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- XIV -

En el bosque


El padre Salvi había dicho su misa muy temprano y limpiado en pocos minutos una docena de almas sucias.

Después, con la lectura de unas cartas que llegaron bien lacradas, pareció perder el digno cura el apetito, pues dejó que el chocolate se enfriase completamente.

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-El padre está enfermo -decía el cocinero mientras preparaba otra taza-; hace días que no come...

En efecto, daba lástima ver al padre Salvi. No había querido tocar la segunda taza de chocolate, ni probar los hojaldres de Cebú; paseábase pensativo por la espaciosa sala, arrugando entre sus huesudas manos unas cartas que leía de tiempo en tiempo. Al fin pidió su coche y ordenó que le condujesen al bosque, en cuyas cercanías se celebraba la partida campestre.

Al llegar allí, el padre Salvi despachó su vehículo y se internó solo en el bosque.

Un sombrío sendero franqueaba trabajosamente la espesura y conducía a un arroyo, formado de varias fuentes termales. Adornaban su orilla flores silvestres, sobre las cuales se posaban los dorados insectos, las mariposas de todos tamaños y colores, azul y oro, blancas y negras, y millares de coleópteros de reflejos metálicos. El zumbido de estos insectos, el chirrido de la cigarra que alborota día y noche, el canto del pájaro, o el ruido seco de la podrida rama, que cae enganchándose en todas partes, turban solamente el silencio de aquel misterioso paraje.

El fraile vagó algún tiempo entre las espesas enredaderas, evitando los espinos, que le agarraban por el hábito de guingón, y las raíces de los árboles que salían del suelo, haciendo tropezar a cada momento al no acostumbrado caminante. Detúvose de pronto; alegres carcajadas y frescas voces llegaron a sus oídos.

-Voy a ver si encuentro un nido -decía una hermosa y dulce voz, bien conocida del cura-. Quisiera verle sin que él me viese, quisiera seguirle a todas partes.

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El padre Salvi ocultose detrás del grueso tronco de un árbol y púsose a escuchar.

-¡Es decir, que quieres hacer con él lo que contigo hace el cura, que te vigila en todas partes! -contestó otra voz femenil-. ¡Ten cuidado, que los celos hacen enflaquecer y atormentan de un modo horrible!

-¡No, no son celos, es pura curiosidad!

El padre Salvi vio desde su escondite a Marín Clara, a Victoria y a Sinang, recorriendo el río. Las tres caminaban con la vista fija en las aguas, buscando el misterioso nido que hacía invisibles las personas. Iban mojadas hasta la rodilla, dejando adivinar los anchos pliegues de sus sayas de baño las graciosas líneas de sus piernas. Llevaban la cabellera suelta y los brazos desnudos. Las tres jóvenes, a la vez que buscaban un imposible, recogían flores y legumbres que crecían a la orilla.

Tras un recodo del riachuelo, entre espesos cañaverales, desaparecieron las tres muchachas y dejaron de oírse sus crueles alusiones. Ebrio, vacilante, cubierto de sudor, salió el padre Salvi de su escondite y miró en torno suyo con ojos extraviados. Dio algunos pasos como si tratase de seguir a las jóvenes, pero luego dirigiose por la orilla en busca del resto de la comitiva.

Vio un puente de caña y a lo lejos a los hombres bailándose, mientras una multitud de criados y criadas bullían alrededor de improvisados kalanes, atareados en desplumar gallinas y lavar el arroz. Y en la orilla opuesta, bajo un techo de lona colgado de los árboles, muchos hombres y mujeres reunidos. Estaban allí el alférez, el coadjutor, el gobernadorcillo, el maestro de escuela y algunos capitanes y tenientes pasados, como el capitán Basilio,   -83-   el padre de Sinang, antiguo adversario de don Rafael Ibarra.

El cura fue recibido con respeto y deferencia por todos, incluso el alférez.

-Pero ¿de dónde viene vuestra reverencia? -preguntole éste al ver su cara llena de rasguños y su hábito cubierto de hojas y pedazos de ramas secas-. ¿Se ha caído vuestra reverencia?

-¡No, me he extraviado! -contestó el padre Salvi, bajando los ojos para examinar su traje. Se abrían frascos de limonadas, se partían cocos verdes para que los que salían del baño bebiesen su agua fresca y corriesen su tierna carne, más blanca que la leche; las jóvenes recibían además un rosario de sampagas, rosas e ilang-ilang, con las cuales adornaban la suelta cabellera. Sentábanse o recostábanse en las hamacas, suspendidas de las ramas, o entreteníanse jugando alrededor de una ancha piedra, sobre la cual veíanse naipes y tableros.

Enseñáronle al cura el caimán, pero el padre Salvi sólo prestó atención cuando le dijeron que aquella ancha herida la había hecho Ibarra.

El piloto había desaparecido antes de la llegada del alférez.

Al fin salió María Clara del baño, acompañada de sus amigas, fresca como una rosa.

Su primera sonrisa fue para Crisóstomo, y la primera nube de su frente para el padre Salvi. Éste lo notó y lanzó un suspiro.

Llegó la hora de comer. El cura, el coadjutor, el alférez, el gobernadorcillo y algunos capitanes más, con el teniente mayor, sentáronse en una mesa que presidía Ibarra. Las madres no permitieron que ningún hombre comiese en la mesa de las jóvenes.

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-¿Sabe usted algo ya, señor alférez, del criminal que maltrató al padre Dámaso? -preguntaba fray Salvi.

-¿De qué criminal, padre cura? -preguntó el alférez, mirando al fraile a través del vaso de vino.

-¿De quién ha de ser? ¡Del que anteayer tarde golpeó al padre Dámaso en el camino!

-¿Que golpeó al padre Dámaso? -preguntaron varias voces.

-¡Sí, y el padre Dámaso está ahora en cama! Se cree sea el mismo Elías que le arrojó a usted en el charco, señor alférez.

El alférez se puso colorado de vergüenza.

-Pues yo creía -continuó el padre Salvi con cierta burla-, que estaba usted enterado del asunto...

Mordiose el militar los labios y balbuceó una excusa.

En esto apareció una mujer, pálida, flaca, vestida miserablemente; nadie la había oído acercarse, pues caminaba tan silenciosamente que de noche se la habría tomado por un fantasma.

-¡Dad de comer a esa mujer! -decían las viejas-. ¡Eh! ¡Venga aquí!

Pero ella, sin prestar atención, se acercó a la mesa donde estaba el cura; éste volvió la cara, la reconoció y se le cayó el cuchillo de la mano.

-¡Dad de comer a esa mujer! -ordenó Ibarra.

-¡La noche es obscura y desaparecen los niños! -murmuró la mendiga.

Pero a la vista del alférez, que le dirigió la palabra, la mujer se asustó y huyó entre los árboles.

-¿Quién es esa mujer? -preguntó el militar.

-¡Una infeliz a quien han vuelto loca a fuerza de disgustos! -contestó don Filipo-. Hace cuatro días que está así.

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-¿Es acaso una tal Sisa? -preguntó con interés Ibarra.

-La han preso sus soldados de usted -continuó con cierta amargura, el teniente mayor-; la han conducido por todo el pueblo por no sé qué cosas de sus hijos que... no se han podido aclarar.

-¿Cómo? -preguntó el alférez, volviéndose al cura-. ¿Es acaso la madre de sus dos sacristanes?

El cura afirmó con la cabeza.

-¡Que han desaparecido sin averiguarse nada de ellos! -añadió severamente don Filipo, mirando al gobernadorcillo, que bajó los ojos.

-¡Buscad a esa mujer! -ordenó Crisóstomo a los criados-. He prometido trabajar para averiguar el paradero de sus hijos.

-¿Han desaparecido, dicen ustedes? -preguntó el alférez-. ¿Sus sacristanes han desaparecido, padre cura?

Este apuró el vaso de vino que tenía delante e hizo señas afirmativas con la cabeza.

-¡Caramba, padre cura! -exclamó el alférez sonriente, al pensar en la revancha-; desaparecen algunos presos de vuestra reverencia y se despierta a mi sargento muy temprano para que los busque; desaparecen dos sacristanes y vuestra reverencia no dice nada; y usted, señor capitán... también usted...

Y no concluyó su frase, sino que se echó a reír, hundiendo su cuchara en la roja carne de una papaya silvestre.

El cura, todo confuso, contestó:

-Es que yo tengo que responder del dinero.

-¡Buena respuesta, reverendo pastor de almas! -interrumpió el alférez con la boca llena-. ¡Buena respuesta, santo varón!

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Ibarra quiso intervenir, pero el padre Salvi repuso con sonrisa forzada.

-¿Y sabe usted, señor alférez, qué se dice de la desaparición de esos chicos? ¿No? ¡Pues pregúnteselo usted a sus soldados!

-¿Cómo? -exclamó aquél perdiendo la alegría.

-Dícese que en la noche de la desaparición sonaron varios tiros.

-¿Varios tiros? -repitió el alférez mirando a los presentes.

Estos hicieron un movimiento de cabeza afirmativo.

El padre Salvi repuso entonces lentamente y con cruel burla:

-Vamos, veo que usted ni coge a los criminales ni sabe lo que hacen los de su casa, y quiere meterse a predicador y a enseñar a los otros su deber.

La vuelta de los criados, que no habían podido encontrar a la loca, hizo cambiar de conversación.

Terminada la comida y mientras se servía el té y el café, distribuyéronse jóvenes y viejos en varios grupos. Unos cogieron los tableros, otros los naipes, y las jovencitas, deseosas de saber el porvenir, prefirieron hacer preguntas a la Rueda de la Fortuna.

La repentina llegada de cuatro guardias civiles y un sargento, armados todos y con la bayoneta calada, turbó la alegría e introdujo el espanto en el círculo de las mujeres.

-¡Quieto todo el mundo! -gritó el sargento. ¡Un tiro al que se mueva!

A pesar de esta brutal fanfarronada, Ibarra se levantó y se le acercó.

-¿Qué quiere usted? -preguntó.

-Que nos entregue ahora mismo un criminal   -87-   llamado Elías, que les servía de piloto esta mañana -contestó con tono de amenaza.

-¿Un criminal? ¿El piloto? ¡Debe usted estar equivocado! -repuso Ibarra.

-¡No, señor! Ese Elías está acusado de haber puesto la mano sobre un sacerdote.

-¡Ah! ¿y es el piloto?

-El mismo: usted admite en sus fiestas gente de mala fama, señor Ibarra.

Éste le miró de pies a cabeza y le contestó con soberano desprecio:

-¡No tengo que darle a usted cuenta de mis acciones! En nuestras fiestas todo el mundo es bien recibido, y usted mismo que hubiera venido, habría encontrado un sitio en la mesa, como su alférez, que hace un momento estaba entre nosotros.

Y dicho esto le volvió la espalda.

El sargento se mordió los bigotes, y considerando que era la parte más débil, ordenó que buscasen entre los árboles al piloto, cuyas señas llevaba en un pedazo de papel. Don Filipo le decía:

-Note usted que esas señas convienen a las nueve décimas partes de los naturales; no vaya usted a dar un paso en falso.

Al fin volvieron los soldados diciendo que no habían podido ver hombre alguno que infundiera sospechas: el sargento balbuceó algunas palabras y se marcho como vino: ¡a lo Guardia Civil!

La alegría volvió poco a poco a renacer, llovieron las preguntas y abundaron los comentarios.

-¡Conque ese es el Elías que arrojó al alférez a un charco! -decía el ex seminarista pensativo.

-Y ¿cómo fue eso, cómo fue eso? -preguntaban algunos curiosos.

-Dicen que un día muy lluvioso del mes de septiembre se encontró el alférez con un hombre   -88-   que venía cargado de leña. La calle estaba muy encharcada y solamente en la orilla había un estrecho paso transitable para una persona. Dicen que el alférez, en vez de detener su caballo, picó espuelas, gritando al hombre que retrocediese: éste parece que tenía pocas ganas de desandar lo andado, por la carga que llevaba sobre el hombro, o no quería hundirse en el charco y siguió adelante. El alférez, irritado, le quiso atropellar, pero el hombre cogió un trozo de leña, dio al animal en la cabeza con tal fuerza, que el caballo cayó, depositando al jinete en el lodazal. Dicen también que el hombre siguió tranquilo su camino, sin hacer caso de las cinco balas que desde el charco le envió una tras otra el alférez, ciego de furia y de lodo. Como el hombre era enteramente desconocido para él, se supuso que sería el célebre Elías, llegado a la provincia hacía algunos meses, sin saberse de donde, y que se ha dado conocer a los Guardias civiles de algunos pueblos por hechos parecidos.

-¿Es un tulisán? -preguntó Victoria estremeciéndose.

-No lo creo, porque dicen que se ha batido una vez contra los tulisanes al querer éstos saquear una casa.

-¡No tiene cara de malhechor! -añadió Sinang.

-No, sólo que su mirada es muy triste: no le he visto sonreír en toda la mañana -repuso pensativa María Clara.

Así pasó la tarde, hasta que llegó la hora de volver al pueblo.



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- XV -

La víspera de la fiesta


Estamos a diez de noviembre, la víspera de la fiesta de San Diego.

