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ArribaAbajoAnécdota undécima

(Vol. VI)


El brigadier y Carlota


Son innumerables las pasiones que continuamente nos agitan. Necesitamos estar siempre con toda precaución para no dejarnos sorprender ni arrastrar de ellas. Entre las que mayor dominio tienen sobre el corazón del hombre, la del amor suele tiranizarlo más. Ruinas, sobresaltos, inquietudes, celos, iras, desvelos, éstos son los efectos más frecuentes que produce. La experiencia nos enseña esto mismo, presentándonos cada día a la vista muchos ejemplos; pero como es imposible extinguir en los hombres el fuego de esta vehemente pasión, y es casi necesario concederla a las almas sensibles, nos contentaremos con demostrar que, así como es loable cuando se funda en la virtud, y admirable cuando se encamina al bien de la sociedad y de la patria, así también es indigna, perniciosa y vituperable cuando sólo se dirige a saciar los torpes apetitos. Como son tan frecuentes las cautelas de los hombres para seducir a las mujeres incautas; como también es muy común que éstos se jacten de haber triunfado de su honor cuando deberían avergonzarse y temer la justa ira del Señor, vengador de los agravios, de los perjurios y de la perfidia, vamos a presentar en esta anécdota el ejemplo de una inicua seducción, causa de lamentables consecuencias y castigada por un medio impensado, como sucede cuando Dios, por sus inescrutables secretos, quiere ejecutar sus venganzas sobre los malvados. ¡Ojalá que este ejemplar contenga a los jóvenes en sus desórdenes y preserve a las doncellas de los lazos que extiende la malicia contra su honor, para que no lleguen jamás las unas a experimentar los deplorables efectos de tan perniciosos engaños, y los otros el justo castigo que merecen tan horrorosos delitos!

Nació en Bohemia, de unos padres muy ilustres, una niña a quien pusieron por nombre Carlota. Sus padres, que estaban bien persuadidos de que la mejor dote para los hijos es la buena educación, no omitían diligencia alguna que pudiese conspirar a dar a su hija la más perfecta, como hacían igualmente con otros dos hermanos que tenía de mayor edad. No dejaban estos señores, como otros muchos, el cuidado de la educación de sus hijos al de hombres mercenarios, que se buscan comúnmente para descargar el peso de tan precisa obligación. Aunque les tenían maestros y ayos para su enseñanza y asistencia, vigilaban atentamente sobre ellos para ver si cumplían con exactitud sus encargos. Unían sus lecciones y cuidados a los suyos, y de esta unión resultaba una continua atención a la crianza de aquellos niños, que venciendo en ellos cualquiera inclinación viciosa de la naturaleza, formaba sus corazones, elevaba sus pensamientos, los hacía sensibles, humanos, caritativos, ingenuos y humildes sin bajeza, como deberían ser los que por un efecto de la casualidad nacen superiores a los demás hombres y llegan más fácilmente a gobernarlos y a decidir de su fortuna y felicidad.

Éste era el medio con que estos sabios padres procuraban criar a sus hijos, para que con el tiempo fuesen buenos cristianos y ciudadanos útiles. Pero la muerte, que destruye todos los proyectos e intenciones de los hombres, cortó la vida a estos padres antes de que tuviesen el gusto de ver adultos a todos sus hijos, y como deseaban. El mayorazgo, como mayor de edad, pudo recoger más frutos de tan preciosa educación; pero el otro niño, y particularmente Carlota, se quedaron sólo con algunas semillas. Apenas murieron sus padres cuando el primogénito cargó con casi toda la hacienda, que era vinculada; puso al otro hermano a servir al Emperador de cadete en un regimiento, y conociendo que la niña no estaba bien en su poder, porque un hombre solo no podía atender a su educación, la envió a Viena con una tía suya, creyendo que a su lado estaría preservada de los peligros y riesgos a que están expuestas las jóvenes si no hay quien con interés vigile sobre su conducta.

La idea y precaución de este joven era propia de un hombre prudente y bien educado; pero los efectos no correspondieron a sus deseos. Carlota, acostumbrada a encontrar en sus amados padres no unos rígidos y severos correctores sino unos amigos tiernos que, interesándose sólo en su mayor bien, reprendían sus acciones con dulzura y amor, no hallando en su tía aquella amable confianza que hace menos gravosa la autoridad, lejos de adelantar en su educación perdía la que había adquirido. El carácter suave, amoroso y tierno de sus padres hacía a Carlota franca e ingenua; el carácter de su tía, rígido, hipócrita, austero y gazmoño la hacía disimulada y fingida. No temía confesar a sus padres cualquiera error que cometía, porque hallaba una corrección amorosa que, sin exasperarla, excitaba en su corazón un horroroso aborrecimiento a lo malo. Siempre temblaba al presentarse delante de su tía, porque aun las acciones más indiferentes se las reprendía con rigidez, y lejos de confesarle sus debilidades y flaquezas le aparentaba una virtud afectada que tocaba en gazmoñería. Con esto lograba, aunque no ver a la tía con semblante afable, a lo menos que no fuesen tan severas ni frecuentes sus reprensiones; pero esta conducta producía en el corazón de Carlota muy diferentes efectos de los que creía la tía. El aborrecimiento a su persona y a todo cuanto le decía y aconsejaba, el despecho, el deseo de la libertad y de sacudir tan pesado yugo, he aquí lo que sacaba la tía con tanta austeridad. Lo mismo sacarán cuantos quieran inspirar la virtud a tanta costa. La dulzura y suavidad la imprimen mucho mejor en los corazones que el rigor y la severidad. Oímos con gusto, o a lo menos sin exasperarnos, las reprensiones de nuestros superiores cuando vemos que las dicta la razón, el deseo de nuestro bien y el amor que nos tienen; pero jamás escuchamos sin despecho las que nacen de un espíritu caustico, de un genio insufrible, agitado de la cólera, y que se dirigen a mortificar nuestro amor propio, más porque son de carácter tan enfadoso que no puede estar contentos ni aun consigo mismos, que porque nos aman y anhelan nuestra felicidad. Siempre nos es repugnante vernos reprendidos y mortificados, aunque sea con razón; por lo mismo es necesario acompañar las correcciones con alguna dulzura que nos las haga apreciables, sin excitar en nosotros otro efecto que la aversión al vicio y el amor a la virtud. Si reflexionamos un poco sobre el particular, hallaremos dentro de nosotros mismos el fondo de esta verdad. El que se vea precisado a corregir a otro se ha de poner en el lugar de aquel a quien corrige, y considerando la distancia y circunstancias que median entre los dos lo ha de hacer de aquel modo que él mismo pueda persuadirse interiormente que producirá el efecto que desea. Esta regla se ha de observar con todos, y especialmente con los niños, y mucho más con aquellos que por su calidad llegarán algún día a mandar a muchos hombres. Si el ayo o maestro que cuida de su educación es de genio irritable y colérico, y lejos de moderarlo al reprender a su alumno le habla siempre con la aspereza propia de su carácter, en vez de lograr su corrección le formará un corazón duro, áspero, pronto a abandonarse al furor, y cuando sea adulto y se conozca superior a los que lo rodean, lejos de tratarlos con humanidad, considerando que en el orden de la naturaleza todos somos iguales y que la diferencia sólo consiste en la más o menos fortuna con que se nace, los tratará del mismo modo que con él lo hacía la imprudencia de su ayo. ¡Qué atentos deben estar siempre los padres de familia para que los encargados de la educación de sus hijos no les inspiren semejantes sentimientos! La virtud es suave, dulce, amable; con suavidad, con dulzura, con cariño se ha de inspirar.

La tía de Carlota, que no conocía la importancia de estas máximas, dejándose arrebatar de su genio colérico y furioso siempre reprendía a su sobrina con la mayor aspereza, al paso que quería hacerla humilde y virtuosa. Carlota tenía, al morir sus padres, unos diez años, y era un prodigio de hermosura y de candor. Las extravagancias y ridiculeces de su tía iban rápidamente pervirtiendo sus inclinaciones, y sobre todo excitando en ella un insaciable deseo de su libertad, a que da lugar la excesiva opresión y rigor. Llegó con esta educación a los catorce años, siendo cada día más bella, pero menos ingenua y cándida. Aunque la tía era de aquellas mujeres que hacen consistir su virtud en ser poco sociables, no dejaba alguna vez de ir a visitar a algunas de sus antiguas amigas con su sobrina. En una casa de éstas vio a Carlota un brigadier, joven, de gallarda presencia y rico. Quedó admirado de su exterior compostura y graciosa belleza. Sin embargo de que no pudo hablarle particularmente, ni aun se atrevió a significarle con alguna indirecta su sorpresa, porque le era bien notorio el genio raro de su tía, con todo no dejó, a hurto de ésta, de dirigirle alguna de aquellas penetrantes miradas que a veces suelen demostrar, más que las mismas palabras, los internos sentimientos. Carlota, aunque de corta edad, era sumamente advertida, y no dejó tampoco de conocer alguna inclinación en el brigadier, a que correspondió con bastante disimulo y modestia, impelida del anhelo que tenía de librarse de las extravagancias de la tía. Nada notó ésta de la muda y recíproca demostración que los dos se hicieron casi al mismo tiempo, estimulados de igual afecto. Se despidieron tía y sobrina de la visita, y el brigadier les tributó aquellos simples obsequios que exige la cortesanía. Carlota se retiró con una cierta pena interior, y el brigadier quedó no menos agitado y confuso.

Al momento comenzó a discurrir medios que le facilitasen hablar a Carlota, para poder manifestarle el amor que a primera vista había excitado en su corazón. Pero el genio ridículo de la tía, que sólo permitía frecuentar su casa a gentes antiguas que tenía bien conocidas, y muy pocas veces que aun éstas viesen a su sobrina, le hacía cada día encontrar más inconvenientes. Como el amor se aviva y crece cuantos más obstáculos tiene que vencer, al paso que el brigadier hallaba más impedimentos que superar conocía que en su corazón su aumentaba la vehemencia de su pasión. Carlota igualmente, desde el punto que lo vio, sentía en el suyo una continua y penosa agitación, que ni aun se mitigaba con una ligerísima esperanza. Después de haber pasado algunos días, no hallando el brigadier modo para hablar a Carlota, se dedicó a pasear su calle, por si lograba verla alguna vez en los balcones. Infructuosamente practicó esta diligencia bastante veces, pues la tía, siempre atenta al recogimiento de Carlota (aunque con imprudencia), no la dejaba ni aun asomarse a las ventanas que daban a la calle. Crecía el desconsuelo del brigadier, viendo cada día más remota la esperanza de poder manifestar a Carlota sus amorosos sentimientos. No menos se afligía ésta considerando la imposibilidad de volver a ver a aquel joven que tanto había interesado su corazón, y las penas que tenía que sufrir bajo la rigurosa potestad de su tía. Cuando estaban ambos sumergidos en su dolor, y menos esperanzados de verse, lograron esta dicha en la misma visita que antes, y aunque con bastante disimulo se dieron a entender recíprocamente el amor que alimentaban en sus corazones. El brigadier, que era hombre de ingenio, sumamente apasionado a la poesía dramática, y poseía el arte y gracia de bien hablar, con que brillaba en las concurrencias, hizo recaer la conversación sobre el inmortal Metastasio, que entonces se hallaba tan justísimamente aplaudido en Viena. De aquí tomó pie para alabar sus composiciones dramáticas, los rasgos sublimes de elocuencia y de virtud que se hallan en ellas, los delicados pensamientos, las vivísimas pinturas de las pasiones, los razonamientos enérgicos y nerviosos, la sublime virtud de sus personajes, sus situaciones interesantes, sus vuelos pindáricos, sus gracias anacreónticas y cuantas bellezas adornan sus melodramas. Para venir a su intento, con disimulo recitó algunos pasajes sublimes de La Clemencia de Tito, del Atilio Régulo, de La gran Cenobia, del Temistocles y de otros, y finalmente dijo así: «Sobre todo me encanta la dulzura y precisión de este poeta para expresar la fuerza de un sentimiento; nunca dice más palabras que aquellas que se necesitan para explicarlo, y a veces en cuatro o cinco versos dice más que otros en una larga relación. Cuando en el Demofoonte desembarcan a tierra Creusa y Querinto, no hay cosa que iguale a la ternura de su diálogo. Pregunta la princesa a Querinto la causa de hallarlo triste en Creta, cuando no lo había estado en Frigia. Resiste Querinto a manifestarle el motivo de su pena; enójase Creusa, dándole a entender que es por desconfianza; Querinto quiere hablar, pero el temor y respeto se lo impiden; Creusa, con palabras de resentimiento y algo irónicas, le obliga a romper el silencio, y al fin Querinto, temiendo disgustarla, agitado de su pasión dice así:


«Hablaré, no te enojes. Paz no tengo;
tú eres quien me la roba.
Tu bello rostro adoro,
sé que lo adoro en vano,
y me siento morir: he aquí el arcano»

Dijo el brigadier estos versos con la mayor expresión y ternura; dirigió al mismo tiempo una mirada penetrante a Carlota; y ella, percibiendo enteramente el objeto a que todo se encaminaba, le dio a entender, lo más que pudo, que no sería su amor en vano. El brigadier prosiguió, sin detenerse, su conversación, haciendo con ingenioso artificio comprender más a Carlota la viveza de su tierno amor. En fin, después de algún tiempo se concluyó la visita, sin que nadie conociese ni aun sospechase la menor cosa, y cada uno de los concurrentes se retiró a su casa, como hicieron igualmente Carlota y su tía.

