apurar mi paciencia?»

«Señor, no os irritéis de ese modo. Disculpa merece mi resistencia. Tened la bondad de oírme, y lo sabréis».

«Di; pero que sea breve».

«Ya sabéis que debo a Lisandro la vida, que es de un origen tan ilustre como el nuestro y que sus virtudes morales y gracia personal son dignas de estimación».

«¿Y qué me quieres decir con eso?».

«Que, estimulada de mi gratitud y movida de su tierno amor, le ofrecí ser su esposa».

«¡Qué dices! ¿Ser su esposa?»

«Sí, señor. Ya no tiene remedio. Una vida que le debo es razón que se la consagre. En nada agravio a mi sangre, ni a vos. Mi corazón, acostumbrado a amarle, no podrá tener reposo sin él. Acordaos de cuanto le debo, reflexionad que es vuestro amigo. ¡Ah, padre mío!, a compasión os mueva mi tierno llanto. Si deseáis mi felicidad, éste es el único medio para que la consiga».

«¿Estás loca, Rosaura? ¿Has perdido el sentido? ¿Tú crees que yo pueda permitir que te cases con un hombre tan pobre que en dos días disipará mis caudales? ¿Tú crees que puedo preferirlo a un esposo tan rico e ilustre como el que te ofrezco? Déjate de extravagancias, no irrites mi furor. No, no lo pienses. He dado mi palabra, y a pesar del mundo entero he de cumplirla. Lisandro no será tu esposo. Un pobre...»

«Señor, la pobreza no es demérito si está acompañada de la virtud y del honor. Además, aunque Lisandro es ahora pobre, está pleiteando unos estados cuantiosos, y esta carta os instruirá de su derecho».

«Siempre es contingente. No te canses. Yo lo mando, y si me replicas verás hasta dónde llega mi enojo».

«Todos los tormentos juntos no son capaces de arrancar de mi corazón a Lisandro. Él será mi esposo aunque exponga mi vida».

«No lo será, insolente, atrevida», y dándole una bofetada, transportado de cólera se salió y la dejó encerrada en el cuarto. La pobre Rosaura, sin poder resistir a la opresión de su corazón, perdió el uso de los sentidos y cayó desmayada.

Parece que no es fácil que se halle un padre tan cruel. Pero, ¡cuántos hay en el mundo semejantes a él! ¡Ojalá que fuese engaño! Mas no lo es. Muy frecuentes son los desgraciados ejemplos que autorizan y confirman esta verdad. Apenas habrá lugar en la tierra donde no se hagan tan injustos y enormes sacrificios. Los padres interesados, vanos, avarientos y poco cristianos creen que el derecho y dominio paterno les da autoridad para usar las más indignas violencias con sus hijos, y no se acuerdan que es muy contraria la doctrina que nos enseñan la Religión y la naturaleza. Arrastrados de un pérfido interés, preocupados de una loca vanidad, ya sacrifican a un hijo en el estado eclesiástico, ya a otro en el religioso, y ya en el del matrimonio, causando las más veces tales y tan lastimosos perjuicios que después lloran su indiscreción, cuando no tiene remedio.

No hay duda en que la juventud necesita de freno, que frecuentemente se extravían los hijos e intentan cometer los mayores atentados; pero en semejantes casos la corrección suave, la prudencia y la razón deben obrar para apartarlos del error; y aun si fuese preciso, no es extraño el rigor. Mas cuando únicamente los predomina el interés o el capricho, como al padre de Rosaura, ¿no merecían los padres inhumanos el más severo castigo? ¡Ah! La naturaleza clama incesantemente contra semejantes injusticias; la Religión condena unas acciones tan enormes y crueles, y el brazo levantado del Supremo Juez espera el día tremendo para castigarlas, si antes en esta vida, por sus incomprensibles juicios, no ejecuta sus venganzas. Temed, ¡oh padres duros, altivos y avaros! Temed la terrible cuenta que os espera, y no seáis tan bárbaros e indolentes que causéis la ruina e infelicidad de los preciosos depósitos que os confíala Omnipotencia para que los dirijáis a su mayor gloria y honor.