En todo el pueblo reinaba una actividad extraordinaria; las ventanas se cubrían de banderas y damascos de varios colores; resonaban en el espacio detonaciones y músicas.

Las dalagas ordenaban diferentes confituras de frutas del país en dulceras de cristal, sobre mesitas cubiertas con blancos manteles bordados. En el corral cacareaban las gallinas y gruñían los cerdos, asustados con el desusado barullo. Los criados subían y bajaban, llevando doradas vajillas y cubiertos de plata. En todas partes se charlaba, se reía, se hacían comentarios y reinaba la mayor alegría. Y todo este afán y esta fatiga eran para obsequiar a los huéspedes, que quizás no habían visto nunca, ni volverían a ver.

Los ricos, los que han estado en Manila y han visto algo más que los otros, han comprado cerveza, champagne, licores, vinos y comestibles de Europa, de los que apenas probará un bocado o beberá un trago. Su mesa está preparada lujosamente. Enmedio hay una gran piña artificial, muy bien   -90-   imitada, en que clavan palillos para dientes, primorosamente cortados por los presidiarios en sus horas de descanso. Figuran abanicos, ramilletes de flores, aves, todo tallado de una sola pieza de madera. A los lados de esta piña, que llaman palillera, levántanse sobre fruteros de cristal, pirámides de naranjas, lanzones, ales, chicos y también mangas, a pesar de ser el mes de noviembre. Después, en anchos platones, sobre papeles atados y pintados con brillantes colores, se ven jamones de Europa y de China, grandes pasteles en forma de Agnus Dei o de paloma, pavos rellenos y otros manjares. Y entre los aperitivos, frascos de acharas con caprichosos dibujos hechos de la flor de bonga, y otras legumbres y frutas cortadas artísticamente y pegadas con almíbar a las paredes de los garrafones.

Límpianse los globos de vidrio, que han venido heredándose de padres a hijos; se hacen brillar los aros de cobre; se desnudan las lámparas de petróleo de sus fundas rojas, que las libran de moscas y mosquitos durante el año. Al mismo tiempo que estas venerandas lámparas, salen también de sus escondites las labores de las jóvenes: trabajos de crochet, alfombritas y flores artificiales; y aparecen antiguas bandejas de cristal, cuyo fondo figura un lago en miniatura con pececitos, caimanes, moluscos, algas, corales y rocas de vidrio de brillantes colores. Estas bandejas se llenan de puros, cigarrillos y diminutos buyos torcidos por los delicados dedos de las solteras.

El suelo de la casa brilla como un espejo; cortinas de piña o jusi adornan las puertas; de las ventanas cuelgan faroles de cristal o de papel de colores; la casa se llena de plantas y tiestos colocados sobre pedestales de loza de China; hasta los santos y reliquias se engalanan, se les sacude el   -91-   polvo, se limpian los cristales y cuelgan de sus marcos ramilletes de flores.

En las calles, de trecho en trecho, se levantan caprichosos arcos de caña labrada de mil maneras, llamados sinkabán, rodeados de kaluskús, cuya sola vista alegra el corazón de los muchachos. Alrededor del patio de la iglesia está el grande y costoso entoldado, sostenido por troncos de caña, para que pase la procesión. Debajo de éste corren los chicos, saltan y rompen las nuevas camisas que les han hecho para el día de la fiesta.

Allá en la plaza se ha levantado el tablado, escenario de caña, nipa y madera: allí dirá maravillas la comedia de Tondo, y competirá con los dioses en milagros inverosímiles; allí cantarán y bailarán Marianito, Chananay, Balbino, Ratia, Carvajal, Yeyeng, Liceria y otros.

El filipino gusta del teatro y asiste con pasión a las representaciones dramáticas; oye silencioso el canto, admira el baile y la mímica, no silba, pero tampoco aplaude. ¿No le gusta la representación? pues masca su buyo o se marcha sin turbar a los otros que acaso se diviertan. Sólo algunas veces aúlla el bajo pueblo cuando los actores besan o abrazan a las actrices, pero no pasa de ahí. En otro tiempo se representaban únicamente dramas; el poeta del pueblo componía una pieza en que necesariamente había de haber combates cada dos minutos y metamorfosis terroríficas. Pero desde que los artistas de Tondo se pusieron a pelear cada quince segundos o hicieron cosas más inverosímiles aún, mataron a sus colegas provincianos. El gobernadorcillo, que era muy aficionado al teatro, escogió, de acuerdo con el cura, la comedia. «El príncipe Villardo o los clavos arrancados de la infame cueva», pieza con magia y fuegos artificiales.

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De tiempo en tiempo repican alegremente las campanas, las mismas campanas que diez días antes doblaban tan tristemente. Ruedas de fuego y morteretes atruenan el aire: el pirotécnico filipino, que aprendió su arte sin maestro ninguno conocido, va a desplegar sus habilidades, prepara toros, castillos de fuego con luces de Bengala, globos de papel inflados con aire caliente, bombas y cohetes.

¿Resuenan lejanos acordes? Pues ya corren los muchachos precipitadamente hacia las afueras de la población para recibir a las bandas de música. Son cinco las alquiladas, además de tres orquestas. La música de Pagsanghan, propiedad del escribano, no debe faltar, ni la del pueblo S. P. de T., célebre porque la dirigía el maestro Austria, el vagabundo Cabo Marino, que lleva, según dicen, la fama y la armonía en el extremo de su batuta.

La música entra en el pueblo tocando alegres marchas, seguida de chicos medio desnudos: quien viste la camisa de su padre, quien los pantalones.

Entre tanto, van llegando en carromatos, calesas o coches, los parientes, los amigos, los desconocidos, los tahúres con sus mejores gallos y sacos de oro, dispuestos a arriesgar sus fortunas sobre el tapete verde o dentro de la rueda de la gallera.

-¡El alférez tiene cincuenta pesos cada noche! -murmura un hombre pequeñito y rechoncho al oído de los recién llegados-; Capitán Tiago va a venir y pondrá banca; capitán Joaquín trae dieciocho mil pesos. Habrá liam-pó. El chino Carlos pone también banca con un capital de diez mil pesos. De Tananan, Lipa y Batangas, así como de Santa Cruz vienen grandes puntos. Se va a jugar en grande. Y ¿cómo está la familia?

-¡Bien, bien! ¡gracias! -contestaban los forasteros-; ¿y el padre Dámaso?

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-El padre Dámaso predicará por la mañana y tallará con nosotros por la noche.

-¡Mejor! ¡mejor! ¡No hay entonces peligro ninguno!

-¡Sí, sí, estamos seguros! El chino Carlos suelta además una buena propina.

Y el hombre rechoncho hizo ademán de contar con los dedos.

Fuera del pueblo, los montañeses, los kasamá, se ponen sus mejores trajes para llevar a casa de los socios capitalistas bien cebadas gallinas, jabalíes, venados, aves; éstos cargan en los pesados carros leña, frutas y las plantas más raras que crecen en el bosque; otros llevan bigá de anchas hojas y tikastikas de color de fuego para adornar las puertas de las casas.

Pero donde reina la mayor animación es en una especie de ancha meseta, a algunos pasos de la casa de Ibarra. Rechinan poleas, y se oyen confundidos con los gritos, el ruido metálico de la piedra que se pica y el chocar de los martillos. Cavan la tierra multitud de hombres y abren un ancho y profundo foso; otros ponen en fila piedras sacadas de las canteras del pueblo, descargan carros, amontonan arena, disponen tornos y cabrestantes.

-¡Aquí! ¡allá eso! ¡vivo! -gritaba un viejecillo de fisonomía animada e inteligente, que tenía por bastón un metro con cantos de cobre, al cual va arrollada la cuerda de una plomada. Era el maestro de obras, ñor Juan, arquitecto, albañil, carpintero, blanqueador, cerrajero, pintor, picapedrero y en ocasiones escultor.

-¡Es menester terminarlo hoy mismo! ¡Mañana no se puede trabajar y pasado es la ceremonia! ¡Vivo!

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Y repetía a cada nuevo forastero que se acercaba lo que ya mil veces había dicho.

-¿Sabéis lo que vamos a construir? Pues es una escuela, modelo en su género, como las de Alemania, mejor aún. El plano lo ha trazado el arquitecto y yo dirijo la obra. Sí, señor, ved: esto va a ser un palacio con dos alas; una para los niños y otra para las niñas. Aquí enmedio un gran jardín con tres surtidores: en los costados arboledas, pequeñas huertas para que los chicos siembren y cultiven plantas en las horas de recreo. Las niñas tendrán jardín con bancos, columpios, alamedas para el juego de la comba, surtidores y pajareras. ¡Esto va a ser magnífico!

Y ñor Juan se frotaba las manos, pensando en la fama que iba a adquirir dirigiendo aquella gran obra.

A alguna distancia de allí se veían dos kioscos, unidos entre sí por una especie de emparrado cubierto de hojas de plátano.

El maestro de escuela con unos treinta muchachos tejían coronas y sujetaban banderas a los delgados pilares de caña, cubiertos de lienzo blanco abollonado.

-¡Procurad que las letras estén bien escritas! -decía a los que dibujaban inscripciones-; va a venir el alcalde, asistirán muchos curas y quizás también el capitán general, que está en la provincia. Si ven que dibujáis bien os premiarán.

El proyecto de Ibarra de levantar una escuela había encontrado eco en casi todos. El cura había pedido apadrinar y bendecir él mismo la colocación de la primera piedra, ceremonia que tendría lugar el último día de la fiesta, siendo una de sus mayores solemnidades. El mismo coadjutor se había acercado tímidamente a Ibarra, ofreciéndole   -95-   cuantas misas le pagasen los devotos hasta la conclusión del edificio.

Estas y otras cosas más rasaban la víspera de la fiesta antes de ponerse el sol.




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- XVI -

Al anochecer


En casa de Capitán Tiago se habían hecho también grandes preparativos. Su afición al fausto y su orgullo de manileño debían humillar en esplendidez a los provincianos. Otra razón había además que le obligaba a procurar eclipsar a los otros; estaban allí su hija María Clara y su futuro yerno, del cual hablaba todo el mundo con elogio.

En efecto, uno de los más serios periódicos de Manila le había dedicado un artículo en su primera plana, colmándole de alabanzas. Entre otras cosas le llamaba el ilustrado joven y rico capitalista: dos líneas más abajo el distinguido filántropo; en el siguiente párrafo el alumno de Minerva que había ido a la Madre Pairia para saludar el genuino suelo de las artes y de las ciencias, y un poco más abajo el español filipino. Capitán Tiago ardía en noble emulación y pensaba en levantar a su costa un convento.

Días antes habían llegado a la casa que habitaban   -96-   María Clara y su tía Isabel, multitud de cajas de comestibles de Europa, espejos colosales, cuadros y el piano de la joven.

Capitán Tiago se presentó la víspera de la fiesta: al besarle su hija la mano le regaló un hermoso relicario de oro con brillantes y esmeraldas, conteniendo una astilla de la barca de San Pedro, donde se había sentado Nuestro Señor durante la pesca.

La entrevista con el futuro yerno no pudo ser más cordial; se habló naturalmente de la escuela, y Capitán Tiago propuso que se llamase escuela de San Francisco.

-Créame usted -decía-; San Francisco es un buen patrón. Si usted la llama escuela de Instrucción primaria no gana usted nada. ¿Quién es Instrucción primaria?

Llegaron algunas amigas de María Clara y la invitaron a salir a paseo.

-Vuelve pronto -dijo Capitán Tiago a su hija-; ya sabes que esta noche cena con nosotros el padre Dámaso, que acaba de llegar.

Y volviéndose a Ibarra que se había puesto pensativo añadió:

-Cene usted también con nosotros; en su casa estará usted solo.

-Con muchísimo gusto, pero debo estar en casa por si van visitas -contestó balbuceando el joven, esquivando la mirada de María Clara.

Traiga usted a sus amigos -replicó Capitán Tiago-; en mi casa siempre hay comida abundante... Quisiera además que usted y el padre Dámaso se entendiesen.

-¡Ya habrá tiempo para eso! -contestó Ibarra sonriendo con sonrisa forzada, y se dispuso a acompañar a las jóvenes.

Bajaron las escaleras.

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María Clara iba enmedio de Victoria e Iday; la tía Isabel seguía detrás.

La gente se apartaba respetuosa para abrirles paso. Clara estaba hermosísima; su palidez había desaparecido y sus labios sonreían dulcemente. Con esa amabilidad de la doncella feliz, saludaba a los antiguos conocidos de su niñez, hoy admiradores de su dichosa juventud. En menos de quince días había vuelto a recobrar aquella franca confianza, aquella charla infantil que parecían haberse aletargado entre los estrechos muros del beaterio.

Las casas principales comenzaban a iluminarse, y en las calles que recorría la música, encendíanse las arañas de cuña y madera, imitación de las de la iglesia.

Desde la calle, a través de las abiertas ventanas, se veía la gente bullir en las casas enmedio de una atmósfera de luz y de los acordes de pianos y orquestas. Cruzaban las calles chinos, españoles, filipinos, vistiendo estos ya el traje europeo, ya el del país. Confundíanse y codeábanse criados cargados de gallinas, estudiantes vestidos de blanco, hombres y mujeres, exponiéndose a ser atropellados por coches y calesas, que a pesar del tabi o aviso de los conductores, difícilmente se abrían paso.