Procuró Carlota disimular, hasta en su semblante, la agitación y sobresalto de su corazón, hasta que retirándose a su lecho pudo con libertad dar algún desahogo a su dolor. Considerando las bellas prendas del brigadier, las gracias y atractivos de su conversación, el amor que le había manifestado ingeniosamente, el genio raro y caprichoso de su tía y su continuo encierro, que se oponían a que pudiese fundar aun la más ligera esperanza de conseguir sus deseos, no podía contener sus lágrimas ni reprimir sus suspiros. Un confuso tropel de ideas asaltaba su agitada imaginación; y para mitigar algún tanto la opresión de su corazón decía entre sí de este modo:

«¡Que mi desgraciada suerte haya presentado ante mis ojos al brigadier! Ay, Dios, ¿no hubiera sido mejor no haberlo visto jamás? ¡Qué dulzura, qué gracia tiene en la conversación! ¡Qué prendas personales lo hacen amable! ¡Con qué arte, con qué sutileza me ha significado los tiernos sentimientos de su corazón! Sin duda alguna me ama; su semblante manifestaba su interna agitación. Yo me consideraría feliz si lograse vivir en su amable compañía el resto de mi vida. Pero, ¡ay de mí!, no es posible que yo consiga tanta ventura. El Cielo sabe cuándo volveré a verlo. Las extravagancias de mi tía son tan públicas que nunca se atreverá a venir a esta casa. Si no nos podemos ver ni hablar, ¿cómo es fácil que tengan consuelo mis pesares? Yo viviré continuamente al lado de esta mujer ridícula, que me hará consumir de tormento y pena; y mi amable brigadier se olvidará de mí, no pudiendo verme jamás ni explicarme su amorosa pasión. ¿Qué deberé hacer en tan amarga confusión? ¿Podré hallar algún medio para ver a este gracioso joven, para manifestarle... Pero, ¡qué digo! ¿Es acaso propia de una mujer de mis circunstancias esta manera de pensar? El deseo de la libertad, el anhelo de separarme del lado de una tía tan caprichosa, ¿puede hacerme olvidar aquellos sabios consejos que incesantemente me daban mis venerados padres? No, Carlota, no. Aunque vivo tan mortificada, aunque el trato que me da mi tía es bastante para excitar en mí un género de despecho que me guíe a la desesperación, yo debo proceder siempre como quien soy, prefiriendo las penas que estoy sufriendo al deshonor que me resultaría de obrar sin prudencia, arrebatada de una ciega pasión».

Así discurría Carlota consigo misma; y a pesar del genio raro de su tía, que tanto la atormentaba, el recuerdo de las sabias lecciones de sus padres contenía los impulsos de su amor. Aquí se ve cuánta fuerza tienen en el corazón humano las primeras impresiones, pues sin embargo de que el bárbaro sistema que observaba la tía en la educación de Carlota iba extinguiendo en ella las prudentes y virtuosas máximas inspiradas por la que le habían dado sus difuntos padres, con todo aun eran capaces de contener sus excesos.

El brigadier, más encantado de la suma belleza de Carlota, y lisonjeado de obtener su correspondencia, padecía el más insufrible dolor porque no hallaba medio para tratarla. Procuró buscar algún conducto para introducirse en su casa, pero el carácter de la tía le tenía cerradas las puertas. Crecía su desesperada confusión, y la misma imposibilidad que hallaba aumentaba más sus vivos deseos. Como el amor es atrevido y sutil, al fin, a fuerza de indagaciones, encontró un medio que le facilitó cuanto anhelaba. Tenía la tía de Carlota un criado antiguo muy sagaz; éste, conociendo el genio de su ama, había podido captar su voluntad aparentando ser muy virtuoso, y de este modo había logrado su total confianza. El manejaba sus caudales, disponía de cuanto había en la casa y era el único a quien permitía la señora tratar a Carlota. Con mañosa sutileza obraba en todo según el genio y gusto de su ama. Hipócrita sin igual, iba con tía y sobrina a la iglesia; allí de rodillas mucho tiempo oraba, al parecer con el mayor fervor; en su casa estaba siempre leyéndoles libros devotos, dando a Carlota muy serios consejos y a veces reprendiéndola agriamente como hacía la tía, lo que era para ella de la mayor complacencia. Cuando podía obrar secreta e impunemente y dejar correr sus malas inclinaciones, era hombre indigno y vicioso. El interés lo dominaba, y sólo por el que le resultaba servía a su ama con tan aparente celo y virtud, sufriendo con una paciencia excesiva sus muchas impertinencias y ridiculeces. El genio de esta señora, para todos áspero y duro, era la causa de que su criado fuese tan disimulado e hipócrita, porque sólo de este modo podía subsistir en su casa y granjear su favor. Lo mismo que sacan los padres tratando a sus hijos siempre con rigor, sacan los amos que tratan a sus criados con aspereza. El interés, y no el amor, les hace aparentar el mayor afecto y celo en servirlos, pero cuando pueden se vengan de los ultrajes que reciben, porque falta en ellos la lealtad y cariño que se granjean aquellos amos que, lejos de engreírse viéndose colocados por la fortuna superiores a sus domésticos, compadecen el abatimiento a que los obliga la necesidad, y sin perder cosa alguna de su autoridad los tratan con humanidad y beneficencia.

El brigadier halló en el criado de la tía de Carlota el conducto más seguro y fácil para conseguir sus deseos. El oro, causa de tantos desastres, injusticias y maldades en el mundo, conquistó el corazón de este criado, y lo obligó a cooperar a los inicuos deseos del brigadier. Éste lo buscó, y regalándole antes cien doblones le manifestó el amor que profesaba a Carlota y sus vivos deseos de verla a pesar de la vigilancia de su tía. Como Bernardo (así se llamaba el criado) poseía la confianza de su ama y estaba tenido por ella en el más alto concepto, no encontró la menor dificultad en prestarse a las intenciones del brigadier, y olvidado de la obligación que tiene un criado de ser fiel a sus amos le prometió hacer cuanto le fuese posible en su favor. Discurrieron entre ambos el medio de comunicar a Carlota sus pensamientos, y como el brigadier estaba ya bastante lisonjeado de obtener su correspondencia, resolvió escribirle un papel declarándole su amor, y que Bernardo se lo entregase, manifestando a éste que sus intenciones eran dirigidas a los fines más honestos. Con efecto, se convinieron en hacerlo así, y el brigadier escribió a Carlota un papel diciéndole que desde que la había visto en la visita no había tenido un momento de sosiego, que su amor era verdadero y que sus deseos se dirigían únicamente a contraer matrimonio, si creía que esta unión podría formar su felicidad y si lo consideraba digno de obtener su mano, con otras muchas y tiernas expresiones que ni remotamente manifestaban en el brigadier otras intenciones que las que permiten la Religión y la modestia y son propias de los hombres timoratos y honestos.

Entregó Bernardo este papel a Carlota, y creyendo ésta que las expresiones del brigadier eran sinceras, que el admitir la proposición que le hacía no se oponía de ningún modo a su virtud, y que por su calidad y circunstancias era un caballero que le convenía, sorprendida de gozo dio repetidas gracias a Bernardo y le rogó muy encarecidamente que guardase secreto y que concluyese la obra que había comenzado, persuadiéndose de que sin su auxilio no podrían jamás tener efecto sus honestos deseos. Bernardo le prometió cooperar a ellos en cuanto pudiese, manifestándole que nada le interesaba más que verla colocada como merecía por sus prendas recomendables y su ilustre calidad, aunque realmente toda su oficiosidad era nacida de su interés propio, por lo que le había regalado el brigadier y por lo que esperaba que aun le regalaría. Con esta misma idea rogó a Carlota que contestase al brigadier y que lo hiciese luego, supuesto que su tía estaba en misa y tenía entonces lugar. La inocente Carlota, que todavía no tenía edad para precaver los engaños de los hombres ni conocer los medios de que se valen para ocultarlos, creyó que no podría ser falaz el corazón del brigadier y que desde luego debía demostrarle su fina correspondencia, y así dijo a Bernardo: «Dadme vuestro recado de escribir ahora que mi tía no está aquí, pues ya sabéis que desde que vine a esta casa no ha querido absolutamente que tome la pluma en la mano. Aunque ha tanto tiempo que no escribo, no se me ha olvidado todavía. Despachaos, amado Bernardo, y pondré dos letras al brigadier, cuya carta le entregaréis para su consuelo y el mío».

Fue Bernardo corriendo y le trajo recado de escribir; tomó la pluma Carlota, y agitada de mil diversos sentimientos escribió estos renglones:

«Señor, no es fácil que pueda yo explicaros con la pluma todos los sentimientos de amor y gratitud que han excitado en mi corazón las tiernas expresiones de vuestra carta. Sólo puedo deciros, porque me estrecha el tiempo, que no me amáis en vano, como ingeniosamente me disteis a entender en la última visita, si son tan honestos, como decís, vuestros deseos. Los míos se encaminan al mismo fin. Pensad bien en ello; y si enteramente os resolvéis, contad con el fino amor y correspondencia de vuestra servidora Carlota».

Apenas cerró la carta la dio a Bernardo, y quitó éste el recado de escribir, cuando sintieron que venía de misa la tía de Carlota; y aunque quería encargarle dijese a su amado brigadier muchas cosas, sólo pudo recomendarle encarecidísimamente que le entregase la carta lo más pronto que fuese posible, cuya diligencia ofreció hacer Bernardo con la mayor eficacia y prontitud.