Luego que volvió del parasismo la desgraciada Rosaura y se halló encerrada, rodeada de confusión, de espanto y oscuridad (porque ya era de noche y le habían cerrado las ventanas para que ni aun la claridad de la Luna pudiese prestarle alguna luz), deshecha en lágrimas y agitada de su turbación exclamó en alta voz: «¿Podrá encontrarse mayor crueldad? ¿Podrá creerse que un padre que me dio el ser tenga valor para tratarme con tanta inhumanidad? ¡Ay, desventurada de mí! ¡Qué haré en esta oscuridad sin tener quien me socorra! ¡Pobre Lisandro mío! Si supieras cómo me hallo por tu amor, ¡qué tormento no sería el tuyo! ¡Qué designios serán los de mi padre! ¡Qué pensará hacer de mí! ¡Ah! En esta estancia encerrada, querrá probar mi constancia. ¡Oh, rigor execrable! ¿Es posible que su corazón no sienta los impulsos de la misma sangre? ¿Es posible que la naturaleza, que tan dulcemente persuade al alma, no lo incline a la piedad? ¡Ah, cuánto puede el maldito interés! Él es causa de los mayores delitos: por él se pierde la más íntima amistad y se profanan los respetos más sagrados. Del carácter avaro e interesado de mi padre siempre me temía este infortunio. ¡Ay de mí! ¿De qué me sirven los tesoros que me ofrece si pierdo el más estimable de todos, sí, mi amado Lisandro, cuya virtud vale más que todas las riquezas del mundo? No podré consentir jamás que me vea en brazos de otro esposo. Sufriré, padeceré los mayores martirios con ánimo y firmeza: nada me desmayará. Si condesciendo con los intentos de mi padre moriré desesperada al verme al lado de un esposo con quien sólo puede unirme la violencia y no la voluntad. Pues más vale morir aquí, resignándome en mis penas y tribulaciones. No os enojéis contra mí, santo Cielo. Yo venero y respeto a mi padre; y si sus ideas fuesen justas, y no estimuladas de un vil interés, le obedecería gustosa».

En estas exclamaciones estaba la infeliz Rosaura cuando siente abrir una pequeña ventana, y una voz desconocida que le dice: «Tomad, señora, este pedazo de pan y esta jarra de agua, cuyo alimento tendréis, y no otro, mientras no obedezcáis a vuestro padre».

«Hombre humano, cualquiera que seáis, que no os conozco, le responde anegada en lágrimas, ¿qué delitos he cometido yo para tanta crueldad? ¿Es posible que no haya quien tenga lástima de mí, siquiera porque soy mujer?»

El que le llevaba la cena la dejó en el poyo de la ventana, la cerró y se retiró sin responderle una palabra. Quedó la afligida Rosaura casi sin poder respirar al ver la tiranía de su padre; un sudor frío bañaba su delicado rostro, y en tan triste soledad sólo hallaba algún descanso con el llanto.

Serían las dos de la noche cuando siente volver a abrir la ventana, y que con una voz sumisa la llamaban. «¿Quién me llama?, respondió Rosaura, ¿quién se acuerda de mí?»

«Yo soy, señorita mía, le replicó llorando su aya, que era quien la llamaba; yo soy, que vengo a consolaros».

«¡Ah, piadosa Matilde! No hay consuelo para mí».

«Señorita, no os aflijáis. El Cielo se compadecerá de vuestros males si los lleváis con paciencia».

«Ya estoy armada de constancia para sufrir cuantos me vengan. El único dolor que más me angustia es el pesar de mi amado Lisandro. ¡Qué congojas no padecerá aquella alma sensible al saber el injusto rigor de mi padre! Decidme, Matilde mía, ¿qué es lo que piensa hacer conmigo? ¿A qué conspira todo este encierro e inhumanidad?»

«No lo sé, señorita mía. A todos nos ha impuesto el mayor silencio y ha mandado que no os demos socorro alguno, conminando con su indignación a cualquiera que quebrante sus preceptos. Está tan impaciente que nada le gusta, nadie puede hablarle una palabra, brama de coraje, patea, da fuertes puñadas en el bufete y está como loco. Pero éstos son los primeros movimientos de la ira; todas las cosas ceden en llegando a un sumo exceso, yo espero que en la lucha de sus pasiones vencerá el amor paterno. No lo dudéis, señorita mía, no es fácil que vuestro mismo padre deje de oír la voz del corazón, que habla en vuestro favor. Yo sé su ternura por vos: me acuerdo de las infinitas veces que, estrechándoos entre sus brazos, la demostraba con mil besos y caricias. Cuando tenga levantada la mano airada para castigaros le gritará la naturaleza y se la desarmará en medio de su furor. Las amenazas de los padres siempre se quedan en el amago; puede durar algún tiempo su enojo, pero al fin se disipa».

«¡Ah, Matilde! Si eso sucediera así, ¡qué más dicha podía yo esperar! Pero temo...»

«No temáis. Yo soy madre, y conozco cuánto imperio tiene sobre el corazón el cariño de los hijos. Si alguna vez se castigan, al verlos llorar se sufre el mayor tormento. Hasta los brutos irracionales conocen este sentimiento».

«Esta reflexión me anima, querida Matilde».