Delante de la casa de Capitán Basilio, algunos jóvenes saludaron a nuestros conocidos y los invitaron a que visitaran la casa. La alegre voz de Sinang, que descendía las escaleras corriendo, puso fin a toda excusa.

-Subid un momento para que yo pueda salir con vosotras. Me aburre estar entre tantos descocidos, que sólo hablan de gallos y barajas. Subieron.

La sala estaba llena de gente. Algunos se adelantaron a saludar a Ibarra, y los demás quedáronse   -98-   extasiados contemplando la hermosura de María Clara. Algunas viejas murmuraban mientras mascaban buyo: «¡Parece la Virgen!».

Allí tuvieron que tomar chocolate. Capitán Basilio se había hecho íntimo amigo y defensor de Ibarra desde el día de la gira campestre.

Después de tomar el chocolate, nuestros jóvenes tuvieron que oír el plano, tocado por el pianista del pueblo.

-¿Quiere usted venir con nosotros esta noche? -preguntó Capitán Basilio al oído a Ibarra en el momento de despedirse-: el padre Dámaso va a poner una pequeña banca.

Ibarra se sonrió y no aseguró nada.

-¿Quién es ese? -preguntó María Clara a Victoria, señalando con una rápida mirada a un joven que las seguía.

-Ese... es un primo mío -contestó algo turbada.

-Y ¿el otro?

-Ese no es primo mío -contestó vivamente Sinang.

Pasaron por delante de la casa parroquial, que por cierto no era de las menos animadas. Sinang no pudo contener una exclamación de asombro al ver que ardían las lámparas de una forma antiquísima que el padre Salvi no dejaba nunca encender por no gastar petróleo. Oíanse gritos y sonoras carcajadas, veíase a los frailes pasear lentamente fumando ricos cigarros y lanzando bocanadas de humo. Los seglares que entre ellos estaban procuraban imitar cuanto hacían los buenos religiosos. Por el traje europeo que vestían debían ser empleados; o autoridades de la provincia.

María Clara distinguió los abultados contornos del padre Dámaso al lado de la correcta silueta,   -99-   del padre Sibyla. Inmóvil en su sitio estaba el misterioso y taciturno padre Salvi.

-¡Está triste! -observó Sinang-; piensa en lo que le van a costar tantas visitas. Pero ya veréis como no lo paga él, sino los sacristanes.

-¡Sinang! -exclamó Victoria en tono de reprensión.

-No le puedo sufrir; yo ya no me confieso con él.

Entre todas las casas se distinguía una que ni estaba iluminada, ni tenía las ventanas abiertas: era la del alférez. Extrañose de ello María Clara.

-¡La bruja! ¡La musa de la Guardia Civil, como la llaman! -exclamó la terrible Sinang-. ¿Qué tiene ella que ver con nuestras alegrías? ¡Estará rabiando! Deja que venga el cólera y verás como da un convite.

-¡Pero Sinang! -volvió a exclamar su prima.

-Nunca la he podido sufrir, y menos desde que turbó nuestra fiesta con sus guardias civiles. A ser yo arzobispo la casaba con el padre Salvi... Mira que hacer prender al pobre piloto que se arrojó al agua por complacer...

No pudo concluir la frase: en el ángulo de la plaza, donde un ciego cantaba al son de una guitarra el romance de los peces, se presentaba un raro espectáculo.

Era un hombre cubierto con un ancho salakot de hojas de palma y vestido miserablemente. Consistía su traje en una levita hecha jirones y unos calzones anchos, como los de los chinos, rotos en diferentes sitios. Miserables sandalias calzaban sus pies. Su rostro quedaba todo en sombras, gracias a su salakot. Era alto y por sus movimientos debía creerse que era joven. Depositaba un cesto en tierra, y se alejaba después pronunciando sonidos   -100-   extraños, incomprensibles; permanecía de pie completamente aislado, como si él y la muchedumbre se esquivasen mutuamente. Entonces acercábanse algunas mujeres a su cesta, depositaban frutas, pescado, arroz y otras viandas. Cuando ya no había nadie que se acercase lanzaba otros sonidos menos lastimeros como en acción de gracias; recogía su cesta y se alejaba para repetir lo mismo en otro sitio.

María Clara preguntó llena de interés quién era aquel hombre.

Es el lazarino -contestó Iday-. Hace cuatro años ha contraído esa enfermedad: unos dicen por cuidar a su madre, otros por haber estado en la prisión. Vive en el campo, cerca del cementerio de los chinos; no se comunica con nadie; todo huyen de él por temor de contagiarse. ¡Si viera su choza! Es la choza de Giríng-giring: el viento, la lluvia y el sol entran y salen como la aguja en la tela. Le han prohibido tocar nada que pertenezca a la gente. Un día cayó un chiquillo en el canal, y él, que pasaba por allí cerca, le ayudó a salir. Súpolo el padre, se quejó al gobernadorcillo y éste le mandó dar seis azotes enmedio de la calle, quemando después el bejuco. ¡Aquello era atroz! El lazarino corría, el azotador le perseguía y el gobernadorcillo le gritaba: ¡Aprende! ¡Más vale que uno se ahogue que enferme como tú!

-¡Es verdad! -murmuró María Clara.

Y sin darse cuenta de lo que hacía acercose rápidamente a la cesta del desgraciado y depositó en ella el relicario que acababa de regalarle su padre.

-¿Qué has hecho? -le preguntaron sus amigas.

-¡No tenía otra cosa! -contestó disimulando con una sonrisa las lágrimas de sus ojos.

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-¿Y qué va él a hacer con tu relicario? -le dijo Victoria-. Un día le dieron dinero, pero con una caña lo alejó de sí. ¿Para qué lo quería si nadie acepta nada que venga de él? ¡Si el relicario pudiera comerse!

María Clara miró con envidia a las mujeres que vendían comestibles, y se encogió de hombros. Pero el leproso se acercó a la cesta, cogió la alhaja que brilló entre sus manos, se arrodilló, la besó y después, descubriéndose, hundió la frente en el polvo que la joven había pisado.

María Clara ocultó el rostro detrás de su abanico y se llevó el pañuelo a los ojos.

Entretanto se había acercado una mujer al desgraciado, que parecía orar. Traía la larga cabellera suelta, y desgreñada, y a la luz de los faroles se vieron las facciones extremadamente demacradas de la loca Sisa.

Al sentir su contacto, el lazarino lanzó un grito y se levantó de un salto. Pero la loca se agarró a su brazo, con gran horror de la gente y decía:

-¡Recemos, recemos! ¡Hoy es el día de los muertos! ¡Recemos por mis hijos!

-¡Separadla, que se va a contagiar la loca!

Pero nadie se atrevía a acercarse.

-¿Ves aquella luz en la torre? ¡Aquella es mi hijo Basilio que baja por una cuerda! ¿Ves aquella allá en el convento? Aquella es mi hijo Crispín; pero yo no voy a verlos porque el cura está enfermo y tiene muchas onzas y las onzas se pierden. ¡Recemos, recemos por el alma del cura! Yo le llevaba amargoso y zarzalidas; mi jardín estaba lleno de flores y tenía dos hijos.

Y soltando al leproso se alejó cantando:

-¡Yo tenía jardín y flores, yo tenía hijos, jardín y flores!

  -102-  

-¿Qué has podido hacer por esa pobre mujer? -preguntó María Clara a Ibarra.

-¡Nada! Estos días había desaparecido del pueblo y no se la podía encontrar -contestó el joven-. He estado además muy ocupado, pero no te aflijas; el cura prometió ayudarme, recomendándome mucho tacto y sigilo, pues parece que se trata de la Guardia Civil. ¡El cura parece que se interesa mucho por ella!

-¿No decía el alférez que haría buscar a los niños?

-¡Sí, pero entonces estaba un poco... bebido!

Apenas acababa de decir esto, cuando vieron a la loca, arrastrada más bien que conducida por un soldado. Sisa oponía resistencia.

-¿Por qué la prendéis? ¿Qué ha hecho? -preguntó Ibarra.

-¿Qué? ¿No habéis visto cómo ha alborotado? -contestó el custodio de la pública tranquilidad.

El leproso recogió precipitadamente su cesto y se alejó.

María Clara quiso retirarse, pues había perdido la alegría y el buen humor.

Al llegar a la puerta de su casa sintió aumentarse su tristeza al ver que su novio se negaba a subir y se despedía.

-¡Es necesario! -decía el joven.

María Clara subió las escaleras, enjugándose con el bordado pañuelo de piña las lágrimas que brotaban de sus hermosos ojos negros.



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- XVII -

Correspondencias


No habiendo sucedido nada importante a nuestros personajes, prescindiríamos de la descripción de las fiestas, si no considerásemos que acaso algún lector extranjero desea conocer cómo se celebran aquéllas en Filipinas. Para esto copiaremos al pie de la letra varias cartas, una de ellas la del corresponsal de un importante periódico de Manila. El digno corresponsal escribía así:

«Señor director: Jamás presencié ni espero ver en Manila fiesta religiosa tan solemne, espléndida y conmovedora como la que se celebró en este pueblo por los muy reverendos y virtuosos padres franciscanos.

La concurrencia fue grandísima; aquí he tenido la dicha de saludar a casi todos los españoles residentes en esta provincia, a tres reverendos padres de la provincia de Batangas, a dos dominicos, uno de ellos el muy reverendo padre fray Hernando de la Sibyla, que ha venido con su presencia a honrar este pueblo, lo cual no deben olvidar jamás sus dignos habitantes. He visto también a gran número de principales de Cavite y Pampaga, a muchos ricos de Manila. Acudieron muchas bandas   -104-   de música, entre ellas la de Pagsanjan, propiedad del señor escribano don Miguel Guevara, y multitud de chinos e indios, que con la curiosidad que caracteriza a los primeros y religiosidad de los últimos, esperaban con ansia el día en que había de celebrarse la solemne fiesta, para asistir al espectáculo cómico, mímico, lírico, coreográfico y dramático, para cuyo fin se había levantado un gran tablado enmedio de la plaza.

A las nueve de la noche del día 10, la víspera de la fiesta, después de la opípara cena con que nos obsequió el hermano mayor, llamaron la atención de cuantos españoles y frailes estábamos en el convento, los acordes de dos músicas que con acompañamiento de apiñada multitud y al ruido de cohetes y bombazos y precedidas por los principales del pueblo, venían a buscarnos para conducirnos al sitio preparado para nosotros, a fin de que pudiésemos presenciar el espectáculo.

Tuvimos que ceder a tan galante ofrecimiento, por más que yo hubiera preferido descansar en brazos de Morfeo y dar grato reposo a mis miembros doloridos, gracias a las sacudidas del vehículo que nos proporcionó el gobernadorcillo del pueblo de B.

Bajamos, pues, y fuimos a buscar a nuestros compañeros, que cenaban en la casa que aquí tiene el piadoso y opulento don Santiago de los Santos. El cura del pueblo, fray Bernardo Salvi, fray Dámaso Verdolagas, que ya está por especial favor del Altísimo restablecido de la dolencia que mano impía sobre él causara, en compañía de fray Hernando de la Sibyla y el virtuoso cura de Tananan, con otros españoles más, eran los invitados en casa del Creso filipino. Allí hemos tenido la dicha de admirar, no solamente el lujo y el buen gusto de   -105-   los dueños de la casa, que no es común entre los naturales, sino también a la bellísima y rica heredera, que demostró ser una consumada discípula de Santa Cecilia, tocando en su elegante piano con una maestría que me hizo recordar a la Gálvez, las mejores composiciones alemanas e italianas. Lástima que tan perfecta señorita sea tan excesivamente modesta y oculte sus méritos a la sociedad, que para ella sólo tiene admiradores. No debo dejar en el tintero que en casa del anfitrión nos hicieron tomar champaña y finos licores con la profusión y esplendidez que caracterizan al conocido capitalista.

Asistimos al espectáculo. Ya conoce a usted a nuestros artistas Ratia, Carvajal y Fernández; sus gracias sólo fueron comprendidas por nosotros, pues la clase no ilustrada no pescó de ello ni una jota. A los indios, sobre todo al gobernadorcillo, gustó mucho la comedia tagala: este último se frotaba las manos y nos decía que era una lástima que no hubiesen hecho pelear a la princesa con el gigante que la había robado.

Excuso decirle que durante el espectáculo no permitió que faltase nada la amabilidad del Rotschild filipino: sorbetes, limonadas, refrescos, dulces y vinos de todas clases, corrían con profusión entre los que estábamos allí. Notose mucho la ausencia del conocido e ilustrado joven don Juan Crisóstomo Ibarra que, como usted sabe, debe mañana presidir la bendición de la primera piedra para el gran monumento que tan filantrópicamente hace levantar. Este digno descendiente de los Pelayos y Elcanos (pues según he sabido uno de sus abuelos paternos era de nuestras heroicas y nobles provincias del Norte, acaso uno de los primeros compañeros de Magallanes o Legazpi) tampoco se   -106-   dejó ver en el resto del día a causa de un pequeño malestar. Su nombre corre de boca en boca y sólo lo pronuncian con alabanzas.