Cuando entró la tía en el cuarto de Carlota halló a ésta con su labor, y a Bernardo leyendo un libro devoto en voz alta y con tono místico, de lo cual se alegró mucho la señora, creyendo que sólo en aquello se habían ocupado durante su ausencia. Véase aquí cómo el rigor y la aspereza sólo producen hipócritas y disimulados, los cuales hacen más daño que los más perversos, porque de éstos podemos guardarnos y precavernos y de aquéllos no; antes bien, creyéndolos por la apariencia hombres virtuosos, nos fiamos de ellos, y cuando menos lo pensamos nos hallamos vendidos y engañados. ¡Ah, maldita hipocresía! ¡Cuántas ruinas ha causado y causará en el mundo! No están seguros de sus astucias el honor de la doncella, la honestidad de la casada, la confianza de un amigo, la estimación de un amo ni los vínculos más preciosos que unen a los hombres en sociedad. Todo lo trastorna, todo lo arruina, sin que baste para contener sus ímpetus perniciosos la más prudente precaución, como aquellas inundaciones súbitas y nocturnas que, cogiendo descuidados a los infelices pastores, durmiendo tranquilamente en sus pobres lechos, se llevan tras sí las miserables cabañas en que reposan al abrigo de las inclemencias del cielo. Así acometen los hipócritas, destruyendo con sus asechanzas cuanto se les pone delante, siempre que pueden hacerlo en secreto e impunemente. ¡Ah, cómo debemos estar vigilantes en el curso de la vida para tratar con los hombres y fiarnos de ellos! El estudio del corazón humano es el más necesario de todos, pero particularmente en los que han de mandar algún día a los otros. Sin este estudio, en vano procurarán formarles el corazón y querer que sean sabios; todo será inútil si no conocen a los hombres para saber confiar o desconfiar de ellos, cómo y en qué circunstancias, y precaver con prudencia los muchos daños que resultan de la falta de esta ciencia, sin la cual ninguno ha llegado a ser verdaderamente sabio. Quien lo sea no dará lugar a que los que lo sirven y rodean sean fingidos y disimulados. Su trato afable y compasivo los hará ingenuos y sencillos, su amor a la verdad los hará francos y poco lisonjeros. Quien sabe compadecer las flaquezas de los otros encuentra quien se las confiese sin temor; quien gusta de oír la verdad desnuda halla quien se la diga sin adulación. Nosotros mismos somos la causa de que nos engañen, de que nos oculten la verdad, de que nos adulen; y mientras no nos dediquemos atentamente a conocer a los hombres, a tratarlos como nosotros quisiéramos que nos tratasen en iguales casos, nos expondremos a cada paso a los riesgos más inevitables. Los brutos se amansan con el rigor y la aspereza; los hombres se sujetan con la razón y la prudencia.

Luego que pudo Bernardo salir de su casa, fue a buscar al brigadier y a entregarle la carta de Carlota. Éste la recibió y leyó con tanto júbilo que, no hallando expresiones para significar a Bernardo su gratitud, le dio un reloj de repetición en premio de su buena diligencia. Después de haber leído y releído la carta, arrebatado de la mayor alegría le preguntó varias cosas acerca de la complacencia con que Carlota había recibido su papel. A todas satisfizo completamente Bernardo, y comenzaron a tratar sobre el medio que tomarían para ver a Carlota sin que su tía pudiese notarlo. No dejaba el criado de hallar muchos inconvenientes que vencer para conseguirlo, pero al fin, atropellando con todos y estimulado del maldito interés, discurrió el modo de facilitar al brigadier cuanto deseaba. Aunque la tía tenía la precaución de que su sobrina durmiese sola en un cuarto al que se entraba por su misma alcoba, se acordó Bernardo de que había una ventana con su vidriera que caía a otro cuarto, del cual tenía él la llave porque custodiaba en él algunos géneros y comestibles para el consumo de la casa. Esta proporción, y la casualidad de dormir sola Carlota porque su tía no quería que la acompañase ninguna criada, abrió camino al perverso Bernardo para facilitar que los dos amantes se viesen por la noche sin que persona alguna de la casa pudiese penetrarlo. Como toda la familia se recogía en sus dormitorios respectivos a las diez de la noche, y Bernardo era el único encargado de vigilar sobre esto y cerrar todas las puertas, no encontró obstáculo que pudiese embarazar la ejecución de tan pérfidas ideas. Con efecto, quedaron acordes Bernardo y el brigadier en la hora en que debía ir a casa de Carlota y en el modo como se habían de ver y hablar, por cuya oficiosidad le repitió el brigadier las más expresivas gracias y ofrecimientos, y se separaron.

Al punto que pudo Bernardo hablar a Carlota la instruyó de cuanto había meditado para que pudiese hablarle su amante aquella noche, y de todo lo demás que había ocurrido. Sin embargo de que Carlota tenía mucho temor a su tía, conociendo que de la manera que lo había dispuesto Bernardo no había peligro de que su tía lo llegase a saber, condescendió muy gustosa en todo. Bernardo quitó la vidriera del cuarto de Carlota y preparó cuanto era necesario para que pudiesen hablarse por la ventana. Recogiéronse todos los de la casa a las diez de la noche como acostumbraban, y a las diez y media, conociendo Bernardo que estaban ya dormidos, abrió una puerta excusada (donde ya en virtud de la cita lo esperaba el brigadier), y lo condujo hasta el cuarto por donde había de hablar a Carlota.

Hicieron la seña acordada y Carlota se asomó a la ventana. El brigadier, lleno de gozo, le manifestó la fuerza de su amor, las penas que había padecido desde el instante que la había visto, su excesivo júbilo y complacencia de haber podido lograr, a pesar de tantos inconvenientes, la ocasión de hablarle, diciéndole además cuantas expresiones le sugería su vehemente pasión. Carlota, aunque algo sobresaltada, correspondió a sus finezas con toda aquella ternura e ingenuidad de que es capaz un corazón sensible enamorado. En varios y afectuosísimos coloquios pasaron los dos amantes hasta más de las doce de la noche, en que, temerosos de que alguno de la casa pudiese sentirlos, se separaron con muchas lágrimas, repitiéndose mutuamente sus ternuras y promesas y quedando citados para la noche siguiente. Bernardo condujo al brigadier hasta la puerta por donde había entrado, y después de cerrarla se retiró a su cuarto sin que nadie advirtiese la menor cosa.

Causó el mayor dolor al brigadier el separarse de su amada Carlota, y no menor fue el que padeció ésta cuando se quedó sola. Reclinada en su lecho, al paso que estaba llena de gozo por haber logrado la suerte de ver y hablar a su amante, no dejó de derramar lágrimas y exhalar suspiros hasta que la venció el sueño. Tampoco disfrutó del sosiego mientras durmió. Excitáronse en su fantasía un tropel de ideas que la tuvieron inquieta toda la noche. Cuando despertó por la mañana se sintió fatigada de luchar con tantas imaginaciones, pero procuró hasta en su semblante disimular su interna agitación, para no dar el menor motivo de sospechar a su tía.

A la noche siguiente volvió el brigadier a ver a Carlota a la misma hora y en el mismo paraje de la anterior, conducido por Bernardo. Se repitieron mutuamente las expresiones más afectuosas y cariñosas promesas, haciendo el brigadier los mayores esfuerzos para persuadir a su querida Carlota de la sinceridad y constancia de su amor. No menos fina y afectuosa se manifestó Carlota, y con repetidas lágrimas y suspiros se separaron a una hora proporcionada.

Así continuaron algunas noches, pasándolas en amorosos y tiernos coloquios. Trataron largamente sobre su casamiento y el modo de ejecutarlo a la mayor brevedad; pero manifestando Carlota alguna desconfianza a su amante, éste le llevó un papel en que le ofrecía ser su esposo. Lo que pareció a Carlota un efecto del excesivo e ingenuo amor del brigadier era de su malicia y perversa intención, pues cuando se camina con engaño siempre se promete mucho, porque no hay ánimo de cumplirlo. Así lo hacía el brigadier en su papel, llevando la inicua idea de seducir a Carlota con la fuerza de sus ofrecimientos.

La misma noche que le dio el papel le hizo las más eficaces instancias para que le permitiese entrar por la ventana a su cuarto. Carlota, aunque niña, ciega y apasionada, no dejó de penetrar las malas resultas que podía traer su condescendencia y no quiso consentirlo de ningún modo, manifestándole que aun no era su esposo y que una mujer de sus circunstancias no debía permitir al que no lo fuese semejante libertad, con que exponía su honor al mayor riesgo. Insistió el brigadier en su solicitud, pero no pudo vencer la resistencia de Carlota. Aunque su amante sintió vivísimamente esta repugnancia, procuró disimularlo para no darle sospechas de que sus intentos eran poco rectos, esperanzado de que la continuación de sus súplicas, sus repetidas lágrimas y tiernas expresiones llegarían a vencer su obstinación.

A la noche siguiente repitió sus instancias, pero nada consiguió con la ternura y el llanto. Viendo que por estos medios no lograba sus inicuos designios, tomó el partido de manifestarse resentido a Carlota de su desconfianza, atribuyéndola a poco amor, y así con un género de enojo se despidió de ella, dejándola anegada en un mar de confusiones. Carlota, apasionada ciegamente del brigadier y poco experimentada de los engaños y cautelas que usan los hombres para seducir la inocencia y la virtud, se afligió excesivamente, creyendo que su amante enojado no volvería a verla. Todo el resto de la noche lo pasó llena de sobresaltos y penas, y se aumentaron más éstas viendo que al otro día por la noche no parecía su brigadier. Éste, siguiendo en sus pérfidas ideas, no quiso ir a verla como acostumbraba, para dar más bien a entender a Carlota que estaba sumamente resentido de su repugnancia. La pobre joven, confusa y angustiada, no pudo sosegar en toda aquella noche; por una parte se reprendía a sí misma su obstinación: por otra, conociendo el peligro que la amenazaba, se exhortaba a perseverar en ella a pesar del resentimiento de su amante; pero al fin, después de varias reflexiones, juzgándose capaz de resistir a cualquiera acción poco honesta que pudiese intentar el brigadier, estimulada de su ciego amor, deseosa de librarse de la esclavitud en que la tenía su tía y temerosa de perder el amor del brigadier, casi resolvió condescender con su solicitud, no considerando que jamás debemos exponernos a los peligros por más que nos creamos con fuerzas para superarlos.

Luego que se levantó y pudo hablar a Bernardo, le manifestó sencillamente lo que había pasado con el brigadier, sus dudas, sus confusiones y sus penas, y le pidió consejo sobre lo que debía hacer. El pérfido criado, que estaba seducido y advertido por el brigadier, sin temor al Cielo le aconsejó que le permitiese entrar en su cuarto, respecto de que tenía en su mano la seguridad de que sería su esposo, y que no convenía manifestarle desconfianza ni darle motivo para que, resentido de su resistencia y creyéndola efecto de poco amor, no volviese a verla y la dejase abandonada a los rigores y caprichos de su tía. La constancia de la incauta Carlota, que ya estaba vacilante, acabó de arruinarse con tan depravado consejo, y llena de lágrimas rogó a Bernardo fuese a buscar a su amante y lo obligase a que aquella noche viniese a verla, asegurado de su tierno amor y de que deseaba complacerlo en todo cuanto le permitiese su honor. Así sucede frecuentemente a las almas débiles cuando se aconsejan de gentes perversas, que aprovechándose de su flaqueza les inspiran sentimientos indignos y las inclinan a cometer atentados y maldades y a caer en los más peligrosos precipicios. ¡Cuánto debemos examinar la conducta e inclinaciones de las personas a quienes hemos de pedir consejo, particularmente en aquellos asuntos que tocan a nuestro honor y reputación! ¡Cuánto debemos alegrarnos de tener hombres ingenuos, incapaces de inspirar pensamientos inicuos y de ocultar la verdad, a quienes poder consultar en materias graves que conspiran a nuestro bien y buena fama! Todos debemos desear hallarnos rodeados de amigos fieles, de hombres llenos de probidad, para tomar de ellos consejo cuando nos vemos en algún lance de honor y no nos atrevemos a resolver por nosotros mismos, temerosos de errar; pero, ¡cuánto más deben desearlo los que nos mandan y gobiernan, persuadidos de que sus aciertos o yerros dependen las más veces del bueno o mal consejo de aquellos que tienen destinados para que los informen de los negocios y les adviertan lo mejor!

El perverso Bernardo, aprovechándose de la debilidad de la joven Carlota y deseoso (por su propio interés) de complacer al brigadier, fue a buscarlo al punto que halló oportunidad y le refirió cuanto le había pasado con Carlota y lo que le había aconsejado. Lleno de gozo el brigadier con aquellas noticias que le facilitaban el logro de sus malvados designios, repitió regalos y gracias a Bernardo, y quedaron acordes en que iría aquella misma noche a ver a Carlota a la hora acostumbrada. Volvió el criado a su casa y atemperó la amargura de su señorita diciéndole que ya quedaba su amante desenojado, y deseando que llegase la noche para ir a verla. Aunque Carlota deseaba lo mismo, con todo no dejó de tenerla un poco agitada la consideración de que se exponía mucho permitiendo entrar en su cuarto al brigadier; mas el excesivo amor que le tenía triunfó de sus temores y dudas.