«Señorita, ya es preciso que me separe de vos, no sea que vuestro padre, que sin duda está receloso de mí porque sabe cuánto os amo, se levante y me encuentre aquí. Yo volveré cuando pueda, y os traeré cuanto necesitéis. No os desconsoléis, hija mía. El Cielo protege la inocencia, y nunca os desamparará».

«El os pague vuestra compasión y caridad, pues en medio de tantas aflicciones no podéis figuraros cuánto la estimo».

Las reflexiones que hizo el aya, acordes con los sentimientos que dicta la naturaleza, calmaron algún tanto la cruel borrasca que consternaba el oprimido corazón de Rosaura. Se sentó en una silla, y como estaba tan fatigada de combatir con sus mismas imaginaciones y desvelos, la rindió un poco el sueño. Por la mañana temprano entró su padre, pintada en su semblante toda la saña y furor que lo tenía fuera de sí, y después de haber saciado su enojo dándole la más severa reprensión, le echó tales amenazas, le dio de bofetadas y la maltrató de tal modo que cayó en el suelo como muerta. Tuvo valor su cruel padre para dejarla en aquel deplorable estado sin que se enterneciese su empedernido corazón. Cuando Rosaura se recobró prorrumpió en tan lamentables gemidos que podía causar piedad al hombre más inhumano. Pero el marqués lo era sin duda, pues no perdió de vista la estancia en todo el día, ni permitió que le diesen de comer sino un poco de pan y agua.

Miraba el aya estos tiranos procedimientos de su amo, y sentía todo cuanto padecía la inocente Rosaura. Luego que llegó la hora de la noche anterior, abrió también la ventana y le dio alguna cosa de comer; pero Rosaura, oprimida de su dolor, no pudo traspasar ni un bocado. Se estuvo con ella el aya cerca de una hora, procurando consolarla y acompañándola en las lágrimas y suspiros. Ya se retiró tan desconsolada de ver la feral situación de su amada señorita, que en el resto de la noche no hizo sino llorar y gemir. Principió a temer algún desastre viendo la obstinación y crueldad de su amo, y no sabía cómo poder remediar tan inminente peligro. La desgraciada Rosaura pasó la noche en el más profundo abatimiento, sin gozar un solo momento de tranquilidad.

Apenas amaneció cuando volvió su padre a entrar en el cuarto, más irritado que la mañana anterior. Luego que lo vio Rosaura se hincó de rodillas, y sumergida en un mar de lágrimas le dijo tan tiernas palabras, tan expresivas y convincentes razones, que no es fácil expresar. Pero lejos de ablandar la dureza de aquel inicuo corazón, más sañudo e iracundo la castigó, la arrastró de los cabellos e hizo con ella los más horribles excesos; tanto que, compadecida el aya al oír los gritos y lamentos de Rosaura, dio un golpe tan furioso en la puerta, que estaba cerrada, que hizo saltar al pestillo. Entró tan encolerizada que se arrojó a su amo con el mayor ímpetu; lo trató de injusto, de bárbaro e inhumano, y le dijo cuanto una mujer colérica puede proferir en igual caso. Nada bastó a contener su indigno enojo; y para seguir en su execrable crueldad sin ningún embarazo, mandó también encerrar al aya en otro cuarto distinto, y se salió del de su hija más ciego y enfurecido que había entrado.

Con estos sucesos tan inauditos y crueles llegaron a colmo las congojas de la desventurada Rosaura. Conocía que ya era imposible que su padre cediese, se acordaba de su querido Lisandro, pensaba en la desgracia de su aya y por todas partes hallaba motivos suficientes para sentir y llorar. Pero en medio de tan enorme rigor como era el de su injusto padre, permanecía tan constante en su amor que, ya resuelta a morir, no temía padecer. Si es digna esta constancia tan rara de la mayor admiración, no lo es menos el respeto y veneración que tenía a su padre, aunque la trataba con tanta iniquidad. Jamás le dijo una palabra ofensiva. Procuraba con tiernas lágrimas y con palabras suaves inclinarlo a la conmiseración, y sentía entrañablemente no poder obedecerle sin hacer el más duro sacrificio de sí misma y del objeto que más amaba en el mundo.

Ya había ocho días que estaba encerrada en el cuarto la infeliz Rosaura, sufriendo los más crueles tratamientos de su padre y sin poder excitar en su corazón el menor impulso de piedad, cuando conociendo el marqués que todos los géneros de castigo que había inventado su severidad no eran bastantes para vencer a Rosaura, maquinó el más indigno, escandaloso y protervo que se puede imaginar, con el cual no dudó lograría sus pérfidos intentos. Con este designio entró en la estancia, estrecha cárcel de su hija, y con un tono más soberbio y altivo empezó a persuadirla. Rosaura multiplicó sus ruegos y gemidos pero su padre, después de haberla despreciado con enojo e injuriado impíamente de palabra y obra le dijo: «Parece, ingrata y pérfida hija, que te has empeñado en darme que sentir, oponiéndote a mis ventajosos y justos deseos. Esta es la ultima vez que llego a hablarte, y no sé cómo no me arrebata mi enojo y te hago mil pedazos. Pero yo refrenaré tu audacia y haré que te arrepientas de tu inobediencia».