Hoy 11 por la mañana presenciamos un espectáculo altamente conmovedor. Este día es la fiesta de la Virgen de la Paz, y la celebran los hermanos del Santísimo Rosario. Mañana será la fiesta del Patrón San Diego y toman parte en ella principalmente los hermanos de la V. O. T. Entre estas dos corporaciones hay una emulación piadosa para servir a Dios, y esta piedad llega hasta el extremo de provocar santos disgustos entre ambas, como lo sucedido últimamente por disputarse el gran predicador de reconocida fama, el tantas veces nombrado fray Dámaso, que ocupará mañana la cátedra del Espíritu Santo, pronunciando un sermón que será, según creencia general, un acontecimiento religioso y literario.

Pues, como íbamos diciendo, presenciamos un espectáculo altamente edificante y conmovedor. Seis jóvenes religiosos, tres que debían decir misa, y los otros tres de acólitos salieron de la sacristía, y postrados ante el altar, entonó el celebrante, que era fray Hernando de la Sibyla, el Surge Domine, con que debía empezar la procesión alrededor de la iglesia, con aquella magnífica voz y religiosa unción que todo el mundo le reconoce y le hacen tan digno de la admiración general. Terminado el Surge Domine, el gobernadorcillo, vestido de frac, con el guion, seguido de cuatro acólitos con incensarios, empezó la procesión. Tras ellos iban los ciriales de plata, la municipalidad, las preciosas imágenes vestidas de raso y oro, representando a Santo Domingo, San Diego y la Virgen de la Paz con un magnífico manto azul bordado de plata, regalo del virtuoso ex gorbernadorcillo don Santiago   -107-   de los Santos. Todas estas imágenes iban en carros de plata. Tras estas imágenes íbamos los españoles y los otros religiosos: el oficiante caminaba protegido por un palio que llevaban los cabezas de barangay; y cerraba la procesión el benemérito cuerpo de la Guardia Civil. Creo inútil decir que una multitud de indios formaban las dos filas de la procesión, llevando con gran piedad cirios encendidos. La música tocaba religiosas marchas, y al mismo tiempo se oía el estrépito de las bombas y de las ruedas de fuego.

Terminada la procesión se dio principio a la misa, ejecutada por la orquesta y los artistas del teatro.

Concluida la ceremonia religiosa subimos al convento juntamente con los principales del pueblo y otras personas de importancia, donde fuimos obsequiados con la finura, atención y prodigalidad que caracterizan al padre Salvi.

Durante el día no faltó nada para hacer alegre la fiesta y para conservar la animación característica de los españoles, que en ocasiones tales no les es posible contenerse, demostrando ya con canciones o bailes que las penas no les abaten y que basta se reúnan en un sitio dado tres de ellos para que la tristeza y malestar de allí se ausenten. Rindiose, pues, culto a Terpsícore en muchas casas, pero principalmente en la del ilustrado millonario filipino, a donde fuimos todos invitados a comer. Excuso decirle a usted que el banquete, brillantemente servido, fue la segunda edición corregida y aumentadas de Camacho. Mientras gozábamos de los placeres de la mesa, tocaba la orquesta armoniosas melodías. La hermosa señorita un traje de mestiza y valiosos brillantes, y fue como siempre la reina de la fiesta.

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Todos deploramos en el fondo de nuestra alma que una ligera torcedura de su lindo pie la haya privado de los placeres del baile, pues si hemos de juzgar por las perfecciones que en todo demuestra, la señorita de los Santos debe bailar como una sílfide».

Su afectísimo amigo que besa su mano,

El corresponsal.

Esto escribía el bueno del corresponsal. Veamos ahora lo que escribía capitán Martín a su amigo Luis Chiquito.

«Querido Choy: ven corriendo si puedes, que la fiesta es muy alegre; figúrate que capitán Joaquín está casi desbancado. Capitán Tiago le ha doblado tres veces y las tres en puerta, con lo que Cabezang Manuel, el dueño de la casa, está loco de contento. El padre Dámaso rompió de un puñetazo una lámpara porque hasta ahora no ha ganado una carta; el cónsul ha perdido con sus gallos y en la banca todo lo que nos ha ganado en la fiesta de Biñang en el Pilar de Santa Cruz.

Esperábamos que Capitán Tiago nos trajese a su futuro yerno, el rico heredero de don Rafael, pero parece que quiere imitar a su padre, porque ni siquiera se ha dejado ver.

El chino Carlos está haciendo una gran fortuna con el liam pó; sospecho que lleva algo oculto, tal vez un imán; se queja continuamente de dolores de cabeza que lleva vendada, y cuando el cubo del liam pó se para poco a poco, se inclina casi hasta tocarle, como si quisiese observarlo bien.

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Estoy escamado, porque sé otras historias parecidas.

Adiós, Choy; mis gallos van bien y mi mujer está alegre y se divierte.

Tu amigo

Martín Aristorenas».

«Ibarra había recibido también un billetito perfumado, que Andeng, la hermana de leche de María Clara, le había entregado,

Crisóstomo: hace dos días que no te dejas ver; he oído que estás algo enfermo; he rezado por ti y encendido dos cirios, por más que papá dice que no estás enfermo de gravedad. Anoche y hoy me han aburrido mandándome tocar el piano e invitándome a bailar. ¡No sabía que hubiese tantos fastidiosos! Si no fuera por el padre Dámaso, que procura distraerme, me hubiera encerrado en mi cuarto. Escríbeme. Te envío a Andeng para que te cuide. Si no vienes mañana tampoco iré yo a la ceremonia.

María Clara».



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- XVIII -

La mañana


Las bandas de música tocaron diana a los primeros albores de la aurora, despertando con aires alegres a los fatigados vecinos del pueblo.

La vida y la animación renacieron, las campanas volvieron a repicar y las detonaciones comenzaron.

Era el último día de la fiesta. Se esperaba ver mucho más que el día anterior. Los hermanos de la V. O. eran más numerosos que los del Santísimo Rosario, y sus cofrades sonreían piadosamente, seguros de humillar a sus rivales. Habían comprado mayor número de velas. Los chinos cereros habían hecho su agosto, y en agradecimiento, pensaban bautizarse. Algunos aseguraban, sin embargo, que no hacían esto por fe en el catolicismo, sino por el deseo de tomar mujer.

La gente engalanose con sus mejores trajes y sacaron del fondo de las arquillas las más ricas alhajas. Hasta los tahúres y jugadores lucían bordadas camisas con botones de gruesos brillantes, pesadas cadenas de oro y blancos sombreros de jipijapa.

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El patio de la iglesia estaba lleno de gente: hombres y mujeres, viejos y niños, vestidos con sus mejores trajes, entraban y salían por las estrechas puertas. Olía a pólvora, a flores y a incienso; bombas, cohetes y buscapiés hacían correr y gritar a las mujeres y reír a los chiquillos. Una banda de música tocaba delante del convento: otras recorrían las calles donde ondeaban multitud de banderas. Las campanas no cesaban de repicar; cruzábanse coches y calesas, cuyos caballos a veces se espantaban encabritándose y poniéndose de manos, lo cual, aunque no figuraba en el programa de la fiesta, constituía un espectáculo gratis de los más interesantes.

El Hermano Mayor de este día había enviado sus criados a la calle para que invitasen a todo el que pasase, imitando de este modo a un personaje bíblico. Se invitaba casi a la fuerza a tomar chocolate, café y dulces.

Iba a celebrarse la misa mayor, la misa que llaman de dalmática, como la de que había hablado el corresponsal del periódico de Manila, sólo que ahora el celebrante sería el padre Salvi, y entre las personas que iban a oírla estaba el alcalde de la provincia con otros muchos españoles y gente ilustrada, deseosa de escuchar el sermón del padre Dámaso.

Tal fama tenía el padre Dámaso, que ya el corresponsal había escrito de antemano al director del periódico lo siguiente:

«Como le había anunciado a usted en mis mal pergeñadas líneas de ayer, hemos tenido la especial dicha de oír al muy reverendo padre Dámaso Verdolagas, antiguo cura de este pueblo, trasladado hoy a otro más importante en premio de sus buenos servicios. El insigne orador sagrado ocupó la   -112-   cátedra del Espíritu Santo, pronunciando un elocuentísimo sermón, etc., etc.».

El confiado corresponsal por poco no se ve obligado a borrar cuanto había escrito. El padre Dámaso se quejaba de cierto ligero catarro que había cogido la noche anterior.

Después de cantar unas alegres peteneras había cometido la imprudencia de meter entre pecho y espalda tres vasos de sorbete que lo habían dejado casi afónico. A consecuencia de esto quería renunciar a ser el intérprete de Dios para con los hombres, pero no encontrándose otro que se hubiese aprendido la vida y milagros de San Diego, no tuvo más remedio que subir al púlpito. Antes, sin embargo, su antigua ama de llaves le untó pecho y cuello con ungüentos y aceites, le envolvió en paños templados y lo sobó de lo lindo. Aquella mañana, el buen fraile, sólo tomó para desayunarse un vaso de leche, una taza de chocolate y una docenita de bizcochos, renunciando heroicamente a su acostumbrado pollo frito y a su medio queso de la Laguna, porque, según el ama, pollo y queso tenían sal y grasa y podrían provocar la tos.

-¡Todo por ganar el cielo y convertirnos! -decían conmovidas las hermanas de la V. O. T. al enterarse de estos sacrificios.

-¡La Virgen de la Paz le castiga! -murmuraban las hermanas del Santísimo Rosario, que no le podían perdonar el haberse inclinado del lado de sus enemigas.

A las ocho y media salió la procesión a la sombra del entoldado de lona. Era por el estilo de la del día anterior, si bien había una novedad: la Hermandad de la V. O. T. Viejos y viejas iban ataviados con largos hábitos de guingón. El hábito de los pobres era de tela basta, y el de los ricos de seda   -113-   o de guingón franciscano, llamado así por usarlo los frailes. Todos aquellos sagrados hábitos venían del convento de Manila, donde el pueblo los adquiría a prix fixe, si se permite la frase. Este precio fijo podía aumentarse, pero no disminuirse. Además de estos hábitos, vendíanse también otros en el mismo convento y en el monasterio de Santa Clara, que poseían la gracia especial de procurar a muchas indulgencias a los muertos que se amortajaban con ellos y la gracia más especial aún de ser más caros cuanto más viejos, raídos e inservibles estaban. Escribimos esto por si algún piadoso lector necesita de tales reliquias sagradas, o algún tuno trapero de Europa quiere hacer fortuna llevándose a Filipinas un cargamento de hábitos zurcidos y mugrientos, pues llegan a venderse a más de dieciséis pesos.

San Diego de Alcalá iba en un carro adornado con planchas de plata repujada. El santo tenía una expresión severa y majestuosa, a pesar del abundante cerquillo rizado como el de los negritos. Su vestidura era de raso bordado de oro.

Seguía nuestro venerable padre San Francisco y después la Virgen. El sacerdote que iba debajo el palio era esta vez el padre Salvi y no elegante padre Sibyla. Si al primero le faltaba hermoso continente, le sobraba en cambio unción. Llevaba las manos juntas en actitud mística, los ojos bajos y el cuerpo medio encorvado. El coadjutor, de sobrepelliz, iba de un carro a otro agitando el incensario, con cuyo humo regalaba el olfato del cura, que cada vez se ponía más serio.

Así marchaba la procesión, lenta y pausadamente, al son de las bombas, cantos y religiosas melodías lanzadas al aire por las bandas de música, que seguían detrás de cada carro.

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Frente a una casa en cuyas ventanas, adornadas de vistosas colgaduras, se asomaban el Alcalde, Capitán Tiago, María Clara, Ibarra, varios españoles y señoritas, detúvose la comitiva. El padre Salvi levantó la vista, pero no hizo el más pequeño gesto que demostrase saludo: únicamente se irguió, y entonces la capa pluvial cayó sobre sus hombros con cierta elegancia.

En la calle, debajo de la ventana, había una joven de rostro simpático, vestida con mucho lujo, llevando en sus brazos un niño de corta edad. Nodriza o niñera debía ser, pues el chico era blanco y rubio y ella morena, y sus cabellos más negros que el azabache. Al ver al cura, extendió el tierno infante sus manecitas sonriendo alegremente y gritó balbuceando enmedio de un breve silencio:

-¡Papá! ¡papaíto!

La joven se estremeció, puso precipitadamente su mano en la boca del niño y alejose llena de confusión.

El niño prorrumpió entonces en amargo llanto, a la par que continuaba gritando de un modo desesperado:

-¡Papá! ¡papaíto!

Los maliciosos hicieron un guiño picaresco, y los españoles testigos de la corta escena, sonrieron benévolamente. La habitual palidez del padre Salvi trocose entonces en encendido color.