En fin, llegó la noche, y Bernardo, siguiendo en su perniciosa oficiosidad, introdujo como las anteriores al brigadier hasta el cuarto opuesto al de Carlota. Sobresaltóse ésta al oír la seña para que se asomase a la ventana, pero el anhelo de ver a su amante la condujo a ella como a su pesar. Es indecible el gozo que ambos recibieron al llegar a hablarse. El brigadier, que ya iba sobre sí y enterado por Bernardo de las demostraciones de Carlota, comenzó a hablarle con la más penetrante ternura y expresión. Carlota correspondió con la mayor dulzura a sus finezas, y de aquí tomó pie el brigadier para repetir sus instancias, suplicándole muy encarecidamente le permitiese entrar por la ventana en su aposento. Carlota se resistió al principio, manifestándole que su tía podía sentir algún ruido, levantarse de su lecho y cogerlos de sorpresa; pero viendo que su amante volvía a tomar un aire de enojo y resentimiento cedió a sus importunaciones. Como la idea del brigadier era muy diferente de la que creía la incauta Carlota, luego que entró en el aposento principió a tentar todos los medios de seducirla. Carlota, agitada y confusa, le demostró su repugnancia con las razones más convincentes; el brigadier, con repetidos ofrecimientos y promesas, hacía los mayores esfuerzos para vencerla, y al fin, después de un largo contraste y de muchas lágrimas, se rindió a la voluntad de su amante. A una hora regular se separaron, y quedaron convenidos en volverse a ver en el mismo paraje a la noche siguiente.

Apenas se retiró el brigadier cuando Carlota, considerando el horror de su delito, se deshizo en lágrimas y suspiros; pero la esperanza, o por mejor decir la seguridad que ella concebía de que sería su esposo, como le había ofrecido con repetidos juramentos, mitigó algún tanto la vehemencia de su dolor. Sin embargo, cuando se presentó por la mañana a su tía fue necesario que se armase de toda su constancia para no darle a entender en su semblante el rubor que le causaba su mismo crimen. Éstas son las consecuencias funestas del delito: el que lo comete, aun cuando sea en secreto, juzga que todos los que lo miran leen en su rostro su maldad, y el mismo remordimiento le hace confundirse a vista de las gentes. ¡Infeliz el que a fuerza de la costumbre y repetición de culpas no siente este desasosiego interior al considerarlas!

Así le sucedió al brigadier, cuyo corazón, con su misma relajación de vida y costumbres, se había hecho insensible a estos internos impulsos. Por esta razón, lejos de reflexionar el daño que había causado a su incauta amante, volvió la noche siguiente a verla y a multiplicar sus excesos, seducido de la pasión más torpe. Mientras se mantuvo ésta en su vigor fueron añadiendo delitos a delitos a la sombra del pérfido Bernardo, que por su particular interés manifestaba tener complacencia en ser cómplice en ellos. Después de que por bastante tiempo sació el brigadier sus inicuos apetitos, comenzó a discurrir medios para separarse de la infeliz Carlota, víctima deplorable de sus engaños y cautelas. Para que no sospechase ella mutación alguna en su falso amor, compuso con el Ministro de Guerra, amigo suyo, sin revelarle la causa, que lo enviase fuera de Viena a evacuar una comisión del Real servicio. Con este pretexto se despidió de Carlota, manifestándole el mayor sentimiento por aquella inopinada ausencia, y derramando copiosas lágrimas como en señal de su excesiva pena. Carlota lo acompañó en el angustioso llanto, lamentándose de la miserable suerte que los separaba, pero no sospechando en manera alguna las falsedades de su amante. Al fin se separaron ambos dándose las más seguras pruebas de su tierno amor y protestando mutuamente que jamás se olvidarían. Sin embargo de que Carlota no creía capaz al brigadier de usar con ella una infamia, desde el mismo instante en que se despidieron empezó a sentir en su corazón una continua pena que no le dejaba un momento de reposo. Hacía los mayores esfuerzos para no abandonarse a una profunda melancolía; pero por una parte la ausencia de su querido amante, y por otra no sé qué impulso secreto (sin duda presagio de su desventura) la tenían sumamente inquieta. El brigadier, siguiendo en su idea de engañar a la infeliz Carlota, le escribió desde el pueblo a donde fue a evacuar su comisión en los términos más cariñosos, asegurándole que su dolor era insoportable por verse en aquella amarga ausencia, y que esperaba con la mayor ansia el momento afortunado en que poder lograr su hermosa mano. Carlota le contestó con toda la efusión de su corazón, demostrándole las penas que realmente padecía; y en vez de ablandarse el corazón del brigadier con las tiernas y afectuosas expresiones de la inocente Carlota, se aumentaban en él los pérfidos sentimientos de dejarla entregada a su rubor y perpetuo dolor.

Es imponderable el que padecía Carlota por la ausencia de su amante, con quien tenía muy frecuente correspondencia, ingenua y sencilla por parte de ella, pero artificiosa e inicua por la del brigadier. Aunque las expresiones fingidas de éste mitigaban algún tanto su dolor, ya llegó el caso de que Carlota sintiese los efectos de su flaqueza y conociese la vergüenza a que la había expuesto su condescendencia a las pérfidas seducciones de su amante. La puso inconsolable, llena de rubor y penetrada de los más crueles remordimientos este acontecimiento, que no había previsto por su poca experiencia, y rodeada de las mayores confusiones y angustias escribió al brigadier el vergonzoso estado en que se hallaba, el temor de que su tía llegase a conocerlo, el ningún arbitrio que tenía para evitarlo y las ansias que en tal lance padecía su acongojado corazón, recordándole sus repetidas promesas y rogándole, con las expresiones más tiernas y llena de lágrimas, viniese a cumplirle sus reiteradas palabras y a precaver su deshonor, ruina y desconsuelo.

Recibió esta carta el pérfido brigadier; ninguna compasión excitaron en su corazón empedernido las angustias y desvelos de Carlota, ni sintió aquellos remordimientos que debería tener por haber seducido la inocencia y triunfado de una joven que se había confiado de sus promesas. Pero, conociendo que si no le contestaba de un modo que no le hiciese desconfiar de su amor podría Carlota demandarlo en justicia, valida del papel que le había dado, maquinó el medio de desarmarla, y con este fin respondió a su carta en estos términos:

«Carlota mía, me sería muy sensible tu deplorable estado si no estuviese en mi mano el remediarlo; pero consuélate, no te aflijas, pues hoy mismo salgo para esa ciudad. Estaré ahí el próximo viernes; ten prevenido a Bernardo y aquella misma noche nos veremos, y todo se dispondrá como desea tu fiel Eugenio».

Le dirigió esta carta como lo había hecho con las anteriores, por medio de un criado suyo, el cual las daba a Bernardo, y éste cautelosamente a Carlota. Fue indecible el gozo que ésta recibió al leer la carta de su amante, y como poco experta en los engaños y falacias de los hombres libertinos creyó que muy prontamente se desvanecería el deshonor que la amenazaba, y vería logradas sus esperanzas. Los momentos se le hacían horas hasta ver a su brigadier. Llegó éste, con efecto, a la ciudad el mismo día que le había ofrecido, y aquella misma noche, conducido por Bernardo, fue a la hora acostumbrada a la casa de Carlota. Sobresaltóse mucho al oír la seña desde la ventana de su aposento, y llena de alegría se asomó a ver a su amante. Comenzó éste a hablarle, después de una breve suspensión, como nacida del contento de volverse a ver, y a decirle las expresiones más tiernas. Carlota le correspondía con toda la sencillez propia de su verdadero amor, y luego que en un corto coloquio se repitieron mutuamente las pruebas de su constancia y fidelidad, entró el brigadier por la ventana al cuarto de Carlota. Aunque no sin bastante resistencia suya reiteró sus delitos el brigadier, asegurando a la incauta Carlota que dentro de pocos días la sacaría de casa de su tía y sería su esposo. Volvió a la noche siguiente con solo el objeto de añadir torpezas a torpezas para poder burlarse mejor de Carlota. Como se había extinguido la pasión en el corazón del brigadier, y no eran ya dictadas de ella las expresiones que decía a Carlota, empezó ésta a sospechar alguna traición en él, aunque procuró disimular y tratarlo con la misma franqueza y cariño que antes.

Para poder conseguir sus pérfidas intenciones el brigadier, creyendo que le sería fácil engañar a Carlota le dijo que ya tenía dispuesto todo lo necesario para efectuar su casamiento, que nada faltaba más que determinar el cómo y cuándo había de sacarla de allí. A pesar de los recelos que tenía Carlota, no pudo imaginar que tales razones fuesen fingidas y dirigidas a concluir su engaño; y así le respondió que el modo era salirse por donde él entraba, supuesto que la ventana estaba tan baja y proporcionada, y que lo ejecutaría la noche que él determinase. «Bien, replicó el brigadier, después de mañana en la noche vendré yo, tú tendrás prevenido cuanto hayas de llevar contigo y desde aquí nos iremos a casa de un cura que ya está advertido de todo y nos desposará al momento, de modo que cuando tu tía comience a hacer diligencias en tu busca ya serás públicamente mi esposa, sea con gusto suyo o sin él. Consuélate, Carlota mía, que todo sucederá a medida de mi deseo, pues el oro allana los caminos más ásperos, y nada puede oponerse a nuestra felicidad según las precauciones que tengo tomadas».

Más asegurada Carlota con estas palabras le respondió: «Convengo en cuanto tú dispongas. Mi mayor satisfacción es darte gusto. Pero, ¿no vendrás mañana en la noche?»

«Ah, sí, preciso, porque no puedo vivir sin verte. Pero, ahora que me acuerdo, ¿conservas las cartas que te he escrito?»

«No. El temor de que mi tía pudiese algún día hallarlas me hizo quemarlas, aunque a costa de muchas lágrimas, porque en mi amarga soledad sólo leyéndolas encontraba consuelo».

«Bien hecho. Me gusta esa precaución. ¿Has hecho lo mismo con el papel de casamiento que te di?»

«No, lo guardo en parte muy oculta, como abulta poco».

«¿Adónde lo tienes, Carlota?»

«En el fondo de un baúl, extendido entre el forro».

«¿Y está aquí ese baúl?»

«No, está allá fuera. ¿Por qué lo preguntas?»

«Porque lo necesitaba precisamente para presentarlo al cura, a fin de que, viendo la obligación que tengo hecha, no ponga el menor reparo en desposarnos al momento que lleguemos a su casa». Conociendo Carlota que éste era un frívolo pretexto para sacarle cautelosamente el papel, le dijo: «Mañana en la noche, cuando vengas, te lo entregaré».

«Lo mismo es, replicó el brigadier. Así haré lo vea el cura después de mañana, y cuando tú salgas de aquí ya estará todo corriente».