«Señor, le interrumpe Rosaura llena de temor, yo no soy inobediente. Vos me imponéis un precepto contra la caridad, y no debo obedeceros. La autoridad paterna no tiene facultades para mandar lo que no es justo. Dios nos dio un libre albedrío, y no dio permiso a ningún padre para violentar a sus hijos a abrazar un estado que les es repugnante».

«¿No tengo facultades? Yo lo veré. Prevente para unirte al esposo que te propongo, o mando al instante que asesinen a Lisandro».

«Padre de mis entrañas, ¡qué es lo que proferís! ¿Vos os olvidáis de que sois cristiano? ¿Vos os valéis de un medio tan execrable para sacrificarme? ¿Vos tenéis valor para acción tan enorme? ¿Un delito queréis que os abra la puerta para otro? ¡Ah! Reflexionad que hay justicia en el Cielo, si no la hay en la tierra».

«No te canses en reconvenciones infructuosas. Si no te casas esta misma noche, juro por quien soy que Lisandro morirá, y tu obstinación será su cruel verdugo. Dentro de poco tiempo vuelvo; y mira bien lo que resuelves, pues soy hombre que no faltaré a mi palabra». Con esto se salió, cerrando la puerta con una furia tan estrepitosa que estremeció todo el cuarto.

Quedó la afligida Rosaura poseída de tal sorpresa al oír la impía resolución de su bárbaro padre, que permaneció como fuera de sí por algún tiempo. Luego que tomó un poco de ánimo, anegada en torrentes de lágrimas y rodeada de confusión, de estupor y tristeza, exclamó así: «¡Qué es lo que acabo de oír, gran Dios! ¡Tanta enormidad puede caber en pecho humano! ¡Yo, precisada a ser la más desgraciada víctima o a dar la muerte a quien más amo, a quien me salvó la vida! ¡Ah, Lisandro mío! ¡En qué estrecha consternación me veo! Tú vas a perecer inocente si yo no me sacrifico. ¡Puede hallarse más bárbara situación! Pero, ¿qué dudas me sorprenden? El partido que he de tomar en tan penoso extremo es claro. Si me pidiesen la vida por la de mi amado Lisandro, ¿no la daría muy gustosa? Sí. Pues vamos al sacrificio... Pero, ¡qué voy a hacer! ¿No voy a jurar al pie de los altares, delante de Dios, un amor constante a un esposo que siempre aborreceré? Es cosa indubitable... ¿Y tendré valor para ser perjura cuando jamás puedo amar sino a Lisandro? ¡Oh, negra confusión! ¡Oh, dura necesidad! Mas si procuro esforzarme a amarlo y le soy fiel, ¿no cumplo con mi deber? Es constante». Pues hágase este inhumano sacrificio por conservar los preciosos días del infeliz Lisandro; sí, muera yo para salvar su vida. ¡Ah, vida, cuánto me cuestas!»

Impaciente el marqués de saber la determinación de su hija, volvió a la estancia serían las cuatro de la tarde. Al momento se echó Rosaura a sus pies; repitió sus tiernas súplicas, y hallando a su padre incontrastable en sus protervos designios, le dice que desde luego está pronta a obedecer su voluntad. Alegre y regocijado el marqués de haber conseguido su victoria, sin considerar los indignos medios que había usado para ella, sacó a su hija de la prisión, la hizo vestir ricamente, adornarla de preciosas joyas y diamantes, y aquella misma noche dispuso se efectuase el casamiento. No es posible referir la pena que laceró el tierno corazón de Rosaura al dar la mano a su esposo. Ya se consideró la criatura más infeliz de la tierra, y ya acabó para ella todo consuelo.

Apenas se halló Rosaura en libertad de poder escribir a Lisandro todo lo que le había sucedido, cuando, impelida de su dolor y desconsuelo, tomó la pluma y puso la carta siguiente:

Rosaura a Lisandro.