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- XIX -

El sermón


El padre Dámaso atravesó la multitud, precedido de dos sacristanes y seguido de otro fraile que llevaba un gran cuaderno. Desapareció al subir la escalera de caracol, pero pronto reapareció su redonda cabeza; después el grueso cogote, seguido inmediatamente de su cuerpo. Miró a todas partes con seguridad, lanzando una tosecilla; vio a Ibarra: un pestañeo particular dio a entender que no se olvidaría de él en sus oraciones; después dirigió una mirada de satisfacción al padre Sibyla y otra de desdén al padre Manuel Martín, el predicador del día anterior. Concluida esta revista, volviose disimuladamente al compañero, diciéndole: «¡Atención, hermano!» Este abrió el cuaderno.

Fray Dámaso empezó lentamente, pronunciando a media voz:

«Et spiritum tuum bonum dedisti, qui doceret eos, et manna tuum non prohibuisti ab ore eorum, et aquam dedisti eis in siti». «Y les diste tu espíritu bueno para que los enseñase y no quitaste tu maná de su boca y les diste agua en su sed».

«Palabras que dijo el Señor por boca de Esdras, libro II, cap. IX, vers. 20».

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El padre Sibyla miró sorprendido al predicador; el padre Manuel Martín palideció y tragó saliva; el discurso iba a ser mejor que el suyo.

Sea que fray Dámaso lo notara o estuviese aún ronco, es el caso que tosió varias veces, poniendo ambas manos sobre el antepecho de la santa tribuna. El Espíritu Santo estaba sobre su cabeza, acabado de pintar, blanco, limpio, con las patitas y el pico color de rosa.

«¡Excelentísimo señor (al alcalde), virtuosísimos sacerdotes cristianos, hermanos en Jesucristo!»

Aquí hizo solemne pausa, paseando de nuevo sus miradas por el auditorio, cuya atención y recogimiento le satisficieron.

La primera parte del sermón debía de ser en castellano y la segunda en tagalo: loquebantur omnes linguas.

Después de la pausa extendió majestuosamente la mano derecha hacia el altar, fijando la vista en el alcalde; luego se cruzó los brazos lentamente sin decir una palabra, pero, pasando de esta calma a la movilidad, echó hacia atrás la cabeza, señaló hacia la puerta mayor, cortando el aire con el borde de la mano con tanto ímpetu que los sacristanes interpretaron el gesto por un mandato y cerraron las puertas; el alférez se inquietó y estuvo dudando sobre si salir o quedarse, pero ya el predicador empezaba a hablar con voz fuerte, llena y sonora. Decididamente la antigua ama era inteligente en medicina.

«Esplendoroso y relumbrante es el altar; el aire es el vehículo de la santa palabra divina que brotará de mi boca; ¡oíd, pues, con los oídos del alma y del corazón para que las palabras del Señor no caigan en terreno pedregoso y las coman las aves del infierno, sino que crezcan y broten como una   -117-   santa simiente en el campo de nuestro venerable y seráfico padre San Francisco! Vosotros, grandes pecadores, cautivos de los moros de la vida eterna en poderosas embarcaciones, vosotros que estáis cargados con los grilletes de la lascivia y concupiscencia y remáis en las galeras de Satán infernal, ved ahí, con reverente compunción, al que rescata las almas de la cautividad del demonio, al esforzado David, al victorioso Roldán del cristianismo, al guardia civil celestial, más valiente que todos los guardias civiles juntos, habidos y por haber -(el alférez arruga el ceño)-, que sin más arma que una cruz de palo vence con denuedo al eterno tulisán de las tinieblas y a todos los secuaces de Luzbel, y habría extirpado a todos para siempre si los espíritus no fuesen inmortales. Esta maravilla de la creación divina, este portento, es el bienaventurado Diego de Alcalá».

Los rudos indios, según expresión del corresponsal, no pescaron del párrafo otra cosa que las palabras guardia civil, tulisán, San Diego y San Francisco; observaron la mala cara que había puesto el alférez y el gesto belicoso del predicador y dedujeron que le regañaba a aquél porque no perseguía a los malhechores. San Diego y San Francisco se encargarían de ello, como ya había hecho este último en otro tiempo, según atestiguaba una pintora existente en el convento de Manila, en que San Francisco, con sólo su cordón, había contenido la invasión china de los primeros años del descubrimiento. Alegráronse, pues, no poco los devotos, agradeciendo a Dios esta ayuda y no dudando que una vez desaparecidos los tulisanes, San Francisco destruiría también a los guardias civiles. Redoblaron, pues, la atención escuchando al padre Dámaso, que continuó:

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«¡Humilde y recogido santo, tu cruz de palo -(la que tenía la imagen era de plata) -tu modesto hábito honran al gran Francisco, de quien somos hijos e imitadores! Nosotros propagamos tu santidad en todo el mundo, en todas las ciudades y todos los pueblos, sin distinguir el blanco del negro, sufriendo abstinencias y martirios; tu santa fe que sostiene al mundo en equilibrio y le impide que caiga en el abismo de la perdición».

Los oyentes, hasta el mismo Capitán Tiago, bostezaban y se aburrían. María Clara no atendía al sermón; sabía que Ibarra estaba cerca y pensaba en él, mientras miraba abanicándose el toro de uno de los evangelistas, que tenía todas las trazas de un pequeño carabao.

«Todos debíais saber de memoria las Santas Escrituras, la vida de los santos, y así no tendría yo que predicaros, pecadores; debíais saber cosas tan importantes y necesarias como el Padrenuestro, que muchos de vosotros habéis olvidado viviendo como herejes, que no respetan a los ministros de Dios ¡como los chinos! ¡Os vais a condenar si antes de la muerte no hacéis méritos suficientes para salvaros!»

-¡Abá cosa ese pale Lámaso, ese! -murmuró el chino Carlos mirando con ira al predicador, que seguía improvisando, desencadenando una serie de apóstrofes a imprecaciones.

«Moriréis en la impenitencia final, raza de herejes! ¡Dios os castiga ya desde esta tierra con cárceles y prisiones! ¡Las mujeres debían huir de vosotros, los gobernantes os deberían ahorcar a todos, para que no se extienda la semilla de Satanás en la villa del Señor!... Jesucristo dijo: Si tenéis un miembro malo que os induce al pecado cortadlo, arrojadlo al fuego...».

  -119-  

Fray Dámaso estaba nervioso, había olvidado su sermón y su retórica.

-¿Oyes? -preguntó un joven estudiante de Manila a su compañero-. ¿Te lo cortas?

-¡Cá! ¡Que lo haga él antes! -contestó el otro señalando al predicador.

Ibarra estaba inquieto. No oía nada ni veía a María Clara, que ahora, para distraer su aburrimiento, contemplaba el cuadro de las benditas ánimas del purgatorio, almas en forma de hombres y mujeres en cueros, con mitras, capelos y tocas, asándose en el fuego y agarrándose al cordón de San Francisco, que a pesar de tanto peso no se rompía.

El Espíritu Santo fraile, con aquella improvisación había perdido el hilo del sermón y saltado tres largos párrafos, apuntando mal al padre Dámaso.

Todos se arrodillaron, levantando un murmullo como el zumbido de mil moscardones. El alcalde dobló trabajosamente una rodilla, moviendo la cabeza disgustado; el alférez estaba pálido y contrito.

Entretanto el padre Dámaso, en vez de rezar el Avemaría, reñía a su espíritu santo por haber saltado tres de sus mejores párrafos, y tomaba dos merengues y un vaso de Málaga, seguro de encontrar en ellos mayor inspiración que en todos los espíritus santos, ya fuesen de madera en figura de paloma, ya de carne bajo la forma de un distraído fraile. Iba a empezar con el sermón tagalo.

El padre Dámaso improvisaba en este idioma, no porque lo poseyese mejor, sino porque, teniendo a los filipinos de provincias por ignorantes en retórica, no temía cometer disparates delante de ellos.

  -120-  

Empezó con un maná capatir con cristiano, al que siguió una avalancha de frases intraducibles; habló del alma, del infierno, del mahal na santo pintacast, de los pecadores indios y de los virtuosos padres franciscanos.

-¡Menche! -dijo uno de los irreverentes estudiantes manileños a su compañero-; eso está en griego para mí; yo me voy.

Y viendo cerradas las puertas, se salió por la sacristía, con gran escándalo de la gente y del predicador, que se puso pálido y se detuvo a la mitad de una frase; algunos esperaban un violento apóstrofe, pero el padre Dámaso se contentó con seguirle con la vista y prosiguió su sermón.

Se desencadenó en maldiciones contra el siglo, contra la falta de respeto y la naciente irreligiosidad. Este asunto parcela su fuerte, pues se mostraba inspirado y se expresaba con energía y claridad. Rabió de los pecadores que no se confiesan, que mueren en las cárceles sin sacramentos, de familias malditas, de mesticillos orgullosos, de jóvenes sabihondos, filosofillos o pilosopillos, abogadillos y estos diantillos pedantes.

Ibarra oía todo y comprendía las alusiones. Conservaba no obstante su aparente tranquilidad.

Entretanto, el entusiasmo del predicador subía por grados. Hablaba de los antiguos tiempos en que todo filipino al encontrar a un sacerdote se descubría, doblaba una rodilla en tierra y le besaba la mano. Pero ahora, -añadía-, sólo os quitáis el salakot o el sombrero de castorillo que colocáis medio ladeado sobre vuestra cabeza para no desarreglar el peinado. Os contentáis con decir: buenos días, among, y hay orgullosos estudiantillos que por haber estudiado en Manila o en Europa se creen con derecho a estrecharnos la mano, en   -121-   lugar de besarla... ¡Ah! El día del juicio pronto viene, el mundo se acaba, muchos santos lo han profetizado, va a llover fuego, piedra y ceniza para castigar vuestra soberbia!»

Y exhortaba al pueblo a que no imitase a esos salvajes, sino que huyese de ellos y los aborreciese porque estaban excomulgados.

«¡Oíd lo que dicen los santos concilios! -decía-. Cuando un indio encontrase en la calle a un cura, doblará la cabeza y ofrecerá el cuello para que el among se apoye en él; si el cura y el indio van a caballo, entonces el indio se parará, se quitará el salakot o sombrero reverentemente; en fin, si el indio va a caballo y el cura a pie, el indio bajará del caballo y no volverá a montar hasta que el cura le diga sulung o esté ya muy lejos. Esto dicen los santos concilios, y el que no obedezca estará excomulgado».

-¿Y cuando uno monta un carabao? -pregunta un escrupuloso labriego a su vecino.

-¡Entonces... sigue adelante! -contesta éste, que era un casuista.

Pero a pesar de los gritos y gestos del predicador, muchos se dormían o distraían, pues aquel discurso era el mismo de siempre. En vano algunas devotas trataron de suspirar y lloriquear por los pecados de los impíos, pero tuvieron que desistir de su empresa, porque no hubo quien les hiciese coro. La misma hermana Puté pensaba todo lo contrario. Un hombre sentado a su lado se había dormido de tal manera que se cayó sobre ella, descomponiéndole el hábito; la buena anciana cogió su zueco y a golpes empezó a despertarle, gritando:

-¡Quita, salvaje, demonio, carabao, perro, condenado!

  -122-  

Moviose un tumulto, como era consiguiente. Parose el predicador, levantó las cejas sorprendido de tamaño escándalo. La indignación ahogó la palabra en su garganta y sólo consiguió pronunciar algunas palabras incoherentes, golpeando con los puños la tribuna.

-¡Aaah! ¡Aaah! -pudo al fin exclamar el indignado sacerdote cruzando los brazos y agitando la cabeza; para eso os estoy predicando toda la mañana, salvajes! ¡Aquí en la casa de Dios reñís y decís malas palabras, desvergonzados! ¡Aaaah! ¡ya no respetáis nada! ¡Esta es la obra de la lujuria e incontinencia del siglo! Ya lo decía yo: ¡aaah!

Y sobre este tema siguió predicando por espacio de media hora. El alcalde roncaba; María Clara cabeceaba: la pobrecita no podía resistir el sueño, no teniendo ya ninguna pintura ni imagen que analizar ni con qué distraerse. A Ibarra ya no le hacían mella las alusiones; pensaba ahora en una casita en la cima de un monte donde soñaba ser feliz con María Clara. ¡Que en el fondo del valle se arrastrasen los hombres y viviesen en sus miserables pueblos!

El padre Salvi había hecho tocar dos veces la campanilla, pero esto era poner leña al fuego: fray Dámaso era terco y prolongaba más el sermón. Fray Sibyla se mordía los labios y arreglaba repetidas veces sus anteojos de cristal de roca montados en oro. Fray Manuel Martín era el único que parecía escuchar con placer, pues estaba sonriente.

Por fin se cansó el orador y bajó del púlpito.

Todos se arrodillaron para dar gracias a Dios. El alcalde se restregó los ojos, extendió un brazo, como para desperezarse, soltando un aah profundo y bostezando.

  -123-  

Continuó la misa.

Cuando al cantar Balbino y Chananay el Incarnatus est todos se arrodillaban, un hombre murmuró al oído de Ibarra: «En la ceremonia de la bendición no os alejéis del cura, no descendáis al foso, no os acerquéis a la piedra que va la vida en ello!»

Ibarra vio a Elías que, dicho esto, se perdía entre la muchedumbre.