Después de tratar otras varias cosas relativas a este particular, se retiró el brigadier protestando a Carlota, con las expresiones más enérgicas, el desconsuelo de separarse de ella y los deseos vivísimos de vivir en dulce paz y unión. Carlota quedó, a pesar de estas demostraciones, llena del mayor desconsuelo y confusión, considerando entre sí todas las palabras que le había dicho su amante y sospechando por ellas que su objeto era sólo dejarla abandonada a su deshonor y afrenta. No podía apartar de su imaginación este pensamiento; el sueño había huido de sus párpados, todo se le representaba horror y desconsuelo; y agitado su espíritu con tanto cavilar decía repetidas veces entre sí: «¿Es posible que un hombre de honor haya de pensar tan bajamente? ¿Es posible que sólo haya seducido mi virtud para saciar sus pasiones vergonzosas? Aquellas expresiones tiernas, aquellas palabras, juramentos y promesas que mil veces me ha repetido, ¿podrán ser fingidas, podrán ser dirigidas a dejarme llena de rubor y angustia toda mi vida? No, no es fácil que haya hombres capaces de tanta maldad. Pero, ¿y el pedirme el papel y el aprobar que yo haya quemado sus cartas, qué objeto puede tener? No, no es bueno: la alegría que he notado en su semblante, a pesar de su disimulo, cuando le he dicho había quemado sus cartas; el disgusto que he observado cuando le he dicho que no tenía aquí el papel; el pretexto que me ha alegado para sacarlo de mi poder, todo, ¡ay Dios!, todo me anuncia que se dirige a mi ruina, a mi oprobrio, a mi afrenta. Sus expresiones no son tan sinceras como antes; sus ansias, sus desvelos, sus suspiros al despedirse de mí no son verdaderos. ¡Pérfido, indigno! No eres caballero; eres un monstruo, un bárbaro, un inhumano. ¿Así has sabido aprovecharte de mi tierna edad, de mi poca experiencia? ¡Cómo no te confundes al pensar en el agravio que haces al honor, a la inocencia, a la humanidad! Yo tomaré la venganza que merece tu enorme traición, yo te arrancaré ese corazón malvado, yo privaré al mundo de una fiera tan cruel como tú. Nada me asusta: mi deshonor ha de ser forzosamente público, pues sea pública mi venganza. Valor. Ningún respeto me detendrá; piérdase todo, ya que perdí mi virtud y mi honor. Muera este enemigo; cubra su muerte mis afrentas y mi confusión».

Con esta agitación se quedó algo dormida, cansada de luchar con tan diversas ideas como se le presentaban a su angustiada fantasía. Ni aun así lograba reposo. Un tropel de confusiones la tuvieron toda la noche llena de sobresalto y horror. Despertó muy temprano; volvió a repetir sus exclamaciones. Combatían entre sí, dentro de su corazón, el amor y la venganza; y finalmente, venciendo ésta a fuerza de sus reflexiones, determinó, ciega y desesperada, hacer una acción que dejase vindicados sus agravios y castigada la traición execrable del brigadier, sin reparar en los riesgos a que se exponía. Éste es el fruto frecuente, éstas son las consecuencias más regulares de los excesos de esta naturaleza. Un delito guía necesariamente a otro, y a veces tomamos venganza de los otros cuando deberíamos tomarla de nosotros mismos por nuestra flaqueza, por nuestra vil condescendencia y por nuestra falta de precaución. Las más veces nos acarreamos nosotros, por nuestra mala conducta, los males, y luego nos irritamos contra los que nos han hecho caer en ellos por no tener bastante virtud para resistir a la seducción y al engaño.

Así sucedía a la incauta Carlota. Disimulando como pudo su sobresalto en todo aquel día delante de su tía, llegó la noche, y arrebatada de su furor resolvió tomar venganza por sí misma de la traición de su pérfido amante. Después de discurrir el medio más acertado para conseguir sus intentos, y meditar el modo más seguro de sorprenderlo, no encontraba instrumento para ejecutar su venganza. «Un cuchillo, decía ella, no es suficiente, porque mis fuerzas son débiles; con un golpe solo no podré acabar con la vida de un monstruo tan infame, y tal vez o no tendré valor para repetirlo, o él me lo impedirá. No, éste no es un buen medio. Un veneno...; pero ni lo tengo, ni sé, aunque lo tuviera, cómo podría hacérselo tomar. ¿Qué haré para vengar mi honor?». En esto se acuerda de que Bernardo tenía colgadas en un cuarto un par de pistolas, que regularmente llevaba cuando salía a caballo a recorrer la quinta y haciendas de su ama. Una pistola le pareció instrumento más apto para su venganza, porque si bien consideraba que al ruido del tiro acudiría su tía y los demás de la casa, ya estaba tan despechada que no temía hacer pública su afrenta si lograba tomar venganza del infiel que se la había causado. Con este designio tomó cautelosamente una de las dos pistolas, la ocultó en su cuarto y con el mayor ánimo se resolvió a quitar la vida al brigadier aquella noche.

Llegó ésta; recogiéronse todos los de la casa, y a la hora acostumbrada entró el brigadier, conducido del inicuo Bernardo, al cuarto de Carlota. Procuró ésta al verlo reprimir su justa indignación, y esforzándose cuanto pudo comenzó a hablarle con la misma ternura que las demás noches. El brigadier, disimulando sus dañadas intenciones le dijo así: «Querida Carlota mía, estoy como confuso y sobresaltado; tan grande es la alegría de verme ya muy cerca de ser tu esposo. Tan excesivo es mi amor y tan vivas mis ansias de lograr tu hermosa mano, que me parecen siglos los momentos que tardará el que seas mía».

«Ya días ha que lo soy, le respondió Carlota, y como tú no me abandones lo seré gustosa hasta la muerte».

«¿Yo abandonarte, Carlota mía? ¿Yo separarme de ti? No, no tengas semejantes sospechas. Ya todo está prevenido para desposarnos mañana en la noche; sólo falta que me des el papel, porque he ofrecido entregárselo al cura mañana temprano. Por la noche, a estas mismas horas, vendré por ti, y después de mañana ya se sabrá en toda la ciudad, a despecho de tu tía, que eres mi esposa. Ea, dame el papel y verás como todo se compone a medida de mi deseo».

«Sí, le dijo Carlota, yo espero que todo saldrá como deseamos. Toma el papel». Va a dárselo, alarga la mano el brigadier, y teniendo ya Carlota amartillada la pistola y en disposición de cogerla, sin que la viese le dice furiosa: «Toma, pérfido traidor, éste es el papel que mereces»; pero no habiendo dado fuego, porque había tiempo que estaba cargada, no salió el tiro. Carlota, viendo frustrado el golpe y considerándose ya perdida, cae desmayada encima de su misma cama. El pérfido brigadier, en medio de la confusión que le causó tan impensado acaso, arrebata el papel de entre las manos a Carlota, y sin tener compasión del estado en que quedaba aquella infeliz e inocente joven por su perfidia y engaño, se va y la deja entregada al dolor que le oprimía el corazón y la había privado de sentido, contento de haber conseguido tan infame triunfo.

Apenas volvió en sí la infeliz Carlota cuando, mirando a todas partes y no viendo al brigadier ni el papel que antes tenía en la mano, fue tan grande su confusión y angustia que, oprimido de nuevo su corazón, volvió a caer desmayada. A poco rato recuperó otra vez el sentido, y considerando la ingratitud, cautela, perfidia y engaño de su falso amante, y no menos el miserable estado en que se hallaba, toda llena de desesperación, confusión y dolor decía entre sí: «¡Pérfido seductor, monstruo inhumano, hombre vil! ¿Así has seducido mi inocencia, así has triunfado de mi virtud? ¿Así me has dejado abandonada a un eterno tormento, a una irreparable afrenta y oprobrio? ¡Bárbaro perjuro! ¿Así cumples tus repetidas promesas, así correspondes a mis tiernas finezas y cariños? ¡Ah, inicuo! Aunque mujer, débil y joven, sabré buscarte hasta los más remotos climas y arrancarte, dividido en mil pedazos, ese pérfido corazón engañoso. No, no podrás huir de mi justa y rigurosa venganza. Cuando yo no pueda tomarla por mis propias manos, apelaré a la Justicia para que castigue tu maldad... Pero, ¿con qué documentos he de pedir contra ti, cruel, indigno? Tú, no contento con haberme despojado de mi honor, has arrancado de mis manos un papel que acreditaba tus engaños y falsedades; pero si no hay justicia en la tierra para castigar tu maldad y delitos, el Cielo justo, sí, el justo Cielo usará contigo de sus venganzas para escarmiento de viles y protervos seductores. ¡Ay, Dios, qué confusión me rodea! Yo no pienso más que en la venganza, y no conozco que soy la más culpable. Mi infame flaqueza, mi poca precaución, mi ciega pasión, y no los engaños y cautelas de un infiel amante, son la causa de mi ruina. ¡Ay de mí! Yo pensaba que no podía haber hombres en el mundo capaces de tal maldad... ¡Dios mío, qué tribulación es la mía! Ya estoy perdida..., ya no hay para mí consuelo...; mis días serán amargos..., mi confusión y dolor eternos... ¡Ay, Cielos! ¿A dónde iré, adónde me ocultaré? Mi vergüenza... ¡Ah, tía, ah, tía! Tus ridiculeces y rigores me han conducido a tan infeliz y mísero estado. ¿Qué será de mí cuando sepa mi liviandad y desenvoltura? ¿Cómo tendré valor para presentarme a su vista? ¡Oh, miserable Carlota, oh, joven inconsiderada! Si yo no muero de congoja y aflicción es mentira, las penas no matan. ¿Quién ha visto jamás un corazón asaltado de tantos y tan diversos afectos? Un amante pérfido..., una tía inhumana..., yo sin amparo alguno..., próxima a ser la burla y el oprobrio de la ciudad..., el objeto más odioso de mi tía y hermanos..., la fábula de las conversaciones..., la víctima desgraciada de mi indiscreción... ¡Cielos, quitadme una vida que aborrezco, sí, una vida que no servirá sino para mi afrenta y deshonor!»

En estas exclamaciones y otras semejantes pasó la infeliz Carlota toda la noche, sin poder conciliar el sueño ni aun por un momento, siempre derramando lágrimas y quejándose de su falso amante, y aun más de sí misma. Sin embargo del tumulto interno que padecía su triste corazón, se salió de su cuarto la mañana siguiente, a la hora que acostumbraba todos los días levantarse, y procuró disimular cuanto pudo su turbación y afán delante de su tía, a quien hizo creer que estaba fuertemente constipada y que toda la noche había padecido una gran fluxión que no la había dejado dormir, para que no se presumiese, viéndole los ojos hinchados, que había estado llorando. Dio crédito la tía a esta ficción, y aun le mandó hiciese algunos medicamentos domésticos para que se desvaneciese la fluxión; con lo cual pudo Carlota algunos ratos desahogar su dolor con la continuación del llanto.

El brigadier, temeroso de que Carlota pudiese buscar algún medio para reconvenirlo en justicia sobre su engaño y traición, aunque tenía en su poder el papel, determinó ausentarse de la ciudad por algún tiempo. Fue aquella misma mañana a ver a su amigo el Ministro de Guerra: contóle muy por menor el lance que le había sucedido, y el Ministro, que tenía una conciencia depravada, le aconsejó que se ausentase y dejase a la inocente Carlota abandonada, y aun le dio una comisión para que de orden del Emperador pasase a Londres a varios negocios. El brigadier, olvidado enteramente de su obligación y promesas, marchó aquel mismo día tan gozoso de su triunfo como si hubiese hecho la acción más heroica. ¡Cuántos pérfidos hay en el mundo que se jactan de la seducción como del triunfo más glorioso! ¡Cuántos hay que, sin temor al Cielo ni el menor remordimiento de conciencia, se valen de los mismos viles e inicuos medios que el brigadier para contrastar la virtud y pervertir la inocencia! Jóvenes bellas que vivís en el mundo, guardaos de todos los hombres sin distinción. Cada uno os llamará su bien, su vida, y os jurará constancia y fidelidad; cada uno os persuadirá que no vive ni sosiega un momento, que pasa los días delirando, las noches sin poder cerrar los párpados, que sólo anhela que llegue el día de lograr vuestra mano; llorará, suspirará, os pintará su amor del modo más seductivo: no los creáis, inexpertas doncellas, todo se dirige a engañaros. Considerad que la virtud y el pudor son los objetos más amables del mundo, y que el que intenta despojaros de tan preciosas prendas es un pérfido que sólo pretende engañaros, que sólo desea contentar sus apetitos y que se vale de estas astucias para rendir vuestra constancia. Los que son virtuosos aman la virtud, y no intentan seducirla; los viciosos sólo aman el vicio, y ponen todo su estudio y conato en pervertir vuestra inocencia y candor. Huid, huid, jóvenes, de estos monstruos de la humanidad, y no os veréis jamás en el deplorable estado y situación que la desgraciada e incauta Carlota. Y vosotros, padres de familia, tratad, educad a vuestras hijas con dulzura, y no las expondréis por vuestro rigor y aspereza a que se hagan disimuladas e hipócritas, ni a que, despechadas, comentan excesos que causarán su deshonor y vuestra amargura y remordimiento.