«Conozco que os estremeceréis al leer esta carta que os escribo por la última vez. Preparad antes el alma para dar la mayor prueba de vuestro valor. Cuando recibí vuestra última, en que me dabais parte del estado de vuestro pleito, y con ello las más seguras esperanzas de lograr nuestros honestos deseos, me llamó mi padre y me propuso un casamiento con el duque de N... Pero, ¿cómo?: teniéndolo ya ajustado y concluido sin examinar mi inclinación. Me sorprendí con tan inesperado evento y procuré con demostraciones convincentes darle a entender mi oposición a este enlace. Se irritó ásperamente contra mí y me mandó que resolviese dentro de poco tiempo. Viéndome en tan angustiado lance, le confesé el amor y la fe que os había jurado, le expuse el aspecto favorable de vuestros negocios, lloré postrada a sus plantas, suspiré e hice cuantos esfuerzos debía en un caso tan amargo. Colérico e impetuoso despreció mis lamentos, y encerrándome en un cuarto me dejó sin que mi oprimido corazón pudiese alternar los usados oficios. En esta rígida prisión me tuvo ocho días sin permitirme ver la luz del día ni comer otra cosa que pan y agua. En este tiempo son innumerables los rigores que usó conmigo: me dio mil bofetadas, me arrastró por el suelo y me injurió impíamente, hasta que, viendo que no vacilaba mi constancia con tanto padecer, me intimó la más fatal sentencia. ¡Ay de mí!, me estremezco al pronunciarla; sí, me dijo que en aquella misma noche había de casarme con el duque, o que si no iba a mandar que os asesinasen en el instante. Contemplad cuál sería mi turbación al oír esta crueldad. Empleé todas mis lágrimas, lo que tiene más interesante la naturaleza; nada bastó. Por una parte veía vuestra muerte inminente, por otra mi bárbaro sacrificio. ¡Qué imágenes tan funestas se presentaban a mi vista! En fin, viendo el peligro en que estaba vuestra vida, consiento en ser víctima de mi desgracia por conservarla; sí, acepto un esposo que repugnaba mi corazón. Ésta es la serie de mis infortunios y miserias, causadas por el interés y la vanidad. Ya os pagué la vida que me disteis; vivid, desventurado Lisandro, vivid, yo os lo mando, yo lo deseo. No me tratéis de ingrata; no lo soy, y lo protesto delante de Dios: soy infeliz, sí, y lo seré eternamente. Mis lágrimas embarazan el curso de la pluma, mi confusión me impide la respiración. Ya no puedo proseguir. A Dios, Lisandro, a Dios para siempre, olvidaos de mí. Esto es lo que debéis hacer, mientras llora su infeliz suerte la inconsolable Rosaura».

Recibió Lisandro esta carta, y quedó tan traspasado de dolor al leerla que cayó sin aliento en una silla. Después que se le pasó aquel trastorno, lleno de rabia y desesperación exclamó: «¡Ah, bárbaro padre! ¡Ah, monstruo, indigno de vivir entre los hombres! ¡Tanta impiedad alimentaba tu diamantino corazón! ¿Así atropellas los equitativos derechos de la naturaleza y de la amistad? ¿Son éstas las reiteradas ofertas que me hiciste? ¡Inicuo! ¡Impostor! Yo te buscaré, te arrancaré esas pérfidas entrañas: no, no podrás huir de mi cólera y venganza, Pero, ¿qué digo? ¿Acaso su crueldad sincerará mis delitos? ¿Porque él sea un malvado debo yo ser delincuente? ¿Podré indemnizar el gravísimo perjuicio que ha hecho a la naturaleza y a la inocencia, quitándole la vida? No. El Cielo, sí, el justo Cielo ejecutará sus iras contra él y lo llenará de confusión. Lo único que debo hacer es corresponder agradecido a mi amada Rosaura y sacrificarme por su reposo, así como ella se sacrifica por el mío». Con este pensamiento contestó a Rosaura de este modo:

Lisandro a Rosaura.

La suspensión, la angustia, la pena y el tormento que me ha causado vuestra inesperada carta son tan imponderables que yo mismo no los conozco. ¡Ah, desgraciada e infeliz mujer! ¡Ah, víctima desventurada del interés y de la crueldad! ¡Cuánto me consterna y consternará el pensar en vuestra suerte! Ya jamás encontraré paz ni tranquilidad. Mis días serán tristes y amargos, mi congoja será eterna; pero no me excederéis en generosidad. Vos sois desgraciada por mí, y yo lo seré por vos. En este instante voy a encerrarme en un claustro, en donde pasaré mi vida en la más austera soledad. Hoy mismo se ha decidido la causa pendiente a mi favor, pero todas las riquezas del mundo no serían capaces de impedir mi resolución. Siento que el corazón se me divide al despedirme de vos para nunca más volveros a ver. Rogad al Cielo por mí, que yo también lo haré para que os haga más feliz que al afligidísimo y desventurado Lisandro».

Fue sumo el dolor que recibió con esta carta la desgraciada Rosaura, y más sabiendo que Lisandro se había ido en el momento a un convento de cartujos, con intento de acabar sus días en el más solitario retiro.