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- XX -

La cabria


Sobre ocho metros de altura se elevaba complicada andamiada: cuatro gruesos maderos, hundidos en el suelo, servían de almas, sujetos entre sí por colosales vigas cruzadas formando diagonales, unidas unas a otras por gruesos clavos, hundidos sólo hasta la mitad, acaso porque, teniendo el aparato un carácter provisional, pudiera ser después fácilmente deshecho. Enormes cables, colgando por todos lados, daban un aspecto de solidez y grandiosidad al conjunto coronado allá arriba por banderas de abigarrados colores, gallardetes y guirnaldas de flores artísticamente entretejidas.

De lo alto pendía sujeta por cuerdas y ganchos de hierro una descomunal polea de tres ruedas, sobre cuyos brillantes bordes pasaban tres cables   -124-   aún mayores que los otros, de los cuales estaba suspendido el enorme sillar, socavado en su centro, para formar con la excavación de la otra piedra ya descendida en el foso, el pequeño espacio destinado a guardar la historia del día, como periódicos, escritos, monedas, etc., y trasmitirla a lejanas generaciones. Estos cables iban a arrollarse al cilindro de un torno sujeto en tierra merced a gruesos maderos. Este torno, que se podía poner en movimiento por medio de dos manubrios, centuplicaba la fuerza de un hombre merced a un juego de ruedas dentadas.

En los kioscos que vimos anteayer ocupar al maestro de escuela y a los alumnos, se preparaban ahora el almuerzo opíparo y abundante. En la enramada que los unía estaban los asientos para los músicos y una mesa cubierta de dulces y confituras y frascos de agua coronados de hojas y flores para el sediento público.

El maestro de escuela había hecho levantar cucañas, y colgar sartenes y olla para alegres juegos.

La multitud, luciendo trajes de alegres colores, se aglomeraba huyendo del sol ardiente, bajo la sombra de los árboles y del emparrado. Los muchachos se subían a las ramas y sobre las piedras para ver mejor la ceremonia, y miraban con envidia a los chicos de la escuela, que limpios y, bien vestidos, ocupaban un sitio destinado para ellos.

Pronto se oyeron los lejanos acordes de la música que se acercaba precedida de una abigarrada turba. El hombre encargado de la cabría se puso inquieto y examinó con una mirada todo su aparato. Un curioso campesino seguía su mirada y observaba todos sus movimientos: era Elías, que acudía también a presenciar la ceremonia; por su salakot y su manera de ir vestido casi no se le conocía.   -125-   Se había procurado el mejor sitio, casi al lado mismo del torno, al borde de la excavación.

Con la música venían el alcalde, los munícipes, los frailes y los empleados españoles. Únicamente faltaba el padre Dámaso. Ibarra conversaba con el primero, de quien se había hecho muy amigo desde que le dirigiera unos finos cumplidos por sus condecoraciones y bandas: los humos aristocráticos eran el flaco de su excelencia Capitán Tiago, el alférez y algunos ricos más acompañaban a las lindas jóvenes, que preservaban los rostros morenos de los rayos del sol bajo vistosas sombrillas de seda. El padre Salvi seguía como siempre, silencioso y pensativo.

-Cuente usted con mi apoyo siempre que se trate de una buena acción -decía el alcalde a Ibarra-; yo le proporcionaré cuanto usted necesite, y si no haré que se lo proporcionen los otros.

A medida que se iban acercando sentía el joven palpitar su corazón. Instintivamente dirigió una mirada a la extraña andamiada allí levantada; vio al hombre encargado de la cabria saludarle respetuosamente y fijar en él un momento la vista. Con sorpresa descubrió a Elías, que con un significativo pestañeo le dio a entender que se acordase de lo que le había dicho en la iglesia.

El cura se puso las vestiduras sacerdotales y empezó las ceremonias. El tuerto sacristán mayor tenía el libro, y un monaguillo el hisopo y la vasija de agua bendita. Los demás, en derredor, de pie y descubiertos, guardaban un profundo silencio.

Entre tanto se habían colocado en la caja de cristal periódicos, medallas y monedas.

-Señor Ibarra, ¿quiere usted colocar la caja en su sitio? -murmuró el alcalde al oído del joven.

-Con mucho gusto -contestó éste-, pero usurparía   -126-   ese honroso deber al señor Escribano; el señor Escribano debe dar fe del acto.

El Escribano descendió entonces la alfombrada escalera que conducía al fondo de la excavación y con la solemnidad conveniente, depositó la cajita en el hueco de la piedra. El cura cogió el hisopo y roció las piedras con agua bendita.

Llegó el momento de poner cada uno su cucharada de mezcla sobre la superficie del sillar que yacía en el foso, para que el otro se adaptase bien y se agarrase.

Ibarra presentó al alcalde una pala de albañil, sobre cuya ancha hoja de plata estaba grabada la fecha del día; pero Su Excelencia pronunció antes una alocución en castellano.

«¡Vecinos de San Diego! -dijo con grave acento-: Tenemos el honor de presidir una ceremonia de una importancia que vosotros comprenderéis sin que Nos os lo digamos. Se funda una escuela; la escuela es la base de la sociedad. Enseñadnos la escuela de un pueblo, y os diremos qué pueblo es.

¡Vecinos de San Diego! Bendecid a Dios que os ha dado virtuosos sacerdotes y al Gobierno de la Madre Patria que difunde incansable la civilización en estas fértiles islas, acaparadas por ella bajo su glorioso manto! ¡Bendecid a Dios que se ha apiadado de vosotros trayendo estos humildes sacerdotes que os iluminan y os enseñan la divina palabra! ¡Bendecid al Gobierno que tantos sacrificios ha hecho, hace y hará por vosotros y por vuestros hijos!

¡Y ahora se bendice la primera piedra de este importante edificio. Nos, Alcalde mayor de esta provincia, en nombre de Su Majestad el Rey, que Dios guarde, Rey de las Españas, en nombre del preclaro Gobierno español y al amparo de su pabellón inmaculado y siempre victorioso, Nos consagramos   -127-   este acto y principiamos la edificación de esta escuela!

Vecinos de San Diego, ¡viva el rey! ¡Viva España! ¡Vivan los religiosos! ¡Viva la religión católica!

-¡Viva! ¡Vivaa! -contestaron muchas voces- ¡viva el señor alcalde!

Este descendió después majestuoso a los acordes de la música que empezó a tocar; depositó unas cuantas paletadas de mezcla sobre la tierra y con igual majestad que había descendido volvió a subir.

Los empleados aplaudieron.

Ibarra ofreció otra pala de plata al cura que, después de fijar los ojos en él un momento, descendió lentamente.

A la mitad de la escalera levantó la vista para mirar la piedra que colgaba sujeta por los poderosos cables, pero sólo fue un segundo y continuó descendiendo.

Los frailes y los empleados bajaron también uno tras otro. Tampoco fue olvidado Capitán Tiago. Faltaba Ibarra y ya se iba a ordenar que el hombre amarillo hiciese descender la piedra, cuando el cura se acordó del joven, diciéndole en tono de broma y afectando familiaridad:

-¿No mete usted su cucharada, señor Ibarra?

-¡Ande usted! -dijo el alcalde empujándole suavemente-; si no doy orden que no descienda la piedra y nos estaremos aquí hasta el día del juicio. Ante tan terrible amenaza, Ibarra tuvo que obedecer.

Elías le miraba con expresión indefinible; al verle se habría dicho que toda su vida se reconcentraba en sus ojos. El hombre amarillo contemplaba el abismo abierto a sus pies.

  -128-  

El joven quedó solo. Elías ya no le miraba: sus ojos estaban clavados en el hombre amarillo que, inclinado sobre el foso, seguía con ansia los movimientos del joven.

Oíase el ruido de la pala removiendo la masa de arena y cal, al través de un débil murmullo de los empleados que felicitaban al alcalde por su discurso.

De repente, la polea atada a la base de la cabria salta, y tras ella el torno que golpea el aparato como un ariete: los maderos vacilan, vuelan las ligaduras y todo se derriba en un segundo y con espantoso estruendo. Una nube de polvo se levanta; un grito de horror compuesto de mil voces llena el aire. La multitud huye en todas direcciones. Solamente María Clara y el padre Salvi permanecen en su sitio sin poderse mover, pálidos y sin palabra.

Cuando la polvareda se hubo desvanecido un poco, vieron a Ibarra de pie entre vigas, cañas y cables, entre el torno y la enorme piedra que al descender tan rápidamente lo había aplastado todo. El joven tenía aún en su mano la pala y miraba con ojos espantados el cadáver de un hombre que yacía a sus pies, medio sepultado entre las vigas.

-¡Milagro! ¡milagro! -gritaron algunos-.

¡Venid y desembarazad el cadáver de este desgraciado! -dijo Ibarra como despertando de un sueño.

Al oír su voz María Clara, cayó desmayada en brazos de sus amigas.

Reinaba una gran confusión: todos hablaban, gesticulaban, corrían de un lado a otro aturdidos y consternados.

-¿Quién es el muerto? -preguntaba el alférez.

Reconocieron entonces al hombre amarillo que estaba de pie al lado del torno.

  -129-  

-¡Que procesen al maestro de obras! -fue lo primero que pudo decir el alcalde.

Examinaron el cadáver, pusieron la mano sobre su pecho, pero el corazón ya no latía. El golpe le había alcanzado en la cabeza y la sangre le brotaba por las narices.

Los sacerdotes felicitaban calurosamente al joven estrechando su mano.

-Que esto no impida que la fiesta continúe, señor Ibarra -decía el alcalde-: ¡alabado sea Dios! ¡El muerto no es sacerdote ni español! ¡Hay que festejar su salvación de usted!

-¡El muerto no es más que un indio!

-¡Qué siga la fiesta! ¡Música! ¡no resucita al muerto la tristeza! ¡Capitán, aquí se practicarán las diligencias! ¡Que venga el directorcillo! ¡Preso el maestro de obras!

-¡Al cepo con él! ¡Eh! ¡música! ¡música! ¡Al cepo el muestrillo!

-¡Señor alcalde -repuso gravemente Ibarra-: si la tristeza no ha de resucitar al muerto, menos lo conseguirá la prisión de un hombre sobre cuya culpabilidad nada sabemos. Yo salgo garante de su persona y pido su libertad por estos días al menos!

-Bien, bien, pero que otra vez tenga más cuidado.

Circulaban toda clase de comentarios. La idea del milagro era ya cosa admitida. Fray Salvi, sin embargo, parecía alegrarse poco del portento atribuido a un santo de su corporación y de su parroquia.



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- XXI -

El banquete


Ibarra, había ido a casa a cambiarse de ropa.

Estaba concluyendo de arreglarse, cuando un criado le anunció que un campesino preguntaba por él.

Suponiendo fuese uno de sus trabajadores, ordenó le introdujesen en su despacho.

Pero con gran extrañeza, se encontró con la misteriosa figura de Elías.

-Me habéis salvado la vida -dijo éste en tagalo-; os he pagado mi deuda a medias y no tenéis nada que agradecerme, antes al contrario. He venido para pediros un favor...

-¡Habla! -contestó el joven en el mismo idioma, sorprendido de la gravedad de aquel campesino.

Elías fijó algunos segundos su mirada en los ojos de Ibarra y repuso:

-Cuando la justicia quiera aclarar este misterio, os suplico no habléis a nadie de la advertencia que os hice en la Iglesia.

-Descuida -contestó el joven-; sé que te persiguen, pero yo no soy ningún delator.

-¡Oh! ¡no es por mí, no es por mí! -exclamó   -131-   con viveza y altivez Elías-; es por vos: yo no temo nada.

La sorpresa de nuestro joven se aumentó: el tono con que hablaba aquel hombre era nuevo y no parecía estar en relación ni con su estado ni con su fortuna.

-¿Qué quieres decir?

-Procuraré expresarme con claridad. Para mayor seguridad vuestra, es menester que os tengan por desprevenido y confiado vuestros enemigos.

-¿Mis enemigos? ¿Tengo yo enemigos?

-¡Todos los tenemos, señor!

Ibarra miró en silencio a Elías.

-¡Tú no eres piloto ni campesino! -murmuró.

-Tenéis enemigos -continuó Elías sin advertir las palabras del joven-; vuestro padre y vuestro abuelo tuvieron también enemigos porque tampoco eran seres vulgares, y en la vida no son los criminales los que más odio provocan.

-¿Conoces a mis enemigos?

-Conocí a uno, al que ha muerto -repuso-. Ayer noche descubrí que algo tramaba contra vos por algunas palabras que cambió con un desconocido. «A este no le comerán los peces como a su padre: ya verás mañana» -decía-. Estas palabras llamaron mi atención, pues el que las pronunciaba, hacía días se había presentado al maestro de obras con el deseo de dirigir los trabajos de la colocación de la piedra, no pidiendo gran salario y haciendo gala de grandes conocimientos. Yo no tenía motivo suficiente para creer en su mala voluntad, pero algo en mí me decía que mis presunciones eran ciertas, y por esto escogí para advertiros una ocasión en que no pudieseis hacerme preguntas. Lo demás ya lo visteis.