La angustiada Carlota ignoraba la ausencia de su pérfido amante y lloraba sin cesar; pero su mismo deseo le hacía no perder todavía alguna esperanza de que se reconociese y volviese a cumplir su obligación. Pronto se disipó esta lisonjera esperanza, sabiendo por el criado Bernardo que se había marchado el brigadier de la ciudad a evacuar una comisión del Real Servicio a Londres. Esta noticia acabó de consternarla vivísimamente. No pudo disimular su interna agitación, y derramando un torrente de lágrimas refirió a Bernardo cuanto le había sucedido con el brigadier. Quedó Bernardo asombrado al oírla (¡tan horrorosos son el vicio y la iniquidad, que no pueden menos de vituperarlos aun los mismos viciosos y malvados!), y con las más tiernas expresiones procuró consolar a Carlota y ofrecerle cuanto pudiese en su favor. Pensaron en emplear los medios de la Justicia para obligar al brigadier al cumplimiento de sus promesas, pero considerando que les faltaba el documento justificativo del papel y que tenía la protección del Ministro de Guerra, conocieron sería inútiles todas las diligencias que practicasen. Así sucede en el mundo: la maldad encuentra por lo regular protectores, y la virtud opresores. Si los poderosos de la tierra considerasen bien los designios de Dios en haber puesto en sus manos la autoridad y el poder, no dispensarían su protección a los hombres viles, pérfidos y aduladores; la emplearían solamente en proteger la virtud y amparar la inocencia. Pero la lástima es que mientras gimen y suspiran, oprimidos y arrinconados, los hombres honrados y virtuosos, triunfan y prosperan los inicuos y viciosos, que a fuerza de sus repetidos delitos elevan su fortuna y se levantan sobre las ruinas de los infelices. ¡Dichosos los protectores de la iniquidad y los protegidos depravados e indignos, si no hubiese otra vida más que la presente! Pero, ¡desgraciados cuando, en aquel Tribunal recto donde no valen el favor ni el engaño, serán acusados y confundidos! Allí, allí conocerán el error en que viven, y llegará el arrepentimiento cuando no tendrán remedio y cuando se verán castigados por toda una eternidad.

Mucho se desconsolaba la triste Carlota reflexionando su deplorable situación; pero llegó al mayor colmo su desconsuelo y amargura cuando conoció era indispensable que se hiciesen ya públicos los efectos de su flaqueza. Entonces fue cuando más resintió el golpe de su adversidad, y conoció a lo que había dado lugar su credulidad y débil condescendencia. El fruto frecuente del error es el arrepentimiento. ¡Infeliz el que antes de caer en el precipicio no procura precaverse! Rodeada Carlota de la más negra confusión, no sabía cómo evitar una afrenta irreparable y huir del furor de su tía. Estuvo varias veces para desesperarse; pero era virtuosa, aunque había caído en aquella flaqueza, y considerando que era añadir delitos a delitos, suspendía la ejecución de tan abominable pensamiento. Pensando y meditando sin cesar, al fin resolvió informar de todo a Bernardo. Llamólo, y llena de rubor y de lágrimas le confesó el doloroso estado en que se hallaba. Bernardo, compadecido de su lamentable suerte y reflexionando que él tenía la mayor culpa por haber hecho tan indignos oficios, aseguró a Carlota que la defendería y protegería hasta el último aliento de su vida. Carlota estaba traspasada de dolor; y con una novedad que aumentaba su pena, se sentía bastante débil y con poca salud. Bernardo le aconsejó que se echase en cama, diciéndole que lo dejase a él obrar, y que todo se procuraría ocultar a su tía. Esto reanimó el oprimido corazón de Carlota, y con muchas lágrimas y tiernas expresiones dio gracias repetidas a Bernardo.

Carlota tomó su consejo, se echó en cama, y aunque realmente estaba mala fingió algo más para persuadir a su tía. Bernardo procuró también persuadirla de que la señorita estaba muy echada a perder, y aun le dio a entender que podría provenir de la opresión en que la tenía, de sus ridiculeces y de estar siempre en aquella soledad y retiro. Esto convenía a sus ideas. La tía, a pesar de su genio raro y duro, sintió mucho que su sobrina estuviese enferma, y como ya había muchos días que la veía melancólica, sin embargo de su disimulo, no dejó de creer que podría tener razón Bernardo y le mandó fuese a llamar al médico. Fue a buscarlo al momento, lo enteró muy por menor de la verdad del caso, le manifestó los medios de poder precaver a aquella desgraciada joven de una afrenta escandalosa, atendido el genio de su tía; y el médico, que era muy prudente, le ofreció manejar el asunto con la mayor reserva. Vio el médico a la señorita, le dijo que ya estaba informado de todo, la animó, la consoló y le aseguró que lo dispondría todo de modo que nadie supiese su flaqueza. Después dijo a la tía que su sobrina padecía una grande hipocondría, que ésta podría degenerar en una hidropesía, que procuraría aplicarle algunas medicinas para atajarla y que, cuando esto no bastase, tomaría aquel medio más proporcionado para su perfecta curación. Le encargó que la cuidase mucho, que no le diese que sentir, y finalmente le aseguró que con alguna paciencia se lograría su perfecto restablecimiento. La tía, que ni remotamente podía imaginarse lo que era, porque apenas se separaba de su lado por el día, y por la noche le hacía dormir sola en un cuarto a donde, como se ha dicho, se entraba por su dormitorio, creyó ser cierto cuanto le dijo el médico, y mucho más la persuadió que no podía ser otra cosa el que en aquella casa no entraba persona alguna más que el maestro de música, que era un hombre anciano y siempre daba lección a Carlota en presencia de su tía.

El médico visitaba a Carlota, y ésta, tomando algunas aguas propias para el mal que padecía, y unos días levantada y otros en cama para mejor disimulo, llegó ya a entrar en los nueve meses de su embarazo, siempre persuadiendo el médico a su tía que, lejos de ceder la hidropesía, iba rápidamente aumentándose. Ya creyó el médico, de acuerdo con Bernardo, que era indispensable sacar a Carlota de casa de su tía, aunque conocían las muchas dificultades que había que vencer. Con este objeto dijo el médico a la tía que ya no encontraba otro remedio para la señorita sino que fuese a tomar los aires a algún pueblo fuera de la ciudad, respecto de que ya había llegado la primavera, tiempo en que podía hacer ejercicio a pie, que era lo que más necesitaba. Discurrieron el médico y Bernardo este medio justamente, porque en aquella sazón, como la señora era anciana y padecía algunos achaques, se hallaba bastante enferma y no podía ir con Carlota. Al principio se resistió fuertemente la tía, diciendo que ella no dejaba sola de ningún modo a su sobrina; pero ofreciéndole Bernardo que iría a acompañar a su señorita con una criada, y que no la abandonaría un momento, y afirmándose el médico en que de lo contrario perdería indubitablemente la vida, al fin condescendió en que se fuesen su sobrina, Bernardo y una criada a su quinta, que distaba de la ciudad unas tres leguas y era de un temperamento muy saludable, y muy deliciosa; añadiendo que luego que ella se pusiese mejor, iría a acompañarlos y a pasar la primavera en ella, como acostumbraba hacerlo todos los años por este tiempo y por el otoño.

Con efecto, eligió Carlota a una de las criadas, de quien tenía mayor confianza y a quien ya había confiado mucha parte de sus sucesos, y a otro día se fueron a la quinta los tres en un coche. Apenas había quince que estaban en ella cuando acometieron a Carlota algunos dolores, y asistida de su criada, Bernardo y el médico, a quien avisaron y fue al instante, dio a luz un robusto niño felicísimamente. Pensó Bernardo en llevarlo a la ciudad, a la Casa de Expósitos; pero a ruegos de Carlota, que transportada del amor de madre no podía sufrir el separarse de su hijo, lo llevó a unas caserías no muy distantes de la quinta, y allí lo dejó encargado a una labradora para que lo criase, sin decirle de dónde ni de quién era, sólo sí que lo cuidase, que no lo perdería. Carlota se alegró mucho de esto, esperanzada de que, como su tía era muy anciana, podría después, con su hacienda y la que ésta le dejaría, vivir retirada en compañía de su hijo, a lo menos con algún consuelo en medio de sus desgracias; y de que entretanto, ayudada de Bernardo o vendiendo algunas alhajas que tenía sin que lo supiese su tía, podría mantenerlo y educarlo. Estas consideraciones mitigaban algún tanto el dolor de su sensible suerte, y en pocos días se restableció enteramente. Quiso después de levantarse que Bernardo hiciese a la nodriza que le llevase el niño para verlo; pero de ningún modo lo consintió éste, diciéndole que tuviese paciencia, y que ya que había podido ocultarse hasta entonces su flaqueza, no convenía exponerse a que se hiciese pública. No le replicó Carlota, aunque le era muy sensible no ver al hijo de sus entrañas; y hallándose ya perfectamente buena y sabiendo que su tía estaba bastante agravada de su enfermedad, resolvió volverse a la ciudad a asistirla.

Llegó Carlota con su criada y Bernardo a casa de su tía, la cual, sin embargo de hallarse muy quebrantada de salud, se alegró mucho de ver buena a su sobrina. Ésta la cuidaba y asistía con la mayor atención y desvelo, y siempre que se hallaba sola con su criada no sabía hablar sino de su hijo. «¡Qué hermoso es, le decía! ¡Qué gracioso! ¡Cuánto diera yo por ver ahora al hijo de mi alma! ¡Qué desgracia es la mía! Apenas salió de mis entrañas cuando lo arrebataron de mis brazos, y no lo he vuelto a ver más. ¿Cómo estará el hijo de mi vida? ¡Ay, Dios! En medio de mis infortunios, éste me faltaba que sufrir. Yo soy ya bastante infeliz, y sin mi amado hijo no espero tener un momento de consuelo. ¡Pobre Enrico mío, quién te viera! ¡Quién pudiera darte mil besos! ¡Quién te estrechara ahora entre mis brazos! Tú no conoces a tu tierna madre, ¿quién sabe si llegarás a conocerla? Tal vez mis infortunios me agobiarán y tú quedarás huérfano y sin apoyo alguno, sin saber a quién debes el ser, mientras que tu inicuo padre, olvidado de su obligación, quizá andará seduciendo incautas para hacerlas infelices como a tu desgraciada madre. ¡Ah, cuántas deplorables consecuencias han causado mi imprudencia y facilidad! Yo las lloraré eternamente, y eternamente agitada del más cruel remordimiento, seré desventurada».