Luego que el duque sació los primeros impulsos de su amor, miraba a Rosaura con bastante indiferencia, sin embargo de que ella le demostraba el mayor afecto. No bien se habían pasado tres meses cuando ya la trataba con desprecio. Era el duque de un genio muy perverso, muy vano y gastador, lleno de amor propio, propenso al deleite y de unas inclinaciones protervas. Se había criado sin freno, y acompañado siempre de jóvenes disolutos. Todas sus máximas eran muy opuestas a la virtud de Rosaura, la cual sufría con la mayor humildad todos sus insultos y ultrajes. A pesar de la modestia y respeto que notaba en su esposa, fue aumentando sus malos tratamientos de tal modo que ya la aborrecía. En medio de las concurrencias más numerosas le hacía los mayores desaires; y la pobre Rosaura callaba, ejercitaba su paciencia y se consumía entre sí. ¡Cuántas veces se acordaba del infeliz Lisandro! Se figuraba el desconsuelo que lo atormentaría en la tétrica soledad del claustro, y con profundos suspiros y continuo llanto desahogaba su dolor.

Su esposo ingrato e indolente maquinaba cuantos medios le sugería la iniquidad para darle que sentir. Se dio a tratos ilícitos, y muchas veces tenía la insolencia de alabar a los indignos objetos de sus deleites en presencia de Rosaura. Esta desconsolada señora nunca le respondió una palabra; reprimía sus resentimientos y a nadie se atrevía a comunicarlos. Todos estos reiterados pesares la tenían tan consternada que su salud iba rápidamente desfalleciendo. No se compadecía el duque del feral y lamentable estado de su esposa, y olvidado de su propia obligación, cada día era más y más tirano. Llegó a tanto su maldad que le escaseaba su necesario sustento, la encerraba cuando menos lo esperaba en un cuarto lóbrego y oscuro, nunca oía palabra que no fuese una injuria, y aun tenía frecuentemente la temeridad de darle de bofetadas y maltratarla con la mayor severidad.

De un hombre de tan desordenadas costumbres no se podían esperar sino desarreglos. No sabiendo manejarse a sí mismo, era muy regular que tampoco supiese manejar los negocios domésticos, y así todo era en aquella casa desorden y confusión. Aunque por sí solo era muy rico, y se había multiplicado su opulencia con la crecida dote de Rosaura, nada bastaba a los excesivos y exorbitantes gastos que superfluamente hacía para contentar y saciar sus indignos apetitos y pasiones. Una casa que, gobernada con discreción hubiera sido la más fuerte del Estado, llegó en poco más de un año a deteriorarse de tal modo que tuvo el duque que empeñarse para sostenerla.

Viendo el padre de Rosaura la mala inversión que el duque hacía de sus numerosos caudales y el desprecio y dureza con que trataba a su hija, como reflexionaba que su indiscreción era la causa de tantos perjuicios se consumía de pena y no se atrevía a manifestarlo a su hija, temeroso de que no se lo echase en cara y lo reconviniese con que su avaricia había ocasionado tan considerables males. Esto en lo que comúnmente sucede a todos los padres injustos que hacen infelices a sus pobres hijos. Cuando conocen los daños que ha producido su barbaridad e indolencia, se ven combatidos de un cruel arrepentimiento que incesantemente los inquieta y perturba. Si antes examinasen bien que no puede tener buen éxito un modo tan pérfido de obrar, que el estado que violentamente hacen abrazar a los hijos es para mientras dure la vida, y que nunca puede ser bueno si la voluntad no lo admite sin repugnancia, no llegaría el caso de que sus mismos remordimientos los persiguiesen y atormentasen cuando no es fácil indemnizar el detrimento que hicieron a las leyes humanas y divinas. Ningún padre que piense y obre como el de la desventurada Rosaura será disculpable delante de Dios ni aun a la vista del mundo, ni quedará impune; antes bien, será condenado a padecer eternamente los más rígidos tormentos. ¡Ah! Esta sola consideración debería hacerlos temblar y confundirse. Pero cuando se trata de intereses y de vanidad se desprecian los fuertes gritos de la conciencia y sólo se miran los viles y despreciables respetos del mundo engañador, cuyos linsonjeros y falsos atractivos ofuscan y embriagan el entendimiento y la razón.