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-¡Siento que ese hombre haya muerto -repuso Ibarra-. ¡De él se habría podido saber algo más!

-Si hubiese vivido se habría librado del castigo. No tengáis duda, el criminal debía tener cómplices poderosos. Por esto he venido a advertiros que viváis sobre aviso.

-¡Gracias! Antes de marcharte dime quién eres. ¿Cuándo te volverá a ver?

-Siempre que queráis y siempre que os pueda ser útil. Aún soy vuestro deudor.

Y aquel hombre extraño salió precipitadamente del despacho, dejando a Ibarra sumido en la mayor confusión.

Repúsose al fin, y decidió volver al sitio de la fiesta, donde le estaban esperando.

Bajo el adornado kiosco comían los grandes hombres de la provincia.

El Alcalde ocupaba un extremo de la mesa, Ibarra el otro. A la derecha del joven se sentaba María Clara y el escribano a su izquierda. Capitán Tiago, el alférez, el gobernadorcillo, los frailes, los empleados y las pocas señoritas que se habían quedado se sentaban, no según su rango, sino según sus aficiones.

La comida era bastante animada y alegre. A la mitad de ella llegó un empleado de telégrafos con un parte para Capitán Tiago.

-¡Señores -dijo éste todo azorado-, su excelencia el Capitán General viene esta tarde a honrar mi casa!

Y echó a correr sin nada a la cabeza y con servilleta colgada del cuello.

El anuncio de la venida de los tulisanes no habría producido más efecto.

-¡Pero oiga usted! ¿Cuándo viene? ¡Cuéntenos usted!

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Capitán Tiago ya estaba lejos.

-¡Viene su excelencia y se hospeda en casa de Capitán Tiago! -exclamaron algunos sin considerar que estaban allí la hija y el futuro yerno.

-¡La elección no podía ser mejor! -repuso éste. Los frailes se miraron unos a otros. La mirada quería decir: «El Capitán General comete una de las suyas; nos ofende no hospedándose en el convento».

-Ya me habían hablado de eso ayer -dijo el Alcalde-, pero entonces su excelencia no estaba aún decidido.

-¡Aquí vienen otros partes!

Eran para el Alcalde, el alférez y el gobernadorcillo: los frailes tuvieron otro disgusto al ver que ninguno iba dirigido a ellos.

-¡Su excelencia llegará a las cuatro de la tarde, señores! -dijo el Alcalde solemnemente-; podemos comer con tranquilidad.

La conversación volvió a tomar su curso ordinario.

-¡Noto la ausencia de nuestro gran predicador! -dijo tímidamente uno de los empleados, de aspecto inofensivo, que no había abierto la boca hasta el momento de comer y hablaba ahora por primera vez en toda la mañana.

Todos los que sabían la historia del padre de Crisóstomo hicieron un movimiento y un guiño que querían decir: «¡Te has lucido! ¡Al primer tapón, zurrapa!». Pero algunos más benévolos contestaron:

-Debe estar algo cansado.

-¿Qué algo? -exclamó el alférez-. Rendido debe estar, y como dicen por aquí, malunqueado. ¡Cuidado con la plática!

-¡Un sermón soberbio, gigante! -dijo el escribano.

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-¡Magnífico, profundo! -añadió el corresponsal.

-Para poder hablar tanto se necesita tener grandes pulmones -observó el padre Manuel Martín.

El agustino no le concedía más que pulmones.

Para que se cumpliese una vez más el refrán de que «cuando se habla del ruin de Roma pronto asoma», no tardó en presentarse en el lugar del festín el padre Dámaso.

Estaban ya en los postres y el champaña espumaba en las copas.

El padre Dámaso sonrió nerviosamente cuando vio a María Clara sentada a la derecha de Crisóstomo; pero tomando una silla al lado del alcalde, preguntó enmedio de un silencio significativo:

-¿Se hablaba de algo, señores? ¡Continúen ustedes!

-Se brindaba -contestó el alcalde-. El señor Ibarra mencionaba a cuantos le habían ayudado en su filantrópica empresa y hablaba del arquitecto cuando vuestra reverencia...

-Pues yo no entiendo de arquitectura -interrumpió el padre Dámaso-, pero me río de los arquitectos y de los bobos que a ellos acuden. Yo tracé el plano de esa iglesia, y está construida perfectamente. ¡Para trazar un plano basta tener dos dedos de frente!

-Sin embargo -repuso el alcalde, viendo que Ibarra se callaba-; cuando se trata de ciertos edificios, por ejemplo, como esta escuela, necesitamos un perito...

-¡Peritos! -exclamó con burla el padre Dámaso-. Hay que ser más bruto que los indios, que se levantan sus propias casas, para no saber hacer construir cuatro paredes y ponerles una cubierta...

  -135-  

Todos miraron a Ibarra; pero éste, si bien se puso pálido, siguió conversando con María Clara.

-Pero considere usted...

-Vea usted -continuó el franciscano, no dejando hablar al alcalde-; vea usted como un lego nuestro, el más bruto que tenemos, ha construido un hospital. Hacía trabajar bien y no pagaba más que ocho cuartos diarios, aun a los que tenían que venir de otros pueblos. Ése sabía tratarlos, no como muchos chiflados y mesticillos que los echan a perder, pagándoles tres o cuatro reales.

-¿Dice Vuestra Reverencia que sólo pagaba ocho cuartos? ¡Imposible!

-Sí, señor, y eso debían imitar los que se precian de buenos españoles. Ya se ve, desde que el Canal de Suez se ha abierto, la corrupción ha venido acá. Antes, cuando teníamos que doblar el Cabo, ni venían tantos perdidos, ni iban allá otros a perderse!

-Pero, ¡padre Dámaso!...

-Usted ya conoce lo que es el indio; tan pronto como aprende algo se las echa de doctor. Todos esos mocosos que van a Europa...

-Pero, ¡oiga Vuestra Reverencia!... -interrumpió el alcalde, que se inquietaba por lo agresivo de aquellas palabras.

-Todos van a acabar como merecen; la mano de Dios se ve enmedio; se necesita estar ciego para no verlo. Ya en esta vida reciben el castigo los padres de semejantes víboras... se mueren en la cárcel ¡je! ¡je! como si dijéramos, no tienen donde... Pero no concluyó la frase. Ibarra, lívido, le había seguido con la vista; al oír la alusión a su padre, se levantó y de un salto dejó caer su robusta mano sobre la cabeza del sacerdote, que cayó de espaldas, atontado.

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Llenos de sorpresa y terror, ninguno se atrevió a intervenir.

-¡Lejos! -gritó el joven con voz terrible, y extendió su mano a un afilado cuchillo, mientras sujetaba con el pie el cuello del fraile-. ¡El que no quiera morir que no se acerque!

Ibarra estaba fuera de sí; su cuerpo temblaba, sus ojos giraban en sus órbitas amenazadores. Fray Dámaso, haciendo un esfuerzo, se levantó, pero él, cogiéndole del cuello, le sacudió hasta ponerle de rodillas y doblarle.

-¡Señor Ibarra! ¡Señor Ibarra! -balbucearon algunos.

Pero ninguno, ni el mismo alférez, se atrevía a acercarse, viendo el cuchillo brillar, calculando la fuerza y el estado de ánimo del joven. Todos se sentían paralizados.

El joven respiraba trabajosamente, pero con brazo de hierro seguía sujetando al franciscano, que en vano pugnaba por desasirse.

-¡Sacerdote de un Dios de paz, que tienes la boca llena de santidad y religión y el corazón de miserias, tú no debiste conocer lo que es un padre... cuando te atreves a ofender de ese modo la memoria del mío! ¡Miserable!

La gente que le rodeaba, creyendo que iba a cometer un asesinato, hizo un movimiento.

-¡Lejos! -volvió a gritar con voz amenazadora- ¿qué? ¿teméis que manche mis manos con la sangre de este reptil? ¡Sí, quiero matarlo, quiero vengar al autor de mis días! Mi padre era un hombre honrado, preguntadlo a ese pueblo que venera su memoria. Mi padre era un buen ciudadano que se ha sacrificado por el bien de su país. ¡Su casa estaba abierta, su mesa dispuesta para el extranjero o el desterrado que acudía a él en su miseria! Era   -137-   buen cristiano: hizo siempre el bien y jamás oprimió al desvalido, ni acongojó al miserable... A este canalla le abrió las puertas de su casa, le hizo sentar a su mesa para que saciase su gula desmedida y le llamó su amigo. ¿Cómo correspondió a este desinterés y a esta amistad?... Calumniándolo, persiguiéndolo, armando contra él la ignorancia, ultrajando su tumba, deshonrando su memoria. Ahora quiere repetir con el hijo lo que ha hecho con el padre. Yo he huido de él, he evitado su presencia. Vosotros lo oísteis esta mañana profanar el púlpito, señalándome al fanatismo popular y yo me he callado. Ahora viene aquí a buscar querella conmigo y a insultarme delante de todos. ¡No lo volverá a hacer! ¡No lo volverá a hacer!

Levantó el brazo; pero una joven, rápida como el pensamiento, se puso enmedio y con sus delicadas manos lo detuvo: era María Clara.

Ibarra la miró con una mirada que parecía reflejar la locura. Poco a poco se aflojaron los crispados dedos de sus manos, dejando caer el cuerpo del franciscano y el cuchillo, y cubriéndose la cara huyó a través de la multitud.




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- XXII -

La primera nube


En casa de Capitán Tiago reinaba una gran confusión. María Clara no hacía más que llorar y no escuchaba las palabras de consuelo de su tía y   -138-   de Andeng, su hermana de leche. Le había prohibido su padre que hablase con Ibarra hasta tanto que los sacerdotes no le absolviesen de la excomunión que sobre él habían lanzado.

Capitán Tiago, que estaba atareadísimo preparando su casa para recibir dignamente al Capitán General, había sido llamado al convento.

-No llores, hija -decía tía Isabel, pasando la gamuza sobre las brillantes lunas de los espejos-; ya le retirarán la excomunión, ya escribirán al Papa... haremos una gran limosna... El padre Dámaso no ha tenido más que un desmayo: no ha muerto.

Por fin Capitán Tiago llegó. Ellas buscaron en su rostro la respuesta a muchas preguntas; pero la cara del ex gobernadorcillo anunciaba el mayor desaliento. El pobre hombre sudaba, se pasaba la mano por la frente y no conseguía articular una palabra.

-¿Qué hay, Santiago? -preguntó ansiosa la tía Isabel.

Este contestó con un suspiro, enjugándose una lágrima.

-¡Por Díos, habla! ¿Qué pasa?

-¡Lo que yo me temía! -prorrumpió al fin, medio llorando-. ¡Todo está perdido! ¡El padre Dámaso manda que rompa el compromiso: de lo contrario me condeno en esta vida y en la otra! ¡Todos me dicen lo mismo, hasta el padre Sibyla! Debo cerrarle las puertas de mi casa, y... ¡le debo más de cincuenta mil duros! He dicho esto a los padres, pero no han querido hacerme caso. ¿Qué prefieres perder, me decían, cincuenta mil pesos o tu vida y tu alma? ¡Ay, San Antonio! ¡si lo hubiese sabido, si lo hubiese sabido!...

María Clara sollozaba.

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-No llores, hija mía -añadió volviéndose a ésta-. El padre Dámaso me ha dicho que ha llegado ya un pariente suyo de España... y te lo destina por novio...

María Clara se tapó los oídos.

-¿Pero Santiago, estás loco? -le gritó tía Isabel-; ¡hablarle de otro novio ahora! ¿Crees que tu hija muda de novios como de camisas?

-Eso mismo pensaba yo, Isabel; don Crisóstomo es rico... los españoles sólo se casan por amor al dinero... pero ¿qué quieres que haga? Me han amenazado con otra excomunión... dicen que corre gran peligro no sólo mi alma, sino también el cuerpo... ¿oyes? ¡el cuerpo!

-¡Pero tú no haces más que desconsolar a tu hija! ¿No es amigo tuyo el arzobispo? ¿Por qué no le escribes?

-El arzobispo también es fraile; el arzobispo no hace más que lo que los frailes le dicen. Pero María, no llores; vendrá el Capitán general, querrá verte y tus ojos estarán encarnados. ¡Ay! ¡yo que pensaba pasar una tarde tan feliz! Sin esta gran desgracia todos me tendrían envidia... ¡Cálmate, hija mía; yo soy más desgraciada que tú y no lloro! Tú puedes tener otro novio mejor, pero yo, yo pierdo cincuenta mil pesos! ¡Ay, Virgen de Antipolo: si esta noche al menos tuviese suerte!...

Detonaciones, rodar de coches, galopo de caballos y los acordes de la música que tocaba la Marcha Real, anunciaron la llegada de Su Excelencia el gobernador general de las Islas Filipinas. María Clara corrió a esconderse en su cuarto.

Mientras la casa se llenaba de gente, y fuertes pasos, voces de mando y ruido de sables y espuelas resonaban por todas partes, la atribulada joven se había arrodillado delante de la estampa de una   -140-   Virgen. Con la cabeza inclinada sobra el pecho, parecía el tallo de una azucena doblada por la tempestad.