Así desahogaba su pena la triste Carlota con su criada, la cual procuraba consolarla en sus aflicciones. La tía de Carlota se puso buena en lo que restaba de primavera; pasó el verano en su casa, y luego que refrescó el tiempo en el otoño se fue con su sobrina y demás familia a la quinta. Alegróse mucho Carlota de esta determinación de su tía, pareciéndole que estando en la quinta podría quizá alguna vez ver a su hijo amado. Como todas las tardes salía con su tía a pasearse por las inmediaciones de la quinta, rogó a Bernardo muy encarecidamente y con muchas lágrimas que hiciese a la nodriza llevase el niño, como casualmente, por donde ellas iban a paseo. Bernardo se resistió, manifestándole que no convenía porque el amor de madre podría ser causa de que llegase su tía a descubrir todo el secreto; pero asegurándole Carlota que no haría con él demostración alguna, le ofreció cumpliría con lo que le encargaba. Efectivamente, aquella misma tarde hizo a la nodriza que sacase a pasear al niño por el mismo paraje por donde iban sus amas, advirtiéndole que en caso de que algunas gentes la encontrasen y le preguntasen de quién era, dijese que de unos caballeros de una villa inmediata, cuyos nombres ignoraba. A la hora acostumbrada salieron a pasearse Carlota, su tía y la criada, que estaba enterada de todo; encontraron a la nodriza con el niño, que ya tenía unos seis meses y era sumamente gracioso. No sabía Carlota cómo acercarse a él y cogerlo en sus brazos hasta que la criada, conociendo la pena de la madre y la fuerza que se hacía para resistir a los impulsos de su corazón, se acercó a la nodriza, tomó el niño y lo presentó a su ama mayor diciendo: «Mirad, señora, ¡qué criatura tan graciosa! ¡Qué rubio! ¡Qué ojos tan vivos! ¡Qué color tan fino!» No pudo menos la señora, oyendo las alabanzas de su criada y viendo que no eran exageradas, de coger al niño, besarlo y hacerle muchos cariños diciendo: «Muy gracioso es; Dios lo bendiga». Lo mismo dijo Carlota; lo tomó en los brazos y le hizo las mayores caricias, aunque siempre reprimiendo su maternal afecto para que su tía no llegase a sospechar cosa alguna. Como después supo Bernardo que Carlota se había contenido y que su tía nada había notado, hizo a la nodriza que saliese con el niño a pasearse por el mismo paraje muchos días, en los cuales repitieron Carlota y su tía las demostraciones de afecto al niño, siendo siempre más tierna y agradable aquella escena para la triste Carlota, que no vivía ni sosegaba un momento hasta que llegaba la hora de salir a paseo para ver a su amado hijo, al cual siempre seguía con los ojos luego que la nodriza lo separaba de ellos. Ya una tarde, después de haber estado con el niño la madre, la tía y la criada, al apartarse de ellas la nodriza fue a pasar por un puentecillo de un arroyo que estaba allí inmediato. Como Carlota no dejaba de volver la cabeza a mirar a su hijo hasta que estaba muy distante, vio que se deslizó la nodriza y cayó con el niño en el arroyo. El amor de madre la arrebata, la ciega, y sin saber lo que hacía exclama: «¡Ay, hijo de mi alma!», y va corriendo, se arroja al arroyo, lo saca entre sus brazos, y viendo que tenía en la cara una poca sangre de una pequeña herida que se había hecho al caer, comienza a llorar y a dar gritos como loca. Queda su tía asombrada de ver tales extremos en su sobrina; se acerca a donde estaba, confusa y sobresaltada, y Carlota, agitada y sin saber lo que le sucedía, se arroja a sus pies llorando amargamente con su hijo y le confiesa todo cuanto le había sucedido sin la menor reserva, resuelta ya a no abandonar a su hijo, aunque le costase la vida. Irrítase la tía, se arranca los cabellos de cólera, y sin considerar que exponía con su imprudencia a un público deshonor y afrenta a su sobrina, le dice que no la admitirá jamás en su casa, que huya lejos de su vista, a donde nunca supiese de ella; la llena de vituperios, y en una palabra, la trata con el mayor rigor y crueldad. Carlota llora, suplica; nada basta a vencer a su tía ni a calmar su furor, antes bien la lleva a la quinta, le da su ropa y despide a Bernardo y a la criada, diciendo a los tres que jamás esperasen su conmiseración ni pensasen en volver a verla. Quiso Bernardo representarle que eran intempestivos y crueles aquellos procedimientos; no lo escuchó, y viendo que por ningún medio podían ablandar la dureza de su corazón, sacaron al campo sus baúles y ropa, buscó Bernardo un carro de un labrador de una de las caserías inmediatas, y los tres, con la nodriza y el niño, se fueron a la más cercana villa para determinar lo más conveniente en situación tan amarga. No tenía consuelo la infeliz Carlota, ni sabía qué resolver; parecíale un sueño cuanto le sucedía, y tomando en los brazos a su inocente hijo, entre lágrimas, suspiros y ternuras desahogaba su profundísimo dolor.

Pensó Carlota en ir a buscar el amparo y protección de su hermano; pero el temor de que se irritaría y la recibiría mal, y su misma vergüenza, la tenían indecisa en el partido que debería tomar en tan deplorable suerte. Bernardo procuraba consolarla y calmar la continua agitación de su espíritu, diciéndole que todo cuanto él tenía lo gastaría gustoso con ella; nada era suficiente para minorar su aflicción y remordimiento. Estando todavía sin saber qué resolver murió el niño, y esto aumentó más la confusión y amargura de Carlota. Pero no teniendo ya objeto alguno a que atender, entre avergonzada y despechada determinó irse a Nápoles acompañada de Bernardo y de su criada, si querían seguirla, con ánimo de que nunca supiesen más de ella ni dónde estaba sus hermanos y tía. Llamó a los dos, les comunicó su resolución y ambos ofrecieron acompañarla hasta perder la vida; la criada, por amor que tenía a su señorita, y Bernardo porque, aunque malo, le daba compasión haber sido causa de la desgracia de su ama, y el instrumento de su ruina. Inmediatamente enviaron a su aldea a la nodriza, dándole un buen regalo, y los tres se encaminaron a Nápoles. Luego que llegaron a aquella ciudad, se mudó Carlota el nombre y apellido, tomaron una casa, y como era aficionada a la música hizo buscar un maestro bueno que le continuase las lecciones. Tenía una voz admirable, mucho ingenio y bastantes principios con lo cual hacía los más rápidos progresos en la música y en el canto. Así pasaron unos tres o cuatro meses, manteniéndose con el dinero de Bernardo; pero como éste era muy apegado al interés y se gastaba bastante, considerando que dentro de algún tiempo no tendrían con qué vivir hizo presente a Carlota que era necesario buscar algún modo de vida, porque de lo contrario se expondrían a tener que pedir una limosna. Oyendo Carlota estas expresiones a su criado Bernardo se contristó en extremo, y temiendo verse constituida en la miseria y recordándose de todos sus infortunios y adversidades, estuvo algunos días tan triste y melancólica que no cesaba de llorar.

Joven y bella, no dejaba de atraerse las miradas y atenciones de muchos jóvenes ricos de aquellos que emplean su opulencia no en amparar la virtud sino en seducirla. Hasta entonces se había resistido Carlota a las continuadas instancias y repetidas solicitudes de estos hombres libertinos. Pero como un delito abre la puerta para otro y conduce al precipicio, al fin Carlota permitió que algunos entrasen en su casa. Regalos exquisitos, importunaciones y lágrimas vencieron en ella aquel resto de pudor que aun conservaba después de haber cometido la primera flaqueza; y entregada a una vergonzosa prostitución se dio a una vida desarreglada que le producía para mantenerse con el mayor fausto entre delicias y diversiones. Éste es el fruto que sigue al primer error; éstos los dolorosos efectos que produjo la perversa seducción y engaño del brigadier y la imprudencia y aspereza de la tía de Carlota, siguiendo ésta en su rencor implacable de tal modo que nunca quiso saber más de ella ni avisar a su hermano lo que había sucedido, para que no la buscase y le diese algún socorro y alivio en sus adversidades. Llegó a tal extremo su odio, que murió a los seis o siete meses de haberse separado de ella su sobrina y dejó todos sus bienes libres a los extraños. El hermano mayor de Carlota, sabiendo que había muerto su tía, fue a tomar posesión de un pingüe mayorazgo que obtenía, y cuando creyó encontrar a su hermana se halló con la dolorosa novedad de que se había ausentado. Contáronle los motivos y le informaron de todo lo ocurrido. Hizo en su busca las mayores diligencias, y no pudiendo hallar quien le diese la menor noticia de ella se retiró a su casa sumamente contristado y afligido.

Carlota pasó dos años en Nápoles una vida alegre y viciosa, continuando en sus criminales excesos con la mayor desenvoltura. Cansada de estar en aquella ciudad y deseando hacerse célebre en otra parte por su viciosa y libertina conducta, se fue a Venecia con Bernardo y la criada, dejando burlados a todos sus apasionados después que le habían dado muchos regalos en dinero y alhajas de grande valor. Llegó a aquella ciudad, comenzó a tratarse con el mayor fausto, atrajo desde luego a los jóvenes más principales a su casa, y siguió con sus desórdenes escandalosos. Como cantaba primorosamente, y en el tiempo que estuvo en Nápoles había adquirido mucha destreza en la música y perfección en la pronunciación y conocimiento de la lengua italiana, se puso a cómica, entrando a cantar de segunda dama en el teatro de la Opera Seria. La primera noche que salió a la escena cantó tan preciosamente que fueron infinitos los aplausos que le dieron. Animada con ellos se propuso continuar en aquel ejercicio, en el cual hizo los mayores progresos, logrando mucha aclamación y siendo su casa una de las más concurridas de la ciudad, y ella regalada magníficamente de todos los sujetos más visibles, tanto por su excelente habilidad como por el primor de su hermosura.

La experiencia de los engaños del brigadier le hacía desconfiar de todos los hombres, y jamás quiso sujetarse particularmente a ninguno, por más dádivas que le prometiese. Trataba indistintamente a todos los que le agradaban, prestándose a sus solicitudes y deseos, enteramente abandonada ya a la más deplorable prostitución. Su criada, que era joven no desgraciada pero de arreglada conducta, la reprendía algunas veces, acordándole quien era y su primera educación; pero Carlota no hacía caso de ella, y sólo le respondía que viéndose distante de sus hermanos y parientes, a quienes no quería presentarse jamás después de sus excesos, no tenía otros medios de vivir. Bernardo, por la cuenta que le tenía y como hombre perverso e interesado, le daba la razón y la animaba a continuar en sus desarreglos, representándole que sería mal recibida de sus hermanos y tratada con el mayor rigor.

Carlota siguió en su depravada vida y ejercicio seis o siete años; corrió los más principales teatros de Italia con el mayor aplauso, ganó inicuamente y lo gastó del mismo modo mucho dinero, y pasó así, entre lisonjeros y pérfidos obsequios, hasta que el Cielo, por sus incomprensibles decretos, quiso dar fin a sus desórdenes, y el castigo merecido al que había sido la causa de ellos. Yendo Carlota desde Módena a Milán, no muy lejos de esta ciudad se quedó en una hostería una noche, a causa de un terrible temporal que la cogió en el camino. El brigadier, que se hallaba de gobernador en una de las plazas o ciudades inmediatas a Milán, iba de viaje aquel mismo día, y por el mismo camino; y acosado también del temporal se acogió aquella noche en la hostería donde estaba Carlota. Luego que entró, preguntó al huésped quién había en la hostería, y éste le respondió que una señorita muy hermosa y magníficamente vestida, que según había dicho un criado suyo era cantarina. Alegróse mucho el brigadier, pensando en obsequiarla aquella noche y tal vez en otra cosa muy diferente de lo que le sucedió, y dio por muy bien empleado el mal rato que había pasado aquella tarde con el temporal, porque le había deparado tan buen encuentro. Como estaba acostumbrado a tratar con mujeres siempre escandalosas, le pareció que aquélla sería lo mismo, y que eran excusados los cumplimientos; y así se entró en el cuarto donde estaba Carlota con su criada, las saludó con mucha marcialidad en idioma italiano, le contestaron cortésmente y desde luego comenzó a explicarse con la mayor franqueza. Al pronto no lo conoció bien Carlota, porque los vicios y desórdenes lo habían aniquilado y envejecido; pero fijándose a contemplar sus facciones lo conoció, y al momento pensó en tomar venganza del fabricador de su ruina. Sin embargo de que se le representaron en su imaginación las penas que le había causado su perfidia y los desórdenes a que se había abandonado por sus engaños, procuró disimular su sorpresa y sobresalto. El brigadier vio un semblante parecido al de Carlota, aunque algo diferente por la edad, y nunca se persuadió que podía ser ella, mayormente encontrándola sola, en un traje como el que comúnmente usan las de su ejercicio, hablando como hablaba perfectamente el italiano, habiéndole dicho ella que era cantarina, que pasaba a Milán con ánimo de cantar aquel año en uno de sus teatros, y oyendo a la criada que la llamaba Amalia. Para más asegurarlo Carlota y que no pudiese venir en conocimiento de que era ella, salió del cuarto, buscó a Bernardo, le refirió lo que estaba sucediendo y le encargó se fingiese malo y no se dejase ver del brigadier, temerosa de que si lo conocía, como era regular, porque había mudado poco o nada de su fisonomía, se le frustrarían sus intentos. Volvió a su cuarto Carlota y prosiguió su conversación con el brigadier con tanto desenfado y desenvoltura que éste, lejos de percibir ni aun la más mínima sombra de las intenciones que tenía, se lisonjeaba de obtener sus más señalados favores. Así Carlota procuraba disimular para mejor lograr sus deseos. Cenaron juntos con mucha alegría del brigadier, en la cual lo acompañó Carlota, como que estaba bien acostumbrada a fingir; pero cada vez que miraba aquel semblante impostor, aquel hombre pérfido que había seducido su virtud y triunfado de su inocencia, se encendía interiormente de cólera y furor y sólo deseaba que llegase la hora en que había meditado tomar de él la más cruel venganza. Pasaron en finos coloquios hasta cerca de las doce y media de la noche, entreteniéndolo Carlota con alegres esperanzas hasta aquella hora, con pretexto de que esperaba se recogiesen los que estaban en la hostería. Ya que Carlota conoció que con efecto se habrían recogido, salió del cuarto diciendo al brigadier que iba a ver si estaba la gente dormida; fue a donde estaba Bernardo y le previno que hiciese preparar el carruaje con mucho silencio, porque quería partir dentro de media hora; y aunque Bernardo quiso enterarse de la causa de aquella precipitación, Carlota sólo le dijo que convenía hacerlo así, y que después lo sabría. Dicho esto, el criado se fue a ejecutar la orden de su ama y ésta volvió a su cuarto, donde ya la esperaba el brigadier con la mayor impaciencia, ansioso de lograr sus finezas. Apenas entró cuando mandó a su criada se fuese al otro cuarto donde estaba Bernardo, y que los dejase solos. La criada obedeció a su pesar, creyendo que su ama tenía otras diferentes intenciones, muy conformes a su desarreglada y viciosa conducta.