La pena interior que laceraba el afligido corazón del marqués, que cada día conocía más sus errores, lo redujo a una triste melancolía que poco a poco lo extenuaba y debilitaba su salud. Ya se temían algunas malas consecuencias de su profunda tristeza, a la cual se entregaba como un hombre desesperado a quien agobia el peso de su existencia. Con nada hallaba consuelo ni sosiego este hombre acongojado y confuso; y cada vez que se le presentaba a su vista el tierno y deplorable objeto de su hija sacrificada e infeliz, se multiplicaba su íntimo y funesto dolor. Hacía ya dos meses que no salía de su casa, porque su languidez y achaques no se lo permitían, cuando una tarde fue su pobre hija a verlo; y estando los dos solos le habló el marqués de las extravagancias, caprichos y desórdenes de su marido. Rosaura, por no afligirlo más, procuró sincerar la conducta de su esposo, queriendo persuadir a su padre de que ya se había enmendado y era más tratable. Pero el marqués, que estaba bien informado de que era todo lo contrario, conoció que sólo la virtud hacía hablar a su hija; y esto le oprimía el corazón de tal modo que se sentía morir. En fin, tomándola por la mano, lleno de lágrimas y con una voz débil le habló así:

«Hija de mis entrañas, desgraciada víctima de mi furor e inhumanidad, si supieras la terrible aflicción que me rodea verías que no hay tormento mayor que el que padezco. Me horrorizo al pensar que soy la cruel causa de todos tus infortunios. Me parece que no puede tener perdón del Cielo un padre tan bárbaro como yo, que no oyendo los tiernos clamores de la naturaleza, tuvo valor para hacerte infeliz. ¡Ay, hija de mi vida! Yo soy un monstruo infame, que merezco los mayores castigos y rigores; sí, merezco ser tratado con tanta impiedad como te he tratado a ti. ¡Oh, cuánta confusión causa a mi alma esta feral memoria! Siento, hija mía, que se me divide en mil pedazos. ¡Pobre Rosaura de mi vida! ¡El mismo que te la dio ha sido tan cruel que para siempre la ha llenado de amargura! ¡Ah! ¡Cómo me estremezco al pensar que en el riguroso y tremendo Tribunal Supremo seré acusado de cruel y tirano! ¡Qué sentencia será la mía! ¡Oh, gran Dios! ¡Cómo tiemblo! Sí, seré condenado a padecer por toda una eternidad en el más profundo abismo, donde mi cruel remordimiento me roerá las entrañas sin cesar. Esta sola consideración abrevia el curso de mi amarga vida, y espero prontamente su desgraciado fin. Perdóname, hija de mi alma, perdóname tantos agravios como te ha ocasionado mi dureza. Dame esta prueba de tu respeto y amor: no te acuerdes de mis crueldades sino de que soy tu padre, y que ésta es la última gracia que imploro de ti. Así lo espero de tu piedad, hija mía, y con esto moriré menos angustiado».

«Padre mío de mi vida, le responde Rosaura abrazándolo tiernamente y deshecha en llanto, yo os perdono de todo corazón. Serenad el vuestro, no os confundáis, que el Cielo os perdonará. Jamás desprecia a quien le pide misericordia con lágrimas de dolor, y vuestro arrepentimiento calmará sus iras».

«Hija mía de mi alma, ¡qué dulce consuelo me inspiran tus palabras y conmiseración! Ya espero más tranquilamente la muerte, confiado en la misericordia del Omnipotente. Mas, ¡ay de mí! ¡Qué terrible agonía me consterna! La vista se me turba, el corazón apenas puede palpitar, yo muero. ¡Ah, confusión! ¡Ah, tormento! Yo... ¡ay!... ya... piedad, gran Dios, piedad...» Y sin poder prorrumpir más palabra cayó en brazos de su hija, moribundo. Da gritos Rosaura, acuden todos los de la casa, asústanse a la vista de un espectáculo tan lastimoso y funesto y van corriendo a buscar confesor y médicos. Abre el marqués los ojos, los clava en su amada hija y le da a entender con las más sensibles demostraciones su profundo dolor. Batalla con las ansias, congojas y tribulación que acompañan en la tremenda hora al delincuente, y exhalando un íntimo suspiro queda sin vida. Rosaura cae sin sentido abrazada de su difunto padre. Después de un largo espacio vuelve en sí, mira a todas partes y no ve al autor de sus días, porque mientras su parasismo lo habían retirado de allí. Prorrumpe en tan compasivos ayes y tiernas lágrimas que a todos causaba lástima su turbación y dolor. Ya se consideraba sin amparo alguno; temía con razón que su marido viviría en más abandono y que serían más excesivas e insufribles sus desgracias.

Avisaron al duque lo que había sucedido; fue al instante a casa de su suegro, y cuidándose muy poco de consolar a su esposa como debía, procuró solamente apoderarse de las llaves y de todo cuanto había. Concluida esta diligencia fue a ver a Rosaura, y con mucha indiferencia le dijo: «Ese llanto es excusado, los hombres no son inmortales; un viejo regañón hay menos en el mundo, lo que importa es que deja mucho dinero». Estas bárbaras palabras hirieron el afligido corazón de Rosaura, como se puede discurrir, pero era tan humilde que solamente le respondió: «Ya sé que todos somos mortales; ¡ojalá que esta memoria no se apartara nunca de nuestro corazón!» En fin, dispusieron dar sepultura al marqués, se le hicieron las debidas exequias, y cargó el duque con todas las alhajas, muebles, pedrería y demás bienes del difunto, que eran exorbitantes.