María Clara era tan buena y piadosa cristiana como amante hija. No sólo le atemorizaba la excomunión: el mandato y la amenazada tranquilidad de su padre le exigían ahora el sacrificio de sus amores.

Quería orar, pero no podía. Se ora cuando se espera, y cuando no, y nos dirigimos a Dios, sólo exhalamos quejas. -«¡Dios mío! -gritaba su corazón-, ¿Por qué separar así a un hombre, por qué negarle el amor de los demás? Tú no le niegas tu sol, ni tu aire, ni le ocultas la vista de tu cielo, ¿por qué negarle el amor, cuando sin cielo, sin aire y sin sol se puede vivir, pero sin amor jamás?

Tía Isabel vino a sacarla de su dolor. Habían llegado algunas amigas y el Capitán General deseaba hablarla.

-¡Tía, diga usted que estoy enferma! -suplicó la joven espantada-; ¡me van a hacer tocar el piano y cantar!

-Tu padre lo ha prometido: ¿vas a poner en ridículo a tu padre?

María Clara se levantó, miró a su tía, retorciose los hermosos brazos y balbuceó:

-¡Oh! si tuviese yo...

Pero no concluyó su frase y empezó a arreglarse.



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- XXIII -

Su Excelencia


-¡Deseo hablar con ese joven! -decía Su Excelencia a un ayudante-; ha despertado todo mi interés.

-¡Ya han ido a buscarle, mi general! Pero aquí hay un joven de Manila que pide con insistencia ser introducido. Le hemos dicho que Vuestra Excelencia no tenía tiempo y que no había venido para dar audiencias, sino para ver el pueblo y la procesión; pero ha contestado que Vuestra Excelencia siempre tiene tiempo disponible para hacer justicia...

Su Excelencia se volvió al alcalde maravillado.

-Si no me engaño -contestó éste haciendo una ligera inclinación-; es el joven que esta mañana ha tenido una cuestión con el padre Dámaso con motivo del sermón.

-¿Aún otra? ¿Se ha propuesto ese fraile alborotar la provincia o cree que él manda aquí? ¡Decid al joven que pase!

Su Excelencia se paseaba nervioso de un extremo a otro de la sala. En la antesala había varios españoles, mezclados con militares y autoridades del pueblo de San Diego, agrupados en corros y conversando. Encontrábanse también allí todos los frailes, menos el padre Dámaso y querían pasar para presentar sus respetos a Su Excelencia.

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-Su Excelencia el Capitán General suplica a vuestras reverencias que se esperen un momento -dijo el ayudante-; ¡pase usted, joven!

El manileño entró en la sala pálido y tembloroso.

Todos estaban llenos de sorpresa: muy irritado debía estar Su Excelencia para atreverse hacer esperar a los frailes. El padre Sibyla decía:

-Yo no tengo nada que decirle... aquí estoy perdiendo el tiempo.

-Yo digo lo mismo -añadió un agustino-. ¿Vámonos?

-¿No sería mejor que averiguásemos cómo piensa? -dijo el padre Salvi-; evitaríamos un escándalo y podríamos recordarle sus deberes para con la religión.

-¡Vuestras reverencias pueden pasar si gustan! -dijo el ayudante acompañando al joven manileño, que ahora salía con el rostro brillante de satisfacción.

Fray Sibyla entró el primero; detrás iban el padre Salvi, el padre Manuel Martín y los otros religiosos. Saludaron humildemente, menos el padre Sibyla, que conservó aún en la inclinación cierto aire de superioridad; el padre Salvi, por el contrario, casi dobló la cintura.

-¿Quién de vuestras reverencias es el padre Dámaso? -preguntó de improviso el general, sin dirigirles las frases lisonjeras a que estaban acostumbrados tan altos personajes.

-El padre Dámaso no está, señor, entre nosotros -contestó casi con el mismo acento seco el padre Sibyla.

-Está en cama enfermo el servidor de vuecencia -añadió humildemente el padre Salvi-; después de tener el placer de saludarle, como cumple   -143-   a todos los buenos servidores del rey y a toda persona de educación, veníamos también en nombre del respetuoso servidor de Vuestra Excelencia, que tiene la desgracia...

-¡Oh! -interrumpió el general haciendo girar una silla sobre un pie y sonriendo nerviosamente-. Si todos mis servidores fuesen como su reverencia el padre Dámaso, me alegraría quedarme sin ninguno.

Las reverencias adoptaron un aire compungido, comprendiendo que el general tenía malas pulgas.

-¡Tomen asiento vuestras reverencias! -añadió después de una breve pausa, dulcificando un poco su voz.

Capitán Tiago, vestido de frac y caminando de puntillas, conducía en aquel momento de la mano a María Clara, vacilante y llena de timidez. No obstante, hizo un gracioso y ceremonioso saludo.

-¿Es la señorita hija de usted? -preguntó sorprendido el general.

-¡Y de Vuestra Excelencia, mi general! -contestó Capitán Tiago seriamente.

El alcalde y los ayudantes abrieron los ojos, pero Su Excelencia, sin perder la gravedad, tendió la mano a la joven y le dijo afablemente:

-¡Felices los padres que tienen hijas como usted, señorita! Me han hablado de usted con respeto y admiración... he deseado verla para darle las gracias por el hermoso acto que ha llevado a cabo este día. Estoy enterado de todo, y cuando escriba al gobierno de Su Majestad no olvidaré su generoso comportamiento. Entretanto, permítame usted, señorita, que en nombre de Su Majestad el rey, que aquí represento y que ama la paz y tranquilidad de sus fieles súbditos, y en el mío, en el de un padre que también tiene hijas de su edad de usted, le dé las   -144-   más expresivas gracias y la proponga para una recompensa...

-¡Señor! -contestó temblorosa María Clara, Su Excelencia adivinó lo que ella quería decir y repuso:

-Está muy bien, señorita, que usted se contente con su conciencia y con la estimación de sus conciudadanos; a fe que es el mejor premio, y nosotros no debíamos pedir más. Pero no me prive usted de una hermosa ocasión para hacer ver que si la justicia sabe castigar, también sabe premiar, y que no siempre es ciega.

-¡El señor don Juan Crisóstomo Ibarra aguarda las órdenes de Vuestra Excelencia! -dijo en voz alta un ayudante.

María Clara se estremeció.

-¡Ah! -exclamó el general-. Permítame usted, señorita, que le exprese el deseo de volverla a ver antes de dejar este pueblo. Señor alcalde, vuestra señoría me acompañará durante el paseo que quiero hacer a pie después de la conferencia que tendré a solas con el señor Ibarra.

-Vuestra Excelencia nos permitirá que le advirtamos -dijo el padre Salvi humildemente- que el señor Ibarra está excomulgado...

Su Excelencia le interrumpió diciendo:

-Me alegro mucho no tener que deplorar más que una ligera indisposición del padre Dámaso, a quien deseo sinceramente una curación completa, porque a su edad un viaje a España por motivos de salud no debe ser muy agradable. Pero esto depende de él... y entretanto, ¡que Dios conserve la salud a vuestras reverencias!

Unos y otros se retiraron.

-¡Y tanto que depende de él! -murmuró al salir el padre Salvi.

  -145-  

-¡Veremos quién hará más pronto el viaje! -añadió otro franciscano.

En la antesala se encontraron con Ibarra, su anfitrión de hacía algunas horas. No cambiaron ningún saludo, pero sí miradas que decían muchas cosas.

El Alcalde, por el contrario, cuando ya los frailes habían desaparecido, le saludó y le tendió la mano familiarmente; pero la llegada del ayudante que buscaba al joven, no dio lugar a ninguna conversación.

En la puerta se encontró con María Clara: las miradas de ambos se dijeron también muchas cosas.

Ibarra presentose sereno y saludó profundamente. El General se adelantó hacia él algunos pasos.

-Tengo suma satisfacción, señor Ibarra, al estrechar su mano.

Su excelencia, en efecto, examinaba al joven con marcado interés.

-¡Señor... tanta bondad!...

-Estoy muy satisfecho de su conducta -dijo su excelencia sentándose y señalándole un asiento- y ya le he propuesto al gobierno para una condecoración por el filantrópico pensamiento de erigir una escuela... Si usted me hubiese avisado yo habría presenciado con placer la ceremonia y acaso le habría evitado un disgusto.

-El pensamiento me parecía tan pequeño -contestó el joven- que no creí oportuno distraer la atención de Vuestra Excelencia de sus numerosas ocupaciones.

Su excelencia movió la cabeza con aire satisfecho, y adoptando cada vez un tono más familiar, continuó:

-En cuanto al disgusto que usted ha tenido con el padre Dámaso no guarde ni temor ni rencores:   -146-   no se le tocará un pelo de su cabeza mientras yo gobierne las Islas; y por lo que respecta la excomunión, ya hablaré con el Arzobispo, porque es menester que nos amoldemos a las circunstancias. Aquí no podríamos reírnos de estas cosas en público como en la Península. Con todo, sea usted en lo sucesivo más prudente; se ha colocado frente a frente de las Corporaciones religiosas que, por su significación y su riqueza, necesitan ser respetadas. Pero yo le protegeré, porque me gustan los buenos hijos quo honran la memoria de sus padres. Yo también he amado a los míos y ¡vive Dios! no sé lo que habría hecho en su lugar.

-Senor -contestó Ibarra-, mi mayor deseo es la felicidad de mi país, felicidad que quisiera se debiese a la madre patria y al esfuerzo de mis conciudadanos, unidos con eternos lazos de comunes miras y comunes intereses.

Su excelencia le miró por algunos segundos con una mirada que Ibarra sostuvo con naturalidad.

-¡Es usted el primer hombre con quien hablo, en este país! -exclamó tendiéndole la mano.

El Capitán General se levantó y se puso a pasear de un lado a otro de la sala.

-Señor Ibarra -exclamó parándose de repente (el joven se levantó también); acaso dentro de un mes parta; su educación de usted y su modo de pensar no son para este país. Venda usted cuanto posee, arregle su maleta y véngase conmigo a Europa.

-¡El recuerdo de la bondad de Vuestra Excelencia lo conservaré mientras viva! -contestó Ibarra conmovido-; pero debo vivir en el país donde han vivido mis padres...

-¡Donde han muerto! diría usted más exactamente. Créame, acaso conozca su país mejor que   -147-   usted mismo... ¡Ah! ahora me acuerdo -exclamó cambiando de tono-; tiene usted relaciones con una adorable joven y le estoy deteniendo aquí. Vaya usted, vaya usted al lado de ella y para mayor libertad envíeme al padre -añadió sonriendo-. No se olvide usted, sin embargo, de que quiero que me acompañe a paseo.

Ibarra saludó y se alejó.

Su Excelencia llamó a su ayudante.

-Estoy contento -dijo-; hoy he visto por primera vez cómo se puede ser buen español sin dejar de ser buen filipino y amar a su país; hoy les he demostrado a las reverencias que no todos somos juguetes suyos: este joven me ha proporcionado ocasión, y pronto habré saldado todas mis cuentas con el fraile. Lástima que ese joven un día u otro... pero llame usted al Alcalde.

Éste se presentó inmediatamente.

-Señor Alcalde -le dijo al entrar-; para evitar que se repitan escenas como las que usía ha presenciado hoy, escenas que deploro porque desprestigian al Gobierno y a los españoles todos, me permito recomendarle eficazmente al señor Ibarra, a que no sólo le facilite los medios de llevar a cabo sus patrióticos fines, sino también evite que en adelante le molesten personas de cualquier clase que fueren y bajo cualquier pretexto.

El alcalde comprendió la reprimenda y se inclinó para ocultar su turbación.

-Haga vuestra señoría lo mismo al alférez que aquí anda la sección y averigüe si es verdad que este señor tiene ocurrencias que no dicen los reglamentos: he oído sobre esto más de una queja.

Capitán Tiago se presentó tieso y de rigurosa etiqueta.

-Don Santiago -le dijo Su Excelencia en tono afectuoso-   -148-   hace poco le felicitaba a usted por la dicha de tener una hija tan hermosa; ahora le felicito por su futuro yerno. ¿Se puede saber cuándo es boda?

-¡Señor!... -balbuceó Capitán Tiago limpiándose el sudor que corría por su frente.

-¡Vamos, veo que aún no hay nada definitivo! Si faltan padrinos tendré sumo gusto en ser uno ellos.

-¡Cómo agradecerle, señor!... -contestó Capitán Tiago, turbado por la emoción.

Ibarra habíase dirigido apresuradamente en busca de María Clara. Oyó voces femeniles en una de las habitaciones y llamó ligeramente a la puerta.

-¿Quién llama? -preguntó María Clara-.

-¡Yo!

Las voces callaron y la puerta permaneció cerrada.

-Soy yo: ¿puedo entrar? -preguntó el joven cuyo corazón latía violentamente.

El silencio continuó. Segundos después unos ligeros pasos se acercaron a la puerta y la alegre voz de Sinang murmuró a través del agujero de la cerradura.

-Crisóstomo, vamos al teatro esta noche; escribe lo que tengas que decir a María Clara.

-¿Qué quiere esto decir? -murmuraba Ibarra pensativo, alejándose lentamente de la puerta.



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