Luego que quedaron solos quiso el brigadier propasarse, incitado de su torpeza, pero Carlota lo contuvo, diciéndole que no tendría con ella la menor libertad si antes no le escuchaba un secreto muy importante que se veía en necesidad de revelarle. El brigadier le ofreció no sólo oírla, sino protegerla en caso necesario en cuanto pudiese. Asegurada de este modo, sacó Carlota un papel de la faltriquera para mayor disimulo, y con él en la mano le dijo así: «Yo soy napolitana; mi nombre, Amalia, y mi ejercicio, cantarina. Vengo por este país no a buscar los teatros de Milán sino a un pérfido amante, que con palabra de casamiento ha triunfado de mi honor y me ha dejado abandonada. Mi deseo es vengarme de su infame traición, y para esto os pido vuestro auxilio. Decidme, ¿no merece que traspase el corazón con un cuchillo a un hombre tan inicuo?»

«Sí, le respondió el brigadier; quien comete tal infamia y traición merece el mayor castigo y la más rigurosa venganza».

«Pues bien, replicó Carlota, tú, pérfido monstruo, tú mismo te has dado la sentencia. Yo soy Carlota, mírame, infame; por tus engaños me hallo en el estado en que me ves, y este cuchillo vengará en tu inicua sangre mis agravios y afrentas»; y dándole un fiero golpe con él, le traspasó el corazón y cayó muerto en el suelo, sin poder proferir la menor palabra. Así el Cielo permitió por tan extraño medio que viniese este inicuo impostor a pagar los funestos y desgraciados efectos de su perfidia y cautela, cuando él estaba tan ajeno a este castigo que, sin temor al justo Juez de los hombres, se preparaba a cometer mayores delitos, añadiendo torpezas a sus depravados triunfos y desórdenes; y así pagarán sus culpas todos los seductores de la inocencia, que por saciar sus viles apetitos no temen contrastar la virtud más constante, y cuando deberían emplear su poder y riquezas en defenderla los emplean en abatirla y arruinarla, sin causarles el menor remordimiento los daños que ocasionan su falsedad y engaños.

Viendo Carlota saciada ya su venganza, y a sus pies muerto al fabricador de su ruina, considerando los enormes delitos a que ciegamente la habían conducido su credulidad y flaqueza, y que había tomado por sus propias manos una venganza que debía haber reservado al justo Cielo, se consternó tan vivamente que, horrorizada de sí misma, no sabía dónde ocultarse. Anegada en un profundo llanto, llena de rubor y de arrepentimiento, fue adonde estaba Bernardo, preguntóle si estaba puesto el carruaje, y respondiéndole que sí llamó a la criada y se entró con los dos en el coche. Salieron de la hostería, y ofreciendo gratificar bien a los postillones si caminaban de priesa, empezaron a seguir su camino con velocidad. Los criados del brigadier, que creyeron estaría su amo con la cantarina, se echaron a dormir; y hasta que siendo ya las nueve de la mañana y no saliendo nadie del cuarto, entraron en él y vieron al brigadier revolcado en su sangre, no supieron nada de lo que había sucedido. Alborotáronse todos y desde luego conocieron que la cantarina le había dado la muerte. Avisaron del caso al momento a la Justicia inmediata, y comenzaron a practicar las correspondientes diligencias. Entretanto Carlota llegó a Milán, habiendo referido en el viaje a sus domésticos el lance acaecido, de que se quedaron justamente atónitos y admirados. Viéndose Carlota rodeada de la mayor confusión y agitada del arrepentimiento que oprimía su corazón por los innumerables delitos que había cometido, creyó que ya no tenía otro recurso para calmar sus rigurosos remordimientos que expiar con la penitencia sus muchas y graves culpas. Movida de un superior impulso, recordándose de los principios de educación que sus amados y virtuosos padres habían impreso en su alma tierna, determinó acabar sus días en el retiro y soledad de un claustro, para implorar de la Misericordia Divina el perdón de sus criminales excesos. Al punto llamó a sus dos criados, les dio por iguales partes sus ropas, alhajas y dinero, les encargó se fuesen inmediatamente a Viena para evitar que los prendiesen si se descubría que ella había dado muerte al brigadier, y llena de lágrimas y arrepentimiento fue a arrojarse a los pies del arzobispo y a implorar su protección y amparo para lograr sus cristianos deseos. Deshecha en llanto le hizo la confesión más tierna y patética de toda la serie de su miserable vida, informándolo de su calidad, circunstancias y desgracias. Compadecido el arzobispo de su deplorable suerte, le proporcionó la entrada en un convento de religiosas y dispuso todas las cosas de modo que la Justicia diese libertad a varias personas que estaban presas de resultas de la muerte del pérfido brigadier, y no persiguiese a Bernardo y a la criada, que sin pérdida de tiempo se marcharon de Milán. Carlota vivió en su monasterio sin darse a conocer a nadie, siempre retirada y ocupada en santos ejercicios y haciendo la más austera penitencia para lavar la mancha de sus innumerables culpas. El rigor de las penitencias, a pesar de su robustez y fresca edad, la consumió en pocos años, y murió con las mayores demostraciones de arrepentimiento y dejando a las religiosas sus compañeras muchos motivos de llorar su pérdida, y muchos ejemplos de humildad, de paciencia y de virtud que imitar.

Éste es el fin que tuvo el pérfido brigadier, y éste será el que tendrán todos los malvados seductores de la inocencia y de la virtud, a los cuales nunca deja el Cielo, de un modo u otro, sin el castigo que merece su perfidia y engaños. Aprended, jóvenes libertinos; aprended por este ejemplar funesto a conteneros en vuestros vicios y desórdenes; y vosotras, inexpertas doncellas, conservad vuestra virtud y candor, que así seréis más amables; y si por vuestra desgracia de un precipicio vais cayendo insensiblemente en otros, despertad de vuestro letargo y tomad ejemplo de la desgraciada Carlota, imitando su arrepentimiento. ¡Ojalá que la lectura de esta deplorable historia contenga los desórdenes de la juventud y enseñe a los padres de familia y a los encargados de la educación que la dulzura y la prudencia forman corazones sinceros y virtuosos, y la aspereza y rigor sólo hipócritas y malvados, y no causen con su imprudencia la ruina de sus hijas, como causó la de la infeliz Carlota la inconsideración de su tía!


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[Vol. VII, edición de 1803]


Hace algunos años que di a luz el sexto tomo de estas anécdotas. Entonces prometí continuarlas, pero circunstancias imprevistas y ocupaciones indispensables a que he tenido que atender me lo han impedido. Además, una guerra larga y desoladora, que amenazaba la subversión total del continente, tenía todos los ánimos abatidos, llenos de tristeza y de temores, sin poder calcular su duración ni sus resultas y sin disfrutar de aquella tranquilidad necesaria para entregarse con gusto a la lectura de las obras de esta clase. Ved aquí otra causa no menos poderosa que me hizo diferir la continuación de estas anécdotas a tiempos menos turbulentos y más felices. La paz, precursora de la prosperidad pública, disipa ya las inquietudes, revive el comercio y la industria, pone todo en movimiento y restituye la calma a los corazones angustiados. Esta época me ha parecido la más oportuna para romper mi silencio; y como una guerra tan prolija, dispendiosa y destructora ocasiona necesariamente males y calamidades horrorosas, difíciles de remediar sin mucha lentitud, ¿qué cuadro más a propósito ni más útil podría yo presentar a la vista de mis lectores, en la situación actual, que el de un hombre benéfico, guiado en todas sus acciones por los impulsos de la Religión y de la humanidad? La multitud de mendigos que vemos por todas partes, las infinitas y verdaderas necesidades que ocultan el pudor y la decencia, el desamparo y orfandad de muchas viudas e hijos de aquellos intrépidos y valientes militares que en el campo del honor sacrificaron sus vidas durante la guerra en servicio del rey y de la patria, y en defensa de nuestros hogares y propiedades, exigen la compasión de todo hombre sensible, que al placer de hacer bien añade el convencimiento, más poderoso todavía, de que la caridad es la base fundamental del Evangelio, y la que nos obliga a amar a nuestros prójimos como a nosotros mismos. ¡Virtud sublime, de la cual deriva la moral más pura, superior a la que enseñan todos los filósofos, y que por su excelencia manifiesta claramente su origen divino! ¡Qué dichosa sería la sociedad si todos los hombres tomásemos por regla principal de nuestra conducta este precepto tan digno, tan útil y provechoso para nuestros semejantes y para nosotros mismos! ¡Cuántas desgracias, cuántos desastres, miserias y calamidades se evitarían! ¡Cuánto se disminuirían hasta los males inherentes a la condición humana! Pero, por desgracia y oprobrio de los hombres, se ven muy pocos animados de esta caridad cristiana, que infatigables en todo lo que interesa a sus prójimos saben desprenderse no sólo de lo superfluo sino aun de lo necesario, cuando ven sin auxilio a la indigencia virtuosa y derramar lágrimas a los infelices, considerando una obligación de justicia lo que otros miran como un favor extraordinario o una obra de supererogación, dando alguna vez a un mendigo uno o dos cuartos y besándolos primero, cuando no tienen la dureza de acompañar la negativa con un desprecio insultante.

Seamos, pues, caritativos y justos, y seremos mejores, y felices. Dirija cada uno en bien de los demás sus bienes, su talento e instrucción, y la sociedad, lejos de ofrecernos a cada paso el espectáculo doloroso de los desórdenes y vicios que la denigran, nos presentará el delicioso de la unión y de la virtud que tanto nos recomienda la Religión santa que profesamos. Éstos son mis únicos deseos, y los que han hecho correr mi pluma sin artificio, con naturalidad y siguiendo los impulsos de mi corazón. Si el modelo que presento es demasiado extraordinario para ser enteramente imitado, me contentaré con que cada uno de mis lectores lo siga en la parte que pueda; y si alguna vez produce el alivio de un solo indigente, no habrá sido del todo inútil querer inspirar en todos los corazones el amor a la virtud y a la beneficencia.