Si hasta entonces había sido malo el duque, después de que se apoderó de tanta hacienda se volvió más perverso, y trataba tan inicuamente a su mujer que la pobre infeliz, con el dolor de haber perdido a su padre y verse en poder de un hombre tan vil y brutal, cayó mala brevemente. Se iba agravando su enfermedad. Su marido, divertido en sus amores y caprichos, ni aun siquiera la visitaba. Este injusto desprecio la atormentaba acerbamente y apresuraba el curso de sus días. Los médicos le dijeron que se moría sin remedio, y Rosaura recibió esta funesta noticia con una serenidad admirable, pareciéndole que después de las penas y tormentos que con tanta resignación había sufrido en esta vida, lograría en premio la eterna felicidad. Participaron al duque el deplorable y calamitoso estado de su esposa, y su ingrato y pérfido corazón no sintió el menor impulso de compasión, antes bien respondió con mucha frialdad: «Si se muere, buen provecho le haga; no hay sino mujeres en el mundo, y mejores que ella». Quedaron los médicos escandalizados de una proposición tan indigna, y uno de ellos, sin poder reprimir el enojo que le causó su crueldad, le dijo: «Señor duque, vos injuriáis la inocencia y la virtud; el Cielo es justo, y temed el riguroso castigo que merece vuestra indolencia». Se rió de esta reprensión, y sin decirle palabra, con un aire de desprecio le volvió las espaldas.

Dispuso la infeliz Rosaura de todos sus bienes en favor de algunos monasterios, obras pías y legados. Se preparó para morir como verdadera cristiana, y después de haber contrastado algunos días con la inexorable muerte exhaló su espíritu en brazos de su virtuosa aya, que solamente le quedó por compañera en sus trabajos y calamidades. Poco antes de expirar dio un ¡ay! que penetró hasta el Cielo, y con una voz débil y trémula exclamó: «¡Ah, padres injustos! Mirad los efectos de vuestra codicia e indiscreción. ¡Oh, gran Dios, no permitáis que ninguna mujer sea desventurada víctima de la crueldad como yo lo he sido! Ya, Señor, perdoné a mi padre, y ahora vuelvo a perdonarlo para que vuestra misericordia lo perdone».

Apenas murió la desgraciada Rosaura, cuando su indigno marido pensó en volverse a casar; pero el Cielo, que había tolerado hasta entonces sus maldades, cansado ya de su obstinación quiso castigarlo para escarmiento de otros libertinos y malvados semejantes a él. Un día se empeñó en domar un caballo. Varias personas le aconsejaron que no lo hiciese, porque era muy furioso y soberbio; pero él, preciado de valiente y diestro en el manejo de la brida, lo montó. Al instante empezó a asperearse; lo estrechó para sujetarlo, pero el bruto indómito partió como una furia. Nadie se atrevía a detenerlo, y ya ciega e impetuosamente se precipitó por unos eminentes escollos haciendo mil pedazos al duque.

Todo el mundo se consternó al saber el desastrado fin que tuvo este vicioso e inicuo joven, atribuyéndolo a venganza del Cielo en castigo de sus enormes desórdenes y delitos. Muy diverso fue el del virtuoso Lisandro, quien murió poco después que Rosaura, dejando a sus religiosos compañeros muchos dignos ejemplos de humildad, de paciencia y religión que imitar, y afligidos de haber perdido un socio en quien brillaban en grado heroico las más puras virtudes y costumbres.

¡Ah, padres crueles! Reflexionad con la debida atención todas las miserias que padeció la infeliz Rosaura, estrechada y obligada por su padre a contraer matrimonio contra su voluntad. Considerad el arrepentimiento y confusión que lo asaltó en la terrible hora de la muerte, conociendo su injusticia e inhumanidad, y no seáis pérfidos y crueles verdugos de vuestros mismos hijos, cuyo sacrificio no mirará el Cielo con indiferencia, y seréis responsables de todos los daños y perjuicios que ocasione vuestra dureza y crueldad. ¡Ojalá que a la vista de tan formidable y horroroso ejemplo se contenga vuestra bárbara crueldad, y que no se vean tantos desdichados llorar, padecer y pedir vindicta contra los impíos y tiranos padres que los constituyeron en la amarga y deplorable necesidad de vivir eternamente infelices!



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